Professional Documents
Culture Documents
RH M SALUTl
MYSTERIUM SALUTIS
MANUAL DE TEOLOGIA
COMO HISTORIA DE LA SALVACION
Dirigido por
JOHANNES FEINER
Y
MAGNUS LOHRER
1
EDICIONES CRISTIANDAD
Huesca, 30-32
MADRID
LA HISTORIA DE LA SALVACION
ANTES DE CRISTO
Con la colaboración de
HANS URS VON BALTHASAR
JAKOB DAVID-ALFONS DEISSLER
HERBERT DOMS - JOHANNES FEINER
FRANCIS PETER FIORENZA
HEINRICH GROSS - ADALBERT HAMNHN
GEORG HOLZHERR - WALTER KERN
MAGNUS LOHRER - JOHANN BAPTIST METZ
GEORG MUSCHALEK - FRANZ MUSSNER
JOSEF PFAMMATTER - KARL RAHNER
RUPERT SARACH
JOSEF SCHARBERT - LEO SCHEFFCZYK
FRANZ JOSEF SCHIERSE
PIET SCHOONENBERG - RAPHAEL SCHULTE
CHRISTIAN SCHÜTZ
MICHAEL SEEMANN - WOLFGANG SEIBEL
BERNHARD STOECKLE - DAMASUS ZÁHRINGER
SEGUNDA E D IC IO N
EDICIONES CRISTIANDAD
Huesca, 30-32
MADRID
© Copyright universal de esta obra en
BENZIGER VERLAG, EINSIEDELN 1965
publicada con el título
MYSTERIÜM SALUTIS
GRUNDRISS HEILSGESCHICHTLICHER DOGMATIK
II. DIE HEILSGESCHICHTE VOR CHRISTUS
* * *
La tradujeron al castellano
GUILLERMO APARICIO
y
ANGEL SAENZ-BADILLOS
Imprimí potest:
D r . R icardo B lanco
Vicario General
Madrid, l-XII-69
Printed in Spain by
A rtes G ráficas B enzal - Virtudes, 7 - M adrid-3
CONTENIDO
Introducción ........................................................................................................... 21
1. Estructura general del volumen .......................................................... 22
2. Doctrina teológica de Dios ................................................................... 25
Sección primera:
PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA [Raphael Schulte] ................ 56
L Justificación y sentido de la pregunta .............................................. 56
a) La revelación de la Trinidad es la revelación definitiva de
Dios ................................................................................................... 57
b) La revelación de la Trinidad y elacontecimiento Cristo ........ 57
c) La revelación de la Trinidad como historia de lasalvación ... 59
d) Necesidad de una reflexión dogmática sobre la preparación de
la revelación trinitaria ................................................................... 60
2. La revelación de Dios en el A T como revelación preliminar de la
Trinidad .................................................................................................... 61
a) Principios fundamentales ................................................................ 61
b) Revelación de Dios en el AT ....................................................... 63
c) La paternidad de Dios en el AT .................................................. 66
d) Angel de Yahvé-palabra-sabiduría-espíritu ................................. 68
e) Resumen y síntesis ................................................................ 75
3. La revelación extrabíblica de Dios como preparación de la revela
ción trinitaria ................................................................ 77
a) Principios fundamentales ................................................................ 77
b) La revelación general de Dios como preparación de la revela
ción trin ita ria .................................................................................... 81
6 CONTENIDO
Sección segunda
REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NUEVO TESTAMENTO [FranZ Josef
Schierse] 87
1 Observaciones metodológicas 87
2 El Dios anunciado por Jesús 90
a) En busca del hombre perdido 92
b) El Padre de Jesús 93
c) La exigencia de fe de Jesús 95
3 Jesús y el Espíritu Santo 97
4 La predicación de la primitiva Iglesia 101
a) Significado de la resurrección de Jesús para la fe cristiana en
Dios 102
b) Significado de la acción del Espíritu en la primitiva Iglesia
para la génesis de laconfesióntrinitaria 110
5 Concepto del Espíritu en Juan 117
6 Formulas y textos trinitarios en elNuevo Testamento 120
Bibliografía 123
Sección tercera
LA TRINIDAD EN LA LITURGIA Y EN LA VIDA CRISTIANA [Adalbert Ham-
man] 124
1 La Trinidad vivida en la liturgia 124
a) Del culto antiguo al nuevo culto 125
b) La liturgia bautismal 127
c) La celebración eucarística 127
d) Sacramentos, sacramentales, año eclesiástico 129
2 Vida cristiana y Trinidad 130
a) Culto y vida diana del cristiano 130
b) Culto y martirio 131
c) Fe y espiritualidad 131
Bibliografía 134
Sección segunda
LA FORMACION DEL DOGMA EN POLEMICA CON LA HEREJIA INTRAECLESIAL
Y EL CAMINO DE LA TEOLOGIA HACIA EL NICENO CONSTANTINOPOLI
TAÑO 146
1 Las herejías antitnmtarias como fuerza de oposición y factor de la
evolución del dogma 146
2 Influjo de la teología incipiente en el avance del dogma entre mo
dahsmo y subordinaciomsmo 152
3 Primeros impulsos del magisterio eclesiástico 155
4 Decisión de los grandes concilios 156
5 La salvaguardia de la fe salvifica neotestamentana como principio
de la evolución dogmática trinitaria en la patrística 163
Sección tercera
LA EXPLICITACION DEL DOGMA EN LA PROCLAMACION DOCTRINAL DE LA
IGLESIA 167
1 / alones de la evolución de las fórmulas dogmáticas 167
2 La matización de la concepción occidental de la homousia por
medio del «fihoque» 170
3 Defensa del dogma contra el racionalismo de la Edad Moderna 172
Sección cuarta
FL DESARROLLO DE LA TEOLOGIA TRINITARIA EN LA IGLESIA 177
1 Importancia y limitaciones de la doctrina trinitaria «psicológica»
de Agustín 177
2 Piñal de la patrística y el paso a la especulación escolástica 180
3 Tipos especulativos de la teoría de la Trinidad inmanente en la
Escolástica 182
4 Repercusión ulterior de la concepción económico salvifica de la
Trinidad 187
Bibliografía 189
Sección segunda:
PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS EN EL NT [Josef Pfam-
matter] ............................................................................................................. 233
1. Peculiaridad de la revelación divina en el N T ............................... 233
2. Correspondencia y continuidad de los dos Testamentos ................ 234
3. Evangelios sinópticos .............................................................................. 237
4. Cartas de Pablo ........................................................................................ 240
a) El Dios que justifica ..................................................................... 240
b) El Dios airado ................................................................................ 240
c) El Dios que ama ........................................................................... 241
d) Libertad e incomprensibilidad de Dios ..................................... 243
e) Dirección, providencia y previsión de Dios ............................. 243
5. Escritos joánicos .................................................................................... 243
6. Apocalipsis de Juan ................................................................................ 246
a) El santo sentado en el trono ...................................................... 246
b) El «Pantocrator» ........................................................................... 247
c) El Dios supratemporal y eterno de la plenitud absoluta de
vida ..................................................................................................... 247
d) El Dios que «realiza su objetivo» .............................................. 248
Sección tercera:
PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS. OBSERVACIONES DOGMATI
CAS [Magnus Lohrer] .................................................................................... 249
1. La doctrina sobre las propiedades de Dios en sumarco histórico. 249
a) Observaciones generales ................................................................. 249
b) El tratado clásico «De Deo Uno» .............................................. 253
c) Declaraciones del magisterio .......................................................... 256
CONTENIDO 9
Sección segunda:
DOCTRINA DEL MAGISTERIO SOBRE LATRINIDAD ................................................... 294
1. La Trinidad como misterio absoluto ..................................................... 294
2. Sentido y límites de la terminología empleada ................................... 295
a) La comprensión de esos conceptos como problema herme-
néutico ..................................................................................................... 295
b) Función de los conceptos fundamentales como explicación
lógica de la realidad ........................................................................ 296
c) Posibilidad de sustituir el concepto de «persona» ................. 298
10 CONTENIDO
Sección tercera:
ESBOZO DE UNA TEOLOGIA DE LA TRINIDAD .................................................. 311
1. Sentido e intención del presente esbozo ......................................... 311
2. Desarrollo del planteamiento ............................................................... 313
a) Necesidad de un concepto «sistemático» de Trinidad «eco
nómica» ............................................................................................. 313
b) Conocimiento necesario de la relación interna entre los modos
de comunicación de Dios .......................................................... 313
c) Exposición formal del concepto «autocomunicación de Dios». 316
d) Estructura de la autocomunicación a un destinatario personal. 316
e) Algunos aspectos fundamentales de laautocomunicación ...... 318
f) Unidad interna de cada uno de los aspectos y de la autocomu
nicación de Dios ........................................................................... 319
g) Las dos modalidades fundamentales de la autocomunicación
divina ................................................................................................. 321
3. El paso del concepto sistemático de Trinidad «económica» a Tri
nidad «inmanente» ................................................................................ 322
4. Eundamentación de la Trinidad «económica» en la«inmanente». 323
5. La aporta del concepto de «persona» en la doctrina sobre la Tri
nidad ......................................................................................................... 324
a) Dificultades formales y terminológicas ..................................... 325
b) Lenguaje del magisterio y concepto moderno de «persona» ... 326
c) Posibilidad de otras formulacionesteológicas ........................... 328
d) Resultados positivos de la nueva terminología ........................ 330
6. Postura ante la doctrina «psicológica» sobre la Trinidad ................ 331
a) Posibilidad de esta analogía .......................................................... 332
b) Problemas epistemológicos .......................................................... 333
c) Dificultades metodológicas ............................................................. 334
7. Peculiaridad del presente tratado ....................¿................................ 334
Bibliografía ....................................................................................................... 335
COM IENZOS DE
LA H IST O R IA DE LA SALVAC IO N
Sección segunda:
e x e g e s is t e o l ó g ic a de g é n e s is 1-3 [Heinrich Gross] ............................... 353
1. Crítica literaria e historia de las formas de Gn 1-3 ........................ 353
2. Diversa forma de exposición ............................................................... 355
3. Enunciados teológicos ........................................................................... 357
a) Gn 1 en suconjunto ....................................................................... 357
b) Problemas concretos de Gn 1 ...................................................... 359
c) Gn 2 .................................................................................................. 361
d) Gn 3 .................................................................................................. 364
Bibliografía ...................................................................................................... 366
Sección segunda:
INTERPRETACION TEOLOGICA DE LA FE EN LA CREACION [W alter Kern] ... 387
1. Dios crea por la palabra ....................................................................... 389
2. El creador es el Dios uno y trino ...................................................... 398
3. Dios es creador por la comunicación libre de su amor y de su
gloria ........................................................................................................ 413
12 CONTENIDO
Sección tercera:
CREACION Y ALIANZA COMO PROBLEMA DE NATURALEZA Y GRACIA [Georg
Muschalek] ....................................................................................................... 456
1. Naturaleza y gracia en la Biblia y en los SS. Padres .................... 457
2. Elaboración del concepto de «sobrenatural» ................................. 460
3. La naturaleza pura y la polémica de Bayo ..................................... 461
4. Reinterpretación teológica de la unidad entre naturaleza y gracia. 463
5. Mantenimiento y «superación» del concepto de «sobrenatural» ... 465
Sección segunda:
el hombre como unidad de cuerpo Y alma [Francis Peter Fiorenza y
Johann Baptist Metz] .................................................................................... 486
1. La concepción del hombre en el pensamiento griego y hebreo ... 486
a) La concepción griega del cuerpo y elalma ................................ 487
b) La concepción hebrea del hombre ............................................ 490
2. La concepción neotestamentaria del hombre ................................. 494
a) El judaismo tardío ......................................................................... 494
b) Los sinópticos .................................................................................. 496
c) Pablo .................................................................................................. 497
3. Líneas fundamentales en lahistoria de la teología ........................ 501
a) Desde los orígenes a san Agustín ............................................ 501
b) Antropología agustiniana ............................................................... 505
c) La Escolástica ............................................... 506
4. Exposición teológica ................................................................................ 511
a) Declaraciones de la Iglesia .......................................................... 511
b) Exposición sistemática de la unidad del cuerpo y el alma
en el hombre .................................................................................. 514
Bibliografía ...................................................................................................... 526
CONTENIDO 13
Sección tercera:
el hom bre c o m o p e r s o n a [Christian Schützy Rupert Sarach] ............ 529
1. Contexto histórico de la cuestión ...................................................... 529
2. Estudio fenomenológico ....................................................................... 533
3. Elaboración teológica y ontológica ...................................................... 535
a) Persona y fe en la creación .......................................................... 535
b) Fundamentación ontológica ....................................................."... 537
c) La persona en el orden concreto del pecado y la gracia ....... 539
d) Resumen ........................................................................................... 542
Bibliografía ...................................................................................................... 543
Sección cuarta:
d u a l id a d d e se x o s y m a t r im o n io [H erbert Doms] ................................. 544
1. Visión de conjunto ................................................................................ 544
2. La dualidad de sexos ........................................................................... 547
a) Datos biológicos ............................................................................ 547
b) Sentido de la dualidad de sexos .................................................. 549
3. Concepción bíblica del matrimonio .................................................. 558
a) Antiguo Testamento ....................................................................... 558
b) Nuevo Testamento ......................................................................... 561
4. Antropología de los sexos ................................................................... 569
5. Teología del matrimonio hasta el Vaticano I I ................................. 573
Bibliografía ...................................................................................................... 577
Sección quinta:
el hom bre y la [Georg Holzherr] ........................................
c o m u n id a d 579
Cuestiones previas ........................................................................................ 579
a) El ámbito de la teología social .................................................. 579
b) Filosofía y teología social ............................................................ 580
1. La comunidad en el orden de la creación ......................................... 583
a) Unidad de la creación ................................................................... 583
b) La comunidad humana ................................................................... 586
2. La comunidad en el orden de la redención ..................................... 592
a) El pecado ......................................................................................... 592
b) La redención .................................................................................... 595
3. Comunidades concretas ......................................................................... 597
a) La familia ........................................................................................ 597
b) Las corporaciones intermedias ...................................................... 600
c) El Estado ........................................................................................ 603
Bibliografía ...................................................................................................... 607
Sección sexta:
t e o l o g ía del tr a ba jo y de [Jakob David] ........................
la t e c n ic a 608
1. Evolución de la teología del trabajo ................................................. 609
14 CONTENIDO
Sección primera
EL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS 623
1 Fundamentos bíblicos 623
a) Antiguo Testamento 623
b) Nuevo Testamento 625
2 Historia de losdogmas y de la teología 626
a) Patrística 626
b) Teología medieval 628
c) Teología de la Reforma 629
3 Exposición sistemática 630
Sección segunda
EL ESTADO ORIGINAL 633
1 Fundamentos bíblicos 633
a) Antiguo Testamento 633
b) Nuevo Testamento 635
2 Historia de los dogmas y de la teología 636
a) Patrística 636
b) Teología medieval 638
c) Teología de la Reforma 640
3 El magisterio de la Iglesia 641
4 La gracia del estado original Exposición sistemática 642
a) Gracia santificante * 642
b) Gracia de Cristo 643
c) «Status viae» 643
5 Los dones preternaturales 645
a) Sentido general 645
b) Don de integridad 646
c) Don de inmortalidad 647
CONTENIDO 15
Sección segunda
CONSECUENCIAS DEL PECADO 670
1 El pecado como castigo 670
a) Actitud pecaminosa y castigostemporales 670
b) El pecado como autoaniquilación 672
c) El pecado como ruptura de la alianza 673
2 Incapacidad para amar 675
a) Doctrina del magisterio 675
b) Pecado, naturaleza y persona 677
c) El bien limitado posible 678
d) Incapacidad de integración 678
3 La inclinación al mal 679
a) La carne 680
b) La concupiscencia 681
c) La esclavitud 681
d) El conflicto 683
Sección tercera
EL PECADO DEL MUNDO 684
1 El pecado del mundo y sus elementos 685
a) Doctrina de la Escritura 685
16 CONTENIDO
Sección cuarta:
EL PECADO ORIGINAL ............................................................................................ 694
1. El pecado original en la Escritura .................................................. 694
a) Antiguo Testamento ....................................................................... 694
b) Nuevo Testamento ....................................................................... 696
2. Desarrollo de la doctrina del pecado original ................................. 700
a) Padres griegos y latinos al margen de la controversia pela-
giana ................................................................................................. 700
b) El pelagianismo ................................................................................ 702
c) Agustín .............................................................................................. 703
d) La Escolástica .................................................................................. 705
e) El pecado original en lateología de la Reforma ................... 705
3. Doctrina de la Iglesia sobre el pecado original ............................ 708
a) Declaraciones anteriores a Trento ............................................... 708
b) Concilio de Trento y declaraciones postridentinas .................. 710
c) Resumen ........................................................................................... 712
Sección quinta:
PECADO ORIGINAL Y PECADO DEL MUNDO ...................................................... 717
1. El pecado original como un estar situado .................................... 717
2. El pecado original completado por el pecado delmundo ............... 720
3. El pecado original incluido en el pecado delmundo ...................... 721
a) ¿Consecuencias naturales de una primera caída? ..................... 722
b) Pecado original y procreación ....................................................... 723
c) Pecado original y monogenismo ................................................. 724
Bibliografía ....................................................................................................... 725
Sección primera:
c u e s t io n e s p r e v ia s [Michael Seemann] ...................................................... 728
1. La problemática ..................................................................................... 728
2. Posibilidad y sentido de una angelologta .................................... 732
CONTENIDO 17
Sección segunda:
los angeles [MichaelSeemann] ...................................................................... 736
1. Los ángeles en la Escritura .................................................................... 736
a) Antiguo Testamento ....................................................................... 736
b) Nuevo Testamento ......................................................................... 744
2. En la historia de la teología ............................................................. 733
a) Desarrollo general de laangelología ............................................ 733
b) Problemas concretos ....................................................................... 733
3. En la obra de la salvación ................................................................... 739
a) Alianza de Dios con losángelesy hombres ................................. 760
b) Cristo y los ángeles ....................................................................... 761
c) Los ángeles y la Iglesia ............................................................. 764
Bibliografía ....................................................................................................... 767
Sección tercera:
los d e m o n io s [DamasusZáhringer] ................................................................. 768
1. La existencia de Satán y de los demonios ......................................... 769
a) Antiguo Testamento ....................................................................... 769
b) Nuevo Testamento ......................................................................... 771
2. De ángel a demonio .............................................................................. 774
3. Los demonios y el mal en el mundo .............................................. 777
a) Tentador y seductor ....................................................................... 777
b) Discreción de espíritus ................................................................... 780
c) Presencia del demonio en lahistoria ........................................... 781
d) Defensa frente al demonio .......................................................... 782
Bibliografía ....................................................................................................... 784
Sección primera:
EL HOMBRE NECESITA SER REDIMIDO. EFICACIA ANTICIPADA DE LA REDEN
CION [Bernhard Stoeckle] ........................................................................... 789
1. El hombre necesita ser redimido ...................................................... 789
a) Planteamiento actual del problema ..................................... 789
b) Terminología y conceptos ............................................................ 791
c) ¿Sabe el hombre de antemano que precisade redención? ... 792
d) Necesidad de la redención según laEscritura ........................... 794
e) Reflexión teológica ......................................................................... 797
2. Eficacia anticipada de la redención .................................................. 801
a) Observaciones previas ................................................................... 801
b) Teologumenos espinosos .............................................................. 801
2
18 CONTENIDO
Sección segunda:
l a h u m a n id a d e x t r a b ib l ic a y sus r e l ig io n e s [Bernhard Stoeckle] ....... 807
1. La humanidad extrabiblica ................................................................... 807
a) Reflexiones previas ......................................................................... 807
b) Providencia salvífica de Dios ...................................................... 808
c) Características de la humanidad extrabiblica ............................ 809
d) Reflexiones sistemáticas ................................................................. 812
2. Elementos para una teología de las religiones ................................. 815
a) Cuestiones previas ......................................................................... 815
b) Postulado teológico fundamental ................................................ 816
c) Testimonio del Nuevo Testamento .............................................. 817
d) Valoración de los datos bíblicos .................................................. 819
Bibliografía ...................................................................................................... 823
Sección tercera:
HISTORIA Y ECONOMIA SALVIFICA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO [Josef
Scharbert] ....................................................................................................... 825
Nociones previas .................................................................................... 825
1. La historia de Israelcomohistoria de lasalvación .......................... 831
a) Las promesas hechas a los patriarcas ......................................... 831
b) El éxodo y la alianza sinaítica .................................................. 837
c) De Josué a David ......................................................................... 844
d) David y la época de los Reyes .................................................. 849
e) Exilio y comunidad posexílica ...................................................... 856
2. Instituciones salvíficas del Antiguo Testamento ............................... 859
a) Alianza y ley .................................................................................... 860
b) El culto de la alianza ................................................................... 865
c) Los mediadores de la alianza ...................................................... 871
d) El pueblo de la alianza ............................................................... 877
Bibliografía ...................................................................................................... 880
hacen siempre dentro de una atmósfera de benévola y razonada estima del con-
junto. Indudablemente, las críticas son necesarias, tanto en interés de la teo
logía como en interés de esta obra. No resulta posible tocar aquí todos y cada
uno de los puntos criticados. Vamos a mencionar, no obstante, dos observaciones
— aludiendo, de pasada, a algo realmente insignificante, a saber: que si hemos
adoptado la forma de escribir Darlap (frecuentemente citado), en vez de Darlapp,
ha sido por expreso deseo de su autor— . Más de una recensión ha anotado la
diferencia existe entre nuestra estructuración de Mysterium salutis y la sínte
sis de la dogmática, tal como la han bosquejado Karl Rahner (Escritos de Teo
logía I, 11-50) y Hans Urs von Balthasar. Naturalmente, puede tener pleno
sentido establecer estas comparaciones, pero debemos afirmar nítidamente que
Mysterium salutis no ha sido concebido nunca como la simple realización de
aquel plan, aunque dicho planteamiento haya influido, desde varios puntos de
vista, en los editores. Así, pues, no había por qué justificar las «desviaciones»
respecto del plan de Rahner y Von Balthasar, con tal de que el esquema des
arrollado en nuestra obra tuviera una base coherente.
Más serio problema ofrece la cuestión de la unidad de la obra total. Los edi
tores saben demasiado bien que esta unidad no se ha conseguido en la medida
deseable, dado que en la obra colaboran tantos autores, a veces con concepciones
teológicas parcialmente divergentes; a esto deben añadirse las dificultades técnicas
concretas (respecto, por ejemplo, de los plazos de entrega o de los posibles reto
ques a los manuscritos). Si no se quiere excluir a priori una obra dogmática en
colaboración (cosa que no se puede pretender razonablemente, atendida la con
creta situación actual, ya que hoy por hoy no apunta desgraciadamente en el
horizonte la posibilidad de un Barth católico), es preciso sobrellevar estas des
ventajas, aunque siempre, desde luego, tratando de disminuirlas en la medida
de lo posible. Sólo aquellos que se han fatigado en el minucioso y agotador
trabajo de buscar la unidad del conjunto pueden medir los límites con que choca
este deseo de limar diferencias.
No será difícil descubrir también en este volumen segundo algunas dife
rencias (respecto, por ejemplo, de los problemas del estado original). Acaso
quepa decir que también estas divergencias pueden ser útiles al lector, pues le
permiten ver la fase de búsqueda en que se encuentra la teología católica actual.
Por lo demás, los editores esperan que, a pesar de los desniveles, pueda descu
brirse la senda hacia el todo y que, por lo mismo, también este volumen podrá
servir como instrumento útil de trabajo a todos los lectores que lo aborden con
seriedad.
Los editores quieren hacer constar su agradecimiento a numerosas personas
por la puesta a punto del volumen. En primer lugar, a los colaboradores; des
pués, a los hermanos de San Anselmo de Roma y de Einsiedeln, que ayudaron
a preparar los índices; al rector doctor Alois Sustar y al abad doctor Raimund
Tschudy, por su amable hospitalidad en el seminario St. Luzi (Chur) y en la
abadía de Einsiedeln; al doctor Herbert Vorgrimler, por sus frecuentes y valiosos
consejos; a sor Erika Holzach, por su infatigable trabajo de secretaria; al doctor
Hans Urs von Balthasar, que ayudó desinteresadamente a los editores a superar
el problema planteado por la inesperada baja de uno de los colaboradores; final
mente, al doctor P. Christian Schütz y a fray Rupert Sarach, que, a última hora,
completaron el capítulo V I I I con su estudio sobre «el hombre como persona».
A todos ellos, nuestra más sincera y cordial gratitud.
LOS EDITORES
Einsiedeln, 1 de enero de 1967
INTRODUCCION
Por lo que atañe a la estructura general del volumen, es preciso, ante todo,
explicar por qué se ha puesto al principio la doctrina sobre Dios. Como lo
prueba la objeción anterior, este orden no es algo evidente, aunque puede invo
car en su apoyo una larga tradición. Desde luego, una dogmática no está en
situación de inferioridad sólo porque se mantenga en su estructura, dentro de
lo posible, acorde con la gran tradición teológica del pasado. Pero es que ade
más pueden aducirse sólidas razones objetivas que justifican la colocación de la
doctrina sobre Dios al principio de la dogmática especial. Si, tal como se expuso
en el tomo primero de esta obra *, el objeto de la teología es «Dios en Cristo»,
tiene pleno sentido situar al comienzo de la dogmática el análisis teológico de
este objeto, con tal de tener en cuenta que las afirmaciones definitivas sobre Dios
deben hacerse siempre a la luz del acontecimiento central Cristo. No se trata,
pues, de bosquejar una teoría sobre Dios que prescinda de la experiencia hístó-
rico-salvífica del hombre con Dios en Cristo, sino de exponer a una luz plena
y expresa el objeto último de la teología, tal como es conocido precisamente
a partir del acontecimiento Cristo.
El hecho de que esto suceda también en la dogmática actual no deja de tener
su importancia, sobre todo por dos motivos. Tal como se expondrá en el ca
pítulo VI de este volumen, toda la teología está caracterizada por un factor
antropológico. Por tanto, desde este punto de vista, la antropología no es un
tratado más junto a los otros, sino que tiene un alcance más universal, que afecta
al todo. Aunque este enfoque es importante y está apoyado en buenas razones,
hay que tener también muy en cuenta —y no sólo en la teoría, sino también
en la elaboración de la teología práctica, sobre todo a la hora de situar el centro
de gravedad— que no debemos contraponer el factor antropológico de la teología
al teocentrismo, pues esto conduciría a una notable desviación de las perspectivas.
Por esta razón no es oportuno esbozar la teología como antropología teológica12.
Pues bien: se puede obviar este peligro acentuando el teocentrismo de la teolo
gía mediante el recurso de situar la doctrina sobre Dios al comienzo de la dogmá
tica. En la misma dirección apunta otro pensamiento. Comprendemos fácilmente
que una dogmática histórico-salvífica se interese, sobre todo, por integrar la his
toria de la salvación en la reflexión teológica, ya sea determinando formal y fun
damentalmente el concepto de historia de la salvación, tal como se hizo en el
primer volumen de esta obra, ya sea subrayando los aspectos histórico-salvíficos
de cada una de las secciones concretas de la dogmática especial. Aunque este
procedimiento está justificado, hay que señalar, con todo, un peligro concreto
que pudiera darse al descuidar la theologia (en sentido estricto) por concentrar
todo el interés en la oikonomía. Frente a esta posibilidad debe acentuarse expre
samente que, a pesar de todas las posibles divergencias y del diferente énfasis,
nunca puede darse en la teología una disyuntiva entre theologia y oikonomía. Una
theologia que no tenga en cuenta la oikonomía se aleja de su raíz fundamental
y, más pronto o más tarde, acaba por convertirse irremediablemente en un juego
de fórmulas abstractas; por el contrario, una oikonomía sin theologia termina
necesariamente por trivializarse, porque renuncia a aquella profundidad en la
que debe contemplarse todo hecho salvífico. Para mantenernos dentro de un
planteamiento equilibrado se habla en primer término, en esta dogmática, de
Dios trino como principio y fundamento de la historia de la salvación, bien que
cualquier afirmación, tanto sobre la Trinidad inmanente como sobre las propie
dades, las acciones y las relaciones libres de Dios, se hace siempre desde la
historia de la salvación.
En la segunda parte de este volumen se habla del comienzo de la historia
de la salvación. Sin querer adelantar conceptos concretos sobre los temas que
se han de tocar con mayor detalle en el capítulo V I y al principio del capítu
lo V III, vamos a hacer ya aquí algunas observaciones sobre el sentido de esta
segunda parte. Toda dogmática se enfrenta con la tarea —nunca del todo con
cluida— de formular aquella única realidad que constituye su objeto dentro de
una determinada secuencia y consecuencia. Para ello debe tener en cuenta, entre
otras cosas, los siguientes datos, en su irrenunciable pluralidad: en primer tér
mino, la dualidad de lo histórico-salvífico y lo esencial, que es insoslayable,
porque lo que es histórico y libre no puede deducirse sencillamente de las estruc
turas necesarias y permanentes. En segundo lugar, la también irreductible multi
plicidad de los distintos factores que determinan al hombre, en cuanto que el
hombre, según el testimonio de la revelación, está condicionado tanto por el
orden de la creación como por el pecado y por la acción salvífica de Dios, supe-
radora del pecado. Así como una dogmática de orientación histórico-salvífica debe
incluir no sólo la oikonomía, sino también la theologia, porque la historia de la
salvación sólo adquiere su profundidad sobre el fondo de la theologia, así tam
bién debe preocuparse no sólo de lo que ha acontecido una vez en la historia
y es irrepetible e indeducible, sino también de aquellas estructuras y presu
puestos permanentes sin los cuales la historia perdería su unidad y quedaría des
provista de sentido.
