Professional Documents
Culture Documents
Semo, Ilán
Historia y Grafía
ISSN (Versión impresa): 1405-0927
historia.grafia@uia.mx, publica@uia.mx
Departamento de Historia
México
¿Cómo citar? Número completo Más información del artículo Página de la revista
www.redalyc.org
Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto
La postulación del pasado
Ilán Semo
Departamento de Historia/uia
Resumen
En estas páginas se destacan, de manera muy enunciativa, algunos temas
y problemas situados en el centro de una posible historia del concepto
del pasado –tal como se le puede leer en el acotado marco de la escritura
de la historia– a lo largo de sus mutaciones en la era moderna. Es decir,
sólo quieren ser una invitación y una provocación para emprender el
estudio de esta historia.
66 / Ilán Semo
La de Schopenhauer aparece como una crítica a las filosofías de
sus dos grandes antecesores: Kant y Hegel. Para ambos la historia
representaba el territorio por excelencia donde el ser humano podía
encontrarse a sí mismo, es decir, ahí donde se revelaba como un
ser capaz de actuar sobre las condiciones de su existencia y sobre sí
mismo. El dilema residía en cómo relacionar la “voluntad” con el
“sentido de la historia”. La fórmula que ambos desplegaron es bien
conocida: la interrogante sobre el sentido de la historia sólo es plau-
sible como una reflexión sobre las representaciones de la historia,
es decir, como una reflexión metahistórica (“filosófica”, en el len-
guaje de la época). En rigor, Kant la evadió. Su respuesta fue: “toda-
vía” no hay respuesta. Pero dejó entrever una gramática del tiempo
que es una metáfora de la labor de Penélope: la inteligibilidad del
pasado sólo era concebible como una conexión entre el pasado, el
presente y el futuro: es decir que la historia sólo era inteligible en
tanto que metahistoria. El principio rector de esa metahistoria, es
decir, de la escritura y las representaciones de la historia, perma-
necía como un misterio. Hegel, en cambio, elaboró una auténtica
ontología del tiempo, una “teología secular”, en palabras de Karl
Löwith. Todo lo que-ha-sido y la actualidad están entrelazados por
un fin: el continuum de las épocas. Ese “fin”, que se presenta como
una “necesidad externa” a la propia voluntad, se vuelve discernible
como una finalidad no en la historia misma sino en su “filosofía”.
Después deviene una realidad en tanto que Idea: “el plan de la his-
toria”, que es un gran relato de la modernidad.
Vistas desde nuestra perspectiva, desde el horizonte de nuestras
sociedades, las “sociedades adernas”, para emplear un término que
alguna vez sugirió Krackauer, los lenguajes del tiempo elaborados
hacia finales del siglo xviii y principios del xix aparecen situados en
una lejanía. Un orden conceptual que si bien forma parte del nues-
tro se ha vuelto prácticamente un misterio; una suerte de herencia
categorial cuyo significado nos resulta cada día más enigmático.
Pero sobre todo: un cúmulo de nociones y teorías ausente de sinto-
nía con la manera en que nuestra experiencia cotidiana codifica sus
cambiantes identidades en torno a las representaciones del tiempo.
Henry Rousso, The Vichy Sindro: History and Memory in France since 1944, tr.
Arthur Goldenhammer, Boston, Harvard University Press, 2007.
68 / Ilán Semo
Doble extrañamiento. La relación entre el pasado y el presente,
entre lo que ya-no-es y lo que está-por-ser ha sido redefinida por la
circunstancia de que las condiciones que hacen posible la actuación
y la representación cambian con mayor rapidez que la de esos ac-
tos y esas representaciones al convertirse en hábitos y en miradas co-
dificadas, en comportamientos rutinarios y semánticas cotidianas, en
formas de la experiencia y, valga el silogismo, en “objetivaciones de
la voluntad”. Me refiero en particular a los actos de memoria, que son
el punto de partida de cualquier escritura de la historia. En la era de
la Ilustración, quienes se ocupaban de registrar la historia de linajes,
ciudades, reyes y reinos eran vistos como guardianes de la memoria
pública. Los libros que escribían y compilaban llevaban el nombre
de memorias. Memoria e historia eran, en cierta manera, sinónimos.
