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TEXTO N° 17

EL MATRIMONIO EN LA SOCIEDAD DE LA ALTA


EDAD MEDIA

Georges Duby

Georges Duby, El amor en la Edad Media y otros ensayos, Madrid, Alianza


Editorial, 1992, (Alianza Universidad, Historia, 659), p. 13-31.

1
EL MATRIMONIO EN LA SOCIEDAD
DE LA ALTA EDAD MEDIA

Como todos los organismos vivos, en las sociedades humanas se da un impulso


fundamental que las incita, a perpetuar su existencia, a reproducirse en el marco de
estructuras estables. La permanencia de estas estructuras es, en las sociedades humanas,
instituida conjuntamente por la naturaleza y por la cultura. En efecto, lo que importa es
la reproducción no sólo de los individuos, sino del sistema cultural que une a éstos y
ordena sus relaciones. A las prescripciones del código genético individual se añaden las
de un código de comportamiento colectivo, de un conjunto de normas que se suponen
infrangibles y que, ante todo, pretenden definir el estatus respectivo de lo masculino y
de lo femenino, repartir entre los dos sexos el poder y las funciones, controlar
posteriormente esos acontecimientos fortuitos que son los nacimientos, sustituir la
filiación materna, la única evidente, por la filiación paterna, y, finalmente, elegir de
entre todos los emparejamientos posibles los legítimos, es decir, aquellos considerados
los únicos susceptibles de asegurar convenientemente la reproducción del grupo --en
una palabra, normas cuyo objeto es, evidentemente, instituir un grupo, oficializar la
confluencia de dos «sangres» y, de forma aún más necesaria, organizar, más allá de esas
dos personas, la conjunción de dos células sociales, de dos «casas», con el fin de
engendrar una célula similar. El sistema cultural del que hablo es el de parentesco, el
código del que hablo es el matrimonial. En el centro de estos mecanismos de regulación,
cuya función social es primordial, se sitúa el matrimonio.

Regulación, oficialización, control y codificación. La institución matrimonial se


encuentra, por su propia posición y por el papel que asume, prisionera de un estricto
armazón de ritos y de prohibiciones. De ritos, porque se trata de publicar, es decir, de
hacer público, y a través de ello de socializar, de legalizar un acto privado; y de
prohibiciones, porque se trata de establecer la frontera entre la norma y la marginalidad,
lo lícito y lo ilícito, lo puro y lo impuro. Por una parte estas prohibiciones y estos ritos
tienen que ver con lo profano, y por otra con lo religioso, ya que, mediante la copulatio,
se entreabre la puerta que da al campo de lo tenebroso, misterioso, terrorífico de la
sexualidad y de la procreación, es decir al campo de lo sagrado. En consecuencia, el
matrimonio se sitúa en la encrucijada de dos órdenes, el natural y el sobrenatural. En
muchas sociedades, y especialmente en la sociedad de la Alta Edad Media, el
matrimonio está regido por dos poderes diferentes, en parte complementarios y en parte
concurrentes, por dos sistemas reguladores que no siempre actúan coordinadamente,
pero que pretenden aprisionar el matrimonio en el derecho y en el ceremonial.

La fortaleza de este envoltorio jurídico y litúrgico, la violencia de los


comentarios que inspiró, el desarrollo de reflexiones ideológicas que trataron de
justificar estos rigores, hacen que la institución matrimonial se preste mucho mejor que
numerosos hechos sociales a la observación de los historiadores de la cristiandad
medieval. Pueden captarla rápidamente mediante textos explícitos, aunque esta ventaja
tiene su contrapartida. El medievalista, cuya posición es, de por sí, mucho menos segura
que la de los etnólogos que analizan sociedades exóticas, e incluso que la de los
historiadores de la Antigüedad -ya que la cultura que estudia es en gran medida la suya,
tiene problemas para mantener la distancia necesaria y, a su pesar, es prisionero de un
ritual y de un sistema de valores que no necesariamente son distintos de los que
examina y que le gustaría desmitificar-, sólo llega a percibir del matrimonio su corteza,

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su apariencia exterior, pública y formal. Sin embargo, de lo que hay dentro de esa
corteza, en lo privado, en lo vivido, se le escapa todo o casi todo.

Por tanto, me parece necesario, como cuestión de método, poner de relieve los
dos peligros que amenazan nuestros intentos de elucidación, las dos desviaciones que la
naturaleza de las fuentes podría determinar durante nuestras investigaciones si no
tuviésemos cuidado. En el primero de estos errores de perspectiva caería precisamente
el historiador si se atuviera a los enunciados normativos, a los formularios de los actos
jurídicos, si se fiase de lo que dicen las palabras, si pensase que han dirigido el
comportamiento de los hombres. No hay que olvidar que cualquier prescripción de la
ley o de la moral constituye uno de los elementos de una construcción ideológica creada
para justificar determinadas acciones y, en alguna medida, enmascararlas; que bajo esta
máscara tras la que se resguarda la buena conciencia, cualquier norma es más o menos
transgredida y que entre la teoría y la práctica existe un margen cuya amplitud el
historiador, al igual que el sociólogo, pero con mayor malestar que él, debe dedicarse a
calibrar. El velo levantado por las fórmulas puede engañar de manera aún más insidiosa.
Tomemos el ejemplo de esos títulos de donación o de venta en los que durante el siglo
XII y en determinadas provincias. se menciona cada vez más a la esposa junto a su
marido. ¿Debemos ver en esto un símbolo de promoción efectiva de la mujer, de
relajamiento del dominio ejercido por los hombres en el seno del hogar, en defintiva, de
la progresiva victoria del principio de la igualdad de los cónyuges, cuya aceptación
trataba de conseguir en aquel preciso momento la Iglesia? ¿No habrá que considerar
que, tratándose de derechos sobre bienes, sobre una herencia, se pide que la mujer
intervenga menos en función de lo que tiene que de lo que garantiza y transmite, y que
el lento debilitamiento del monopolio marital refuerza más las prerrogativas de los
hombres de su linaje y de su prole sobre la fortuna de la pareja, que las suyas propias?
En cuanto a la segunda ilusión, el historiador se dejaría llevar por ella si adoptara sin
precauciones el punto de vista de los eclesiásticos, los cuales han escrito casi todos los
testimonios de los que disponemos; si llegara a compartir, involuntariamente, su
pesimismo o su irenismo, creyendo a pie juntillas lo que estos hombres, la mayoría de
los cuales eran solteros o aparentaban serlo, exponían sobre las realidades conyugales.