Teniendo esto a la vista, se podrá entender mejor la temática de la segunda
parte de este volumen en su unidad y en la pluralidad de sus factores. Debemos
insistir también aquí en lo que se dijo antes a propósito de la doctrina sobre
Dios, y en un sentido semejante. Así como la doctrina sobre Dios no puede
dejar de considerar la experiencia histórico-salvífica del acontecimiento Cristo,
así tampoco es posible hablar de los inicios de la historia de la salvación sin
contemplar estos inicios desde la meta final de dicha historia. Tal como se indi
cará en el capítulo VI, las afirmaciones teológicas acerca de los orígenes de la
historia de la salvación deben entenderse en el sentido de una etiología histórica
que, a partir del presente histórico-salvífico, deduce cómo fueron los comienzos
presupuestos en este presente. Si se piensa además que la creación tiende siempre
a Cristo como a su fin, se comprenderá que en esta parte deba discutirse ya el
problema fundamental de las relaciones entre naturaleza y gracia, aunque la
doctrina sobre la gracia se exponga expresa y propiamente en un volumen pos
terior (el cuarto). De esta suerte resulta posible destacar la perspectiva total que
debe mantenerse como horizonte si se quiere entender en su dimensión exacta
cada uno de los temas concretos que se expondrán en esta parte.
Para los problemas dogmáticos que se han de tratar en esa segunda parte
tiene una especial importancia la distinción antes mencionada entre los hechos
histórico-salvíficos no sometidos a deducción lógica y las estructuras esenciales
24 INTRODUCCION
permanentes. Desde este punto de vista debe estudiarse no sólo el origen del
hombre y su estado primitivo (sobrenatural), sino también el ser permanente del
mismo, tal como se presenta y se expresa en su unidad de cuerpo y alma, en su
persona, en su lenguaje, en su diferenciación sexual, en su referencia a la comu
nidad y en su tarea de configurar el m undo3. Esto hace que a lo largo de toda esta
parte aparezca en primer plano la consideración del orden de la creación, a la que
en el capítulo X se añadirá el análisis del factor pecado (sobre todo del pecado
del mundo y del pecado original). La naturaleza misma de las cosas hace que
resulte imposible estudiar y distinguir adecuadamente todos y cada uno de los
aspectos. Incluso cuando el teólogo atiende a las estructuras permanentes, y pri
mordialmente a la esencia de lo humano, considera estas estructuras dentro de un
contexto concreto, condicionado siempre por distintos factores histórico-salvíficos.
Así, por ejemplo, el factor gracia no está presente sólo cuando se estudia la
creación en cuanto orientada a una meta sobrenatural, la dimensión sobrenatural
del estado original y la imagen y semejanza divina. Por el contrario, es totalmente
imposible prescindir de este factor en el análisis de las distintas secciones del
capítulo V III sobre el hombre como criatura, y esto tanto por razones de prin
cipio —ya que, por ejemplo, la estructura misma del matrimonio natural entraña
en sí una referencia a un contexto cristológico más amplio— como por razones
prácticas, pues no todos los temas (por ejemplo, la teología de las sociedades
humanas) pueden exponerse repetidas veces con la misma amplitud, según se
trate del orden de la creación, del pecado y de la redención4. Al final de esta
parte se ha colocado el capítulo sobre los ángeles y los demonios, porque estos
seres, ángeles y demonios, deben ser considerados, hermenéuticamente y en una
perspectiva histórico-salvífica, como entorno y contorno del hombre. Y este hecho
debe estar expresado ya en la misma estructuración externa de la dogmática, a la
que se recomienda que prescinda de esquemas escalonados concebidos al estilo
neoplatónico. Convendrá tener en cuenta los puntos de vista que hemos enu
merado si se quiere tener una visión exacta de la materia estudiada en la segunda
parte de este volumen bajo el título de «Comienzo de la historia de la salva
ción».
La tercera parte del volumen trata de la historia de la humanidad anterior
a Cristo. Este problema, que en los manuales precedentes no era estudiado de
una manera suficientemente estructurada, se aborda también en otras partes de
nuestra dogmática, especialmente en la sección consagrada a la preparación de la
revelación de la Trinidad. El tema se trata además, de nuevo, en la cristología
en relación con la afirmación de la plenitud de los tiempos. En la tercera parte
de este volumen se acomete su estudio desde la perspectiva, sobre todo, de una
teología de la historia de la humanidad anterior a Cristo, en general, y de una
comprensión teológica del AT, en particular. También aquí la reflexión histórica
está condicionada, hasta cierto punto, por la reflexión de los factores esenciales,
en cuanto que, por ejemplo, se deben investigar no sólo las fases histórico-salví-
ficas del AT, sino también sus instituciones permanentes (que tienen, a su vez,
LOS EDITORES
La dialéctica de la idea de Dios, tal como se ha ido abriendo paso en las reli
giones y filosofías de los hombres, se deriva precisamente del planteamiento
antes indicado.
a) La primera idea de Dios, la del mito, podría describirse como el derivado
religioso de la experiencia primaria del amor entre los hombres, ciertamente
3
34 EL CAMINO DE ACCESO A LA REALIDAD DE DIOS
de poder en la que todos estos dioses de sombras están incluidos «es Roma, es
el Imperio» (Filosofía de la religión [1832] 135). También es artificiosa la re
novada mitización de la filosofía pío tínica a cargo de Porfirio y Jámblico: se
personifican las fuerzas del todo único para tener acceso a lo cúltico, lo que
produce (sobre todo en Egipto) un formidable impacto mágico. Del lado con
trario, las tentativas por pasar de un sistema del mundo único y mítico a la
amplitud de la universalidad filosófica — tal como han sido acometidas en los
fantásticos dramas cósmicos de la gnosis y en los escritos herméticos— son
sombras sin vida, delirios evidentes de una imaginación dotada de gran fuerza
combinadora, que tiene indudablemente un cierto conocimiento de la verdadera
orientación religiosa, pero que se ha desparramado en lo sensacional, lo sectario,
frecuentemente en lo lascivo y siempre en lo intelectual. El culto civil no se
apoya en el amor y la entrega personal; es, en buena medida, técnica de la con
cordancia con el fatum divino; sus sacrificios son un pago oficial a cuenta por
las faltas ocasionales y para lograr el favor de los númina. Sólo destaca, solitaria,
la figura del piadoso Eneas, aproximación máxima al hontanar auténtico de la
religión. En él se nos muestra una existencia llamada a un mundo futuro y en
teramente gobernada por las manos de los dioses (incluso a costa de dolorosas
renuncias). No al azar la cristiandad occidental ha puesto su poesía religiosa bajo
el signo de Virgilio.
Desde este principio fundamental de la existencia personal humana como
llamada y respuesta del amor puede formularse ya algo así como un postulado
a priori para la forma de la religión. Un postulado que, sin embargo, no es capaz
de abarcar concretamente desde sí mismo esta forma, porque la dialéctica entre
«razón» y «corazón» parece tener que abolir, una y otra vez, toda forma pre
establecida: el corazón (Pascal) pide un Dios como tú y un amor absoluto entre
ambos. Pero la razón se opone a considerar a Dios como tal tú, ya que Dios debe
ser absoluto (y, por tanto, innecesitado). Está de antemano más allá de toda
tensión de cosas contrarias y, por consiguiente, se le debe concebir mejor como
la Bondad universal, anónima, que se derrama sin reserva, y no como ser que
habla personalmente y que suscita lo personal.
El Dios de Israel pone, en su primera acción salvífica histórica, el funda
mento para la unidad de la idea de Dios que el hombre intenta inútilmente
— inútilmente ya incluso en el terreno de lo posible— llegar a concebir. Dios se
muestra aquí como el poderoso y el bueno, el «que acude a sacar» (Dt 4,34)
y que «elige» (Dt 7,6) un pueblo. Dios ejecuta y establece este hecho mediante
una llamada y una salvación selectiva (de manos de los egipcios), que él ejecuta
ante todo como sujeto activo y como compañero. Israel no puede aducir méritos
ni prerrogativas peculiares (Dt 7,7; 8,17). Es lo que es porque ha sido llamado
el «pueblo para Yahvé». El fundamento de su elección es un amor sin funda
mento por su parte (Dt 7,7.9), al que sólo cabe responder con un amor total,
ilimitado (Dt 6,5). El yo íntimo y nuclear a un nuclear tú. Es éste un aconte
cimiento excepcional, como dice, maravillado, David en su oración: «¿Qué otro
pueblo hay en la tierra como tu pueblo, Israel, a quien Dios haya ido a rescatar
para hacerlo su pueblo, dándole renombre... y expulsando ante él a naciones
y dioses extraños?» (2 Sam 7,23). El carácter excepcional de este acontecimiento
de un amor total y absolutamente incondicionado, que, en cuanto tal, indica un
ser omnipotente (pues Dios hubiera podido, del mismo modo, elegirse otro pue
blo, ya que «todos son suyos» y son «como nada para él» [Is 40,17]), demuestra
que el Dios que elige es también único y excepcional (Is 43,10-12): su amor
absoluto demuestra la absoluteidad de su ser. Es actus purus amoris en aquel
primerísimo momento en el que el hombre es elevado por la pura relación yo-tú
CONOCIMIENTO DE DIOS DESDE LA NATURALEZA Y LA GRACIA 37
al ser personal. Lleva a cumplimiento aquello que la madre puede desvelar tan
sólo por un instante y que luego ya únicamente puede dar como promesa, porque
inmediatamente entra, junto con el niño, en la uniforme fila de todos los que
necesitan el amor absoluto. El poder libre del amor divino que elige sin presu
puestos previos no encuentra ningún obstáculo; y esto vale aun cuando se con
sidere a Dios, desde una perspectiva filosófica, como el «ser» absoluto (Sab 13,1)
que en cuanto tal «ama a todos los seres» (Sab 11,24), creados por él en «tensa
oposición» (Eclo 33,14-15; 42,24), mientras que él, por sy parte, se alza sobre
toda oposición y «lo es todo» (Eclo 43,27). Se ha convertido, pues, en un in
alcanzable «mayor que todo» (43,28-32), en el «totalmente ininvestigable» (Job
28,13s). Sin embargo, esto no se debe, en primer término, a que Dios escape
a todo concepto, sino a que la libertad de su amor supera siempre toda com
prensión.
Pero todo esto hace entrar en escena una nueva dialéctica, provocada sobre
todo por el problema de cómo una criatura finita podrá hacer frente a un amor
y a una exigencia de amor absolutos. La criatura, en lo que de ella depende, fallará,
y justamente en el punto más peligroso, allí donde el amor delicado e insondable,
herido, se venga necesariamente «rechazando», «arrojando de la montaña de
Dios» y «reduciendo a ceniza por la llama de Dios» (Ez 28,16.18). Con todo, la
dialéctica elegir-rechazar es una modalidad dentro de la relación misma del
amor. Aquí se ve claro que en la revelación bíblica sólo puede hablarse del amor
desde una perspectiva dialéctica: por una parte, absolutamente («Dios no se
arrepiente de sus elecciones»), y por otra, condicionalmente, pero de tal modo
que la condicional (la doble vertiente de la alianza concluida en el Sinaí) se
apoya en el pacto con Noé, con Abrahán y, finalmente, con Cristo, y este pacto
tiene exclusivamente carácter unilateral. Esta dialéctica deberá seguir en vigor
hasta el fin de la alianza nueva, hasta el mismo fin del mundo, porque el Dios
vivo es tanto el infinitamente Unico y Determinado como el absolutamente Uni
versal. El es El y ningún Otro (por eso se prohíbe ir tras otros dioses, y se cali
fica una tal acción como el pecado por antonomasia). El es el único, más allá de
toda alteridad.
Pero, en nuestro planteamiento, todavía queda sin resolver una pregunta:
¿cómo es posible una comunidad de amor entre Dios y el hombre cuando las
personas son tan enormemente diversas y no se encuadran ni siquiera en una
identidad de naturaleza (como la madre y el niño)? ¿No es esta relación amorosa
entre extraños algo antinatural, precisamente porque no tiene naturaleza? Esto
lleva a la compleja problemática de naturaleza y gracia, al conocimiento y amor
de Dios natural y sobrenatural. Aquí es también donde realmente comienza
a verse clara la estructura del conocimiento de Dios.3
la mira con los ojos de un ser nuevo? Su hijo le pertenece, pero no es obra suya,
sino obra de Dios. Por eso el amor que ella le tiene y el amor que despierta en
él es, sí, amor suyo (de madre), y, sin embargo, no es propiedad suya, sino una
especie de préstamo del auténtico dueño de todo amor. Por eso mismo, el primer
encuentro íntimo del amor de la madre y del amor del hijo tiene, a un mismo
tiempo, un aspecto definitivo (que hemos descrito en las líneas precedentes)
y un aspecto pasajero y representativo (sobre el que se deberá reflexionar más
adelante).
Así como entre el nacimiento del niño y su primer acto espiritual (por el
que responde a la sonrisa de la madre con una sonrisa cognoscente y agradecida)
se da un lapso, se da también un cierto espacio entre la creación del hom
bre por Dios y la llamada de la gracia al hombre, que está haciéndose cons
ciente. En este lapso se da ya, desde luego, una relación del hombre a Dios (del
que es criatura), pero no es todavía aquella relación perfecta en orden a la cual
el hombre ha sido creado y ha nacido. A este espacio previo, y a la relación entre
Dios y el hombre en él vigente, podemos llamarlo espacio de la naturaleza, y a los
actos que en él se realizan, actos del conocimiento y del amor natural de Dios.
El hombre salido del seno creador de Dios es puesto en el mundo. No,
desde luego, en un acto único y liberador, como ocurre en el nacimiento humano,
ya que Dios debe estar siempre junto a la naturaleza finita, conservando su exis
tencia, pero sí con un acto que coloca y deja libre en la existencia creada (de
tal suerte que Barth está en lo justo cuando rechaza la definición de la conservatio
como continua creatio). El hombre ha salido de las manos divinas y, en cuanto
imagen de Dios, conserva un sentimiento de su origen en el seno eterno. Pero
le resulta imposible objetivar y actualizar esta conciencia de su origen, interrum
pir el curso de su salida a la existencia propia mediante un viraje (¿m<rrpo(pVj)
de su corriente vital, para retroceder hacia el regazo original, reconocerlo y su
mergirse en él. En la esfera de lo natural tiene razón Nicodemo cuando pre
gunta: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Podrá entrar otra vez en el
vientre de su madre y volver a nacer?» (Jn 3,4). Suponiendo, pues, que ha na
cido verdaderamente del Dios creador, pero que aún no ha sido llamado por el
Dios del amor, ¿cómo le resulta factible llegar a conocer a Dios?
El hombre tiene un primer conocimiento del amor —ya antes descrito—
a partir del acto con que ha sido despertado y convertido en un espíritu cog
noscente y amante, a partir de aquel acto en el que el amor aparece como lo
absoluto, todavía no diferenciado en amor humano y divino. Adviértase que en
esta afirmación se encierra el núcleo de verdad de tres teorías, en sí poco con
sistentes, sobre el conocimiento de D ios3: la teoría de «la idea innata de Dios»3
3 Cf. para las siguientes teorías las síntesis (con bibliografía) de J. Latour, Ontolo-
gismus: LThK VII (1962) 1160-1164; N. Hótzel, Traditionalismus: LThK X (1965)
229-301; A. Keller, Ontólogismo: SM IV (1973) 976-979, y P. Poupard, Tradicionalis
mo: SM VI (1976) 703-707. En el Vaticano I no se llegó a una condena del ontolo-
gísmo —contra el que, por lo demás, se había pronunciado ya antes expresamente el
magisterio eclesiástico—, porque el Concilio no quiso llegar a una conclusión demasiado
precipitada sobre el problema (cf. Mansi, 51, 273). En cambio, al afirmar la posibilidad
del conocimiento natural de Dios, condenó la forma cruda del tradicionalismo, que,
según Gasser, relator de la comisión de la fe, debe describirse de la siguiente forma:
«Sunt enim aliqui qui dicunt, hanc communicationem revera debere fieri per doctrinam
evangelicam seu revelatam, et proinde hominem debere in se suscipere ideam Dei et
existentiae ipsius fide divina, et non esse certitudinem de existentia Dei, nisi primum
habeatur illa fide divina. Tradítíonalistae huíus generís nominantur proprio nomine
fideistae, seu systema illorum dicitur traditionalismus crudior» (Mansi, 51, 274). La
CONOCIMIENTO DE DIOS DESDE LA NATURALEZA Y LA GRACIA 39
(Boecio, Cons. PhiL, 3, 10, defendida hasta la Edad Moderna). En realidad sólo
se trata del despertar del intelecto a sí mismo mediante la experiencia de que
está albergado (por el amor) en el ser, en el id quo matus cogitari nequit. Según
la teoría del «tradicionalismo» (Bonald, Bonnetty, DS 2751-2756, 2811-2814), el
hombre sólo puede llegar a conocer a Dios por tradición, mientras que para la
teoría opuesta, el «ontologismo» (Gioberti, DS 2841-2847), lo primero que se
conoce no sería el ser finito, sino el ser infinito, el ser divino. Ahora bien:
el sentimiento de humana comunidad que el niño experimenta inicialmente con
su madre no le dota de una idea que no tuviera ya ninguna forma, sino que le
despierta a su propio ser espiritual (donde se le abre el horizonte del ser y del
amor). Este hecho no le permite contemplar ya a Dios inmediatamente, pero le
da una promesa auténtica de gracia y amor absolutos que no es en sí una con
templación de la esencia divina, pero sí una especie de iluminación de su pre
sencia. Así, la luz de la verdad de Dios ilumina la existencia (Agustín) y la luz
del amor de Dios irradia y comunica calor a las relaciones interhuman^s (Buena
ventura). Con todo, aquel primer conocimiento que el hombre recibe en sí es
sólo como un relámpago. Después vienen tinieblas y acaso una noche cada vez
más oscura. La posterior experiencia de las cosas creadas puede parecer, acaso,
desde fuera, una adición (o «síntesis»). Pero en lo más oculto es una sustracción.
Lleva en sí un desengaño fundamental; todo esto no responde a mi primera intui
ción (G. Siewerth): ni las cosas ni las personas, entre las que se encuentra tam
bién, en definitiva, mi madre. Todo esto es «sólo» mundo, no Dios; seres, no
el Ser. Todas las essentiae surgen del actus essendi, que no se objetiva nunca en
sí mismo, que se presenta como soporte «sumiso» y «humillado» de todas las
cosas (F. Ulrich). En este mismo sentido, el ser creado, sometido al «deber ser»,
se diferencia sustractivamente de la bienaventuranza del original «poder ser».
Todas las necesidades del vivir humano y de la naturaleza infrahumana son defi
ciencias frente a la experiencia original de que el ser significa plenitud, alegría
y libertad, y en este sentido, como auténtico absoluto, exige y recibe el «sí»
ilimitado.
Sin embargo, todas las cosas y todas las relaciones creadas aluden, a través
de su factor sustractivo, al origen común. Dios las ha puesto en libertad bajo
una forma tal que se dan a conocer, en todos sus aspectos, como no absolutas,
como esencialmente movidas por otro, todas ellas causadas y no necesarias (pri
mera, segunda y tercera prueba de la existencia de Dios de santo Tomás: S. Th. I,
q. 2, a. 3; Contra gentiles I, 13). Ahora bien: aunque todas las cosas se encuentran
a idéntica distancia del origen creador, tienen tales diferencias entre sí que, me
didas desde la intuición original, ofrecen grados y aproximaciones (cuarta prueba).
Pero, al mismo tiempo, incluso los grados más altos (por ejemplo, el amor inter
humano) aluden siempre, a pesar de toda la satisfacción y plenitud que trans
miten, a algo que está por encima de ellos mismos, a su origen común. Una vez
más (y en el sentido del antes mencionado ontologismo), en la suprema realiza
ción del «uno para el otro» del hombre y la mujer puede brillar y hacerse pre-
Similarmente, también en las obras supremas del arte, de la técnica, de las rea
lizaciones sociales y políticas, en la fidelidad de los amigos y los seguidores, et
cétera, puede experimentarse de cerca el origen de todo bien. Y, sin embargo,
al valorar las cosas finitas, el espíritu se sitúa por encima de ellas. Al conservar
en su memoria el recuerdo de un origen que se ha hecho inalcanzable, pone de
antemano el acento en una meta final acorde con dicho origen, pero imposible
de realizar de una manera objetiva y concreta. Este preconcepto puede tener
varias formas. Puede ser el «abandono de todas las cosas» para afincarse previa
y escatológicamente en lo absoluto, tal como acontece en la mística hindú, en la
que en la valoración de la naturaleza creada toda la conducta teórica y práctica
del monje y del sabio viene determinada por el factor sustractivo. Con un valor
digno de admiración, se antepone lo absoluto a todo lo no absoluto, y para com
prar la única perla preciosa se vende todo lo demás. Pero si en el movimiento
de lo no absoluto el factor teleológico no preside ya tan sólo a cada cosa y con
ducta particular (quinta prueba de santo Tomás) sino — de acuerdo con la teoría
de la evolución— al ser total del universo, entonces el preconcepto escatológico
del espíritu y su asentamiento previo en Dios puede adoptar también la forma
de una «fuga hacia adelante a una con el mundo» (J. B. Metz), de un llevar las
cosas por su camino teleológico hacia Dios. Y esto sin que se deba disminuir
por ello el rigor y la exactitud del preconcepto ni acortar la distancia fundamen
tal entre Dios y el mundo. Una deificación directa del mundo por «evolución»
sería posible sólo en el caso de que ya al principio de la evolución el mundo
hubiera sido divino (idealismo alemán). Pero así se anula enteramente la dife
rencia que establece la experiencia original del espíritu, el pasmo ante la admi
sión de algo «contingente» en los dominios del ser.
Por lo dicho, debe darse la razón a santo Tomás no sólo cuando afirma que
en la naturaleza humana se da ya la posibilidad de un conocimiento natural de
Dios, sino también cuando exige un «amor natural de Dios superior a todas las
cosas» fundado en la naturaleza (S. Th. I-II, q. 109, a. 3). La conducta de vida
antes mencionada del monaquismo hindú y de otras muchas formas religiosas,
aquel anteponer lo absoluto a todos los valores creados, aun los más altos y evi
dentes, es una prueba en favor de esta afirmación tomista, o puede serlo, al
menos. Dicha afirmación puede verificarse aun en aquellos casos en que la for
mulación expresa de la idea de Dios parece defectuosa a la sensibilidad y enjui
ciamiento cristianos. La idea clave a partir de la cual establece santo Tomás su
principio afirma que la parte (siempre que se entienda como parte) prefiere el
bien del todo antes que su bien particular. Por lo mismo, la parte está dispuesta
a sacrificarse en beneficio del todo. La ética individual (por ejemplo, en Alcestes
y en otros dramas de Eurípides) y la ética política y a antigua parábola de los
miembros que se sacrifican por el cuerpo) demuestran esta exigencia, muchas
veces llevada a cumplimiento aun fuera del campo bíblico. La experiencia reli
giosa y ética del mundo enseña que esta ley (que en santo Tomás ha quedado
extrañamente reducida a un principio abstracto) puede tener vigencia también
allí donde la diferencia entre lo relativo y lo absoluto se realiza bajo formas
sumamente imperfectas. Aun en aquellos casos en que el hombre ha vidido su
experiencia original de una manera muy turbia, o la dureza de la vida ha oscu
CONOCIMIENTO DE DIOS DESDE LA NATURALEZA Y LA GRACIA 41
4 «Eadem sancta mater Ecclesia tenet et docet, Deum, rerum omnium principium
et finem, naturali humanae rationis lumine e rebus creatis certo cognosci posse; finvisi-
bilia enim ipsius, a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur’
(Rom 1,20)...» (DS 3004). Cf. DS 3026. La condenación se dirige tanto contra el fideísmo
(cf. la nota 3, p. 38) como contra el agnosticismo filosófico (Mansi, 51, 46.274). Para
42 EL CAMINO DE ACCESO A LA REALIDAD DE DIOS
oboedientialis, pero hay que tener bien en cuenta que el poder transnatural a que
se alude con la palabra potentia no es, de ninguna manera, un poder de la cria
tura (pues en este caso se trataría de una especie de potentia naturalis), sino un
poder del Creador. El poder de Dios es tan grande, que su criatura puede obe
decerle incluso allí donde, en razón de su propia consistencia, no puede hallarse
en ella ni aptitud, ni inclinación, ni posibilidad para una tal obediencia. Las «po
sibilidades» ultimas de la criatura no se encuentran en ella misma; se encuentran
ocultas en el Creador, cuyo poder alcanza a hacer de su criatura todo cuanto él
quiere, hasta sacar de ella cosas que en principio (en cuanto que es naturaleza
creada) no se dan en ella. Evidentemente, la potentia oboedientialis presupone la
potentia naturalis passiva, ya que es necesario que exista una naturaleza espiri
tual creada para que Dios pueda llevar a cabo en ella los hechos admirables de
su gracia. Ahora bien, dado que ambas relaciones son designadas con la misma
palabra potentia, y dado que indudablemente potentia significa, en primer tér
mino, la posibilidad (es decir, el poder) del sujeto de ser afectado por algo, es
de suyo inevitable entender erróneamente la potentia oboedientialis en el sentido
de una capacidad del sujeto natural. De hecho, tal y como la teología actual lo
permite comprobar de nuevo, se la expone en este sentido una y otra vez. Por
eso acaso fuera mejor abandonar este término y sustituirlo por otro que sitúe
inequívocamente el poder en Dios.
En la llamada de gracia a su criatura, Dios es, desde el principio, el total
mente Otro, aquel cuyo ser se opone radicalmente, como el Incondicionado, al
ser condicionado de toda criatura. La analogía del se r6 entre Dios y la criatura
no permite ni la comparación a partir de un tercer miembro neutral (el «concepto
de ser», pues no se da), ni la comparación basada en una proporción formal que
se mantenga igual en ambos extremos (por ejemplo, entre «ser» y «esencia»),
ni la reducción del uno (de la criatura) al otro (Dios), de suerte que en esta
atribución la criatura se hallara a una distancia del Creador que ella misma pu
diera comprobar y medir, con lo que también, y a la inversa, pudiera abarcar
con la mirada la distancia de Dios a la creación. En cualquier tipo de compara
ción se abre paso siempre la maior dissimilitudo (DS 806). Por lo mismo, tam
poco es posible, en ninguno de los dos polos, llegar hasta el desnudo núcleo de
la persona (al menos como univocación del yo-tú), despojándola de su envoltura
— a saber: la diversidad de naturalezas— para encontrar en él el sustitutivo de
la falta de alojamiento en una naturaleza común universal. Indudablemente, el
tú divino se manifestará a la criatura siempre en velos creados, en palabras,
hechos, señales que la criatura puede entender. Pero ¿no ronda aquí el peligro
de un inevitable error que haría de Dios un ser intramundano y humano?
No queda, pues, abierto ningún otro camino que el de la gracia, en el sentido
de una misteriosa «participación de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4), de un per
miso de entrada en la criatura en la esfera entitativa de Dios, para que — apo
yándose en una manera común de ser y de pensar (connaturalitas)— sea posible
el contacto y el intercambio personal. Pero como tampoco en la gracia deja la
criatura de ser criatura, no se altera, ni siquiera en este caso, la analogia entis.
No puede hablarse de una divinización directa, sino sólo de que Dios salva
también, de la manera más perfecta, esta diferencia, al ser -rcávTa év <rca<n,v,
todo en todos (1 Cor 15,28).
8 Sobre la teología negativa de los Padres, cf. en este mismo volumen pp. 251s.
Santo Tomás sintetiza en S. Th. I, q. 12, a. 12c el elemento positivo y negativo de este
conocimiento de Dios en la siguiente fórmula, en la que asocia la via afirmativa y ne
gativa con la via eminentiae: «Unde cognoscimus de ipso habitudinem ipsius ad crea-
turas, quod scilicet omnium est causa; et differentiam creaturarum ab ipso, quod scilicet
ipse non est aliquid eorum quae ab eo causantur; et quod haec non removentur ab eo
propter eius defectum, sed quia superexcedit».
CONOCIMIENTO DE DIOS DESDE LA NATURALEZA Y LA GRACIA 47
llama y llega hasta el núcleo más íntimo del niño a través de un acto primero
que despierta su espíritu. Sólo cuando salta la chispa del espíritu se produce
aquella respuesta que dota al niño de su yo y de su mundo (representado ahora
por el tú de la madre amante). No se trata aquí de una cierta forma de relación
accidental (que presupone ya el sujeto), sino de la constitución misma del sujeto-
«sustancia». Este acontecimiento, aparentemente insuperable en su radicalidad,
es superado, una vez más, por la gracia. En efecto, el tú, que aquí afecta al hom
bre, no es un Alguien a quien se le añade la peculiaridad de amar, sino que es
Alguien que está constituido, en cuanto tal, por el amor mismo. El proceso
trinitario-personal es «el Amor». Y esto no como un valor abstracto, ni tampoco
como un valor colectivo, sino como algo personal y superior a toda comprensión.
