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http://www.rupestreweb.info/chichimecas.html
RESUMEN
Lo que hoy llamamos ‘arte rupestre’ tiene su origen o reconocimiento inicial a finales del
siglo XIX con el descubrimiento de las pinturas Paleolíticas de Europa. La sorpresa de este
encuentro –a principio recibido con total incredulidad– marca una nueva pauta en la
historia del Arte, cuya antigüedad remonta alrededor de 70,000 años según los
descubrimientos más recientes en África del Sur. Además, transformó nuestra visión del
pasado, dando acceso no solamente a las herramientas de piedra y los huesos y dientes de
estos primeros humanos, sino a la mente que vivía dentro de ese cuerpo.
Cualquier que sean los aspectos estéticos del arte rupestre –y creo que sí lo hay en algunos
casos– su colocación en espacios naturales lo separa enfáticamente del entorno del arte de
hoy. Bien podríamos llamarlo el ‘Arte de Cazadores’. En su temática, predominan
particularmente las especies de animales con que convivían. Para el cazador antiguo, el
mundo estaba poblado de animales, y los retrataban con un realismo impactante, como
atestiguan las pinturas de leones en la Cueva de Chauvet (Clottes 2001). Sus imágenes
tampoco se limitaban a las presas más cazadas. Los animales no eran solamente la comida;
desde el mero principio, significaban algo más.
Este ‘Arte de Cazadores’ es bastante distinto al arte creado para los espacios domésticos y
urbanos de épocas posteriores. Sus imágenes se encuentran integradas en un paisaje
definido por rasgos naturales impregnados con significados. La temática también cambia
entre el mundo del agricultor sedentario y los milenios anteriores a la domesticación de
plantas y animales. Perdura hasta las épocas históricas entre los grupos que siguieron ese
modo de vida. En el noreste de México, por ejemplo, el nomadismo estacional y la
adaptación cazadora/recolectora caracteriza toda la prehistoria hasta la época de Conquista
Española a finales del siglo XVI, de tal manera que todo el arte rupestre prehistórico que
encontramos en la región es ‘arte de cazadores’.
Por eso, aún hoy en día, los muy diversos pueblos amerindios que habitaban la región no
tienen otro nombre más que los “chichimecas” bárbaros, vocablo que en el idioma náhuatl
significa algo como ‘raza de perros’. Esta imagen se preserva en buena medida hasta el
presente (Ramírez 2006). En la historia local, son gente olvidada y sin nombre, rechazada
por completo como ancestros de la población actual. Debido al desplazamiento territorial
sistemático y el exterminio propiciado por la cacería de esclavos, la ruptura entre la historia
y la prehistoria es tan completa que no podemos relacionar un solo sitio arqueológico con
un grupo local mencionado por los cronistas. Existen solamente dos referencias muy
oblicuas al arte rupestre en los documentos, y que yo sepa, la toponimia regional preserva
el nombre de un solo lugar en una lengua indígena local. (1)
1. La Mesa de Catujanos, al poniente de Lampazos, Nuevo León, que preserva el nombre de un grupo indígena y puede
haber sido su último refugio.
Afortunadamente, las mismas fuentes coloniales describen con mucho mayor detalle el
entorno ambiental y los recursos disponibles en ese tiempo y cómo los nativos habían
adaptado a ello. Los españoles llegaron hacia finales de lo que los climatólogos ahora
llaman la ‘Pequeña Edad de Hielo’ y observaron condiciones climáticas y ambientales
indicativas de un clima notablemente más frío y húmedo que las actuales. El invierno
duraba cuatro meses con nieve en las zonas montañosas durante dos meses. En la zona del
Altiplano, encontraron lagunas extensas, y en las cuencas interserranas, ríos permanentes
con bosques ribereños y pastizales en las planicies de los valles.
