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TEXTO SIN EDITAR NI CORREGIR. ESTÁ PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN Y DIVULGACIÓN NI TOTAL NI PARCIALMENTE DE ESTA OBRA
–Sí, sí, no me mires con esa cara, Cesáreo. No has sido tú el único que
ha tenido hijos –dijo el militar sin dejarlo replicar sobre su invitación
a la fiesta–. Lucía es mi mayor tesoro, querido amigo. Tiene veintiún
años, y le hemos conseguido un marido con mucho futuro en el esca-
lafón militar. Estoy seguro de que llegará a general –añadió con orgu-
llo–. Luego está Cancio, mi hijo menor –agregó con un tono de re-
signación–. He intentado hacer carrera de él, pero me ha salido un
crápula. A sus diecinueve años, aún no tiene claro a qué se quiere
dedicar –dijo con pesadumbre–. Después de la boda de su hermana
lo voy a meter en el ejército. ¡Qué suerte has tenido tú, Cesáreo! –dijo
señalando a Mario.
–¿Eh? –exclamó Cesáreo aún pensando en cómo rechazar la oferta
de su amigo respecto a la fiesta sin parecer desconsiderado.
–¡Con tu hijo! –exclamó el militar–. Se nota a la legua que es un
hombre hecho y derecho. Simplemente dándole la mano ya se nota
que es echado para adelante –agregó.
–Sí, sí, por supuesto. Es muy buen muchacho, y me ayuda mucho
en los negocios –aseguró Cesáreo mirando a Mario con orgullo de
padre, aunque la sonrisa que le devolvió la cara del joven no mostraba
mucha alegría.
Sin embargo, el coronel parecía observar a padre e hijo casi con
envidia.
–Lo dicho entonces. Os espero en mi casa a las ocho –dijo de pron-
to, casi ordenándolo–. Calle de la Cruz, la casona que hay al lado del
puesto de prensa –informó–. Yo lamentablemente me tengo que ir ya.
El general Martínez Campos me está esperando. ¡Qué alegría haberte
encontrado, Cesáreo! –exclamó el coronel.
–Indalecio, yo te agradezco muchísimo la invitación –se atrevió
a decir el murciano–, y te felicito de corazón por el enlace de tu hija,
pero… no hemos viajado preparados para una fiesta de etiqueta –dijo
con cierto pesar el fabricante de especias.
El coronel se quedó pensando un momento.
–No había pensado en eso… a ver… ¡Arturo! –exclamó con tono
marcial–. ¿Tú no tienes un amigo sastre que alquila fracs?
–Sí, así es –aseguró Buendía con desgana, pues se encontraba como
ausente hacía rato–. Severino Serna. Está aquí cerca. Puedo mandar a
Mínguez para que los acompañe.
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–Sí, este frac será de su talla –aseguró don Severino, el sastre de con-
fianza de Buendía–. Vaya usted probándoselo, caballero –añadió
con sus formas afeminadas, dirigiéndose a Mario–. Sin embargo, para
usted –dijo mirando a Cesáreo de arriba abajo sin mucha fe–, me temo
que tendremos que hacer algún apaño. Déjeme mirar en el almacén
–agregó antes de desaparecer tras la cortina que hacía de puerta al am-
plio probador.
–No me gustan este tipo de tratos –soltó Mario a bote pronto, ya
que había estado esperando la oportunidad de hablar a solas con su
padre desde el mismo momento en el que el coronel abandonó el des-
pacho de Buendía, algo que no había podido hacer a causa de la pre-
sencia de Mínguez, que los había conducido hasta la sastrería–. Estos
militares, siempre aprovechándose de su condición –se quejó.
–No seas ingenuo, hijo. Los ricos no lo son por casualidad –ase-
guró convencido de lo que decía–. Hay que saber jugar las buenas ma-
nos que el destino, de vez en cuando, pone a nuestra disposición. ¡Por
fin empiezan a salir las cosas bien! –exclamó.
–Padre, si la buena gente no hacemos nada para mejorar las cosas,
solo podemos esperar que este país no cambie nunca –dijo Mario, que
estaba empezando a elevar un poco el tono de voz.
–¿La buena gente? –preguntó–. ¿Quién te has creído tú para arro-
garte tal título? ¿Es que acaso es mala gente el coronel, solo porque
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2. PREPARATIVOS DE BODA
Menos mal que, aunque escasas, no eran las únicas mujeres allí
presentes, y tampoco permanecían allí el tiempo suficiente para llamar
demasiado la atención, puesto que a Lucía tampoco le interesaba que
alguna conocida fuera con el cuento a su madre.
Lucía y ella habían sido amigas durante años, y a la hija del militar
siempre le había gustado descubrir sitios nuevos en sus paseos de tarde.
Era como un juego secreto casi infantil, y a Amalia siempre le había
divertido la emoción con la que Lucía recorría alguna callejuela en
la que descubrir la entrada trasera de alguna tienda de ultramarinos,
por la que se podían oír las discusiones de los comerciantes, o en esas
mismas calles, pillar in fraganti a alguna pareja indiscreta besándose a
escondidas.
Amalia había sido su fiel compañera en esas inocentes aventuras
vespertinas por Madrid, explorando en cada ocasión un poco más allá
de las calles que consideraban su mundo, adentrándose en el Madrid
más popular.
Lo cierto era que, desde que Lucía tenía novio formal, las visitas y
paseos vespertinos habían menguado bastante, dado que Leandro la
visitaba dos o tres tardes por semana.
Sin embargo, las ansias por descubrir cosas nuevas por parte de
Lucía aumentaban al mismo ritmo que avanzaba su compromiso ma-
trimonial. Notaba que, para su amiga, aquellas salidas con ella eran
como un soplo de aire fresco.
Pero lo del café Levante estaba siendo demasiado para su gusto.
Las modernas cafeterías no eran lugar para dos mujeres sin acompa-
ñamiento, pensaba, por más que últimamente se hubieran puesto de
moda entre las solteras de su edad.
Lucía también la había arrastrado en alguna ocasión hasta la li-
brería Internacional, otro nido de gente extraña, según la opinión de
Amalia, en el que su amiga había conseguido aquel libro que le había
impresionado tanto, El manifiesto comunista, que guardaba en el ma-
yor de los secretos.
El texto era viejo, pero la traducción al castellano había salido
apenas el año anterior. Además, su lectura les había sido recomen-
dada por el conocido periodista y autor de La fontana de oro, don
Benito Pérez Galdós, que había conversado con ellas una tarde en el
café Levante, tras escuchar juntos un debate ajeno, por lo que a raíz
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hizo volver de golpe al mundo real, en el que ella vivía cada día, dejan-
do en el rincón de las fantasías lo leído en aquel libro revolucionario.
–No lo dices muy convencida. ¿Es que no amas a Leandro? –se
atrevió a preguntar Amalia, que verbalizó así las dudas que veía refle-
jadas cada día con más claridad en su amiga.
Lucía se quedó pensando unos momentos.
–Claro que sí… –titubeó indecisa–. Por supuesto que le tengo ca-
riño –añadió con más firmeza.
–Eso no es amar –sentenció Amalia.
–La verdad es que no sé si alguna vez podré amarlo –reconoció
Lucía–. Leandro es guapo, amable, apuesto…, me trata muy bien.
Además, mi padre está entusiasmadísimo con él. ¡Cree que va para
general! Si lo pienso, creo que fue él, más que yo, el que le dijo que sí al
matrimonio –se sinceró–. Pero era lo que debía hacer, ¿no? –preguntó
con fatalismo–. Ya tengo una edad… y yo había dejado que me visita-
ra, le había dado esperanzas, era mi mejor pretendiente… y tampoco
es que ninguno de los anteriores me hubiera gustado, así que le dije
que sí. Quizá me precipité –confesó agobiada.
–¿Por qué no me has comentado antes esto? –preguntó Amalia
molesta porque su amiga no hubiera sido del todo sincera con ella–.
Siempre me había parecido que estabas ilusionada con Leandro. Si no
estabas segura deberías haberlo dicho –añadió Amalia enfadada ante la
actitud de su amiga por los remilgos hacia su novio, que ya lo hubiera
querido ella para sí.
–No lo sé, Amalia –respondió Lucía–. Quizá había aceptado que
las cosas son así, y llevaba la situación como se suponía que debía ha-
cerlo –añadió–. Las mujeres tenemos que casarnos mientras aún ten-
gamos juventud y haya alguien que nos quiera. Debía estar contenta
porque Leandro se hubiera fijado en mí. Eso decía mi madre.
–Es tu vida, no la de tu madre –dijo Amalia con dureza–. Te creía
más valiente –reprochó a su amiga.
El dardo que Amalia le acababa de lanzar la hirió más de lo que le
hubiera gustado reconocer. La joven se quedó mirando a su amiga con
una sombra de enfado en su rostro.
–Siento mucho haberte decepcionado –contestó con frialdad.
–Perdona –respondió Amalia arrepentida inmediatamente por su
actitud–. No quería decir eso.
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–Mamá, puedes tomar una de esas galeras para volver a casa –propuso
Lucía señalando los dos sencillos coches de caballos que había a unas
decenas de metros, una vez se encontraron a pie de calle, tras haberse
salido con la suya en el asunto de los bordados florales en casa de la
señora Forcadell–. Amalia me ha invitado a comer. Pasaremos la tarde
juntas, leyendo una nueva novela –informó a doña Carmen.
–No me gustan esos folletines románticos que solo hacen meter
ideas falsas del amor en mentes insensatas –dijo doña Carmen sin
cambiar el rictus–. ¿No saldréis a pasear esta tarde, verdad? –preguntó
la madre de Lucía con suspicacia.
–Ya somos mayorcitas, madre, no es necesario que te preocupes
tanto por nosotras –contestó la joven eludiendo la esperada respuesta.
–Hija, tal y como están las cosas, con el Gobierno en precario…
y los militares alborotados… no me fio de que vayáis solas –dijo ba-
jando el tono–. Me ha dicho tu padre que el presidente Figueras está
pensando en dimitir, y que la cosa está muy revuelta –añadió con el
objetivo real de evitar los paseos vespertinos de su hija con Amalia.
–¿Cómo va a dimitir Figueras? –preguntó sorprendida Lucía–. ¡Si
apenas lleva dos meses de presidente de la República! –exclamó.
–Parece ser que tiene mucho miedo a que un golpe de Estado se
lo lleve por delante… y no anda muy desencaminado… puede haber
follón –añadió en voz todavía más baja, como reconviniendo a su hija
para que bajase ella misma el tono de la conversación.
–Pero ¿tú sabes seguro si eso es cierto? ¿Te lo ha dicho papá? –pre-
guntó preocupada.
–Son solo rumores hija… –contestó quitándole importancia–,
pero me preocupa que andéis solas por las calles. En menos que canta
un gallo se puede formar un alboroto, y ya sabes cómo se las gastan
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gente!? –dijo sin tener en cuenta que algunas de las hijas casaderas de
sus amigas también frecuentaban el local, y ella nunca había puesto
pegas a eso.
–¡Te repito que pueden pensar lo que quieran! –replicó Lucía con
dureza–. ¡Yo no tengo nada que ocultar! ¡A ver si no nos vamos a poder
tomar un café! ¡Que la vida ha cambiado, madre, ya no estamos en tu
época! –recriminó Lucía sin amilanarse.
Doña Carmen miró a su hija con gesto hosco, aprovechando la
pausa para intentar tranquilizarse y pensar argumentos que frenaran
las salidas de su hija con Amalia.
–Deberías estar repasando los trabajos de bordado del ajuar en vez
de estar de jueguecitos con tu amiga –se quejó intentando mostrarse
más calmada–. ¡Que te casas en junio! Va a llegar el día de la boda y no
van a estar terminados –exclamó la mujer haciendo un esfuerzo por no
volver a alterarse.
