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La práctica de Lacan*

Por Charles Melman

Creo que estas Jornadas nos dan la oportunidad de comprender por fin quién era Lacan.

Era el provocador que permitía a cada uno desplegar su propia tontería, y medirla. El efecto podía
ser el de suscitar, desde luego, amor, porque nos reconocía verdaderamente en la intimidad de
nuestro ser, u odio, puesto que no es algo ni muy agradable ni muy atractivo. Ejemplo: ¿todos
creen ser pequeños Edipo, valientes y dispuestos a cualquier extremo? Pues bien, uno descubre,
gracias a este provocador, que lo que le pedimos a papá es que nos quiera, que seamos su
preferido. Para eso uno está dispuesto a todo, ¡incluso a feminizarse! ¿Ustedes creen que quieren
ser libres? Les será demostrado que en realidad, lo que buscan, y lo que aman es un amo, alguien
que por fin les diga dónde ir, qué hacer, cómo hacer, cómo arreglárselas; dicho de otro modo, el
verdadero deseo de cada uno, el verdadero deseo es el de la servidumbre. ¿Ustedes creen ser
sabios, doctores? Descubren, con total claridad, gracias a este provocador, la dimensión de la
propia ignorancia ¿Ustedes creen ser un hombre? Y bien, terminan descubriendo cuán frágiles
pueden ser las certezas en esta materia. ¿Ustedes creen ser una mujer? Descubren la voracidad
fálica.

Todo esto es muy atractivo. Es muy atractivo encontrarse por fin con alguien que en nuestro
espacio no busca curar, es decir, no busca lo que exige la cultura, a saber, el olvido, la negación, la
sutura de la creación –¡muy bueno, ese lapsus!– sino alguien que, en cambio, abre
permanentemente esa castración, yendo así contra todas las reglas de juego. Porque las reglas de
juego, las reglas del juego social, las reglas del juego personal, íntimo, privado, las reglas del juego
del saber son realmente las de borrar esta castración en nuestra cultura. Pues bien, hubo alguien,
extraño, que les daba la oportunidad, bruscamente, de descubrir todas esas cualidades que eran
las propias y por lo tanto de conocerse hasta lo más recóndito de sí mismo.

Es indudable que Lacan, con esa energía tan singular que tenía, porque era un entusiasta, estaba
totalmente devorado por el campo al que había entrado, tenía la certeza de haber sacado a la luz,
gracias a esa práctica tan reducida, tan sucinta que es la cura analítica, de haber sacado a la luz
estructuras que eran esencialmente subversivas respecto de nuestro confort, de nuestro letargo
intelectual –con todas las consecuencias sociales que conocemos, tanto a escala nacional como
internacional–. Él tenía esa certeza. Y está claro que deseaba que sus alumnos fueran, a este
respecto, «militantes». Este es un término que ya no se usa mucho, o que ya no tiene mucho peso,
porque no hay militancia que no haya sido merecidamente recompensada con todas los
desencantos que sabemos. Lacan esperaba de sus alumnos que fuesen militantes de ese
procedimiento extraordinario que él actualizaba y que, por supuesto, lo apoyaran en esta
subversión que él iba realizando con una intrepidez, un coraje y una soledad absolutamente
notables. No podemos olvidar que Lacan obró en momentos en que triunfaban el marxismo y el
existencialismo en todos nuestros medios intelectuales, y que eran habituales las denuncias
públicas al psicoanálisis, desde esas dos corrientes, desde esos dos ámbitos. Por otra parte, claro
está, la Iglesia no iba a apoyarlo, aun cuando su discurso inaugural viniera de Roma (otra
provocación). Por lo tanto, es realmente en estado de soledad intelectual y moral, y en cierta
medida contra todos, que se comprometió en esta historia tan loca.

