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Migraciones y Exilios, 3-2002, pp.

23-42

La literatura del exilio en su historia

Carlos Blanco Aguinaga

RESUMEN:
El autor recuerda cómo se planteó la problemática integración de la obra literaria
del exilio al escribir la Historia social de la literatura española en los inicios del post-fran-
quismo, repasa las diversas aproximaciones realizadas desde entonces y establece mar-
cos de comparación con otros exilios producidos en la cultura occidental durante el
siglo XX. Finalmente evoca su experiencia como miembro de la segunda generación del
exilio republicano y su integración en el grupo que editaba la revista Presencia.
Palabras clave: Exilio republicano; Literatura española; Siglo XX; Historia de la literatura.

ABSTRACT:
The author remembers how the problematic integration of the literary work of
the exile was raised when writing the Social History of the Spanish Literature in the begin-
nings of the post-franquismo, reviews the diverse approaches realized from then on, and
establishes frames for comparison with other exiles taken place in the western culture
during the XX Century. Finally, he evokes his experience as a member of the second
generation of the Republican exile, and his integration in the group that published the
magazine Presencia.
Key words: Republican Exile; Spanish Literature; XX Century; History of the Literature.

El título bajo el que nos reunimos en este muy especial Seminario, «Exilio e his-
toria literaria», se presta ante todo a pensar (o a seguir pensando) en cuestiones de
orden teórico general acerca de lo que —a diferencia de «diáspora» o «emigración»,
por ejemplo— significa el concepto de exilio y a explorar las variadas relaciones que
pueda haber entre escritores exilados de diversas culturas y tiempos históricos y las
literaturas de sus lugares de origen. Remitiéndome a algunas de esas cuestiones gene-
rales (exilio individual, político o no, a diferencia de exilio político masivo; exilio corto
o largo; exilio que acaba por convertirse en emigración; etc.) algo he dicho (pero no
publicado) en los últimos tres o cuatro años sobre lo que llamo “la especificidad del
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exilio español del 39”. Pero he resistido la tentación de ir aquí por esa vía y, en cam-
bio, voy a tratar de lo que, es de sospechar, más nos preocupa en esta reunión a todos:
cómo dejar “inscrita” de una vez por todas la literatura del exilio de 1939 en la
Historia de la literatura española.
Sospecho que a estas alturas, tal vez especialmente después de la reciente Historia
de la novela española (1936-2000) de Ignacio Soldevila, mis opiniones al respecto resul-
tarán elementalmente perogrullescas. Más perugrollesco aún, si cabe, es un dato que
me siento obligado a recordar antes de entrar en harina: y es que si, bien por cos-
tumbre (y tal vez por comodidad), solemos todos hablar de “el exilio español de
1939” no debemos nunca perder de vista que en aquel exilio había personas mayores,
adolescentes y niños, y que debido a esa diferencia las actividades, literarias o no, de
unos y otros a lo largo de los años han sido muy diferentes y significan cosas muy dis-
tintas. Por lo que va a importar para lo que propongo al final de esta ponencia, me
permito, pues, recordarles una de las cosas más olvidadas de puro sabidas: que los
más de los escritores y escritoras de los que solemos ocuparnos pertenecen a tres
generaciones distintas, la de Picasso y Ortega, con Juan Ramón a la cabeza; la de la
generación del 27 y sus benjamines, abrumadoramente mayoritaria en el exilio de
1939; y la de los niños y adolescentes de aquel exilio, los más de los cuales entre los
que a veces nos ocupan son coetáneos de lo que en España tiende a llamarse «gene-
ración del 50». Recordado esto, paso a nuestro tema.

LOS MAYORES DEL EXILIO EN LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA

No tengo costumbre de hablar de mi mismo cuando de cuestiones «profesiona-


les» se trata, pero se me disculpará si en este caso no se me ocurre mejor manera de
empezar que repensando públicamente algunos problemas que, en mi opinión, pre-
sentaba —y, desgraciadamente, sigue presentando— una Historia de la literatura en
cuya producción he participado a lo largo de tres ediciones y algo más de 20 años.
Cuando algo antes de mediados de los años 70 del siglo pasado, a instancias del
incontenible y contagioso entusiasmo de Julio Rodríguez Puértolas, él, Iris Zavala y
yo nos metimos en la difícil empresa de escribir una Historia social de la literatura espa-
ñola (en lengua castellana), donde por “social” queríamos decir marxista —cosa que unos
y otros entendieron enseguida, muy en particular la crítica enemiga— decidimos sin
dificultad que, al llegar a Juan Ramón y a la generación del 27, dividiríamos su ingen-
La literatura del exilio en su historia 25

