You are on page 1of 21

Dos estrategias en el proceso chileno *

Ruy Mauro Marini

Indice
La crisis del sistema
Dos líneas en la izquierda
El problema del Estado
La contraofensiva burguesa
El militar fascismo y las perspectivas.

Reflexionar sobre los acontecimientos chilenos posteriores a 1970 es un


imperativo para quienes se interesan por el futuro de América Latina. Esto no
vale tan sólo por la riqueza de enseñanzas que encierran, sino también porque,
en una amplia medida, allí se reúnen y condensan muchos aspectos que se
habían observado ya en procesos sociopolíticos de otros países latinoamericanos.
Más aún, por el momento mismo en que se produce y por las características que
asume, Chile parece cerrar una etapa en el desarrollo de las luchas de clases en
la región y contiene en sí la promesa de un nuevo periodo, superior bajo muchos
puntos de vista al que veníamos viviendo.

No es nuestra intención analizar exhaustivamente el tema, sino indicar algunas


cuestiones que nos parecen dignas de ser tomadas en consideración. Para ello,
habría que partir del intento por insertar el periodo de la Unidad Popular (1970-
73) en el marco del proceso político chileno y, sin insistir mucho en ello, señalar
su correspondencia con los cambios operados en las estructuras socioeconómicas
del país durante la década anterior.

La crisis del sistema

Es, en efecto, a ese periodo que habrá que remontarse para explicar las causas
del ascenso de Salvador Allende al gobierno chileno. Los intentos interpretativos
que recurren, para ello, a la solidez de las instituciones democrático-burguesas
en Chile o al carácter profesional y apolítico de sus fuerzas armadas han sido
desmentidos por la vida misma, y no vale la pena ocuparse aquí del tema. Lo que
sí hay que apuntar es que tales argumentos eran ya endebles, antes aún que la
historia los echara por tierra. Pues lo más particular en la victoria de la Unidad
Popular, en septiembre de 1970, fue el hecho de que, manteniendo prácticamente
el mismo porcentaje obtenido en elecciones anteriores (cerca de un tercio del
electorado), no se hubiera dado, como en oportunidades anteriores, la unión de
las fuerzas que se le oponían, lo que permitió que la contienda electoral se
realizara en tres bandas, favoreciendo así a los partidarios de Allende.

1
Se ha intentado explicar esto sobre la base de un error de cálculo de la
burguesía, y es obvio que tal error existió: si ésta hubiera estado segura de
perder las elecciones, sus principales partidos (nacional y demócrata-cristiano)
no se habrían presentado divididos en los comicios. Pero el verdadero problema,
para el análisis sociopolítico, no reside en la constatación de ese error de cálculo,
sino en saber por qué dicho error se produjo. No había nada en el panorama
político de los años precedentes que lo justificara; todo lo contrario, el ascenso de
las luchas de masas en la ciudad y en el campo, la impopularidad creciente del
presidente Eduardo Frei entre las capas populares, los problemas internos de la
democracia cristiana (que llevaron, en el año anterior a los comicios, a la escisión
que tomó el nombre de MAPU), la inquietud en las mismas fuerzas armadas,
expresada por la sublevación del regimiento Tacna en 1969, por un lado, y la
inmensa distancia que separaba a la derecha (representada por el PN y su
candidato, Arturo Alessandri) respecto a la DC y al bloque de izquierda, en lo
referente al apoyo popular, por el otro, todo ello debiera de haber llevado a la
burguesía a la previsión inversa.

¿No sería, entonces, que el error de cálculo de la burguesía era una auto-ilusión
necesaria, creada por la clase para justificar y encubrir factores objetivos que la
dividían internamente? ¿Habría en Chile contradicciones interburguesas y entre
la burguesía y la pequeña burguesía que llevaban inevitablemente a esas clases a
buscar soluciones políticas inconciliables y, una vez puesta la cuestión en estos
términos, no tendrían ellas que forjarse la idea de que esa oposición insuperable
no afectaría sus intereses de clase?

Un breve análisis de la situación de la burguesía, así como de la pequeña


burguesía propietaria (pequeños industriales y comerciantes, etcétera) tiende a
indicar que esto era así. Desde el punto de vista industrial, la década de 1960 es
considerada como un periodo de estancamiento en Chile (no hablemos de la
agricultura, cuya regresión era ya un hecho desde hacía varias décadas). Un
examen más detallado del problema nos revela, sin embargo, que no había tal
estancamiento, sino más bien un cambio estructural, un desplazamiento del eje
de la acumulación de capital. Tal desplazamiento se hacía desde las industrias
tradicionales (textiles, vestido, calzado, etcétera), donde predominaban la
mediana y la pequeña burguesía, hacia las llamadas industrias dinámicas,
dedicadas a la producción de bienes más sofisticados y suntuarios, en las
condiciones de vida imperantes en Chile (tales como la industria automotriz, de
aparatos electrodomésticos, etcétera), en donde el predominio cabía al gran
capital nacional y extranjero.[1]

Desde 1967, la política del gobierno de Frei se había orientado, respecto al sector
industrial, a dar al gran capital las facilidades exigidas para su desarrollo, en
materia de financiamiento público y crédito al consumidor, inversiones en
infraestructura y en industrias básicas por parte del Estado, etcétera, así como
hacia la adopción de una política regresiva de distribución del ingreso, capaz de
promover una adecuación de las estructuras de consumo en favor de la
producción suntuaria. Señalemos que las medidas relativas a la distribución
regresiva del ingreso responderán en una buena medida del alza de los
movimientos reivindicativos de masas a partir de ese año. Simultáneamente, el
gobierno se lanzaba a la conquista de una zona propia de mercados exteriores
para dichos productos, a través de la creación del Pacto Andino, del cual Chile
fue el principal promotor.

2
Pero las contradicciones interburguesas no se dibujaban tan solo en el terreno de
la industria. Alcanzaban también el campo, donde la política del gobierno
democristiano tenía un doble propósito. Por un lado, atender a las presiones de
base de su propio partido, sensible al planteamiento que el agravamiento de la
lucha de clases y la propaganda de la izquierda habían generalizado respecto a la
necesidad de una reforma agraria. Esa política era, por lo demás, compatible con
los planteamientos norteamericanos para la región, estipulados en la reunión de
Punta del Este de 1961, en la que se creara la Alianza para el Progreso (de la cual
el gobierno de Frei era el adalid), los cuales tenían como objetivo desarrollar en el
campo una clase media capaz de hacer frente a la radicalización del movimiento
campesino en ciertas zonas de América Latina. Por otro lado, la reforma agraria
democristiana pretendía impulsar un mayor desarrollo agrícola, destinado a
aligerar el peso de la importación de alimentos en la balanza de pagos y,
simultáneamente, a abaratar en términos reales la mano de obra, toda vez que la
organización sindical chilena dificultaba la rebaja de los salarios mediante el uso
puro y simple de la fuerza. Este segundo aspecto llevaba a ampliar la penetración
del capitalismo en el campo, estableciendo un cierto nivel de conflicto (muy
aminorado, es cierto, por las medidas paliativas establecidas por la ley) con la
clase terrateniente, o sea, con los grandes latifundistas que, en su mayoría, eran
rentistas y ausentistas. Había, finalmente, un tercer aspecto en la política freísta,
que era la captación de bases campesinas para el partido democristiano. El
resultado de ello fue el de que fue Eduardo Frei quien dio la señal de partida para
la sindicalización rural en gran escala, la cual se generalizará después con
Allende.[2] Paralelamente, los amplios sectores de trabajadores excluidos de los
beneficios de la reforma agraria iniciarían un proceso de lucha bajo formas poco
ortodoxas, particularmente las tomas de tierras, que también alcanzarían su
punto alto en el periodo de la Unidad Popular.[3]’
Ese despertar del movimiento campesino iba acompañado, como mencionamos
de paso, por un alza del movimiento de las masas urbanas. Destacábanse allí la
clase obrera, cuyos índices de huelgas subían en flecha, con la particularidad de
que aumentaban en mayor proporción las huelgas llamadas ilegales, promovidas
sobre todo por trabajadores no sindicalizados pertenecientes a la mediana y la
pequeña industria; los pobladores, que inician su lucha estimulados por la
misma democracia cristiana y luego por los partidos tradicionales de izquierda,
interesados en el caudal de votos que les podrían aportar, para ganar, al penetrar
allí el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, niveles insospechados de
radicalización y formas de lucha de alta combatividad; y, finalmente, la misma
pequeña burguesía asalariada, principalmente la funcionaria, como los
empleados de gobierno, los trabajadores de los servicios nacionales de salud y
hasta los jueces (en 1970 se produjo en Chile el espectáculo insólito de una
huelga de magistrados judiciales).’