Entonces, al esperar que sus alumnos funcionaran para él como militantes, ¿venía a redoblarles su
alienación, o incluso a establecerla de una vez por todas? Por mi parte lo que pude verificar con el
tiempo –no soy el único en haberlo experimentado– fue el abandono por parte de sus primeros y
mejores de alumnos, algunos en quienes tenía puestas sus mayores esperanzas, y que se
apartaron de él con una argumentación que nunca quedó suficientemente clara. Y debo decirles
que siguió pasando todo el tiempo. Personalmente, creo que era normal. Normal, porque
finalmente ¿por qué los alumnos habrían compartido automáticamente esta suerte de voluntad
subversiva con los riesgos que podía entrañar en las distintas situaciones sociales que
legítimamente podían esperarse? Hoy, entre esos alumnos, hay testimonios de una cierta
nostalgia por haberlo abandonado, referencias frecuentes y lo menos que puede decirse es que
hay una transferencia que seguramente no ha sido resuelta y que parece dominar allí la
complejidad de sentimientos. En todo caso, para sus alumnos, al venir así a ocupar el lugar de lo
que sería a la vez el maestro, el ideal, el docente, el padre, no dejaba de suscitar, al mismo tiempo,
en ellos la interrogación íntima de lo que constituía la relación de cada uno con esas diversas
instancias; y, finalmente, tener que decidir según su entendimiento, lo que la gente no dejó de
hacer. Dicho de otro modo, puedo por ejemplo decir: “al padre, finalmente, lo odio”. —¡Muy bien,
de acuerdo! Pero entonces, ¿esto qué te aporta, qué es lo que tenés, qué es lo que te abre? ¿De
qué manera te ilumina? ¿Cómo impulsa tu pensamiento? ¡El maestro, insoportable! ¡Yo quiero mi
libertad de pensamiento! ¡No quiero que me adoctrinen!— ¡Muy bien! sos enteramente libre de
pensar lo que quieras. ¿Qué pensáis de eso? ¿Es interesante? Puede que no sea totalmente idiota,
pero ¿es interesante? De ese modo, pues, llevaba a cada uno, lo quisiera o no, a tomar
efectivamente la rienda de sus decisiones, de sus actos. A menudo lamentaba que las tomaran de
esa manera. Pero hoy no se puede menos que comprobar, para quienes se embarcaron en esta
suerte de ruptura, que no puede decirse que hayan obtenido el mejor beneficio. Por mi parte, yo
estaba muy atento al respecto. Como se sabe, de muchos de estos hermanos mayores que
queríamos, en quienes confiábamos, con quienes eventualmente yo podía tener vínculos
personales, por quienes sentíamos afecto, yo esperaba ver lo que iba a resultar de su ruptura.
Pero cuando estaban por fin libres, no adoctrinados, ¿acaso hicieron algún aporte a la enseñanza
de Lacan, ya sea una oposición válida, ya sea un aporte interesante? Sería difícil, creo, apuntar,
recordar algo.

Es indudable que él pensaba que una enseñanza era necesaria a sus analizantes. Así lo recordó
Adnan Houbballah en ocasión de su control, Lacan empezó diciéndole: “Al principio, seré
didáctico”. Es necesaria una enseñanza, aunque más no sea para dar cuenta de lo que no va en el
sentido regular de nuestro inconsciente. Es necesaria una enseñanza a fin de lograr inscribir para
el sujeto esa dimensión totalmente nueva que es la de tú puedes saber. Puesto que esto es
exactamente lo que demuestra la mínima experiencia analítica: no queremos saber, y el obstáculo
es de estructura. Ese objeto a es lo que nos detiene, lo que nos repugna, es el límite insoportable e
intolerable. ¿De verdad, nosotros que nos creemos hombres o mujeres, vamos a revelarnos a
nosotros mismos como teniendo por ser un puro objeto, un nada de nada, un excremento, un
residuo? Ese coso ¿es lo que me causa? Yo, que me creo el hijo de Dios ¡y eso es lo que me causa!
¿Eso? Reconozcamos que no se puede negar que era subversivo. Y no sólo eso es lo que me causa,
ese objeto, sino que encima me causa para nada, porque al Otro le importa un rábano, y lo que
hay en el Otro, es la pura nada!

Hubo hace poco un coloquio al respecto con los responsables de la IPA, para tratar justamente de
ver si sobre este punto podíamos entendernos. Porque cuando Lacan dice que es freudiano, no
deja de especificarlo: el pensamiento de Freud es el que estipula que lo que organiza la relación
del individuo con el mundo es una pérdida fundamental, fundadora, esencial, organizadora,
definitiva, irrecuperable, que es una falla lo que organiza nuestra relación con el mundo y da
origen a un sujeto que no sabe lo que quiere, no sabe lo que hace, no sabe lo que dice. Y es allí
donde es freudiano, fundamentalmente freudiano, y realmente es lo que él retoma de Freud, lo
que lo autoriza.

