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El Beso

Por: Xolalpa Li

Esa tarde, Alberto había quedado tal como insecto aplastado en el


parabrisas del automóvil, al chocar su mirada en el pronunciado escote
de su compañera de clase.
Era la tercera vez que ella se presentaba, no era regular en su
asistencia; había aparecido como estrella del amanecer tomando más
brillo conforme pasaba el tiempo. Lo primero que recordaba, era la sonrisa
de media luna, que Rocío ofreció el primer día que llegó –sonrisa que
difícilmente alguien se podría resistir–, en ese instante se le quedó
grabada en la memoria. La segunda ocasión, Rocío llegó con un texto
donde dejaba ver su última historia de amor, estremeciendo su
sensibilidad.
En la noche, al llegar a su casa, quiso componer el mejor poema con
toda la inspiración que fuera capaz para atrapar a Rocío. Y empezó a
escribir: Rocío, Tu nombre me sabe a hierba. Esto porque recordó la
canción de Joan Manuel Serrat. Pretendía fuera el inicio de su poema pero
no le gustó, e intentó nuevamente: Eres una enredadera que crece en mi
corazón. Desde la primera vez que…
En ese instante, Alberto se dio cuenta que no escribía un poema sino
basura. ¿Qué es esta sed de amarle que me atormenta?! –Se dijo. No
puedo escribir nada, el embrujo de Rocío me ha paralizado. Luego se
dirigió a observar el cielo, mirando la estrella más luminosa a través de
la ventana pensó: Rocío ha eclipsado mi mundo. Ahora no tengo ojos más
que para ella, pero la inspiración que le estoy queriendo dar a Rocío, es
la que me provoca Lilián; siento que no debo dársela a otra mujer porque
la inspiración es como un bebé, sólo reconoce como su progenitora a
aquella persona que la ve nacer y crece con los cuidados que le prodiga
día tras día.
Todo alrededor de él estaba expectante: La Inspiración, Las flores,
los árboles, la luna, su estrella favorita, todo parecía decir: ¿Qué le
sucedió a Alberto?! Quedó inerte en el escote de Rocío y ni se dio cuenta
cuando su alma fue a dar al vacío.
¿Dónde está el hombre que platicaba con nosotros?! –Preguntó la
naturaleza. Se ha quedado mudo, se ha quedado ciego… pobre Alberto,
va muerto en vida.
Sólo el amor verdadero de Lilián podría salvarlo, pero ella estaba
distante ocupada lamiendo los recuerdos de su último amor, con amigas
que la invitan a salir. Además, ella es una mujer joven de corte gótico-
fresa que no tenía nada que ver con el estilo de Alberto, un señor
divorciado de más de cuarenta años que vestía antiguo y siempre igual.
Cuando Lilián era una promesa de amor realizable en la imaginación
de Alberto, él era libre, caminaba feliz, iba despierto y sobre todo se
expresaba con bellas palabras. Lilián era su musa pero ahora ella no
estaba más, le había ofendido al verlo hechizado por otra, entonces se
apartó de él.
La única manera que Alberto salga de ese hechizo –confabuló la
naturaleza–, es que Lilián regrese, lo ame de verdad y le ofrezca sus
labios para darle a beber el antídoto para deshacer el hechizo.
Lilián nunca hablaba con la naturaleza, tampoco podía escucharla,
siempre estaba ajena del mundo mirando hacia sus adentros, así que la
naturaleza desistió.
Había otras mujeres que también asistían al taller de creación
literaria, así que la naturaleza quiso poner a prueba a todas las mujeres
del salón para ver quien de ellas tenía el corazón disponible que haría de
Alberto un hombre feliz nuevamente, entonces llamó a la estrella más
brillante y le encomendó la tarea.
La estrella dijo: voy a hablar en los sueños a las compañeras de
Alberto para que me revelen sus sentimientos y así saber quien aceptaría
amarlo. Así que la estrella visitó primero a Lety, quien por ser psicóloga
–pensó la estrella–, comprendería mejor la psique de Alberto. Además