El Dios único (el Padre) me envía a mí (a nosotros) a su «Hijo único», para
llenarme a mí (a nosotros) internamente con su santo Espíritu de amor. Frente
a este acontecimiento, la persona creada no encuentra en sí misma, en su estado
propio, ninguna respuesta auténtica. Aun en el caso de que fuera afectada en su
núcleo íntimo (como el niño por la madre), no tendría nada que presentar como
contraoferta. Su respuesta sólo puede ser dejar a Dios ser Dios en ella. Reservarle
todo el espacio que él reclama para su amor. «He aquí la esclava del Señor».
Así, pues, la respuesta (hecha posible por la gracia) es, al mismo tiempo, la ma
yor disponibilidad posible (Ignacio de Loyola). Pero no como un abandono mera
mente negativo y resignado, que, no teniendo nada que ofrecer, da a Dios el per
miso de tomar por sí mismo lo que quiere y necesita. Es un abandono positivo,
una indiferencia oferente, para la que es una gran alegría indistintamente tanto
entregar cuanto de alguna manera posee como hacer lo que se le exige y pueda
ser de mayor beneplácito a su divina majestad. Esta positiva indiferencia (porque
se ha tocado el fondo mismo de la persona) frente al amor divino, superior
a todas las cosas, se despliega en la tríada fe-esperanza-amor.
La fe, en el primitivo sentido bíblico, como sumisión fiel, para la que todo
cuanto el amor divino dice y dispone es verdad y ley vital, lo entienda o no.
Para el siervo, el Señor siempre tiene razón. La esperanza, en el sentido genuino
bíblico, como fundamentación de la existencia total en las promesas del amor
divino, se experimente personalmente o no su cumplimiento. Amor, en el sentido
bíblico original, como respuesta espontánea y agradecida al amor gratuito de
Dios, que elige libremente, por mucho que este amor pueda gravar y exigir. Estos
tres modos de responder se encuentran inseparablemente unidos. A la mentali
dad veterotestamentaria no se le habría ocurrido la idea de separarlos. Los tres
forman, en definitiva, el acto que devuelve a Dios lo que Dios espera del hom
bre: ante todo el mismo Dios, pero incluyendo la autodonación del hombre.
Como dice san Tuan de la Cruz (Llama III, 78), cuando Dios se entrega al alma
con voluntad libre y graciosa, el alma hace lo mismo, por su propia voluntad,
que es tanto más libre y generosa cuanto más unida está con Dios: en Dios, el
alma ofrece Dios al mismo Dios. Una vez más aparece claro que el conocimiento
de Dios, a este nivel, sólo se realiza como conocimiento experimental o existen
cia! de aquel amor que es típicamente divino, dentro de la respuesta vital que
el hombre, con ayuda de la gracia de Dios, es capaz de dar. Ahora bien: palabra
y respuesta significan diálogo; al nivel aquí entendido: oración; como aceptación
del acontecimiento transmitido por la palabra: meditación; como contestación
a la palabra: oración vocal y plegaria litúrgica. La oración no puede ser sustituida
por hechos externos, pero los exige como demostración de que es oración
auténtica.
>La respuesta es exacta cuando la fe ha descubierto que Dios se ha hecho en
Cristo nuestro hermano humano, ha cargado sobre sí mi pecado, el tuyo y el de
48 EL CAMINO DE ACCESO A LA REALIDAD DE DIOS
todos los hombres, y da, por tanto, al yo-tú humano, en todas sus formas, el
sentido y la configuración definitiva. Gracias al Dios hecho hombre se esperan,
en indisoluble unidad, ambas cosas: que la solidaridad humana aparezca en la
vida de los hermanos en su forma pura (liberada de todo egolatrismo perturbador)
y que la inspiración definitiva que anima a esta humanidad viviente sea un
amor sobrehumano, nacido del amor trinitario, sorprendente, por tanto, entre los
hombres, provocador de escándalo e incitador a la imitación y al seguimiento
(Mt 5,16; Jn 13,35; Flp 2,15). Esta exposición de la verdad cristiana a través
de la Iglesia es considerada por su fundador como la transmisión auténtica, vi
viente y actual del verdadero conocimiento de Dios en el mundo.
9 Cf. sobre esto también MS I, 132-136 (A. Darlap), y MS I, 228-235 (H. Fríes).
4
50 EL CAMINO DE ACCESO A LA REALIDAD DE DIOS
10 Sobre las religiones extrabíblicas, cf. lo que se dice en este mismo volumen, capí
tulo XII, sección segunda, B. Stoeckle, La humanidad extrabíblica y las religiones del
mundo.
LAS RELIGIONES Y LA BIBLIA 51
acusan, en cuanto a profundidad etica, muy poca desventaja frente a las poste
riores formulaciones bíblicas, que, al menos en las secciones más antiguas de
los Proverbios de Salomón, se elevan poco sobre el nivel general El aspecto
histórico del culto a Yahvé queda casi totalmente en un segundo plano El
libro de Job pudo tener su origen en el exilio Se describe aquí la figura de
un no israelita, ejemplarmente «justo» y «piadoso», que es sometido por Dios
a una prueba inaudita, únicamente explicable en una relación con Dios suma
mente personal La justicia de Job ante Dios no se basa en la revelación del
Sinaí y en el culto israelita, sino que se apoya básicamente en un conocimiento
de Dios y en una ética de orden natural El hagiógrafo presume que sus lee
tores admitirán este punto de vista, y Ezequiel no tuvo ninguna dificultad en
reconocer a estos sabios y justos del paganismo (Ez 14,14)
La tercera oleada es el helenismo, que hizo necesaria la atrevida empresa
de los LXX de traducir al griego el pensamiento originariamente semita y per
mitió trasladar a conceptos e imágenes griegas la antigua filosofía de la vida
de los orientales (libro de la Sabiduría) Este contacto produjo la figura de doble
formación intelectual —griego de ideas, judío de corazón— de Filón, quien,
junto con otros escritores helenistas, ejerció un influjo, directo e indirecto, en
el NT En ninguna parte se advierte tan expresa e incontestablemente como
aquí que la zona del conocimiento «natural» de Dios sigue siendo el funda
mentó de la religión bíblica revelada En el capítulo 11 de la carta a los Hebreos,
que hace desfilar, en grandes trazos históricos, a los creyentes del AT, se intro
ducen al principio algunos asertos fundamentales sobre «la fe en sí» que son,
absolutamente hablando, expresión de la «religión natural» (11,136) Los
mártires de la fe son descritos con rasgos similares (11,37) a los que emplea
el Sócrates platónico para describir al mártir de la justicia (Pol II, 362 A)
Estas y otras cosas semejantes deben tenerse en cuenta cuando se leen las duras
opugnaciones y los juicios condenatorios de los escritores bíblicos frente a todas
las religiones extranjeras
Ninguna imagen de Dios, material o espiritual, elaborada por el hombre
puede atravesarse en el camino de la acción salvífica y libre del Dios viviente,
todas las imágenes deben desaparecer, para que Dios pueda descubrir a los
hombres su imagen única y verdadera (2 Cor 4,4, Heb 1,3) la imagen, creíble
en virtud de su amor insuperable, del amor absoluto de Dios Un amor que es
siempre insospechable, aun cuando ya ha aparecido, siempre inconcebible, aun
cuando la fe ya lo ha abrazado Ninguna de las anticipaciones de la religiosidad
natural pudieron llegar a estos conceptos de Dios, por lo mismo, todas ellas
deben quedarse al margen, no pueden atreverse a introducir sus insuficientes
esquemas en la imagen ofrecida por el mismo Dios para formar una «síntesis»
Se pide a las religiones una total y dolorosa renuncia de todos sus esquemas,
porque el esquema de Dios le exige a él mismo la más alta y dolorosa de las
renuncias, la crucifixión de su propio Hijo La «necedad» de Dios en la cruz
de Cristo, que se proclama como más sabia que toda la sabiduría religiosa de la
humanidad, exige que también las religiones admitan la «necedad» si quieren
alcanzar la verdadera sabiduría *
H ans U rs von B althasar
BIBLIOGRAFIA
Siewerth, G., Das Schicksal der Metaphysik von Tbomas zu Heidegger (Einsiedeln
1959).
Simons, E., Dios: B) Posibilidad de conocer a Dios: SM II (Barcelona 1972) 318-327.
Sohngen, G., Propedéutica filosófica de la teología (Barcelona 1966).
— Analogie und Metapher (Friburgo 1962).
— Analogía: CFT I (Madrid 1966) 98-113.
— Filosofía y teología: CFT II (Madrid 1966) 153-166.
Soloviev, W., Die Recbtfertigung des Guten (1897).
Tresmontant, C., Essai sur la connaissance de Dieu (París 1959).
— Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios (Barcelona 1969).
Ulrich, F., Homo Abyssus. Das Wagnis der Seinsfrage (Einsiedeln 1961).
Welte, B., Heilsverstándnis. Pbilosophische Untersuchung eintger Voraussetzungen
zum Verstdndnis des Christentums (Friburgo 1966).
CAPITULO II
4 Naturalmente, el contenido del misterio trinitario está indicado aquí sólo bajo una
forma sumamente concisa. En la sección siguiente se tocará este tema con mayor detalle.
Aquí debe darse por supuesto, en conjunto, la plenitud que sólo allí se expondrá con
mayor detenimiento.
5 Debe tenerse siempre en cuenta (cosa que, desgraciadamente, no siempre se hace,
tampoco en nuestra cuestión) que el término trinitas es abstracto. De aquí se deriva que,
inconscientemente, desde luego, pero influyendo con frecuencia en el tono de las reflexio
nes, se toman también en abstracto varios de los concretos relativos a la Trinidad. En
realidad, la palabra trinitas quiere presentarse, cuando se entiende y se emplea exacta
mente, sólo como una fórmula abreviada para describir el misterio central del cristianis
mo. Y este misterio no es tan sólo un concreto cualquiera, sino —en un sentido absoluta
mente único— el Dios único y singular en su plenitud de vida tripersonal. Además, el
término trinitas induce, con demasiada frecuencia, a detenerse más de lo justo en la
afirmación (casi formal) del número trino de personas (con lo que, en el mejor de los
casos, sólo se retiene la contraposición a la unidad de la esencia divina), cuando lo deci
sivo y lo que se intenta expresar es la plenitud de vida material (si es lícito expresarse
así) de Dios («en sí» y «para nosotros»), en la que Dios, el uno, es Padre, Hijo y Espíritu
Santo (esto es, no unas personas cualesquiera, sólo distintas según el número), de ma
nera que el núcleo del misterio del Dios uno no estaría constituido de suyo y en primer
término por el número trinitario de personas, considerado formalmente como número.
6 Cuando decimos cognoscible, no lo hacemos pensando en aquellos que han recibido
en cada una de las fases de la historia de la salvación las revelaciones (preparatorias).
Este cognoscible se refiere, más bien, al estadio actual del conocimiento de la fe y de la
teología, ya que esto es lo que nos interesa aquí, como ya dijimos antes.
JUSTIFICACION Y SENTIDO DE LA PREGUNTA 59
La importancia de este planteamiento se advierte más claramente por lo que
sigue: si nos planteamos la cuestión de acuerdo con la forma indicada —y no
se da otra posibilidad real y objetiva— entonces aparece ya patente, sin más,
que toda auténtica revelación de Dios (y, por consiguiente, todo conocimiento
verdadero del verdadero Dios) es, al mismo tiempo, revelación de la Trinidad.
En efecto, el único Dios verdadero es, sencillamente, el Dios trino. La revelación
de la Trinidad no puede entenderse, en primer término, sólo como revelación
del triple número de «personas divinas» (prescindiendo del modo de entender
las), en las que se debería creer como subsistentes dentro de la esencia divina,
revelada ya anteriormente en sí misma. Esto no quiere decir, en modo alguno,
que siempre que se tiene algún conocimiento del Dios verdadero deba darse
también un conocimiento formal de su trinidad de personas. No sólo puede ha
blarse de una preparación a la revelación de la Trinidad cuando es posible de
mostrar que se habla de tríadas como insinuaciones preliminares y, por lo mismo,
como revelación preliminar (dimanante de Dios) del misterio trinitario. Al con
trario, existe esta preparación siempre que se da una revelación verdadera, aun
que preliminar, de Dios. Pongamos un ejemplo: el conocimiento preliminar, con
seguido a partir de una revelación verdadera y de alguna manera estructurada,
de algo que en el NT se atribuye expresamente ■ —y acaso exclusivamente y con
definitiva validez— al Padre (y sólo a él), sirve, consiguientemente, de prepara
ción al conocimiento explícito de Dios Padre y, por lo mismo, de la Trinidad.
Lo mismo puede decirse, como es lógico, de aquello que el NT afirma explícita
y definitivamente del Hijo (del Verbo) y del Espíritu Santo.
El planteamiento fundamental aquí enunciado sobre el verdadero método se
confirma, además, por otro razonamiento. Si se da una auténtica economía sal-
vífica divina, preparatoria de la plena y definitiva, entonces se da también una
preparación a la revelación de la Trinidad, o mejor, ella misma es esta prepara
ción. En efecto, la acción y la presencia salvífica de Dios es también, eo ipso,
comunicación reveladora de Dios, orientada a la consumación de la plenitud sal
vífica del Dios con nosotros, que es «para nosotros» y «en sí» uno y tripersonal.
Lo dicho puede expresarse también de otra forma: si se da una preparación del
acontecimiento total Cristo (y en la medida y forma en que se da) se da también
—y ella misma es— una preparación de la revelación del misterio trinitario, ya
que «ambas» son una misma realidad en el orden salvífico concreto.
De lo dicho se desprende que, fundamental y materialmente, la pregunta
y, en su tanto, la búsqueda del conocimiento de la preparación a la revelación
de Dios — es decir, de la Trinidad— , de la preparación a la plenitud definitiva
de la salvación y de la preparación al acontecimiento Cristo son una misma cosa,
aunque, naturalmente, cada una de estas cuestiones está planteada desde un punto
de vista particular. En consecuencia, lo que se expone en esta sección debe ser
complementado necesariamente con otras aportaciones tomadas de los lugares en
que se hable más expresa y detalladamente de la naturaleza y la historia (pre
paratoria y aportadora de cumplimiento) de la economía de la salvación y del
acontecimiento Cristo 7.
por supuesto lo que se ha dicho sobre este tema en el primer volumen. Uno de
los puntos clave que más se han de considerar aquí es el siguiente: la revelación
acontece en la historia y es historia. Es, en primer término, acción histórica de
Dios y también palabra de Dios (que anuncia, actúa, acompaña e interpreta) pro
nunciada en un tiempo histórico. Ambas cosas acontecen como fases preliminares
que preparan la plenitud. Por lo mismo, esta revelación, así entendida, es, a un
mismo tiempo, acción salvífica y palabra salvífica de Dios, en un sentido rigu-
rosamente exacto. La manifestación con que Dios se revela a sí mismo como
tripersonal y, por tanto, la acción salvífica de Dios y su palabra salvadora no
sólo tienen cierto carácter histórico general, sino que se realizan precisamente
en la acción salvífica superadora del pecado. Así, pues, el problema de una pre
paración de la revelación trinitaria no puede pasar por alto estos hechos, sino
que los debe incluir en su reflexión.
Las reflexiones precedentes han puesto en claro los principios más importan
tes de acuerdo con los cuales debe plantearse y resolverse objetivamente el pro
blema de la preparación a la revelación trinitaria. Guiados por estos principios,
abordamos ahora, en primer lugar, el AT.
a) Principios fundamentales.
9 Cf. sobre esto también W. Eichrodt, Teología del AT I, 22-24 y passim. Por lo
demás, hay numerosos pasajes del NT que no sólo legitiman, sino que incluso exigen
esta visión del AT. Cf., por ejemplo, respecto de nuestro problema, Mt 22,41-46 par.;
Le 24,27.44ss; Jn 5,46; Hch passim; Gál 3,24; Heb 1,1-13; 10,1 y passim.
REVELACION DE DIOS EN EL AT 63
10 Cf. además la sección segunda de este capítulo. Sobre el Espíritu Santo, cf., como
particularmente instructivo, I. Hermann, Kyrios und Vneuma. Studien zur Christologie
der paulinischen Hauptbriefe (Munich 1961) y las recensiones de este libro, en especial
la de K. Prümm: ThRv 59 (1963) 10-21.
11 Numerosos Padres y algunos teólogos admiten ya en algunos determinados santos
verdaderamente excepcionales del AT un cierto conocimiento claro de la Trinidad. Se
apoyan para ello en pasajes tales como Jn 8,56 (Abrahán), Mt 13,17 (los profetas y los
justos). Pero para nosotros es muy discutible que dichos pasajes deban ser valorados en
este sentido. Cf. para esta cuestión las detalladas exposiciones de J. B. Heinrich, Dogma-
tische Theologie IV (Maguncia 21885) 5-127.
64 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
12 Cf. sobre este punto el volumen I, capítulos I y II. Además, H. Gross, Zur Of-
fenbarungsentwicklung im Alten Testament, en Gott in Welt I, 407-422.
13 Cf. para esto las teologías del AT citadas en la bibliografía inserta al final de este
estudio y asimismo las otras obras pertinentes allí mencionadas. Esta indicación es válida
para todas las exposiciones que siguen. Así, pues, sólo se citará bibliografía especial en
las notas en casos que lo requieran por algún motivo concreto.
REVELACION DE DIOS EN EL AT 65
14 Cf. además (aparte de las teologías del AT) V. Hamp y J. Schmid, Monotheismus
(Der biblische M.): LThK VII (1962) 566-469; F. Baumgártel, Monotheismus und
Polytheismus, II: Im Alten Testament: RGG IV (1960) 1113-1115; H. R. Schlette,
Monoteísmo: MS IV (1973) 786-790.
5
66 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
vinas15. Volveremos sobre este tema con más detenimiento en las páginas
siguientes. Lo más importante aquí para nosotros es la uniformidad en el pro
greso de la revelación del AT. Uniformidad en el sentido de que no se ha reve
lado «en primer término» un elemento aislado en sí y llevado hasta su plenitud,
para revelarse a continuación otros enteramente nuevos, sino que la revelación
y el conocimiento de Dios corren paralelos en sus distintos aspectos hasta la
plenitud neotestamentaria. A este respecto son sumamente instructivos los ejem
plos citados sobre la unicidad, trascendencia, inmanencia, palabra, sabiduría
y espíritu de Dios. Cuando en las páginas que siguen se hable más detallada
mente de los rasgos peculiares de esta revelación preparatoria de Dios del AT,
deben valorarse siempre sobre este telón de fondo y en esta tensión fundamen
tal. De otra suerte se trazaría un cuadro incompleto y, por lo mismo, inexacto.
17 A esto alude expresamente y con razón G. Quell: ThW V (1954) 971-974 (para
el concepto de jtoltiíq: B) Der Vaterbegriff im AT, 959-974). Cf. asimismo W. Marchel,
Abba, Pére!, 78ss.
18 Cf. W. Marchel, Abba, Pére!, 9-97 (La priére a Dieu comme Pére, avant Jésus-
Christ).
19 Este salmo debe ser visto a la luz de 2 Sm 7,14. Cf. también las notas de W. Mar
chel, Abba, Pére!, 20ss, 64ss, 218ss.
68 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
d) Angel de Yahvé-palabra-sabiduría-espíritu.
Junto a las afirmaciones del AT, que apuntan cada vez más decidida y clara
mente a Dios Padre, debemos considerar ahora un nuevo grupo. En conjunto,
este grupo se caracteriza por el hecho de que aquí ya no se trata tanto de nom
bres, calificaciones o actuaciones del «mismo» Yahvé cuanto de determinadas
formas de mediación de las que —por así decirlo— se sirve Yahvé para hacerse
presente en su pueblo, para actuar o intervenir en favor de Israel. Nos refe
rimos aquí, concretamente hablando, a ángel de Yahvé, palabra, sabiduría y
espíritu de Y a h vé22. Desde una perspectiva meramente lingüística llama la
atención la forma en genitivo; se trata, pues, de una «naturaleza» o de unas
«fuerzas» que son de Dios. En qué sentido o en qué dimensión de realidad
son «divinas» y cómo deben ser consiguientemente valoradas, en orden a nues
tro planteamiento, son cuestiones que habrá que resolver, una por una, en
las siguientes secciones. De todas ellas es válido afirmar que, por un lado, ayu
dan a profundizar la visión de la trascendencia divina y, al mismo tiempo, de
su inmanencia salvífica, mientras que por otro, y debido precisamente a esta
" Para el significado vital de la revelación divina en su palabra normativa, cf. tam
bién A. Deissler, Die wesentliche Bundesweisung in der mosaischen und frühpropheti-
schen Gottesbotschaft, en Gott in Welt I, 445-462.
REVELACION DE DIOS EN EL AT 71
27 H. Schlier (Palabra II: CFT III, 295-321) admite que en 221 pasajes (sobre un
total de 241) debar Jabweb es una palabra profética: ibid., 850. Cf., por lo demás, tam
bién N. Füglister, Profeta: CFT III, 518-544 (con bibliografía).
28 Cf. sobre esto el artículo de A. Deissler, citado en la nota 26.
72 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
29 Cf. además H. Schlier, Palabra II: CFT III, 298, que cita también a G. von Rad
y a W. Eichrodt. Pero sobre todo el capítulo VII, sección segunda, de este volumen
(«Dios crea por la palabra»), pp. 517-528. Para la palabra, en general, cf. asimismo MS I,
338-342, y L. Scheffczyk, Palabra, palabra de Dios: SM V (1974) 147-159.
30 W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento II (Cristiandad, Madrid 1976) 84.
REVELACION DE DIOS EN EL AT 73
31 Cf. V. Hamp, Weiskeit (I. Altes Testament): LThK X (1965) 999ss (con biblio
grafía). El hecho de que en Prov 9, junto a la sabiduría, aparezca también «personifi
cada» la sensatez no constituye un argumento decisivo en contra de la peculiaridad que
aquí se afirma a favor de la personificación de la sabiduría. En esta cuestión precisa
mente es donde debe tenerse en cuenta todo el contexto del AT para tomar una decisión
más o menos precisa.
74 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
nuestro tema, «por medio de la cual» Yahvé está presente en medio de su pueblo,
debe mencionarse el espíritu de Dios, que, aunque citado aquí en último lugar,
ocupa un puesto destacado en la idea de Dios de la alianza antigua.
El término ruah tiene en el AT múltiples significados, pero todos sus conte
nidos tienen una íntima conexión con el concepto veterotestamentario de Dios,
del hombre y de la naturaleza. Inicialmente, ruah significa (al igual que la tra
ducción TtVEÚ'íxa elegida por los LXX para este vocablo) viento, desde el suave
soplo de la brisa hasta el huracán desencadenado en toda su violencia. Debido
a su importante función vital, de la que los pastores y agricultores tienen una
especial e inmediata experiencia, el ruah se atribuye a Dios como creador y con
servador (cf. Gn 1,2; 8,1; 1 Re 18,45; Job 1,19; Sal 33,6; Sab 1,7). De donde
se deduce inmediatamente que debe atribuirse a este ruah Jahweh toda inter
vención especial de Dios en la historia de Israel (cf. Ex 10,13.19; 14,21s; 15,10;
19,16; 2 Sm 22,10-16; Ez 13,13). En estos textos no se le considera como una
fuerza independiente colocada al lado de Dios. Está, más bien, sometido y a dis
posición de la majestad de Yahvé, que se sirve libremente de él (Am 4,13; Jr 10,
13; Is 40,7). Junto a este significado hay otro, íntimamente ligado con él: ruah
como aliento vital, como respiración del hombre (Gn 45,27; Jue 15,19). Dado
que la respiración es señal de vida, ruah puede pasar a significar la vida en sí.
En este sentido, el ruah tiene su origen en el mismo Dios y sigue siendo siempre
una propiedad divina (Gn 2,7). Indica la estrecha relación vital del hombre con
Dios. El hombre vive mientras Dios le comunique su ruah, pues puede darlo
y quitarlo a voluntad (cf. Job 27,3; 33,4; 12,10; 34,14s; Sal 104,27ss). A partir
de aquí se ve claramente el significado de ruah como espíritu de Dios en sentido
específico. Este espíritu de Dios es entendido como la fuerza divina invisible
que da vida a todo (Sab 1,7; Sal 139,7). A este respecto debe tenerse siempre
en cuenta la íntima conexión que se da entre viento, aliento (respiración) y es
píritu en la mentalidad veterotestamentaria. Entre los elementos integrantes del
espíritu de Dios se hallan el misterio (Is 3,8) y la fuerza, que se manifiestan
tanto en la intervención espontánea y libre de Dios en la historia de Israel, de
la que dispone a voluntad, como en la intimidad de su presencia en el hombre.
Israel sabe por experiencia que la actividad del espíritu de Dios se extiende
más allá del ámbito espacio-temporal de su historia. La presencia de este espí
ritu constituirá, además, una de las señales más notables de la plenitud de los
tiempos mesiánicos. En los primeros tiempos se atribuyen al espíritu efectos de
tipo psicofísico limitados en el tiempo y que irrumpen casi siempre súbitamente
(Jue 13,25; 14,6; 1 Re 18,12; 2 Re 2,16). En la época de los jueces da fuerza
física en orden a la salvación del pueblo (Jue 13,25; 14,6.19; 15,14) y capacita
para grandes acciones bélicas (Jue 3,10; 6,34; 11,29 y passim; 1 Sm 11,6s).
A esto se añade pronto el carisma del éxtasis y el entusiasmo profético, el poder
de milagros, las profecías y la interpretación de sueños (Nm 11,25-29; 27,18;
1 Sm 10,6.10; 16,14; 2 Sm 23,2; 2 Cr 20,14). Al hacer su aparición los falsos
profetas, que invocan injustificadamente el espíritu de Dios (Jr 5,13; Miq 2,11),
los profetas preexílicos no aluden tanto al espíritu de Dios que se les ha pres
tado cuanto a la palabra de Dios que se les comunica. Al mismo tiempo, y a par
tir de este hecho, se habla con frecuencia e indistintamente ya del espíritu, ya de
la palabra, como transmisiones de revelación (2 Sm 23,2; Is 59,21; Zac 7,12;
Prov 1,23). En la época posterior, la predicación profética vuelve a ser atribuida,
cada vez más decididamente, al espíritu de Dios (Ez 2,2; 3,24; 11,5; cf. Os 9,7)
y, de modo retrospectivo, también se le atribuyen las profecías de los profetas
verdaderos de los primeros tiempos (Zac 7,12; Neh 9,30; 2 Cr 15,1). La vincu
lación de espíritu y palabra se acentúa cada vez más y ambos elementos se en
REVELACION DE DIOS EN EL AT 75
tienden, además, en íntima conexión con la sabiduría (Job 23,8; Dn 5,11; Eclo
39,6; Sab 1,6; 7,7.22; 9,17; 12,1). No es menos característica, en esta época, la
alusión, cada vez más explícita, al Mesías como futuro portador auténtico del
espíritu (cf. Is 42,1-3; 61,ls). El Mesías no posee ya el espíritu solamente en
orden a acciones concretas, sino de modo permanente, pues éste «descansa en él»
(Is 11,1-5; 28,5s). Lo mismo afirma el Deutero-Isaías respecto del siervo de
Yahvé, cuya misión se extiende a todos los pueblos (Is 42,1-9; cf. J1 3,lss).
Algo similar se dice del profeta en Is 61,1-3. Así, la época mesiánica será una
época de posesión general del espíritu (Is 4,4-6; 32,15-20; 44,3ss). El espíritu de
Dios renovará interiormente a todos los hombres, hasta tal punto que puede
hablarse incluso de una nueva creación (Ez 11,19; 18,31; 36,26; 37,1-14). Enton
ces aparece en su forma plena la intimidad de la posesión del espíritu —ya acen
tuada en otras partes— como una fuerza moral vital (cf. Sal 51,13; Is 63,7-19;
Sab l,4ss; 7,14.22-25; 9,17). La renovación de los corazones (Ez 36,26s) y el
cumplimiento, de ella resultante, de los mandamientos divinos hará ver que el
espíritu de Dios ha sido enviado con plenitud a los hombres y habita en ellos
(Is 32,15-20; 44,3; 59,21; 63,14; Jr 31,31-34; Ez 36,24-28; 37,14; 39,29; J1
2,28s; 3,lss; Ag 2,5; Zac 4,6).
Como en el concepto de palabra de Dios, también aquí se da una tendencia
a la personificación del espíritu de Dios, que, por otra parte, aparece menos
acusada que en el caso, por ejemplo, de la sabiduría (2 Sm 23,2; Ag 2,5; Is 63,
lOs; Sal 51,13; Neh 9,20; Sab l,5ss; 9,17). Es indudable que también aquí se
han superado los límites de lo meramente poético; con todo, no puede hablarse
aún de una hipóstasis en el posterior sentido neotestamentario. Es mucho más
interesante comprobar la riqueza de vida y de interioridad, el poder carismático
v donador de vida que el AT atribuye al espíritu, y en tal medida que al NT le
basta muchas veces con aludir a este conocimiento de fe de la antigua alianza.
Debemos mencionar también expresamente una profundización siempre creciente
en el modo de entender el espíritu, que de una mera concepción psicofísica pasa
a la esfera moral y religiosa; de una acción ocasional, y limitada a un momento,
pasa a una actuación duradera que lleva a la perfección y santificación interna.