te obra en dos partes: lo escrito en España y lo escrito en el exilio a partir de 1939 (en
algún caso, lo escrito a partir de 1937 y 1938).
Al establecer aquella división nos guiaban, por supuesto, razones literarias: a par-
tir del exilio cambiaban los temas y hasta las maneras y el lenguaje en aquellos poetas
y narradores, no sólo en el caso de un Prados, un Cernuda, o un Max Aub, pongamos
por caso, sino, incluso, en el caso del mismo Juan Ramón y en los casos de Salinas y
Guillén. Por lo demás, claro está, era evidente que esos cambios respondían a una
situación histórica y política que había de guiarnos para proponer a los lectores espa-
ñoles que su mejor literatura post-98 había sido obligada a un exilio que por enton-
ces sumaba casi ya los famosos 40 años. Era y es más que obvio que la totalidad de la
obra de los del 27 no se entiende sin aquella ruptura, que fue la ruptura de la vida
española, y al dividir aquel capítulo en —por así decirlo— un «dentro» y un «fuera»
de España no inventábamos nada ya que, aunque los más de los estudios hasta enton-
ces sobre —por ejemplo— la novela trataban de la novela escrita en España, había
también estudios «paralelos» sobre la narrativa escrita en el exilio (empezando, por
ejemplo, por el libro pionero del malogrado José Ramón Marra López, Narrativa espa-
ñola fuera de España, 1939-1961, Madrid: 1963). Y es que, sin duda, todos los españo-
les (y no sólo los españoles) estaban conscientes de la existencia de lo que solía lla-
marse “las dos Españas”. La diferencia, si acaso, estaba en que nosotros queríamos
polémicamente establecer la división entre esas dos Españas como parte de un
mismo capítulo de un solo libro sobre literatura española.
Ahora bien, la estructura de nuestra propia narrativa a partir de 1939 no podía
ser lineal, precisamente porque mientras unos españoles escribían (o habían escrito)
en el exilio, otros escribían en España. Así, al llegar ya al final de la Guerra Civil, no
tuvimos más remedio que abrir una sección aparte titulada «La España peregrina». Al
hacer ese apartado, pretendíamos de paso confirmar, un tanto indirectamente, que —
dijera lo que dijera Julián Marías en uno de sus más tontos artículos— León Felipe
había tenido razón cuando escribía aquello de que los exilados se habían llevado “la
canción”. Una “canción” que, por lo demás y según indicábamos en la introducción
a esa sección, se llevaron consigo no sólo los poetas, los narradores, los dramaturgos
y los músicos mismos, sino, con ellos, los filósofos y filósofas, los historiadores y las
historiadoras, los periodistas, los fisiólogos, los químicos, los maestros y maestras de
escuela, los ingenieros, los torneros, los linotipistas, los sastres, las costureras...
Contextualizando así aquel apartado, tratábamos de que no se olvidara que la litera-
tura española escrita en el exilio era parte imborrable de una sociedad y una cultura
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que Franco había pretendido destruir. Nada menos que la de la España que en abril
de 1931 trajo la Segunda República y en febrero de 1936 votó al Frente Popular.
Los tres volúmenes de la primera edición se publicaron en 1979 y, para ser una
simple Historia de la literatura, tuvieron un sorprendente éxito de ventas, especial-
mente el volumen tercero, en el que tratábamos de estas cuestiones.
Correspondientemente, las reseñas críticas fueron feroces (y, en el caso de El País,
sostenidas durante varias semanas). ¿Qué nervio habíamos tocado en los lectores
entusiastas que promovieron el libro por el “boca a boca” y en los críticos que nos
condenaban de manera prácticamente unánime? Me permito seguir recordando algu-
nas cosas más casi olvidadas de puro sabidas.
Ya en 1976 se había estrenado la película de Patiño Canciones para después de una
guerra, y tal vez los mayores entre los de este Seminario recuerden que a su estreno en
Madrid acudieron toda clase de capitostes políticos y que todos ellos, sin excepción,
aprovecharon la película para proponer que había que olvidar las cosas malas del
pasado, en particular, por supuesto, la Guerra Civil. Luego, en enero del 77, fue la
matanza de Atocha, motivo de gran dolor y ocasión para que más de un centenar de
miles de gentes gritaran en Madrid “Unidad, unidad” por la calle de Génova y por la
Castellana el día del entierro de los laboralistas muertos. Vinieron luego la legaliza-
ción del PC y las elecciones que ganaron Suárez y UCD. Ya para entonces, los socia-
listas habían dejado de pedir la unidad de la izquierda, Felipe González estaba a punto
de declarar que, en cuanto socialista, no le hacía falta el marxismo para nada (“No me
hace puñetera falta” diría en una entrevista en Barcelona, preparando con ello la liqui-
dación del marxismo en el seno del PSOE, que se llevó a cabo en el Congreso de ese
partido en 1979) y, a pesar de los Pactos de la Moncloa, UGT y USO seguían enfren-
tándose cotidianamente a CCOO. En lo que todos, salvo militantes del MC y otros
partidos de, digamos, extrema izquierda, parecían, sin embargo, estar de acuerdo era
en que seguía siendo necesario olvidar. Y en ese contexto aparece nuestra Historia
social de la literatura española (en lengua castellana).
Que yo recuerde, las críticas al libro fueron principalmente dirigidas a lo que los
más descarados llamaron nuestro “estalinismo” (hablábamos de “burguesía” a fina-
les de la Edad Media, enorme error/horror histórico, según ellos; nos permitíamos
dudar que Santa Teresa mereciese un lugar en la historia de la literatura que no se con-
cedía —por ejemplo— a los artículos de Pablo Iglesias; hablábamos de ideología al
tratar de Lope y Calderón; y un largo etcétera). Pero no recuerdo que alguien cues-
tionara que diéramos tanta importancia a la literatura de la Guerra Civil, o que divi-
La literatura del exilio en su historia 27

diéramos la obra de Juan Ramón y los poetas y narradores del 27 en dos partes y que,
por tanto, separáramos la obra escrita en el exilio por españoles de la de la literatura
escrita en España a partir del 39. A fin de cuentas, como digo, ello ya se había hecho
en estudios parciales. Pero en nuestra Historia, como estorbando en medio de todo lo
demás, estaba el recuerdo de lo que había que olvidar, y quedaba claro en el libro que,
con sus excepciones, desde luego, ya más allá de los del 98, desde 1925 o 1930 hasta,
más o menos, mediados de los cincuenta, la única literatura española digna de tal
nombre era la de los exilados, algunos de los cuales, como Aleixandre o Dámaso
Alonso, habían vivido un exilio interior.
La cuestión nos parecía a nosotros tan importante que al preparar la segunda edi-
ción (1981), en la que, por supuesto, se introducen correcciones, no vimos motivo algu-
no para cambiar la estructura de aquellos capítulos: literatura española escrita en España
/ literatura española escrita en el exilio. Seguía tratándose, por una parte, de recordar lo
que muchos querían que se olvidara; por otra, de que esa memoria calase lo suficiente-
mente hondo como para ayudar a la “recuperación” de los escritores del exilio.
El triunfo electoral del PSOE en 1982 no cambió mucho el ambiente con res-
pecto a la cuestión de la recuperación de la memoria. A fin de cuentas, en el 23-F del
‘81 los “poderes fácticos” se habían hecho sentir directamente en el golpe de Tejero
y no se consideraba prudente hurgar en viejos conflictos y enemistades cuando se tra-
taba de solidificar la “Transición” hacia la democracia. Esta actitud anti-historicista de
quienes gobernaban o querían gobernar duró en forma beligerante hasta, por lo
menos, 1986. Ya después la Transición parecía asegurada y no era tan necesario
machacar sobre el tema.
De ahí que en una conferencia dada en Madrid por ahí del 86, y luego repetida
con variantes en México en 1990, insistiera yo todavía en la dicotomía dentro / fuera
y tratara de expresar por primera vez de forma explícita lo difícil que —en mi opi-
nión— resultaba aún incorporar de manera natural a los escritores del exilio a la his-
toria de la literatura española. Cierto que en aquellas conferencias (de las que luego
resultó un artículo) distinguía entre poesía y narrativa, pareciéndome más fácil —por
razones que, para mí, son obvias— la «recuperación» de los poetas que la de los pro-
sistas. Y no sólo por lo especial que es la tendencia de la poesía a «universalizar» las
ideas y sentimientos, sino porque, a fin de cuentas, ya desde el libro fundamental de
Castellet algunos poetas del exilio habían vuelto a reaparecer en España, no sólo
como poetas de calidad, sino como influyentes en el despertar poético y hasta en la
evolución de los entonces jóvenes poetas de España. Creo que es un hecho que ni un
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Blas de Otero, ni un José Hierro, ni los más jóvenes Ángel González o Gil de Biedma
(quien, no debe olvidarse, había escrito un libro sobre Guillén) habían sido ajenos a
Lorca, o a Guillén, o a Alberti, o a Aleixandre, como no eran ajenos a Machado o a
César Vallejo, el gran peruano coetáneo de los del 27. Pero no es lo mismo influir en
minorías que quedar en la Historia cotidiana de la literatura y, por tanto, pensábamos
que era todavía importante insistir en la estructura dentro / fuera de nuestra versión
de la Historia de la literatura española.
Además, como digo, más difícil veía yo en aquellas conferencias la incorporación
de los narradores del exilio ya que, aunque con posibles excepciones notables (Kafka,
lo más famoso de Borges, por ejemplo), incluso los narradores posteriores al realis-
mo del siglo XIX parecen necesitar alguna tierra, alguna lengua, algún tiempo y algu-
nos lectores concretos en los que asentar sus ficciones. Esto vale no sólo para
Thomas Mann, D.H.Lawrence, Pavese, Rulfo o Luis Martín Santos, sino para el
Unamuno «nivolista», para Proust, para Joyce y para el Cortázar de Rayuela. Pero ¿qué
ocurre cuando los narradores modernos pierden su «tierra» y el contacto directo con
los posibles lectores de esa tierra? ¿Qué relaciones con esa «tierra» encontramos en la
narrativa de los múltiples exilios contemporáneos, obligados o voluntarios?
Al igual que en los casos de Joyce (individual exilio voluntario), Mann (parte de
un exilio masivo obligado), Cortázar (exilio individual voluntario) o Unamuno (indi-
vidual exilio obligado), la narrativa del exilio español del 39 (consecuencia de un obli-
gado exilio político masivo) se ocupa, principalmente, de la tierra y el tiempo que los
narradores han dejado atrás. Tal vez el caso más extremo sea el de Max Aub quien,
entre l943 y l968, no sólo escribe sus seis «Campos», sino Las buenas intenciones (l954)
y La calle de Valverde (1961), a más de Jusep Torres Campalans (1958) y un nuevo Luis
Álvarez Petreña (1971). Pero no es Aub el único empeñado en narrar desde el exilio
vidas españolas de la pre-Guerra, la Guerra y la post-Guerra. La obra de Sender per-
dería no poca de su importancia si no hubiese escrito en el exilio Crónica del alba (1942;
edición definitiva, 1965-1966), Moisés Millán (l953), o Réquiem por un campesino español
(1960). Otro tanto podría decirse a propósito de Los usurpadores y La cabeza del cordero
(ambos de 1949), de Francisco Ayala, o de los cuentos de Manuel Andujar, así como
la fundamental y especialísima trilogía de Arturo Barea, La forja de un rebelde, novela
que aunque escrita en castellano en Inglaterra entre 1941 y 1944, vio la primera luz
traducida al inglés en 1946. Según sabemos todos en esta reunión, la lista podría ser
larguísima, y entre los autores que tendríamos que recordar encontrarían su sitio, por
ejemplo, María Teresa León, Serrano Poncela, Paulino Masip, Rosa Chacel, José
Rubia Barcia, José Blanco Amor y muchos más.
La literatura del exilio en su historia 29