Los dos peligros que he señalado son acuciantes. Han frenado, y siguen
haciéndolo, el progreso de las investigaciones. Es por ello por lo que insisto en la
necesidad de atravesar por fuerza el espesor, la opacidad de la capa de moralismo que
cubre toda nuestra información. Ya que el matrimonio es un acto social -y sin duda el
más importante de todos-, ya que se trata de un problema de historia social, me
parecería perjudicial para el éxito de la investigación que no fuesen examinadas, en la
indisociable globalidad que constituyen un sistema de valores y un modo de producción,
las representaciones ideológicas y las bases materiales que aquéllos dominan. En
realidad, se trata de una tarea dificil: aunque hay al menos dos circunstancias que la
favorecen.

El período que nos ocupa no sólo ha dejado textos normativos. El matrimonio se


tiene en cuenta en otros documentos que empiezan a ser muy abundantes a partir del
año mil. En relatos, crónicas, multitud de narraciones que, evidentemente, nos dicen
pocas cosas, aunque concretas y no deformadas: y también en toda la literatura de
diversión cortesana, en este caso tan deformada como el discurso eclesiástico y, a su
vez, prisionera de la ideología, aunque de una ideología diferente, rival, que por ello
permite ver desde otra perspectiva y realizar, aquí y allá, correcciones indispensables.

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Por otra parte, durante el período que nos ocupa se desarrollan en Occidente las
fases más o menos ásperas de un conflicto entre dos poderes, un enfrentamiento cuya
mejor expresión la proporcionan las fórmulas gelasianas. Por una parte, el poder
profano, sostenido por las «leyes», el poder de aquellos cuya misión consiste en
promulgar estas leyes y en hacerlas respetar mediante los modos de comportamiento
tradicionales, pero también basándose en la disposición de las relaciones de producción,
lo que motiva el que la historia del matrimonio no sea la misma en los distintos grados
de la jerarquía de las condiciones sociales: el nivel de los señores o el de los explotados.
Por otra parte, el poder sagrado, cuya autoridad promueve y apoya la infatigable acción
de los eclesiásticos para incluir el matrimonio en el conjunto de una empresa de
dominación de las costumbres, y para situarlo en el lugar apropiado, dentro de este
conjunto. Ahora bien, esta misma dualidad, la alternancia de rivalidades y de
conveniencias que sustenta, estimula el esfuerzo de reflexión y de reglamentación y, al
mismo tiempo, suscita, a pesar del hecho de que todos aquellos que escribieron por
entonces pertenecían a la Iglesia, múltiples enfoques que, incluso si nos limitamos a una
observación superficial de lo que no es sino un marco dogmático, ritual y reglamentario,
permite discernir de forma menos imperfecta lo que constituye el objeto de nuestra
investigación.

A lo largo de esta competencia secular lo religioso tiende a prevalecer sobre lo


civil. Es una época de progresiva cristianización de la institución matrimonial. De forma
inapreciable las resistencias a esta aculturación ceden, o más bien se ven obligadas a
replegarse a nuevas posiciones, a asentarse firmemente para preparar posteriores
contraofensivas. Esta es la trama cronológica sobre la cual, de manera muy subjetiva,
sólo haré algunas observaciones, imperfectas, discontinuas, algunas de las cuales quizá
ayuden a orientar las discusiones, pero que, en mi mente, no son más que simples
sugerencias de itinerarios.

En primer lugar, situaremos frente a frente los dos sistemas de encuadramiento


que, por sus designios, son casi totalmente extraños entre sí: un modelo laico,
encargado, en esta sociedad ruralizada en la que cada célula tiene sus raíces en un
patrimonio territorial, de preservar, a lo largo de las generaciones, la permanencia de un
modo de producción; por otra parte, un modelo eclesiástico cuyo objetivo, intemporal,
consiste en refrenar los impulsos de la carne, es decir, expulsar el mal, encauzando
dentro de estrictos límites los excesos de la sexualidad.

Mantener de generación en generación el «estado» de una casa; este es el


imperativo que rige toda la estructura del primero de estos modelos. En proporción
variable según las regiones, las etnias, tradiciones romanas y tradiciones bárbaras se
combinan en los materiales de los que está construido; de todas maneras, se basa en la
noción de herencia. Su papel consiste en asegurar sin perjuicio la transmisión de un
capital de bienes, de gloria, de honor, y garantizar a la descendencia una condición, un
«rango» al menos igual al que disfrutaron los antepasados. Todos los responsables del
destino familiar, es decir, todos los varones que tienen algún derecho sobre el
patrimonio, ya su cabeza el anciano al que aconsejan y que habla en su nombre,
consideran su derecho y su deber primordial casar a los jóvenes y casarlos bien. Es
decir, por una parte ceder a las jóvenes, negociar lo mejor posible su poder de
procreación y las ventajas que se supone deben transmitir a su progenitura, y por otra
parte ayudar a los varones jóvenes a tomar mujer, a hacerlo en otra casa y a introducir a