El espíritu ha penetrado en el pueblo y en cada uno de sus miembros; y así,
Yahvé mismo no sólo está cerca de su pueblo, sino que está presente en él, lo
cual constituye una clara preparación para la afirmación fundamental de la nueva
alianza sobre el espíritu: la Iglesia es comunidad de Espíritu. Del mismo modo
que el problema del Espíritu como hipóstasis divina es, hasta cierto punto, «se
cundario» en el NT, también lo es, y mucho más, en el AT. Pero aquellos matices
del Espíritu de Dios en que insiste particularmente la nueva alianza han tenido
una rica e indiscutible preparación en la revelación de la alianza antigua.
e) Resumen y síntesis.
Estas consideraciones sobre el AT pueden ser suficientes para advertir hasta
qué punto y en qué sentido tiene validez la revelación de Dios del AT como
revelación preparatoria de la Trinidad. Se advierte diáfanamente que no está justi
ficado, desde una perspectiva bíblico-teológica, buscar consciente o inconsciente
mente «personas», y menos aún una trinidad personal, en la visión veterotesta-
mentaria de Dios, tal como dijimos al principio32. El AT fue preparación de la
32 Desde este fondo puede medirse mejor el peso de los pasajes del AT que durante
mucho tiempo se ha solido aducir a este respecto como los primeros (cf. Brinktrine, II,
24). Deben mencionarse, ante todo, las formas de plural que a veces se encuentran en
76 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
las locuciones divinas (Gn 1,26, 3,22, 11,7, Is 6,8) Todavía no se ha llegado a un
acuerdo definitivo sobre el modo de entenderlas Comparados con la multitud de sen
tencias sobre Yahvé, sobre su palabra, su sabiduría, su espíritu y otras, estos pasajes
son también relativamente ambivalentes Citemos, al menos, aquellos otros pasajes
que suelen aducirse en este contexto Nm 6,23ss, Sal 66,7, Is 63 y passtm, Gn 18 En
orden a la valoración y la consiguiente utilización dogmática de dichos pasajes conven
dría advertir siempre si se pretende hacer una afirmación exegética y bíblica (del AT
o del NT) o más bien una afirmación teológica, dogmáticamente desarrollada, o si se
intenta, por el contrario, citar los textos en un sentido preferentemente exornativo (al
estilo como emplea en ocasiones la liturgia los textos escnturísticos) Cf también H Ren-
ckens, Creación, Paraíso y Pecado Original (Madrid 21969) 96ss
33 Aquí puede aludirse indudablemente al sentimiento de solidaridad y representa
ción, excepcionalmente profundo en Israel (y en el Oriente antiguo en general), que
puede arrojar cierta luz sobre la Trinidad Cf J Scharbert, Solidantat in Segen und
Finch im Alten Testament und in seiner Umioelt I Vaterfluch und Vatersegen (Bonn
LA REVELACION EXTRABIBLICA DE DIOS 77
a) Principios fundamentales
Comparada con lo expuesto hasta aquí, nuestra cuestión se plantea de hecho,
en este lugar, bajo una nueva luz, como podrá comprobarse inmediata y clara
mente cuando expongamos con mayor detalle lo que queremos significar en este
contexto con la expresión «esfera extrabíblica» Nos preguntamos, pues, si la
revelación del misterio trinitario ha tenido preparación Ya hemos descrito antes
este misterio más de cerca al hablar de los principios, insistiendo entonces, entre
otras cosas, en que la revelación y comunicación de este Dios tnpersonal ha
35 Cf. sobre el tema los capítulos IV y XII de este volumen, al igual que el VII del
tomo III.
6
82 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
36 Cf. sobre esto supra, pp. 66ss y la sección segunda de este mismo capítulo.
37 Cf. también W. Eichrodt, Teología del AT II, 96ss.
LA REVELACION EXTRABIBLICA DE DIOS 83
una conciencia religiosa abierta y viva, pero que no ha conseguido una absoluta
claridad. Deberíamos ver en todas estas tentativas tanto la verdadera conciencia
experimental que se encuentra en el fondo y, con ello, la bienintencionada (y me
ritoria para la salvación) «búsqueda de Dios» (cf. Hch 17,27), como las deprava
ciones que se dan en ellas 3%.
39 Cf. sobre este tema P. Gerlitz, Ausserchristliche Einflüsse auf die Entwicklung des
christlichen Trinitdtsdogmas. Es un intento a la vez histórico-religioso y dogmático por
esclarecer el origen de la hotnousía (Leiden 1963); A. Halder y K. Rahner, Abendland:
LThK I (1957) 15-21 (con bibliografía); J. Ratzinger, Der christliche Glaube und die
Weltreligionen, en Gott in Welt II, 287-305 (con bibliografía); G. Lanczkowski, Religio
nes (estudio comparado de las): SM V (1974) 975-984.
BIBLIOGRAFIA 85
BIBLIOGRAFIA
Ofrecemos los títulos de una serie de obras básicas de consulta en las que aparece
amplia bibliografía. A ella remitimos al lector. Los libros citados en las notas se han
omitido aquí.
I. DICCIONARIOS
40 Cf. también J. Feiner, Kirche und Heilsgeschichte, en Gott in Welt II, 317-345
(con bibliografía); R. Panikkar, El Cristo desconocido del hinduismo (Madrid 1971);
H. R. Schlette, Einige Tbesen zum Selbstverstandnis der Theologie angesichts der Reli~
gionen, en Gott in Welt II, 306-316 (con bibliografía).
86 PREPARACION DE LA REVELACION TRINITARIA
Eichrodt, W., Theologie des Alten Testament (I, Stuttgart *1968; II-III, Stuttgart
81968; trad. española: Teología del Antiguo Testamento, 2 vols., Ed. Cristiandad,
Madrid 1976).
Imschoot, P. van, Théologie de TAnden Testament (I, Tournai 1954; II, 1956; trad. es
pañola: Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969).
Jacob, E., Théologie de TAnden Testament (Neuchátel 1955).
Procksch, O., Theologie des Alten Testaments (Gütersloh 1950).
Rad, G. von, Theologie des Alten Testaments (I, Munich 51966; II, 51968; trad. espa
ñola: Teología del AT I, Salamanca 1972; II, 1973).
Vriezen, Th. C., Theologie des Alten Testaments in Grundzügen (Wageningen 1956).
1. Observaciones metodológicas
1 Cf. H. de Lavalette, Dreifaltigkeit: LThK III (1959) 543; H. Mühlen, Der Heilige
Geist ais Verson (Münster 1963) 1.
2 Cf. L. Scheffczyk, «Formulación del magisterio e historia del dogma trinitario», en
este volumen, pp. 135ss.
3 A. Adam, Lehrbucb der Dogmengeschichte, vol. I: Die Zeit der Alten Kirche
(Gütersloh 1965) 115.
4 Como hace, por ejemplo, HaagDB 1967-1970.
5 Cf. W. Marxsen, Anfangsprobleme der Christologie (Gütersloh 1960) 55.
6 Cf. sobre este tema Fr. W. Maier, Jesús, Lehrer der Gottesherrscbaft (Würzburgo
1965) 9-13.
88 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
a) Parece casi imposible establecer con una cierta seguridad el factum mera
mente histórico de Jesús de Nazaret a partir de las fuentes de que disponemos.
Todos nuestros evangelios son testigos de la fe pospascual, todos ellos narran la
historia de Jesús a la luz de su propia cristología específica. A pesar de ello,
los evangelios, así como los restantes escritos neotestamentarios, tienen un gran
valor en orden a la verificación de que el Cristo predicado por ellos, el Señor
ensalzado como Dios, el Salvador, no es otro que el Jesús de Nazaret originario
de Galilea. Así, pues, el mismo NT nos remite a una figura histórica concreta,
aunque no dibuja ningún cuadro directamente histórico-biográfico de este per
sonaje. Una interpretación que se redujera a las afirmaciones de fe neotestamen-
tarias no respondería a la intención fundamental del NT ni conjuraría el riesgo
de una teología-kerigma docetista7. A pesar de todas las dificultades exegéticas
debemos intentar recurrir al mismo Jesús para hallar en su palabra y en sus
obras la «raíz fundamental» del dogma trinitario.
En los tiempos en que se creía de buena fe que todas las palabras del evan
gelio habían sido pronunciadas por el mismo Jesús no constituía ningún proble
ma para los teólogos la necesidad de una fundamentación «histórica» de la fe.
Así, se creía que en el mandato bautismal trinitario (Mt 28,19) y en los discursos
joánicos de revelación había afirmaciones suficientemente claras del mismo Jesús
en favor de la doctrina trinitaria. Pero, en nuestra época, ha venido ganando te
rreno la idea de que para llegar al pensamiento de Jesús se necesitan esfuerzos
exegéticos mucho mayores 8.
b) La segunda circunstancia que complica notablemente nuestra tarea radica
en la comprobación de la diferencia existente entre las diversas afirmaciones
neotestamentarias. Sería metodológicamente erróneo valorar, sin más, toda frase
que aparece en el NT como afirmación dogmática, saltándose las diferencias entre
relato histórico, formulación kerigmática, confesión de fe e interpretación teo
lógica 9. Es cierto que no siempre —o, más exactamente, casi nunca— se pueden
distinguir con nitidez estas formas, pero se obtiene una clarificación necesaria
—precisamente en orden a la doctrina trinitaria— si se tienen siempre en cuenta
las diferencias fundamentales existentes entre acontecimiento de la revelación,
kerigma, homología y reflexión teológica. A esto se añade que la manera empleada
por los autores del NT para exponer teológicamente el acontecimiento de la sal
vación difiere, desde varios puntos de vista, de la posterior teología de la Iglesia.
Ya esto mismo nos impide toda equiparación ingenua entre doctrina teológica
y verdad revelada, aunque, desde luego, la teología se esfuerza por conseguir
un recto conocimiento de la fe. Así, pues, las frases y fórmulas teológicas no son,
7 Esta es la objeción que debe hacerse a R. Bultmann. Cf. W. Marxsen, op. cit., 14.
Pero también lo que expone H. Schlier en Biblische und dogmatische Theologie, en
Diskussion über die Bibel (Maguncia 1963) 89s y nota 3, podría ser mal entendido
como negación radical de todo fundamento «histórico» de la fe. Es indudable, con todo,
que Schlier no pretende discutir la importancia teológica de una distinción crítica entre
la realidad histórica de Jesús y su interpretación por los evangelistas.
8 H. Mühlen, op. cit., 88-94 y passim, apoyándose en fv Stauffer y H. Zimmermann,
pretende descubrir, a través de las afirmaciones que formula Jesús en primera persona
a lo largo del cuarto evangelio, su conciencia trinitaria, tentativa muy discutible desde
varios puntos de vista. Sería aconsejable que los dogmáticos no se apoyaran ingenua
mente en opiniones exegéticas que apenas si son admitidas por los especialistas.
9 Cf. para esta distinción R. Schnackenburg, Neutestamentliche Theologie (Munich
1963; trad. española: Teología del NT, Bilbao 1973) 14-17; R. Bultmann, Theologie des
Neuen Testaments (Tubinga 51965) 385-589; K. Rahner y K. Lehmann, Kerigma y dog
ma: MS I, 686-769, espec. 686-699.
OBSERVACIONES METODOLOGICAS 89
nunca, en cuanto tales, objeto de fe, sino sólo un intento (que debe ser incesan
temente reemprendido) por explicitar de forma asequible y comprensible el acon
tecimiento escatológico salvífico realizado «de una vez por todas» en Cristo y
la fe correspondiente a este hecho 101. Mientras que la esencia de la revelación y de
la fe es inmutable (aunque «aparezcan nuevos» dogmas), la interpretación teo
lógica puede y debe progresar incesantemente.
c) Dado que ninguna afirmación teológica se identifica adecuadamente con
la realidad misma de la fe, ni puede agotar completamente la insondable riqueza
del acontecer de la revelación, todos los intentos, aunque parezcan todavía im
perfectos, de explicar el NT conservan su valor. Por eso mismo, la tarea de una
exposición bíblico-teológica del misterio de la Trinidad abarca mucho más que
una mera investigación histórico-dogmática. Esta última puede contentarse con
investigar las afirmaciones y las fuerzas propulsoras que han llevado a la poste
rior enseñanza eclesiástica y a su fijación dogmática, circunscribiendo de ante
mano el problema a la cuestión de la relación entre las tres personas divinas y la
unidad de la esencia de Dios. En la línea de este pensamiento de evolución his
tórico-dogmática deben considerarse como forzosamente imperfectas, insuficiente
mente aclaradas, y superadas por el dogma, las afirmaciones de la Escritura
(acerca, por ejemplo, del Espíritu Santo como persona). Pero si se tiene en cuenta
que la realidad misma — a la que tiende y se refiere la posterior doctrina trini
taria ontológicamente formulada— ha sido revelada en el NT de una manera
definitiva e insuperable, entonces ya no es superfluo exponer el pensamiento
peculiar de los autores neotestamentarios acerca de las relaciones mutuas entre el
Padre, el Hijo y el Espíritu. Podría incluso demostrarse que, normalmente, nos
situamos en una óptica falsa cuando opinamos que la teología de la Trinidad
de la época posterior ha conseguido conocimientos fundamentales nuevos y más
profundos, siendo así que en realidad se ha limitado a expresar con más rigor
y a traducir en un lenguaje inteligible para su época algunos puntos de vista
admitidos sin discusión previa en el NT.
d) Si es cierto que «las manifestaciones doctrinales de la Iglesia y las afir
maciones teológicas llevan implícita una fijación terminológica frente a la cual
no debe plantearse la cuestión de la verdad, sino, a lo sumo, la de la convenien
cia» n, no debe extrañar que en el NT falten expresiones como «Trinidad»,
«persona», «esencia», «sustancia», «relación» y otras parecidas. Más aún: siguien
do el consejo de sus colegas los dogmáticos 12, el exegeta deberá evitar, en la me
dida de lo posible, acudir a estos conceptos en la interpretación de las afirma
ciones bíblicas, sobre todo teniendo en cuenta que la palabra «persona», clave
de la doctrina trinitaria, «tiene en realidad muy pocos puntos de contacto con
lo que nosotros solemos entender bajo este concepto» 13. A pesar de todo, el
exegeta se sabe obligado a interrogar los textos también (aunque no exclusiva
mente) acerca de lo que se intenta expresar en la posterior terminología de la
Iglesia.
e) Por lo dicho hasta ahora, se podrá ver que ya no parece tan fácil deter
minar el contenido real de lo que se entiende por doctrina trinitaria. La res
puesta, que aflora casi inevitablemente, de que la doctrina trinitaria estudia la
esencia íntima de Dios, su plenitud de vida trinitaria (o como quieran llamarse
las relaciones mutuas de las tres divinas «personas»), se reduce a explicaciones
Se discute hasta qué punto la predicación de Jesús forma parte de una teo
logía del N T 1415. El problema no tiene sólo un valor académico, pues de él depen
de el concepto mismo de teología cristiana. Si se encuadra la predicación de
Jesús dentro de la teología del NT, entonces Jesús aparece como un teólogo
más, junto a Pablo, Juan y los restantes autores del NT. Pero en este nivel teo
lógico resulta difícil explicarse la peculiaridad y la preeminencia absoluta de
Jesús, testificada por el mismo NT. No es preciso aducir largas pruebas para
comprobar que la predicación de Jesús no puede compararse con la teología
paulina o joánica por lo que respecta a la plenitud y densidad de las formulaciones
conceptuales 16. El problema aparece más claro aún si —como evidentemente
debemos hacer— incluimos toda la actuación de Jesús, sobre todo su pasión
y muerte. Estos acontecimientos no tienen todavía en sí ninguna calidad teológica,
pero constituyen, sin embargo, el objeto más destacado de la teología neotesta-
mentaria. Hay que decir, incluso, que una genuina teología cristiana no puede
tener ningún otro objeto sino lo que Jesús ha dicho, hecho, vivido y padecido.
14 Cf. H. de Lavalette: LThK III (1959) 544: «Dios se ha comunicado de tal modo
a la criatura en su comunicación absoluta, que la Trinidad 'inmanente’ se hace Trinidad
'económica’, y a la inversa, la Trinidad 'económica’ experimentada por nosotros es la
Trinidad 'inmanente’. Lo cual quiere decir que la Trepidad de la conducta de Dios
respecto de nosotros es ya la realidad misma de Dios tal como es en sí».
15 Cf. R. Bultmann, Theologie, ls; H. Schlier, Über Sinn und Aufgabe einer Theo-
logie des Neuen Testaments: BZ 1 (1957) 5-23, espec. 12s; R. Schnackenburg, Neutes-
tamentliche Theologie, 21s.
16 Cf. el drástico juicio de K. Barth: «Jesucristo es de hecho, históricamente conside
rado, difícil de juzgar, y de juzgársele, es, comparado con más de un fundador de reli
giones y aun con algunos de los representantes posteriores de su propia 'religión’, un
rabí de Nazaret que parece un poco trivial» (KD I, 1, 171).
EL DIOS ANUNCIADO POR JESUS 91
Pero esta base ha resultado de día en día más insuficiente e inaccesible. Lo que
Jesús haya podido pensar de sí mismo no se puede deducir, sin más, de las
fuentes, y hay una razón interna para ello: según todas las apariencias, el Jesús
histórico habló mucho menos de sí mismo que de Dios. Lo que en él llama la
atención no es su conciencia de sí mismo, sino su conciencia de Dios De hecho,
en la predicación de Dios hecha por Jesús hallamos el punto decisivo, que no sólo
fundamenta la continuidad histórica de la fe cristiana, sino que lleva también,
y de una manera transparente, a la raíz fundmental de la confesión trinitaria.
Al problema del Dios anunciado por Jesús se le ha dado, demasiadas veces,
poca importancia. Se juzgaba que, aun prescindiendo de Jesús, se sabía ya quién
es Dios y qué quiere de los hombres. Se daba por evidente que el Dios de Jesús
no podía ser más que el Dios de los filósofos o — llegando ya más de cerca al
nudo de la cuestión— el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Desde luego,
no hay más que un Dios, que ha dado testimonio de sí ante todos los hombres
mediante la luz de la razón, que ha hablado por medio de los profetas de la
alianza antigua y que — según nuestras creencias— se ha hecho hombre en Jesús
de Nazaret. Pero quién es o cómo es realmente Dios sólo lo sabemos con segu
ridad por medio de Jesús, y a priori parece increíble que Dios se haya hecho
hombre sólo para confirmarnos algo que nosotros sabíamos ya de él. Por lo mis
mo, tenemos que precavernos también de identificar demasiado rápidamente al
Dios de Jesús con el Dios que conocemos a través del A T 2J. Prescindiendo com
pletamente de que la idea de Dios en el AT contiene muchos rasgos heterogéneos
y que habría que comenzar por poner en claro cuáles son los conceptos que Jesús
ha tomado de ella para su idea de Dios, vale la pena observar el hecho de que
Jesús adoptó una actitud de cerrada oposición frente a los piadosos de su pueblo,
frente a los fariseos. La extraordinaria violencia con que Jesús fue rechazado
por los fariseos sería inexplicable si se hubiera tratado sólo de una diferente
explicación de la Ley. La raíz profunda de la oposición se encuentra, más bien,
en su diferente idea de Dios.
a Dios durante toda su vida, sin transgredir jamás un mandamiento. Pero nunca
hallaron el camino hacia el corazón del Padre. El Padre sólo se abre a ellos cuando
ellos extienden la mano al hermano perdido y pecador y encuentran así el ca
mino de vuelta a casa, salvados de su propio y más hondo extravío22 Dicho de
otra forma: el amor de Dios a los pecadores y a los extraviados incluye también
a los autojustificados, a los «sanos», a los que se han quedado en casa; es un
amor que tiene carácter ejemplar, que hace que el hombre advierta nítidamente
cuál es su verdadera situación delante de Dios. Es cierto que Jesús no ha formu
lado la universalidad de la situación de pecado de una manera tan precisa y densa
como lo hace Pablo en la carta a los Romanos: «No hay quien sea justo, ni si
quiera uno solo..., todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,
10-23). Sin embargo, no existe duda alguna de que también Jesús consideraba
a los hombres todos como necesitados de salvación23. Este presupuesto soterio-
lógico forma al mismo tiempo el fundamento de la fe trinitaria: Dios revela que
su naturaleza íntima es la de Padre que se compadece y perdona. Los publícanos,
pecadores y prostitutas, los pescadores y campesinos de Galilea a los que Jesús
anunció la buena nueva, supieron que Dios era Padre en un sentido absoluta
mente personal, Padre que perdona la culpa y recibe a los hombres en su co
munión.
Pero Jesús no anunció su mensaje sobre la bondad paternal de Dios bajo
la forma de una verdad atemporal, sino que intentó demostrarla con su propia
conducta24. Uno de los rasgos mejor testificados de la tradición es que Jesús
acogía a los rechazados y despreciados con un amor especial25. No lo hacía así
llevado de una compasión romántica por los débiles y los caídos ni en virtud
de un sentimiento filantrópico, sino llevado del afán de poner en claro la esencia
del reino de Dios que él anunciaba. Con su actuación, Jesús quería aprontar las
pruebas de que la acción salvífica divina estaba cerca. De este contexto se deriva
una importante consecuencia cristológica: «Jesús afirma que actúa en lugar de
Dios, que es representante de Dios» 2627. En orden a la fe trinitaria podría hablarse
incluso de una «experiencia primordial». El hombre pecador encuentra al Padre
celestial sólo por medio de y en Jesús. Después de Pascua entra en escena el
Espíritu (Jn 7,39) como una realidad que confiere a la actuación histórica de
Jesús permanencia y eficacia actual.
b) El Padre de Jesús.
En la discusión acerca del Jesús histórico se ha establecido como uno de los
resultados más seguros que Jesús se dirigía a Dios como Abba (Me 14,36) 21.
22 Cf. W. Marchel, Abba, Vater. Die Vaterbotschaft des Neuen Testaments (Düs-
seldorf 1963) 64s.
23 Cf. A. M. Dubarle, IJnter die Sünde verkauft (Düsseldorf 1963) 125-141.
24 Ha llamado la atención sobre este hecho principalmente J. Jeremias, Die Gleich-
nisse Jesús (Gotinga 71965; trad. española: Las parábolas de Jesús, Estella 1971) 131s,
144s.
25 Cf. G. Bornkamm, Jesús von Nazareth (Stuttgart 1956; trad. española: Jesús de
Nazaret, Salamanca 1975) 72s.
26 J. Jeremias, op. cit., 132. El significativo (y no bíblico) título de «representante»
es muy discutido. En principio, ninguno de los títulos, por otra parte cristológicos, puede
expresar adecuadamente la relación entre la actividad de Jesús y la de Dios, indicio de
que todas las fórmulas cristológicas deben ser medidas desde la realidad del evangelio,
y no a la inversa.
27 J. Jeremias, Kennzeichen der ipsissma vox Jesu (Munich 1953) 86-89; G. Born
kamm, op. ctt., 188; W. Marchel, op. cit., 28-31.
94 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
31 Cf. M. Seckler, Fe: CFT II, 130: «La palabra níoxiq incluye una amplia gama de
sentidos. Significa, en primer término..., creencia en los milagros (Me 2,5 par.; Me 5,
34)...». Ciertamente, la «fe cristiana» en sentido específico se da sólo después de Pas
cua (loe. cit., 131). Pero ¿es preciso por ello rechazar como un «preámbulo» carente
de importancia la fe despertada por el Jesús terreno?
32 El mérito de haber aludido a la importancia de la fe prepascual en orden al pro
blema del Jesús histórico pertenece, sobre todo, a G. Ebeling, Jesús und der Glaube:
ZThK 55 (1958) 64-110. Cf. también W. Marxsen, Anfangsprobleme der Christologie,
34-43; G. Bornkamm, Jesús von Nazaret, 119-122. Una exposición más antigua, pero
sumamente útil, en P. Benoit, La foi, en Exégése et Théologte (París 1961; trad. españo
la: Exégesis y teología I, Madrid 1974) 143-159.
96 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
rano, para hacer posible al hombre lo imposible (cf. Me 10,27). Así, pues, los
oyentes de Jesús advertían que el comportamiento moral que Jesús les exigía era
un «milagro», una curación milagrosa de la voluntad débil y perversa. Creer en
la palabra de Jesús significaba, pues, para ellos, renunciar a su conducta natural
anterior —la del «do ut des», la del «como tú a mí, yo a ti»— para que ganara
espacio en ellos la bondad de Dios, que se anticipa a todos y por nada se decep
ciona. Se trata aquí de aquella misma bondad que, después de Pentecostés, se
atribuye a la acción del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22). La estructura trinitaria fun
damental de la fe se revela, pues, también aquí, no en el objeto, sino en la rea
lización del acto.
Pudiera creerse que nuestras reflexiones son ociosas, ya que en el NT hay
testimonios sumamente claros en favor de la fe trinitaria. Pero para poder en
juiciar rectamente las afirmaciones posteriores, juzgamos indispensable volver
sobre la realidad intentada en el NT, sobre la experiencia primordial de la fe.
De lo contrario podría ocurrir fácilmente que se entendiera la Trinidad como
una mera ideología, como una verdad general capaz de ser enseñada y aprendida,
cuando lo cierto es que quiere proteger el misterio más personal de toda la exis
tencia cristiana de todo peligro de explicación racional.
Para una teología que identifica sin más las afirmaciones doctrinales dogmá
ticas con la verdad de la revelación debe resultar indescifrable el hecho de que
Jesús haya hablado tan poco del Espíritu Santo y absolutamente nada de su
carácter personal33. Un detenido examen demuestra que dentro de la tradición
sinóptica sólo hay una afirmación sobre el Espíritu que tenga garantía de auten
ticidad, a saber: el logion de Me 3,28-30: «'Yo os aseguro que se perdonará
todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que
éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón
nunca; antes bien, será reo de pecado eterno’. Porque decían: 'Está poseído por
un espíritu inmundo’». En el contexto del discurso sobre Belcebú, esta sentencia
se vuelve contra aquellos que calumniaban las acciones poderosas de Jesús di
ciendo que eran obra del demonio, ofendiendo así al Espíritu Santo. Jesús estaba
plenamente convencido de que arrojaba a los «espíritus» (F. Stier) por el Espí
ritu de Dios.
Mateo y Lucas han conservado este logion en una versión diferente: «Por
eso os digo: todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blas
femia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y al que diga una palabra
contra el Hijo de hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu
Santo no se le perdonará, ni en este mundo ni en el otro» (Mt 12,31-32; cf. Le
12,10). Mateo ha combinado el logion de Marcos con el paralelo Q, que en Lucas
se encuentra todavía en su contexto sapiencial original. La distinción entre Hijo
de hombre y Espíritu Santo puede apoyarse, dentro de la historia de la tradición,
en una intelección errónea34, pero en todo caso los evangelistas la han interpre
tado cristológicamente. Podría alguien avergonzarse del Hijo de hombre, que
vivía bajo la forma humillada de siervo, pero toda ofensa al Cristo resucitado
y pneumático es un pecado imperdonable.
33 Cf. H. Mühlen, op. cit., 12; I. Hermann, Espíritu Santo: CFT II, 24.
34 Cf. G. Bornkamm, op. cit., 194 (con bibliografía).
7
98 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
(cf. la petición de pan del Padrenuestro); una limitación a los bienes espirituales
es algo que estaba muy lejos de su mentalidad.
Aunque personalmente Jesús no habló casi nunca del Espíritu Santo, los
evangelistas lo han presentado, al menos, como «carismático», como predicador
y taumaturgo lleno del Espíritu Santo. Es cierto que sólo contados pasajes lo
afirman de manera expresa, pero precisamente por eso tiene un peso más con
siderable. Así, el relato sinóptico del bautismo (Me 1,9-11 par.) tiene la categoría
de una interpretación que abarca la actuación total de Jesús. Lo que se anuncia
aquí, al principio del evangelio, debe dar al lector la clave para la intelección
de todos los relatos siguientes: Jesús de Nazaret, que se dejó bautizar por Juan
en el Jordán, junto con otros muchos judíos de su tiempo, era en realidad el
«Hijo amado» de Dios, el Mesías ungido con el Espíritu Santo (Is 11,2), el
siervo de Dios (Is 42,1). La exégesis liberal ha interpretado el relato del bautis
mo de Marcos desde una perspectiva psicológica, es decir, como una visión, una
experiencia íntima de Jesús. Se pensaba haber descubierto aquí el origen histórico
de la conciencia mesiánica de Jesús 41. Pero una interpretación de este tipo des
conocía el género literario de la perícopa. No se trata aquí del relato biográfico
de una experiencia, sino de una parte de la catcquesis bautismal, que pretendía
adoctrinar acerca del significado teológico del sacramento cristiano42. En el
bautismo, el creyente es aceptado por Dios como hijo amado y agraciado con
el Espíritu Santo de filiación (Rom 8,15s; Gál 4,6). Lo que se dice del bau
tismo cristiano debe ser mucho más válido aún, de manera eminente, del bautis
mo de Jesús. Encima de él se abren los cielos43, el E spíritu44 desciende sobre
él como una palom a45 y una voz del cielo46 lo proclama Mesías y Siervo de Yah-
41 Así todavía O. Cullmann, Die Christologie des Neuen Testaments (Tubinga 1957)
65-67, 290s. Jesús habría «alcanzado en el instante mismo de ser bautizado la conciencia
de que debía asumir la función de Ebed-Jabweh (Siervo de Yahvé)». (Los subrayados
son del autor). Son varios los comentaristas católicos que no acaban de superar el
influjo de la exégesis liberal en sus exposiciones sobre Jesús.