Me bastaba ver las dificultades que teníamos los historiadores de la literatura


española contemporánea para situar en su Historia a los narradores que durante unos
treinta años escribieron fuera de España, para creer que —como decía Cernuda de su
propia obra— la literatura del exilio se encontraba en el “limbo”. Porque, traten sus
textos de cosas de España o, según ocurre en algunos casos, de cosas de América1 es
un hecho que, mientras los narradores del exilio producían desconectados no sólo de
su tierra de origen, sino de los lectores españoles, la narrativa española iba haciendo
su propia historia interna (La colmena, El Jarama, La Piqueta, Central eléctrica, Tiempo de
silencio, Volverás a Región...) sin contacto real alguno con lo que producían en América
Max Aub, María Teresa León, Ayala o Sender, entre otros.
Como, además, la narrativa del exilio español no está inserta en la cultura hege-
mónica de Occidente (como, por ejemplo, está un Nabokov, y pueden estarlo, aun-
que sea un tanto marginalmente, un Guillén, un Alberti, o, gracias a un sorprenden-
te Premio Nobel, un Aleixandre), podría tal vez pensarse que, desde el punto de vista
de la Historia literaria en cuanto ámbito supuestamente universal, se le pueden apli-
car a esa narrativa aquellas terribles palabras que Max Aub escribió en La gallina ciega
(l971) acerca de los refugiados de la Guerra Civil española en general: “la verdad es
que somos un puñado de gente sin sitio en el mundo”2. No es extraño que dijera esto
un novelista y dramaturgo, porque si los poetas del 27 habían influido y empezaban
ya para entonces a aparecer con cierta naturalidad en la Historia de la literatura espa-
ñola, los narradores ni habían influido ni aparecerían por mucho tiempo.
Sin embargo, como las obras literarias no son personas (es decir, la vida del texto
literario no acaba necesariamente en sí misma), y como sabemos de la calidad e
importancia de buena parte de la narrativa del exilio, inseparables esa calidad y esa
importancia del hecho de ser esa narrativa forma de la representación profunda de un
momento terrible y crucial de la conciencia española, así como de su encuentro direc-
to, vivo y contradictorio con América, me resultaba imposible suponer que no tendría

01 Falta por estudiar el papel que en esta historia juega la literatura de temas americanos que se
escribió en el exilio. Sospecho que aquí —siempre bajo la sombra de Tirano Banderas— habría que hablar
de contactos personales y de influencias mutuas entre escritores refugiados y escritores de América. Y
tal vez tengamos también que tomar en cuenta la influencia que pueda todavía tener en España lo escri-
to sobre América por los escritores del exilio. Pero confieso que no tengo nada claro este aspecto de la
cuestión.
02 Cf. ZELAYA, María Elena: Testimonios americanos de los escritores españoles transterrados de 1939,
Madrid, Ediciones Cultura Hispánica: 1985, p. 33.
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su sitio, algún sitio en alguna Historia ya que, a fin de cuentas, ninguna producción huma-
na puede quedar fuera de la Historia. Sólo que, para encontrar ese sitio —proponía yo
entonces—, tendríamos que inventarnos otra manera de entender y de inscribir la lite-
ratura del exilio español del 39 en la historia de la literatura española. Es decir: queda-
ba aún por encontrar la forma de narrar la historia de esa literatura en el interior de la
Historia de una literatura de la que, en realidad, nunca había ni ha estado ausente.
Ya para el 90, más o menos, lo tenía yo claro: fundamentalmente, era ya hora de
eliminar la división entre lo escrito en España y lo escrito en el exilio. Para lo cual
habría que empezar por entender realmente, en el meollo de la conciencia, en sus
entrañas, lo que todos hemos sabido siempre, aquello que querían que olvidáramos y
que, al parecer —yo diría que inevitablemente—, se va olvidando con la nuevas gene-
raciones: que en la entidad nacional conocida desde hace siglos como «España», tras
una Guerra Civil de casi tres años de duración, todo quedó a partir de l939 dividido
en vencedores y vencidos. Recordar este hecho, tan sabido por todos, pero rechaza-
do por quienes pretendían borrar la memoria histórica de los españoles, significaría
recordar que, durante largos años, mientras en España los vencedores no sólo hacían
y deshacían, sino que hablaban y escribían públicamente, a los vencidos se les tenía
prohibido el hacer y el decir. Ahora bien, como había vencidos dentro y fuera de
España, la «prohibición» no afectaba a todos por igual: dentro, durante muchos años,
los vencidos se vieron obligados a producir una escritura clandestina y / o socio-his-
tóricamente alusiva-elusiva; fuera, se escribía y se publicaba al aire libre. Pero, en últi-
ma instancia, las dos maneras de escritura tenían el mismo problema: ninguna de las
dos podía llegar directamente a los lectores españoles de todos los días. No se trata,
sin embargo, de escrituras iguales. La del exterior, libre pero lejana del momento
actual de la tierra en la que vio su origen, tenía como función principal reconstruir (para
que quedara en la memoria histórica) la España que había precedido al triunfo final
de los vencedores; la del interior, que en sus inicios centralmente pedía libertad, inten-
taba representar el dolor y la angustia cotidianos de quienes todavía pisaban su pro-
pia tierra (conectando más o menos ambiguamente con el pasado inmediato).
Podría decirse, por tanto, que, entre —más o menos— l940 y l950 se trataba de
dos facetas complementarias de una sola literatura que los vencidos todos escribían.
Como en todo caso de complementarios, la una carecía de lo que tenía la otra. A lo
que se escribía fuera, le faltaba la concreción de las dificultades de la lucha interna,
donde por “lucha” entiendo no sólo un comportamiento político, sino los quehace-
res necesarios para la pura sobrevivencia; lo escrito dentro, en cambio, buscaba los
La literatura del exilio en su historia 31