–¡Mamá! –replicó Lucía con decisión–. Tengo todos los trabajos
muy avanzados, y tiempo de sobra hasta la boda. ¡Déjame disfrutar de
mi soltería lo poco que me queda!
–¿¡Disfrutar tu soltería!? –preguntó alterada –¡Deberías estar de-
seando que llegara la boda! –exclamó de nuevo, casi fuera de sí, pero
intentando controlarse para no llamar la atención de los viandantes–.
¿¡Qué forma de hablar es esa para una señorita!? ¿¡Eso es lo que te he
enseñado yo en todos estos años!? –preguntó cambiando el tono de
pronto a un falso desconsuelo, mientras intentaba forzar una lágrima.
–Mamá –dijo Lucía mirando con dureza a su madre, sin que le
afectara la tristeza impostada que solía usar cada vez más a menudo–,
no armes el espectáculo en plena calle –amenazó con seriedad–. Me
voy con Amalia, luego hablamos –zanjó, sin dar opción a réplica a su
madre.
–Está bien, está bien –contestó doña Carmen meneando la cabeza de
arriba abajo. La amenaza de formar un escándalo público por parte
de su hija siempre la calmaba, pues sabía que era muy capaz de ello–. Haz
lo que quieras, tú sabrás. ¡Pero vuelve a casa antes de las siete! –advirtió–.
¡Y en galera, directamente desde casa de los Buendía! ¡Nada de ir sola por
la calle a esas horas! –ordenó ante el frío asentimiento de su hija.
Doña Carmen, roja por la negativa de su hija a entrar en razón,
nunca olvidaba atender a los protocolos sociales, fueran cuales fueran
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–¡No soporto más a mi madre! –se quejó Lucía–. ¡No sé cómo pode-
mos ser tan distintas! –exclamó sin poder evitarlo, en cuanto vio que el
coche de caballos que había tomado doña Carmen giraba en la esqui-
na, en dirección a su casa.
–Yo también me lo he preguntado a menudo, lo reconozco –confe-
só Amalia–. Menos mal que te quedan pocos meses para dejar de estar
bajo su control –añadió.
–Sí, bueno… –contestó Lucía, que no veía el matrimonio co-
mo una forma de liberarse en ningún aspecto–. Vamos a tu casa…
solo me apetece olvidar un rato a mi madre –dijo con cierto tono de
hastío.
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3. LA FIESTA
Las carrozas y coches de caballos iban llegando una a una hasta la casa
de los García-Valls, dando a ratos cierto aspecto aristocrático a la calle,
y causando la general curiosidad de los viandantes.
Doña Carmen, ya de por sí nerviosa y perfeccionista, estaba real-
mente alterada, aunque intentase mostrarse afable y cordial con todos
los invitados que iban llegando a la fiesta.
Realmente, y a pesar de las ínfulas de grandeza que destacaban en
su personalidad, ni doña Carmen ni el coronel provenían de familias
realmente adineradas, y organizar fiestas de alto copete era algo relati-
vamente nuevo para ella.
El rápido ascenso social que habían tenido en los últimos años no
era obstáculo para que confirmara lo que había sabido desde niña: su
sitio natural estaba entre la alta sociedad. El hecho de que no hubiera
nacido en el seno de esta era un mero accidente de la naturaleza.
Cuando se casó con Indalecio, doña Carmen vio en él el último
tren hacia el matrimonio, pues ya había cumplido los veintisiete; no
era bella, y su padre no era más que un funcionario real, con más cargo
que sueldo, y cierta propensión excesiva al vino.
Indalecio era un simple teniente treintañero sin mucho más reco-
rrido, ya casi un solterón, como ella. Pero era lo mejor que le había
puesto la vida a su disposición hasta el momento, así que no se lo
pensó demasiado a la hora de aceptar su proposición de matrimonio,
convenciéndose de que ella sabría sacar partido de él.
Doña Carmen nunca cesó en su empeño de que su marido subiera
en el escalafón militar y social, y siempre trató de insuflarle ese punto
de ambición que le faltaba.
Pero, en realidad, no fue hasta que Indalecio le cayó en gracia al
general Martínez Campos cuando realmente empezaron a tener posi-
ción y dinero.
El arrojo y la inteligencia que durante años había mostrado
Indalecio en combate, y la amistad del general, le habían llevado ahora
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Por fin estaba viviendo tal y como siempre había soñado, y aquel
momento en concreto era la cumbre a la que había estado intentando
escalar toda la vida: una presentación en sociedad con la flor y nata de
la sociedad madrileña.
A pesar del regocijo mental de doña Carmen, la fiesta distaba
mucho de albergar a lo más selecto de Madrid. En realidad, todo se
reducía a algunos militares de la cuerda de su marido, a quienes la
República federal asqueaba desde su nacimiento, políticos conserva-
dores, alejados en esos momentos del poder efectivo, y algún que otro
comerciante. Casi todos habían llegado acompañados de sus respecti-
vas esposas.
Luego estaba la familia de Leandro, el prometido de su hija, la fa-
milia Buendía y algún que otro vecino, a los que doña Carmen había
seleccionado con la intención de que difundieran lo exquisito de la
fiesta entre el vecindario.
Ningún representante del Gobierno, y mucho menos algún aristó-
crata. Pero para doña Carmen era suficiente. Intuía que al final algu-
nos de los asistentes a la fiesta terminarían gobernando, y con estar a
bien con ellos bastaba y sobraba. De momento.
Tenía un don para saber quién iba a triunfar, y eso nunca le había
fallado. Solo era cuestión de esperar, y tampoco demasiado, pues la
República hacía aguas por todas partes.
Tenía esperanza en lo que algunos de los allí presentes estaban
preparando. Pronto los que de verdad debían hacerlo estarían en el poder,
y su marido seguiría escalando posiciones, como siempre había hecho.
Estaban en el momento justo para ello. Indalecio aún era joven,
y doña Carmen soñaba con verlo de ministro… o de presidente del
Gobierno. ¿Por qué no? Soñar era gratis, y ella no tenía límites.
Pero lo primero era lo primero. Un paso detrás de otro. Ahora
debía volver a la realidad del momento, que pasaba por agasajar con-
venientemente a sus invitados. Y a eso nadie le ganaba.
taría poder charlar con él de las últimas noticias del Congreso o de los
terribles derroteros que está tomando España… Pero es imposible, se
lo toma todo a broma.
Mario captó de inmediato la ideología del coronel, y supuso instin-
tivamente que la mayoría de los invitados compartirían esos mismos
pensamientos. El sentido común le advirtió de que debía reprimir sus
verdaderos impulsos y seguirle el juego.
No en vano, su futuro comercial dependía de la buena sintonía que
mantuvieran con el coronel, y le había prometido a su padre que no
pondría obstáculos.
Pensó que no estaría mal hacerse amigo del coronel, aunque tuvie-
ra que disimular sus tendencias.
–Pues yo considero que es una de las cosas más importantes de las
que puede estar pendiente un ciudadano responsable –replicó Mario
con una sonrisa.
Cesáreo, creyendo que su hijo podía meter la pata, observaba la
escena con inquietud, e intentó llevar la conversación por otros derro-
teros.
–Bueno, Mario, en realidad lo que más te debe importar ahora es el
negocio, ¿no crees Indalecio? –preguntó torpemente.
Mario sabía que su padre estaba sufriendo y lamentó no poder
advertirle de sus intenciones, pero no podía perder aquella opor-
tunidad.
–Padre, por supuesto que los negocios son importantes, pero lo
primero es la grandeza de la patria, y luego todo lo demás –dijo con
decisión, esperando que su padre comprendiera que no tenía inten-
ción de meterse en líos.
–¡Bien dicho hijo! –exclamó el coronel, que no era consciente de su
propio egoísmo, y solía confundir intereses nacionales con su propia
riqueza.
–Gracias –contestó Mario un poco avergonzado por el halago–.
Siempre he admirado a los hombres que se preocupan por el bienestar
común, por eso sigo habitualmente la actualidad política –dijo ambi-
guamente.
–¿Y qué piensas entonces de la situación actual? –preguntó el coronel.
La pregunta era muy difícil, pues Mario quería seguirle el juego
al militar, pero tampoco quería faltar en exceso a sus propios ideales.
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4. EL CAFÉ LEVANTE
Mario pensó que aquel lugar sería una de las razones por las que cam-
biaría su residencia a la capital sin dudarlo.
En el café Levante se podía palpar la diferencia entre la tranquila
vida provinciana y el animado discurrir del tiempo madrileño.
El decorado era sencillo pero elegante, con refinados quinqués do-
rados, grandes espejos, y mesas de mármol blanco, demasiado pegadas
unas a otras.
Inicialmente, el café había sido concebido, hacía ya más de dos
lustros, como local destinado a melómanos, pero con el tiempo había
sufrido una conversión paulatina hacia lugar habitual de encuentro
donde poder escuchar las más variadas tertulias, aunque el tema domi-
nante fuera sin duda la política.
Entre los parroquianos abundaba la gente de posición desahogada,
pero también jóvenes intelectuales sin recursos, escritores en ciernes,
periodistas, comerciantes, además de diputados en Cortes y políticos
de todas las tendencias.
Allí se podía sentir el pulso de la sociedad capitalina al tiempo que
no cesaba de sonar música desde la tarima central, donde un piano y
un violín interpretaban las piezas más populares, sin que por ello se
interrumpieran las conversaciones que incesantemente llenaban el aire
junto al humo de los cigarros.
El murciano se sorprendió al ver un número nada despreciable
de mujeres compartiendo el espacio con los hombres, con total na-
turalidad. Había grupos de señoras mayores, pero también mesas
con señoritas casaderas, e inclusive alguna pareja de novios sin com-
pañía.
En Murcia aún no existían locales elegantes en los que hombres y
mujeres decentes pudieran encontrarse con tanta facilidad en un am-
biente así de distendido, pensó.
Quizá habría que montar algo así en su ciudad, al lado del ayunta-
miento, con vistas al puente de los Peligros, o en la calle Trapería, al
lado del Casino. Sería un éxito seguro, pensó.
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Observó una mesa cercana y afinó el oído para escuchar de qué iba
la conversación.
–Señor mío –dijo el bigotudo orador que acababa de tomar la pala-
bra–, el presidente Figueras ha demostrado que se puede confiar en él.
Cuando en las elecciones quede clara la voluntad del pueblo, se podrá
configurar una República en la que todos los territorios se sientan a gusto.
–Los Estados supondrán la desintegración del país –sentenció seve-
ramente otro contertulio tan bigotudo como el primero–. ¡República
sí, pero unidad también! Usted dele mucha libertad a los catalanes…
verá qué pronto querrán ir por su cuenta. Y, después de ellos, los vascos.
–¡Por favor! –replicó el recriminado, ofendido–. ¡Si el presiden-
te Figueras es catalán! ¡Si Prim era catalán! ¡Si hasta el ministro de
Gobernación, Pi y Margall, es catalán! No sé cómo puede pensar que
los catalanes harían algo así –dijo el otro–. Los Estados son necesarios.
Aún más en las colonias –añadió.
–¿Las colonias? –replicó el otro con retintín–. Despierte, amigo.
Los cuatro territorios que nos quedan se acabarán independizando,
como todos los demás. Eso no lo va a evitar el federalismo. Solo se
puede evitar por la fuerza de las armas, y hace tiempo que aquí solo
nos matamos entre nosotros mismos.
–Es usted un poco pesimista, señor –sentenció su interlocutor.
Mario asistía divertido al debate, procurando disimular para no
parecer indiscreto. Con gusto hubiera participado en el mismo si le
hubieran invitado a ello, exponiendo su particular punto de vista del
federalismo. Pero su mente no estaba pensando en política precisa-
mente.
