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C.-C!

(primera parte)

A propósito del Libro negro del psicoanálisis (Árnes, 2005)

Por Charles Melman

Una cita juzgada interesante y característica abre la entrevista de uno de los más curiosos
contribuyentes de esta obra, Albert Ellis –autoridad mundial en el campo de la psicoterapia
cognitiva–: “La exploración de los traumas infantiles no tiene nada que ver con el precio de las
espinacas”. No verificaremos su validez, incluso si es verosímil que el mercado de la espinaca deba
mucho a la confianza que coloca el niño en su virtud fortificante. Pero retenemos esta cita por el
estilo que da a una publicación cuya difusión sólo para un amplio público invitado a una liberación
cultural justifica que se la pueda someter al análisis y a la crítica.

Esta obra de 800 páginas comprende 75 artículos, de los cuales más de los dos tercios son
traducciones de comunicaciones, a menudo antiguos y conocidos, anglosajón. Las contribuciones
directivas y recientes son obra de tres responsables de este compendio: nuestro colega psiquiatra
Jean Cottraux, encargado de cursos en la Universidad de Lyon I, Mickel Borch-Jacobsen, profesor
de literatura comparada en la Universidad de Washington, danés-francés-americano, y Jacques
Van Rillaer, profesor de psicología en la Universidad, de reputación internacional, de Louvain-la-
Neuve, por lo tanto francófono, en Bélgica. Estos dos últimos son conocidos desde los años 1980, y
cualquiera sea su talento, por no tener sino un único objeto, de estudio y de pasión, el
psicoanálisis, y esto en la medida en que están en contra, bien en contra incluso, puesto que él no
los suelta.

Esta modalidad muy conocida de lazo, común entre las parejas que se mantienen unidas con la
condición de destrozarse mutuamente –y uno tiembla ante la idea de la infelicidad definitiva que
podría causarles el éxito de una terapia conductista– da muestras, puesto que se valen de eso, de
una cura psicoanalítica personal que tomó un mal cariz. Se comprende a partir de ahí su
resentimiento pero es de lamentar que eso los lleve por retorsión punitiva a querer cortar a todos
con la misma tijera que a ellos, y con la idea de extirpar al mismo tiempo que el inconsciente, la
parte alta del encéfalo. Castración por cierto radical pero que merece un instante de atención
antes de que sea definitiva.
Se sabe o se verá en efecto cómo, con los ¡C.-C.! (pero no cesarán, hubiera dicho Lacan), el
hombre se encuentra reducido a circuitos neurológicos que, cuando se extravían, llaman a la
reeducación y por lo tanto a los reeducadores.

Cultura, historia, religión, lengua, compromiso político, inclinación, perversión, reivindicación,


disimulación, etc., nada de lo que hace la sal de la humanidad es retenido aquí, sino el soporte
orgánico cuya desconexión entre redes explica que pueda ser afectado por un síntoma. O más
bien, no se retiene sino ese resultado, a fin de actuar sobre él. La pasividad del analista, el que se
reposa sobre el sillón para cada tanto emitir algunos “hum-hum” (y es todavía un ruido más
humano que muchos sonidos proferidos, hubiera dicho Lacan) es insoportable. También tenemos
que ver en los ¡C.-C.! a hombres de acción, sobre la brecha para curar a su paciente, ¿y quién se
los reprocharía?

Este prurito para que el psicoanalista se comprometa a título de curandero es, a decir verdad,
contemporáneo de los comienzos mismos de la empresa. Si Freud no sentía una vocación médica,
sin embargo se lo ve bien, en sus curas, perseguido por la preocupación de la interpretación
bastante justa como para levantar el síntoma. Y se sabe que su alumno querido Ferenczi terminará
por meter ahí la mano, anticipando en cien años el desarrollo de la haptonomía. Pero lo que está
verdaderamente en cuestión está en otra parte. Para el analizante y por el sesgo de la
transferencia, el analista es el representante de la potencia enigmática y anónima a la que se
dirigen las demandas de su discurso.