precedentes de su lucha en una Historia cuyo discurso, prohibido en su casa, poseían


todavía quienes ya no vivían con ellos. Una comprensión clara de esa dialéctica de la
presencia-ausencia —pensaba yo— nos permitiría entender que, en esos años de la
—digamos— post-Guerra inmediata, sólo hay dos historias posibles de la literatura
española, pero no la de dentro y la de fuera, sino la de los vencedores y la de los ven-
cidos. Y esas dos historias eran parte de una sola historia puesto que el discurso de los
vencidos, estuvieran fuera o dentro, no funcionaba sin el referente del de los vence-
dores, al cual una y otra vez nos remite. Curiosamente, pero quizá no sea tan paradó-
jico como parece, la primera reunión de todos estos diversos factores se logra en La
colmena, novela escrita en España nada menos que por un censor de antecedentes fas-
cistas, pero publicada por primera vez, no lo olvidemos, en el extranjero.
A partir de ahí, van surgiendo en España los Ferlosio, Blas de Otero, Hierro,
Celaya, Salinas, Ferres, Luis Martín Santos, etc. y es evidente en todos ellos la presen-
cia de la ausencia, desde cuyo centro empiezan a reconstruir el mundo. Piénsese:
Ferlosio titula y sitúa su novela nada menos que en el Jarama, río de grandes batallas
en la Guerra que en un momento de la novela lleva aguas rojizas como de sangre; Blas
de Otero incrusta en sus poemas versos de Machado o de Vallejo; Celaya dialoga con
Neruda y sus poemas sobre España; Luis Martín-Santos crea un personaje cuyo fra-
caso científico está presidido por una foto de Cajal, alguno de cuyos discípulos obten-
dría el premio Nobel residiendo en el exilio; etc. Y fuera de España, debemos recor-
dar de nuevo a Max Aub, quien por entonces publicó en México una importante anto-
logía de poetas de allá (o sea de aquí), insistiendo fuertemente en que lo que le faltaba
a la literatura del exilio habría de encontrarse en la lucha que contra la censura estaba
ya por entonces llevando públicamente la literatura que se producía en el interior.
A partir de ese tiempo, que puede situarse entre mediados de los cincuenta y
principios de los sesenta, y que es también —entre tantas otras cosas— el momento
en que se reestablece tímidamente la comunicación (puramente epistolar en la mayo-
ría de los casos) entre los escritores de dentro y los de fuera, sospecho que la pro-
ducción literaria del exilio, sin perder nada de su importancia ni, por supuesto, dejar
de ser española, pasa a cumplir una función ya ancilar, aunque todavía significativa:
será uno de los depósitos de la memoria que la España anti-franquista del interior tenía
que ir recuperando poco a poco para encontrarse a sí misma como distinta pero, de
algún modo, todavía heredera de la España progresista de la República y anti-franquis-
ta de la Guerra. Tres novelas escritas por españoles del interior, pero publicadas fuera
de España, son testimonios notables de esta difícil dialéctica. Me refiero a El exilio inte-
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rior, de Miguel Salabert, publicada en francés en París en 1961; a Estos son tus hermanos,
de Daniel Sueiro (México: 1965); y a Si te dicen que caí, de Juan Marsé (México: 1973).
Hemos de notar también que, cuando —vencida en no pocos casos por la muer-
te física de quienes la produjeron— va cesando la escritura de nuestros mayores en el
exilio, algunos de sus textos van apareciendo en España. Sin embargo —por razones
que, ya digo, me parecen obvias— es muchísimo más amplia la «recuperación» espa-
ñola de la poesía que la de la narrativa del exilio. Y, aún así, depende de qué poesía.
Por ejemplo, durante mucho tiempo no se pudieron publicar en España poemas
importantes de Alberti, ni partes claves del Clamor de Guillén. Y no puedo sino recor-
dar que, todavía en 1975 y 1976, de los dos tomos de las Poesías completas de Emilio
Prados, editados por Aguilar, el primero de ellos, que es el que contiene su poesía
política de los años treinta y de la Guerra, tuvo que publicarse en México.
Desafortunadamente, y por razones que no vienen aquí al caso, no se pudo
corregir en la tercera edición de nuestra Historia el cambio en el que yo venía pen-
sando. Cosa que mucho lamento, y tal vez especialmente porque entre 1981 y 1984
habían ya aparecido en la editorial Crítica los tomos 7 y 8 de la Historia y crítica de la
literatura española, dirigida por Francisco Rico.
Los dos tomos se publicaron bajo el título de «Época contemporánea», yendo el
primero de 1914 a 1939, y el segundo de 1939 a 1980. Si se hojean los índices se ve
que en ninguno de los dos tomos hay división entre la España interior y la España
peregrina. Se diría, pues, que se trata de la estructura que a mi llegó a parecerme sen-
sata varios años más tarde. Pero, claro, no todo está en la forma, en eliminar el den-
tro y el fuera: la verdadera recuperación de la literatura escrita durante la Guerra y en
el exilio exigía atención a los contenidos de lo escrito entre —digamos— 1932 y
1965. Para entendernos, les recuerdo los índices de estos dos tomos.
En el que va de 1914 a 1939, aparece la nómina casi completa de los poetas del
27, con lo cual quedan indiscutiblemente incorporados a la historia de la literatura
española. Sólo que, abrumadoramente, los fragmentos de artículos o libros que com-
ponen el estudio de cada poeta, tratan de obras anteriores a la Guerra Civil, pero
excluyendo la poesía política de los años treinta, en tanto que apenas uno o dos de los
apartados se dedican a la poesía escrita en el exilio. Bien es cierto, por otra parte, que
el último capítulo de este volumen 7 trata de «La literatura de la guerra civil», pero
balanceando exquisitamente (“!Ay, balance, balance!”, que cantaba Sarita Montiel)
páginas sobre la revista Hora de España con páginas sobre «Las revistas de Falange»
La literatura del exilio en su historia 33