Freud buscaba obstinadamente un predecesor, buscaba a alguien, un maestro, no se atrevía a


presentarse como fundador, una posición un tanto mezquina. Entonces evocaba constantemente
a Breuer, a sus maestros… Lacan, por su parte, tiene fundamentos para decir que él es freudiano y
es lo esencial de Freud que reivindica.

No voy a extenderme demasiado. Sólo quisiera señalarles otro punto. Esta formulación de Lacan:
resolución de la transferencia por la transferencia de trabajo; porque es efectivamente cierto que
el neurótico, y es lo que lo caracteriza como tal, ese objeto no tiene ninguna intención de soltarlo.
Se aferra a él, puesto que el Otro lo quiere, al menos así lo cree, haría las delicias del Otro si se lo
diera. De modo que ni pensar en ceder algo tan valioso, ese agalma. Si en el Otro no hay nadie, y
yo creo que Lacan era lo suficientemente excesivo en relación con sus analizantes como para que
ellos pudieran tomar realmente la medida. Si en el Otro no hay nadie, seguramente la
transferencia de trabajo es el trabajo, la aceptación, el compromiso de hacer circular ese objeto a,
con la posibilidad de situar todas esas organizaciones formales que comandan el proceso. Los
remito, como de costumbre, a la introducción de los Escritos, a ese texto sobre “La carta robada”:
no hay ahí un padre exigiendo que ustedes cedan cosa alguna, es el juego del significante lo que
hace que haya pérdida, que haya agujero. A partir de esto, naturalmente ustedes deben tratar de
organizarse.

Desde mis comienzos en este medio, en 1960, cuando todavía era el ambiente simpático y
agradable de la Société Française de Psychanalyse, un medio muy liberal en el que junto con Lacan
y Dolto había gente de la Universidad como Lagache, Anzieu, Favez-Boutonnier, etc., en este
medio que me parecía muy simpático, desgraciadamente, pude comprobar bastante pronto que
pese a los compromisos con el análisis de unos y otros, lo que contaba en la institución era saber
quién prevalecería, si la gente de la Universidad o Lacan y Dolto. ¡Finalmente era eso lo que estaba
en juego! Así estaban las cosas para un joven recién llegado, que podía naturalmente
sorprenderse de que los servidores de esa disciplina, los que habían recibido la tonsura, hubieran
reducido finalmente todo a sus pequeños deseos privados, y narcisistas en particular. Entonces
esa fue evidentemente la primera sorpresa, el primer aprendizaje, después de todo, así es cómo se
aprende. Muy pronto, en lo que a mí concierne, mis queridos compañeros no dejaron de ponerme
en claro que mi militancia era poco seria. Lacan me tenía completamente embaucado. ¡Pero,
vamos! Todo eso era mi inconsciente, yo me volvía la víctima, ¿verdad?, de una cura que Lacan
explotaba en provecho propio. Él necesitaba pequeños soldados; si los tenía, la cosa andaba, y por
lo demás, ¡que cada uno se las arregle! Y sin embargo, en ese dispositivo, pude como muchos
apreciar su extraordinaria honestidad intelectual, su manera de no ceder, su manera de no
comprometerse, su manera de no hacer trampas, y también la aceptación de esa posición desde la
que recibió todos los golpes, incluso de los más allegados. Pero aparentemente era muy
importante para él lo que esta práctica le permitía descubrir y que consideraba no sin interés el
tratar de transmitirlo. Yo mismo lo escuché lamentarse de que finalmente esto se haya hecho por
medio del psicoanálisis, es decir, con todas las escorias precisamente transferenciales que esto
acarrea, y lamentaba no haber procedido como lo hicieron los maestros tradicionales, es decir, por
medio de la filosofía por ejemplo, y que su acción habría sido quizá más pública y eficaz si hubiera
optado por ese medio. Desde luego, es difícil dar una respuesta…