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su esposa en la suya, en la que dejará de depender de su padre, de sus hermanos y de sus
tíos para someterse a su marido, a pesar de lo cual estará condenada a seguir siendo una
extraña, en cierta medida sospechosa de traición furtiva en esa cama en la que ha
entrado, en la que va a cumplir su principal función: dar hijos al grupo de hombres que
la acoge, que la domina y que la vigila. En la persona de esos hijos se une lo que ha
aportado y lo que tienen de su padre, la esperanza de dos sucesiones, la reverencia hacia
dos linajes de antepasados de donde se sacan, según unas reglas cuya reconstrucción nos
resulta muy dificil, los nombres que se dan a cada uno de ellos. La posición que
ocuparán en el mundo, las posibilidades que tengan de casarse bien dependerán de las
cláusulas de la alianza establecida con motivo del matrimonio de sus padres. Hablar de
la importancia de este acuerdo es comprender que éste sea el desenlace de largas y
sinuosas transacciones en las que están implicados los miembros de ambas familias. Se
trata de una estrategia a largo plazo, previsora, lo que explica que a menudo el acuerdo
entre las dos parentelas, las promesas intercambiadas, preceden en mucho tiempo a la
consumación del matrimonio. Es una estrategia que requiere la mayor circunspección,
ya que pretenden conjurar, mediante posteriores compensaciones, el riesgo de
empobrecimiento que, en una sociedad agraria, corren los linajes cuando se vuelven
prolíficos. Según parece, hay tres actitudes que orientan principalmente las
negociaciones que se desarrollan como preámbulo de cualquier matrimonio: una
propensión, consciente o no, a la endogamia, a encontrar esposas entre la parentela,
entre la descendencia de un mismo antepasado, entre los herederos de un mismo
patrimonio, cuya unión matrimonial tiende a unir los fragmentos dispersos más que a
disociarlos aún más; la prudencia, que induce a no multiplicar desmesuradamente los
vástagos, y por tanto a limitar el número de nuevas familias, a mantener célibe a una
parte importante de la progenie; finalmente, la desconfianza, la cautela ante los
subterfugios de las negociaciones, la precaución por obtener garantías, la preocupación
de ambas partes por equilibrar las concesiones y las ventajas esperadas. Como final de
esta palabrería, de los gestos y de las palabras públicas, se desarrolla un ceremonial
también de dos caras. En primer lugar los esponsales, es decir un ritual de la fe y de la
caución, de las promesas verbales, una mímica de la desnudez y de la toma de posesión,
de dar en prenda el anillo, las arras, monedas y, finalmente, el contrato, cuya redacción
--al menos en provincias, donde la práctica de escribir no se había perdido totalmente--
imponía la costumbre. Acto seguido la boda, es decir, un ritual de la instalación de la
pareja en su hogar: el pan y el vino compartido entre los esposos, y el abundante
banquete que rodea necesariamente la primera comida conyugal; el cortejo que lleva a
la recién casada hasta su nueva casa; allí, al llegar la noche, en la habitación oscura, en
la cama, se producirá la desfloración, y posteriormente, a la mañana siguiente, el regalo
mediante el cual se expresa la gratitud y la esperanza de aquel cuyo sueño es, habiendo
fecundado a su compañera esa misma noche, haber iniciado sus funciones de paternidad
legítima.

Evidentemente todos estos ritos están arropados por una ética, y me tienta poner
de relieve tres de sus aristas principales.

Esta sociedad no es estrictamente monógama. Indudablemente, sólo permite una


sola esposa a la vez; sin embargo, no niega al marido, o más bien a su grupo familiar, el
poder de romper la unión cuando quiera, de expulsar a la mujer para buscar a otra y de
reactivar con este fin la caza de los buenos partidos. Todos los compromisos del
matrimonio, el sponsalicium, el dotalicium, tienen, entre otras funciones, la de proteger
los intereses materiales de la esposa y de su linaje.

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El terreno de la sexualidad masculina -me refiero a la sexualidad lícita- no está,
en absoluto, encerrado en el marco conyugal. La moral recibida, aquella que cada uno
aparenta respetar, obliga al marido a atender a su esposa, pero no le obliga en absoluto a
no utilizar a otras mujeres antes de su matrimonio, durante lo que, en el siglo XII, se
llama la «juventud», ni tampoco posteriormente, durante su viudedad. Hay numerosos
indicios que atestiguan la frecuente y pública ostentación del concubinato, de los
amores domésticos y de la prostitución, así como la exaltación, en el sistema de valores,
de las hazañas de la virilidad.

Por el contrario, en la niña, lo que se exalta y lo que pretende garantizar


celosamente toda una trama de prohibiciones es la virginidad, y en el caso de la esposa,
la constancia, pues, si no se vigilase, el desenfreno natural de esos seres perversos que
son las mujeres amenazaría con introducir en el seno del parentesco, entre los herederos
de la fortuna ancestral, intrusos nacidos de otra sangre, engendrados clandestinamente,
esos mismos bastardos que los solteros del linaje diseminan con alegre generosidad
fuera de la casa o entre los sirvientes.

Esta moral que he esquematizado es doméstica: es privada. Las sanciones que la


hacen respetar también lo son: la venganza de un rapto corresponde a los parientes
masculinos de la joven, la venganza de un adulterio, al marido y a sus consanguíneos.
Sin embargo, como es lícito pedir ayuda a las asambleas de paz y al poder del príncipe,
en las legislaciones civiles se incluye, naturalmente, el rapto y el adulterio.

Estamos mucho mejor informados del modelo propuesto por la Iglesia gracias a
numerosos documentos y estudios. Bastará con destacar cinco de sus características.