En la segunda mitad del siglo xx surge una separación metodoló-
gica, conceptual y, sobre todo, moral. Desde los juicios de Nürem-
berg, en que los nazis son llevados al banquillo de los acusados, los
juicios de la memoria empiezan a sustituir gradualmente al viejo
“tribunal de la historia”. O, si se quiere: el “tribunal de la historia”
ya no se deja en manos del vago (y siempre inasible) “espíritu del
tiempo” (Zeitgeist), y, en cambio, se pone en escena en una corte
con jueces, fiscales, abogados, acusados, acusadores y sentencias. En
el siglo xix, quienes perdían una guerra eran fusilados u obligados a
trabajos forzados. Hoy se les consigna ante un fiscal, y con su juicio
se enjuicia legalmente a los derrotados. La “historia” ha devenido
un lapso más corto que la vida media de un individuo. El pasado
asedia, como dice correctamente Rousso, a quienes, desde la pers-
pectiva del nuevo y súbito régimen, se ven envueltos repentinamente
en un “cambio de valores políticos”. Y lo más predecible en el siglo
xx fue que a un solo individuo le tocara vivir cuatro o cinco cambios
radicales de “valores políticos”; es decir, que le tocara vivir –o mejor
dicho: sobrevivir a– varios pasados inconexos entre sí. El pasado, es
decir, la postulación del pasado, se mueve así entre imágenes que, por
un lado, nos asedian y, por otro, nos resultan en principio extrañas.
Idem.
François Hartog, Regímenes de historicidad, tr. Norma Durán y Pablo Avilés,
México, uia-Departamento de Historia, 2007.
70 / Ilán Semo
los límites de este conocimiento? Temas que, si quieren actualizarse,
plantean la pregunta de cómo repensar la historia del concepto del
pasado.
Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos,
tr. Norberto Smilg, Barcelona, Paidós Básica, 1993, pp. 21-40.
Raymond Aron, Introduction à la philosophie de l´histoire, París, Gallimard,
1948, p. 182; Niklas Luhmann, “Weltzeit und Systemgeschichte”, en Soziologie
und Sozialgeschichte. Kölner Zeitschrif für Soziologie und Sozialpsyichologie, Son-
derheft 16, 1972, pp. 81-115.
Rudolf Wendorf, Zeit und Kultur, Gütersloh, Westdeutscher Verlag, 1985, pp.
160-5.
72 / Ilán Semo
en rigor pueden ser entendidos como si formaran parte del mismo
espacio de experiencia. Ese “pasado” es un “antes” más que un tiem-
po de la diferencia. Dicho en una frase: en el siglo xvi, existe la idea
del cambio, no la de la otredad en el tiempo. No es que Maquiavelo
creyera que la única diferencia que lo separaba de los romanos era
que ellos usaban toga y sandalias, pero no pensaba que la distancia
en el tiempo lo llevara a la necesidad de verlos como habitantes de
otro mundo.
Koselleck hace notar que desde el siglo xv se establecen dos
formas distintas de concebir el futuro. Una es la narrativa religio-
sa y simbólica del Juicio Final. La otra consiste en la prognosis,
el intento de prever situaciones concretas. La prognosis pretende
desdibujar escenarios posibles de situaciones semejantes que se avi-
zoran o se cree avizorar en el futuro inmediato: reportes meteoro-
lógicos, informes políticos (como los que escribe Maquiavelo, por
ejemplo), reportes financieros (requeridos por el crecimiento de la
banca veneciana), etcétera. Rápidamente, ambas construcciones del
porvenir empiezan a confluir en una extraña amalgama que com-
bina los elementos simbólicos de la teología con las evidencias y
requerimientos factuales de la prognosis. La apoteosis de esta hi-
bridación simbólica y narrativa es el momento en que el papado
se ve obligado a fijar fechas específicas al advenimiento del fin del
mundo. Anunciar, por ejemplo, que el año de la llegada del Anti-
cristo podría ser 1752 acotaba los límites de la eficacia teológica de
ese simbolismo de manera casi palmaria. ¿Qué pasaría con el aura
sagrada del tribunal divino si en ese año no sucedía nada en particu-
lar? En cierta manera, el papado, al adscribir fechas específicas a ese
acontecimiento, estaba impregnando de cierta historización el fin
del mundo. Una historización que acabaría por desangelar su fuerza
teológica, por desplobar el magnetismo de su incertidumbre.