Para concluir, vuelvo a una cuestión que sigue siendo de actualidad. En el ‘53, la escisión entre el
grupo donde estaba Lacan y la Société Psychanalytique de Paris fue por una reglamentación del
psicoanálisis; la Société quería implementar un instituto de formación de psicoanalistas que
habrían sido reconocidos por un diploma médico; no universitario, sino médico. Es por este
proyecto que Lacan, Dolto, Lagache, Favez, etc. y los principales alumnos de la Sociedad de París,
cuyo presidente era entonces Lacan, se fueron, se separaron. En todo caso, por mi parte, puedo
dar cuenta de que en el momento crítico, el del final de su recorrido –momento particularmente
doloroso, difícil y por supuesto, completamente inesperado e imprevisto– puedo decir a este
respecto que actué autorizándome de mí mismo. Al hacerlo, después de todo, no hacía más que
resolver el síntoma banal por el cual había ido a visitarlo. Fue una situación trivial de examen, se
llamaba el Concurso de París (internat de Paris), durante el cual me había sorprendido al
comprobar en mí algo que no conocía hasta ese momento: un calambre de los escritores. Tenía
que redactar, en ese concurso, un trabajo sobre un tema que yo conocía perfectamente, pero que
tenía el inconveniente de haber tenido que redactar la respuesta yo mismo, hacer de él mi propia
respuesta autorizándome de mí mismo. Se trataba de una pregunta de fisiología, una pregunta de
endocrinología a la que, como decía, había respondido autorizándome de mí mismo durante la
preparación al concurso, porque todas las respuestas que había podido encontrar no me
parecieron adecuadas. Entonces creí que yo mismo debía autorizarme de mi propio saber, y la
sorpresa fue comprobar que fue esa misma pregunta que cayó en el concurso… y de encontrarme
con la mayor dificultad, por el calambre, para redactar ese texto que, de resultas, fue muy breve…
¡y con el que obtuve dieciocho sobre veinte! Lo cual demostraba que efectivamente yo no me
había equivocado en la redacción, y que el calambre vino al lugar de esa dificultad de no poder
autorizarme de mí mismo. Sólo puedo decir que, en esta circunstancia en que, debo decirlo por
otra parte, no había mucha posibilidad de elegir, yo podía verificar que la cura con Lacan, en la que
había tenido el “privilegio” de ser el objeto, (por el lugar que yo ocupaba con él) de
recomendaciones y de sentimientos que no eran forzosamente amenos (que, en todo caso, me
condenaban a nunca, nunca poder comprender nada en el análisis ni poder salirme de él, etc.) yo
podía verificar en todo caso que eso no me había perjudicado demasiado.

Estas son algunas observaciones sobre la extravagancia que nos habita, nuestra extravagancia, y
de la cual Lacan no es más que la ocasión, el pretexto. Porque después de todo, para retomar un
ejemplo conocido, si soy sensible a un parpadeo suyo, la cuestión no es su parpadeo, sino
simplemente que yo sea sensible, que me importe, que me ocupe, es de eso que realmente se
trata, esa es realmente la cuestión. Si él da una cita a las seis de la mañana, y si el otro se precipita,
como todos nos hemos precipitado, la cuestión no es lo que era el trabajo efectivamente extenso,
importante de Lacan, sino el hecho de que el otro se precipite contento de estar así, cuando aún
es de noche, entre los primeros, entre aquellos por quienes parece realmente interesarse tanto,
que los coloca en un lugar de excepción. Si él llama por teléfono a las dos de la mañana,
despertando sobresaltada a toda la familia, ¿a usted qué le pasa? ¿Se pone a gritar “¡Un
momento, déjeme dormir!”? ¿O están ahí, atendiendo el teléfono, diciéndose: Ah!, ¡él es
realmente…! y luego se dan cuenta… y entonces es: Es a mí a quien…!? Ustedes estaban todavía
soñando, y en ese sueño, aparece el llamado de Lacan, a las dos de la matina… etc.

Pues bien, yo puedo decir una sola cosa, era una aventura excepcional. Y si hoy ella puede
continuar, yo digo: ¡bravo!, digo “¡tanto mejor!”.

Es todo. Gracias.
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* Nota: este escrito cedido por su autor para la versión en español, se corresponde con la
conferencia pronunciada el 16 de noviembre de 2003 en el Amphithéatre Saint-Germain
encabezando las Jornadas de la Fundación Europea para el Psicoanálisis

Traducción del francés: Bernard Capdevielle para Archivo Cero Traducciones


[patriciacohan@archivocero.com.ar]

Revisión de la traducción: Virginia Hasenbalg [vhsnblg@noos.fr]

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