Los nervios no le habían dejado dormir tranquilo la noche ante-
rior, y le habían mantenido inquieto todo el domingo. No podía pen-
sar en otra cosa más que en la cita secreta que Lucía había concertado
clandestinamente, hablándole muy bajito.
¿Es que acaso sentiría ella lo mismo que él? ¿Querría verlo a escon-
didas para confesarle sus sentimientos? ¿O sería otro asunto el que la
había llevado a querer que se vieran? Fantaseaba con estas cuestiones,
preguntándoselas una y otra vez.
Incluso llegó a pensar que cabía la posibilidad que fuera una joven
casquivana capaz de faltar a su promesa de matrimonio solo por puro
divertimento, aunque intentaba alejar esa idea de su mente.
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5. GOBERNACIÓN
–No tengo mucho tiempo, Galdós, diga lo que tenga que decir –dijo
Francesc Pi y Margall, ministro de la Gobernación, sin ni siquiera sa-
ludar a los dos hombres que acababan de entrar en su despacho.
Mario observó a Pi con admiración. El ministro era sin duda uno
de los referentes intelectuales más importantes de su ídolo, Antonete
Gálvez y, por derivación, suyo propio. Estar allí, frente a él, le causaba
una intensa emoción.
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No había sido fácil dar con Roque Barcia. Galdós y Mario habían acu-
dido primero al Ateneo, en la calle Montera.1
Allí, uno de los socios, de aspecto noble y porte aristocrático, les
informó de que ocupaba una habitación en una pensión cercana, pero
entre confidencias les dijo con toda tranquilidad que, sin embargo, era
más probable que lo encontraran en la calle Ceres,1 donde era asiduo a
algunas de las numerosas mancebías que le daban fama.
–Pregunten por la Mimosa –les informó el aparentemente noble
señor, al cual no se habían presentado, y que simplemente preguntán-
dole por el paradero de Roque Barcia les estaba informando de todos
aquellos extremos de su vida personal, dentro del mismo Ateneo, sin
darle más importancia que la que le hubiera dado a describir el tiempo
atmosférico que en aquel momento imperaba en Madrid.
–La llaman la calle del amor –dijo Galdós divertido ante la mirada
de Mario que observaba con reproche la cantidad de carreristas que pa-
seaban de un lado a otro de la calle, ofreciéndose como una mercancía
cualquiera–. ¿No me dirá que en Murcia no hay prostitutas? –pregun-
tó el escritor, muy aficionado a ellas.
–Por supuesto que sí –reconoció Mario–. Allí tenemos una calle
muy parecida a esta. La llamamos la Cuesta de la Magdalena –informó
el joven.
–Bonito nombre –reconoció Galdós–. Muy apropiado.
–Siempre que paso por allí tengo la misma sensación que la
que estoy teniendo ahora. Abomino la prostitución –dijo Mario con
asco.
–¡Muyayo! ¡Debe ser usted un santo! –exclamó Galdós–. Pues le
informo de que está usted en el lugar adecuado para serlo… ¡Aquí
vienen muchos curas! –añadió el escritor riendo.
–No soy ningún santo, pero creo que la prostitución denigra la
condición de la mujer. Algún día la República prohibirá esto –con-
cluyó.
–Creo que llegaría un poco tarde, amigo –dijo Galdós riendo–.
Hace dos siglos, Felipe IV ya la prohibió. Tuvo mucho éxito, como
puede ver –añadió irónicamente volviendo a reír.
Mario lo miró, divertido también por el buen humor del canario.
–¿No me dirá que nunca ha ido de putas? –preguntó Galdós mi-
rando a Mario.
–Sí. Claro que he ido –reconoció Mario avergonzado–. Pero hace
ya tiempo que no hago esas cosas –se justificó.
6. VOLUNTARIOS
Madrid,
miércoles, 23 de abril de 1873
–Pero ¿qué estará pasando, Dios mío? –preguntó Amalia asustada ante
las voces de la Guardia Civil, que a gritos estaban desalojando la plaza
frente al Congreso de los Diputados, obligándolas a ir hacia la Carrera
de San Jerónimo.
–No lo sé –mintió Lucía–. Pero debe de ser grave.
–Si lo llegamos a saber no pasamos por aquí –dijo Amalia sin per-
catarse de que Lucía la había ido guiando hacia ese lugar–. ¡Vámonos!
No vaya a ser que pase algo malo.
–No, yo me quiero quedar –contestó Lucía con decisión–. Quiero
saber lo que está sucediendo –añadió.
–¡Pero mujer! –exclamó Amalia–. ¡A ver si se van a liar a tiros!
–No te preocupes, si vemos que se pone la cosa fea nos vamos, te
lo prometo –dijo Lucía sin llegar a tranquilizar con sus palabras a su
amiga.
Ninguna de las dos se dio cuenta de que un personaje conocido por
ambas se acercaba a ellas por la misma Carrera de San Jerónimo.
–¡Señorita Lucía! –exclamó Galdós al ver a la joven–. ¡No debería
estar aquí!
Lucía se quedó sin habla al verlo. No había caído en la posibilidad
de ver a alguien conocido. Solo quería asegurarse de que su padre esta-
ba bien… y también Mario.
No había podido dejar de pensar en él en los últimos días. La ima-
gen del murciano se fijaba cada vez más en su mente a medida que
transcirrían los días.
Había intentado alejar los pensamientos que acudían a su cabeza
por las noches, cuando se iba a dormir, pero no podía desterrarlos.
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había elegido ir por el Paseo del Prado directamente, pero ahora, al ver
que la columna de los Voluntarios de la Libertad se había incrementa-
do en número, lo entendió todo.
El objetivo de Leandro era unirse a otra partida de los Voluntarios
de la Libertad y tomar el Congreso entre ambos.
No tenían ninguna posibilidad ante ellos.
Entonces Mario observó que unos cuantos hombres de la Guardia
Civil estaban protegiendo el Congreso. ¿Serían afines al golpe o los
habría puesto allí Pi? En todo caso, pronto saldría de dudas.
–¡Viva la República! –gritó Mario con todas sus fuerzas para identi-
ficarse–. ¡A nosotros la Guardia Civil! –exclamó reclamando su ayuda.
Sin embargo, una descarga de fusilería procedente de los monár-
quicos atronó en la calle, ahogando las palabras de Mario. El joven
sintió un fuerte arañazo que le quemaba el brazo izquierdo. A su lado,
un hombre se quejaba de un balazo recibido en el estómago.
–¡Fuego! –gritó Mario haciendo caso omiso del dolor que sentía.
Inmediatamente, los hombres que le quedaban en pie dispararon con-
tra los de la Libertad, que aguantaron el envite, guiados por Leandro.
–¡Recargad! –gritó Mario.
Mario comprendió que no podía retroceder aunque le fuera la vida
en ello. Defendería la República hasta la última gota de su sangre.
Entre el humo de la pólvora que llenaba el ambiente, el murciano
observó cómo Leandro seguía al frente de la batalla. Este ordenó a sus
hombres avanzar.
La batalla se decidiría pronto. La diferencia numérica sería defini-
tiva. Ya casi no les quedaban municiones, y los de la Libertad pronto
acabarían con ellos, y quizá con la República. No había esperanza.
–¡Agáchense! ¡Vamos a disparar! –escuchó Mario a su espalda.
Era el capitán de la Guardia Civil, que junto con sus hombres se
habían colocado tras ellos, guardando la salida de la calle.
–¡Bien por Pi! –exclamó Mario.
Al menos retrasarían la derrota final.
Todos los Voluntarios de la República que se encontraban recar-
gando obedecieron a las órdenes de los beneméritos, dejándoles cam-
po de tiro.
La detonación de las armas de los Guardias Civiles sonaron distin-
tas. No estaban usando los mismos fusiles que ellos.
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Pasó una última mirada, incrédula aún, por los dos jóvenes, an-
tes de echar a correr, internándose en las callejuelas colindantes para
perderse entre ellas.
7. LA OFERTA
Cuatro días sin noticias de Lucía eran demasiados. Aún estaba muy
débil, pero debía salir ya de allí para averiguar qué consecuencias ha-
bían tenido para ella los sucesos del día 23.
Había tenido mucha suerte. Los balazos no habían tocado ningún
órgano y, a pesar de la aparatosidad, las heridas estaban cerrando bien
y sin infecciones.
Sin embargo, la fiebre pasada le hacía recordar los tres anteriores
como una sucesión de dolor, sudor, miedo a la muerte y pesadillas
horribles.
Gracias a Dios, ya había superado esa fase.
Los médicos le informaron que estaba en el Hospital Provincial de
Madrid, en Atocha, muy cerca de la estación de tren.
En un par de semanas ya estaría completamente recuperado, y sin
secuelas. Mario se volvió a alegrar de su suerte, después de ver cómo
habían muerto varios hombres a su lado.
Al preguntar acerca de si alguien había ido a visitarle, los enfer-
meros le dieron una respuesta negativa. Nadie, desde que la Guardia
Civil lo había trasladado allí, junto al resto de los heridos, se había
interesado por él.
También había preguntado por el desenlace de los hechos del
miércoles anterior, pero en aquella sala común no había ninguno de
los Voluntarios heridos, ni de la República ni de la Libertad, pues
los habían llevado a alas distintas del hospital, y como a él no sabían
dónde colocarlo, por prudencia lo habían llevado a una sala llena de
ancianos, o que parecían serlo, la mayor parte sin recursos económi-
cos, así que solo le contaron que Pi seguía siendo presidente, que ellos
supieran.
A ninguna de estas personas les interesaba ya demasiado la política,
y los pocos familiares que les visitaban tampoco mostraban demasiada
preocupación por el devenir del país.
En cuanto se le pasó la fiebre, Mario decidió que tenía que salir de
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allí cuanto antes, o caería en una depresión. Además, tenía que ver a
Lucía costara lo que costara.
El beso que se habían dado le había parecido lo más real que le ha-
bía pasado nunca, y le gustaba imaginar que la chica le correspondía
con el mismo amor que él ya le tenía.
Seguramente solo se lo había dado porque lo había visto en aquel
estado lamentable, se decía, para a continuación responderse que, si
no lo amara como él esperaba, no se hubiera interpuesto entre él y
Leandro.
Sin embargo, no había ido a visitarlo ni había preguntado por él.
¿Habría tenido algún impedimento grave? ¿Querría volver a verlo o
todo era producto de su fantasía romántica?
En todo caso, debía confesarle sus sentimientos con la esperanza de
evitar que se casara con el militar. Sabía que era muy difícil que todo
aquello saliera bien, pero no se perdonaría no haberlo intentado.
Un viejo enfermero repartió el desayuno de la mañana. Al ser do-
mingo, había una especie de chocolate con churros.
El chocolate estaba frío y los churros excesivamente aceitosos y tie-
sos, pero Mario los engulló con ansia.
Necesitaba recuperar fuerzas para salir de allí.
Sus ropas, hechas girones, sucias de barro y sangre, se encontraban
dobladas sobre un pequeño taburete, justo al lado de la cama.
Se levantó poco a poco, intentando ponerse en pie. Un mareo in-
tenso se apoderó de él. Estaba mucho más débil de lo que había creído
en un principio.
Volvió a intentarlo una vez que se le pasó el mareo. Esta vez se tuvo
en pie. Parecía que las fuerzas volvían de nuevo a su cuerpo, gracias en
parte al calorífico desayuno.
Recogió su ropa, y poco a poco comenzó a vestirse.
En ese momento, una voz rotunda y grave sonó a su espalda.
–¿Ya te vas, chiquillo? –preguntó la voz con aquella melodía del
pueblo llano que hipnotizaba a las masas.