siendo una mujer guapa, morena, de pelo rizado y en la etapa de su media
vida, que es cuando las mujeres conjugan belleza, sensualidad,
experiencia y buen gusto, seguramente Alberto estaría contento con ella
y recuperaría la alegría que perdió.
—¿Estarías dispuesta a amar a Alberto? –Preguntó la estrella a Lety.
—No, ya tengo esposo. –Contestó el alma de Lety mientras dormía.
En la misma casa vivía la hija de Lety –Magali–, una mujer joven en
edad de contraer matrimonio que recientemente había terminado la
carrera profesional de contadora en la Universidad Nicolaita, quien había
mostrando en sus poemas que además de ser inteligente, era una mujer
sensible y llena de amor; la estrella imaginó que Magali sería una buena
compañera, alumbró en su dormitorio y le preguntó si estaría dispuesta a
amar a Alberto. Ella contestó sonriendo amablemente entre sueños,
meneando la mano izquierda en el aire, que tenía mucho que estudiar
todavía para seguir avanzando en sus estudios profesionales, que
además, su mamá no le daría permiso de salir con un hombre mayor. La
siguiente a quien visitó la estrella fue Ana, casi de la edad de Alberto,
quien siendo madre soltera tenía un sentimiento y gran corazón que no
le cabía en el pecho; era tan noble y buena mujer, que al leer sus poemas
tenía que contener sus lágrimas; Ana contestó:
—¡Uuuh! yo de hombres estoy curada, además, si Alberto me hiciera
lo que le hizo a Lilián, no lo soportaría, seguramente muero en el primer
desliz, no, gracias, ahora sólo me dedico a mi hijo.
La estrella fue entonces a la casa de Lucina, que vivía a la vuelta de
la esquina de la casa de Ana; era una mujer de cabello castaño claro,
mayor que Alberto, muy seria que usaba lentes dando un aspecto más
intelectual, de semblante cálido aunque no sonreía a cualquiera, sino sólo
a aquellos que mostraban ser dignos de confianza, mostrando siempre en
sus ojos inquisidores, que difícilmente se equivocaba a la hora de juzgar
a alguien. Ella contestó que le interesaba escribir una novela costumbrista
y que tenía que investigar demasiado, además que su trabajo como
florista era tan demandante como para dedicar a Alberto siquiera un
minuto e inmediatamente se dio media vuelta para acomodarse y seguir
durmiendo. Llegó el turno de Margarita, la mujer que con natural alegría
en sus ojos, hacía resonar la cúpula del salón del edificio de cantera
donde imparte el taller literario. Ella también era mayor que Alberto, un
poco más pequeña que él pero de figura esbelta; dijo que entre sus dos
trabajos, apenas le quedaba tiempo para ella, que le deseaba suerte para
encontrar quien le ame. No eran muchas las opciones que quedaban y la
estrella se comenzaba a preocupar, así que se apresuró a ir con Frida,
una mujer templada por la dureza de la vida, que conservaba su mirada
amable y sonrisa fácil; era una gran defensora de los derechos de la mujer
y no toleraba la desigualdad de sexos. Ella dijo que Alberto era un señor
al que no conocía mucho para establecer una relación formal, porque
regularmente ella faltaba a clases –mientras su cabello corto y lacio se
movía de un lado a otro, con un cierto nerviosismo que le caracterizaba–
, que nunca había sentido más que respeto, no deseaba comprometerse,
después de su trabajo su adoración era su hija a la que le prodigaba todo
su amor; así que dio media vuelta abrazando a su hija en su cama y siguió
en su sueño. Sólo quedaban cuatro mujeres a las que la estrella les podía
preguntar. La primera de estas últimas cuatro fue Lilia, una joven
universitaria de piel morena, cabello castaño oscuro que estaba en la edad
de usar frenos todavía. Muy alegre, sociable, tenía el deseo de despertar
el gusto por la lectura; contestó después de la pregunta de la estrella,