En el momento de contacto, los recursos de subsistencia eran suficientes para mantener una
población relativamente numerosa. Las fuentes describen un tipo de ‘nomadismo territorial’
con bandas de hasta 100 personas y fronteras marcadas entre el territorio de un grupo y
otro, aún cuando no impedían el acceso mutuo. Si no fuera por la inconstancia a más largo
plazo de ese régimen climático y la falta de una especie domesticable apropiado, estos
grupos bien pudieran haberse convertido en pastoralistas semi-sedentarios. En cambio, en
sus territorios, el lugar del animal domesticable fue ocupado por el venado cola blanca,
presa difícil para el cazador pero sumamente apreciada y un elemento clave en su mundo
simbólico, como veremos más adelante.
Estas condiciones ambientales del siglo XVII contrastan marcadamente con las de hoy que
tal vez representa el otro extremo del continuo climático regional. Por las razones que sean,
el medio actual conforma la franja sureste del Desierto de Chihuahua. Ya cuenta con muy
pocos ríos permanentes, todos ellos con caudales muy reducidos. Las lagunas han secado, y
la flora del desierto ha reemplazado los pastizales. Los bosques quedan como remanentes
aislados solamente en las serranías más altas y las partes más húmedas de los valles. El
ganado vacuno y caprino remplazó al venado y las otras especies cazadas por los antiguos
pobladores.
Apreciamos así que la continuidad cultural del arte rupestre es una apariencia caprichosa.
El lugar del arte rupestre en el paisaje es permanente y la misma adaptación perdura pero la
población que lo produjo puede haber cambiado varias veces con el paso del tiempo. Por lo
tanto, es poco probable que los grupos mencionados en el momento de contacto tengan
relevancia para manifestaciones rupestres que pueden remontar hasta 7000-8000 años,
según los estudios arqueológicos recientes (Corona 2001; Valadez 1999). Ese salto
cronológico brinca las bardas de la memoria humana por mucho. La constancia de las
imágenes rupestres no refleja una sola tradición cultural preservada por una misma
población desde el principio, sino las condiciones y exigencias del mismo modo de vida.
En el mundo de los cazadores, el paisaje natural define la colocación del arte rupestre y
enmarca su imaginería. Es notable que en todas las épocas, el arte rupestre norestense se
presenta en los mismos sitios y el repertorio de motivos representados cambia muy poco.
Sus imágenes y ubicación derivan de la viva presencia de los recursos naturales que
sostenían la sobrevivencia. Estas circunstancias contrastan con el modo de vida que lo
reemplaza posteriormente en Mesoamérica (y otras partes del mundo) que redefine el
espacio, separando el campo de la ciudad.
Otra trampa en el camino deriva de la percepción del arte rupestre como ‘arte’. Separa las
imágenes rupestres en ‘representativo’ y ‘abstracto’, reflejando así la distinción de mayor
relevancia en el arte a principios del siglo XX. Este esquema clasificatorio sigue guiando
muchos de los estudios rupestres, pero su referencia estética e icónica oculta otra traducción
más simple que distingue entre “lo reconocible” o “lo irreconocible”.
La vinculación entre las ‘manifestaciones gráficas rupestres´ y el ‘arte’ es tal vez más
incomodo para los arqueólogos (González 2006) y explica en parte la mala fama que el arte
rupestre tiene entre ellos. A menudo son los críticos más severos de las interpretaciones
estrafalarias del arte rupestre que lo explica en términos de las imágenes y objetos de
nuestro mundo actual. El trabajo arqueológico requiere el pleno reconocimiento de la
distancia en el tiempo y los cambios en el entorno. La misma historia de la arqueología
enseña cautela y permite reconocer la creación de nuevas fantasías y la reaparición de
viejos mitos, productos de la ambigüedad y la distancia cultural inherente en el arte
rupestre.
Para evitar este callejón de la pseudociencia, durante las últimas décadas, la ‘nueva’
arqueología ha buscado paradigmas científicas más rigurosas, una situación que llevó al
abandono casi total de estudios del arte rupestre. Esta ceguera tropezó finalmente con la
abundancia de la evidencia en todas partes del mundo y su reconocimiento como un rasgo
casi universal de la cultura humana.