Era una voz que recordaba perfectamente, y que pertenecía a un
hombre que admiraba por su espíritu de lucha y su fe inquebrantable
en el pueblo.
–¡Antonete! –exclamó con sorpresa Mario, que no podía creer que
a su lado estuviera aquella leyenda de la huerta–. ¿¡Qué haces aquí!?
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¿Cómo se podía haber dejado arrastrar hasta allí? Era la pregunta que
se formulaba Lucía continuamente desde hacía cuatro días, aislada de
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–Diez días nos han bastado para echar a Figueras, y en un mes tendre-
mos en marcha el cantón murciano, ya lo verás –dijo Gálvez eufórico,
sin darle mucha importancia a la preocupación que le había expresado
Mario ante el devenir de los acontecimientos.
Las Cortes volvían a estar rodeadas de voluntarios dispuestos a de-
rrocar un Gobierno para poner otro. Exactamente lo mismo contra lo
que él había luchado hacía apenas un mes y medio.
La diferencia era que en esta ocasión eran los suyos los que la rodea-
ban para imponer a un presidente de Gobierno, y había sido su propio
grupo político el que los había alentado.
Su grupo político, pensó con tristeza Mario. Él, ingenuamente,
había creído que era malo que solo se hubieran presentado los repu-
blicanos a las elecciones, que de esa manera no estarían representadas
todas las corrientes políticas del país, y las Cortes no tendrían plena
representatividad. Había sido mucho peor.
Su partido, con total y absoluta hegemonía en las Cortes, resultaba
que estaba dividido en tres familias tan antagónicas como lo podían
haber sido los carlistas y los alfonsinos.
Como Mario había acudido a las elecciones de la mano de Gálvez,
se le incluía, y por fidelidad así votaba, con el grupo llamado de los
intransigentes, que eran el ala más a la izquierda del Congreso, y pro-
pugnaban que se abolieran casi todos los impuestos, las quintas mili-
tares y que se pusiera en marcha la total descentralización del país de
una manera inmediata.
Su obsesión era crear la República a través de los cantones, regidos
por el pueblo directamente, que serían independientes en la práctica, y
elegirían por sí mismos sus destinos. El resto del país se iría organizan-
do a través de la unión de todos ellos, pero desde la base del pueblo, no
desde la cúspide social.
No eran muchos diputados, pero los suficientes, unos sesenta.
Y hacían mucho ruido. Sobre todo el sevillano Roque Barcia, tan fa-
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nático como el propio Gálvez en su ideario, y que cada día pasaba más
tiempo junto a este.
Y no estaban representados solamente en el Congreso, también te-
nían militares entres sus apoyos, un auténtico contrasentido, pensaba
Mario, pero que les había sido muy valioso para expulsar a Figueras
del poder tan solo diez días después de que jurara nuevamente su car-
go tras las elecciones.
Figueras había aceptado el cargo muy a su pesar, pues era cons-
ciente de que no tenía la personalidad necesaria para encauzar aquel
lodazal político en el que se había convertido el Partido Republicano,
y quería traspasar el cargo a Pi, pero los moderados de su partido, ma-
yoritarios en la cámara, le convencieron para continuar en un primer
momento.
Sin embargo, el simple atisbo de que el general Contreras y otros
preparaban un golpe de Estado contra él, había sido suficiente para
que Figueras, horrorizado, y pensando que lo iban a fusilar en el acto,
dejara disimuladamente su dimisión en su despacho, y fingiendo un
paseo por el parque del Retiro, se dirigiera a la estación de Atocha,
donde no se bajó del tren hasta que llegó a París.
Había así puesto en práctica lo que les había dicho a sus ministros,
en su catalán natal, solo unos días antes: «Senyors, estic fins als collons
de tots nosaltres».
Pero para los intransigentes no era suficiente con haber conseguido
expulsar a Figueras, que había nombrado ministros no deseados por
ellos en su Gobierno. Había que asegurarse que las Cortes fueran una
verdadera cámara revolucionaria que cambiara todo de una manera
drástica y rápida, una junta suprema que aglutinara todos los poderes
del Estado al estilo de la Convención de la revolución francesa, eso sí,
dominada por ellos.
Para llevar a cabo sus planes debían neutralizar a la parte derecha
del hemiciclo, los moderados. Estos propugnaban una República con
libertades individuales, pero con una clara vocación centralista y bur-
guesa.
No eran realmente federalistas convencidos, y veían con mejores
ojos una república al estilo francés, unitaria. Su ideal buscado era el
orden social y el progreso económico y cultural, pero dirigido desde
las élites sociales.
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–No sea usted malo, don Mario –replicó Galdós ya en tono de bro-
ma, aceptando lo inevitable, y haciendo reír a Mario.
Ambos se adentraron en el salón de los pasos perdidos, que tenía,
como era lógico, mucha animación en ese momento.
–Contestando a su pregunta, le diré que un periodista tiene que
estar en el centro de la noticia –dijo Galdós–. Estoy acreditado para
cubrir las sesiones parlamentarias.
–Pues se lo estará pasando muy bien.
–Me reiría, si no moviera a llanto todo este circo –replicó el perio-
dista–. Perdone usted –añadió cayendo en la cuenta de que Mario era
parte integrante del espectáculo circense aludido.
–No se disculpe –dijo Mario observándolo con seriedad y bajan-
do el tono de voz–. Yo también siento que esto no es serio, y eso que
soy el nuevo y solo llevo aquí diez días. He caído en la cuenta de
que la política parlamentaria es una jaula de grillos donde cada bicho
solo se escucha a sí mismo –añadió incitando a Galdós a volver a salir
al pasillo, dado el gentío que ocupaba la sala.
–Pues perdone que le diga que su grupo está entre los animales más
sordos. Perdón por lo de animales… –se disculpó de nuevo–. ¿Qué
hace usted formando parte del bando intransigente?
Mario lo miró un momento y pensó que le debía una respuesta.
–Veo que ha seguido las sesiones. Pues verá, aunque no lo crea,
comparto buena parte de las tesis de mi grupo, pero sobre todo me
muevo por lealtad, Benito –explicó.
–Muy bien dicho, sin don –replicó ante la divertida mirada de
Mario–. Verá, la lealtad es el peor de los vicios en esta España nuestra,
créame. Y está muy mal vista, a pesar de lo que le digan –añadió sar-
cástico–. Debería usted someterse a una cura de desintoxicación en un
buen sanatorio.
La franqueza e inteligencia del periodista canario consiguió sacar
de la apatía al joven diputado, y le insufló algo de ilusión en el futuro
del país.
–¡Al fin encuentro a alguien lúcido en este edificio! –contestó ha-
ciendo reír a Galdós.
Siguieron hablando un rato de la situación política, hasta que re-
memoraron los hechos de abril, en los que Mario tuvo una participa-
ción tan activa.
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–Y, sin embargo, mire hoy. Yo luché contra esto mismo aquel día
–recordó Mario con amargura.
–Sí. Lo recuerdo perfectamente. Fue usted muy valiente. Y nuestra
común amiga Lucía también lo fue –deslizó Galdós, como dando pie
a que Mario hablase de ella, y ya de paso interesarse por el desarrollo
de la incipiente historia de amor que había intuido entre los jóvenes en
aquella ocasión, pues nunca renunciaba a la oportunidad de recabar
un buen cotilleo, que era una de las secretas e inconfesables debilida-
des del escritor.
Un momento de silencio siguió a aquella frase, durante el cual Mario
pensó si sería conveniente hacer la pregunta que tenía en mente.
–¿Sabe usted algo de ella? –preguntó.
–¿Cómo? ¿No mantiene contacto con Lucía? –exclamó sorprendi-
do el canario.
No hizo falta que Mario contestara a la pregunta. Su silencio incó-
modo, y el rictus de dolor que le había invadido el rostro le dieron a
entender la respuesta al periodista.
–Yo creía que usted había tenido algo que ver… –dijo Galdós.
–¿Algo que ver en qué? –preguntó intrigado Mario.
–En la anulación de la boda, por supuesto.
Aquello fue como un obús que hubiera caído en el corazón de
Mario, el cual comenzó a bombear sangre al resto de su cuerpo a velo-
cidad inusual.
–No me diga que no sabía nada… –dijo Galdós.
En ese momento, un diputado afín a los centristas pasó por el pasi-
llo, anunciando la noticia del momento.
–¡Pi será presidente! –anunciaba a todo el que quería escucharlo.
–¡Gracias a Dios! –exclamó Galdós–. Perdone que le deje, tengo
que informar de esto inmediatamente.
Mario se quedó con las ganas de seguir preguntándole a Galdós
sobre Lucía.
Había sido un tema que había obviado completamente desde su
regreso a Madrid, convencido de que no tenía derecho a inmiscuirse
en la vida de la joven después de la información que le había propor-
cionado Amalia.
Ahora, de pronto, todo había cambiado.
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9. NUEVAS ILUSIONES
–Te equivocas –dijo Lucía por toda respuesta, sin añadir nada más,
mientras bajaba la mirada y se sonrojaba ligeramente.
–No, no me equivoco. Me has estado engañando –contestó Lean-
dro, sorprendido ante la evidencia que suponía la reacción defensiva
de Lucía–. ¿¡Desde cuándo os veis!? –preguntó iracundo.
–¡Te digo que no es así! –exclamó Lucía airada–. ¡Ni siquiera sé
dónde está, ni he tenido noticias de él! –añadió en un tono que confir-
mó aún más a Leandro en sus sospechas, acrecentando un odio que ya
sentía hacia el murciano por su actuación ante el Congreso.
–Tus palabras y tus hechos te delatan, Lucía. Me has estado trai-
cionando todo este tiempo –añadió Leandro fuera de sí, olvidando de
pronto todo el interés familiar en aquella boda.
–¡Eso es mentira! –respondió con seguridad la joven–. ¡Siempre te
he respetado!
Leandro descubrió de pronto que sentía algo más que interés eco-
nómico y social en la boda con Lucía.
La personalidad vivaracha, inquieta, curiosa e inteligente de la mu-
chacha, que en un principio le había parecido un rasgo a pulir de
su personalidad femenina, había terminado por conquistarlo casi sin
darse cuenta.
Al fin y al cabo iba a ser su esposa, y más le valía que fuera una
mujer interesante con la que pasar el resto de su vida, había terminado
por aceptar.
Incluso se podía decir que sentía amor real por ella, al fin y al
cabo.
Hasta los sucesos del Congreso había dado por hecho que Lucía
sería suya para siempre, y que ella lo amaría, convirtiéndose en una
esposa ideal y una buena madre.
Nunca se le había pasado por la cabeza llegar a la situación que es-
taban viviendo en ese momento.
Todos esos sentimientos empezaban a escocer de golpe dentro del
pecho de Leandro.
–Ya he dicho todo lo que tenía que decir, Leandro. Acepta los he-
chos –dijo Lucía como un modo de intentar acabar con aquella discu-
sión que no los llevaba a nada.
–¿El hecho de que estás enamorada de un pelagatos, un revolucio-
nario? Ese hombre es escoria, Lucía, lo supe desde el momento en que
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abrió la boca en la fiesta. ¿Te has enamorado de eso? ¡No sabes lo que
dices! –exclamó elevando el tono de voz.
Lucía lo miró con frialdad.
–Mario es un hombre íntegro –dijo orgullosamente–. Él luchó por
la libertad del pueblo. ¿Por quién luchaste tú? Tú eres el que no sabes
lo que dices.
–¡Yo lucho por España! ¡Por España! –respondió visiblemente en-
fadado, herido en su orgullo por las palabras de Lucía, rojo de furia–.
¿¡De qué me estás acusando!? Aquí no hay más traidores que Mario y
los que son como él. ¡Gentuza todos ellos!