Todo ello estaba indicando una profunda crisis en el sistema de dominación


burgués, que se estableciera en Chile a fines de los años 30 y sufriera algunas
adaptaciones en las décadas subsiguientes, particularmente la de los 50. Ese
sistema combinaba los intereses de la burguesía industrial y la vieja clase
terrateniente y financiera sobre la base de una participación mutua en los
beneficios del enclave cuprero, controlado por el capital norteamericano,
destinando además parte del excedente de allí extraído a la pequeña burguesía
urbana. Esta se había constituido, en el marco del sistema, en una clase de
apoyo activa al mismo, destacando de su seno una fracción política, quien se
encargaba de los negocios del Estado en beneficio de las diferentes capas y
fracciones de clase beneficiarias del mismo.[4] Al mismo tiempo, se establecían
formas institucionalizadas de relaciones con los sectores más fuertes del

3
movimiento obrero (cerca de un 30% de la clase que se encontraba sindicalizado),
entre las cuales se incluían garantías a sus representantes políticos, expresados
principalmente por los partidos tradicionales de izquierda: comunista y socialista.
Es cierto que ese sistema había atravesado anteriormente una fase crítica. La
entrada en escena, en el curso de la década de 1950, de las amplias masas
proletarias y semiproletarias excluidas de la participación política había
desarticulado momentáneamente el régimen de partidos, provocando la elección
del general Ibáñez por encima de ellos, en 1952, e introduciendo en la vida
política manifestaciones de masas de una violencia inusitada, como pasó el 2 de
abril de 1957 en Santiago. Sin embargo, tras un desplazamiento hacia la derecha
de las clases dominantes, apoyadas por la pequeña burguesía, de la cual resultó
la elección a la presidencia de Jorge Alessandri, el sistema logró recomponerse,
reestructurando de nuevo la alianza de clases en que se basaba, y la pequeña
burguesía pudo recuperar incluso las posiciones perdidas con Alessandri en el
aparato de Estado al elegir a Eduardo Frei presidente de la República en 1964.
Es así como se entiende el conjunto de reformas en la ciudad y en el campo,
mediante las cuales la democracia cristiana trató de reconstruir y ampliar las
bases de sustentación del sistema de poder burgués.

En 1970, sin embargo, la crisis era mucho más profunda. Vimos ya cómo el
desarrollo industrial dependiente agudizó las contradicciones en el seno del
bloque dominante de clases y llevó incluso, a partir de 1967, a que sectores
pequeñoburgueses perdieran posiciones en el aparato del Estado y en el partido
gubernamental. Vimos también que el movimiento de masas ganó nuevo empuje,
con el avance de las luchas de los pobres de la ciudad, del campesinado y el
proletariado rural y, por sobre todo, de las distintas capas que conforman al
movimiento obrero; en este último, el incremento de las huelgas ilegales
apuntaba a un aumento de actividad de sus capas más atrasadas, aunque
creciera también visiblemente la actividad de los sectores más avanzados de la
clase. El hecho mismo de que, pese a su intento de repetir 1964, la pequeña
burguesía y amplios sectores de la mediana burguesía, perjudicados por la
política del gran capital que imponía el gobierno de Frei, no lograran reunir en
torno a Radomiro Tomic, candidato democristiano, el apoyo de la gran burguesía
y de los sectores más conservadores de las capas medias burguesas y
pequeñoburguesas estaba demostrando el carácter distinto de la crisis. Aunque
la especulación histórica sea siempre peligrosa, no es aventurado suponer que la
victoria de Jorge Alessandri hubiera conducido de todos modos el sistema a la
ruptura, dado el carácter agudo que asumían las contradicciones de clases.[5]
La elección del candidato de la Unidad Popular al gobierno no hizo sino acelerar
y, en cierta medida, acortar la crisis del sistema de dominación. A partir de
entonces, ésta se profundiza, empezando con el movimiento campesino de Cautín
que, bajo la conducción del MIR, en el curso del “verano caliente” de 1970-71, se
lanza a las tomas de tierras y a las corridas de cerco (recuperación de tierras por
campesinos mapuches), y se desarrolla con las luchas de los trabajadores
madereros del sur, de las cuales surgiría una de las zonas de más influencia del
MIR: Panguipulli. Progresivamente, a medida que la radicalización campesina se
iba desplazando a otras provincias y avanzaba hacia el centro del país (lo que
implicaba también un cambio de calidad, toda vez que, por su mayor desarrollo
capitalista, allí predominaban los asalariados y semiasalariados agrícolas), hecho
que culminaría en 1972, entraban a activarse las capas obreras más explotadas,
particularmente en la mediana industria; los obreros de la gran industria,
beneficiados inicialmente por la estatización de empresas o por la posibilidad de
lograrla, retrasarán un poco más su entrada en escena, pero ésta se vuelve
avasalladora a partir de la crisis de octubre de 1972. Será también a partir de

4
entonces que el movimiento de los pobladores, que —tras un periodo de calma,
provocado por la confianza depositada en el gobierno— venía ya dando muestras
de reactivación, irrumpirá con fuerza redoblada, acicateado por los problemas de
desabastecimiento de bienes esenciales.

Dos líneas en la izquierda

Encontramos aquí un problema sobre el cual mucho se habló, antes y después


de la caída del gobierno de Allende: el de la falta de una dirección única del
movimiento de masas en Chile. Altos dirigentes de la UP atribuyeron este hecho a
una disposición subjetiva del MIR y de los sectores de la UP que se encontraban
bajo su influencia; la “ultraizquierda”, como los llamaba el PC, sería así la
responsable del desbocamiento del movimiento de masas y de las dificultades que
esto le creaba al gobierno. Después del golpe militar, no faltaron quienes (como
Darcy Ribeiro, entre otros) responsabilizaran a la “izquierda desvariada” por los
sucesos de septiembre de 1973. Aun sectores que se encontraban más a la
izquierda, en el espectro político de la coalición gubernamental chilena, jamás
comprendieron las razones por las cuales el MIR no se adhirió a la UP,
provocando así esa dualidad de conducción de masas.

Antes de analizar más de cerca el problema, conviene señalar que es un error


atribuir al MIR una actitud oposicionista a ultranza. Desde antes de las
elecciones de 1970, esa organización expresó una disposición favorable al bloque
electoral de izquierda; esto se manifestó en su declaración respecto a las
elecciones, en la suspensión de sus acciones armadas cuatro meses antes de los
comicios y en la formación del cuerpo de seguridad personal de Allende, que lo
acompañó durante un largo periodo de su gobierno. Los resultados del 4 de
septiembre fueron saludados por el MIR como un triunfo del pueblo, siendo
conocido el empeño que puso en garantizar la toma de posesión de Allende, sea a
través de la formación de “comités de defensa del triunfo”, sea poniendo al
servicio de la UP sus servicios de inteligencia, de comprobada calidad, los cuales
jugaron incluso un papel decisivo para detener el complot derechista que le costó
la vida al ministro de Defensa, general René Schneider, en octubre de 1970.
Durante la primera mitad del gobierno de Allende (particularmente después que,
tras el asesinato de un militar mirista en Concepción por un miembro de las
Juventudes Comunistas, en diciembre de 1970, los dos partidos hicieron un
pacto de no-agresión), las relaciones entre el MIR y la UP fueron cordiales. En
abril de 1972, por iniciativa del propio Allende, se abrieron conversaciones entre
el MIR y la UP, cuyo propósito implícito era la inclusión de la organización de la
izquierda revolucionaria en la coalición gubernamental; la ruptura de esas
conversaciones, que corresponde a un reforzamiento de la influencia del PC sobre
las demás fuerzas de la UP, se da en el marco de un ascenso de las luchas de
masas que, por las actividades divergentes que suscita en el MIR, por un lado, y
en el PC y en Allende, por el otro, contribuirá a alejarlos.

El meollo de la cuestión no está, sin embargo, en la descripción de las relaciones


entre esas fuerzas políticas ni tampoco en el intento de explicarlas a partir de sus
disposiciones subjetivas. La pregunta de fondo que hay que plantearse es si la
unificación entre el MIR y la UP constituía algo posible. La respuesta tiende a ser
negativa.

Las razones son varias. Mencionamos ya que la elección de Salvador Allende a la


presidencia de la República se da en el marco de una profunda crisis del sistema

5
de dominación chileno, caracterizada por el agudizamiento de las contradicciones
interburguesas y el ascenso ininterrumpido del movimiento de masas, con la
incorporación al mismo de amplios sectores atrasados o marginados de una real
participación política. Esta situación fue percibida tanto por el PC como por el
MIR pero cada uno le dio interpretaciones distintas, en cuanto a sus
proyecciones tácticas y estratégicas.

Las tesis centrales del PC, aunque matizadas en los primeros meses del gobierno
de Allende, fueron progresivamente acentuándose. En sí mismas, no
correspondían a un cambio respecto a los planteamientos que ese partido había
postulado tradicionalmente y respondían a su concepción de la dinámica de la
sociedad chilena, así como de las alianzas de clases que habría que concertar
para llevarla a buen término. El PC había aceptado anteriormente las reglas
establecidas por el sistema de dominación que la burguesía había impuesto al
país y desarrollaba su lucha dentro de dichas reglas. Al darse cuenta de que el
sistema se resquebrajaba, se planteó ampliar progresivamente esas brechas para
así provocar un cierto tipo de cambios que confluyeran hacia un sistema de
dominación más favorable a la participación de las masas populares; es decir, no
se trataba para el PC de derrocar el sistema, sino de modificarlo. Su fórmula de la
“democracia avanzada” correspondía a un proceso de mayor democratización del
Estado, respaldada por reformas socioeconómicas que garantizaran a las fuerzas
populares una gravitación más significativa en el centro de poder.