(páginas todas, por cierto, muy buenas), páginas sobre «La poesía escrita en la zona
republicana» con páginas sobre «La poesía escrita en la zona nacionalista»; etcétera. Y
todo ello al final del volumen, como si fuese al final de los años que van del 14 al 39, y
no en su centro, donde se encuentran los tres años de Guerra que van del 36 al 39;
años cuya producción literaria debería haber sido tratada como parte fundamental en
las anteriores páginas de los más del 27 (con excepción, tal vez, de Guillén y Salinas).
El tomo 8 de esa Historia y crítica de la literatura española, el que va de 1939 a 1980,
es, si cabe, más sorprendente. Como si todos hubieran muerto en 1936, no aparece
ahí ni un solo poeta del exilio. No cabe sino pensar que el editor de este volumen
suponía que la importancia de la obra de Juan Ramón y de los poetas del 27 había
sido suficientemente aclarada en el volumen anterior (que si cubismo, que si surrea-
lismo, que si primeros poemas de Emilio Prados) y que, por tanto, no importaba ya
consignar lo que escribieron en el exilio aquellos poetas que, en la mayoría de los
casos, es lo más de su obra.
Dada esta idea de la historia de la literatura española de la segunda mitad del siglo
XX, quizá no sea de extrañar, por tanto, que en la lista oficial de lecturas para los insti-
tutos de la Comunidad de Madrid —tomo por caso— sólo aparezca un texto de un
narrador exilado y que ese texto sea, asombrosa ocurrencia, Platero y yo; sólo dos poe-
marios de poetas del exilio exterior, Piedra y cielo, de Juan Ramón Jiménez, y Sobre los ánge-
les, de Alberti; y que, entre los ensayistas, no aparezca ninguno de escritores exiliados.
A pesar de lo cual, me atrevo a pensar que el enorme esfuerzo de las gentes de
GEXEL —y, en mucha menor medida, de algunos de nosotros—, esfuerzo que
empezó con la voluntad político-cultural de «recuperar» una literatura semi-descono-
cida en la España franquista, ha dado ya sus principales frutos. Y, salvo que ha habi-
do casos más «difíciles» de «recuperar» que otros (digamos, por ejemplo, Max Aub
frente a Guillén o a Ayala), están todos perfectamente «recuperados». Unos se leen
más, otros menos; de unos se leen unas cosas y no otras; pero Juan Ramón y la gene-
ración del 27 —en su sentido más amplio— están tan asentados en la historia litera-
ria española como cualquier otra generación. Que cuando unos u otros tratan de la
Guerra o de su exilio el asunto resulte aquí de poco interés general es una cosa; pero
creo —y lo digo por experiencia propia— que es un hecho que para dar una confe-
rencia o publicar un artículo sobre Emilio Prados, sobre Moreno Villa, sobre Jarnés,
etcétera, no hace ya falta acudir a esta Barcelona de GEXEL: están la Residencia de
Estudiantes, la Fundación García Lorca, la fundación ésa de Alberti, la Fundación
Max Aub, la Fundación Jorge Guillén, el CSIC, los cursos de Verano de varias uni-
34 Carlos Blanco Aguinaga

versidades, y las Facultades de Filosofía y Letras de cualquier universidad española,


sin excluir la de Vigo, ni la de la Universidad del País Vasco en Vitoria, ni la de la
Universidad de Granada. A fin de cuentas, hasta el PP (tan carente de «canción» como
el franquismo) ha apoyado a la Fundación García Lorca y a la Fundación Max Aub,
en tanto que el mismísimo Aznar ofició en la ceremonia de entrega de los papeles de
Cernuda a la Residencia de Estudiantes.
Es decir, queda todavía por escribir una Historia de la literatura española con-
temporánea en base al método dialéctico del que he venido hablando pero, dadas las
preocupaciones mayormente apolíticas con que lo más joven de España se enfrenta a
la vida, me imagino que también eso se andará, aunque, tal vez (o seguramente) per-
diendo en el camino gran parte del sentido histórico-político de la literatura del exilio.

LA GENERACIÓN SIGUIENTE Y LA HISTORIA DE LA LITERATURA ESPAÑOLA. (UN


EJEMPLO DE MÉXICO)

Muy distinto es el caso de quienes, habiendo salido de España de niños, se hicie-


ron escritores en el exilio. Cierto que se ha escrito algo sobre lo que les diferencia de sus
mayores, y el libro de Susana Rivera, Última voz del exilio, por ejemplo, me parece en este
sentido especialmente importante. Sin embargo, como sin darnos cuenta, seguimos
todos usando las frases «el exilio español», «el exilio español del 39», etc., sin distinguir
a unos de otros. (En un precioso artículo lo hace, incluso, Enrique de Rivas, que tenía
8 años al terminar la Guerra y llegó a México de 10). Pero hay más: tampoco suele dis-
tinguirse entre quienes llegaron a México con 12 o 14 años de los que llegaron con 6, o
con 2. Así, por ejemplo, la misma Susana Rivera, que tan bien distingue entre los mayo-
res y los pequeños del exilio, aceptando lo que llama “la exigencia cronológica señalada
por Ortega” para distinguir entre generaciones, junta a un Manolo Durán, nacido en
1925, exilado desde los 14 años y llegado a México con 17, con un Federico Patán, naci-
do en 1937 y llegado a México en 1939 con 2 años de edad. ¡Ahí es nada la diferencia
que iba de caer en México D.F. en 1939 con 17 años a caer allí con 2 años!
Aunque, en mi opinión, está muy bien estudiar a los pequeños del exilio, según
se viene haciendo desde hace algún tiempo, creo que, según lo hizo Susana Rivera, es
necesario separarlos de sus mayores. Para empezar, dejando tal vez de hablar de «el exi-
lio español del 39» como si fuese un bloque. Porque, ya digo, no es lo mismo atrave-
sar el Atlántico hacia México en 1939 o 1942 con 35 o 18 años de edad (como ocu-
La literatura del exilio en su historia 35