El arte rupestre del noreste mexicano incluye tanto petrograbado como pintura rupestre,
siendo el primero por mucho el más común. (2) En general, los motivos en las dos técnicas
son muy parecidos, y en algunos sitios, se encuentran pintura y grabado juntos. Por eso, las
trataremos aquí como manifestaciones de una misma tradición iconográfica, aún cuando
hay diferencias importantes en su distribución y además superposiciones que confirman que
no son productos contemporáneos de una misma actividad cultural.
2. La presencia de una especie de geoglifos en forma de piedras alineadas ha sido documentada en el área de El Pelillal,
Coahuila, pero su edad es desconocida y pueden ser históricas.
A menudo las manifestaciones rupestres ocupan lugares que dominan el paisaje alrededor,
aprovechando las paredes rocosas y las faldas de las largas crestas llamados ‘cuchillos’ que
enmarcan el paisaje. (Ilustración 2) Aunque la gran mayoría de los sitios son a cielo abierto
y los grabados a plena vista, son separados del entorno inmediato por su colocación en
lugares más altos con un panorama amplia. Además, se asocian estrechamente con fuentes
de agua cercanos, sean los cauces de ríos, manantiales, o los bordes de lagunas de poca
profundidad. El arte rupestre no parece formar parte de la zona habitada, sino que define un
ámbito distinto con sus propias funciones dentro del paisaje, cualesquiera que sean.
Ilustraciòn 2. Vista Aérea del sitio de Boca de Potrerillos, Mina, Nuevo León
¿De qué contexto en el mundo de los cazadores podría derivar esa visión geométrica
abstracta? ¿A qué se debe la repetición de los mismos motivos en cada sitio? Turpin (2007)
sugiere que en los sitios más grandes, como Boca de Potrerillos, esta redundancia podría ser
el producto de una nucleación cíclica de grupos de bandas vecinas en torno a alguna
actividad repetida durante largos milenios. Ella no especifica si estas circunstancias sean
rituales o prácticas (o los dos), pero recalca una característica fundamental del conjunto, la
redundancia de motivos rupestres dentro de un mismo sitio. En realidad, hay varias
opciones para explicar esa redundancia.
Primero, hay que reconocer las condiciones como estaban. Aún cuando los grupos
cazadores/recolectores seguían un ciclo migratorio, vivían en constante movimiento. Ahora
si apagamos el GPS, quitamos el reloj y el calendario en la pared, y sobre todo apagamos
las luces, de repente aparezca otra vez la oscuridad nocturna y el mundo celeste encima.
Hoy en día, ese cielo es observado solamente por una pequeña banda de astrónomos y
aficionados. Su presencia en el mundo actual se ha reducido a un presupuesto estratosférico
de la NASA y una serie de símbolos y etiquetas comerciales que sirven como recuerdos
efímeros de ese otro mundo ahora invisible a nosotros que durante milenios, sirvió de guía
y reloj para el cazador/recolector.
Para ellos, el conocimiento del cielo no era una mera curiosidad, sino un asunto de vida o
muerte, íntimamente ligado a la subsistencia y la sobrevivencia del grupo. Los cambios
estacionales determinaban la disponibilidad de recursos y las pautas de un ciclo migratorio
que combinaba tiempo y espacio en un patrón anual. Aveni (1989), siguiendo a Evans-
Pritchard, lo llama eco-tiempo, y bajo estas condiciones, el cielo se percibe como una
brújula y calendario anual natural combinado, disponible para consulta cada noche para
quienes aprenden a observar y medir sus ritmos. La redundancia iconográfica de los
petrograbados también podría ser el resultado de observaciones repetidas del cielo en
lugares seleccionados específicamente para este propósito.
¿En qué consiste la evidencia arqueoastronómica? El sitio rupestre más grande del noreste
mexicano, Boca de Potrerillos (Nuevo León) es un destacado ejemplo. En este sitio, a lo
largo de dos kilómetros de una cresta rocosa, todas las 4000 rocas (estimada) con
petrograbados dan cara hacia el este, el horizonte ascendiente del cielo, y las mismas
crestas tienen una orientación natural norte-sur. El lugar en su totalidad enseña de
inmediato su orientación a las direcciones cardinales.