Ello implicaba una política definida de alianzas. Comprobando las divisiones en


el seno de la burguesía, las contradicciones de sus capas medias con el gran
capital nacional y extranjero, así como con la fracción latifundista, el PC se dio
como propósito ahondar esas divergencias y buscar una alianza con esas capas
medias. La definición de las tres áreas de propiedad (estatal, mixta y privada),
consagrada en el programa de la UP, representaba la expresión programática de
esa estrategia. El PC iba más lejos: considerando que la dominación imperialista
que pesaba sobre el país era básicamente la de Estados Unidos, se proponía
también aprovechar las contradicciones interimperialistas en escala mundial y,
apoyándose en países como Alemania, Francia, Japón, sustituir sin dolor la
presencia del capital norteamericano en Chile; ejemplo de ello fue la política
automotriz, donde se abrió licitación a los capitales foráneos, dándose por
sentado que las empresas norteamericanas difícilmente se interesarían por la
misma.

La búsqueda de una alianza con las capas medias burguesas tenía su


contrapartida política: un acuerdo con la DC, lo que implicaba previamente el
doblegamiento del ala freísta, representante del gran capital nacional y
extranjero, y en la medida de lo posible su exclusión. Cuando, en el primer
semestre de 1972, el PC manifiesta públicamente su oposición al diálogo con el
MIR (lo que lleva a que su principal periódico lance una furiosa campaña contra
la “ultraizquierda” en el momento mismo en que dialogaban en la residencia
presidencial dirigentes comunistas y miristas), no lo hace por simple sectarismo.
La razón para ello estaba en que le sería mucho más difícil buscar un acuerdo
con la DC sobre la base de una UP que incluyera al MIR. Tan pronto se rompe el
diálogo con éste, la UP abre el diálogo con la DC: era una opción política la que se
hacía y de ella, conscientes o no de su alcance, participaron todas las
organizaciones que integraban la coalición gubernamental.

El intento constantemente renovado del PC por concretar una alianza con la DC


influía naturalmente en sus relaciones con el movimiento de masas. Dos

6
ejemplos bastan para aclarar este punto. Al levantar la bandera de la estatización
de las empresas monopólicas, el programa de la UP atendía a poco más del 10%
de la clase obrera; el problema en sí no sería grave, si el programa contemplara
los intereses y la dinámica del movimiento obrero en su conjunto, pero esto no se
daba, en la medida que al 90% restante no se le ofrecía sino mejoras salariales y
beneficios sociales. En el campo, la política de la UP será la de completar la
reforma agraria democristiana, o sea, la liquidación de la fracción latifundista,
sin tocar los intereses de la burguesía agraria; ello implicaba que la mayor parte
del proletariado agrícola y de las masas semiproletarias no recibirían más
beneficios que la sindicalización y las mejoras salariales y sociales. En una fase
de radicalización de la lucha de clases como la que vivía Chile no era, pues,
sorprendente que las masas populares se “desbocaran”, pero constituye una
torpeza atribuir ese desbocamiento al MIR.

Sería, sin embargo, injusto ver en el PC la intención de constituirse en un


instrumento de la política burguesa. Su propósito era, realmente, el de abrir paso
al socialismo, pero se enmarcaba en su concepción rígida de la revolución por
etapas por la cual siempre se había guiado. Completar la revolución burguesa,
reformando las estructuras socioeconómicas y el Estado, y ampliar la influencia
del Estado sobre el sector privado —tales eran las metas que el partido se
proponía para el periodo. Por detrás de esa estrategia, estaba la idea de que,
aunque percibiera la crisis en que entrara el sistema de dominación, el PC
entendía que ésta abría camino para el avance popular, pero no contenía en sí
misma elementos que pusieran en jaque la existencia del Estado burgués en
Chile.’

Radicalmente distinta era la posición del MIR. Comprobando también la crisis del
sistema, el MIR no la tomaba como algo pasajero que pudiera reabsorberse
mediante un conjunto de reformas (por muy beneficiosas que éstas resultaran
para las clases populares); todo lo contrario, veía en ella factores que
prefiguraban una situación revolucionaria, que no sólo habría que asumir en su
plenitud, sino que, de no ser asumida, llevaría a que el proceso derivara hacia la
contrarrevolución. La tesis del enfrentamiento inevitable entre el pueblo y las
clases dominantes, que el MIR postulara desde antes de septiembre y que
reafirmó en su análisis de los resultados electorales, en octubre de 1970, tenía
sus raíces allí y determinaría su acción en el periodo posterior.

Conviene aclarar este punto. El MIR no proclamaba la existencia de una crisis


revolucionaria en el país, ni siquiera cuando ya la lucha de clases había
evolucionado tanto como para proporcionar combates enconados con la
burguesía y el imperialismo, como pasó en octubre de 1972. No se trataba, por
tanto, para el MIR (como sostienen algunos que deforman sus planteamientos
para mejor combatirlos), de darse como tarea inmediata la destrucción del Estado
burgués. Ateniéndose a la concepción leninista, el MIR veía en el agudizamiento
de las contradicciones interburguesas y en el ascenso ininterrumpido del
movimiento de masas (en el que participaban más y más capas políticamente
atrasadas) rasgos propicios a la conversión de la crisis de dominación burguesa
en una crisis revolucionaria, que permitiera el derrocamiento de la burguesía y el
imperialismo y el establecimiento de un Estado popular y revolucionario. La
condición para que esa conversión tuviera lugar era el surgimiento y el desarrollo
de un poder de masas alternativo al Estado burgués, cuyos órganos fueran
simultáneamente instrumentos de combate del pueblo y los gérmenes de la
organización estatal capaz de remplazar al Estado vigente.[6]

7
A partir de este análisis de la coyuntura chilena, el MIR implementó una política
de alianzas que chocaba frontalmente con la que propugnaba el PC. Las
diferencias fundamentales no residían en el enemigo fundamental a combatir: la
gran burguesía y el imperialismo, ni tampoco en la necesidad de establecer un
cierto grado de compromiso con las capas medias burguesas y
pequeñoburguesas. Esas diferencias estribaban más bien en la determinación del
bloque revolucionario mismo.

Mientras el PC se proponía lograr una alianza con las capas medias burguesas,
apoyándose para ello en los sectores organizados del proletariado urbano y rural,
lo que correspondía a buscar una forma de colaboración de clases, el MIR
entendía que el bloque revolucionario, teniendo es cierto como eje al proletariado
organizado, debería incluir a las amplias masas proletarias y semiproletarias de
la ciudad y del campo, así como a las capas empobrecidas de la pequeña
burguesía. Esto determinaba el carácter de las relaciones por establecer con las
capas medias burguesas: para el PC, se trataba de darles garantías de desarrollo
y asegurar el control sobre ellas a través del Estado (o sea, en las condiciones
chilenas de entonces, del gobierno); para el MIR, aunque aceptara la preservación
de un sector privado en la economía, los empresarios que allí se ubicaran
deberían estar bajo un control de masas, ejercido tanto en el plano de la
producción como en el de la distribución. La consigna del control obrero, lanzada
por el MIR, fue rechazada con indignación por el PC, quien la calificó de
“anarquista”,[7] precisamente porque implicaba que las relaciones entre la
burguesía y el proletariado no estarían basadas en la colaboración, sino en la
fuerza. Este no era un problema aislado: toda la política del MIR se orientaba a
encauzar la disposición de lucha de la mayoría de la clase obrera, así como de los
pobres de la ciudad y del campo, hacia su fortalecimiento político y orgánico a
expensas de la burguesía. Esto se tornará dramáticamente patente cuando, al
sobrevenir el desabastecimiento en gran escala de bienes esenciales, el MIR juega
todo su peso en la necesidad de desarrollar los órganos de control de masas
sobre la producción y la distribución, mientras el PC, además de buscar arreglos
con los sectores empresariales, recurre prioritariamente a los aparatos represivos
del Estado en contra de la especulación.

El problema del Estado

Es obvio que las concepciones tácticas y las políticas de alianzas divergentes que
se planteaban en el seno de la izquierda chilena determinaban también la actitud
a asumir ante el gobierno. Para el PC, lo principal era la defensa a ultranza del
gobierno y la subordinación del movimiento de masas a éste; toda acción de
masas no autorizada y legitimada por el gobierno constituía en última instancia
algo que afectaba la estabilidad del mismo. El MIR, inversamente, sostenía que la
fuerza del gobierno no nacía de él mismo, o sea, del hecho de ser un órgano del
aparato estatal, sino del apoyo que le pudiera prestar el movimiento de masas; en
consecuencia, era en la fuerza del movimiento de masas que el gobierno debería
afirmarse, no habiendo en principio ninguna razón para que el desarrollo popular
hiciera peligrar la estabilidad del gobierno, más bien debería reforzarlo. Las
posiciones contradictorias asumidas por el PC y el MIR respecto a los órganos de
control de masas nacían de esa divergencia, y se agudizarían al surgir
organismos tales como los cordones industriales y los comandos comunales.