Tras unos segundos en los que Lucía se quedó mirando fijamente a
Leandro, sin dejarse amedrentar por el temperamento recién puesto al
descubierto, rompió el tenso silencio que se había instalado entre los
dos, e intentó devolver la conversación a cauces más sensatos.
–Esto no tiene nada que ver con lo que quería decirte. Nuestro
compromiso fue un error, ahora lo veo. No seré tu esposa y no hay
más que hablar, acéptalo –dijo Lucía haciendo ademán de irse de
la sala.
Entonces Leandro la cogió del brazo fuertemente y la atrajo hacia
sí con violencia.
–¡No acepto! –gritó Leandro–. ¡No acepto! ¡Tú serás mi mujer o de
nadie más! –gritó.
Lucía intentó zafarse de la pinza que formaba la mano de Leandro
sobre su brazo, pero el militar apretó más, acercándola más aún hacia él.
–¡Serás mi mujer o de nadie más! –repitió.
El cariz que estaba tomando la discusión hizo acudir rápidamente
a doña Carmen, que discretamente había seguido la escena desde una
habitación contigua, sin decidirse a intervenir hasta ese momento.
–¡Leandro! ¡Suelta a mi hija inmediatamente! –ordenó con firmeza.
Doña Carmen estaba en completo desacuerdo con las decisiones
de su hija, pero no iba a permitir que nadie la maltratara más.
El golpe que el coronel había propinado a su hija para obligarla a
entrar en la galera le había dolido más de lo que hubiera pensado nun-
ca. No podía volver a permitirlo.
La entrada en escena de la madre de la que él consideraba aún su
prometida, sorprendió al militar. El respeto que había tenido a sus
suegros le hizo soltar a Lucía de inmediato.
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El joven miró a la que hasta ese momento había sido su novia, con
un odio infinito.
–Os arrepentiréis de esto, tú y tu amiguito el murciano. Lo juro
por Dios –dijo Leandro saliendo de la casa de una forma airada, dejan-
do el ambiente enrarecido.
La misa continuaba con su ritmo cansino mientras todos los acon-
tecimientos vividos en los últimos meses acudían a su mente, mezclán-
dose entre sí.
Parecía que la vida hubiera cogido una velocidad galopante de
pronto, tanto para el país como para ella misma.
La joven era perfectamente consciente de que su decisión podía
haberle arruinado la vida. ¿Quién querría casarse con ella ahora que
era la comidilla de todo Madrid? ¿Sería una solterona toda la vida?
¿Qué podría ir contando Leandro a todo aquel que le preguntara? ¿Se
pondría en duda su honra?
Al menos ahora estaba segura de que prefería eso a volver a con-
traer compromiso de nuevo con alguien a quien no amara. Después de
haber experimentado lo que era el amor de verdad, aunque no fuera
correspondido, no había otra opción para ella.
Lo que era seguro es que debía replantearse su vida, lo cual le gene-
raba la mareante sensación de estar ante un camino nuevo e inexplora-
do, que prometía un destino no escrito a afrontar por sí misma.
Al menos le quedaba Amalia. Observó su silueta unos cuantos ban-
cos más adelante, casi en primera fila. Hacía años que sus familias oían
misa todos los domingos en aquella iglesia, y ese día no había sido una
excepción.
Al finalizar la misa las dos familias charlarían un rato en la puerta,
como era costumbre.
A pesar de que últimamente notaba algo rara a Amalia, podía dar
gracias de haberla tenido durante todo aquel tiempo. Gracias a ella y
su visita a El Escorial había sabido de Mario y había seguido conectada
con el mundo.
Lucía pensó que quizá la notaba distinta porque su amiga no había
sufrido los profundos cambios que había experimentado ella misma.
Ahora podía comprender todo lo que ella pudo sufrir tras la muerte
de su prometido, y sin embargo, no se sentía más cerca de ella. La no-
taba cada vez más distante.
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los labios con los suyos, levemente, con pudor, mientras se quedaban
mirándose fijamente durante unos segundos.
–Ve el sábado que viene a mi casa. Mi padre no va a estar en casa
esta semana. Sale esta misma tarde para Toledo. Mientras, será mejor
que seamos discretos –dijo Lucía aturdida y emocionada, dirigiendo
sus pasos hacia la salida.
–No sé si voy a saber esperar. Puedo decírselo ya. Ahora mismo
–dijo Mario.
–¡No! Ahora no. Delante de nuestros amigos no es el momento, no
sé cuál sería su reacción.
–Pero una semana es demasiado tiempo, Lucía –dijo Mario–. Las
cosas se están poniendo feas en el Congreso. Mi grupo está muy en
contra de que el Gobierno tome medidas excepcionales contra el car-
lismo. Temen que Pi aproveche para atar en corto a los intransigentes,
y todos mis correligionarios están en pie de guerra –explicó–. Puede
que haya disturbios.
–No quiero hacerle más daño a mis padres. Hagamos las cosas bien.
Habla con mi padre, explícale que eres diputado en las Cortes, o lo
que quieras. Tendrá que aceptarte, porque yo te apoyaré. Si de verdad
me quieres, solo te pido un poco de paciencia –dijo con seguridad.
Mario se quedó mirando a Lucía a los ojos, atrapado por su belleza
y su claridad de ideas. No podía negarle nada.
–Espero estar a la altura el sábado –contestó al fin.
–Sabrás hacerlo –dijo Lucía antes de dar un último y furtivo beso a
Mario, y salir a buen paso hacia la salida.
Los ojos de Amalia habían seguido el final de la escena desde
la distancia, tras una imagen de la Virgen María, al otro extremo de la
iglesia. La joven pensó que había sido un milagro que su presencia no
hubiera sido detectada por los jóvenes.
Dejó pasar un minuto, y observó cómo Mario se acercaba a los
primeros bancos de la iglesia, de cara al gran retablo.
En ese momento aprovechó para salir de su escondite sin ser vista.
Volvió a sentir una punzada de dolor en el pecho, al tiempo que se
sentía culpable por todas las mentiras que había lanzado últimamente.
Ella no era así. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por despecho? ¿Por celos?
Entonces recordó a Rubén. Si ella hubiera estado prometida, o incluso
ya casada con él, nada de esto habría pasado.
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Entonces, una idea cruzó por su cabeza. Leandro. ¿Por qué no?
Estaba sin compromiso, y ella era hija de un rico comerciante.
Su padre siempre había dicho que si Leandro estaba con Lucía era
solo por los contactos del coronel. Quizá quisiera casarse con ella.
Esa sería su pequeña venganza contra ellos.
Amalia salió de la iglesia pensando que ella también merecía un
futuro, un marido, hijos. Debía hablar con Leandro. Y más pronto
que tarde.
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cantón allí –dijo Gálvez con su estilo directo y sin ambages, después
de haberlo llevado a un aparte.
Mario no contestó. Ya se había imaginado que aquello llegaría a pa-
sar, y le había extrañado que Gálvez no se lo hubiera ordenado antes.
Los últimos días habían sido una sucesión frenética de reuniones
entre los del sector intransigente, todas con el denominador común
del cantonalismo como tema central. Y Mario sabía que su grupo era
más de actuar que de marear demasiado la perdiz.
Sin embargo, él tenía una cosa pendiente en Madrid. Algo tan im-
portante como la propia República: pedir la mano de Lucía.
–¿Cuándo nos vamos? –preguntó Mario, que tenía la imagen de la
joven en la mente al hacer esa pregunta.
–¡Así me gusta! ¡Esa es la respuesta que esperaba! –contestó Gálvez
confundiendo los anhelos del joven por su amada con su firme inten-
ción cantonalista–. En cuanto lo diga la Junta de Salud Pública1 que
ha de constituirse. Barcia será el presidente, sin duda. Es el más ade-
cuado. Tenemos que estar preparados.
–Lo estaremos –contestó Mario, que tenía una parte de su mente
pensando en su cita con Lucía y en su futuro junto a ella y otra maqui-
nando cómo se llevaría a cabo la revolución–. Pero ¿cómo habremos
de actuar? –preguntó.
–¡Constituyendo los cantones, claro está! –exclamó Gálvez, como
si aquello fuera lo más natural y fácil del mundo–. Una vez consu-
mado, el Gobierno de Pi nos reconocerá, y se verá forzado a promul-
gar la Constitución, pero no la que están pensando, sino la verdadera
Constitución del pueblo por el pueblo. ¡Venceremos sin necesidad de
sangre, ya lo verás! Solo hay que mostrarles el camino, convencer al
resto de los federalistas.
–Espero que sea tan fácil como lo dices –respondió Mario.
–¡Lo será, ya lo verás! –exclamó–. Hay que hacerlo así, porque los
del Congreso son unos cobardes –dijo Gálvez refiriéndose a los fe-
deralistas no intransigentes–. Se les llena la boca repartiendo dere-
chos, pero luego les dan el poder a los militares de siempre –aseveró–.
Mira Pi. Ya está haciendo concesiones a los generales monárquicos –se
quejó.
1. El sereno era el encargado de portar todas las llaves de las puertas de entrada de los edifi-
cios de las calles que estaba encargado de vigilar, así como de dar la hora y el estado del tiempo
atmosférico, amén de encender el alumbrado y de otras labores informativas y de seguridad
ciudadana durante la noche.
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Tenía que haber una razón de peso para que hubiera faltado a su
cita, estaba convencida. Seguramente ya corría hacia allí. Sí, algo im-
portante le debía haber retrasado, pero llegaría, seguro que llegaría.
–Por favor, papá, espera un poco… –suplicó Lucía.
–Si quieres decirnos algo dínoslo, no seas infantil –replicó García-
Valls con dureza.
Lucía simplemente se mantuvo callada, mirando por la ventana.
–En tal caso, comamos –ordenó el coronel.
–No tengo hambre –replicó Lucía antes de dirigirse hacia las esca-
leras y encerrarse en su habitación.
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11. TRAICIÓN
Iba vestido de civil, algo inusual en él, pero su pelo rubio cortado a
rape era perfectamente distinguible entre la baja estofa que adornaba
las calles de la periferia.
La visión del antiguo prometido de su hermana tuvo la virtud de
sacarle momentáneamente de sus pensamientos. Intuitivamente, sin
saber muy bien porqué, decidió seguir al militar. Algo en su forma de
caminar, mirando hacia los lados, indeciso, le decía que ocultaba algo.
No estaría de más saber el qué.
Seguramente sería una tontería, pero aun así se mantuvo a una dis-
tancia prudente, bastante lejana, para no ser descubierto. Desafortu-
nadamente, al doblar una calle lo perdió de vista.
Había tenido que entrar en algún portal, no podía haberle dado
tiempo a cruzar toda la calle. Esta era angosta, y los edificios muy
viejos. Se quedó al comienzo de la calle, y a pesar de poder llamar la
atención más de lo conveniente decidió esperar. No tenía nada mejor
que hacer.
–Nadie dijo que había que matarlo –dijo Morente, el hombre calvo
que había asaltado a Mario la noche del viernes.
–Los planes han cambiado. Les pagaré lo mismo que he pagado por
el secuestro. Deben hacer desaparecer el cuerpo para siempre –explicó
Leandro.
Morente se quedó pensando un rato, mirando a Leandro con ex-
presión adusta mientras su cerebro procesaba los pros y los contras.
–El pollo dice que es diputado de los intransigentes –dijo de pron-
to–. Podríamos contactar con ellos y pedirles más rescate de lo que
usted me ofrece por cortarle el cuello que, dicho sea de paso, es una
miseria –dijo Morente–. Si hubiera sabido que era diputado le hubiera
pedido mucho más. Es peligroso matar políticos. Además, su padre
tiene una fábrica en Murcia, y nos ha dicho que puede pagarnos el
triple de lo que nos da usted por jugarnos el pescuezo en el garrote.