La faceta ascética, monástica de la Iglesia cristiana, todo lo que la lleva a


despreciar, a rechazar el mundo, pero también todo lo que, en el bagaje cultural que
heredó de Roma, enlaza su pensamiento con los filósofos de la Antigüedad, le lleva a
condenar el matrimonio, cuyo error es ser al mismo tiempo mancha, confusión del alma
y obstáculo para la contemplación, en virtud de argumentos y de referencias a las
escrituras, la mayor parte de las cuales se encontraban ya reunidas en el Adversus
Jovinianum de San Jerónimo.

No obstante, dado que, desgraciadamente, los humanos no se reproducen como


las abejas, y que para ello deben copular, y dado que entre las trampas que tiende el
demonio la peor de todas es el uso desmedido de los órganos sexuales, la Iglesia admite
el matrimonio como un mal menor. La Iglesia lo adopta e instituye -y con mayor
facilidad por haber sido admitido, adoptado e instituido por Jesús-, a condición de que
sirva para disciplinar la sexualidad, para luchar eficazmente contra la fornicación.

Con este fin la Iglesia propone, en primer lugar, una moral de la buena
conyugalidad. Su proyecto consiste en intentar eliminar de la unión matrimonial dos
corrupciones mayores: la suciedad inherente al placer carnal y las demencias del alma
apasionada, de ese amor salvaje a lo Tristán que los Penitenciales pretenden sofocar
cuando persiguen los filtros y otras bebidas embaucadoras. Así, cuando se unan, los
cónyuges sólo tendrán en mente la idea de la procreación. Si se abandonasen esperando
algún placer de su unión, pasarían a estar «mancillados» inmediatamente, «transgreden,

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como dice Gregorio Magno, la ley del matrimonio».1 y aun cuando hayan permanecido
fríos como el mármol, deberán purificarse si quieren volver a aproximarse a los
sacramentos después de cada ocasión. Deberán abstenerse de cualquier comercio carnal
durante los periodos sagrados, y si no lo hacen Dios se vengará; Gregorio de Tours
ponía en guardia a sus oyentes: los monstruos, los tullidos, todos los niños enclenques
son, como es bien sabido, concebidos el domingo por la noche.2

En cuanto a la práctica social del matrimonio, la Iglesia se esfuerza por rectificar


las costumbres laicas en diversos aspectos. De este modo, cambia apreciablemente los
límites entre lo lícito y lo ilícito, aumentando la parcela de libertad por un lado y, por
otro, limitándola. Así, los eclesiásticos trabajan para moderar los procedimientos
conclusivos de la unión matrimonial cuando el horror hacia lo camal les incita a recalcar
el compromiso de las almas, el consensus, el intercambio espiritual en nombre del cual,
a partir de San Pablo, el matrimonio puede convertirse en la metáfora de la unión entre
Cristo y su Iglesia; en efecto, esto les lleva por un camino que conduce a la liberación
de la persona de las obligaciones familiares, a hacer de los esponsales una cuestión de
elección individual, y también, dado que se proclama que la condición de los individuos
no debe entorpecer en absoluto la unión de los corazones, a legitimar el matrimonio de
los no libres y a emanciparlo de cualquier control señorial. Por el contrario, la Iglesia
aumenta las trabas cuando, luchando por una concepción absoluta de la monogamia,
condena la repudiación, las segundas nupcias y exalta el ordo de las viudas; cuando se
esfuerza en hacer que se admita una noción desmesuradamente amplia del incesto,
cuando multiplica las prohibiciones por consanguinidad y cualquier forma de parentesco
artificial.

El último punto es que los curas se inmiscuyen poco a poco en el ceremonial del
matrimonio para sacralizar los ritos, y especialmente los de las nupcias, acumulando en
tomo al lecho nupcial las fórmulas y los gestos destinados a rechazar lo satánico ya
mantener a los cónyuges en la castidad.

En la larguísima historia de la progresiva e imperfecta inserción del modelo


eclesiástico en el modelo laico, el siglo IX es un momento decisivo. En primer lugar,
porque el renacimiento de la escritura elimina los velos que, anteriormente, ocultaban
casi por completo los hechos sociales a los ojos de los historiadores. y sobre todo
porque esta época, en la parte de Europa sometida a la dominación carolingia, conoce,
alrededor del rey sacro, una especie de cooperación entre el poder civil y el poder
religioso que durante un tiempo conjugan sus esfuerzos con el fin de crear, para que el
pueblo cristiano la utilice, una moral social menos alejada de las prescripciones de las
Escrituras. En primer lugar la obra es de reflexión sobre casos concretos, ejemplares,
relacionados con asuntos matrimoniales producidos entre la alta aristocracia del
Imperio, incluyendo lo que nosotros llamaríamos política. La tarea específica de los
oratores, es decir, de los obispos, aplicando a la elaboración del material patrístico la
sapientia de la que han sido impregnados, consiste en llevar a cabo, con el fin de guiar
mejor a sus fieles, el análisis del nuptiale mysterium, en crear una teoría del matrimonio
con fines eminentemente pastorales y prácticos. Paralelamente, se trata de una obra de
codificación sobre esa franja creciente en la que, bajo la mirada del soberano
1
Regula Pastoralis, III, 27. P. L. 77, 102.