La realidad es que el razonamiento de ambas organizaciones políticas respecto a


la estabilidad del gobierno tenían como punto de referencia un hecho de la mayor

8
importancia: que Allende, desde un principio, había asumido íntegramente el
papel de presidente constitucional y se había decidido por afirmarse con base en
la legalidad de su status, aun si ello implicaba plegarse a los límites impuestos
por la institucionalidad burguesa. Ante esa situación, se explican los esfuerzos
del MIR en el sentido de forzar a Allende a cambiar de actitud para, basándose en
el movimiento de masas y en la aglutinación de sectores de las fuerzas armadas
en torno a sí, constituirse en un “gobierno de trabajadores” [8] que acelerara la
descomposición del sistema de dominación burgués y su crisis. Pero se entiende
también que las posiciones del PC recibieran, a través de la actitud del
presidente, un sólido respaldo y que ese partido llegara incluso —hecho
inaceptable para el MIR— a plantearse tareas de construcción del socialismo
antes de resolver el problema fundamental que ellas suponen: la toma del poder
por los trabajadores.

Esto se debía en parte al peso de la pequeña burguesía en el seno de la UP (es


conocido el horror con que la pequeña burguesía ve todo lo que lleve la lucha de
clases a un enfrentamiento abierto y abra perspectivas a la dictadura del
proletariado), en parte al oportunismo político puro y simple, pero también a la
influencia de la tradición parlamentaria chilena. En el curso de la formación y
desarrollo del sistema de dominación burgués, se había destacado, como
señalamos, desde el seno de la pequeña burguesía, una élite política,
relativamente estable y cerrada, que se acostumbró a dirimir sus divergencias en
familia, por así decirlo, o sea, en los pasillos del Congreso. No es accidental que
Allende mismo ostentara un currículum parlamentario de muchas décadas y que
los principales dirigentes de la UP, incluyendo a los secretarios generales de los
partidos que la integraban, fueran también senadores y diputados (los que no lo
eran al principio del periodo, lo serían al término de éste).

Ahora bien, esos políticos no sólo habían adquirido un respeto casi sagrado por
las instituciones parlamentarias burguesas de Chile, sino que consideraban que
la base de sustentación del Estado —los aparatos armados— tenían como única
función asegurar las reglas del juego dentro de las cuales actuaban las distintas
fuerzas políticas. A ello se debe la insistencia del gobierno allendista y de la UP
en buscar un modo de convivencia con la DC, en lugar de preocuparse
prioritariamente por la creación de un dispositivo militar propio, por el
reforzamiento de su control sobre los aparatos policíacos, particularmente los
servicios de inteligencia, y por la regimentación de las masas en una forma tal
que se constituyeran en un respaldo cada vez más efectivo a la acción del
gobierno. Aun después del “tancazo”,[9] cuando se hacía evidente que la suerte
del proceso dependía del movimiento deliberativo que se llevaba a cabo en los
cuarteles, Allende y el PC se preocuparon más de lograr un diálogo con la DC que
de preparar un esquema de fuerza; es lo que explica que el gobierno haya
entregado a la reacción derechista la cabeza del allendista general Prats,
entonces ministro de Defensa, cambiándolo por el general Augusto Pinochet, a
quien se tenía entonces por un constitucionalista, cuyas posiciones se acercaban
a las de la DC. Sólo el MIR y los sectores izquierdistas de la UP allegados a él
captaron el cambio que se operaba en el curso del proceso; el MIR intensificó
entonces su propaganda y agitación hacia las fuerzas armadas, intentando volcar
en favor del campo revolucionario el movimiento deliberativo que allí tenía lugar,
y levanta (en oposición al planteamiento del PC: ¡A evitar la guerra civil! ) la
consigna de: ¡A evitar o a ganar la guerra civil! Lo que podría parecer un desborde
de la “izquierda desvariada”, era simplemente la aplicación de un viejo adagio: Si
vis pacem para bellum...

9
Como quiera que sea, lo que podríamos llamar, con rigor, el cretinismo
parlamentario de la UP facilitó que aun sus sectores más radicalizados no
lograran romper el marco de acción impuesto por el PC y la corriente allendista.
Aunque asumieran la mayor parte de las consignas y planes de acción
propuestos por el MIR, intentaron aplicarlos desde dentro de la UP y a partir del
gobierno, chocando necesariamente con la dinámica que allí impulsaban el PC y
Allende. Intentos ya casi desesperados, como el del MAPU —cuando, utilizando el
ministerio de Economía entonces en sus manos, lanza, a principios de 1973, el
anuncio del racionamiento de productos esenciales y el apoyo gubernamental a
los órganos de control de masas sobre el abastecimiento— tendrían que
desembocar en el más estruendoso fracaso.[10] Pero se trataba de casos aislados:
en su mayoría, la acción de esos sectores —que comprendían la Izquierda
Cristiana, fracciones de izquierda del Partido Socialista y el MAPU— se limitaban
a inútiles forcejeos en los pasillos de la Moneda y de los ministerios, lo que tan
sólo restaba coherencia a la política de la UP sin lograr reorientarla en el sentido
revolucionario propuesto por el MIR.

En el campo de la derecha, pese a sus divergencias internas, el acuerdo de fondo


era mucho más sólido y había sido expuesto con meridiana claridad por un
vocero democristiano. Claudio Orrego Vicuña, en 1972, cuando aparecía tan sólo
como un intelectual brillante y no, como en 1973, como uno de los puntales de la
CIA en Chile, había publicado en la revista oficial de la DC [11] un artículo que
no dejaba dudas sobre el asunto. Comparando la victoria electoral de la UP con el
avance de los ejércitos alemanes en la Unión Soviética (la analogía, además de su
cruel ironía, no dejaba de ser profética, si se tiene en vista el desenlace militar del
proceso), afirmaba que la estrategia de los mariscales rusos había consistido en
ceder terreno, preocupados fundamentalmente con garantizar la preservación del
símbolo nacional —Moscú— y en espera de que el invierno ruso les diera las
condiciones necesarias para contraatacar y barrer los ejércitos enemigos.
Nosotros —decía Orrego, expresando la posición de la burguesía y el
imperialismo— esperaremos también nuestro “invierno ruso” y defenderemos
incansablemente nuestro Moscú: la legalidad y el Estado (léase legalidad
burguesa y Estado burgués), aunque para ello debamos ahora retroceder y hacer
las concesiones que haya que hacer.

¿Podría una DC, podría una burguesía inspirada por tales planteamientos
establecer un acuerdo real con una UP, que se planteaba estratégicamente
adueñarse de su Moscú? ¿Podría hacerlo con una UP que incluyera al MIR, sobre
todo a partir de las bases que éste estableciera en 1972 para aliarse a ella? En
efecto, antes de sellar un acuerdo formal con ésta, en el curso del diálogo
mencionado, el MIR presentó una agenda de discusión que incluía el control
obrero, una nueva ley agraria, la definición del área estatal y, principalmente, la
formación de los Consejos Comunales de Trabajadores (que surgirían, en octubre
de ese año, con el nombre de Consejos Comunales o simplemente Comandos
Comunales).[12] O sea, para entrar a la UP, y posiblemente al gobierno, el MIR
fijaba, como condición sine qua non, una base programática clara, lo que no
supieron hacer los sectores izquierdizantes de la coalición. Se entiende entonces,
sobre todo en la medida en que las conversaciones apuntaban hacia un acuerdo
de fondo entre las dos fuerzas, que el PC se lanzara violentamente en contra de
las mismas y jugara todo su peso por aislar al MIR del gobierno y de la UP,
mientras preparaba el diálogo con la DC.

La contraofensiva burguesa

10
Explicar por qué, a mediados de 1972, se produce la ruptura entre el PC y el MIR
es, en el fondo, preocuparse de saber cómo se impone definitivamente la
hegemonía del PC en la UP y, simultáneamente, cómo se gesta la
contrarrevolución de septiembre de 1973. Es también, por sobre todo,
preocuparse con la evolución de la situación económica del país y la política
puesta en práctica por el gobierno para hacerle frente, así como con la respuesta
que darán la burguesía y el imperialismo.

En la primera mitad de su gobierno, la UP centró su acción económica en el


sentido de desbloquear el desarrollo de las capas medias burguesas y
pequeñoburguesas, así como de atender a las exigencias de las masas populares
en materia de salarios y consumo. A partir de la nacionalización del cobre y la
estatización de industrias monopólicas relacionadas con la producción de bienes
de consumo corriente, como la textil, que aplastaban a las medianas y pequeñas
empresas, el gobierno promovió una activa redistribución del ingreso, que
impactó favorablemente la demanda de bienes de consumo. El primer año de
aplicación de esa política favoreció una recuperación del ritmo de crecimiento
industrial en todos los sectores, elevando el nivel de consumo de las masas y
proporcionando amplias ganancias a los sectores empresariales privados.
Sin embargo, se podía observar ya en esa fase el germen de futuras dificultades.
En primer lugar, la expansión de la oferta no se daba sobre la base de nuevas
inversiones del sector privado, sino gracias a la utilización de la capacidad
instalada no utilizada y los stocks acumulados en el periodo de estancamiento
anterior. Por otra parte, mediante la campaña de la producción, desarrollada en
el área estatal, los obreros proporcionaban un aumento apreciable de bienes
intermedios y materias primas, a precios congelados por el gobierno, lo que
permitía a la industria mantener su demanda de insumos sin alterar los costos,
favoreciendo el aumento de sus ganancias a expensas del área estatal. Además,
la redistribución del ingreso alcanzaba por igual a todos los sectores asalariados,
lo que no sólo favorecía la expansión del sector de producción de bienes de
consumo corriente, sino también al de bienes suntuarios;[13] esto implicaba que
no se modificaba la base productiva existente, sino que se impulsaba su
reproducción ampliada, con todas sus deformaciones; al mismo tiempo, ponía
gordas ganancias en manos de la burguesía, la cual no las invertía en la
expansión de la estructura productiva, lo que provocaría el rezago de ésta ante
las necesidades crecientes de consumo que la misma redistribución del ingreso
generaba entre las capas populares. Finalmente, la política económica chocaba
con dos obstáculos, difíciles de superar: los déficits del sector externo, derivados
del boicot impuesto por el gobierno norteamericano y las agencias financieras que
controla, así como de la baja de las cotizaciones internacionales del cobre (sólo
revertida al final del periodo), y el incremento alarmante de las importaciones de
alimentos, sea por el alza del precio de los mismos en el mercado mundial, sea
por las insuficiencias notorias de la producción interna.[14]