–No confíe en él. Lo de la fábrica es mentira. Es un muerto de
hambre –dijo Leandro–. ¿Los intransigentes le pagarán por él? Usted
no sabe de política amigo. No moverán un dedo –añadió haciendo
dudar a Morente–. Teníamos un trato. ¿Es que su palabra no vale de
nada?
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Leandro salió del portal hecho una furia. No pensaba pagar ni un real
más, ni podía hacerlo. Era una pena que en ese momento no hubiera
llevado su pistola encima. Otro gallo hubiera cantado.
Tendría que ir a buscarla a su casa, y ya de paso, podría agenciarse
la compañía de un par de Voluntarios de la Libertad leales, a cambio
de una compensación económica, claro.
Ese mierda de Morente se iba a arrepentir de haber insinuado que
era un cobarde. No volvería a ver el sol.
Debería haber hecho las cosas a su modo desde un principio, sin
subterfugios. No tendría que haber informado al coronel.
Podría haberle entregado directamente la cabeza de Mario envuel-
ta en una sábana a Lucía. Sí, eso era lo que le pidió el cuerpo cuando
Amalia le contó el encuentro fugaz que su antigua novia y Mario ha-
bían tenido en el confesionario.
Amalia había ido a verlo con la idea de ofrecérsele, estaba seguro.
En todo momento había atacado a Lucía por su decisión de no seguir
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Entre los dos, con mucho esfuerzo, elevaron el cuerpo del hombre
maniatado hasta la calesa y lo empujaron dentro de malos modos.
No creyó que aquel hombre fuera Mario. Le había parecido distin-
guir que su cabeza estaba totalmente calva, y su contextura física era
bastante más recia que la del murciano.
La calesa comenzó a andar. Cancio echó a correr tras ella. El tobi-
llo volvió a dolerle un poco, pero no lo suficiente como para frenarle.
Parecía que no había sido tan grave como lo había creído en un prin-
cipio.
Al poco rato, a medida que Cancio mantenía la carrera constante,
dejó de dolerle completamente.
La calesa se alejaba de él poco a poco. No sería capaz de mante-
nerla a la vista durante mucho rato. Además, a pesar de su juventud
y delgadez, no estaba acostumbrado a mantener esfuerzos por mucho
tiempo.
La persecución se estaba prolongando demasiado para Cancio, que
ya estaba al límite de sus fuerzas. Los pulmones le dolían y el pecho
subía y bajaba con inusitada rapidez. Comenzó a sentir un dolor pun-
zante en el costado.
Entonces, el carruaje siguió por lo que parecía un camino de tierra
o una senda que se adentraba en una zona casi desierta de casas. No
eran más que unas cuantas construcciones antiguas de una sola planta,
aquí y allá, con mucho terreno baldío a su alrededor.
Cancio se introdujo por el camino. La calesa se había perdido ya de
vista, y podía haberse metido por cualquiera de los otros caminos que
perpendicularmente salían de aquel, que parecía principal.
El dolor del tobillo se le agudizó de pronto. Parecía que se le estaba
hinchando. A pesar de eso siguió adelante. Seguramente no encontra-
ría la calesa, pero no había llegado tan lejos para nada.
Entonces, a su derecha, entre la maleza, distinguió el fuerte y claro
sonido de un disparo muy cercano. Y luego otro. Y otro.
Un pequeño sendero parecía conducir al escenario de los hechos.
La adrenalina acudió a su cuerpo, inundándolo. El dolor del tobillo
era constante, pero Cancio lo obvió y se adentró en la dirección del
sonido.
Esos disparos tenían que estar relacionados con Mario de alguna
manera. No podía ser casualidad.
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liera de allí con vida, por lo que prefirió seguir con la mentira que le
habían contado antes que levantar la liebre.
La mano de Leandro temblaba por la ira. ¿¡Qué hacía allí Cancio!?
Tendría que matarlo a él también, pensó.
Pero sabía muy bien que no podía hacer eso.
Se acercó a los dos hombres que se encontraban frente a él, expec-
tantes, sin dejar de apuntarles con su arma.
–Ni perdono ni olvido, murciano. Recuérdalo –dijo justo antes de
darse la vuelta para dirigirse a la calesa.
Abrió el portón del carruaje y, sin mediar palabra, con frialdad ab-
soluta, descerrajó las dos últimas balas que le quedaban en el tambor
de su revolver sobre la cabeza de Morente.
Después sacó el cuerpo muerto del maleante y lo dejó caer sin nin-
gún miramiento sobre el suelo.
A continuación, con gran esfuerzo, y bajo la mirada de Mario y
Cancio que no perdían de vista las evoluciones del militar, pero que
no cruzó la vista con ellos en ningún momento, como si no existieran,
recogió los cuerpos de los dos Voluntarios de la Libertad muertos por
su causa, y los metió en el carruaje.
Siguió sin dignarse a mirar a Mario y Cancio mientras se subía a la
calesa y se alejaba de allí.
Ambos jóvenes, inmensamente aliviados al verlo alejarse, se estre-
charon en un profundo abrazo.
Lucía estaba cada día más bella, y su cara resplandecía de vida, pen-
só al observarla mientras esperaban en la estación de tren, junto a otros
cientos de personas, la llegada del general Contreras.
Antonete, a unos pasos de ellos, convertido en verdadero líder de la
revolución, estaba muy cerca del andén, presto a recibir al militar que
le ayudaría a terminar de controlar completamente la ciudad.
La flota era lo único que se interponía entre ellos y el éxito total.
El general sería el encargado de que aquel obstáculo desapareciera y se
tornara en un activo más del cantón.
De momento todo había salido a pedir de boca. Ninguna víctima,
ningún enfrentamiento. Todos los objetivos conseguidos.
La euforia impregnaba las almas de aquellos que habían estado en
el movimiento desde sus inicios. Sentían que el cambio era imparable,
que la constitución de cantones por todo el territorio nacional llevaría
a la tan ansiada Constitución federal, y que la modernidad, el progreso
y la libertad serían las nuevas señas de identidad de España.
Mario y Lucía se miraron, su felicidad no podía ser más com-
pleta. Tenía ganas de besarla otra vez, pero no era el momento, rodea-
dos de gente, con Antonete y toda la plana mayor revolucionaria a su
alrededor.
–En cuanto la situación se aclare, estoy pensando en montar una
escuela para los hijos de los obreros… y un hospital para madres. ¿Qué
te parece? –preguntó Lucía–. ¿No sería genial que tuvieran un lugar
para dar a luz, con cuidados médicos profesionales para todo el mun-
do, en vez de hacerlo en sus casas? –añadió.
Mario se quedó mirándola.
–Siempre se ha dado a luz en las casas. Los médicos van, y siempre
hay parteras que saben atender esos casos.
Lucía se quedó mirando a su marido con cara sorprendida.
–¿No sabes que mueren muchas mujeres al dar a luz? ¿Y qué me
dices de los niños? ¿No merecen venir al mundo con las mayores ga-
rantías de que no lo abandonarán nada más llegar? –preguntó indig-
nada–. Es una cosa muy importante que todas tengan acceso a los
mejores cuidados.
Mario la miró divertido.
–Si tú lo dices es porque así será –concedió–. En cuanto podamos,
de las primeras medidas que tomemos será la mejora de la salud pú-
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La casa de doña Anselma estaba cerca del hotel París, sede y resi-
dencia oficial de los principales personajes y dirigentes de la revolu-
ción, lo cual también suponía una gran ventaja, al estar siempre cerca-
no al centro del poder cantonal.
En principio, a Mario le habían asignado una habitación allí, que ha-
bía ocupado con Lucía, pero con el paso de los días solicitaron que se
les asignara una casa en alquiler, con menos lujos pero más íntima.
Sin embargo, la idea de la pensión de doña Anselma, aunque hu-
milde, se había revelado como más práctica a la postre.
A Mario no dejaba de sorprenderle la facilidad con la que Lucía
había aceptado su nueva situación económica.
Ya no podía lucir más que un simple vestido del cual solo tenía una
muda. Ya no podía salir por el centro de Madrid y acudir a los cafés de
moda. Ya no disfrutaba de fiestas, ni de la compañía de Amalia.
Nada de eso importaba, le había dicho Lucía. Había descubierto el
mundo, y sus verdaderas gentes, en las apenas tres cortas, pero increí-
blemente intensas, semanas que llevaban juntos.
El mundo que había conocido hasta ahora, le explicó a Mario, le
parecía como un lejano sueño. No añoraba nada de él. De hecho, lo
detestaba.
La verdadera felicidad estaba en lo que estaban haciendo en ese
momento. En la lucha por la libertad, por un mundo mejor.
Eso era lo que desde el primer momento le había gustado de él,
le explicó, y ahora que lo estaba viviendo entendía perfectamente el
porqué.
Además, la posibilidad de compartir tanto tiempo con él, y el amor
que se profesaban, suplía cualquier carencia material que pudiera
sufrir.
–Bueno, mañana partimos a Murcia –recordó Mario con una mez-
cla de nerviosismo y expectación por todo lo que ello significaba–.
Antonete confía en que sepa organizar la unión y la cooperación con el
Cantón de Murcia para que toda la provincia tenga una sola dirección.
Es imprescindible que aseguremos la unidad en todo el territorio.
–Seguro que lo harás muy bien –dijo Lucía en un tono un poco
ausente.
–Y al fin conocerás al resto de mi familia –dijo Mario expresando
así la verdadera razón de su desasosiego por la visita.
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Chinchilla de Montearagón,
Albacete, 10 de agosto de 1873
Qué lejos la cohesión del propio pueblo, que con tanta euforia ha-
bía abrazado la causa cantonalista en los primeros momentos.
Los más pobres y desheredados estaban disgustados con el cantón
porque no se había actuado contra los poderosos con la firmeza que
ellos demandaban, ni había tenido lugar la revolución social que espe-
raban.
Los más pudientes seguían viviendo en sus casas de la calle Mayor,
los curas seguían impartiendo misa y teniendo las despensas llenas, y
tampoco se había ajusticiado a ningún patrón opresor de obreros.
Antonete había conseguido, gracias a su carisma, refrenar estos im-
pulsos anarquistas del pueblo, tan injustamente maltratado como ex-
cesivo en su respuesta, y a la vez mantenerlos dentro de la revolución,
pues eran imprescindibles para el cantón, dado que constituían los
más fanáticos elementos del movimiento, y la masa de su milicia.
Era verdad que el Gobierno del cantón había establecido normas
más justas con los trabajadores: se implantó la jornada de ocho horas,
se establecieron salarios dignos y se abolió el impuesto de consumos,
tan pernicioso para las economías más humildes.
En el terreno de los derechos civiles ya estaban en marcha planes
educativos y de salud, y se había establecido el divorcio, entre otros
avances.
A pesar de todo lo conseguido, a muchos de aquellos olvidados de
la sociedad les hubiera gustado ajustar cuentas públicamente con más
de uno, pero gracias a Gálvez se quedaron con las ganas de hacerlo.
La venganza no era el objetivo del cantón, les decía Antonete en las
frecuentes charlas públicas que mantenía. El cantón era la prosperidad
de todos, el futuro del pueblo. Y lo que necesitaba ahora era consoli-
darse, y ganar la batalla por la Constitución federal.
Se necesitaba el aliento y el apoyo de todo el pueblo para eso, y que
cada cual aportara su fuerza de trabajo o su capacidad de organización.
Todos eran necesarios, todos eran iguales ante la ley y la justicia canto-
nal, todos tendrían los mismos derechos, obligaciones y oportunidades.
Y, por supuesto, en el cantón nadie se tomaba la justicia por su
mano. Las penas eran máximas en este sentido, y se había advertido de
las consecuencias de hacerlo.