que era muy chica para el señor Alberto y que le interesaba terminar su
carrera así que ella no podía ser quien le diera su cariño. Siguió el turno
de Estíbaliz, una mujer muy joven que cualquier hombre se sentiría
musculoso al abrazar su delgada humanidad, siempre se le escapaban
comentarios con gracia que hacían reír a todos a grandes carcajadas; por
el brillo en los ojos cuando contaba anécdotas, la estrella pensó que su
vivacidad podría hacer sentir bien a Alberto y ella exclamó en sueños:
–¿El Don de la clase?! ¡Hay no manches…inche estrella, si no estoy
loca! ¡Los que fuman mota son mis amigo, no yo! –Contestó Estíbaliz en
sueños con su característica forma de expresarse.
La estrella luego fue con Mara, su pudor y timidez eran tales que
hasta para leer sus textos era un esfuerzo. Era la pequeña del grupo, no
por su estatura sino porque apenas, se hacía notar. Se sonrojaba por todo
y bajaba la mirada ofreciendo una sonrisa de disculpa por si hubiera
ofendido a alguien. Luego de preguntarle, como un ángel contestó:
—Por él daría mi vida con gusto, es un ser humano que está en gran
necesidad, que sucumbió ante los hechizos de la belleza y aunque
pareciera que no hay poder humano que pueda deshacer este hechizo voy
ayudarlo.
La estrella se alegró con la respuesta, al tiempo que los árboles
movían sus ramas bailando con el viento y las flores meneaban sus hojas.
El amanecer llegó sonriente, limpio, las nubes navegaban felices en el
cielo azul, todo auguraba un final de liberación para Alberto. Llegó la hora
del taller literario y todas se reunieron nuevamente para leer lo que
habían escrito. Mara, había llegado preparada para cumplir su cometido;
las veces que su pudor le permitía, lanzaba la mirada para establecer una
actitud amigable con Alberto –quien notaba el encanto de unos ojos
huidizos–, de esos que parecen luceros, donde la luz del entorno no
permiten contemplar lo hermosos que son, hasta llegar a un paraje entre
sombras, que les permite brillar con su propio fulgor.
Al día siguiente, cada una y Alberto, leyeron sus textos, la tarde
comenzó a tomar sus ropajes negros, adornarse con aretes de diamantes
y collar de gran perla cuando terminó la clase. Mara acomodó sus cosas,
esperó un momento que Alberto quedara solo –ahora ni Lilián lo
esperaba–; se dirigió hacia él, con una voz poco audible, moviendo su
cuerpo nerviosa por lo que iba a decir, acercándose a su oído dijo casi
murmurando:
—Alberto, quisiera hablar contigo. ¿Es posible que me acompañes a
mi casa esta noche?
—Sí, claro. –Contestó Alberto algo sorprendido.
Después de despedirse del resto del grupo, salieron rumbo al
domicilio de Mara, ella sugirió platicar en un callejón que estaba entre
penumbras, solitario, porque le parecía más romántico; Alberto sospechó
que tenía una enamorada en su tierna compañera. Se resguardaron en el
portal de una casa abandonada. Ella se acomodó recargada en el portón
y él se acercó para escuchar lo que le tenía que decirle.
—Y bien amiga, ¿qué es lo que quisieras decirme que es tan
importante? –Preguntó él.
—Anoche tuve un sueño donde una estrella me decía que te diera un
beso y este día lo único que he deseado, es poner mis labios para
humedecer los tuyos. –Dijo ella–, con una suave voz, que tuvo que
practicar por horas, para que su timidez no la traicionara y surtiera el
efecto deseado.
La respuesta de Alberto fue tomarla de la cintura, percibir el aroma
de su piel, como un puma olfatea su presa. Ella lo detuvo, le puso sus
manos en el pecho.
—Pero yo te lo quiero dar compañero y sólo será un beso. –Dijo ella
amablemente.
—¿Y qué debo hacer? –Contestó Alberto.
Ella lo separó a la distancia de sus brazos.