Al nuevo futuro que fusiona la teología con la prognosis le co-
rresponde una diferenciación del pasado que cabría hacer notar. Se
mantiene el pasado simbólico, datado por las eras de la Trinidad; se
despliega cada día con más fuerza un pasado –léase: un antes– de
la semejanza, en el que se basa la prognosis misma; y aparece una
74 / Ilán Semo
el ahora y el sentido, el aquí y el futuro era trazado no por una
teología sino por una filosofía de la historia.
La discusión en torno a la forma y los efectos de las filosofías
de la historia que proliferaron en la primera mitad del siglo xix ha
sido variada y compleja. Es comprensible. Tales ideas reúnen, a un
mismo tiempo, la signatura y la herida de la tradición ilustrada. O,
dicho sin parábolas, representan el saldo trágico de la Ilustración.
Algunos autores, como Leo Strauss y Karl Löwith, se inclinan a
verlas como formas de una teología secularizada. Un credo en el
hombre, pero un credo al fin y al cabo. Otros, como Adorno y Blu-
menberg, encuentran en sus dispositivos el nacimiento “primario”
o “salvaje” de la ontología moderna. Sea como sea, advierte Blu-
menberg: toda ontología contiene una impregnación metafísica. A
la fusión de estas dos construcciones es a la que se dio en llamar las
narrativas del futuro pasado o, más brevemente, los grandes relatos
históricos de la modernidad.
Leo Strauss, Natural Right and History, Chicago, The University of Chicago
Press, 1953; Karl Löwith, Meaning in History. The Theological Implications of the
Philosophy of History, Chicago, The University of Chicago Press, 1957; Theo-
dor Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración, tr. Juan José Sán-
chez, Barcelona, Trotta, 1994. Hans Blumenberg, Die Legitimität der Neuzeit,
Frankfurt, Suhrkamp Verlag, 1966, y Die Verführbarkeit des Philosophen, Frank-
furt del Main, Suhrkamp Verlag, 2000. Durante los años cincuenta y sesenta,
el debate en torno a las filosofías de la historia proliferó como una discusión
en torno al problema de la secularización. Dos posiciones destacan en aquellos
años: una que las ve como una continuación-transformación de la teología del
siglo xvii en el xviii; otra les atribuye un origen secular hermenéutico-herético
desde el siglo xvi situado tanto en la astronomía como en la alquimia.
Hans Uhlrich Gumbrecht traza una línea de investigación al respecto en su
axial ensayo sobre la producción de presencia: “Lo que más me interesa hoy en
el campo de la historia, la presentificación de los mundos pasados –es decir, las
técnicas que producen la impresión (o, mejor dicho, la ilusión) de que los mun-
dos pasados pueden volverse tangibles– es una actividad que carece de poder
explicativo en relación con los valores relativos de las distintas formas de expe-
riencia estética (el proveer tales explicaciones es lo que solíamos pensar [que] era
la función del conocimiento histórico en relación con la estética). Pero mientras
que la nueva concepción del campo histórico comparte con el campo de la esté-
tica el peculiar componente de la presencia, y mientras que no pretende ofrecer
ninguna inmediata orientación ética y ni siquiera ‘política’, el programa de la
presentificación se presta a ser objeto de la tradicional acusación que promueve
una ‘estetización de la historia’”. Producción de presencia, tr. Aldo Mazzucchelli,
México, uia-Departamento de Historia, 2005, p. 102.
76 / Ilán Semo
rar una “nueva sociedad” –una escena que mimetizaba lo sucedi-
do en Estados Unidos y Francia hacia finales del siglo xviii– fue
abriéndose paso como la consumación del “sentido de la historia”.
El cambio radical, incluso violento, aceleraría el “paso de la histo-
ria”, y la “nueva sociedad” permitiría el florecimiento de un “nuevo
hombre”. La modernidad expresaba así su fascinación y su culto al
cambio, a lo nuevo y a lo desconocido, pero sobre todo al “hombre”
mismo. Con el tiempo, el concepto de la “aceleración de la historia”
iría erosionándose a la par que la “idea del progreso” hasta quedar
reducido a un simple sinónimo de la velocidad de cambio. Pero en
la era del gran relato moderno llegó a convertirse en un auténtico
sinónimo de la euforia pública y la epifanía estética. Una suerte de
sintonía con la eternidad.
Esta nueva visión no sólo vislumbraba el futuro como la escena
de una restitución del pasado, un continuum en el tiempo, sino
sobre todo –y acaso éste fue su hallazgo más seductor– permitía or-
denar el pasado con los ojos del futuro, una operación analítica y se-
mántica que Herder definiría como “la explicación de la historia”.