Como quiera que sea, el primer año de aplicación de la política económica se


constituyó, como se ha señalado, en todo un éxito. Aunque la gran burguesía y el
imperialismo manifestaran ya —a través del boicot financiero, la no reinversión
de utilidades e incluso el sabotaje— su disposición de no facilitarle la tarea al
gobierno, les era difícil atraer a su campo a las capas medias burguesas y
pequeñoburguesas, quienes se beneficiaban con la política gubernamental. Sin
adherirse entusiastamente a éste, esas capas fueron más bien neutralizadas, y
sectores pequeñoburgueses se inclinaron incluso hacia el gobierno, como lo
demostró el alza de la votación de la UP en las elecciones municipales de abril de
1971, cuando su participación en los cómputos globales llegó a cerca del 50%.

11
Progresivamente, y a partir sobre todo de los puntos de estrangulamiento en el
sector externo, empezó a surgir puntualmente el desabastecimiento de ciertos
bienes, tanto de consumo corriente, como de repuestos para maquinaria y
materias primas. El gran capital nacional y extranjero, que colaboraba
activamente para que esto sucediera, se aprovechó inmediatamente de la
situación para atacar al gobierno, manipulando los medios de comunicación que,
en forma mayoritaria, seguía controlando. La respuesta encontrada en las capas
medias y sectores semiproletarios bajo influencia democristiana fue sorpresiva:
en diciembre de 1971, se produce la “marcha de las ollas vacías”, que marcó el
surgimiento de un movimiento de corte fascista en el país.

Es entonces cuando se diseña claramente la política económica mediante la cual


el gran capital alentaría el desarrollo del fascismo. Con las ganancias no
reinvertidas, que dejaban en sus manos un excedente monetario importante
(pese a las transferencias de fondos al exterior, que contribuían a descapitalizar
el país), la gran burguesía se lanza al acaparamiento de bienes y a la
especulación de precios, dando origen a un mercado negro, que va en progresión
durante el año de 1972. El gobierno, recién salido de las negociaciones con la DC
(las cuales, aunque frustradas, seguían representando para él un punto de
referencia), enfrenta la situación modificando la política económica. En las
reuniones de la UP de El Arrayán y Lo Curro a mediados de 1972, se combinan
las posiciones conciliadoras hacia la burguesía que sostenía el PC [15] con la
visión tecnocrática de funcionarios socialistas de formación cepalina para
diseñar, como estrategia ante la crisis que se avecinaba, un recurso creciente a
los mecanismos de mercado, más que a la movilización popular. Entre julio y
agosto, so pretexto de armonizar las relaciones entre la oferta y la demanda, el
país asiste a fuertes alzas de precios, implementadas por el ministro de
Hacienda, Orlando Millas, y el ministro de Economía, el socialista Carlos Matus,
que desatan una ola inflacionaria de la cual ya no habrá retorno, acicatean la
especulación y golpean los ingresos de las capas más pobres. En una amplia
medida, la crisis de octubre se origina de esa situación, puesto que deja a la
burguesía en condiciones más favorables para maniobrar. Después de dicha
crisis, el mercado negro se generaliza, con el acaparamiento y la especulación
alcanzando dimensiones gigantescas, lo que proporciona al gran capital la
obtención de ventajas políticas, además de las jugosas ganancias que realizaba.
Entre esas ventajas, habría que destacar, en primer lugar, el hecho de que la
gran burguesía ofrecía a las capas medias burguesas y pequeñoburguesas la
oportunidad de asociarse al negocio de la especulación. A medida que el
desabastecimiento se hacía más agudo, principalmente en los bienes de consumo
corriente (en cuya producción esas capas tienen mayor participación), las
ganancias que les correspondían aumentaban en forma más que proporcional,
respecto a los demás productos. Lo importante es que ese aumento de ganancias
ya no se derivaba de las medidas gubernamentales, sino, todo lo contrario, de la
contravención de dichas medidas. Las capas medias podían ahora pasarse
tranquilamente a la oposición al gobierno, dado que esa oposición las
beneficiaba, con lo que entraron a gravitar en forma creciente en la esfera de
influencia del gran capital. La burguesía encontraba, sobre la base del
estrujamiento del consumidor, las condiciones para realizar, por lo menos
durante cierto tiempo, su unidad de clase.

En segundo lugar, la especulación, como política impulsada consciente y


sistemáticamente por la burguesía, contrarrestó la redistribución del ingreso
promovida por el gobierno y enfrentó, en el plano del consumo, a la pequeña
burguesía asalariada con la clase obrera y las capas pobres de la ciudad. A los

12
grupos de la pequeña burguesía les dio la posibilidad de burlar, mediante el
recurso al mercado negro, las expectativas de consumo de las masas, mientras
éstas eran enfrentadas diariamente entre sí en la lucha por la obtención de los
bienes esenciales para su subsistencia. El pequeño burócrata, el empleado de
comercio, el oficinista tenían que disputar en las colas el pan, el calzado o los
cerillos a los obreros y pobladores. De cobeneficiarios en la redistribución del
ingreso, éstos les aparecían ahora como enemigos de carne y hueso con los
cuales había que competir sin cuartel. Se escindían así las capas populares y se
favorecía la derivación de importantes contingentes de la pequeña burguesía
hacia el campo del fascismo.

Unificando a la burguesía, creando antagonismos en el seno del pueblo y


provocando el desaliento entre las masas trabajadoras, la especulación se
constituyó así en la política de reforzamiento del capital y de ascenso del
movimiento fascista. Sin embargo, quienquiera que haya vivido el proceso chileno
no puede menos que admirar la respuesta de los trabajadores ante la ofensiva
desarrollada implacablemente por el capital en contra de sus condiciones de
existencia. Cuando, al sentirse suficientemente fuerte como para intentar dar
batalla, la burguesía decide ir al paro patronal, en octubre de 1972, se encuentra
con la inesperada respuesta de una clase obrera que, contra viento y marea —
tomando las fábricas, rechazando los intentos de soborno (ofrecimiento de paga
de los días no trabajados) y las amenazas de despidos, caminando kilómetros a
pie al sumarse la locomoción colectiva el paro— mantuvo en funcionamiento el
aparato de producción. Galvanizadas por su ejemplo, y agrupadas en torno a ella,
las demás capas del pueblo se hicieron cargo de la locomoción, de las tareas de
distribución de bienes esenciales, etcétera. Jamás una sociedad latinoamericana
pudo ver tan claramente el enfrentamiento abierto, sin tapujos de ningún tipo,
entre el capital y el trabajo; jamás se tuvo prueba tan palpable de que es la clase
obrera, en definitiva, quien puede reunir en torno suyo a las masas explotadas y
enfrentar victoriosamente a la burguesía.

La crisis de octubre tuvo tres consecuencias importantes.


La primera de ellas fue la de enfrentar abiertamente a las clases fundamentales
de la sociedad chilena: la burguesía y el proletariado, favoreciendo en ambas un
proceso interno de unificación y radicalización. Fue así como, pese a las
divergencias de conducción que prevalecían en las filas burguesas —expresadas
en el golpismo del PN y los sectores más duros de la DC, por un lado, y, por el
otro, en la política de acorralamiento de la UP, susceptible de desembocar en un
golpe constitucional, que propiciaba la DC en tanto que partido, o por lo menos
en la capitulación incondicional del gobierno ante la DC— quedó patente que el
empuje de los duros obligaba a los blandos a seguirles el tranco. Esta fue una
constante de la dinámica política de la burguesía y su mejor ejemplo es la
presentación, por la DC, en agosto de 1973, en el Congreso, de una acusación al
gobierno de salirse de la legitimidad: lo hacía precisamente para impedir que el
PN presentara su proyecto que declaraba inconstitucional al gobierno, pero el
resultado fue el mismo, o sea, alentar el golpismo en las fuerzas armadas.