2
Liber II de virtutibus sancti Martini, M. G. H., S. R. M., I, 617.

7
presidiendo las asambleas generales y los concilios, lo profano y lo sagrado, se imbrican
con mayor profundidad que nunca. Efectivamente, ¿acaso el matrimonio no es
concebido a partir de entonces como competencia conjunta de la auctoritas de los
prelados y de la potestas de los príncipes, y de un sistema de sanciones en el que los dos
poderes asociados -como dice expresamente Hinemar a propósito del rapto de Judith-
son, jerárquicamente, los ordenadores?.3

Así, de esta alianza procede, casi acabado, ese edificio normativo que, como ya
he dicho, no es el único que hay que considerar, pero que merece una gran atención
cuando surge bruscamente de la noche de las edades oscuras. Por una parte está
formado por preceptos, exhortaciones para actuar mejor, que proponen un modelo de
vida cristiana para uso de los conjugati, a los cuales la concepción de los ordines relega
al nivel más bajo de una jerarquía ternaria de perfecciones, que premia en primer lugar
la virginidad y después la continencia, pero a los cuales por lo menos se les promete la
salvación que se niega a todos los demás: a los fornicadores, expulsados, por su rechazo
de las disciplinas exclusivas de la sexualidad conyugal indisoluble y casta, a las
tinieblas exteriores. A estas amonestaciones se unen las reglas instituidas para mantener
el orden social, prevenir y apaciguar las discordias que la institución matrimonial puede
provocar. Es al rey a quien corresponde promulgar estas normas y hacerlas respetar, a
los principes cuya solicitud debe proteger especialmente a la viuda y al huérfano, las
dos víctimas de la ruptura accidental del marco conyugal. Señalemos que los capitulares
y los cánones legislan ante todo a propósito del rapto y, básicamente, se atienen a
aquello del matrimonio que participa en lo profano. Sin embargo, hay una excepción, el
incesto. Sólo en este punto, en el que el soberano «prohíbe diligentemente lo que
prohíbe la ley del Señor»,4 el modelo eclesiástico consigue ocupar un lugar en el sistema
de prohibiciones y de sanciones públicas. Sin embargo, es un punto fundamental, pues
vigilar para que ninguno «osara deshonrarse ni deshonrar a los demás mediante nupcias
incestuosas»5 implicaba que todas las nuptiae, «tanto las de los no nobles como las de
los nobles»6 fuesen públicas; que no fuesen ni inexordinatae ni inexaminatae, y, en
consecuencia, que fuesen precedidas por una investigación sobre el grado de parentesco
de los esposos7. Hay publicidad y una investigación en la que se pregunta a los
«parientes», a los «vecinos», a los veteres populi, pero, ante todo, al cura, al obispo, que
de este modo son llamados, legalmente, a participar en las ceremonias nupciales; no
sólo para bendecir, para exorcizar, para moralizar, sino también para controlar y para
autorizar, para juzgar y, por tanto, para dirigir.

¿Se me permite hacer hincapié sobre el siguiente periodo, sobre los siglos X, XI
y XII? Espero que así sea, y no sólo porque en él me siento más a gusto, sino, por una
parte, porque creo que la principal inflexión en la historia social del matrimonio europeo
se produce en aquel momento, y por otra, porque hay una documentación más o menos
uniforme que permite a partir de entonces recorrer este campo en casi toda su extensión

3
«Prius Ecclesiae quam laeserent satisfacerent, sic demum quod praecipiant jura legum mundialium
exsequi procurarent», P. L., 126, 26.

4
Admonitio generalis, 789, cap. 68, M. G. H., Cap. I, 59.

5
Cap. missorum, 802, cap. 35, M. G. H., Cap. 1,98.
6
Sínodo de Vrneuil, M. G. H., Cap. 1, 36.
7
Sínodo bávaro, 743. M. G. H., Conc. II, 53.

8
y, por tanto, plantear los problemas con mayor rigor. A continuación expondré estas
reflexiones, que también son demasiado precipitadas, demasiado subjetivas y que
clasificaré en tres categorías.

Ante todo debo insistir en el interés de tener en cuenta las modificaciones que,
en la sociedad aristocrática, afectan imperceptiblemente durante este período a la
estrategia matrimonial: las estructuras de parentesco. Efectivamente, las estructuras de
parentesco parecen transformarse por aquel entonces y en este entorno, debido a la lenta
vulgarización de un modelo regio, es decir de linaje, que antepone en la sucesión la
masculinidad y la primogenitura. Este movimiento, que no es más que un aspecto de ese
deslizamiento general mediante el cual se disocia, y poco a poco se pulveriza, el poder
real de mandar, mediante el cual se distribuyen, se diseminan en innumerables manos,
hasta el último grado de nobleza, las virtudes, los deberes y los atributos reales,
determina respecto al matrimonio, dentro de las células familiares, varios cambios de
actitud que no carecen de consecuencias. Dado que el patrimonio se parece cada vez
más claramente a un señorío, y dado que, a semejanza de los viejos honores o de los
feudos, cada vez soporta peor ser dividido o caer en manos de mujeres, la tendencia es a
excluir a las hijas casadas del reparto sucesorio, dotándolas. Esto lleva al linaje a casar a
todas sus hijas siempre que pueda, lo cual, además, aumenta la importancia de la dote,
formada preferentemente por bienes muebles, y si es posible por dinero, respecto a lo
que ofrece el marido y que impulsa al sponsalicium, al antefactum y al morgengabe a
dejar su puesto a la viudedad. Esta evolución es general. En particular podemos
observarla claramente en la aristocracia genovesa del siglo XII, gracias a uno de los
mejores estudios consagrados a las prácticas matrimoniales. 8 El temor a dividir la
herencia y una reticencia prolongada respecto a la afirmación del derecho de
primogenitura refuerzan los obstáculos al matrimonio de los hijos y convierten al siglo
XII, en el norte de Francia, en la época de los «jóvenes», de los caballeros solteros,
expulsados de la casa paterna, que frecuentan a los ribaldos, soñando durante las etapas
de su aventura errante con encontrar una virgen que, como suelen decir, les «tastonen»; 9
pero ante todo, en busca, ansiosamente y casi siempre en vano, de un establecimiento
que los transforme, finalmente, en seniores, en busca de una buena heredera, de una
casa que les acoja y donde, como se sigue diciendo en algunas regiones rurales
francesas, puedan «convertirse en yerno». Al casar a todas las hijas y al mantener
solteros a todos los hijos excepto al primogénito, la oferta de mujeres tiende a superar
abundantemente la demanda en lo que nos sentimos tentados a llamar el mercado
matrimonial y, en consecuencia, aumentan las posibilidades de los linajes de encontrar
un mejor partido para aquel de los hijos que casen. De este modo se refuerza aún más
esta estructura de las sociedades nobles en la que generalmente la esposa procede de una
parentela más rica y gloriosa que la del marido -lo cual no deja de repercutir en los
comportamientos y las mentalidades, de consolidar, por ejemplo, esa soberbia,
testimoniada por numerosos escritos genealógicos, respecto a la peculiar «nobleza» de
la ascendencia materna-.10 Estas circunstancias explican que durante el siglo XII veamos
al señor intervenir con creciente frecuencia en las transacciones matrimoniales ante los
padres, y que en ocasiones su decisión predomine sobre la de ellos; que se sienta