El pueblo aún le escuchaba, creía en él, y la mayor parte lucharía
por el cantón hasta la victoria o la derrota final.
Novela 2 204
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estaba convencida de que las prisas que mostraban por contraer matri-
monio respondían a esa circunstancia, y la ilusión por tener nietos de
doña Dolores, la madre de Mario, que había transmitido este entusias-
mo al resto de la familia, suplía cualquier otra circunstancia.
El único que no podía estar contento con la situación era el bueno
de don Cesáreo. No es que se mostrara frío y distante con Lucía, pero
sí expresaba su preocupación, su pena y su malestar con Indalecio por
cómo se había llegado a tener que celebrar esa boda de aquella manera.
Lucía le había explicado, sin medias tintas, las circunstancias del
secuestro que Mario había sufrido, hecho que había determinado que
ella eligiera vivir desde ese mismo momento junto a él.
Cesáreo no podía creer que su antiguo amigo hubiera podido ac-
tuar de aquella forma, pero no dudaba de la veracidad del relato que su
hijo y su futura nuera le habían transmitido, por lo que un estado de
apatía se apoderaba a ratos de él, pensando en la condición humana y
a qué extremos podía llevar esta.
A Lucía le hubiera gustado que Cancio estuviera allí para hacer de
padrino de bodas, pero la situación de la revolución y la premura por-
que la familia de Mario asistiera al enlace lo impedía, por lo que Lucía
pidió a Cesáreo que la acompañara al altar, cosa que este aceptó con
orgullo, pero que no suplió su estado nostálgico y tristón.
El padre de familia ya no le daba consejos a Mario. Se sentía des-
bordado por toda aquella situación, y completamente fuera de lugar
de pronto, lejano ya al mundo en que se desenvolvía su hijo.
En parte se había sentido orgulloso de que Mario hubiera llegado
a diputado de la nación tan joven, a pesar de que dejara de lado el ne-
gocio. En el fondo sabía que su hijo había nacido para la política, no
para el comercio, y aceptó su decisión pese a su profundo pesar con la
misma.
Pero el que se hubiera convertido en cabecilla de toda aquella lo-
cura le inflingía un profundo desasosiego, una tristeza mayor que las
circunstancias nefandas que habían llevado a su precipitado enlace
matrimonial.
Aquello no podía salir bien, y su hijo corría el peligro cierto de
que, cuando cambiaran las tornas, fuera ajusticiado, y perderlo para
siempre. Eso si no moría antes en alguna escaramuza a las que era tan
aficionado, pensaba Cesáreo.
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14. LOBO
–No tienes por qué ir –le volvió a insistir Lucía, casi con reproche
en sus palabras–. Tú no eres marino. No pueden obligarte a ha-
cerlo.
–¿Y qué? Tampoco soy soldado, y me he jugado la vida cada día
cuando teníamos que burlar el bloqueo de Martínez Campos, o en las
noches en que querían romper nuestras defensas –replicó Mario casi
con frialdad–. Además, no es la primera vez que salgo con la escuadra
–añadió–. No sé por qué ahora te preocupas tanto.
–¡No es lo mismo y lo sabes! –exclamó, en uno de los arranques de
furia que tenía últimamente, y que el doctor Bonmatí Caparrós, jefe
de la Cruz Roja en el cantón, había achacado al estado de buena espe-
ranza de Lucía, que ya se manifestaba claramente.
De pronto esta rompió a llorar.
Mario no soportaba cuando lloraba. No sabía qué hacer para con-
solarla y se sentía impotente. Era consciente de que la vida de su es-
posa había cambiado radicalmente en los últimos meses y se sentía
profundamente culpable y responsable por ello.
De ser una señorita bien madrileña había pasado a ferviente revolu-
cionaria durante las primeras semanas de su relación, después embara-
zo y boda, y últimamente demasiado volcada en su labor sanitaria, lo
que le hacía alejarse cada día más de sus actividades políticas.
Los quinientos muertos de la batalla de Chinchilla, junto con los
cientos de heridos de aquella batalla, habían dejado profundamente
impresionada a Lucía.
Después, día tras día durante meses, decenas de víctimas a causa
de las incursiones terrestres y marítimas para burlar el bloqueo, no
habían hecho sino aplacar el fervor revolucionario de Lucía, que com-
prendía que cualquier día Mario podría ser uno de aquellos a los que
transportaban en las improvisadas carretas donde transportaban a los
muertos desde el frente hasta el cementerio.
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La visión real del dolor ajeno, las familias rotas por la pérdida de
un padre, un hermano o un hijo, la realidad de la guerra que ya había
llegado a las puertas del cantón, y el empecinamiento de los líderes
cantonales en morir matando, habían acabado con la inocencia inicial
de Lucía y su visión idílica de las cosas en un tiempo demasiado breve.
Había pasado en esos meses, en un proceso progresivo pero cons-
tante, de arengar a las mujeres sobre los beneficios de la revolución, a
dedicarse en cuerpo y alma a ayudar a don Antonio Bonmatí, el jefe de
la Cruz Roja en Cartagena, en sus quehaceres médicos.
Lucía había conocido al buen doctor, que desde el primer momen-
to había sido el jefe oficioso de la asistencia sanitaria de campaña del
Cantón, en su intento de crear un hospital maternal para todas las
mujeres de Cartagena.
Debía reconocerse ante sí misma que la urgencia y la implicación
con la que se había propuesto llevar a buen término su propuesta de
hospital estaba espoleada por el hecho de que en unos meses ella mis-
ma pasaría por el trance de dar a luz, algo que le preocupaba en exceso.
Suponía que los cambios hormonales también tendrían algo que
ver en el hecho de que ya no se sintiera tan atraída por la revolución
social, y sus pensamientos hubieran pasado a estar ocupados casi por
completo por el nuevo ser humano que crecía en su interior y la posi-
bilidad de que el padre de aquella criatura muriera cualquier día.
Se había sorprendido a sí misma echando en falta a su madre en todo
aquel trance, sentimiento que procuraba desterrar de su mente, pero
que indefectiblemente acudía a sus pensamientos de vez en cuando.
A raíz de la amistad surgida con Bonmatí, y la buena maña y
templanza que Lucía había demostrado tener con la sangre ajena, la
aplicación de apósitos y emplastos, y sobre todo el cosido de la carne
humana, había pasado a ser una ayudante de primera categoría del
médico en muy poco tiempo, dejando de lado cualquier otra ocupa-
ción política casi sin darse cuenta.
Era una aprendiz excelente, y no tenía ningún tipo de escrúpulo a
la hora de atender heridos graves. Era un don innato en ella que jamás
había sabido que poseía.
Posiblemente, pensaba la joven, su habilidad para zurcir heridas
se debía a la práctica obtenida en el bordado del malhadado ajuar de
su frustrada boda con Leandro, pues cuando estaba suturando, para
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darse valor y firmeza de pulso, pensaba que estaba ante una de las pie-
zas que tantas horas había pasado bordando, y que ahora acumulaban
polvo en casa de sus padres.
En todo caso se sorprendió a sí misma disfrutando mientras ayu-
daba a los demás y curaba sus heridas. Era una vocación que jamás se
le había pasado por la cabeza, y que cada vez más observaba como una
futura profesión a la que dedicarse.
Había encontrado, quizá, su lugar en el mundo, algo que había
intentado hacer buceando en las lecturas revolucionarias proporcio-
nadas por Galdós o participando activamente en la lucha política que
le había atraído semanas atrás.
En el fondo, pensaba, no era más que una niña criada entre algo-
dones, que estaba creciendo a marchas forzadas, haciéndose mujer en
un mundo que nunca había esperado conocer con aquella intensidad,
y en el que debía encontrar su sitio por sí misma.
Debía reconocer, a pesar de los pocos meses pasados, que conforme
pasaban los días y veía el desarrollo cruel de la guerra que ella misma
había ayudado a generar de alguna manera, más horrorizada estaba
de su propio ardor revolucionario del comienzo, cuando todo parecía
que saldría bien, y solo había felicidad entre ella y Mario.
Además, su marido cada vez estaba más ausente, ocupado en mi-
siones militares o políticas, incursiones para obtener víveres y dinero, e
intentonas navales de devolver al cantonalismo a las ciudades costeras
perdidas para la causa.
A Lucía, que con su embarazo haciendo estragos en su sistema hor-
monal hubiera requerido la presencia de su marido más que nunca, se
le hacían insoportables sus ausencias.
A veces se sentía viuda reciente.
En los escasos momentos en los que contaba con Mario a su lado,
este estaba tan agotado por su actividad militar, que no habían podido
recuperar la pasión que parecía llevarlos en volandas durante las pri-
meras semanas de matrimonio.
A todo ello había que añadir la propia decepción que Lucía sentía
con el cantón. Este se había creado para un fin superior, no para con-
ducir al hambre, la desesperación y la muerte a toda una ciudad.
La necesidad alimentaria de la población, y las demandas militares,
conllevaban la obligación de comportarse de forma rapaz con todas las
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que esta era continuamente rota por los cantonales para abastecerse
por tierra.
El general acabó dimitiendo, al impacientarse por el escaso apo-
yo que recibía por parte del Gobierno en sus reclamaciones de más
hombres y medios para el asedio, y por un rifirrafe que tuvo con el
Ejecutivo por un asunto con el ayuntamiento de Alicante.
Fue sustituido por el general Salcedo, que prometió no cejar en
su empeño hasta que Cartagena hubiera quedado libre de cantona-
listas.
Poco a poco, Salcedo había ido cerrando el cerco sobre Cartagena,
aumentando el número de hombres que la asediaban y la cantidad de
material del que disponían.
Aún no estaban preparados para un acoso más eficaz contra la ciu-
dad, materializado en un bombardeo masivo, pero al ritmo que lleva-
ban de construcción de baterías y líneas defensivas pronto comenza-
rían las hostilidades a gran escala.
Por mar, hasta ese día, el control había sido completamente can-
tonal. La superioridad naval del cantón era claramente manifiesta, y
les había permitido aprovisionarse en costa, por lo que la situación en
Cartagena aún no era ni mucho menos desesperada, aunque las priva-
ciones comenzaban.
El almirante Lobo, al mando de la recién reorganizada flota centra-
lista, había sido el encargado por el Gobierno de intentar cambiar eso,
efectuando un bloqueo serio y eficaz contra Cartagena, que llevara la
hambruna a la ciudad.
La flota cantonal estaba dispuesta a demostrarles lo difícil de aquel
intento.
Siguiendo a la flota salida de Cartagena para encontrarse con los
centralistas, había varios barcos extranjeros que, gracias a las labo-
res diplomáticas del cantón, ya no perseguían como piratas a los can-
tonales.
El cantón debía felicitar a Antonete por ello, ya que había sido
el encargado de mantener conversaciones con los cónsules de todos
los países acreditados en Cartagena, y más estrechamente con los de
Alemania e Inglaterra, habiendo conseguido que estos países observa-
ran la contienda como un asunto interno español, como una guerra
civil, que es lo que era.
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dos los ángulos, sin que la flota cantonal, muy alejada de su capitana,
estuviera en disposición de ayudar en el combate.
Sin embargo, la Numancia, la mejor nave española del momento,
rompió el cerco que los buques centralistas habían intentado impo-
nerle, atacando a los barcos más pequeños que la rodeaban, y haciendo
pasar grandes apuros a estos.
Pero Lobo tenía fama de hacer honor a su apellido, y no iba a dejar
escapar a su presa tan fácilmente. Se arrimó a la Numancia, pillándola
desprevenida, ocupada con el resto de naves más pequeñas, y caño-
neándola sin compasión, de costado, con abundante metralla, causan-
do muchas bajas y el terror entre la marinería, ya fuera esta voluntaria
o profesional.