Del mismo modo, en el campo del proletariado, se produjo una mayor cohesión,
que se expresó en un nivel más alto de unidad de acción entre las fuerzas de
izquierda (como se vería luego en la campaña electoral de marzo de 1973), así
como en el avance de las posiciones revolucionarias en el seno de las masas, no
sólo desde el punto de vista de la conciencia, sino del de su organización misma.
Fue en octubre, en efecto, que nacieron los cordones industriales (generalizando
una experiencia iniciada pocos meses antes en uno de los barrios obreros más

13
combativos de Santiago: el de Cerrillos) y los comandos comunales de
trabajadores, así como otros organismos, tales como los almacenes populares, los
comandos de abastecimiento, etcétera.[16] Por otra parte, se volvió visible la
radicalización del movimiento popular y, en particular, de los obreros de la gran
industria: un hecho ilustrativo de ello fue la toma masiva de las empresas
electrónicas de Arica por los trabajadores y su resistencia a devolverlas (lo que
obligó a que el gobierno y el PC se jugaran enteros para lograr la devolución), así
como la manifestación contra el llamado “proyecto Millas”,[17] a principios de
enero de 1973, en Santiago, en la cual participaron incluso obreros comunistas,
pese a que dicho proyecto había sido avalado por su partido.

Una segunda consecuencia significativa de la crisis de octubre fue la confusión


que generó en la pequeña burguesía. La violencia del movimiento fascista,
manifestada por los sectores más agresivos de la clase (los gremios de
transportistas, profesionales, etcétera, así como el movimiento político “Patria y
Libertad”), no sólo llevó a que se desprendiera de ella un bloque de apoyo al
gobierno (no muy importante, numéricamente, pero significativo), sino que
sembró el desconcierto en su seno. En efecto, al constatar que la acción del gran
capital y del movimiento fascista (en el cual ella había tratado de expresarse)
ponía en pie de guerra a la clase obrera, agrupaba en torno a ésta a los sectores
populares y llevaba el país al borde de la guerra civil, las masas
pequeñoburguesas sintieron revivir en ellas el horror ante la exacerbación de la
lucha de clases. Fue sobre esta base que la democracia cristiana pudo maniobrar
en el sentido de contener a los sectores golpistas más agresivos de la burguesía e
imponer al gobierno lo que éste buscaba por todos los medios: una transacción
que permitiera dirimir el conflicto en el plano electoral, bajo el aval de las fuerzas
armadas.

Esto representa el tercer aspecto relevante a destacar entre las consecuencias de


octubre. El ingreso de las fuerzas armadas al gobierno, para garantizar las
elecciones parlamentarias de marzo, representó de hecho una medida que se
dirigía a calmar los temores de las capas medias, tanto desde el punto de vista de
la DC como de las corrientes reformistas del gobierno y la UP. Para la burguesía
—que tras un mes y medio de forcejeo, no sólo era incapaz de detener la vida
económica del país (aunque le causara grave daño), sino que veía aterrorizada
cómo las masas tomaban en sus manos el control de la producción y la
distribución de bienes— ello representó una concesión más generosa que la que
se había permitido esperar. Para la clase obrera, en cambio, fue un retroceso, que
sólo el prestigio de Allende y la fuerza del reformismo pudieron hacer aceptar.
Desde el punto de vista de la UP y del gobierno, la formación del gabinete cívico-
militar de noviembre contenía aspectos contradictorios. Si era cierto que,
aparentemente, reforzaba al gobierno, lo hacía en tanto que órgano del Estado
burgués y en el marco de una economía que la burguesía, aunque no pudiera
destruir, desorganizaba definitivamente; a partir de octubre, o se recurría a los
mecanismos de mercado (tal como lo había planteado el binomio Millas-Matus),
lo que implicaba el abandono en la práctica del programa de gobierno; o se
impulsaban los mecanismos de control sobre la producción y la distribución que
las masas habían puesto en marcha en el curso de la crisis, lo que contradecía el
deseo de lograr una tregua en la lucha de clases hasta las elecciones de marzo.
Por otra parte, al recurrir al arbitraje militar, la UP y el gobierno perdían las
condiciones de hacer opciones reales en esas materias. La presencia de las
fuerzas armadas en el ministerio tenía justamente por propósito cautelar los
intereses de la burguesía y contener el avance que las masas habían empezado a
desplegar en octubre. Todo ello haría que el periodo hasta marzo estuviera lleno

14
de contradicciones, pero que, en lo esencial, se caracterizara por la degeneración
acelerada de la economía capitalista chilena, con la extensión del acaparamiento,
la especulación y el mercado negro, y por la falta de soluciones alternativas por
parte del gobierno o de las masas, lo que impondría a éstas condiciones penosas
de subsistencia.

Pero, sin duda, el aspecto más importante de la incorporación de las fuerzas


armadas al gobierno era que la UP, al precio de una despolitización artificial y
precaria de la coyuntura, favorecía la politización de la institución militar misma.
La UP no se dio cuenta de ello, por las razones ya señaladas anteriormente y que
se resumían en el hecho de que, en su perspectiva, el papel de los militares era
crear condiciones propicias al juego político, lo que quería decir, en los términos
de su estrategia: el acuerdo con la DC. Sin embargo, responsables ante la
burguesía y el pueblo de la tregua establecida en noviembre, las fuerzas armadas
serían necesariamente objeto de propaganda de ambos bandos: izquierda y
derecha. Ello favorecía el proceso deliberativo en su seno y el deslinde de
posiciones, lo que tendía a llevarlas a estallar, a romperse en tanto que
institución. De ello se dio cuenta la derecha, quien empieza a exigir la salida de
los sectores progresistas y constitucionalistas militares, empujando además al
enfrentamiento del ejército con el pueblo,[18] pero también la izquierda
revolucionaria, que redobla su propaganda en el sentido de precipitar la
diferenciación de tendencias entre los militares, resquebrajar su disciplina
interna y liberar así a la base de suboficiales y soldados, en su mayoría
favorables al gobierno.

La UP y el gobierno, por lo contrario, se esforzarán por impedir la politización


inevitable y detener la creciente escisión entre los altos mandos de las fuerzas
armadas, yendo al punto de ceder a las exigencias de la derecha respecto a
retirar de los puestos de mando a los oficiales leales al gobierno y a permitir la
represión de los sectores antigolpistas de la tropa. Esto tendrá lugar ya en el
curso de la etapa final de la ofensiva golpista, entre julio y agosto de 1973,
implicando, como vimos, el recambio de Prats por Pinochet, entre otras cosas.
Con ello, se favorece la unificación de mando bajo la hegemonía de los sectores
golpistas, lo que constituye un factor decisivo para que, en el momento del golpe,
la disciplina militar (pese a enfrentamientos aislados en los cuarteles) hiciera que
las fuerzas armadas cumplieran su verdadera función: la de ser el soporte último
de sustentación del Estado burgués, el garante por excelencia de los intereses del
capital.

El militar-fascismo y las perspectivas

El régimen militar que se impuso el 11 de septiembre de 1973 clausuró una


etapa de la vida chilena que, comenzando por el agudizamiento de las
contradicciones interburguesas y la radicalización del movimiento popular,
condujo finalmente, por mediación de la formación misma de un gobierno de
izquierda que esos hechos hicieron posible, a la crisis del sistema de dominación
burgués. La oposición entre los órganos del Estado, la división creciente entre las
filas militares, el surgimiento de órganos embrionarios de poder al margen del
Estado, no fueron sino la expresión de la crisis global que se desencadenó en el
seno de la sociedad chilena. El drama de la Unidad Popular, y en particular de
las fuerzas que la hegemonizaron —el partido comunista y la corriente
allendista— fue el de no haber comprendido que la victoria de 1970, reafirmada
en 1973 (cuando la coalición gubernamental alcanzó el 44% de la votación, en las

15
elecciones parlamentarias) no era la manifestación de un simple proceso
acumulativo, que autorizara esperar el aumento progresivo de la fuerza electoral
de la izquierda hasta poder plantearse, en 1976, la elección no sólo de un nuevo
gobierno de izquierda, sino también de una mayoría parlamentaria: esa victoria
era más bien el resultado de un deslindamiento de las contradicciones de clases,
que no dejaban otra salida que el enfrentamiento directo entre ellas.

El carácter armado o pacífico del enfrentamiento no es, como se pretende hacer


creer, el elemento central del problema Es posible imaginar —aunque parezca
improbable que eso pudiera haber sucedido en Chile— que la izquierda, mediante
una política decidida y hábil de aumento de sus fuerzas respecto a las de sus
enemigos, adquiriera una superioridad tal que no le permitiera a éstos darle
batalla y los obligara a ceder terreno, hasta que, de repliegue en repliegue, se les
hiciera imposible reaccionar con éxito. Las guerrillas de Escambray allí están
para demostrarlo. La toma del Palacio de Invierno, en Rusia, muestra lo mismo, y
todo el intento contrarrevolucionario posterior, que condujo a una guerra civil
que duró tres años, no pudo echar atrás la victoria de la izquierda rusa. La
misma actitud de la burguesía chilena, expresada entonces por su partido
mayoritario, y que mencionamos anteriormente,[19] indicaba que, por lo menos
en un momento, algo similar se planteó en Chile.