8
D. Owen Hughes, «Urban growth and family structure in medieval Genoa», Past and Present, 1975.
9
H. Oschinsky, Der Ritter unterwegs und die Pflege der Gastfreundschaft in alten Frankreich, en disert.,
Halle, 1900.
10
El caso de Lambert de Wattreloos, G. Duby, «Structures de parenté et noblesse dans la France du Nord,
XI-XII siècle», Mélanges J. F. Niermeyer, Groninguen, 1967.

9
obligado a proporcionar esposas a los caballeros, los hijos de sus «amigos», a los que ha
alimentado en su casa, tumultuoso grupo que acompaña a su primogénito en los torneos
de su vagabundeo; que se sienta obligado -y con derecho, ya que su propio interés está
en juego- a dotar a las hijas de sus vasallos difuntos, o con derecho a casarse a su antojo,
con el fin de que el feudo esté bien atendido, con las viudas y huérfanos de sus
feudatarios. En cuanto a la práctica matrimonial, en esta época los cambios sólo son
perceptibles en el nivel superior de la sociedad. Sin embargo, es probable -y tendríamos
que esperar a que se desarrollaran una serie de investigaciones llevadas a cabo a partir
de costumbres señoriales sobre el estatus de la tenencia y sobre el derecho de
matrimonio de un siervo fuera de la jurisdicción de su señor- que movimientos
parecidos o distintos les hayan acompañado en la franja baja del pueblo. En todo caso, y
si se quiere comprender y situar en su justa perspectiva las modificaciones, mucho más
claramente visibles, que durante los siglos XI y XII afectan al arsenal de reglamentos y
de proclamas ideológicas, no es posible desinteresarse de estas inflexiones determinadas
por lo que se transforma en el terreno de las estructuras materiales, de la posesión de
bienes raíces, del poder de mandar, de la circulación monetaria, en una palabra, de las
relaciones de producción.

Si en la tensión que la lleva a reformarse, a romper algunas de sus conclusiones


con el poder laico, a erigirse en magistratura dominante, la Iglesia intensifica a partir del
año mil su esfuerzo de reflexión y de reglamentación a propósito de la institución
matrimonial, es porque esta acción enlaza directamente con el combate en el cual, por
aquel entonces, participaba en dos frentes: contra el nicolaísmo, la reticencia de los
clérigos a desprenderse de sus vínculos conyugales, su reivindicación de utilizar el
matrimonio como un recurso, como un remedio para la fornicación --y en esta lucha la
autoridad eclesiástica encontraba un apoyo en una importante corriente de exigencias
laicas que no admitía que el sacerdote, el que consagra la hostia, estuviese en posesión
de una mujer, que sus manos, sus manos sacrificadoras, estuviesen manchadas por lo
que era considerado, y no sólo por los teóricos de la Iglesia, como la mayor profanación,
lo más claramente alejado de lo sagrado--, y contra el hiperascetismo, la convicción de
que todo trato carnal es fornicación y que lleva a rechazar radicalmente el matrimonio.
Este peligro también está presente dentro de la misma institución monástica, pero el
lento retroceso del monaquismo durante el siglo XII tiende a reducirlo. En cambio, se
desarrolla ampliamente en los sectores avanzados de los movimientos de purificación,
muchos de los cuales se rebelan contra la Iglesia en el hormigueo de sectas para las
cuales la procreación es el mal. La primera oleada se produce durante el segundo cuarto
del siglo XI, desde Orléans y Arras hasta Monteforte; la segunda, que se deja sentir
después de 1130, más virulenta y que no cederá, multiplica el número de los que
piensan, si hemos de creer a Raoul Ardent, «que es igual de criminal poseer a su mujer
que a su madre o a su hija», 11 de aquellos que ingresan en todas esas comunidades
mixtas de abstinencia que los chismosos complacientemente repartidos entre los
ortodoxos han designado como guarida de todas las bajezas.

Frente a estas desviaciones, y a través del camino recto de los intentos


moralizadores de los obispos carolingios, la Iglesia, durante los últimos años del siglo
XI y durante todo el siglo XII, trata de perfeccionar la inserción del matrimonio
cristiano en las ordenanzas globales de la ciudad terrenal, al afinar la teoría de los
ordines, al esforzarse en ponerla en práctica -respecto a este punto concreto me bastará
11
P.L.,155, 2011.