Estas orientaciones no son accidentales, sino que refieren directamente a la observación del
cielo. A través de la experimentación replicativa, descubrimos que algunos grabados
pudieron haber servido muy bien para observar y marcar la dirección cardinal norte,
identificada visualmente por el movimiento polar del cielo y la estrella polar. Con esta
observación, en cualquier parte del Hemisferio Norte, el cazador/recolector móvil siempre
podría derivar las otras direcciones por inferencia y orientarse en el espacio. El
reconocimiento del movimiento polar del cielo ha de ser uno de los más antiguos que posee
la humanidad.
Desde este punto, el horizonte ascendiente es una serranía irregular que marca todo el año.
En las fechas del equinoccio, la salida del sol es enmarcada dentro de la boca. A la vez,
éstas son fechas en las cuales la salida del sol marca la dirección cardinal este/oeste y
anuncia el cambio de temporadas.
Si combinamos este eje visual este/oeste con el eje natural norte-sur de las crestas,
apreciamos que todo el paisaje visible se convierte en marcador de las direcciones
cardinales. La presencia de petrograbados cruciformes al lado del monolito y en varios
otros puntos del sitio confirma la intencionalidad de este uso y establece una continuidad
conceptual con un símbolo muy reconocido en la iconografía mesoamericana y la de otras
culturas de América del Norte (Murray 2006).
Muy aparte de la continuidad icónica, el contexto del conteo enseña la brecha conceptual
entre los cazadores y los observadores mesoamericanos. La cuenta lunar de Presa de La
Mula marca los períodos de 148 y 177 días que corresponden a los intervalos más comunes
entre eclipses lunares, mismos que son registrados en el Códice Dresden, pero la suma total
de 207 días (siete meses sinódicos) no tiene nada que ver con ciclos de eclipses. Es más
bien una buena aproximación del período de gestación del venado cola blanca. La cuenta
lunar marca el tiempo del venado, y las representaciones cercanas de astas de venado,
incluyendo una cornamenta con 30 puntas, apoyan esta interpretación.
Vale la pena destacar que desde el punto de vista iconográfico, todos los motivos `celestes’
discutidos hasta ahora serían ‘abstractos’ en una clasificación iconográfica, pero el círculo
es también una representación muy precisa del Sol y/o la Luna. Recordemos de nuevo que
el mundo natural tiene su propia geometría y las relaciones entre estrellas (constelaciones)
podría ser representada en cualquier conjunto de líneas. La separación entre abstracto y
representativo desvanece ante nuestros ojos una vez que dirigimos los ojos hacia el cielo,
mientras que el número infinito de posibles combinaciones abruma cualquier intento de
establecer relaciones especìficas.
De igual manera, si no conocemos los objetos materiales que componían el mundo del
cazador/recolector, los motivos representativos también se convierten en abstracciones. Por
ejemplo, un impresionante panel de círculos incisos al lado de las representaciones de
cuchillos de tamaño exagerado en Cerro La Bola (Coahuila) parece formas abstractas, hasta
que lo comparamos con los yahualli, anillos de fibra hechos para cargar cestas en la cabeza
que fueron recuperados enteros en sitios cercanos de la región Lagunera. Al ponerlos en su
contexto arqueológico y natural, estos grabados se convierten en una de las pocas imágenes
rupestres que documenta la actividad económica de la mujer recolectora.
Otro ejemplo son los petrograbados de atlatls (lanzadardos o estolas) (ilustración 6).
Durante largo tiempo, me parecían meras abstracciones hasta que encontré representaciones
semejantes en el arte rupestre de las montañas Coso en California. Campbell Grant (Grant
et al 1968) identificó los mismos tipos de atlatls y pudo compararlos con los artefactos
recuperados en sitios arqueológicos cercanos. En el norte de México, el atlatl es un
marcador cronológico. Se han recuperado fragmentos de atlatls, tanto en la zona Lagunera
de Coahuila como la frontera Tejana. Es el único arma del cazador hasta la introducción del
arco y flecha (ca. 500-800 D.C.) con una lítica muy distinta. Por inferencia, podemos
asegurar esta antigüedad mínima a sus muy variadas representaciones en el arte rupestre,
igual que las representaciones de las puntas de proyectil que utilizaban y otros artefactos
líticos.