El problema de fondo es otro: ¿cómo se logra y cómo se mide una correlación


favorable de fuerzas? La experiencia chilena nos muestra una vez más que no es
a través de concesiones y que los indicadores de medición no pueden reducirse a
los meros índices electorales. La conquista del gobierno por la izquierda era algo
inaceptable para la burguesía y el imperialismo; éstos podían aguantarlo,
defendiendo lo más posible sus privilegios, mientras preparaban el derrocamiento
de ese gobierno, como lo declaraba explícitamente el artículo de Orrego. La
izquierda, al revés, tendría que asumir la conquista del gobierno como el
instrumento por excelencia para precipitar la crisis de dominación, desarticular
el eje de sustentación del sistema —el aparato del Estado— y no, como lo hizo,
intentar mantener el Estado para, mediante esa actitud, neutralizar el
antagonismo que le manifestaban sus enemigos, mientras esperaba consolidar su
victoria en el seno de ese mismo Estado, a través de los mecanismos que lo
legitimaban, particularmente las elecciones de tipo parlamentario
Al proceder así, la UP se encarceló en el orden burgués y entró en la pendiente de
las concesiones, que terminaron en el abismo del golpe. Las concesiones
aplazaron el enfrentamiento, pero en beneficio de la derecha; esto, que se
observara ya en octubre de 1972, se hizo todavía más patente después que, tras
las jornadas obreras de junio de 1973, el fascismo fue barrido definitivamente de
las calles de Santiago, llevando a la burguesía a trasladar su acción hacia el
terrorismo de sus organizaciones paramilitares y la ofensiva abierta hacia las
fuerzas armadas. Pero se volvió más claro aún cuando, tras el levantamiento
militar fracasado del 29 de junio, el “tancazo”, se tensaron las energías del pueblo
y, mientras los obreros como un solo hombre ocupaban las fábricas, las fuerzas
armadas vacilaban, para inclinarse finalmente ante la corriente progobiernista
encabezada por el general Prats. No fue por acaso que, en el cable de solidaridad
que le envió a Allende, Fidel Castro equiparó ese momento a Playa Girón: sonaba
la hora de arremeter contra los sectores golpistas de las fuerzas armadas,
someter por la fuerza de las masas y de las armas a los demás órganos del
Estado, apelar directamente a las bases militares y regimentar el pueblo (quien
de por sí presentaba ya un elevado grado de organización y combatividad) para
sostener esa ofensiva. El manifiesto de la CUT llamando al paro general del 21 de
junio —que recogía la mayoría de los puntos que venía levantando la izquierda

16
revolucionaria— surgía como la base programática adecuada para la nueva etapa
que parecía abrirse, y tras él se pusieron las fuerzas de izquierda y las masas
populares. No se puede afirmar que el enemigo de clase, acobardado, refugiado
en el silencio, mientras veía a sus seudohéroes, los jefes de las bandas fascistas,
buscar asilo en las embajadas, no hubiera intentado una resistencia; pero, de
hacerlo, lo haría desde una posición defensiva, con posibilidades infinitamente
menores de victoria que las que logró reunir dos meses y medio después.
En este lapso, todo cambió. Tras un momento de vacilación, el gobierno buscó el
diálogo con la democracia cristiana, apoyado por el partido comunista y avalado
de hecho por el centrismo de izquierda.[20] Los sectores golpistas de las fuerzas
armadas desataron una ola de allanamientos contra las fábricas, buscando
oponer a soldados y obreros, preparar a los primeros para las tareas represivas
que les reservaban y desmoralizar a los trabajadores y a la izquierda;
simultáneamente, autorizados por el propio gobierno, quien condenó la
“infiltración ultraizquierdista” en las fuerzas armadas, iniciaron la represión a los
marinos y demás militares antigolpistas, abriendo además hostilidades contra la
izquierda, al exigir el enjuiciamiento de los secretarios generales del PS, del MIR y
del MAPU.

La burguesía, sin necesidad de apelar a recuentos electorales, se dio cuenta de


que la situación había cambiado. Exigió entonces la retirada de los generales
progobierno, empezando por el mismo Prats, lo que se le concedió. El congreso se
declaró en rebeldía ante el gobierno, acusándolo de cometer actos ilegítimos. Se
inició en las calles la colecta de firmas pidiendo la renuncia de Allende. La
represión a los obreros, pobladores y campesinos se incrementó en Santiago y en
las provincias, y el MIR debió volver a la clandestinidad. El golpe estaba
prácticamente consumado y se hacía de hecho innecesario recurrir a la fuerza de
las armas para consagrarlo: el mismo Allende, tras ofrecer sin éxito a la DC la
satisfacción de todas las exigencias de la reacción, se dispuso a anunciar al país
un plebiscito sobre su renuncia. El simple hecho de hacerlo significa la
capitulación, lo que llevaba a la democracia cristiana a extender ávidamente las
manos para recoger la banda presidencial que se le venía encima como una “pera
madura”.

Fue en ese contexto que se produjo el golpe militar: con la Unidad Popular
derrotada y una democracia cristiana lista para celebrar su triunfo. ¿Por qué,
entonces, el golpe?

Porque sólo él permitiría zanjar la crisis del sistema de dominación en beneficio


del gran capital nacional y extranjero. Esto implicaba, en primer lugar, rechazar y
desorganizar al movimiento popular, golpeando sus partidos y eliminando las
organizaciones de masas y los cuadros avanzados que allí se habían formado;
restaurar la unidad del aparato del Estado y reforzarlo, poniéndolo por encima de
las presiones que las distintas clases de la sociedad ejercían sobre él; asentar
sobre bases sólidas —las fuerzas armadas— el poder del gran capital, y no sobre
la base de una alianza con las capas burguesas y pequeñoburguesas, ya que, si
éstas habían sido útiles para crear las condiciones para derrocar al gobierno de la
UP, impedirían al gran capital triunfante imponer al país la orientación a que
aspiraba desde los tiempos de Frei.

El régimen militar actual es la expresión más pura de la hegemonía del gran


capital nacional y extranjero sobre la sociedad chilena. Su columna vertebral son
las fuerzas armadas, cada vez más depuradas de los sectores que se resistían a
desempeñar el papel de guardia pretoriana de los poderosos. El fascismo, que la

17
reacción usó como una palanca para agudizar las contradicciones de clases y
favorecer entre los militares el desarrollo de un sector directamente vinculado a
la gran burguesía y el imperialismo, constituye tan sólo un ingrediente del
régimen: lo encontramos en la disposición de la junta militar de excluir a la clase
obrera y al pueblo de toda forma de participación política y en la ideología
chovinista de que el gobierno echa mano. Pero el régimen no reposa sobre un
auténtico movimiento fascista: la pequeña burguesía, constituía la base de ese
movimiento, no encuentra en él canales de expresión, no está organizada para
sostenerlo y no obtiene ventajas reales de su gestión. El único mérito que el
régimen conserva a sus ojos es el de haberla librado de la amenaza proletaria,
pero es un mérito que se va decolorando a medida que sus condiciones de vida
(salvo para una pequeña capa tecnocrática) se ven rebajadas a las mismas
condiciones que se imponen a los obreros.

En esta perspectiva, el régimen chileno no se diferencia en lo fundamental de los


regímenes semejantes que, desde 1964, a partir del golpe de Estado brasileño, y
en una amplia medida como consecuencia de éste, se vienen imponiendo en
América Latina; a lo sumo, podría considerarse como una forma particular de
fascismo, que podríamos llamar militar-fascismo y que, bajo la égida del gran
capital nacional y extranjero, se apoya fundamentalmente en un sector específico
de las clases medias: los militares, insertos ellos mismos en el marco de la
estrategia contrainsurreccional impuesta por Estados Unidos a América Latina a
partir de la revolución cubana.

Como quiera que sea, el militar-fascismo chileno aparece, en el plano interno,


como el desenlace de las luchas de clases que se venían desarrollando en el país,
a lo largo de la década de 1960, y que fueron llevadas al rojo vivo con el gobierno
de la Unidad Popular. Reproduce, así, en la especificidad propia de la sociedad
chilena, una situación que se ha producido ya en otros países del cono sur;
particularmente Brasil. Allí, el gran capital nacional y extranjero, tras decidir en
su favor la lucha por el poder; ha contado con condiciones favorables para
impulsar hacia una nueva etapa el capitalismo dependiente y edificar, a costa de
la superexplotación de las masas trabajadoras y de la supeditación incondicional
de las capas medias al gran capital, su “milagro” económico.

¿Podrá Chile recorrer el mismo camino, independientemente de las limitaciones


que le impone el nivel inferior de su base productiva? Hay fuertes razones para
supone que no. El tiempo de transición al “modelo brasileño” no le puede exigir
menos de dos años, como lo demuestra el caso de países como Uruguay y, aún
más, Bolivia. Mientras tanto, al régimen militar le es indispensable contar con la
absoluta pasividad de la clase obrera, y de las masas trabajadoras en general, así
como de las capas medias burguesas y pequeñoburguesas. En otros términos el
militar-fascismo chileno no puede llevar adelante su programa económico y
político si no liquida primero a las fuerzas de vanguardia populares, a la
izquierda, cuyo desarrollo en los últimos años ha sido notable.