42 La antigua Iglesia había visto ya en el bautismo de Jesús la institución y funda
ción del sacramento del bautismo; así, por ejemplo, Tertuliano, Adv. Judaeos, 8: «Bap-
tizato enim Christo, id est sanctificante aquas in suo baptismate...».
43 Desde Ez 1,1, el abrirse los cielos forma parte de la forma estilística de la reve
lación apocalíptica. En el NT, la imagen se emplea diversas veces (Jn 1,51; Hch 7,55;
Ap 10,1; 4,1 y passim). Aquello que los apocalípticos soñaban, es decir, que el cielo
se abriera, entregara sus secretos y se hiciera accesible a los hombres, se ha hecho
realidad —así lo predica la Iglesia— en Jesús.
44 El empleo absoluto de jrvevua en Marcos no es de origen judío, y alude a la cris
tiandad helénica. Mateo y Lucas especifican más: «Espíritu de Dios» o, respectivamente,
«Espíritu Santo».
45 El «como una paloma» no puede reducirse a una mera comparación. Tiene el mismo
sentido que Le 3,22, «en figura corpórea». No está completamente claro por qué aparece
precisamente la paloma como símbolo del Espíritu. Ni en el AT ni en el judaismo se
encuentran testimonios inequívocos en favor del simbolismo paloma-espíritu. En cambio,
en Grecia y Egipto la paloma era conocida como ave de los dioses (ave-Istar) y como
ave de las almas. Probablemente ha influido el motivo «signo de elección y de recono
cimiento» (cf. Jn l,32s), que también en la literatura apócrifa desempeña un papel si
milar. Así, el Vrotoevangelio de Santiago, 9, hace que José sea elegido por esposo de
María debido a que una paloma reposa sobre su cabeza. Cf. también Od Sal 24: «La
paloma descendió volando sobre Cristo, porque él era su príncipe. Cantó sobre él y su
voz resonó». Para todo este tema, cf. H. Braun, Entscheidende Motive in den Bericbten
über die Taufe Jesu: ZThK 50 (1953) 39-43.
46 En el judaismo, la bath-kol —hija de la palabra— equivalía al eco que se origina
en la voz de Dios emitida en el cielo y resonante en la tierra. Se veía en ella un sustituto
100 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
v e 47. En el cuadro del evangelio, el primer término está ocupado por el interés
cristológico de la narración del bautismo. A la humillación en el bautismo de Juan
responde, según el esquema de la pasión (cf. Flp 2,5-10), la exaltación. Por lo mis
mo, la revelación tuvo lugar cuando Jesús «subió» del agua. Apenas puede pa
sarse por alto la semejanza con el anuncio pascual. Cuando Pablo —utilizando
probablemente una antigua fórmula kerigmática— escribe de Jesucristo, al co
mienzo de la carta a los Romanos, que fue «constituido Hijo de Dios con poder,
según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,
4; cf. Hch 13,33), aparece la historia sinóptica del bautismo como una anticipa
ción del mensaje pascual. A pesar de todo, puede decirse que la comunidad pos
pascual pudo ver en el Señor resucitado y glorificado el prototipo y la fuente
de toda donación pneumática porque en el Jesús terreno se había revelado ya
el poder del Espíritu de Dios.
Los evangelios sinópticos pasan de la narración del bautismo a la de las ten
taciones en el desierto, a propósito de las cuales recuerdan una vez más la dona
ción del Espíritu a Jesús: «A continuación, el Espíritu le impulsa al desierto»
(Me 1,12). Jesús no fija personalmente su camino. Es «impulsado» por el Espí
ritu que, en el bautismo, descendió sobre él (mejor: a él). En Marcos aparece
todavía clara la idea veterotestamentaria del espíritu como una fuerza incalcu
lable, suprapersonal, que impone a los hombres la voluntad de Dios (cf., por
ejemplo, Ez 3,14: el espíritu arrebata al profeta)48. Mateo ha suavizado la drás
tica expresión «impulsado» por la de «llevado, conducido», y Lucas hace que
sea el mismo Jesús quien «lleno del Espíritu Santo» (cf. Le 1,15.41.67; Hch 4,8;
6,3.5; 11,24 y passirn) se aleje, por sí mismo, del Jordán, para ir «en» (no «por»)
el Espíritu al desierto. Lucas concede, pues, valor al aserto de que Jesús estaba
constantemente lleno del Espíritu Santo y que se le debe considerar, por tanto,
no como un carismático, sino como Señor del Espíritu. En Lucas se acentúa más
expresamente el hecho de que Jesús vence a Satanás con el poder del divino Es
píritu. Pero esta idea, que está insinuada en la transición redaccional, no se acen
túa en la narración misma de las tentaciones del desierto. En el relato que Mateo
y Lucas han tomado de su fuente común es el poder inherente a la palabra de
Dios de la Escritura el que hace fracasar todos los ataques de Satán. Aquí el
punto central de la confrontación no es la posesión del Espíritu por parte de
Jesús, sino su dignidad de Hijo de Dios. En los tres encuentros verbales lo que
se discute es la comprensión correcta del concepto cristiano de hijo de Dios. Vol
veremos más adelante sobre este punto.
Mateo vuelve a mencionar la donación del Espíritu a Jesús en la amplia cita
de reflexión sobre el Siervo de Yahvé (Mt 12,17-21 = Is 42,1-4). La palabra de
Dios pronunciada por el profeta: «Pondré en él mi espíritu», se ha cumplido
débil y de escaso valor del don profético que se había extinguido en Israel. Cf. Billerbeck,
I, 125-134. En el evangelio, la voz del cielo se añade a la epifanía del Espíritu, cosa
que era inaudita en el judaismo.
47 El texto de la frase es una combinación de Sal 2 y de Is 42,1. Adopción y elección
se explican mutuamente. Le 3,22 D ha citado enteramen^ Sal 2,7 («hoy te he engendra
do»). A pesar de la antigüedad y calidad de este manuscrito, no puede mantenerse esta
lectura como original. Por «hijo» debe entenderse, ante todo, al Mesías; sin embargo,
Marcos pudo haber visto en la voz celeste una confirmación divina de la excepcional
filiación de Jesús en el sentido de su cristología de la epifanía.
48 Dándose la mano con Ez 8,3, el Evangelio de los Hebreos describe el comienzo
de una serie de tentaciones con las siguientes palabras: «Inmediatamente me tomó mi
madre, el Espíritu Santo ('espíritu* en hebreo es femenino), por uno de mis cabellos
y me llevó a la gran montaña del Tabor» (Hennecke-Schneemelcher, I, 108).
LA PREDICACION DE LA PRIMITIVA IGLESIA 101
49 Cf. Hch 7,55s. Esteban contempla en el Espíritu Santo la gloria de Dios y a Jesús
a la derecha del Padre. Cf. R. Pesch, Die Vision des Stephanus (Stuttgart 1966) 53.
50 HaagDB 1970. Desde la perspectiva de una dogmática autoafirmativa polemiza
J. Knackstedt, Manifestatio Trinitatis in Baptismo Domini: VD 38 (1960) 76-91, contra
el artículo del Diccionario de Haag.
a) Significado de la resurrección de Jesús
para la fe cristiana en Dios.
A través de los acontecimientos pascuales, los apóstoles adquirieron la cer
teza de fe de que el Crucificado resucitó de entre los muertos y ascendió a Dios.
Para describir el puesto de Jesús en el acontecimiento salvífico acudieron a una
serie de títulos que expresaban, cada uno desde un punto de vista diferente, el
mismo esquema cristológico fundamental, a saber: la entronización del Crucifi
cado en la más alta dignidad celeste. Así, a Jesús se le llama «Mesías» (Cristo)
cuando quiere afirmarse que, por medio de él, ha establecido Dios su dominio
real, prometido en el AT. Se le llama «Hijo de hombre» porque se espera su
venida en las nubes del cielo para el juicio, la resurrección de los muertos y el
inicio del tiempo de la salvación. Se le describe como «Hijo de Dios» porque,
de acuerdo con la ideología del antiguo Oriente, el Rey mesiánico es «engendra
do», es decir, adoptado por Dios (cf. Hch 13,33 = Sal 2 ,7 )51. También el título
de «Kyrios» entra originalmente dentro de la lista de títulos del Rey mesiánico 5253.
Ya la primitiva comunidad llamó a Jesús «Señor», como se demuestra por la
exclamación cúltica «Maranatha» (1 Cor 16,22; Did 10,6; cf. 1 Cor 11,26; Hch
22 , 20 ) *
Considerando los títulos en sí mismos parece inevitable concluir que en la
Iglesia apostólica se produce una evolución desde la mera concepción mesiánica
del Cristo a la fe helenística en el Hijo de Dios y el culto al Señor. La concepción
adopcionista-subordinacionista de que el hombre Jesús fue nombrado por Dios
Mesías e Hijo de Dios habría cedido paso, en las comunidades pagano-cristianas,
a la convicción de que Jesús era desde la eternidad Hijo de Dios y llevó, du
rante un período de tiempo, una existencia terrena, para regresar después de
nuevo a su gloria celeste. Una tal valoración evolucionista de la cristología neo-
testamentaria se apoya en una falta óptica o, dicho más claramente, en una falsa
gramática. En efecto, todos los títulos y nombres honoríficos reciben su valora
ción exacta del mismo Jesús, y no a la inversa. El predicado de todas las afir
maciones cristológicas es Jesús, por lo que, hablando exactamente, habría que
decir: Mesías, Señor, Hijo de Dios es Jesús. Sólo un intento dogmatizante de
convertir las fórmulas en definiciones esenciales de Jesús llevó a establecer dife
rencias objetivas a partir de diferencias de interpretación. Por eso ningún título
de dignidad cristológica puede ni pretende hacer racionalmente inteligibles las
51 Hasta qué punto el título «Hijo de Dios» fue usado en el judaismo como título
mesiánico es cuestión discutida. Cf. O. Cullmann, Christologie, 279-281; R. Bultmann,
Theologie, 52s; L. Cerfaux, Christus in der paulinischen Theologie (Düsseldorf 1964)
277s (original francés: Le Christ dans la théologie de Saint Paul, París 1951; trad. es
pañola: Jesucristo en san Pablo, Bilbao 1963). En toda la literatura qumránica ha apare
cido un solo texto (1 QSa 2,11-22) que parece hablar de la filiación divina del Mesías:
«Esta es la sesión de los hombres respetables, convocados en asamblea para consejo de
la comunidad, cuando Dios permita que el Mesías nazca entre ellos». Tampoco dentro
del NT encontramos apenas un estrato de la tradición donde la designación «hijo de
Dios» se identifique simpliciter con la dignidad de Mesías. El título fue interpretado,
desde el principio, no tanto a la luz de las esperanzas mesiánicas cuanto a partir de la
realidad misma de Jesús.
52 Cf. L. Cerfaux, Le titre «Kyrios» et la dignité royale de Jésus: RSPhTh 11 (1922)
40-71; 12 (1923) 125-153; id., Christus, 284.
53 La conocida tesis de W. Bousset y R. Bultmann (Theologie, 54), según la cual el
título de «Kyrios» fue aplicado por primera vez a Jesús en la comunidad helenista, tiene
razón sólo en la medida en que el uso cúltico y religioso del título predominante en
el NT se apoya en presupuestos helenísticos.
LA PREDICACION DE LA PRIMITIVA IGLESIA 103
relaciones entre Jesús y Dios, o reducirlas a una de las categorías conocidas por
la historia de las religiones. Las afirmaciones kerigmáticas de la primitiva comu
nidad no exploraban el misterio que la presencia y la actuación de Jesús ence
rraba; sólo pretendían dejar abierto a los creyentes el camino de acceso al Cristo
viviente.
Para la interpretación mesiánica de Jesús es instructiva y característica la idea
de la entronización. La resurrección aparece considerada como entronización del
Crucificado. Dios hace que Jesús — a quien los hombres han rechazado— ocupe
el trono a su derecha, le da el título honorífico de Rey y Señor y le entrega «todo
poder en el cielo y sobre la tierra» (Mt 28,18; cf. 11,27). A aquel a quien Dios
ha constituido «Señor y Mesías» (Hch 2,26) deben rendir homenaje todos los
seres celestes (cf. Flp 2,10s; Heb 1,6). Las concepciones del ceremonial de entro
nización explica también las fórmulas ternarias que ocasionalmente se encuentran
en el NT y en las que se nombran juntos a Dios, a Cristo y a los ángeles.
Me 8,38 par.: Hijo de hombre-gloria de su Padre-santos ángeles; Me 13,
22 par.: ángeles en el cielo-Hijo-Padre; Le 12,8s: Hijo de hombre-ángeles de
Dios (Mt 10,32s identifica al Hijo de hombre con Jesús y sustituye a los ángeles
de Dios por «mi Padre en el cielo»); M t 25,31: el Hijo de hombre en su gloria
y todos los ángeles con él; cf. 2 Tes 1,7; 1 Tim 5,21: Dios-Cristo Jesús-ángeles
elegidos (fórmula de juramento); Jn 1,51: Hijo de hombre-ángeles de Dios;
cf. Me 1,10.13. Especial atención merecen las fórmulas ternarias del Apocalipsis
de Juan, en las que los siete espíritus de Dios, los genuinos ángeles del trono,
son interpretados a la luz del concepto cristiano del Espíritu (Ap 1,5; 4,5; 5,6).
Las reflexiones sobre las relaciones entre la persona de Cristo y Dios, de las
que más tarde se preocupó la Iglesia antigua, estaban todavía lejos del ánimo
de la primitiva comunidad54. Con todo, sería demasiado precipitado afirmar que
el problema no fue ni siquiera advertido. Desde luego, no se conocía aún el
bagaje conceptual filosófico de la especulación patrística sobre la Trinidad, pero
ya se había intentado determinar de una manera más concreta, y recurriendo
a imágenes, la posición del Hijo de Dios frente a su Padre. Dado que la mayoría
de las veces se trata de símbolos primitivos y actitudes fundamentales del hom
bre, de las que se sirve el NT para describir el puesto de Jesús con relación
a Dios, estas exposiciones, al parecer todavía no desarrolladas, tienen un valor
permanenteS5.
Una de las fórmulas más antiguas para describir la relación entre el Resucitado
y Dios es la expresión, tomada de Sal 110, «sentarse a la diestra de Dios». «Ape
nas existe otro pasaje veterotestamentario que haya sido tan frecuentemente ci
tado por los autores neotestamentarios como éste» 5657. Lo encontramos en Rom 8,
34; 1 Cor 15,25; Col 3,1; Ef 1,20; Heb 1,3; 8,1; 10,12; 12,2; 1 Pe 3,22; Hch 2,
34; 5,31; 7 ,5 5 ^; Me 2,36 par.; 14,61 par. (16,19); cf. 1 Cíe 36,5; Bar 12,10.
La frase quiere decir que Jesús fue ensalzado por Dios y participa de su gloria. En
el contexto de la escena de la entronización, sentarse a la derecha de Dios signi
54 Esto vale en cierto sentido para todo el período neotestamentario; cf. R. Bultmann,
Theologie, 509.
55 No sin razón, pues, la Iglesia acude en su liturgia y predicación al lenguaje de la
Biblia cuando trata de celebrar el misterio del Padre, Hijo y Espíritu Santo. La única
excepción es el prefacio de la Trinidad en la misa, concebido escolásticamente, y el for
mulario de la fiesta de la Santísima Trinidad. Sería aconsejable, por razones pastorales,
reemplazar en la reforma litúrgica estos textos por otros más bíblicos.
56 O. Cullmann, Cbristologie, 230.
57 En todo el NT sólo aquí «está de pie» el Hijo de hombre a la diestra de Dios.
Para esta enigmática indicación, cf. R. Pesch, op. cit., 58.
104 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
testimonio del Hijo y viene, finalmente, una invitación a los que sufren. Las dos
últimas partes pertenecen indudablemente a la forma estilística del discurso de
revelación, tal como lo conocemos por la literatura sapiencial judía. En ésta apa
rece la verdad divina que celebra, en un largo discurso, sus ventajas e invita
a los hombres a su seguimiento (cf. Eclo 24,1-21; Prov 8.9). Así, pues, al menos
Mateo ha entendido aquel grupo de sentencias como una analogía y superación
de las sentencias emitidas por la «sabiduría» judía del A T 62. Esta conclusión,
a la que se llega por el análisis de la forma, tiene su importancia en orden a la
interpretación objetiva de los textos.
Acaso la misma forma literaria de oración de acción de gracias que adopta el
discurso de revelación deba entenderse también como una antítesis consciente
frente a la «autoalabanza» y «autoglorificación» de la sabiduría (cf. Eclo 24,1:
«La sabiduría hace su propio elogio, en medio de su pueblo se gloría»). Jesús
habla de sí mismo sólo después de haber alabado al Padre, Señor del cielo y de
la tierra 63. El lenguaje empleado en la oración se mantiene acorde con los títulos
del judaismo tardío (cf. Eclo 23,1.4; Tob 7,18) y subraya —para evitar ya de
antemano cualquier malentendido en la revelación del Hijo— la insondable po
sición gloriosa del Padre. Jesús alaba al Padre porque ha ocultado «esto», es decir,
el secreto del Hijo, que es al mismo tiempo su propio secreto y el de su gloria
escatológica, a los sabios y prudentes.
Como el logion nos enseña, el hombre sólo puede hablar de este secreto bajo
la forma de alabanza y acción de gracias. Aquel que, como los «sabios» y «pruden
tes», pide una explicación racional, o rebaja el misterio a objeto de una especu
lación ingeniosa, lo falsea de modo que permanece oculto para él. Sólo a los
«pequeñuelos», a los que, como niños, llaman a Dios «Abba», se les comunica
el verdadero conocimiento de Dios como gracia inmerecida, por la que es pre
ciso rendir acciones de gracias. Así, el logton permite ver la primitiva situación
del culto cristiano. El Hijo suplica al Padre como abogado de los «pequeñuelos»,
comparable también en esto a la sabiduría divina, que «abre su boca en la asam
blea del Altísimo» (Eclo 24,1). Pero Jesús no se alaba a sí mismo, sino al Padre.
Debe recordarse también, en este punto, la oración sacerdotal (Jn 17), no sólo
por lo que se refiere a la situación —el glorificado ruega al Padre en medio de
la comunidad de sus discípulos— , sino por lo que se refiere al objeto de la
liturgia. Lo mismo que en el logion que estudiamos, también aquí se trata en
primer término no de la salvación de la culpa del pecado, sino del conocimiento
del Padre a través del Hijo y del Hijo a través del Padre. Ideas parecidas encierra
una oración eucarística de la llamada Doctrina de los Doce Apóstoles: «Te damos
gracias a ti, nuestro Padre, por la vida y el conocimiento que nos has revelado
por medio de Jesús, tu Hijo. A quien sea la gloria por toda la eternidad» (Did 9).
La revelación del Hijo comienza con la proclamación: «Todo me ha sido
entregado por el Padre». Quien habla aquí es el Hijo, entronizado en el cielo
y asentado por el Padre en sus derechos soberanos divinos. Casi con las mismas
palabras se revela el Resucitado a sus discípulos en Galilea: «Se me ha dado
todo poder en el cielo y sobre la tierra» (Mt 28,18). Ambas formulaciones se
derivan de una misma tradición apocalíptica: la visión de Daniel sobre la entro
nización del Hijo de hombre en la eterna gloria divina (Dn 7,13s). Es posible,
con todo, que en nuestro contexto se haya pensado menos en la soberanía me-
siánica que en el supremo poder del Hijo de revelar al P adre64. El absoluto
7cavra puesto al principio no admite ninguna excepción. El Padre no se ha
reservado nada, lo ha entregado verdaderamente «todo» al Hijo. Lo cual no sig
nifica, en modo alguno, que el Padre haya renunciado a su dominio, su poder
y su sabiduría para que el Hijo domine y actúe en su lugar. Por el contrario, si
le ha entregado todo al Hijo es para que establezca el verdadero dominio de Dios
y para que revele a los pequeñuelos el conocimiento del Padre.
De la primera persona («a mí»), el discurso de revelación pasa a la tercera
(«el Hijo») y surge el problema de si la ruptura estilística no es indicio de una
sutura en la composición65. Pero en el sentido del texto, tal como hoy aparece,
debe establecerse bien claro que las dos afirmaciones, la de la proclamación me-
siánica del rey y la de la pretensión de revelación se interpretan mutuamente. La
entronización es un hecho que se funda en el conocimiento recíproco del Padre
y del Hijo y que fundamenta la posibilidad de que el Hijo revele al Padre. El
origen de este hablar del conocimiento del Padre, y respectivamente del Hijo, es
una cuestión discutida. El problema afecta también al fondo histórico-religioso
del Evangelio de Juan, en el que aparecen auténticos paralelos de forma y con
tenido. La fácil adjetivación «gnóstico» 66 no pasa de ser una calificación suma
mente genérica, en la que podrían incluirse también especulaciones acerca del
recto conocimiento de Dios. Acaso sea más exacto pensar en una doctrina sapien
cial gnostizante, en la que la sophía divina reclama como propiedad suya cono
cer a Dios y ser la transmisora de la revelación 67. En todo caso, el título de hijo
ya no se aplica en este texto al rey mesiánico, sino a un ser divino que tiene su
origen en Dios y que transmite el conocimiento de este Dios. También Filón
llama Hijo de Dios al Logos que cumple la función de intermediario de la reve
lación entre Dios y el m undo68. Pero Filón merece crédito sólo como testigo
del fuerte interés religioso-filosófico, o mejor, teosófico, preocupado, en la época
neotestamentaria, por el problema del conocimiento de Dios. También en la lite
ratura qumránica desempeña un gran papel el concepto del conocimiento de
Dios 69, pero aquí no aparece la figura de un revelador. Otros autores70 piensan
64 E. Neuháusler, op. cit., 21, une ambos motivos. Jesús sería el «entronizado trans
misor mesiánico de la revelación».
65 Según J. Schmid, Das Evangelium nach Matthaus (Ratisbona 31956; hay trad. espa
ñola, Barcelona 1967) 196, el grupo de logia Mt 11,25-27 habría llegado a constituir una
unidad sólo más tarde. Nos encontramos, pues, ante una composición consciente de
diversos elementos ya antes configurados.
66 Cf. E. Neuháusler, op. cit., 25: «La gnosis toma esta palabra de Jesús tan próxima
a su pensamiento y a su vocabulario, pero la falsifica a su manera».
67 En el libro de la Sabiduría se dice del justo: «Se gloría de poseer el conocimiento
de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor... Se ufana de tener a Dios por padre...
Si el justo es hijo de Dios, él le asistirá, le librará de las manos de sus enemigos»
(Sab 2,13.16.18). ¿No se habrán trasladado aquí al justo los atributos de una esencia
sapiencial mediadora? Cf. también Sab 7,21; 8,4; 9,4.8.
68 Probablemente resulte imposible reducir a unidad la idea del logos de Filón.
Cf. O. Procksch: ThW IV, 87. Mencionamos sólo a Filón, porque su influjo en la
posterior teología trinitaria fue muy importante.
69 Cf. 1 QH 12,10-13: «Pues el Dios del conocimiento lo ha establecido (el orden
de luz y tinieblas), y no hay ningún otro junto a él. Y como hombre prudente te he
reconocido, mi Dios, por medio del espíritu que tú has dado y he oído cosas fidedignas
respecto de tu maravilloso consejo mediante tu santo espíritu. Tú me has abierto el
conocimiento en el misterio de tu mente...».
70 E. Sjoberg, Der verborgene Menschensohn tn den Evangelien (Lund 1955) 187-
108 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
189; E. Neuháusler, op. cit., 31. Con todo, Neuháusler debe reconocer que «la exclu
sividad del mutuo conocimiento entre el Padre y el Hijo no puede explicarse a partir
de la categoría cHijo de hombre’».
71 Las mismas fórmulas se encuentran también en el Evangelio de Juan (Jn 1,18;
6,44.65; 14,6); son, al mismo tiempo, auténticos paralelos de contenido.
72 Cf. R. Bultmann, riyvwoxoj: ThW I, 698-700; G. J. Botterweck, Gott erkennen
(Bonn 1961); W. Marche!, op. cit., 91-93.
LA PREDICACION DE LA PRIMITIVA IGLESIA 109
extáticas, extraordinarias e indescriptibles, sino que, ante todo y sobre todo, im
pulsaba, llenaba y movía a cada uno de los creyentes y bautizados. Haber colocado
este conocimiento en el punto central de la teología del Espíritu es una de las
grandes aportaciones del predicador y teólogo Pablo» 8283.
Por lo que afecta a la doctrina trinitaria, la primera pregunta que nos sale
al paso es saber cómo ve Pablo la recíproca relación de Dios, de Cristo y del
Espíritu. La complejidad del problema aparece ya en la terminología.
Hay numerosos pasajes en los que al Espíritu se le llama expresamente to
7tVEU[Jta toú fkou (1 Cor 2,11.14; 3,16; 6,11 o mvEixua teoü (Rom 8,9.14;
1 Cor 7,40; 12,3; 2 Cor 3,3; Flp 3,3). El Espíritu es referido a Dios en 1 Cor 2,
12 (tó -nrvEOpta tó ex 6 eo0), 1 Tes 4,8 (tó irveOpa a ú ra u tó ayiov) y Rom
8, 11 (tou --. ocutou itV£Ú|JtaTO£). Rom 8,11 ofrece en cierto sentido el puente
de transición hacia la concepción cristológica del Espíritu (en una reflexión sis
temática): «Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en vosotros...». Así, puede llamarse al Espíritu ''jrvEÚjxa Xpicrroü (Rom
8,9), tó tcveuijwx ’lqo'oñ X purroíi (Flp 1,19), tó Tmúfjwx Kupíou (2 Cor 3,17)
o tó TCVEÚpwx toO ufcaO aÚTOÚ (Gál 4,6). En la inmensa mayoría de los pasa
jes, Pablo habla simplemente del TtVEÍipux o del tcveOpwx a y w v (con o sin ar
tículo). El sentido específico puede ser muy distinto en cada pasaje y debe esta
blecerse en cada caso de acuerdo con el contexto. En algunas ocasiones aparece
también el plural TT^EÚpotTa para designar la pluralidad de los dones del Espíritu
(1 Cor 12,10; 14,12.32). Tienen importancia, finalmente, los numerosos pasajes
en que aparece el genitivo explicativo: «Espíritu de santidad» (Rom 1,4; cf. 2 Tes
2,13: év áytao^xq) “ir^EÚpwxToq), «Espíritu de filiación» (Rom 8,15), «Espíritu
de fe» (2 Cor 4,13), «(ley) del Espíritu de vida» (Rom 8,2), «Espíritu de manse
dumbre» (Gál 6,1) y también «participación» y, respectivamente, «comunicación
del (santo) Espíritu» (2 Cor 13,13; Flp 2,1) y «arras del Espíritu» (2 Cor l,21s;
5 ,5 )®
Quien «da» (1 Tes 4,8; Rom 5,5; 2 Cor 1,22; 5,5), «otorga» (Gál 3,5)
o «envía» (Gál 4,6) el santo Espíritu y hace que habite en los creyentes (1 Cor 3,
16; Rom 8,9.11; cf. 1 Cor 6,19) es Dios. Todos cuantos «son impulsados por
el Espíritu de Dios» son hijos de Dios y están obligados a vivir según el Espíritu
(Rom 8,14). El Apóstol llama a la comunidad de Corinto carta de Cristo escrita
«con el Espíritu de Dios vivo» (2 Cor 3,3). No existe, pues, duda ninguna acerca
del origen del Espíritu que los cristianos reciben en el bautismo: «Habéis sido
lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor
Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6,11; cf. 2 Tes 2,13). Más
difíciles de juzgar son los fenómenos pneumáticos extraordinarios. En ellos, el
elemento extático, la excitación entusiástica, no es, de por sí, ninguna garantía
de que es el Espíritu quien actúa. Por tanto, se hace necesaria la «discreción de
espíritus» (1 Cor 12,10); es decir, un especial don carismático capaz de distinguir
la auténtica revelación de Dios de las falsas. Pero este «elemento ordenador intra-
pneumático» (Kuss) no es suficiente y Pablo busca una norma objetiva para juzgar
los fenómenos extáticos. Comienza por recordar a los corintios sus experiencias
«pneumáticas» en el paganismo: «Sabéis que cuaiído erais gentiles os dejabais
arrastrar ciegamente hacia los ídolos mudos» (1 Cor 12,2). La interrupción de la
conciencia normal y la sensación de ser arrastrados por una fuerza superior no es
ya, de por sí, garantía de que es el Espíritu de Dios el que mueve al hombre.
«Por lo mismo —prosigue Pablo— os hago saber que nadie, hablando por influjo
del Espíritu de Dios, puede decir: *¡Anatema es Jesús!*, y nadie puede decir:
*iJesús es Señor!*, sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Con otras
palabras: el criterio decisivo en favor de la divinidad del Espíritu es la recta
doctrina, la confesión de que Jesús es el Señor (cf. 1 Jn 4,1). El Espíritu de Dios
sólo puede darse en armonía y en conexión con la revelación de Cristo.