rre con los del 27 y sus benjamines) que hacerlo con 2, 8, o 12 años. Si por su edad y
por sus vivencias culturales y políticas, los más de los escritores exiliados pertenecían
a la generación de Juan Ramón y a la del 27, entre los que les siguen, los más son coe-
táneos de lo que en España sería el grupo del 50, aunque algunos estarían, por ejem-
plo, más cerca de Vázquez Montalbán (n. 1939). No ha de extrañarnos, por tanto, que
la poesía de Patán (2 años al llegar a México) o de Deniz (8 años a su llegada) tengan
poco, muy poco que ver con la de un Yomi García Ascot (llegado a México a los 12).
Tomaré como ejemplo el caso de los de la revista Presencia. Valdría casi igual el
caso de los de Clavileño (quienes, dicho sea de paso, eran para los de Presencia los
“pequeños”), pero conozco mejor los entresijos de Presencia ya que colaboré en todos
sus ocho números, desde 1948 hasta 1950. Me permitirán, pues, que, para explicar-
me, utilice un cierto tono rememorativo.
Aunque todos los de Presencia trabajábamos en algo3, nos veíamos casi a diario,
generalmente en el café de la Facultad de Filosofía y Letras, que estaba entonces en
el muy venido a menos pero hermoso edificio de Mascarones, en Ribera de San
Cosme. Pasábamos también horas hablando en los llamados cafés de chinos, pasean-
do por la Reforma, yendo al cine a ver las primeras películas del neo-realismo italia-
no y películas francesas o inglesas que discutíamos tan detallada y apasionadamente
como el último texto de Camus, o páginas de El ser y la nada de Sartre, o un poema
de Saint John Perse que habíamos «descubierto» todos a la vez. O Kafka. O La forja
de un rebelde, de Arturo Barea, de la que, antes de aparecer la versión en español en
1951, Roberto Ruiz publicó una excelente y apasionada reseña en el último número
de Presencia.
Porque es que teníamos e íbamos adquiriendo esa cultura histórica y literaria que
suele suponerse en los escritores incipientes y que, por lo demás, era común en el
México de entonces. Así, por ejemplo, algunos conocíamos bastante de filosofía y
todos estábamos bastante al día de las tendencias existencialistas (impulsados, en
parte, por los cursos de Gaos y Nicol en la Facultad de Filosofía y Letras); entre unos
y otros hablábamos o leíamos dos o tres lenguas y habíamos leído o estábamos leyen-
do a escritores ingleses o norteamericanos; leíamos la literatura mexicana; nos cono-

03 Por lo general, y Roberto Ruiz era al principio una excepción (trabajaba en una chocolatería),

trabajábamos dando clases particulares aunque, pronto, algunos de nosotros hicimos de profesores uni-
versitarios, en un College para americanos que se fundó por entonces, el Mexico City College, o de ayudan-
tes-suplentes de profesores de literatura de la Facultad de Filosofía y Letras.
36 Carlos Blanco Aguinaga

cíamos casi de memoria la edición «Laurel» de la editorial Séneca, esa gran antología
de poesía «Hispano-Americana» que va desde Darío y Unamuno hasta los del 27,
incluyendo, claro está, a Huidobro, Barba Jacob, Vallejo y un largo etcétera. Y, por
supuesto, nos eran familiares poemas como el «Canto a Stalingrado» de Neruda,
publicado en México en 1942. No es de extrañar, por tanto, que Yomi García Ascot
escribiera su tesina sobre algo así como el existencialismo de Baudelaire, Manolo
Durán sobre el surrealismo en la poesía española y Roberto Ruiz sobre el Petit Prince
de Saint Exupery.
Nos tomábamos la producción de Presencia muy en serio, reuniéndonos todos los
sábados por la tarde para discutir los materiales del siguiente número. Quienes habían
escrito (o traducido) algo que —siempre con dudas, claro— creían digno de publica-
ción lo leían en voz alta, así fuera un poema breve, un ensayo largo o un cuento, tras
de lo cual venían las apreciaciones de los demás, siempre rigurosas (enorme atención
a cuestiones de lenguaje y estructura, pero obsesión, también, por lo socio-histórico),
a menudo discutidas por quienes no se ponían de acuerdo sobre si valía la pena publi-
car aquel texto o no.
Pero no creo que ninguno de nosotros pensara que la revista iba a revolucionar
el Mundo. Carecíamos de la soberbia (supongo que necesaria) de los grupos literarios
que, con revistas o sin ellas, han influido algo, unos más, otros menos, en la historia
de la literatura. Tal vez debido a la falta de estabilidad que nos caracterizaba a todos,
éramos los más demasiado modestos para suponer que podíamos revolucionar nada.
Creo que incluso Tomás Segovia, quien —yo diría— nunca ha dudado de su talento,
y que ya a los dieciséis o diecisiete años se había declarado «escritor» y «poeta» (y nada
más), se veía a sí mismo más como inserto en una tradición que como radical anta-
gonista de sus predecesores. Y Roberto Ruiz —me atrevo a seguir opinando—, tal
vez a su manera el más orgulloso del grupo, si bien despreciaba (como todos, por otra
parte) a —digamos— Baroja o al Cela de Pascual Duarte, entendía muy bien dónde se
situaba su incipiente obra entre narradores como Galdós, Melville, Tolstoy, Sherwood
Anderson, Joyce, Steinbeck, o el mucho más incipiente Norman Mailer de The Naked
and the Dead, pongo por caso.
De ahí, sospecho, que, habiendo dedicado tanto quehacer apasionado a Presencia,
cuando por fin tuvimos que “cerrar el charango” los más nos quedáramos por
muchos años con la idea de que aquella revista había estado bien, pero que, en el
fondo, no había sido gran cosa. Pero ocurre, y es lo que me importa aquí especial-
mente, que habiendo releído de vez en cuando unas y otras cosas de los ocho núme-
La literatura del exilio en su historia 37

ros de la revista, he llegado a la conclusión de que han quedado ahí poemas, ideas y
prosas de principiantes de, por lo menos, tanta calidad como las prosas y versos de
otros principiantes de nuestra misma generación, lo mismo en México que en
España. Como, por otra parte, es un hecho que varios de aquellos compañeros han
destacado en diversas actividades literarias, debo dar todavía algunos detalles para lle-
gar a mi meta de estas páginas.
Pagábamos la revista con lo poco que podíamos sacar de nuestros bolsillos y
dando uno que otro «sablazo» a algunos de nuestros mayores en el exilio. Como es (o
nos parecía) lógico, nosotros mismos lo pasábamos todo a máquina, llevábamos los
materiales a una imprenta barata, corregíamos las pruebas, recogíamos los ejemplares
y los distribuíamos como buenamente podíamos. Pero (y ahí está el busilis, como
diría algún personaje de Galdós), ¿para quién hacíamos todo aquello? ¿Para quién
escribíamos?
Cuando pienso que entre quienes asistíamos con regularidad a las reuniones de
los sábados o publicamos en todos los números, desde el verano de 1948 hasta el
número doble 7-8 del verano del 50, sólo tres eran mexicanos (María Teresa Silva,
narradora; Luis Villoro, filósofo; Enrique Echeverría, pintor) en tanto que los otros
once4 éramos refugiados españoles y que, además, publicamos los primeros poemas
de los algo más jóvenes Inocencio Burgos, Alberto Gironella y Luis Rius, así como la
que quizá sea la primera traducción del francés al español de un poema de Jorge
Semprún, parece claro que, trataran los textos o no de cosas de España, a conciencia
o no, pero inevitablemente, nos dirigiríamos a lectores españoles.
Pero, ¿a qué españoles? Desde luego que no a los de España. Estábamos abso-
lutamente convencidos de que León Felipe había tenido razón al escribir que nos
habíamos llevado “la canción”. Allí no había sino represión, «garcilasistas» y «pensa-
dores» o «escritores» fascistas, Laín Entralgo, Azorín, Cela (estamos, no se olvide,
entre el verano del 48 y el verano del 50, y La colmena no aparece hasta 1951, en tanto
que El Jarama se publica en 1956). Nuestros lectores posibles, pues, a más de algunos
mexicanos de buena voluntad (quienes, por lo demás, bastante tenían con ocuparse
de su propia literatura, por no hablar de todo lo demás que importaba en México),
habían de ser nuestros mayores en el exilio, nuestros padres, o tíos, o maestros, o ami-
gos de nuestros padres, tíos y maestros, especialmente, claro está, los escritores del