Golpeadas, es cierto, unas más que otras, esas fuerzas no han sido empero
destruidas. Si hubieran logrado unirse, en los nueve meses que han transcurrido
después del golpe, ya la configuración política chilena sería distinta de lo que es
hoy. Pero les queda todavía tiempo para prepararse para enfrentar y sacar los
dividendos políticos del auge de masas que no podrá dejar de tener lugar en Chile
antes de la consolidación del modelo que quiere imponer el militar-fascismo,
similar en cierta medida a lo que pasó en Brasil, en 1968, o en Bolivia, en 1974.
En esa preparación, nunca está de más decirlo, el logro de tácticas y esquemas

18
orgánicos unitarios es indispensable, no sólo porque esas fuerzas se encuentran
debilitadas después del golpe militar, sino sobre todo porque, por sus reales
raíces en el movimiento de masas, su desunión significa la división del pueblo.
Discutir las razones que han dificultado la unidad de la izquierda chilena —más
allá de algunas formas unitarias limitadas y de poca eficacia que se han logrado,
particularmente en el exterior—, así como la creación de un verdadero
movimiento de resistencia popular, sería materia para otro trabajo. Señalemos
tan sólo que, una vez más las dos fuerzas más definidas del espectro político
chileno —el partido comunista y el MIR—, captan correctamente los problemas
del régimen militar, pero tienden a interpretarlos de manera distinta y, por tanto,
a plantear tácticas y estrategias disímiles. La desintegración de la base social del
régimen, hecho que se encuentra en pleno proceso de aceleración, representa
para el PC la posibilidad de lograr lo que siempre buscó —la alianza con una
fracción burguesa— y, sobre esta base, plantear la restauración de la democracia
chilena tradicional; para el MIR, ello apunta hacia la viabilidad de, a partir de un
movimiento obrero reorganizado y preparado para enfrentar las nuevas
condiciones de lucha, constituir un amplio bloque social que vaya más allá de la
restauración democrática y sitúe a las masas trabajadoras en un punto superior
al que se encontraban en 1973.

A partir de las perspectivas que vislumbran, cada uno por su parte, para el
desarrollo del proceso, es evidente que el PC busca aliarse a la DC como partido y
que el MIR, aunque trabaje para atraerse a la pequeña burguesía democrática
que se encuentra en ese partido, rechace tal tipo de alianza. Es evidente también
que el PC se preocupa menos del apoyo económico y militar que países como
Estados Unidos y Brasil pueden prestar a la junta chilena, ante un nuevo brote
del movimiento popular que ponga en peligro el régimen que allí se pretende
instalar, y que el MIR se preocupa más al respecto, ya que considera que dicho
brote popular no pondría simplemente en peligro a tal régimen, al precio del
restablecimiento de la democracia burguesa (hecho que podría se aceptado por el
imperialismo), sino que trataría de ir más allá. Es evidente finalmente que el PC
no ve en la lucha armada sino una de las formas de acción que eventualmente se
emplearán en el combate a la dictadura militar, mientras que el MIR, para el cual
las fuerzas armadas son la columna vertebral del régimen que quiere implantar el
gran capital, la entiende como la forma general que asumirá en Chile la lucha de
masas.

Así, una vez más, el curso del proceso chileno —que no podrá dejar de tener
amplias repercusiones en todo el cono sur— está pendiente de las divergencias
que existen en el seno de la izquierda. Una vez más, dicho proceso depende de
qué concepción terminará por prevalecer en seno del movimiento popular, y en
particular en la clase obrera. Pues, al fin y al cabo, es ese movimiento de masas,
es la clase obrera y el pueblo de Chile quienes tendrán que decidir los rumbos
que acabará por tomar país.
México, julio de 1974.

NOTAS

[1] Para ampliar este punto, véase mi artículo “El desarrollo industrial
dependiente y la crisis del sistema de dominación”, en Marxismo y
Revolución, Santiago, julio-septiembre, 1973, n.1

19
[2] Véase de Silvia Hernández, “El desarrollo capitalista del campo chileno”,
en Sociedad y Desarrollo, CESO, Santiago, n. 3, julio-septiembre, 1972.

[3] Véase de Juan Carlos Marín, “Las tomas: 1970-1972”, en Marxismo y


Revolución, op. cit.

[4] Véase mi artículo “La pequeña burguesía y el problema del poder”, en


Pasado y Presente, Buenos Aires, n. 1 (2a. época), abril-junio, 1973.

[5] No hay que olvidar que ya hacía su aparición en Chile una izquierda
extraparlamentaria, que introducía nuevas formas de lucha y penetraba en
los sectores más explosivos de la sociedad de la época, como era el
movimiento de pobladores y el campesinado del sur, además de proyectarse
hacia los grupos obreros más radicalizados, como los mineros del carbón. El
movimiento estudiantil se encontraba en plena efervescencia,
vanguardizando las inquietudes de la pequeña burguesía. La misma
formación del MAPU se puede interpretar como una de las expresiones de
radicalización de la pequeña burguesía.

[6] La concepción de Lenin sobre las condiciones prerrevolucionarias se


encuentra en varios de sus textos; su formulación más acabada es la que
ofrece “La enfermedad infantil del `izquierdismo' en el comunismo”, Obras
escogidas. Progreso, Moscú, t. III. El paso de lo que Lenin llama “situación
prerrevolucionaria” a la “situación revolucionaria” propiamente dicha puede
verse en su texto “El marxismo y la insurrección”, op. cit., t. II. La estrategia
para lograr esa transformación es tratada sistemáticamente en “Las
elecciones a la Asamblea Constituyente y la dictadura del proletariado”.
Obras completas, Cartago, Buenos Aires, t. XXX.

[7] Véase de Orlando Millas, “La clase obrera en las condiciones del gobierno
popular”, en El Siglo, Santiago, 5 de junio de 1972.

[8] Esta expresión equivalía a la de “gobierno obrero”, tal como la utilizó la III
Internacional, y no tenía ninguna connotación maximalista, diferenciándose
claramente de la dictadura del proletariado, ni tampoco encerraba un
concepto unívoco de clase. Ver, sobre el asunto, la resolución sobre la táctica
del IV Congreso de la Internacional, en Los cuatro primeros congresos de la
Internacional Comunista, segunda parte. Ed. Cuadernos de Pasado y
Presente, Buenos Aires, 1973, pp. 177-90.

[9] Sublevación frustrada de un regimiento de Santiago contra el gobierno de


Allende, llevada a cabo el 29 de junio de 1973.

[10] Inmediatamente después de las elecciones parlamentarias de marzo de


1973, y manipulada por el PC y Allende, se escindió del MAPU una fracción
derechista, lidereada por uno de los miembros de su Comisión Política, Jaime
Gazmuri, la cual acabó por adoptar la designación de MAPU-Obrero y
Campesino.

[11] Política y Espíritu.

[12] Ver, sobre el tema, la entrevista concedida en esa ocasió por el secretario
general del MIR, Miguel Enríquez, a Chile Hoy.

20
[13] Las empresas productoras de bienes suntuarios permanecieron, en un
principio, intactas en su propiedad y el gobierno se resistió siempre a su
estatización, aunque, en ciertos casos, por presión de las bases obreras, fue
forzado a aceptarla.

[14] Véase mi artículo, en colaboración con Cristián Sepúlveda, “La política


económica de la 'vía chilena'”, en Marxismo y Revolución, op. cit.

[15] Véase el artículo ya citado de Orlando Millas.

[16] Esto lo trata Eder Sader en un artículo todavía inédito sobre el Cordón
Cerrillos.

[17] El “proyecto Millas” (de hecho, un proyecto del gobierno), al establecer


criterios para la definición del área estatal, abría la posibilidad de devolución
de un número considerable de empresas.

[18] El instrumento fundamental para ello fue la ley sobre el control de


armas, propuesta por el ex-ministro de Defensa de Frei, Juan de Dios
Carmona, y aprobada en 1972 por el Congreso, íntegramente, ya que el
gobierno no supo o no quiso utilizar su derecho de veto. Los allanamientos a
las fábricas, que enfrentó a soldados y obreros, entre julio y septiembre de
1973, se hicieron bajo el amparo de esa ley.

[19] Véase el artículo ya citado de Claudio Orrego Vicuña.

[20] La mejor expresión de centrismo fue dada por el PS, a través de la frase
en que manifestó su posición: no estamos por el diálogo (con la DC), pero no
haremos nada para impedirlo.

Fuente: Transcrito de Ruy Mauro Marini, Dos estrategias en el proceso


Chileno. Colección Chile en Resistencia. Ediciones Rocinante 1974. Caracas,
Venezuela . Páginas 1 – 46

__________________________________________

Información disponible en el sitio ARCHIVO CHILE, Web del Centro Estudios “Miguel Enríquez”, CEME:
http://www.archivochile.com
Si tienes documentación o información relacionada con este tema u otros del sitio, agradecemos
la envíes para publicarla. (Documentos, testimonios, discursos, declaraciones, tesis, relatos caídos,
información prensa, actividades de organizaciones sociales, fotos, afiches, grabaciones, etc.)
Envía a: archivochileceme@yahoo.com

NOTA: El portal del CEME es un archivo histórico, social y político básicamente de Chile. No persigue ningún fin
de lucro. La versión electrónica de documentos se provee únicamente con fines de información y preferentemente
educativo culturales. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos que
correspondan, porque los documentos incluidos en el portal son de propiedad intelectual de sus autores o
editores. Los contenidos de cada fuente, son de responsabilidad de sus respectivos autores.
© CEME web productions 2003 -2006

21

You might also like