10
con remitir a las admirables páginas que los documentos del Lacio inspiraron a Pierre
Toubet-, al proponer la célula conyugal como el marco normal de toda la vida laica; al
completar, subsiguientemente, el círculo de normas y ritos, al acabar haciendo del
matrimonio una institución religiosa. El lugar que se le reserva se amplía sin cesar en las
recopilaciones canónicas y en los estatutos sinodales, mientras que, desde finales del
siglo XI se va discerniendo la progresiva creación, tanto en el norte como en el centro,
de una liturgia matrimonial mediante la cual lo esencial del ritual, que hasta entonces
era doméstico y profano, es llamado a transferirse a la puerta de la iglesia ya su interior.
Al llevar a cabo, en fin, la creación de una ideología del matrimonio cristiano. En parte
ésta se basa, frente al catarismo, en la justificación, la desculpabilización de la obra de
la carne. Es conveniente no perder de vista esta corriente de pensamiento, en parte
clandestina y en parte condenada, que nace de Abelardo y de Bernardo Silvestre, aunque
básicamente constituya un notable intento de espiritualización de la unión conyugal. Sus
múltiples aspectos son muy conocidos, desde el desarrollo del culto mariano que lleva a
convertir a la Virgen María en símbolo de la Iglesia, es decir la Esposa, pasando por el
desarrollo de la literatura mística del tema nupcial, hasta esa búsqueda obstinada, a
través de los textos y de sus glosas, que desemboca en el establecimiento del
matrimonio como uno de los siete sacramentos. En el camino, el esfuerzo conjunto de
los canonistas y de los comentaristas de la divina página situó en el centro de la
operación matrimonial el consentimiento mutuo, o más bien los dos compromisos
sucesivos entre los cuales, el primero, Anselmo de Laon establece la distinción:
consensus de futuro, consensus de presenti:12 para Hugo de San Víctor, que sigue a
Pierre Lombard, es la obligatio verborum la que fundamenta la conyugalidad. Lo cual,
evidentemente, es un medio de disociar mejor el amor espiritual y la sexualidad, e
incluso de acercarse, como hace Graciano, a los rigores de San Jerónimo, pero también
permite a Hugo de San Víctor hablar del amor como del sacramentum del matrimonio y
afirmar abiertamente en su Carta sobre la virginidad de María, y en esta ocasión
adhiriéndose plenamente al impulso del siglo XII y lo que exalta de responsabilidad
personal, que el hombre toma una mujer «para estar unido a ella de manera única y
singular en el amor compartido».13

Finalmente, toda esta evolución, la mejor conocida, promovida por los dirigentes
de la Iglesia, debe relacionarse con lo que podemos descubrir acerca del pensamiento de
los laicos en aquel entonces. Es preciso reconocer que se descubre muy poco, y eso
gracias a fragmentos dispersos, que llegan tarde y que no iluminan más que el siglo XII
y las actitudes de los grupos dominantes. A pesar de ello no hay que desdeñar estos
escasos testimonios. ¿Qué es lo que nos muestran? Básicamente cuatro rasgos.

Se mantiene una distancia, limitada pero apreciable, entre el modelo prescrito


por la Iglesia y la práctica. Tomemos como ejemplo el caso de los ritos. En la Historia
comitum Ghisnensium, escrita durante los primeros años del siglo XIII por el padre
Lamberto de Ardres, podemos leer una de las muy escasas descripciones precisas de un
matrimonio, el de Arnoud, primogénito del conde de Guines, que tuvo lugar en 1194. 14
La conformidad entre el esquema de conjunto mostrado por las fuentes normativas y el
12
J.-B. Molin y P. Mutembe, Le Rituel de mariage en France du XII au XVI siècle, París, 1974, p. 50.

13
P. L. 176, 184.

14
Cap. 149, M. G. H., S.S., XXIV, 637, 8.

11
desarrollo de esta ceremonia, escindida en dos etapas diferentes, la desponsatio y las
nuptiae, resultó perfecta. Finalmente, después de muchos años de «juventud», de
búsqueda infructuosa y de desengaños, Arnoud descubre a la heredera, unicam et
justissimam heredem de una castellanía colindante con el pequeño principado del que es
heredero: ésta es la cualidad más evidente de la joven. [El padre de Arnoud, el conde, ha
llevado a cabo las negociaciones] con los cuatro hermanos que dominan en indiviso el
linaje de ésta, ha roto los esponsales que representaban para su hijo una alianza menos
fructífera, ha conseguido el asentimiento de los prelados, del obispo de Thérouanne, del
arzobispo de Reims, el levantamiento por parte del oficial de la excomunión que
afectaba a su hijo debida a un asunto de una viuda expoliada, y, finalmente, ha fijado la
dos, es decir el monto de la viudedad. Esta es la primera fase, decisiva y suficiente para
concluir el legitimun matrimonium. Después quedan las nupcias, que tienen lugar en
Ardres, en casa de la nueva pareja. «Al principio de la noche, cuando el esposo y la
esposa fueron reunidos en la misma cama, el conde», continúa Lambert, «nos llamó, a
otro sacerdote, a mis dos hijos ya mí» (en 1194 Lambert está casado, y dos de sus hijos
son sacerdotes, lo que refleja, también en este punto, la distancia entre las normas y su
aplicación); ordenó que los recién casados fuesen convenientemente rociados de agua
bendita, la cama incensada y la pareja bendecida y confiada a Dios -todo esto en la más
estricta observancia de las consignas eclesiásticas-. No obstante, el conde toma la
palabra en último lugar, invoca al Dios que bendice Abraham y su simiente, pide su
bendición para los cónguyes «para que éstos vivan en su amor divino, perseveren en la
concordia y que su simiente se multiplique a lo largo de los días y por los siglos de los
siglos». Esta fórmula es la que proponen los rituales del siglo XII en esta región de la
cristiandad. Lo importante es que sea el padre quien la pronuncie, que sea él, y no el
sacerdote, el principal oficiante de esta ceremonia.