Se inauguraba así la era de la “conciencia histórica”, el momento en
que el ser humano podía explicarse a sí mismo a través de su propia
“voluntad”, y no a partir de la intervención de ninguna deidad.
Por cierto, el término “conciencia histórica” data de los años sesen-
ta y apela a una suerte de iconografía conceptual del historicismo
filosófico. Esta apelación debería ser acaso sustituida por la de sub-
jetividad histórica, si partimos del principio de que el concepto de
“conciencia” (social, histórica) no es más que el resultado de otro
cúmulo de narrativas (antropológicas, en este caso) dedicadas a la
invención de eso que se dio en llamar “el hombre”.10 Hegel cifró
acaso el paradigma más vasto de la era de la subjetividad histórica
en un pasaje axial de “La razón en la historia”: “La consideración
filosófica no tiene otra intención que alejarse de lo azaroso. La ca-
J.G. Herder, Philosophische Shriften, Bochum, glh Verlag, 1980, pp. 120-3.
10
A. Schwabe, Schelling und die Geschichtschreibung, Franckfurt del Main,
1991.
11
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Die Vernunft in der Geschichte, Leipzig, Uhls-
tein Verlag, 1927, p. 121.
12
Leo Strauss, ¿Progreso o retorno?, Barcelona, Paidós, 2004, pp. 149-212.
78 / Ilán Semo
Strauss era uno de los primeros (junto con Löwith y Blumenberg)
en analizarla como una “teología secularizada”, como un espejismo
de “la aceleración de la historia” y, sobre todo, como una refutación
de la posibilidad misma de hablar del sentido o el fin del “proceso
histórico”. Lo que expresaba no sólo era su duda sobre “la idea del
progreso” –el supuesto o la creencia de que el futuro sería de alguna
manera mejor–, sino sobre la idea misma que había dado luz a las
narrativas históricas del futuro-pasado de concebir algo semejante
al “sentido de la historia”.
El optimismo de la Ilustración, la convicción de que la “volun-
tad” podría estar guiada por la “conciencia”, y que ello requería (y
posibilitaba) adentrarse en el “subsuelo de la historia”, se antojaba
ya en 1950 como una épica prácticamente ilegible. La historia se
había revelado como un proceso sin sentido o, al menos, con un
sentido inefable, la “voluntad” (léase: la voluntad de poder) como
una pulsión desaforada y la “conciencia” (léase: la conciencia social)
como una utopía de la condición humana. Con ello se iniciaba una
era en que la imaginación histórica habría de transformarse y aban-
donar el territorio hermenéutico que la Ilustración había legado.
De alguna manera, la distancia que separa el nacimiento de los
grandes relatos históricos de la recapitulación sobre su estatuto en
la escritura de la historia hacia la segunda mitad del siglo xx (fi-
nalmente el texto de Koselleck –junto a los de Raymond Aron,
Michel de Certeau y otros– forma parte de esta recapitulación)
marca probablemente el comienzo y el fin de lo que Hartog llamó
recientemente un régimen de historicidad.13 Enumero a continua-
ción algunas trazas de esta transformación a lo largo de la peculiar
manera en que se modificó el concepto de pasado.
En primer lugar, la retórica de las utopías históricas del siglo xix
desembocó en el siglo xx semantizando órdenes políticos que se
regían por el estado de excepción. Ya en la Primera Guerra Mundial
el progreso técnico había revelado uno de sus rostros más sórdidos.
Una estela de nueve millones de muertos y otros tantos millones de
13
Hartog, Regímenes de historicidad, op. cit.
80 / Ilán Semo
el siglo de Luis xiv” estaba fijada por “la diferencia y la conexión”,
es decir, por el cambio y la continuidad. Aparecía así, en la escena
de la escritura de la historia, la descripción del pasado como un
sitio distinto al presente, pero un sitio conectado con él. Con Her-
der, pensar la historia significaba preguntarse por los modos en que
el pasado se relacionaba con el mundo desde el cual se escribía la
historia misma. Y una de las preguntas centrales del pensamiento
del siglo xix fue cómo codificar esta relación. Las respuestas fueron
múltiples. Destaco aquí sólo tres de ellas que marcaron ese nuevo
orden hermenéutico.