Que ella tome la figura de una bienaventuranza intervencionista desencadena –una de cada dos
veces, diría sin duda una evaluación estadística– una reacción de hostilidad a la manera de
aquellas que respondieron en otro tiempo a las diversas autoridades cuya generosidad vino a
ahogar y controlar los apetitos del niño. Pero en este caso esta hostilidad se tornó inanalizable,
definitivamente, puesto que la bondad activa del terapeuta vino a infectar un campo cuya asepsia
es necesaria para avanzar y terminar la cura, de otra manera que por un pacto de no beligerancia.

Por cierto, la neutralidad del silencio guardado puede, por el contrario, parecer también
insoportable e inhumano. Con gran riesgo del entorno, los síntomas se agravan, el paciente
demostrativamente va mal y el psicoanalista tampoco puede justificar su silencio sin romperlo.

Este doble escollo forma parte de la navegación corriente de una cura, siendo admitido que la
pseudopasividad del analista es el elemento más activo –el agujero negro– que pueda existir en el
universo. Pero, ¿puede satisfacer que, sin importar su color, el agujero, boca de todas las
aspiraciones, sea la respuesta última que pueda recibir la angustia de un humano, más allá de
todos los gadgets culturales, espirituales, médicos o comerciales que están en el mercado para
darles remedio?
Al rehusar la verdad de la condición humana –no hay saber propio para asegurar mi goce–, uno se
compromete en... la psicoterapia, ya sea la chapucería apta para darme una entrada para
participar en el concierto universal, lo que por cierto puede no parecer desdeñable. Aunque,
cuando se ve el precio de la entrada pagada por los que concibieron este libro, el nivel de
argumentación al que los compromete una dirección de “buen sentido” a un amplio público –a
nivel del bachillerato– uno llega a creer que hay cosas que ganar siguiendo enfermo.

Su argumentación es del tipo –que nos perdonen, si el perdón forma parte de su equipamiento–
de la historia del caldero relatada por Freud. Aquel a quien se le pedía su devolución responde con
tres objeciones: primero, no lo pedí prestado; segundo, ya lo devolví; tercero, estaba agujereado.

Nuestros amigos ¡C.-C.! dicen, ellos (cf. el artículo conclusivo de nuestro colega Cottraux): primero,
el inconsciente no existe; segundo, otros lo descubrieron antes que Freud; tercero, hay varios;
cuarto, no tengo nada que ver con eso, etc.

Se agregará que la reescritura del conjunto de los textos (frases cortas con sujeto verbo
complemento y sin ningún término que provenga de la “jerga científica” –el calificativo es
empleado–), verosímilmente asegurada por la señora Catherine Meyer, directora de la obra, y que
ha debido poner a prueba su calidad de normalista, contribuye a la impresión de viaje en el
desierto que da el resultado. Salvo que, si el desierto puede abrir el apetito místico, éste
desalienta de todo recorrido sea donde fuere. No es el zapping propuesto entre artículos cortos,
ellos mismos amenizados por intercalados que favorecen la marcha espiritual.

Es perfectamente comprensible que la cura psicoanalítica contraría la mentalidad norteamericana;


Freud lo había juzgado perfectamente, y el hecho que los norteamericanos hayan tomado luego la
dirección del movimiento analítico no ha podido orientarlo legítimamente. Las constricciones de la
inserción social en este país de inmigrantes implican, en efecto, el olvido o la represión de los
orígenes, del nombre propio, de la lengua, de la historia, en provecho del ajuste social. El
inconsciente, que se había constituido desde estos diversos parámetros, no es más portador de la
verdad de un deseo que sería admisible y reconocido, porque ahora es anacrónico y extraño. Es el
deseo de un sujeto que no es más admisible ni por lo tanto audible. Importa por el contrario, al
nuevo ciudadano, compartir valores colectivos, tanto más imperativos en tanto reposan sobre el
rechazo de cada uno de su esencia: el deseo que le es propio.

El cielo es así limpiado de ancestros para existencias preocupadas por inyectar ahí la figura del dios
de adopción, no sólo prescriptivo del ajuste a la comunidad sino también prometedor y promotor
de la felicidad cumplida que esperan los pioneros.

Traducción Beatriz Rajlin


1. ¡C.-C.! Sigla de Cognitivismo - Conductismo. Leídos así con el signo de exclamación es
homofónico de Cessez!: ¡paren! ¡deténganse!

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