Considero como un segundo rasgo principal la repercusión en la literatura de


entretenimiento de un tono antimatrimonial que se expresa en este momento en
determinados escritos de los clerigos; tal es el caso del Policraticus, donde vemos
claramente que el matrimonio con la más casta de las esposas no puede ser, para Juan de
Salisbury, más que un remedio para salir del paso que apenas merece indulgencia. Sin
duda hay que considerar que los poemas, las canciones, los romances escritos en la
lengua de las reuniones cortesanas, no han hecho más que crear un decorado gratuito
para un juego mundano cuyas normas se estaban estableciendo por entonces y que
servía de compensación insignificante para las frustraciones de los caballeros obligados
a permanecer solteros debido a la disciplina del linaje. Este juego gira en torno a la más
arriesgada de las aventuras, que consiste en conquistar a la mujer del señor, la dama, a
pesar de los envidiosos, transgrediendo las prohibiciones y afrontando las venganzas
más crueles. Evidentemente aquí se encuentra proclamada, al igual que en la Eloísa de
la Historia calamitatum, la superioridad del amor libre, en definitiva menos
continuamente lujurioso, menos «adúltero» que el ardor de los maridos demasiado
enamorados de sus mujeres. Sin embargo, a través de este rodeo cuyos caminos abre
esta literatura, se trata, en un plano y con un propósito totalmente distinto, de la misma
espiritualización la misma liberación del matrimonio por cuyo advenimiento se afanan
los doctores de la Iglesia en ese mismo momento. Exaltar un amor más independiente
de las contingencias materiales -una unión similar a su símbolo, un anillo, pero llevado,
según dice André le Chapelain, en el dedo meñique de la mano izquierda, el que mejor
escapa de todos a las deshonras-, reclamar en contra de todas las presiones sociales el
derecho a elegir, ¿no supone acercarse a la reivindicación de las autoridades
eclesiásticas de una superioridad del consensus sobre todos los manejos y marrullerias

12
de las estrategias familiares? El amor de elección de la lírica cortesana también pretende
unir ante todo a dos seres y no a dos parentescos, dos herencias o dos redes de intereses.
¿Acaso predicaba otra cosa en Mans en 1116 el monje Henri de Lausanne -perseguido
por herético debido a que también pretendía liberar a la institución matrimonial de todos
los impedimentos impuestos por los decretos conciliares- cuando exigía que a partir de
entonces el matrimonio estuviera separado de cualquier cuestión de dinero y que
solamente estuviese basado en el consentimiento mutuo?

De hecho, y esta es otra característica, lo que prevalece después de 1160 en la


ideología profana, tal y como la expresa la literatura cortesana, es el valor asentado del
amor conyugal. Es el tema central de Erec y Enide, pero también se encuentra en todas
las novelas de Chrétien de Troyes que se han conservado, es decir, en las que agradaron.
Persiste -y en este punto todavía confluyen el pensamiento laico y el de los clérigos- la
vena antifeminista, pero ahora transferida al interior de la pareja, encarnada en el miedo
a la esposa, a la triple inseguridad (inconstancia, lujuria y brujería) de la que se intuye,
se sabe que es portadora. Pero tampoco deja de verse el respeto de la unión matrimonial
y las riquezas efectivas que sustenta. Así, en la literatura panegírica, si bien se confiesa
sin problemas la desvergüenza de los héroes siempre y cuando estén privados de esposa,
desde el momento en que se casan, y siempre que la mujer viva con ellos, sólo se trata
del amor que le profesan, de ese afecto que hace que el conde Balduino de Guines se
venga abajo cuando muere su compañera después de quince años de matrimonio y de, al
menos, diez partos. Este hombre duro y sanguíneo que sólo vive a caballo guarda cama
durante días y días, no reconoce a nadie, sus médicos desesperan de conseguir
salvarle;15 cae en la misma locura que afectó a Yvain cuando su mujer le rechazó,
languidece durante meses antes de partir, restablecido, viudo y de nuevo fogoso, en
busca de jóvenes sirvientes.

Hay un último aspecto que a mi juicio es fundamental: parece que en este mismo
momento, es decir, en el último tercio del siglo XII, algunos signos manifiestan que las
restricciones en el matrimonio de las hijas comienzan a disminuir en las familias
aristocráticas. Se autoriza a casarse a otros hijos aparte del primogénito; se les establece,
se preparan para ellos moradas donde irán a enraizarse las ramas separadas del viejo
tronco que la prudencia del linaje había mantenido derecho durante al-menos dos siglos,
plantado en solitario en medio del patrimonio. Para confirmar esta impresión sería
importante ir más allá de la investigación, establecer genealogías precisas, solicitar la
opinión de los arqueólogos, quienes a partir de esta fecha también ven multiplicarse en
las inmediaciones de los antiguos castillos casas fortificadas. También habría que
preguntarse por las razones de esta relajación, buscarlas en parte en el crecimiento
económico, en el desarrollo de una prosperidad que se expande desde los principados
--cuyo perfeccionamiento de la fiscalidad aumenta los recursos-- a toda la nobleza;
buscarlas también entre todas las suaves inflexiones que modificarán insensiblemente
las actitudes mentales. Los caminos de la exploración sobre este campo de una
sociología del matrimonio medieval que todavía sigue cubierto por espesas brumas,
están abiertos de par en par. Sin embargo, a medida que se vaya disipando esa
penumbra, se aclarará a su vez lo que conocemos mejor, y por lo tanto, de manera
imperfecta, ese derecho, esa moral, todo el espesor de esa envoltura normativa.

15
Historia comitum Ghisnensim, cap. 86, M. G. H., S. S., XXIV, 601.

13

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