Desde sus escritos más tempranos, Ranke despliega su visión
sobre la “historia universal” como una crítica a las filosofías de la
historia. Es una crítica doble: por un lado, a la idea de que la histo-
ria tiene un sentido externo al que sus propios agentes le adscriben;
del otro, la refutación de que el pasado no puede ser “explicado”
por sí mismo, es decir, sin referencia al presente. Ranke no se aparta
de la visión que adscribe un “fin” y un “sentido” al continuum del
tiempo; sólo la formula con otros procedimientos y otros métodos.
A esos procedimientos se les podría llamar el realismo histórico. En
su historia universal cada época se explica a partir de “su lógica pro-
pia”, y ninguna sigue necesariamente de la otra. No existe un “prin-
cipio o ley general que gobierne a los modos del ser en el pasado”.
La universalidad la propician no “principios filosóficos” sino enti-
dades políticas, económicas, culturales e intelectuales que “actúan
de manera universal”, como lo fueron, en su momento, la antigua
Roma, el papado entre los siglos ix y xiv, el protestantismo en el
xv o la Inglaterra del xvii. Pero Ranke va más lejos aún: el pasado,
afirma, no interviene o influye en el presente más que como Idea
del pasado. De esta forma, recurre a un préstamo conceptual del
historicismo para distanciarse de los paradigmas del positivismo.14
Hacia finales del siglo xix, se inicia una extensa revisión del
concepto del tiempo heredado por el imaginario de la Ilustración.
14
G.G. Iggers, The German Conception of History, Middletown, Wesleyan Uni-
versity Press, 1983, pp. 29-45.
15
Peter Watson, Historia intelectual del siglo xx, Barcelona, Crítica, 2000, pp.
40-5.
82 / Ilán Semo
la historia”? En Ser y Tiempo, Heiddegger llama así a una deliberada
“destrucción de la ontología”; hacia el final del libro es evidente que
se trata, entre otras, de la ontología histórica. Años después, Walter
Benjamin convoca en sus “Tesis sobre el concepto de la historia”
a encontrar una gramática del pasado que hiciera “estallar la idea
del continuum del tiempo”. Con todas las diferencias políticas y
filosóficas que los separaban, era una manera de cuestionar las na-
rrativas del futuro-pasado. Aquí se abriría un paréntesis, al menos
en el campo de la historiografía. Fernand Braudel tradujo este giro
filosófico de una manera peculiar (y regresiva, se podría decir) a la
semántica de la historia. El concepto de “larga duración” restituía
las narrativas del futuro-pasado con el nuevo lenguaje conceptual:
una vez más, presente y pasado quedaban entrelazados a través de
la utopía metodológica de una “historia total”. El texto capital que
desplaza (y en cierta manera desbanca) la extraña mezcla confeccio-
nada por Braudel aparecerá –y esto es una hipótesis– hasta los años
sesenta: Las palabras y las cosas de Michel Foucault. Para Foucault, el
pasado es el sitio de una atopía: no el no-lugar, sino el sin-lugar. Las
relaciones entre un acontecimiento y otro, entre una época y otra,
son determinadas por la trama de lo impredecible, de lo errático, de
lo incierto. El presente surge como una ruptura, una discontinui-
dad, un desplazamiento impensado. Es el sinónimo de lo inespera-
do, del giro, de la inflexión. Es imposible calcular los efectos de la
acción humana. En el mundo moderno, toda representación está
condenada a desestabilizarse, sobre todo las representaciones histó-
ricas. La crisis de la representación no tiene remedio. Las palabras
y las cosas colocaba las filosofías de la historia ante una interrogante
ya sin respuesta, como diría correctamente Michel de Certeau.16
En tercer lugar, para trazar el declive de las filosofías de la his-
toria, de las narrativas del futuro-pasado, habría que explorar las
diversas metamorfosis por las que transitaron entre el siglo xix y
el xx. Cabría acaso estudiarlas en dos niveles: por un lado, como
16
Michel de Certeau, Historia y psicoanálisis, tr. Alfonso Mendiola, México, uia-
Departamento de Historia, 1995, pp. 10-26.
18
Alfonso Mendiola, “El giro historiográfico: la observación de observaciones
del pasado”, en Historia y Grafía, núm. 15, 2000, pp. 182-215.
19
Luis Vergara, “Ética, historia y posmodernidad”, en Historia y Grafía, núm.
15, 2000, pp. 49-95.
84 / Ilán Semo
tebral del realismo, del otro gran relato del futuro-pasado, queda así
suspendida de la duda.