Pablo ha realizado también desde otro punto de vista la «cristianización» del
Espíritu de Dios, que siempre está expuesto al peligro de que se abuse de él
considerándolo un fenómeno religioso natural. Sus adversarios de Corinto se aco
gían a la «sabiduría» que el Espíritu les había infundido, es decir, a un conoci
miento más profundo de D ios84. El Apóstol no condena este impulso hacia la
sabiduría (cf. 1 Cor 1,22), pero muestra el único camino para llegar a conocer
la verdadera sabiduría de Dios: Jesucristo crucificado (1 Cor 1,23; 2,2). La sabi
duría de Dios, que se revela en la cruz, da a los creyentes, a través del Espíritu,
un genuino conocimiento de la esencia divina y de los bienes celestiales: «Porque
a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo son
dea, hasta las profundidades de Dios. En efecto, ¿qué hombre conoce lo íntimo
del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Y nosotros no hemos
recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer
las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2,10-12). Si se toman las afirma
ciones de estos versos una por una, sin tener en cuenta el conjunto, podría creerse
que Pablo — al igual que sus adversarios de Corinto— está refiriéndose a un
conocimiento especulativo de la esencia divina, a revelaciones del Espíritu que,
independientemente de Cristo, pueden transmitir nuevas perspectivas de los
misterios del mundo celeste. Pero sea cual fuere la opinión que se pueda tener
sobre la secuencia del razonamiento de Pablo en 1 Cor 1-3, no del todo claro en
los detalles concretos8586, no cabe la menor duda del hecho de que Pablo adopta
una postura opuesta a todo espiritualismo que pretenda emanciparse de la cruz
de Cristo. El Espíritu, que sondea las profundidades de la divinidad, no es otro
que el Espíritu que procede de Dios, o, respectivamente, el «sentido» de Cristo
que han recibido los creyentes (1 Cor 2,12.16) 96. En la actividad del Espíritu
después de Pascua se trata, pues, no de una «revelación en sentido propio, es
decir, en el sentido del anuncio de una revelación nueva y no dada de ninguna
manera en la realidad Cristo»87, sino de la comunicación de conocimientos que
deben contribuir a un entendimiento más profundo de la cruz de Cristo.
¿Cómo debemos concebir más exactamente la relación entre Cristo y el Espí
ritu Santo? Ya una mirada a la terminología nos demuestra que Pablo puede
llamar también al Espíritu «Pneuma de Cristo» (Rom 8,9), «el Pneuma de Jesu
84 Para entender la argumentación paulina importa poco que los adversarios de Co
rinto procedieran de la filosofía griega (así, L. Cerfaux, Christus in der paultnischen
Theologie, 160-162) o que fueran gnósticos (como opina W. Schmithals, Die Gnosis in
Korinth, Gotinga 1956, y otros).
85 Cf. U. Wilckens, Weisbeit und lorheit. Eine exegetisch-religionsgeschichtliche
Untersuchung zu 1 Kor 1 und 2 (Tubinga 1959).
86 La utilización de vo-u^ (v. 16) en vez de stve'upxx viene provocada por la cita de
Is 40,13. Cf. O. Kuss, op. cit.} 574-578. L. Cerfaux, op. cit., 171, da una razón real
mente demasiado sutil. Pablo «desearía acentuar con mayor fuerza la oposición entre la
filosofía humana, que abandona la razón a sus propias fuerzas, y la sabiduría cristiana,
que tiene a su disposición conocimientos de Cristo y, por lo mismo, al Espíritu de
Dios».
87 Cf. J. Feiner, Revelación e Iglesia. Iglesia y revelación: MS I, 587.
8
114 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
cristo» (Flp 1,19), el «Pneuma del Señor» (2 Cor 3,17) o el «Pneuma de su Hijo»
(Gál 4,6). Pero puede verse una relación más íntima entre Cristo y el Espíritu.
Así, en la perícopa Rom 8,9-11 Pablo intercambia entre sí las expresiones «Espí
ritu de Dios», «Espíritu de Cristo» y «Cristo en vosotros». Parece, pues, que
«Espíritu de Cristo» no significa solamente que el Espíritu nos concede la actitud,
los sentimientos de Cristo, el «Espíritu de filiación» (Rom 8,14-16; Gál 4,6), sino
que el Espíritu se identifica con el Cristo pneumático que habita en el creyente.
La idea de que el Espíritu Santo debe equipararse de alguna manera — que habrá
que precisar más exactamente— al Cristo resucitado se encuentra, sobre todo,
en las discutidísimas palabras de 2 Cor 3,17: «Pero el Señor es el E spíritu»88.
Evidentemente, Pablo no tiene la intención de identificar a Cristo con el Espí
ritu desde todos los puntos de vista —ya que en otros pasajes se distingue con
toda claridad a Cristo y al Espíritu— , pero tampoco existe la menor duda de
que, para Pablo, el Espíritu sólo es accesible a través de Cristo y Cristo a través
del Espíritu. Esta íntima vinculación se trasluce también en el hecho de que
Pablo puede definir la existencia cristiana y sus bienes de salvación lo mismo
basándose en Cristo que en el Espíritu. Así, los bautizados lo están tanto «en
Cristo Jesús» (1 Cor 1,30; 2 Cor 5,17 y passim) como en el Espíritu (Rom 8,9) 89;
Cristo habita en ellos (Rom 8,10; 2 Cor 13,5; Gál 2,20), pero también el Espí
ritu (Rom 8,9; 1 Cor 3,16). La «alegría» se da «en el Espíritu Santo» (Rom
14,17) y, al mismo tiempo, «en el Señor» (Flp 3,1; 4,4.10). El «amor de Dios»
es infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom 5,5), pero, al
mismo tiempo, este amor es el «amor de Cristo» (Rom 5,8; 8,35.39). Lo mismo
ocurre con la «paz» (Rom 14,17 y Flp 4,7), la «libertad» (2 Cor 3,17 y Gál 2,4),
la «gloria» (2 Cor 3,8 y Flp 4,19), la «vida» (2 Cor 3,6 y Rom 8,2; Rom 6,23
y Gál 5,25; 6,8 y passim) y con otros bienes salvíficos 90.
¿Cómo ha llegado a ocurrir que el Señor y el Espíritu sean para Pablo valores
intercambiables? Es sumamente probable que el Apóstol no haya visto nunca al
Jesús terreno. Cuando «plugo a Dios revelarle a su Hijo» (Gál l,15s), le salió
al encuentro el Señor glorificado y dotado de existencia pneumática. Las múltiples
experiencias carismáticas que Pablo vivió en sí y en los demás cristianos debieron
de fortalecer en él la fe en que, a partir de su resurrección, Jesús fue entronizado
como Hijo de Dios y ejercita su poder «en el ámbito del Espíritu de santidad»
(Rom 1,4). Como «segundo Adán», como cabeza de una humanidad nueva y redi
mida, el Resucitado «fue hecho espíritu que da vida» (1 Cor 15,45). En este
contexto no extraña ya oír que «el Señor es el Espíritu» (2 Cor 3,17). Pablo
piensa, pues, en Cristo «como en el Pneuma poderoso, que está activo y presente
sólo por el Pneuma y como Pneum a»91. La relación entre Cristo y la fuerza
divina del Espíritu puede expresarse con mayor claridad aún en la fórmula: «Esta
Se hacen esfuerzos, por lo mismo, para demostrar que, al principio, Dios reveló
de una manera oscura la personalidad del Espíritu Santo, que luego, con el
progreso de la historia salvífica, se ha ido revelando con precisión creciente. Como
argumentos probatorios se aducen, sobre todo, los textos paulinos en los que se
introduce al Espíritu como «persona» que actúa, piensa, investiga y habla (por
ejemplo, 1 Cor 2,10-16; Gál 4,6; Rom 8,15 y passim)96. A una exégesis más
precavida y más atenta al modo de hablar en imágenes de la Escritura no le
puede pasar inadvertido el hecho de que Pablo gusta de presentar también como
personas que actúan y hablan otros valores que, indudablemente, no son «perso
nas» — así, por ejemplo, el pecado (Rom 5,21; 6,12; 7,17.20), la carne (Rom 8,6s)
o la ley (Rom 7,7.22; Gál 3,24)97— . Además, Pablo habla del Espíritu no sólo
con categorías personales, sino, con mucha más frecuencia, como de un poder
impersonal «que llena a los hombres como si fuera una especie de fluido»98910.
A una teología anclada en el pensamiento evolucionista le bastarían los textos que
personifican al Espíritu para demostrar que la posterior doctrina eclesiástica está
enraizada, o al menos enucleada y en germen, en la Escritura. Ahora bien: las
recientes investigaciones dogmáticas nos enseñan que el concepto de persona de
la teología trinitaria de ninguna manera puede identificarse con la idea normal
de persona como centro espiritual de acción subsistente en sí mismo Concebir
al Espíritu Santo como persona consciente de sí misma e independiente (en el
sentido moderno de la palabra) hubiera sido incluso herético. «Lo que constituye
a las divinas personas como personas es únicamente su recíproca oppositio rela
tiva, su recíproca diferencia basada en la recíproca relación de origen» 10°. Así,
pues, para establecer el contenido objetivo del concepto trinitario teológico de
persona lo único que necesita el exegeta es demostrar que Pablo sabe distinguir
perfectamente entre el Cristo glorificado y el Pneuma divino. La utilización de
los textos (pero ¡no sólo de ellos!) que hablan según categorías personales puede
ser provechosa, pero hay que precaverse de describir al Espíritu Santo como
persona en el sentido usual, es decir, como centro espiritual y consciente de
actos. Podría ocurrir, en caso contrario, que el exegeta, llevado del comprensible
96 Cf. L. Cerfaux, op. cit., 180-182: «Christus und der Heilige Geist» (como per
sona).
97 O. Kuss, op. cit., 580-582. Sobre la personificación de los poderes maléficos en
Pablo, cf. también P. Benoit, La Loi et la Croix d’aprés Saint Paul, en Exégése et
Théologie II (París 1961) 9ss.
98 R. Bultmann, Theologie, 158. Desde un punto de vista histérico-religioso, Bult-
mann distingue acertadamente entre una visión «animista» y una visión «dinámica»
de los fenómenos del Espíritu en el NT (157-159, 335). Cuando L. Cerfaux, op. cit., 185,
nota 1, opina —contra Bultmann —que «las relaciones que ligan al primitivo cristiano
y al apóstol Pablo con el AT hacen innecesario todo recurso a ideas animistas», no hace
más que trasladar el problema al AT.
99 Cf. H. Mühlen, op. cit., 2s (aunque no se tiene la impresión de que Mühlen se
haya atenido siempre, a lo largo de su investigación, a este principio); H. de Lavalette,
Dreifaltigkeit: LThK III (1959) 545; K. Rahner y K. Lehmann, Kerigma y dogma:
MS I, 761. Dado que el concepto trinitario de persona en teología se aparta tan
radicalmente del concepto usual de persona (cosa que no parecen advertir con sufi
ciente claridad algunos dogmáticos), se plantea la pregunta de si no serán inevitables
algunos malentendidos en la predicación. Aquí se ve cómo la mera repetición de una
fórmula ortodoxa puede convertirse, con el paso del tiempo, en una aserción juzgada
por el dogma como herética, si la Iglesia o la teología se descuidan en buscar nuevas
formulaciones para designar la realidad intentada por el dogma. Cf. sobre todo MS II,
295-297, 324-331.
100 H. Mühlen, ibíd.
CONCEPTO DEL ESPIRITU EN JUAN 117
Las afirmaciones del cuarto Evangelio y de las cartas de Juan sobre el Espí
ritu Santo deben ser entendidas desde la situación histórica, eclesial y teológica
de finales del siglo i. Era una época en la que una gnosis docetista intentaba dis
tinguir entre el Cristo pneumático y celeste y el Jesús terreno y que amenazaba
a las comunidades de Siria y Asia Menor. Los falsos maestros se apoyaban en
nuevas revelaciones del Espíritu y consideraban intrascendentes las tradiciones
acerca del hombre Jesús. En esta herejía alentaba, aunque unilateral y exagerado,
un legítimo impulso teológico, y no hubiera bastado para rechazarlo, desde luego,
recordar a los fieles las palabras y los hechos de Jesús sin comentario alguno.
También los círculos ortodoxos sabían que la Iglesia no podía vivir sin el Espíritu
y que Jesús, como Señor glorificado e Hijo de Dios, seguía enseñando y actuando
por medio del Espíritu. Por otra parte, no se podía renunciar, en ningún caso,
a la conexión con la predicación y la vida del Jesús terreno si no se quería diluir
la verdad de la revelación cristiana en una maraña de especulaciones.
Hay que agradecer al cuarto Evangelio el haber establecido — en contraposi
ción con la gnosis— el derecho y los límites del conocimiento de la revelación
debido al Espíritu. Se podría también decir que en su doctrina sobre el Espíritu
poseemos la «teología de una teología», una interpretación del acontecer de la
revelación basada en el Espíritu Santo. Es indudable que Juan considera al Pneu-
ma también como potestad apostólica para perdonar los pecados (Jn 20,22s), es
decir, como el poder divino salido del Resucitado, fundamento de la Iglesia, santo
y santificador. Pero el centro de gravedad de su doctrina del Pneuma no está
ni en los fenómenos extáticos extraordinarios ni en la concepción, especialmente
desarrollada por Pablo, de que el Espíritu es la norma y la fuerza de toda vida
cristiana. Le preocupa más bien, como se ha indicado, el problema de los nuevos
conocimientos introducidos por el Espíritu y el problema de la predicación de
la palabra en las comunidades 101.
Es claro, en primer término, que también para Juan el Espíritu es un fruto
de la resurrección y ascensión de Cristo. El Espíritu se da sólo después de Pascua
(Jn 7,39), después que Jesús se ha ido al Padre (16,7; 20,17.22s). El Espíritu
procede del Padre (15,26), el Padre lo da (envía) a petición de Jesús (14,16) o en
nombre de Jesús (14,26), aunque también puede decirse que lo envía Jesús
(16,8) — desde el Padre (15,26)— . Son características de Juan las expresiones
«Paráclito» y «Espíritu de la verdad». El origen del título de Paráclito (Jn 14,
16.26; 15,26; 16,7; cf. 1 Jn 2,1 de Cristo) es oscuro102. La palabra significa
originalmente invocado, abogado, pero en nuestros pasajes tiene el sentido de
protector, ayudador. Sólo en 1 Jn 2,1 se presenta a Jesús como «abogado»
(cf. Rom 8,34; Heb 7,25). Acaso deba relacionarse al Paráclito con la actividad
del -itapaxaXsLV (TtapdbcX.T]ax<;), muy frecuente en el N T 103, aunque curiosa
101 Cf. R. Bultmann, Theologie, 440-445. Bibliografía reciente sobre la doctrina joánica
del Espíritu en R. Schnackenburg, Neutestamentliche Theologie (Munich 1963) 114s.
102 R. Bultmann, op. cit., 440, nota 2, sospecha (según su costumbre) una tradición
gnóstica. Cf. también O. Betz, Der Varaklet. Fürsprecher tm haretischen Spatjudentum,
im Johannesevangelium und in neugefundenen gnostischen Schriften (Leiden 1963).
103 Cf. la indicación en M. Meinertz, Paráclito: HaagDB 1436-1439.
118 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
106 K. H. Schelkle, Der Drei-Eine, ais Vater, Sohn und Geist: «Bibel und Kirche»
15 (1960) 117-119, enumera, solamente en Pablo, unos cincuenta testimonios trinitarios.
107 Cf. H. Haag, Biblische Schópfungslehre und kirchlicbe Erbsündenlebre (Stuttgart
1966) 40.
108 En 1 Cor 6,11, por ejemplo, se advierte el proceso evolutivo hacia una fórmula
bautismal de varios miembros: «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis
sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios».
Los tiempos pasivos deben traducirse en activos vistos desde Dios: Dios os ha santifi
cado... por el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu.
FORMULAS Y TEXTOS TRINITARIOS EN EL NT 121
tivo de la doctrina sobre Dios la igualdad del Padre, el Hijo y el Espíritu. Al bau
tizando no se le pedía una confesión de la trinidad de Dios; debía creer en un
solo Dios, que se había revelado por medio de su Hijo para dar a los creyentes
participación en su Santo Espíritu, como arras de la futura gloria de hijos.
2 Cor 13,13: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunica
ción del Espíritu Santo sea con todos vosotros». Se admite generalmente que la
bendición final de la segunda carta a los Corintios procede de la liturgia. Tam
bién aquí, como en la fórmula bautismal, tenemos un paralelo cristológico abre
viado: «La gracia del Señor Jesucristo sea con vosotros, o bien con vuestro es
píritu» (1 Cor 16,23; Gál 6,18; Flp 4,23; 1 Tes 5,28; 2 Tes 3,18). La fórmula
trimembre ha nacido probablemente de la necesidad de un mayor énfasis y solem
nidad. Mientras que el segundo miembro ofrece tan sólo una explicación teo
lógica del primero — en la «gracia» del Señor Jesucristo se revela el «amor» de
Dios (cf. Rom 5,7; 8,39)— , el tercer miembro alude a los dones del Espíritu
que se manifiestan en el servicio de Dios. A los creyentes se les desea una «par
ticipación en el Espíritu Santo», es decir, un estar llenos de los carismas que
coadyuvan a la liturgia (como hablar en lenguas o en profecía, cf. 1 Cor 14,5).
Otros autores piensan en la «comunión del Espíritu Santo» para poder coordinar
mejor los tres miembros de la fórmula. Con todo, es sumamente discutible que
Pablo haya entendido la fórmula en un sentido tan estrictamente lógico. Si para
mos mientes en Flp 2,1 s, donde es evidente que utiliza la bendición de 2 Cor
13,13 de una manera parenética, aparece aún más clara la vinculación al desarrollo
concreto de la liturgia comunitaria: «Por tanto, si hay alguna exhortación apre
miante en Cristo, si hay algún consuelo del amor, si hay alguna comunicación
del Espíritu, si hay alguna entrañable compasión, colmad mi alegría siendo todos
del mismo sentir, con un mismo am or..., un mismo espíritu, unos mismos senti
mientos...». Pablo reviste sus exhortaciones epistolares a la comunidad de sen
timientos expresados con conceptos que recuerdan las formas de hablar del servi
cio litúrgico de la palabra 109. Por tanto, xotvtovía ttveújjwxtoé podría significar,
junto a «paráclesis» y «consuelo», un lenguaje carismático del Espíritu. Admiti
mos, sin embargo, que el modo de expresarse del Apóstol, tanto en Fil 2,1 como
en 2 Cor 13,13, es demasiado impreciso y ambiguo para afirmar qué es lo que
quiere decir exactamente. En las fórmulas litúrgicas debe tenerse además en
cuenta que, debido a la acostumbrada solemnidad, se emplean gustosamente con
ceptos ampulosos, más orientados a lo retórico que a formulaciones precisas. En
todo caso, 2 Cor 13,13 nos ofrece un testimonio de que la liturgia cristiana sólo
es posible por y en el Espíritu Santo (cf. Jn 4,23s).
1 Cor 12,4-6: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo;
diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones,
pero es el mismo el Dios que obra todo en todos». Pablo intenta ordenar e in
terpretar teológicamente la enmarañada plenitud de los dones del Espíritu con
que la joven comunidad corintia había sido tan copiosamente bendecida (1 Cor 1,
4-7), pero que produjo también serias diferencias de opinión entre ellos (1,10-
12 y passim). Su intención fundamental es demostrar que la multiplicidad y di
versidad de los carismas no pide la formación de diversos grupos y la disgrega
ción, sino que lo que busca es precisamente fortalecer la unidad y la cohesión
de la comunidad. Como otras muchas veces en sus cartas, Pablo aborda el pro
blema desde diversas perspectivas y en diferentes ocasiones, y no siempre se puede
pedir una clara transparencia en la línea probatoria de cada una de sus afirma-
109 Cf. 1 Cor 14,3: «El que profetiza (jioocpr|T8v<ov) habla a los hombres para su
edificación, exhortación (7iaQáxXr|OLv) y consolación (jcaQapn^íav)».
122 REVELACION DE LA TRINIDAD EN EL NT
so que la Iglesia —no sólo solicitada por los problemas teológicos de su espléndido
pasado, sino también, y sobre todo, impulsada por las necesidades espirituales
de su tiempo— entable siempre un diálogo renovado con la palabra de Dios.
F ranz J osef Schierse
BIBLIOGRAFIA
Adam, A., Lehrbuch der Dogmengeschichte, vol. I: Die Zeit der Alten Kirche (Gü-
tersloh 1965).
Baillie, D. M., Gott toar in Christus (Gotinga 1959; traducido del inglés).
Barrett, C. K., The Holy Spirit and the Gospel Tradition (Londres 1947).
Betz, O., Der Paraklet. Fürsprecher im háretischen Spátjudentum, im Johannesevan-
gelium und in neugefundenen gnostischen Schriften (Leiden 1963).
Blank, J., Krisis. Untersuchungen zur johanneischen Christologie und Eschatologie (Fri-
burgo 1964).
Boismard, M. E., Le prologue de Saint Jean (París 1953; trad. española: El prólogo de
san Juan, Madrid 21970).
Bonnard, P. E., La Sagesse en personne annoncée et venue Jésus Christ (París 1966).
Bomkamm, G., Jesús von Nazareth (Stuttgart 1956; traducción española: Jesús de Na-
zaret, Salamanca 1975).
Bultmann, R., Theologie des Neuen Testaments (Tubinga 51965).
Cerfaux, L., Le Christ dans la theologie de Saint Paul (París 1951; trad. española: Jesu
cristo en san Pablo, Bilbao 1955).
Cullmann, O., Die Christologie des Neuen Testaments (Tubinga 1957).
Dupont, J., Essais sur la christologie de Saint Jean (Brujas 1951).
— Le discours de Milet. Testament pastoral de Saint Paul. Actes 20,18-36 (París 1962).
Duquoc, Ch., Le dessein salvifique de la révélation de la Trinité en Saint Paul: «Lu-
miére et Vie» 29 (1956) 67-94.
Ebeling, G., Jesús und der Glaube: ZThK 55 (1958) 64-110.
González de Cardedal, O., Un problema teológico fundamental: La preexistencia de
Cristo, en A. Vargas-Machuca (ed.), Teología y mundo contemporáneo (Hom. a
K. Rahner. Ed. Cristiandad, Madrid 1975) 179-211.
Guillet, J., La Sainte Trinité selon VÉvangile de Saint Jean: «Lumiére et Vie» 29 (1956)
95-126.
Hagg, H. (ed.), Diccionario de la Biblia (Barcelona 1963) 1967-1970 (art. Trinidad).
Hahn, F., Christologische Hoheitstitel (Gotinga 1963).
Hamilton, N. G., The Holy Spirit and Eschatology in Paul (Edimburgo 1957).
Haspecker, J., Dios III: CFT I (1966) 420-432.
Hermann, I., Espíritu Santo I: CFT II (1966) 23-30.
— Kyrios und Pneuma (Munich 1961).
Hohverda, D. E., The Holy Spirit and Eschatology in the Gospel of John (Kampen
1959).
Kruijf, Th. de, Der Sohn des lebendigen Gottes (Roma 1962).
Kuss, O., Der Rómerbrief, Exkurs zu Rom 8,11, en Der Geist (Ratisbona 1959) 540-595.
Iersel, B. M. F. v., «Der Sohn» in den synoptischen Jesusworten (Leiden 1964).
Lavalette, H. de, Dreifaltigkeit: LThK III (1959) 543-548.
Maier, Fr. W., Jesús, Lehrer der Gottesherrschaft (Würzburgo 1965).
Marchel, W., Abba, Pére (Roma 1963).
Marxsen, W., Anfangsprobleme der Christologie (Gütersloh 1960).
Meinertz, M., Paráclito: HaagDB, 1436-1439.
Mertens, H., L’hymne de jubilation chez les synoptiques (Gembloux 1957).
Mühlen, H., Der Heilige Geist ais Person (Münster 1963).
Mussner, F., Pneuma: LThK V III (1963) 572-576.
124 LA TRINIDAD EN LA LITURGIA Y EN LA VIDA CRISTIANA
Neuhausler, E , Ansprucb und Antwort Gottes Zur Lehre von den Weisungen inner
hald der synoptiscben Jesusverkundigung (Dusseldorf 1962)
Rahner, K , Tbeos en el Nuevo Testamento, en Escritos I, 93 167
Schelkle, K H , Der Dret Eme, ais Vater, Sohn und Geist «Bibel und Kirche» 15
(1960) 117 119
Schlier, H , Itn Anfang toar das Wort, en Die Zeit der Kirche (Fnburgo 1956) 274 287
Schnackenburg, R , Gottes Herrschaft und Reich (Fnburgo 41965, trad española Reino
y reinado de Dios, Madrid 1970)
— Neutestamenthcbe Tbeologte Der Stand der Forschung (Munich 1963, trad espa
ñola Teología del Nuevo Testamento, Bilbao 1973)
Schweizer, E , Hvevtxa ThW VI (1959) 330-453
Spicq, C , Vie morale et Tnmté sainte selon Saint Paul (París 1957)
Trémel, Y , Premieres confessions de foi «Lumiére et Vie» 29 (1956) 56-59
Wainwnght, A W >The Tnmty in tbe New Testament (Londres 1962)
Wendland, H D , Das Wirken des Heiligen Geistes in den Glaubigen nach Paulus
ThLZ 77 (1952) 457 470
Wikenhauser, A , Die Cbnstusmystik der Apostéis Paulus (Fnburgo 21956)
SECCION TERCERA
«No abolir, sino dar cumplimiento» Este logton de Cristo se refiere a la heren
cia veterotestamentaria del pueblo de Dios La Iglesia hace suya no sólo la ora
ción de los salmos, sino la revelación total de la antigua alianza Escudriña la
Escritura y encuentra en ella lo que Dios ha hecho por medio de sus «dos ma
nos», Cristo y el Espíritu Los textos de la alianza antigua le hablan, además, de
los misterios que se han revelado en la alianza nueva la sabiduría y la palabra
se refieren a Cristo, y lo que se dice del espíritu como principio de vida y fuente
de los cansmas y de la profecía se aplica al Espíritu Santo y a su venida en los
tiempos mesiánicos En esta consideración enraíza el paralelismo entre la primera
creación y la creación nueva desarrollado en la tipología de la solemnidad del
bautismo y de su catcquesis correspondiente
Los salmos, que el mismo Cristo se aplica a sí mismo, son adoptados por la
liturgia y explicados por los Padres como la oración del pueblo de Dios 12 El
«gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo» con que finalizan les da su sigm
ficación plena y su dimensión trinitaria Del mismo modo que los salmos, se
interpretan también trimtariamente el tnsagio, la doxología y la confesión de fe
El tnsagio, que ya Juan (12,41) aplica en forma amplificada a Cristo v que, como
puede deducirse de Tertuliano 3, debió de formar parte constitutiva de la liturgia
más antigua, es interpretado por los Padres desde una perspectiva trinitaria 4 La
liturgia siríaca parafrasea también tnnitanam ente el Sanctus de la m isa5
a) La confesión de f e 6 En la confesión expresaba el israelita su fe en el
Dios de la revelación La schema, que había puesto su sello sobre la vida reli
glosa de Israel desde los tiempos del exilio, proclamaba al Dios único La fe cris
tiana da testimomo del Dios que se ha revelado en Jesucristo La confesión de
fe es asentimiento interno y manifestación externa ante la comunidad eclesiástica
y ante el mundo Sus dos polos, mutuamente correlacionados, son Cristo y la
Trinidad
La confesión de fe en Cristo se desarrolla (1 Cor 15,3 5) precisando el puesto
del Kynos en la historia de la salvación y su vinculación a la obra del Padre
(1 Cor 8,6) La evolución de una fórmula de dos miembros en otra de tres parece
depender de la fórmula bautismal (Mt 29,19, cf Ef 4 ,4 )7 y desemboca ya en
Pablo en una confesión que es, a un mismo tiempo, trinitaria y litúrgica «La
gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Santo Espíritu
sea con vosotros» (2 Cor 13,13) Esta confesión doxológica tiende el puente entre
la fórmula cristológica y la trinitaria Comienza mencionando a Cristo, punto
en las actas de los mártires y en las oraciones privadas y públicas del siglo iv, tal
como lo demuestran, por ejemplo, el Gloria in excelsis Deo o el Phos hilaron.
Dado que la formulación económico-salvífica de la doxología cristiana fue inter
pretada repetidas veces por los heréticos en un sentido subordinacionista, a partir
de la controversia arriana la liturgia subrayó, además de la acción de las personas,
la unidad de su naturaleza (unus Deus) 16.
b) La liturgia bautismal.
c) La celebración eucarística.
21 Secreta de la misa de los «Cuatro santos coronados». Cf. también la secreta del
Domingo IX después de Pentecostés.
22 Cf. A. Hamman, Eucharistie: DSAM IV (1961) 1566-1570.
23 A. Hamman, Gebete der ersten Christen (Dusseldorf 1963) n. 157.
24 Considerada por G. Dix como posterior, cosa que rechaza B. Botte. Cf. las corres
pondientes publicaciones.
25 El primero en citar la epiclesis es Cirilo de Jerusalén: Cat. Mist.} 5, 7.
LA TRINIDAD VIVIDA EN LA LITURGIA 129
¿Cómo han vivido y cómo viven los creyentes en su vida diaria y en su expe
riencia espiritual el misterio de la Trinidad, cuya realidad está tan ampliamente
atestiguada por la liturgia? Unas pocas indicaciones bastarán para esclarecer, si
quiera en grandes líneas, este hecho, tan insondablemente rico, de la fe viviente
en la Trinidad y de la experiencia vital de la misma.
c) Fe y espiritualidad.