04 Pancho Aramburu, Carlos Blanco, Manuel Durán, José Miguel -“Yomi”- García Ascot, Ángel

Palerm, Roberto Ruiz, Tomás Segovia, Lucinda Urrusti, Jacinto y Carmen Viqueira y Ramón Xirau.
38 Carlos Blanco Aguinaga

exilio. Sólo que manteníamos una muy importante distancia con ellos: jamás nos pasó
por la cabeza pedir un texto cualquiera a Prados, a Altolaguirre, a Bartra, o a Max
Aub, pongamos por caso, o dibujos a Ramón Gaya y Elvira Gascón, todos más o
menos conocidos nuestros y, en el caso de Prados, incluso ya muy buenos amigos.
Tengo la impresión de que estábamos funcionando como cualquier generación
nueva que quiere afirmar su «presencia» (los índices de la revista decían / dicen:
«Presencia de...»), sólo que, por razones históricas que a mi me parecen claras, esa
«presencia» no podía afirmarse, como en tantas otras revistas o movimientos, contra
nuestros mayores. Podíamos bien no tener interés en publicarles, porque —a más que
ellos tenían otras revistas— no éramos ellos, pero (aunque nos quejábamos de las
obsesiones de Max Aub, de la politiquería partidista de nuestros mayores todos en el
exilio, o de los «rollos» de las conferencias del Ateneo Español de México, fundado
por refugiados) no se nos habría ocurrido jamás ir contra ellos. ¿Quiénes, si no ellos,
habían luchado por nosotros? ¿Quiénes, con gran dolor y nostalgia suya, habían
intentado educarnos como no se educaba a nadie en la España de Franco? Así, por
lo que respecta a la tradicional guerra entre generaciones, ni afirmábamos nada con-
tra nuestros mayores del exilio, ni luchábamos en su contra. ¿Qué pretendíamos, pues,
hacer con Presencia, aparte de darnos a conocer, y no necesariamente entre los jóve-
nes mexicanos que también por entonces hacían sus pinitos literarios (¡pensar que
por esos años Juan Rulfo escribía historias conocidas sólo por sus pocos amigos, los
más de su tierra, Jalisco!)?
Varios de nosotros éramos ya de nacionalidad mexicana, pero —ya se sabe— no
acabábamos de ser mexicanos. ¿Dónde estaba la cabeza de Roberto Ruiz, quien siem-
pre escribía sus cuentos sobre españoles, o sobre España, o sobre memorias de su
acentuado madrileñismo? ¿Qué significaba el que Ramón Xirau y Manolo Durán
escribieran y publicarán muchas de sus cosas en catalán?5 Los de Presencia, como
todos los exiliados de mi generación, vivíamos como aquel indio de mediados del
siglo XVI que, preguntado por el cura de su pueblo que cómo estaba, contestó sen-
cillamente que “aquí no más, padrecito, nepantla”; es decir, en medio. Ni aquí ni allá,
quería decir el indio legendario; ni del todo con mis antepasados, ni realmente con
ustedes. Está contando esto aquí quien, único entre todos aquellos amigos, hizo por
entonces su servicio militar en el ejercito mexicano.

05 Todavía hoy, cincuenta y dos años después de liquidada Presencia, en una entrevista reciente

Ramón Xirau, filósofo y crítico literario en castellano, explica que “la poesía solamente la puedo escri-
bir en catalán, porque es un asunto de sonido y ritmo”; La Jornada, México D.F., 19 de marzo de 2002.
La literatura del exilio en su historia 39

Supongo que para intentar resolver aquel dilema nuestro, publicábamos también
en Presencia textos en inglés y francés, no sólo poemas y cuentos, sino ensayos (Sobre
la dictadura de Haití, sobre la sartriana responsabilidad del escritor...). Si éramos, pero
no acabábamos de ser, españoles y mexicanos, ¿qué mejor que resolver la confusión
siendo internacionales? A fin de cuentas, teníamos extraordinarios modelos de inter-
nacionalismo cultural en nuestros mayores ya que, para fortuna de la cultura españo-
la, los intelectuales del exilio todos, literatos o fisiólogos, matemáticos o filósofos, todos
habían estado siempre al corriente de lo que se producía en el Mundo. Pero ellos habían
sido internacionalistas en función de transformar la realidad española y, ya en el exi-
lio, seguían pensando en España como ámbito natural de su producción, fuese ésta
literaria, científica o pictórica. Nosotros, en cambio, éramos «internacionales» porque
ni éramos españoles como ellos, ni éramos mexicanos; en verdad, no sabíamos dónde
estábamos situados. Me temo que en aquel entonces lo nuestro era desequilibrio
puro, y el que para todos los refugiados de nuestra generación en México se haya
inventado el término «Hispano-Mexicanos» no debe esconder el hecho de que, más
que ser las dos cosas, no éramos ninguna de ellas. El bueno de Luis Rius lo decía con
lúcida tristeza: “era demasiado temprano para que al llegar a México, fuéramos ya,
como nuestros padres, españoles; y demasiado tarde para poder ser mexicanos”.
Lo que no quita que, con el tiempo, Ángel Palerm llegara a ser uno de los gran-
des antropólogos mexicanos; Jacinto Viqueira un extraordinario ingeniero, diseñador
y constructor (con otros, claro) de gran parte del sistema eléctrico de México, y hoy
todavía (¡con sus años!) excelente profesor en la UNAM; Ramón Xirau eminente
miembro de El Colegio Nacional; o Tomás Segovia reconocido (y premiado) poeta
mexicano6. En ellos, como en la inmensa mayoría de quienes llegamos a México con,
más o menos, los mismos años que los de Presencia, parece haberse cumplido la defi-
nición-propuesta de José Gaos: acabada con el tiempo lo más doloroso de la angus-
tia del des-tierro, todos éramos, o seríamos, o deberíamos ser (o haber sido) transterra-
dos. No en vano varios de los de Presencia participamos algunos años después con
mexicanos (estando esta vez nosotros en minoría) en la Revista mexicana de literatura.
Pero aquí viene lo grave. Año más, año menos, los de Presencia, somos de la gene-
ración de Ángel González, Gil de Biedma, Caballero Bonald, Carlos Barral, Sánchez