—Aquí estás perfecto, cierra los ojos, piensa en lo que este beso
quieres, represente para ti. –Afirmó ella con delicadeza.
Alberto sabiendo la timidez de Mara obedeció para no quitarle el valor
que estaba mostrando. Cerró sus ojos, sonrió amablemente. La estrella y
los árboles miraban complacidos.
—Ya estoy listo. –Dijo él.
—Muy bien, no vayas abrir los ojos para que pueda entregarte mi
corazón en este único beso. –Afirmó Mara.
Todo estaba dispuesto para liberar a Alberto del hechizo que Rocío
había dejado. Él cerró sus ojos, esperó pacientemente mientras que Mara
ponía su bolso en el piso, luego posó su brazo izquierdo sobre el hombro
de él –quien al sentirlo le regaló una leve sonrisa. Mara, en su otra mano,
tenía un cuchillo que sujetaba firmemente; contempló el rostro de él.
—No vayas a abrir tus ojos Alberto. –Dijo, antes de levantar su brazo
derecho y asestarle una puñalada en el pecho. El cuchillo penetró en un
instante partiendo el corazón, la estrella parpadeó incrédula, los árboles
levantaron un murmullo de asombro. Los ojos de Alberto se abrieron
como lunas desorbitadas, en donde se reflejó el rostro de una mujer joven
que con una macabra sonrisa lo veía tranquila, él se iba dos pasos hacia
atrás para caer de espaldas al piso. Los ojos se cerraron al sentir el
corazón fragmentado. Con el poco aliento de vida, extrajo el cuchillo, un
borbotón de sangre emanó de entre su camisa. Empezó a sentir los
mareos del que se le escapa la vida, quería gritar de pánico, pero su voz
fue un suspiro de agudo dolor.
—Mara, ¿qué hiciste? –alcanzó a murmurar.
—Te he liberado compañero del hechizo de Rocío. –Contestó ella con
su eterna sonrisa encogiéndose de hombros.
La Naturaleza se preguntaba:
—¿Qué he hecho, en qué me equivoqué?
Mientras Mara, recogía tranquilamente su bolso, la estrella le habló:
—Mara, hija ¿Por qué lo mataste?
Mara arqueó la ceja derecha, alzó la mirada con media sonrisa en el
rostro.
—Porque un hombre que fácilmente sucumbe ante un cuerpo nuevo
teniendo quien le prodigue amor, no merece conservar el don de la vida.
–Expresó Mara.
—Pero entonces tendrías que matar a todos los hombres, hija. –Dijo
la estrella.
—Entonces, va el primero. –Contestó Mara abriendo sus brazos con
las palmas hacia el cielo mientras hundía su cabeza entre sus hombros.
Mara tomó el cuchillo de la mano de Alberto, lo limpió con un pañuelo
y lo metió de nuevo a su bolso.
El día siguiente, reunidas en torno a la mesa redonda del salón, doce
mujeres comentaban del asesinato de Alberto. Una, Montserrat, mujer
alta, delgada y bella, escuchaba cabizbaja, en silencio; era estudiante de
psicología, siempre tenía una sonrisa amable, muy cortés, Alberto amaba
sus poemas, ella había descubierto la necesidad de amor que sufría su
compañero. Fue la única a quien la estrella no llegó a preguntar.
Monserrat, dejaba resbalar sus lágrimas en silencio, sobre el poema que
ya no leyó.
Su poema era exactamente así:

No te nombro
de ojos cerrados
vertiente la raíz
deslizada por la entraña
por el centro
hacia el límite
hasta el borde
en que te haces hojas
en que me haces nada
todo tú
convirtiéndome
delineando mi contorno en ramas
(Eres)* Fisura de mi pecho izquierdo por
La que escapa desnuda tu piel
Eres aire
Eres ave y eres nada
Eres árbol
Eres mío
Donde eres tiempo.

Firmaba: Monserrat Jacobo.


Tras la muerte de Alberto, las investigaciones frustradas de la
policía duraron varios meses y finalmente se archivó el caso.
En la Casa de la Cultura de Morelia iniciaba un nuevo trimestre del
taller literario. Mara, en lo más profundo de la penumbra de sus
pensamientos, tenía una misión que cumplir con algún nuevo compañero;
mientras, revisaba lo que podría leer esa tarde en clase.

FIN

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