El fin de la actividad trinitaria es la inhabitación común (koinon'ta) de las
tres divinas personas en el cristiano, a quien se le ha prometido: «Vendremos
48 Jn cántica cant., 8.
49 De L. Reypens, Dieu: DSAM III (1957) 895.
50 Ibld., 901.
51 Ibíd., 907.
52 Diario espiritual, 21 febrero 1544 (Madrid 1962) 298.
VIDA CRISTIANA Y TRINIDAD 133
ble que se da a el alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres personas
una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios» 53. Más detalladamente des
cribe san Juan de la Cruz su experiencia mística de la procesión divina, es decir,
de la generación de la palabra y de la espiración del Espíritu, en la cumbre de la
unión posible en la tierra: «Con aquella su aspiración divina muy subidamente
levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma
aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es
el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha
transformación, para unirla consigo. Porque no sería verdadera y total trans
formación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima
Trinidad, aunque no en revelado y manifiesto grado» 54.
Uno de los más puros ejemplos de esta experiencia, alejada de toda teoría,
es el que se encuentra en María de la Encarnación (t 1672), quien describe su
contemplación del misterio trinitario con las siguientes palabras: «En este ins
tante, todas las fuerzas de mi alma quedaron apaciguadas y experimentaron la
información del santo misterio. Esta impresión no tenía forma ni figura, pero era
más clara y brillante que toda luz, de modo que conocí que mi alma estaba en la
verdad; me permitió conocer en un único instante el trueque de las tres divinas
personas: el amor del Padre, que, al contemplarse a sí mismo, engendra a su
Hijo, como ha sucedido desde la eternidad y seguirá siendo eternamente. Entonces
mi alma experimentó cómo el amor mutuo del Padre y del Hijo, en un recíproco
intercambio de amor, sin mezcla alguna, origina el Espíritu Santo... Cuando vi
la distinción, conocí la esencia de las tres divinas personas: conocí en aquel único
instante — aunque son necesarias muchas palabras para decirlo— , sin intervalo
temporal, su unidad, sus diferencias y su actuación, dentro de sí mismas y hacia
fuera» 55.
Esta serie de testimonios podría multiplicarse considerablemente acudiendo,
sobre todo, a la mística francesa. Baste con aludir aquí a Isabel de la Santísima
Trinidad, cuya mística trinitaria está profundamente anclada en el testimonio
de las cartas paulinas56. Su contemplación consigue una gran densidad y halló
una expresión definitiva en la oración «Mi Dios, Trinidad, yo te adoro...», con
ocasión de la experiencia del 21 de noviembre de 1904. Si en el lenguaje de los
místicos siguen teniendo validez las posteriores formulaciones magisteriales de la
fe trinitaria, el ejemplo de Isabel de la Santísima Trinidad, reflejada en la pers
pectiva económico-salvífica de la liturgia, puede configurar la experiencia del
vivir cristiano. Lo que aquí se ha dicho desde las cimas de la experiencia mística
debe caracterizar también, hasta un cierto grado, la experiencia espiritual de todo
creyente, siempre que dicha experiencia sea suficientemente profunda y siempre
que la mística y la experiencia de la fe sean consideradas en su conexión íntima.
Pero en qué medida el lenguaje con que los místicos han expresado sus expe
riencias inmediatas está ya marcado e influido por la reflexión y la formulación
teológicas, es un problema que sólo podrá dilucidarse en el capítulo siguiente.
A dalbert H amman
a) Textos
Assemani, J. A., Codex liturgicus Ecclesiae universae, 13 vols. (Roma 1749-1766).
Brightman, F. E., Eastern Liturgies (Oxford 1896).
Denzinger, H., Ritus orientalium, 2 vols. (Würzburgo 1863s).
Goar, J., Euchologion sive Rituale Graecorum (Venecia 1730).
Hamman, A., Frieres des premiers chrétiens (París 21959).
— Prieres eucharistiques des premiers siécles (París 1957).
Renaudot, E., Liturgiarum orientalium collectio, 2 vols. (París 1716, reimpreso en Franc
fort 1847).
b) Estudios
Vagaggini, C., II senso teológico della liturgia (Roma 21958; trad. española: El sentido
teológico de la titurgia, Madrid 1959). Es ésta la obra fundamental sobre el tema.
Baumstark, A., Liturgie comparée (Chevetogne 31953).
Dekkers, E., Tertulianus en de geschiedenis der liturgie (Bruselas 1947).
Dix, G., The shape of the Liturgie (Westminster 31954).
Hamman, A., La priére I: Le Nouveau Testament (Tournai 1959); II: Les trois pre
miers siécles (1963; trad. española: La oración, Barcelona 1967).
Jungmann, J. A., Die Stellung Christi im liturgischen Gebet (Münster 1925).
— Missarum Sollemnia, 2 vols. (Viena 31952; trad. española: El sacrificio de la misa,
Madrid 1953).
Lebreton, J., Histoire du dogme de la Trinité, 2 vols. (París 1928).
Leiturgia. Handbuch des evangelischen Gottesdienstes I: Geschichte und Lehre des
evangelischen Gottesdienstes (Kassel 1954).
Lietzmann, H., Messe und Herrenmahl (Berlín 31955).
Lubac, H. de, La foi chrétienne. Essai sur la structure du symbole des Apotres (Pa
rís 1969).
Stenzel, A., Die Taufe (Innsbruck 1958).
SECCION PRIMERA
doctrina 1 sobre la Trinidad así entendida. Esta comprobación choca tanto con
una postura teológica ahistórica, que pretende ver en la plasmación original de
la revelación una doctrina trinitaria (más o menos explícita), como con la postura
opuesta, que no reconoce la Escritura como fundamento radical del dogma trini
tario. Con esta concepción, el origen y los factores configuradores del dogma
trinitario quedan desplazados a una zona situada fuera de la Escritura y de la
revelación de Cristo.
Un pensamiento basado en la fe en la revelación no puede estar de acuerdo
con una tal deducción del dogma, es cierto. Pero no puede tampoco pasar por
alto ese tipo de intentos, ya que hay en ellos un elemento importante que hay
que integrar en una concepción del desarrollo del dogma, acorde con la reve
lación: el reconocimiento de los factores históricos y de su influjo en la pro
gresiva comprensión de la fe. Partiendo de este reconocimiento, y sobre la base
de una teoría general, que atribuye el origen del dogma cristiano a un proceso de
helenización, A. v. Harnack llegó a sostener acerca de la doctrina del Logos,
de la que en un principio dependió la evolución doctrinal trinitaria, que la idea
del Logos fue introducida por los apologetas griegos para respaldar su cosmología
y su concepción idealista de Dios. Según él, la introducción de esta concepción
en el pensamiento cristiano se debió a una doble necesidad: mantener la trascen
dencia y la inmutabilidad de Dios con respecto al mundo creado y a la vez ex
plicar este mundo como realización de las potencias espirituales que radican
en Dios 2. En un principio no existió, según Harnack, absolutamente ningún inte
rés por la determinación teológica del Espíritu Santo, como puede probarse por
lo vaga y totalmente falta de unidad que es la tradición relacionada con este
punto doctrinal. Serían Tertuliano y Orígenes quienes, emergiendo de esta con
fusión, construyeron decididamente, en la línea de la especulación sobre el Logos,
la doctrina sobre el Espíritu. El origen de la doctrina se ve así referido de hecho,
en última instancia, a la influencia del espíritu helénico iniciada con el concepto
de Logos.
Semejante es la interpretación dada por Fr. Loofs, fuertemente influido por
la tesis de la helenización de Harnack. Con la diferencia de que Loofs es aún
más radical en cuanto que prescinde por completo de la continuidad existente
entre el primitivo cristianismo apostólico y el proceso de helenización y desconoce,
por consiguiente, que el proceso fue en cierto modo necesario. Así llega Loofs,
en punto a doctrina trinitaria, a una concepción en la que cabe incluso la opinión
extrema de una influencia de concepciones pluralistas, es decir, politeístas. Habría
existido al principio un monoteísmo con leve coloración económico-trinitaria3;
pero lo habrían rechazado los apologistas, quienes lo habrían sustituido por las
concepciones metafísico-pluralistas de una tríada divina. Pero no sólo la meta
física griega, también el paganocristianismo vulgar habría tenido su influencia
en esta versión pluralista del monoteísmo. El llamado monoteísmo binitario, tal
como se expresa en las antiguas fórmulas «Dios y 'el Enviado'», «Dios y Cristo»,
«Padre e Hijo», formaría un cierto puente entre el monoteísmo económico-tri-
nitario, del que aún se acepta que tiene base en el NT, y el monoteísmo pluralista.
Pero así se juzga de hecho como politeísmo larvado la énea pluralista de tradición
que corre a lo largo del proceso de formación de la teología trinitaria.
1 Dogma y doctrina se toman aquí y en lo sucesivo como una unidad. Pero esto
no significa una identificación, sino únicamente una mutua referencia.
2 Lebrbuch der Dogmengeschichte I (Tubinga 51931) 530.
3 Leitfaden zum Studium der Dogmengeschichte (Halle 41906) 102.
RAICES Y FACTORES DEL DESARROLLO DEL DOGMA 137
5 O. Kuss, Der Rómerbrief, 2 (Ratisbona 1959) 582s. Cf. también A. Adam, Lehrbuch
der Dogmengeschichte I (Gütersloh 1965) 122ss.
AFIANZAMIENTO DE LA CONCIENCIA RADICAL TRINITARIA 139
gunta sobre cómo había de entenderse una realidad tan vigorosamente experi
mentada como la del Espíritu Santo. La fe en la personalidad del xúpio<; glorioso
hubo de conducir en este contexto a la convicción más amplia de que el Espíritu,
por ser quien culmina la obra de Cristo, ha de ser también persona (sin que por
eso hubiera de negarse su carácter de regalo y de don). En todo este proceso se
descubre además que la conciencia trinitaria, que se fue articulando lentamente en
la doctrina y en la profesión bautismal, partió de una concepción económica de
la Trinidad, es decir, de la especial revelación de la actuación del Hijo y del
Espíritu en el mundo y en la Iglesia.
También a partir de la celebración eucarística se comprueba que estos movi
mientos profundos de la vida litúrgica práctica impulsaron la fe trinitaria. Gran
importancia corresponde en esta línea sobre todo a la concepción trinitaria del
Sanctus. Aun cuando haya de abandonarse la antigua tesis según la cual ya la
primera Carta de Clemente habla del Sanctus de la misa, y el origen de este
himno deba trasladarse a Oriente, sigue con todo en pie el hecho de que ya
Justino (Apol. I, 65) conoce una doxología eucarística con la cual el presidente
de la comunidad «tributa alabanza y gloria al Padre del universo por el nombre
del Hijo y del Espíritu Santo». Es cierto que aquí no son todavía el Hijo y el
Espíritu incluidos en la 8ó£a, sino que aparecen únicamente como mediadores
ante el trono de Dios. Pero a comienzos del siglo m , en Alejandría, aunque en
polaridad con. el Padre, son nombrados ya Hijo y Espíritu como destinatarios del
canto de gloria, con la particularidad de que la tercera persona va unida a la
segunda con un cúv 6. Esta doxología trinitaria influye también en Occidente,
en Hipólito. A mediados del siglo m el Sanctus se incorpora a la plegaria euca
rística en Alejandría y recibe sentido claramente trinitario, consistente en la
alusión a Cristo y al Espíritu como mediadores del sacrificio de alabanza ante el
Padre. Pero con la aparición del arrianismo la alusión a la función mediadora
del Hijo y del Espíritu fue cediendo terreno en este himno en favor de una
interpretación dirigida a acentuar cada vez con más fuerza la unidad esencial.
Así, Atanasio, llevado por la tendencia antiarriana, llega a decir acerca del triple
«Santo» que con él manifiestan los serafines, «que son realmente tres perso
nas, lo mismo que, al decir Señor, se refieren a la única esencia» (In illud omnia
mihi tradita, 6: PG 22, 220 A). A la vista de esta evolución de la interpretación
del Sanctus se impone la conclusión de que la liturgia determinó y configuró
el desarrollo de la conciencia trinitaria básica. Este proceso quedó reforzado aún
más por el hecho de que la epiclesis eucarística estuvo ya desde Justino configu
rada trinitariamente. Esto lo prueba la observación de Justino de que sobre los
dones se elevaban «alabanza y gloria al Padre universal por el nombre del Hijo y
del Espíritu Santo» (Apol. I, 65). Pero ya en Clemente de Alejandría se encuen
tra el intento de distinguir la acción del Logos y del Pneuma en la eucaristía
(al igual que en la encarnación), aun cuando la diferencia se limita a la vincu
lación del Logos y el Pneuma, en cuanto dones de la eucaristía, al pan y al vino
(Paed. II, 19, 3s). Esta evolución aparece claramente en la liturgia de Jerusalén
en el siglo iv: acerca de ella narra un testimonio del obispo Juan ( t 417) cómo
la consagración se llevaba a cabo por invocación de la Trinidad 7. Por tanto, tam
bién en el proceso de configuración e interpretación de la epiclesis eucarística
se hace patente una tendencia a poner de relieve la trinidad divina y su distin
ción, tendencia que hay que valorar como un auténtico factor de desarrollo del
pensamiento trinitario creyente en el ámbito de la liturgia. Aquí surgió ya el
problema acerca de la relación entre las personas. Pero no podía esperarse que
en el ámbito de la liturgia se abordase formalmente esta cuestión ni se le diese
una solución doctrinal-teológica. Por tanto, se nos plantea ahora la pregunta sobre
dónde y de qué modo se concibió por primera vez la sustancia de la fe trinitaria
en una visión teórica y en categorías de interpretación doctrinal.
más bien situados en la cima de la jerarquía celeste ante Dios, con una función
cósmica de mediación8. No está descaminada la opinión de que aquí se nota en
los alejandrinos la influencia de Filón (así, J. Barbel9 contra G. Kretschmar).
Pero se trata de una dependencia que no incorpora la fuente tal como la halla,
sino que, al incorporarla, transforma su contenido en sentido cristiano.
Pero semejantes resonancias se encuentran antes todavía en el ámbito cris
tiano, como, por ejemplo, en la Ascensio Isaiae, apocalipsis cristiano de hacia
el siglo ii , que parece haber sido conocido ya por Orígenes. En él, el profeta,
que ha sido elevado hasta el séptimo cielo, ve cómo «el Señor y el segundo
ángel» (el Espíritu Santo), elevados por encima del ejército celeste, están juntos
cantando la alabanza de Dios. A modo de insinuación se manifiesta también este
esquema angélico en el apocalipsis de Elchasai, transmitido fragmentariamente
por Hipólito y Epifanio. Tampoco aquí es inverosímil que Cristo y el Espíritu
vengan indicados como los dos seres angélicos supremos, siendo el Espíritu, si la
cita de Epifanio es correcta, presentado como hermana de Cristo.
Indicaciones ulteriores en este sentido proceden de los círculos de los mel-
quisedecianos (Epifanio, Haereses, 55, 1, 2s), quienes identificaron al Espíritu
Santo con Melquisedec, venerado como ser celeste. En el Evangelio de los He
breos aparece el Espíritu como madre de Jesús, mientras que las sectas gnósticas
vieron en él la sofía divina (barbeliotas) o la prima femina (ofitas).
Pero se plantea el problema de hasta qué punto estas resonancias de un es
quema angélico contribuyen a probar la existencia de una auténtica doctrina
angélica trinitaria como primer tipo de visión y doctrina trinitarias en el primi
tivo cristianismo. El juicio no puede por menos de ser reticente, pues es evidente
que los testimonios aducidos no tienen sino un carácter esporádico, sin dejar
traslucir una línea segura de tradición. Producen así la impresión de ciertos
fenómenos marginales que no han influido en la gran corriente del pensamiento
creyente. Tampoco es suficientemente claro si con ellos iba vinculado un pen
samiento judeocristiano ortodoxo o si sirvieron de vehículo expresivo al ebioni-
tismo herético. De todos modos, ya en el siglo iv se reconoció con claridad lo
inadecuado de este esquema, como lo prueba un testimonio de Jerónimo, quien,
respecto de la interpretación de Orígenes acerca de Is 6,2 (Ep., 18, 4), apunta
que Cristo no puede ser contado entre los serafines, y rechaza toda la teoría.
La consecuencia fue que, a partir del siglo iv, se siguió interpretando Is 6 trinita-
riamente, pero deduciendo la indicación trinitaria formalmente sólo de la triple
invocación («[santo!») y colocando a los serafines con toda claridad entre los
ángeles. Por eso difícilmente puede considerarse la «teoría angélico-trinitaria»
como la primera clave interpretativa de la fe trinitaria. En ella puede a lo más
verse un primer tanteo en orden a construir una visión teológica acerca de la
Trinidad: tanteo de influjo limitado que no formó tradición. Es incluso cues
tionable que para explicar los comienzos del pensamiento teológico acerca de la
Trinidad sea necesario acudir al esquema angélico. También las fórmulas triá-
dicas de la Escritura y las confesiones trinitarias de la tradición primitiva pudie
ron proporcionar el material conceptual y el principio formal donde el pensa
miento creyente encontró su punto de arranque. Y los impulsos procedentes del
acontecer litúrgico y de la vivencia del misterio pudieron ser el factor impulsor
de la captación doctrinal de la verdad.
Lo que de todos modos no puede considerarse como preludio legítimo de la
12), aun cuando él no ha acuñado aún una expresión perfecta para la esencia y
las propiedades personales.
El juicio total sobre los intentos de los apologetas de expresar en el esque
ma mental de la filosofía helenista la conciencia creyente trinitaria, debe preca
verse de una crítica unilateral. Es cierto que con los medios del pensamiento
descensional platónico era imposible mantener la esencia de la tríada divina, que
dando abiertas de par en par las puertas hacia una concepción de la segunda y ter
cera personas como inferiores. Pero el resultado no fue en absoluto una total
helenización de la fe cristiana en Dios. Basta fijarse en la concepción personal
del Logos y en la presentación del Espíritu con su poderosa actuación histórica
para percatarse de que los apologetas aportaron a la imagen teológica de Dios
una vitalidad que diferencia esencialmente esta mentalidad de la concepción
abstracta de Dios propia de los griegos. Por otro lado, los apologetas reforzaron
y ahondaron en general la corriente que tendía hacia el pluralismo trinitario.
Pero, sobre todo, un hecho lleno de consecuencias para la ulterior evolución
del pensamiento trinitario fue la introducción de la idea del Logos y su concep
ción personal consciente, hecho que implantó el principio según el cual habría
de configurarse en el futuro la doctrina sobre el Espíritu.
SECCION SEGUNDA
Las obras tradicionales de historia de los dogmas simplificaron los datos rea
les, hasta el punto de no admitir sino un par de fuerzas intraeclesiales de opo
sición al dogma trinitario, identificadas por lo demás con los dos antiguos pode
res anticristianos: judaismo y paganismo. El monoteísmo judío habría tenido
vigencia intraeclesial bajo la forma del monarquianismo, y el politeísmo pagano
en el arrianismo y derivados. Pero esta clasificación, demasiado esquemática, pasó
LAS HEREJIAS ANTITRINITARIAS Y LA EVOLUCION DEL DOGMA 147
por alto una formación herética cuyo contenido incluía a las dos referidas y que
llegó por eso a alcanzar una gran importancia para el desarrollo doctrinal ecle-
sial. Se trata de la gnosis sincretista. En ella se dieron cita tanto el monarquia-
nismo (con su derivación modalista) como el subordinacionismo triteísta. El ger
men del monarquianismo latía en la concepción de Dios, propia de todos los
sistemas gnósticos, según la cual el Dios altísimo es un ser absolutamente alejado
y aislado del mundo, y a quien, como pu0¿<; ayvwo^coq, le corresponde incog
noscibilidad, incomprensibilidad y absoluta superioridad sobre el mundo mate
rial. El Logos que el Padre ingénito hace brotar de sí como vouq, para liberar
en ulterior sucesión el Pensamiento, la Sabiduría y la Fuerza, tiene tan poco
de ser divino como las emanaciones ulteriores. Se trata más bien de seres inter
medios cuyo fin es probar, y salvar en caso de necesidad, la distancia infinita
entre Dios y el mundo.
Es comprensible que la evolución doctrinal trinitaria no pudiera desarrollarse
sino en franca oposición a las emanaciones pluralistas de los gnósticos. En los
primeros apologetas, ocupados sobre todo en combatir el paganismo exterior
y el judaismo, no se manifestó esta oposición sino ocasionalmente (así, por ejem
plo, en Justino). Pero Ireneo, Tertuliano y Clemente de Alejandría la acentuaron
expresamente y la formularon doctrinalmente. A sus esfuerzos teológicos hay
que agradecer no sólo el que el pensamiento creyente sobre la Trinidad, al con
trario que las especulaciones arbitrarias del espíritu humano, tomara como punto
de referencia la revelación positiva y la palabra objetiva de la Biblia, sino tam
bién el que se desarrollara una penetración espiritual autónoma del misterio,
que supo responder a las exigencias de la fe mejor que las fantasías gnóstícas.
De todos modos, ocurrió en esta línea un fenómeno que se puede observar repe
tidas veces en la historia de las ideas en contextos de polémica: el antagonismo
exterior va unido a un proceso más profundo de síntesis que asimila la mentalidad
contraria, llegando a producirse la superación del oponente a través de la fusión
integradora con sus propios elementos. Así ocurrió en la teología eclesial: a im
pulsos de la polémica con la gnosis no sólo llegó a desarrollar su concepción
doctrinal de Dios con más precisión y a preservarla de la reducción unificadora
a la vez que de la desmembración subordinacionista, sino que además adoptó
ciertos conceptos y elementos formales de la gnosis, fenómeno este que fue de
gran trascendencia para la configuración conceptual de la teología trinitaria.
Consta, por ejemplo, que el concepto Tpía<;, antes de que Teófilo de Antio-
quía (Ad Autolyc. II, 15) lo adapte a la teología cristiana, se encuentra por pri
mera vez en el gnóstico Teódoto. Cuando Tertuliano, para expresar la procedencia
del Hijo a partir del Padre, utiliza el concepto de prolatio, recoge el término
con la acepción habitual en la gnosis valentiniana, aun cuando no deje de criticar
el empleo abusivo de este concepto en la doctrina de Valentín (Adv. Praxean,
8, 1-4). También la tríada Dios-Logos-Sabiduría, transmitida por Teófilo de
Antioquía, así como todas las especulaciones sobre la sofía, tienen correspon
dencias en el sistema valentiniano. Pero en este caso la correspondencia no hay
que atribuirla a una dependencia de Teófilo respecto de los valentinianos, sino
que remite a tradiciones comunes más antiguas. Pero fue sobre todo — como ya
notó Ed. Schwartz— el concepto mismo de homousía el que desempeñó un papel
importante dentro de la gnosis valentiniana en Tolomeo, Teódoto y Heraclio.
También Ireneo lo transmite (Adv. Haer. I, 11, 3) en la selección de fuentes
valentinianas citada por él mismo. Pero al hacerlo critica el uso que los gnósticos
hacen de esta fórmula, pues con ella pretendían explicar la unidad sustancial
entre el Padre originario y los dioses del pléroma, engendrados por él. Reprochó
a los valentinianos el establecer de ese modo diferencias esenciales dentro de la
148 LA FORMACION DEL DOGMA Y LA HEREJIA INTRAECLESIAL
ble afirmar incluso que el Padre se encamó y padeció; lo cual explica la deno
minación de patripasianismo (Hipólito, Contra Noetum, 2). Por consiguiente,
los patripasianos, a pesar de mantener nominalmente la diferencia entre Padre
e Hijo, no llamaban a Cristo el Logos, e interpretaban el prólogo del Evangelio
de Juan de modo puramente alegórico. Su sistema estuvo siempre amenazado
por su falta de precisión conceptual. Para afianzarlo adujeron, además de la
prueba a partir de las teofanías veterotestamentarias, elementos de la doctrina
estoica sobre las categorías: en ella tenían a mano la idea de que un ser puede
aparecer en modos manifestativos distintos según la diversidad de relaciones
posibles. A esta idea unió Sabelio la concepción de que Dios se va manifestando
en una sucesión económico-salvífica. Según esto, Dios se habría manifestado, en
primer lugar, por medio del Tcpóo'&o'rcov de padre, mientras que en la encarna
ción el mismo Dios habría adoptado el •rcpóo'urrcov de hijo. La identidad así
establecida entre Padre e Hijo la denominaba él con la drástica expresión
UL07 T(ÍTü>p. La última forma manifestativa la tomó Dios en el Espíritu Santo, en
cuyo npó<r(ji)TOV se da a conocer como Dios comunicador de vida y santificados
Con ello se llegaba a una tríada formal, pero únicamente en el plano manifestativo.
Por eso la economía que de ahí se decantaba no era en el fondo más que apa
rencial, puesto que hombre y mundo seguían viéndose referidos únicamente a la
mónada divina unipersonal. Es, por tanto, normal que más tarde Atanasio y Ba
silio discutieran la coherencia de una tal Trinidad de revelación y manifestación,
y le negaran auténtico significado para el orden tanto natural como salvífico,
puesto que en realidad resulta superfluo admitir tres Ttpoo'U)7oa distintos y se
difumina el sentido real de la economía si es siempre la misma y única persona
la que actúa y (como hay que presuponer necesariamente en esta teoría) con una
actuación y efectividad estrictamente unitaria. Pero este punto de la polémica
con la Trinidad manifestativa sabeliana nos descubre cómo la teología eclesial
se encontró ante la pregunta acuciante sobre el ser y estructura de la Trinidad
revelada en la Biblia. Con ello apuntaba ya el problema de que la aceptación
de una Trinidad auténticamente económico-salvífica carece de sentido y de rele
vancia si a las hipostasis no van vinculadas actuaciones personales propias. El
modalismo no consiguió solucionar este problema porque en el fondo valoraba la
Trinidad únicamente como un aspecto del pensamiento humano y la transforma
ba así en un puro «pro nobis».
Con todo, no puede ignorarse que en el intento llevado a cabo por los mo*
dalistas por dominar el misterio trinitario se puso en juego una de las pocas
posibilidades fundamentales de acercar el misterio al pensamiento humano; in
tento este que se afianzó además por su aparente orientación económico-salvífica.
Hay un hecho que demuestra la importancia de este empeño, y es que la men
talidad modalista mantuvo su virulencia en la historia de la teología y del dogma,
llegando incluso en ocasiones a aflorar de nuevo a la superficie. A comienzos
de la época patrística volvieron a aparecer elementos de la concepción trinitaria sa
beliana en el priscilianismo. En la temprana Escolástica mostró Abelardo ( f 1142)
una tendencia monarquiana al enseñar que la divinidad única es vivida y captada
por el hombre en las formas y conceptos de potentia, sapientia y benignitas. In
cluso el racionalismo de la época moderna tuvo sus brotes de concepción trinitaria
monarquiano-modalista, como demuestra sobre todo el ejemplo de los socinianos
en la época posterior a la Reforma. Pero también en sistemas protestantes más
modernos salen a relucir intentos semejantes: no andaría descaminado afirmar
que la razón de esta especie de reincidencia es la falta de interés y de compren
sión por la Trinidad inmantente y su consideración teológica. Tanto, que K. Barth
llegó a afirmar que toda la teología neoprotestante, ante el peligro de triteísmo,
LAS HEREJIAS ANTITRINITARIAS Y LA EVOLUCION DEL DOGMA 151
aplicaron categorías éticas de la Estoa. Pero juntamente con los principios filo
sóficos, supieron presentar documentados argumentos bíblicos que llegaron a ad
quirir una cierta fuerza persuasiva por su aparente lógica racional. En estas argu
mentaciones se conjugaban todas aquellas expresiones en que el Hijo hecho hom
bre confiesa en cierto modo su subordinación al Padre. Pero entran en juego
sobre todo las teofanías, hecho este que los arríanos, remitiéndose a la autoridad
de los Padres de los siglos n y i i i , interpretaban prolijamente para probar el
subordinacionismo. Considerado desde este punto de vista, aparece el arrianismo
como una filosofía religiosa sincretista y como un último retoño —más cultivado
en gran parte— de la gnosis, imbuido, como su raíz, aunque menos a las claras,
de una mentalidad dualista. Al convertir al Logos en un ser intermedio entre
Dios y el mundo, Arrio volvió a dar entrada en el cristianismo a antiguas concep
ciones mitológicas. Su monoteísmo abstracto mezclado con el mantenimiento
nominal de la Trinidad, compuesta de seres sustancialmente distintos y subordi
nados entre sí, dio lugar a una concepción que marcó una clara inclinación hacia
el antiguo politeísmo con su cielo de héroes y semidioses. Los motivos que im
pulsaron este fenómeno no eran de tipo religioso (razón por la cual Arrio jamás
logró comprender los temores de sus adversarios a este respecto), sino de tipo
esencialmente racional y lógico. Por eso no es acertado catalogar el arrianismo
como una forma especial del neoplatonismo cristiano, una de cuyas componentes
fue siempre un fuerte impulso religioso-místico. Por origen y configuración es
más bien el producto de una mentalidad racional y sincretista con acusada incli
nación hacia la filosofía popular. Por eso no merece concedérsele especial valor
de carácter científico a este sistema y a la elaboración del mismo llevada a cabo
por los arríanos.
Todo esto, lejos de ser un obstáculo en orden a ejercer un atractivo y una
fuerza de arrastre, es más bien la causa de que tal fuerza y atractivo existieran.