En cuarto lugar, se establece un reordenamiento de las épocas
históricas centrales tal como habían sido percibidas desde el ho-
rizonte de la modernidad. La división que provenía de la propia
Ilustración entre la Antigüedad, la Edad Media y la Época Mo-
derna entró en un proceso de desestabilización y redefinición (que
desborda los límites de este análisis). Y aparece, a partir de los años
ochenta, un duelo sobre esta última era, un afán intermitente de di-
ferenciar al seno de la modernidad su propio fin o quiebre. Llámese
posmodernidad, hipermodernidad, modernidad líquida, adernidad
o presentismo, cada vez más observadores llegan a la conclusión de
que en los últimos 40 años se advierte un periodo de severas muta-
ciones en la escritura de la historia misma.
¿Qué ha sucedido en este último lapso con el concepto del pa-
sado y los grandes relatos históricos que provenían de las profundi-
dades del siglo xix?
86 / Ilán Semo
toma de decisión. Si algo queda del concepto de experiencia es su
versión puntillista, fragmentada, incomunicada o comunicada para
dejar de ser experiencia. Nada que se asemeje al “espacio (estable y
perseverante) de experiencia” que tenía en mente Koselleck en los
años cincuenta y sesenta.
El pasado aparece así como una entidad esencialmente extraña
o ajena a los avatares del presente, un tiempo que ha quedado de-
finitivamente atrás, con poca o escasa relación con los condiciona-
mientos que agitan y llenan de incertidumbre la vida cotidiana.20
De alguna manera hemos transitado de una época en que el pasado
y el futuro podían ser concebidos a partir de puentes comunicantes
(la teología, la filosofía de la historia, el realismo, etcétera), el futu-
ro-pasado, a otra cuya única representación posible es la de la velo-
cidad con que caduca y pierde su legibilidad un pasado ya cercado
por el pasado mismo, el pasado-pasado.
Desde los años setenta, la historiografía cultural empezó a per-
cibir este desplazamiento, este ausentamiento del pasado en el
presente, y se propuso reformular su estatuto en la escritura de la
historia, particularmente de la historia moderna. En uno de los li-
bros que tratan sobre las mentalidades en la era de la Ilustración
en el siglo xviii, La gran matanza de los gatos, y que más tarde ha-
brían de propiciar lo que se dio en llamar el “giro cultural”, Robert
Darnton escribía: “Es necesario desechar constantemente el falso
sentimiento de familiaridad con el pasado y es conveniente recibir
electrochoques culturales”.21 El sentimiento de que el pasado mo-
derno de la modernidad, la época de Voltaire, Rousseau y Diderot,
aparecía hacia el final del siglo xx como un mundo ajeno, indes-
cifrable, un mundo que guardaba poca o ninguna conexión con
la cultura desde la cual era descifrado, no era nuevo. En los años
treinta, Walter Benjamin hablaba de las “ruinas” que se acumulaban
20
Una de las consecuencias de la redefinicón del concepto de experiencia podría
ser el decaimiento de la función social de la “historia” como “maestra de vida”,
que Perla Chinchilla estudia en “¿Aprender de la historia o aprender historia?”,
en Historia y Grafía, núm. 15, 2000, pp. 120-50.
21
Robert Darnton, La gran matanza de gatos, México, fce, 2006, p. 12.
88 / Ilán Semo
fragmentado, puntillista, inconexo. El pasado se ha vuelto material
de desecho. Es paradójico: las industrias de la historia han transfor-
mado a (la representación de) la historia en un producto que caduca
cada vez con mayor rapidez.
La extrañeza del pasado trae consigo un desplazamiento radical
de la subjetividad histórica. En duda está si la historia sigue ocu-
pando un lugar central en las narrativas que codifican la explicabili-
dad del mundo en la sociedad aderna. Es evidente que sigue siendo
un fantástico espectáculo cinematográfico y literario. También, que
forma parte de los preceptos que convalidan cualquier concepto
de “cultura general”. Pero su estatuto en la fábrica cotidiana de las
formas en que los individuos se perciben actuando en la sociedad
se ha modificado sustancialmente, ha quedado cada vez más releva-
do (o más relegado) por otros saberes sociales o, al menos, está en
entredicho. Y con ello también está en entredicho la era en que la
historia fue la principal reserva conceptual y simbólica a la que se
recurría para legitimar y explicar en cierta manera las acciones del
presente, la era de la “conciencia histórica”.