La mayor pericia marinera de Lobo lo hizo manejar hábilmente a
la Vitoria para hacerle ganar ventaja de disparo, que los artilleros cen-
tralistas aprovechaban para causar grandes daños en cubierta, mástiles
y enemigos.
Los sucesivos lances tuvieron el efecto de hacer que Contreras
ordenara la retirada a Cartagena, con la Vitoria pisándole los talo-
nes en posición ventajosa, mientras el resto de la flota cantonal se en-
contraba enfangada ya en su propia batalla con los barcos centralistas,
liberados hacía rato de hostigar a la Numancia, puesta en fuga por
Lobo.
Una vez fuera de combate la Numancia, la Vitoria viró en dirección
a la nave cantonal que tenía más cerca, la Méndez Núñez, que había
quedado en la inútil soledad de la retaguardia, intentando unirse al
combate.
La Vitoria utilizó su enorme superioridad frente a la Méndez para
acercarse rápidamente a ella y comenzar a cañonear a su rival, causan-
do muchas bajas entre su tripulación, como ya había hecho frente a la
Numancia.
La Méndez, ante la inminente derrota, no tuvo más remedio que
acercarse cuanto pudo a la costa, intentando huir de los cañones de la
Vitoria.
Al final, lo único que evitó que fuera hundida por la nave capitana
centralista fue que un barco francés, de los que seguían a la flota can-
tonal como espectadores extranjeros, se interpuso en la línea de tiro de
la Vitoria.
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Los heridos llenaban el puerto, hasta donde Bonmatí había llevado sus
ambulancias con la Cruz Roja pintada en ellas.
El médico corría de aquí para allá, suturando heridas lo más rápido
que podía en el mismo puerto, ordenando a los más leves que fueran
atendidos por auxiliares e intentando organizar todo ese caos.
Mario estaba ayudando en ese momento a trasladar a los heridos
más graves de la Tetuán hasta la ayuda médica. Entonces la vio. Lucía
en plena acción, cosiendo un tajo en un brazo, después de extraer una
esquirla de gran tamaño.
Sintió una preocupación inmediata. No debería estar haciendo
aquello en su estado, pero en ese momento Mario comprendió que
ella no querría estar en otro sitio.
Lucía mantenía la calma mientras todos los demás estaban altera-
dos y nerviosos, cosiendo con precisión y rápidamente la herida que
tenía enfrente. Se sintió tremendamente orgulloso de ella.
Se acercó para preguntarle dónde colocaba al herido. Al verle,
Lucía dejó de coser y se abalanzó a abrazarlo.
–¡Gracias a Dios! –exclamó antes de besarlo con fuerza, cogiéndole
la cara con las manos ensangrentadas, y dejándole más manchado de
lo que iba. A continuación, sin más aspavientos, volvió tranquilamen-
te a su trabajo de sutura–. Colócalo ahí –ordenó, refiriéndose al herido
que transportaban y que no parecía revestir mucha gravedad–. Ahora
lo verá el doctor –dijo sin añadir nada más, y dejando a Mario com-
pletamente aturdido.
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16. ESPÍAS
Cartagena,
24 de diciembre de 1873
Cartageneros:
Encargado por el Gobierno de la República, de emprender con todo
vigor las operaciones del sitio contra vuestra ciudad querida, cúmpleme
dirigíos una voz de consejo, antes de extremarlas con los grandes medios
que el Gobierno pone a mi disposición.
En nombre de la libertad y el orden, que aquella no puede existir sin
este, os aconsejo que depongáis las armas y abandonéis a los que con sus
disolventes ideas han llevado el luto, la miseria y la desolación a esta ciu-
dad antes rica, feliz y floreciente.
Pensadlo bien y escuchad una voz, todavía amiga, que en nombre de
un Gobierno republicano ofrece libertad verdadera, orden, paz, sosiego,
y que si persistís en prolongar una defensa que es larga y tenaz, porque
esa plaza había consumido los millones y cuidados de la nación, para
emplearlos contra los enemigos de la patria, y no contra españoles y libe-
rales, no dudéis que ya se acerca el término de vuestra resistencia, porque
el ataque ha de ser rudo y sangriento, y vosotros seréis responsables ante
la historia, ante vuestro pueblo y ante vuestras familias, de los males sin
cuento que acumuláis sobre Cartagena.
El Gobierno, como liberal, es generoso, y no quiere el derramamiento
de sangre: no le obliguéis a la severidad que repugna a los sentimientos
de mi alma, pero que emplearé con la energía de un soldado de la liber-
tad y a la vez obediente y subordinado a su patria.
Hacía once días que tres soldados habían acudido con bandera blanca
a entregar un bando escrito por el nuevo oficial al mando del sitio de
la plaza, el general López Domínguez.
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hasta que Pi volviera al poder. Mario debía ser fuerte, ahora más que
nunca.
Sin embargo, Gálvez sí tenía una proposición para Mario. Antonete
se había fijado en que Lucía era ya una más entre los servicios sanita-
rios de la Cruz Roja liderada por Bonmatí.
Esta institución, con su médico jefe a la cabeza, había sido siempre
la encargada de negociar las treguas con los enemigos y los pasillos
humanitarios.
¿Quién podía asegurar que no utilizara esas reuniones para facili-
tar información acerca de las debilidades del cantón y de las personas
contrarias a este dentro de la ciudad? ¿Sería este el medio por el que los
centralistas pasaban propaganda dentro de la ciudad?
Quizá Lucía había visto algo sospechoso, unos paquetes fuera
de lugar, una conversación extraña, cualquier cosa. Estaría bien que
Mario sacara el tema con su esposa y que inmediatamente informara a
la Junta, es decir, a él.
Mario se quedó mirando a su antiguo ídolo. Se había vuelto com-
pletamente loco si pensaba que Bonmatí era un espía.
El joven se limitó a decir que informaría con puntualidad si des-
cubría cualquier cosa extraña y que continuaría en su puesto de las
murallas si esa debía ser su función. Desde entonces no había cruzado
palabra con Gálvez.
Antonete estaba realmente paranoico esos días con el tema de los
espías. Seguro que los había, pero él creía verlos por todas partes, y con
el recrudecimiento del asedio y el avance de las posiciones centralistas
su estado de alerta se había vuelto casi enfermizo.
–Muchas gracias, Mario, por haber traído el pollo. Hoy en día eso
es mucho –dijo Bonmatí.
–De nada. En realidad han llegado en la Darro que ha roto el bloqueo
esta mañana. Los faluchos nos están salvando la vida, don Antonio.
–Sí, eso he oído… y, sin embargo, ya hay gente que no tiene casi
nada que comer –dijo el médico en tono de reproche.
–La Junta reparte lo mejor que tiene preferentemente entre los que
luchan y sus familias. Para los demás, solo si sobra –explicó Mario con
un cierto tono de vergüenza.
–Es comprensible, no te preocupes –contestó Bonmatí quitando
hierro al asunto.
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–Pero si hay alguien que ha hecho más que usted por el cantón,
que me lo traigan ahora mismo y le regalo mi parte de la cena. Ese
pollo tenía su nombre, don Antonio –añadió Mario.
–Quita hombre, quita…
–Si no fuera por él, los sufrimientos de esta ciudad serían todavía
mayores –agregó Lucía sumándose a la conversación, en referencia al
doctor–. Su sistema de ambulancias, incluso en el mar, ha salvado la
vida a muchos que no hubieran llegado vivos al hospital. Cartagena le
debe mucho, don Antonio.
Había sido idea del doctor crear una ambulancia náutica, que ha-
bía sido la primera del mundo, o al menos eso creían. La idea era
atender heridos lo antes posible, pues durante el primer combate con
Lobo, muchos se hubieran podido salvar de haber sido atendidos
con premura.
–Bueno, ya vale, que me vais a sonrojar –contestó el humilde mé-
dico–. Solo he hecho lo que debía de hacer.
–Y también está lo de la habitación que nos ha proporcionado
–dijo Mario.
–Bueno, eso es gracias a la cobardía de mi buen amigo el boticario
Menéndez, tan federalista él, que huyó de la ciudad en cuanto escuchó
el primer bombazo. Era una pena desperdiciar una rebotica tan amplia
y tan vacía ahora mismo, y de la cual yo tenía llaves –contestó entre
risas el médico.
Entonces alguien llamó con fuerza a la puerta de la vivienda del
médico.
Doña Consuelo, la esposa de Bonmatí, acudió a abrir. Su cara de
sorpresa al ver la imponente figura de Antonete Gálvez acompañado
de cuatro voluntarios, fue todo un muestrario de expresiones fugaces,
en el que la del miedo mal disimulado era una de las más representa-
tivas.
–¿Está don Antonio? –preguntó sin más Gálvez, al que la tensión
de aquellos días comenzaba a pasarle factura en el rostro.
Bonmatí, al escuchar la inconfundible voz de Antonete pronunciar
su nombre, hizo señales a Mario y Lucía para que no se levantaran de su
asiento ni hicieran ruido. Después salió desde el comedor al recibidor.
–Aquí estoy. ¿Qué se te ofrece compañero? –preguntó.
–Tienes que acompañarnos –dijo Gálvez sin más.
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que había ido a rescatarle, sabiendo que con él a bordo nada malo
podría ocurrirle.
Al llegar a tierra lo primero que hicieron fue visitar a la esposa de
Bonmatí, doña Consuelo, que los recibió entre lágrimas. Aquellas dos
semanas de separación habían supuesto para la señora un desgaste de-
masiado grande.
No quería dejar escapar al médico de su casa bajo ninguna circuns-
tancia, así que le preparó un almuerzo con lo poco que tenía, com-
partiendo el pan y el pescado que había traído Mario como regalo de
bienvenida.
Pero el doctor quería presentarse lo antes posible ante sus subor-
dinados de la Cruz Roja, decirles que se encontraba bien, y tomar el
mando, aunque solo fuera formalmente, así que no tardó mucho en
anunciar que se volvía a marchar, para disgusto de doña Consuelo.
Además, el médico había prometido a Mario que ordenaría tajan-
temente a Lucía dejar de efectuar ninguna labor y descansar lo máxi-
mo posible después de tantos días, y no quería dejar pasar mucho
tiempo antes de cumplir su promesa.
–Se va a alegrar mucho de verle –dijo Mario mientras ambos hom-
bres se dirigían hacia el Parque de Artillería, un enorme edificio que
ocupaba más de cuatro mil metros cuadrados, y que antes había dado
trabajo a cinco mil obreros dedicados a fabricar todo tipo de pro-
yectiles.
En esos momentos solo funcionaba como almacén militar y centro
de refugio de gente sin hogar, dados sus gruesos muros y sus extraordi-
narias defensas contra las bombas.
Mario pensaba que era un contrasentido albergar en un mismo
lugar más de cincuenta mil kilos de pólvora y miles de proyectiles
junto a gente sin hogar de la ciudad, pero la Junta había determinado
que no había peligro alguno, ya que las bombas centralistas, aunque
alguna vez caían allí, eran incapaces de generar daño alguno en el edi-
ficio, ampliamente fortificado, y tampoco es que hubiera muchas más
opciones, en una Cartagena derruida, para albergar a tanta gente que
había perdido sus casas durante el transcurso del asedio.
Allí había centrado sus trabajos Lucía en los últimos días, ya que
la Cruz Roja había estacionado en las inmediaciones del edificio sus
ambulancias móviles, que no eran más que carros con una gran cruz
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Aún tuvieron que esperar más de un año para poder andar tranqui-
lamente por la ciudad, paseando a Esperanza, y exhibiendo el nuevo
embarazo de Lucía, sin temor a ser detenidos.
Mario había cumplido su promesa, y medio clandestinamente,
ayudado por Antonete y su gente de la huerta, había permanecido
junto a su esposa y su familia.
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FIN
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ÍNDICE