Ilustración 6. Panel de Atlatls, Km. 43 sobre la carretera Saltillo- Piedras Negras (Coahuila).
Esta identificación de grabados del atlatl (junto con otros motivos asociados) dio acceso a
otro paisaje rupestre. Permitió analizar los sitios como un verdadero escenario de cacería.
Utilizando la documentación disponible, hicimos una réplica aproximada del atlatl antiguo
e intentamos recuperar la visión del cazador armado con atlatl por medio de la arqueología
experimental.
La importancia simbólica del venado es confirmado tanto las fuentes coloniales como la
evidencia arqueológica y etnográfica. Petrograbados de las cornamentas y huellas de
venado marcan su camino en toda la región. Entre los Huicholes de Jalisco/Nayarit, la
huella del venado es el símbolo del peyote y hasta hace poco, su peregrinación anual a
Wirakuta incluía una verdadera cacería de venado como parte del ritual (Lemaistre 1996).
El venado sigue siendo parte integral y la inspiración de la Danza del Venado, ritual
emblemático de los pueblos yaquis y mayos del estado de Sonora en la que el atuendo de
los danzantes incluye la cornamenta y pezuñas y sus movimientos imitan al animal. Según
los hallazgos arqueológicos, las mismas astas servían como materia prima para la
fabricación de atlatls (Shafer 1986) y aparecen coronando los ‘chamanes’ prehistóricos
pintados en las cuevas del Río Pecos en la zona fronteriza de Texas. En zona Lagunera de
Coahuila, forman parte de atuendos rituales (Guevara Sánchez 2005).
El valor simbólico del venado se revela con una apreciación más a fondo de la biología y
conducta de la especie, aspectos que seguramente fueron observados con detenimiento por
todos los cazadores antiguos. Resulta que el crecimiento de las cornamentas del macho se
debe a un proceso hormonal regulado por la luz solar. El ciclo biológico completo
corresponde exactamente un año solar y por lo mismo, cada cornamenta se convierte en un
símbolo material idóneo del ritmo del ciclo anual. El ciclo empieza en la primavera y
termina en otoño con las batallas campales de la temporada de celos.
Durante el ciclo, la conducta del macho se modifica notablemente, tornándose cada vez
más agresiva con el crecimiento de la cornamenta. Así, la cornamenta se convierte
simultáneamente en un símbolo por excelencia de la dominancia masculina (¡tanto para los
cazadores antiguos como los modernos que cuelgan sus trofeos en la pared!). Esta dualidad
es aún más acentuada porque al tirar las astas al final de la época de celos, el nivel
hormonal del macho baja notablemente. Sin su cornamenta, los machos literalmente toman
el aspecto de las hembras. En esta época, se mesclan entre ellas hasta que - llegando al
número adecuado de horas de sol - inicia el crecimiento nuevamente. Esta bivalencia
hormonal genera una de los ejemplos más dramáticos de la dualidad de género en el reino
animal, representado también por la cornamenta, ahora no solamente como objeto símbolo
sino como indicador de un atributo general de la gran mayoría de las especies naturales. En
el arte de los cazadores, lejos de ser el símbolo de la inocencia (el Bambi de Walt Disney),
el ciclo del venado se revela como una hierofanía que dramatiza las cualidades más
profundas y universales de la naturaleza (Murray 2008), un poderoso símbolo cultural que
se incorpora posteriormente en el calendario, la mitología, y el ritual, tanto en la zona de
Mesoamérica como en varias otras culturas amerindias de Norteamérica.
Breen Murray, William. El mundo simbólico de los Chichimecas del norte de México.
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/chichimecas.html
2014
REFERENCIAS
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