06 Pero la ambigüedad persiste. A propósito del Premio Octavio Paz otorgado este año a Juan

Goytisolo, se menciona que en el año 2000 lo recibió "el (también) español" Tomás Segovia (El País, 20
de marzo, 2002).
40 Carlos Blanco Aguinaga

Ferlosio, Carmen Martín Gaite, José María Castellet, Ana María Matute, Antonio
Ferres, Daniel Sueiro, Miguel Salabert, etcétera; la generación llamada por algunos en
España «del 50». No sé bien qué harían ellos en España mientras nosotros hacíamos
Presencia (o sea, en sus meros inicios), pero sé, seguro, porque a todos los he leído y
con varios de ellos he hablado a lo largo de los años, que —por culpa del franquis-
mo, sin la menor duda—, en aquel México gobernado por Miguel Alemán, nosotros,
y no digo sólo los de Presencia, sino todos los jóvenes intelectuales y escritores del
México de aquellos años, «sabíamos» mucho más que ellos de literatura no escrita en
castellano, tanto de la de los ya entonces entronizados (Joyce, Kafka, Dos Passos,
Camus, Pound, así como —por supuesto— la de T.S. Eliot, aquel tonto pretencioso
que creía ser poeta teológico, uno de los peores poetas modernos), como de la de los
nuevos, Normal Mailer, por ejemplo; o de cine (frecuentábamos el Cine Club del
Instituto Francés, que llevaba García Ascot, donde lo vimos todo); o, como digo, del
pensamiento existencialista (valga como ejemplo de esto último el que un día se nos
apareció por allí Merleau Ponty, con quien en varias reuniones privadas discutimos los
de Presencia nuestros acuerdos y discrepancias con Sartre. ¡Casi nada! Digo, aparte de
que durante un par de meses yo le di clases particulares de español a la inteligente y
bellísima segunda esposa de Paul Elouard, quien también andaba por allí).
Sin embargo, y a pesar de nuestra educación privilegiada y de nuestras relaciones
con gentes que entonces significaban mucho, nosotros no hemos sido decisivos, ni
en México ni en España, mientras que, en cambio, nuestra generación ha sido clave
en el país donde nacimos. ¿Quién negará, por ejemplo, la importancia (para España,
por supuesto) de El Jarama? ¿O de novelas como La piqueta; o la hermosa poesía pri-
mera de Ángel González; o del compromiso vital y complicaciones que significa la
poesía de Gil de Biedma?
¿Hemos de concluir, por tanto, que así como —según pensaba León Felipe y
pensábamos todos— lo mejor o más productivo de la generación de nuestros padres
se encontraba en el exilio, lo mejor de la nuestra había quedado en España? Bien
podría ser, desde luego; pero sería mucha casualidad, y en la Historia las casualidades
siempre se dan en el interior de tendencias explicables. Tiene que haber, por tanto,
otras explicaciones para entender nuestra diferente importancia en el ámbito de la
literatura española de la segunda mitad del siglo XX. Es de sospechar que, en última
instancia, la razón fundamental se encuentra en que nosotros no estábamos allí (es
decir: aquí). Y no quiero decir con esto que, debido a la distancia del exilio, no se nos
conocía y no se nos conoce. No. Lo del desconocimiento o «ninguneo» tiene todo
La literatura del exilio en su historia 41

que ver con lo mucho que se tardó en «recuperar» en España a nuestros mayores, los
escritores del exilio que nos educaron, pero no tiene nada que ver con nosotros. La
clave de la diferencia entre nosotros y nuestros coetáneos de España podría encon-
trarse, sospecho, en que, si bien nosotros teníamos a mano maestros, libros y cine en
dos o tres lenguas, así como todo un mundo cultural mexicano y latinoamericano,
ellos, oprimidos, reprimidos y en gran desventaja cultural, vivían en una realidad que,
sin dudas, era la suya, en tanto que nosotros no acabábamos de saber dónde vivía-
mos. Y sin realidad, sin que puedas decir aquí estoy yo y este mundo es mi mundo,
no hay creatividad significativa que pueda encontrar lugar y asentarse en la historia
literaria de una cultura específica cualquiera.
De ahí que la literatura de post-guerra escrita por nuestra generación que impor-
ta sea la de ellos, no la nuestra. No se puede hacer la historia de la literatura españo-
la de entre 1936 y —digamos— 1965 sin tomar en cuenta la producción de nuestros
mayores en el exilio: el vacío sería de dar espanto, o vergüenza. Pero se hace y se debe
hacer la historia de la literatura española a partir de mediados de los cincuenta con los
coetáneos nuestros que nunca salieron al exilio, y sin nosotros, que no influíamos
para nada en el desarrollo de esa literatura.
Eso no tiene vuelta de hoja. Lo escrito por nuestra generación en el exilio ni puede,
ni debe «recuperarse». O sea: no tiene por qué entrar en una Historia de la literatura
española. Si encaja o no en otra parte, cosa que está por ver, eso sería otra historia.
Dicho todo lo cual, queda todavía pendiente el proponer de forma algo más
explícita cómo podría hacerse una Historia de la literatura española del siglo veinte,
en particular a partir de 1931. Mi opinión —que, como dije al principio, ha de tener
a estas alturas muy poco de original— es que las sencillas líneas directrices deberían
ser las siguientes:

1.-Al llegar a 1939, no dividir entre lo escrito dentro y lo escrito fuera. En vez, y
en una línea narrativa de orden cronológico, distinguir (y oponer) bien, por lo menos
hasta principios de los años cincuenta, entre literatura de vencedores y literatura de
vencidos.
2.-Insistir en la importancia de la poesía (Prados, Alberti...) y la narrativa (Sender,
Fernández...) de los años 30 y de la Guerra. No olvidar la relación del teatro de los
años 30 (la Barraca, por ejemplo) con el de la Guerra (Alberti, por ejemplo). Tratar
de las revistas, de los años treinta y de la Guerra, de izquierdas y falangistas.
42 Carlos Blanco Aguinaga

3.-Contextualizarlo todo en términos de lo que sería una Historia social de los


años 30. Así, por ejemplo, ya en la Guerra, sería fundamental tratar de la cuestión de
la alfabetización de los milicianos. Es decir —según sabemos y no hay que olvidar—
la voluntad de transformación social de la República se representa no sólo en la lite-
ratura (o en las ciencias), sino en todas las dimensiones de la Cultura.

4.-Olvidarse de la cuestión de los «niños» del exilio. Para la Historia de la litera-


tura española, ésta es la generación perdida.

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