Su contenido y su difusión convirtieron al arrianismo en un peligro mortal para
la Iglesia. La ortodoxia no habría ganado esta batalla de no haber venido en su
ayuda dos fuerzas: la teología, que en el siglo i i i fue tomando forma científica,
y el magisterio de los obispos, sobre todo del de Roma, cuyo influjo se iba
afianzando.
mente extrínseco, sino como algo que se adentra hasta las diferencias internas
entre Dios, su Palabra y el Espíritu preexistente. El africano aborda el problema
de la Trinidad inmanente de modo muy distinto que Ireneo, e intenta compren
derlo a base de la especulación estoica sobre el Logos, a la vez que amplía, con
el mismo intento de comprensión, el material de imágenes de los apologetas
(sol, rayo, punta del rayo). Con todo, se hace aquí patente una vez más lo difícil
que resulta armonizar la unidad e igualdad esencial de los «tres» con la realidad
de la economía, pues dado que la diferencia personal no es perfecta hasta que
el Hijo (y el Espíritu) brota de Dios y entra en relación con el mundo, no es
posible atinar plenamente con el concepto que designe la generación eterna en
lo que esta tiene de peculiar y de diferenciado respecto de la creación. El peligro
subordinacionista anda rondando (en cuanto que es la persona del Padre la única
que puede figurar como verdadero Dios), y a la vez está sin superar del todo el
peligro monarquiano, pues Tertuliano explica la unidad de tal modo que Hijo
y Espíritu no constituyen sino distintos grados, formas o modos de existencia de
la sustancia única (Adv. Praxean, 13), llegando incluso a pensar que, tras la rea
lización del plan cósmico, el Hijo se reintegrará a Dios (Adv. Praxean, 4); con
ello queda un tanto al aire la diferencia de las hipostasis.
No ofrecen, pues, todavía las profundas concepciones de Tertuliano una doc
trina trinitaria equilibrada 14. Pero las épocas posteriores se han dejado impre
sionar menos por esta labilidad que por las fórmulas precisas con las que Tertu
liano acuñó este difícil material en orden a una comprensión formal. Fueron
sobre todo fórmulas como «tres personae unius divinitatis» (De pudic., 21) las
que, dejada a un lado la cuestión de su sentido interno, dieron la pauta e hicie
ron aparecer a Tertuliano como precursor de la doctrina nicena del homousíos.
Es un hecho que la primera teología occidental fue un factor activo del pro
ceso que culminó en el Concilio de Nicea, como se ve sobre todo por Novaciano
(t hacia 260). Su obra De Trinitate es la primera exposición sumaria de la doc
trina trinitaria ortodoxa contra el monarquianismo. A pesar de su conexión con
la línea de los apologetas y de Tertuliano, aportó también Novaciano nuevos
elementos a la teología trinitaria.
La idea motriz fundamental es para él la simplicidad y trascendencia de
Dios, en contraste con Tertuliano, que partía de la espiritualidad de Dios, con
cepto este de origen estoico. A partir de esta concepción de Dios se explica que
Novaciano sea independiente en su especulación central sobre el Sermo; el ca
rácter de Patio ha quedado totalmente relegado, para destacarse únicamente el
carácter de palabra del Sermo-Verbum. Ocurre entonces que la simplicidad e in
mutabilidad de Dios hacen que el Sermo y su brotar del Padre sean decidida
mente inmanentes. Novaciano concibe como algo acusadamente inmanente las
relaciones entre Padre e Hijo y acentúa la atemporalidad de la generación. La
consecuencia es que la economía, decisiva en Tertuliano para el brotar del Hijo,
pasa a segundo plano, a la vez que pierde relieve la referencia al mundo de la
relación Padre-Hijo (a pesar de que Novaciano subraya también que el ser del
Hijo fuera de Dios es algo provisional, y reconoce que el Hijo no es persona per
fecta hasta que brota del Padre antes del tiempo y hasta que entra en relación
con el mundo). La generación eterna e inmanente determina, caracteriza y señala
ya con claridad y sin equívocos la diferencia personal entre Padre e Hijo. Pero
no se trata de una diferencia meramente personal; esta diferencia radica en cierto
modo en la naturaleza misma de Dios, naturaleza que alcanza un summum fasti-
gium en la aseidad del Padre, bajo el cual está el Hijo. La situación subordinada
del Hijo es aquí evidente. De todos modos no se trata del subordinacionismo
de los arríanos, puesto que el Padre es el ser eterno, sin principio e invisible
en relación con el Hijo y no en una absoluta independencia del mismo. De ahí
que el hecho de que Novaciano, de acuerdo con la tradición, atribuya al Hijo
las teofanías veterotestamentarias no debamos calificarlo sin más de subordina
cionismo, sino que es expresión de la verdad de que la divinidad del Hijo es
de carácter distinto porque él posee la divinidad en cuanto recibida. Hay, sin
embargo, una falta de claridad en la concepción meramente personal de la dife
rencia entre Padre e Hijo. La causa de esta falta de claridad reside simplemente
en el hecho de que la relación entre Padre e Hijo no ha sido aún analizada del
todo y sigue sin concebirse como una relación estrictamente recíproca y contra
puesta: mientras se admitió la posibilidad de concebir al Padre como una per
sona existente antes e independientemente del Hijo, persistió la tendencia a con
cebir la diferencia entre ambos como una diferencia esencial. Esta diferencia
esencial fue en el fondo totalmente ajena a Novaciano.
Esta debilidad conceptual y especulativa fue la causa de que Novaciano no
llegara a una solución tan convincente del problema de la unidad como él pre
tendía. Partir no de la sustancia divina como Tertuliano, sino de que el Padre
es ser sin principio, a la vez que él es el principio por antonomasia y excluye un
segundo principio, resultó sumamente fecundo para probar la igualdad esencial.
También aquí la unidad se fundaba de modo orgánico en la monarquía del Pa
dre. Pero si el carácter no engendrado del Padre no se concibe como algo estric
tamente opuesto al ser engendrado del Hijo, sino como expresión del ser divino
absoluto, resulta imposible acallar la sospecha de que con ello se establece una
diferencia esencial. Novaciano, a pesar de acentuar la «communio substantiae»
(De Trinitate, 31), no consiguió eliminar esa diferencia, sino que incluso la re
forzó aún más al insistir con énfasis en la unidad de voluntad entre Padre e Hijo,
ideada en principio como sucedáneo de la unidad esencial. Pero no es correcto
el tildarle por ello (como hace Petavio) de mentalidad arriana. En él está des
arrollada con la máxima claridad la réplica antiarriana, tanto en lo que respecta
a la unicidad de Dios como a la diferencia inmanente del Hijo. Estos dos ele
mentos vinieron a ser decisivos en la ulterior evolución en Occidente.
Pero la teología trinitaria propiamente tal fue obra de los alejandrinos. Los
factores que hicieron que esta teología surgiera fueron, junto a la mentalidad
bíblica y la filosofía neoplatónica, una conciencia sistemática de nuevo cuño que
insertaba la Trinidad en el orden de la cosmología y la soteriología. A partir de
este planteamiento se explica en Orígenes ( f 253-254), cuya obra clave Ilept
ápX&v muestra ya un esbozo trinitario, que Padre, Hijo y Espíritu se conciban
como hipostáticamente diferenciados desde la eternidad por sus tareas y ámbitos
de influencia.
De ahí se desprende la imagen de una tríada divina intemporal. De esta
imagen brota, sobre todo acerca de la persona del Espíritu, una primera conse
cuencia positiva; hasta entonces, y desde el tiempo de los apologetas, quedaba
el Espíritu en un segundo plano en las especulaciones trinitarias. A Orígenes
hay que agradecer el haberle integrado inequívocamente en la tríada divina como
persona increada. Pero con la misma claridad con que se elabora la diferencia
personal aparecen también los rasgos subordinacionistas de esta tríada en el
trasfondo de la concepción cósmica jerárquica y del esquema gradual del neo
PRIMEROS IMPULSOS DEL MAGISTERIO ECLESIASTICO 155
En la búsqueda de un justo medio entre los dos extremos intervino por pri
mera vez el magisterio eclesiástico, orientando y aclarando, a finales del siglo n.
Esta tardanza es comprensible, dado que en las polémicas trinitarias de la pri
mera época no había entrado en escena la Iglesia como tal. Esto no fue posible
mientras no estuvo desarrollada la conciencia del magisterio eclesial, de la regla
de fe y de la primacía de la sede romana. Un reconocimiento indirecto de esto
último se daba ya de todos modos en la circunstancia de que los dirigentes de
las escuelas y de las comunidades heterodoxas recurrían no raras veces a Roma
con el fin de ser allí aprobados y extender su influjo a partir del centro. En este
contexto se explica la intervención de los obispos romanos. La primera inter
vención que se registra contra el representante de un error trinitario es la del
papa Víctor I (189-198), que excomulgó al bizantino Teódoto, fundador de una
escuela en Roma, por su doctrina antitrinitaria, y condenó en un escrito su mo-
narquianismo (Eusebio, Historia eccL V, 28, 6, 9).
En la lucha con Sabelio, fundador también él de una escuela en Roma, hizo
el papa Ceferino (hacia 198-217) una declaración sobre la unidad de la esencia
en Dios y sobre la divinidad de Cristo (Hipólito, Refutatio IX, 11, 3), declara
ción que a su vez no estaba del todo libre de influjos modalistas.
Más decidida en la forma y más exacta en el contenido fue la toma de posi
ción del papa Calixto I, en el siglo m (217-222), a propósito de la polémica
sabeliana. No se limitó a excluir a Sabelio de la Iglesia, con lo cual condenó de
hecho su error, sino que intervino también doctrinalmente en la polémica contra
el patripasianismo, condenando y rechazando de paso la unilateralidad de Hipó
lito 16 ocasionada por su exceso de celo antisabeliano. Sus manifestaciones a este
propósito sólo nos han llegado deformadas a través de la defensa polémica de
Hipólito (Pbilosophumena IX, 12); de ahí que no podamos conocer exactamente
lidación se pueda pasar por alto la fuerte influencia que tuvieron en Oriente las
cartas de Alejandro. Una clara muestra de que esta resistencia se iba afianzando
la constituye el Sínodo de Antioquía, celebrado a comienzos del año 325. Dicho
sínodo se pronunció por la doctrina, no muy precisa de todos modos, de Ale
jandro, a la vez que anatematizó la doctrina de Arrio juntamente con sus prin
cipales representantes, entre ellos el obispo Eusebio de Cesárea.
Por este tiempo esperaba todavía el emperador Constantino poder apagar la
polémica, que para él, en un principio, no había merecido más consideración que
la de una penosa logomaquia teológica. Pero a raíz del fracaso de la intervención
de su consejero teológico, el obispo Osio de Córdoba, hombre francamente enten
dido, temiendo por la unidad del Imperio, convocó en Nicea para el año 325 un
sínodo imperial que él mismo, personalmente, presidió y en cuyas deliberaciones
influyó decisivamente. Los obispos, unos trescientos, en su mayoría orientales,
exigieron a los arríanos una confesión de fe. La fórmula propuesta al sínodo por
el obispo Eusebio de Nicomedia fue rechazada de modo airado por contener des
caradamente antiguas fórmulas arrianas. Seguidamente, Eusebio de Cesárea pro
puso una fórmula conciliadora que adoptaba un punto de partida origenista pa
liado e intentaba, a base de multitud de expresiones bíblicas, obviar el problema
de la identidad esencial entre Padre e Hijo. Pero el grupo ortodoxo, actuando
con no poca habilidad, consiguió en primer lugar la inclusión del ¿pLooúcrioq
en dicha fórmula, asunto en el que intervino personalmente el mismo empera
dor. A partir de ahí consiguió este mismo grupo una ulterior modificación de la
confesión básica, que ganó en claridad sobre todo por la inclusión del ex tt)<;
oiktwn; too toctpóc;, del 0 e6v áLriOivóv y del yewriOévTa oú Tiovri&évT'a. El
resultado fue un símbolo que supera a la fórmula de Alejandro de Alejandría
y afirma claramente la unidad esencial de Padre e Hijo en cuanto afirma una
ouoíot o irctótTTaox d d Padre y del Hijo, a la vez que elimina la apariencia de
subordinación que aún quedaba adherida a la doctrina de Alejandro. En los ana
temas adicionales se condenaron y rechazaron además en especial determinadas
expresiones específicas de los arrianos, como las fórmulas sobre la temporalidad
del Logos, su creación de la nada, su naturaleza distinta de la del Padre y su
mutabilidad (DS 125). Con ello se aludía no sólo al arrianismo, sino incluso al
origenismo en lo que tenía de equívoco. En cuanto al contenido y espíritu de
la fórmula decisiva adoptada por el Concilio de Nicea, es claro que se debe ante
todo a los orientales. Pero no se puede tampoco ignorar que el ¿[Loouoto*;, en
tendido en el sentido del unius substantiae y referido a una persona indepen
diente, revestía un contenido proveniente del influjo de la mentalidad occidental.
El símbolo niceno se colocó tan inequívocamente en la antítesis contra el
arrianismo, que resulta francamente extraño cómo arrianos y origenistas pudieron
darle su aprobación. En realidad, esto sólo fue posible merced a una serie de
restricciones y reservas internas que dejaban abierto el camino a posteriores inter
pretaciones personales. De este modo se consiguió una sumisión puramente ex
terna con vistas al favor del emperador. Esto dio lugar a una serie de polémicas
posteriores que precipitaron a la Iglesia, en Oriente y Occidente, en una pavo
rosa confusión.
Pero la razón de por qué el Concilio de Nicea no dirimió definitivamente la
contienda hay que buscarla también objetivamente en la estructura y en el con
tenido de sus fórmulas definitorias, determinadas mucho más por un antiarrianis-
mo negativo que por el intento de dar una equilibrada explicación positiva de
Ja relación entre Padre e Hijo. Esto quiere decir que la respuesta que el primer
concilio ecuménico dio al problema trinitario fue más imperfecta de lo que hubie
ra podido suponerse. No se puede ignorar el avance que representó la definición
158 LA FORMACION DEL DOGMA Y LA HEREJIA INTRAECLESIAL
del bixooxxno^y con ella se aseguró tanto la perfecta unidad de Dios contra todo
triteísmo como la verdadera divinidad personal del Hijo contra todo tipo de
subordinacionismo y sabelianismo. Pero la pregunta sobre el «cómo» de la pro
cedencia del Hijo quedaba totalmente intacta, así como tampoco se asumía en
el símbolo niceno la «generación eterna» del Hijo. Asimismo, nada se dijo sobre
la relación entre la unidad divina y la realidad bina o trina de las personas, ni se
abordó directamente la relación del Hijo con el Padre. Con ello va conexo otro
fallo teológico que tuvo una repercusión negativa en la evolución ulterior: la
falta de toda referencia a la Trinidad económica tal como la habían propugnado,
en un impulso digno de consideración, tanto la tradición primitiva del Asia Menor
como la reciente tradición occidental (Tertuliano). La exclusión de la referencia
a la Trinidad económica impidió, es cierto, todo rebrote de modalismo, pero
dislocó la relación de esta verdad con la historia de la creación y de la salvación,
privando así al pensamiento creyente de la posibilidad de captar la Trinidad
divina a partir de la revelación viva. Incluso el decisivo ójxooÍKTioq 'ruS TOXTpí,
que había de constituir el bastión inexpugnable contra el arrianismo, se mostró
demasiado poco protegido y fundamentado, de tal modo que en lo sucesivo pu
dieron los arríanos interpretar dicha fórmula equívocamente. Y de hecho esta
expresión podía ser interpretada de tal modo que no significara una estricta iden
tidad cuantitativa (como era la intención del Niceno), sino únicamente cualitativa,
atribuible a dos sujetos distintos como predicado extrínseco18.
Todos estos elementos contribuyeron a facilitar a los arríanos la lucha contra
el Niceno. Para ello contaron con el apoyo de la política religiosa imperial, que,
satisfecha con una aceptación exterior del Concilio, garantizó a la interpretación
arriana de la decisión conciliar un margen cada vez más amplio; de tal modo que
hacia el 355 podía parecer que los defensores del Niceno habían perdido la ba
talla. Pero la enemistad contra el Concilio de Nicea no pudo suplir la falta de
sustancia interna de la doctrina arriana. Apareció cada vez más claro que una
ampliación arbitraría de la fórmula conciliar acarrearía diferencias en las propias
filas. De tal modo que el desarrollo posniceno del arrianismo, exteriormente ascen
dente hasta el poder total, significó de hecho la historia de su propia disolución
interna.
Prueba de ello es el brote de los diversos grupos arríanos, entre los que se
cuentan los anomeos (heterousianos), quienes desarrollaron al máximo el racio
nalismo de una teología monoteísta abstracta. Menos inclinados al arrianismo
estricto que al origenismo biblicista fueron los homeos, dirigidos por Acacio de
Cesárea (t 366), discípulo de Eusebio de Cesárea. Rechazando toda especulación
metafísica, intentaron salir adelante con el principio «semejante según la Escri
tura». Pero aun prescindiendo de que esta abstinencia filosófica no podía por
menos de resultar desfasada en un mundo sensibilizadísimo a la especulación,
estaba la fórmula concebida con una generalidad tal, que no ofrecía criterio algu
no para decidir el problema básico planteado. De ahí que los homeos, a pesar
de su influencia en la corte imperial (Ursacio, Valente), fracasaran en su intento
de unir a arríanos y semiarrianos sobre una base lo más indeterminada posible.
Este fracaso de los homeos hizo que ganaran terreno los auténticos semi-
arrianos. A ellos pertenecían los obispos que se unieron a Basilio de Ancira en
eí Sínodo de Ancira del año 358, así como los sectores de la escuela antioquena
dirigidos por Eusebio de Cesárea y Eusebio de Nicomedia. También los semi-
arrianos u homeousianos (como se les llama también por su fórmula Sjjiolo^
xaTct T táv ra) eran subordinacionistas, aun cuando extendían hasta la oucría la
igualdad de condición entre el Padre y el Hijo. Como Eusebio de Cesárea l9,
rechazaban las afirmaciones arrianas sobre la creación del Logos en el tiempo
y de la nada. Pero, atrincherados en una perspectiva biblicista, persistieron en
negar el ópiooúcrioq y en no considerar la igualdad entre Padre e Hijo como una
TocuTÓTqq directa. Atanasio e H ilario20 intentaron influir para que esta postura
híbrida e indecisa se decantara en la línea del Niceno. Pero mientras los homeo
usianos gozaron del favor del emperador y pudieron esperar que con su fórmula
habrían de someter a todos los partidos en liza, no se mostraron dispuestos a una
desviación más decidida en la línea de los nicenos. La situación, que había
comenzado a cambiar en favor de los arríanos con la cuarta fórmula de Sirmio
(359), llegó a hacerse plenamente favorable a ellos en los Sínodos de Rímini
(según la fórmula de Niza) y Seleucia en el año 359, de tal modo que, tras el
Sínodo de Constantinopla (360), quedaron los arríanos como absolutos vencedo
res. Sólo entonces, por la fuerza de los acontecimientos, se aproximaron los
homeousianos a los nicenos. Este acercamiento se hizo pleno cuando la muerte
de Constantino (361) y el cambio de política religiosa bajo Juliano el Apóstata
hicieron que el arrianismo perdiera su situación de privilegio. Entonces pareció
llegada la hora de superar definitivamente al arrianismo por medio de una sín
tesis razonable entre homeousianos y nicenos. Mérito de Atanasio es haber sabido
aprovechar la oportunidad que el momento ofrecía.
La polémica trinitaria, hasta bien pasada la mitad del siglo iv, estuvo mar
cada por la impronta de su figura y de su decidida posición en favor del reco
nocimiento del Niceno. En la lucha arriana vio él no una cuestión filosófico-
especula ti va, sino ante todo un problema religioso. De ahí que condenara al
arrianismo ante todo como un peligro contra la fe soteriológica cristiana. Por
eso ponía el acento, desde el punto de vísta teológico, en destacar la identidad
esencial entre Padre e Hijo. Para expresar esta identidad utilizó también Atanasio
el «biioovcxoc,» desde el año 351 aproximadamente. Lo que no consiguió de for
ma tan inequívoca fue expresar doctrinalmente la distinción de personas y la
trinidad. Esto se debió a una insuficiencia terminológica, ya que a Atanasio le
faltaba una categoría propia para la persona. Atanasio entendía aún como funda
mentalmente sinónimos los conceptos de oxxxía e útocttoktk;, a la vez que se
negaba a utilizar el sabeliano TtpicrmTOV como sinónimo del vocablo latino per
sona. El resultado fue que la denominación propia de la persona siguió sin pre
cisar. Esto dio lugar a que la deficiente distinción conceptual de las personas
pudiera interpretarse como modalismo, reproche que sus adversarios intentaron
reforzar aludiendo a su larga y amistosa relación con Marcelo de Ancira. Pero
19 Sobre su teología atrinitaria y falta de tradición, cf. G. Kretschmar, op. cit., 6-10.
20 Hilario (f 367), el «Atanasio de Occidente», quien en sus Librt X II de trinitate
esbozó un sistema relativamente compacto de teología trinitaria, es por su mentalidad
representante de la tradición occidental y en concreto del modo de comprender Occi
dente la unidad esencial. Pero por su conexión con el Oriente asumió también las
ideas trinitarias de los orientales. Esto le permitió abogar, en su escrito De synodts,
por un equilibrio entre el ójiocnjoioi; occidental y el óp,ooúoio<; oriental. Cf. últimamen
te P. Loffler, Die Trinitatslehre des Bischofs Hilarius v. Poitiers zwischen Ost uttd
West: ZKG 71 (1960) 26-36.
160 LA FORMACION DEL DOGMA Y LA HEREJIA INTRAECLESIAL
21 Con ello son los capadocios los creadores del tipo de concepción trinitaria griega
que parte de la consideración de las hipóstasis (y, por tanto, de la persona del Padre),
mientras que los latinos arrancan de la naturaleza divina única y de sus acciones. Cf. Th.
de Régnon, Études de théologie positive sur la Satnte Trinité I (París 1892) 335-340,
428-435. A esta perspectiva se inclinan también alejandrinos como Atanasio y Dídimo.
DECISION DE LOS GRANDES CONCILIOS 161
que las características de las personas no superen las vacías circunlocuciones del
esquema causal *no engendrado', 'engendrado', 'procedente'» (R. Seeberg, II,
132). Una ulterior consecuencia de esta insuficiencia es que las acciones ad extra
de las tres personas, que son ciertamente distintas (aÍTioq, STptoupYÓ^, teXeio-
Tcoióq en Gregorio de Nacianzo, Oratio, 28, 34), no se fundan formalmente en lo
específico de las hipostasis ni se hacen inteligibles a partir de las mismas. El re
sultado es que no existe conexión perceptible entre la Trinidad revelada y la Tri
nidad inmanente. El acento recae tan acusadamente en la construcción abstracta
de la Trinidad inmanente, que la consideración y valoración económico-salvífica
corre peligro de perder su significado propio, mientras que la distinción de las
acciones ad extra se sigue valorando únicamente como prueba de las diferencias
inmanentes.
Hubo otro aspecto en el que los capadocios prolongaron y completaron el
Niceno: ellos fueron quienes aplicaron consecuentemente a la tercera hipóstasis
divina su idea de la homousía intratrinitaria. Con ello lograron la derrota del
macedonianismo (Macedonio era el nombre del dirigente de los semiarrianos
tracios) y de los pneumatómacos (ya Atanasio había comenzado a impugnarles
con éxito). Ellos fueron los primeros en lograr un tratamiento independiente del
problema de la homousía de la tercera persona divina. Su especial interés por
la doctrina del Espíritu Santo se explica no sólo por el influjo de motivos neo-
platónicos (el espíritu como principio de la divinización y de la vuelta del hombre
a Dios), sino también por la impronta de la vida monástica y sus experiencias
espirituales (sin que por eso deba calificarse de «dogma monástico» la formación
del tercer artículo del credo). Ahora bien: Basilio Magno, en su importante mo
nografía De Spiritu Sancto, inicia la investigación con un himno al Espíritu Santo;
seguidamente deduce del mandato bautismal el contenido de esta doctrina, y, en
fin, explica la comunidad de naturaleza del Espíritu con el Padre y el Hijo a partir
de las acciones del Espíritu; todo ello está indicando que la experiencia espiritual
de la vida monástica actúa como fermento en la formación de la doctrina sobre
el Espíritu.
La conciencia de que la teología del Espíritu está comenzando a desarrollarse
explica la reserva con que Basilio aplica al Espíritu Santo el concepto ©E¿q> re
serva que tiene una raíz ulterior: la distinción original suya entre xrjpvm xa
y Sóyjjux. De este momento del desarrollo de la teología del Espíritu es también
característico el que Basilio titubeara en la determinación del Tpoiro^ ÚTtáp^EWq
propio del Espíritu Santo y no supiera asignar al Espíritu un equivalente del
carácter engendrado propio del Hijo. Hubo, pues, de contentarse con afirmar
imprecisamente que el Espíritu procede del Padre ¿pprjTüx; (De Spiritu Sancto,
18, 46).
Pero ya Gregorio Nacianceno, en cuyo famoso discurso teológico quinto se
trasluce claramente el influjo de su amigo Basilio, intentó explicar la propiedad
del Espíritu Santo, en conexión con las expresiones del cuarto evangelio, a partir
de la eterna &c-7T£JJu]a ^ y bcizopeotric del Padre. Así se exponía a la objeción
arriana, difícil de acallar, de que situaba al Hijo y al Espíritu Santo en la misma
relación con el Padre, siendo, por tanto, preciso considerarlos hermanos. Al paso
de esta objeción supo salir Gregorio Niseno, el trinitario más especulativo de los
capadocios, haciendo que la procedencia del Espíritu a partir del Padre fuese
«por medio del Hijo». Con ello, la procedencia y la forma de existencia del Espí
ritu se revistieron de una fórmula teológica cuya importancia para el desarrollo
de la doctrina trinitaria había de ser duradera.
Con ello —y la coincidencia de Alejandría (Atanasio), Galia (Hilario), Italia
y Roma (Dámaso) no fue el factor de menos peso— quedaban creadas las condi-
11
162 LA FORMACION DEL DOGMA Y LA HEREJIA INTRAECLESIAL
22 Cf. últimamente a este propósito A. M. Ritter, Das Ronzil von Konstantinopel und
sein Symbol (Gotinga 1965) 182ss. Cf. también J. Ortiz de Urbina, Nizaa und Konstan
tinopel, en Geschicbte der dkumenischen Konztlien I, edit. por G. Dumeige y H. Bacht
(Maguncia 1964).
23 A. v. Harnack, Lehrbucb der Dogmengeschichte II (Friburgo 31894) 267.
LA SALVAGUARDIA DE LA FE SALVIFJCA NEOTESTAMENTARIA 163
25 H. Dorries, De Spiritu Sancto. Der Beitrag des Basilius zum Abschluss des trini-
tarischen Dogmas (Gotinga 1956) 148-156.
LA SALVAGUARDIA DE LA F E SALVIFICA NEOTESTAMENTARIA 167
SECCION TERCERA
LA EXPLICITACION DEL DOGMA
EN LA PROCLAMACION DOCTRINAL DE LA IGLESIA
26 Notables son también los símbolos del Concilio XV de Toledo (DS 566), del año
688, y del XVI (DS 573), del año 693.
JALONES DE LA EVOLUCION DE LAS FORMULAS DOGMATICAS 169
“ Así, J. Kuhn, Die christliche Lehre von der góttlichen Dreieinigkeit. Kathólische
Dogmatik II (Tubinga 1857) 561, 624s.
176 EXPLICITACION DEL DOGMA
ejercer su influjo en la teología católica. Así, por ejemplo, Rosmini (t 1855) sos
tenía que, una vez realizada la revelación, la razón puede captar especulativamente
el misterio trinitario como la realización de las tres formas más elevadas del ser
(realidad, idealidad, moralidad), formas que en Dios no pueden existir sino de
modo personal. El semirracionalismo que aquí apunta fue rechazado por la Iglesia
(DS 3225s). En contraposición a las explicaciones tradicionales, y en el supuesto
de que tales explicaciones no pasaban de presentar las personas como puras per
sonificaciones del Absoluto, A. Günther (t 1863) intentó explicar la Trinidad
como «autorrealización (autoproyección) del principio absoluto en su triple per
sonalidad» 29. Según eso, para el pensador especulativo el conocimiento de la Tri
nidad proviene de una aplicación modificada del proceso de la personalidad propia
a la conciencia absoluta, en la cual tiene también lugar un proceso de contra
posición en el que Dios se pone o se concibe a sí mismo inmediatamente en su
sustancialidad (o incluso se duplica a sí mismo por emanación). Ahora bien: esta
autoobjetivación equipara en una representación interna la contraposición entre
sujeto y objeto. Surge así un tercer momento en este proceso de la conciencia
absoluta (llamado también por Günther proceso de convicción y potenciación):
momento que, dada la infinitud de Dios, no puede ser sino sustancia absoluta.
La unidad de estos tres principios reales es una unidad «orgánica». Con ello, aun
prescindiendo de la estructura racionalista de la explicación, volvía a cernerse el
peligro del triteísmo, puesto que la exposición que Günther hace del «proceso
de la personalidad» en el Absoluto no anda lejos de aceptar la formación de una
triple sustancia en Dios. Esto contradice tanto la unidad como la simplicidad de
Dios, a la vez que, por otra parte, da paso libre al panteísmo que el mismo Gün
ther no cesa de rechazar externamente.
Es comprensible que la Iglesia reaccionara vivamente contra la teoría de
Günther por «discrepar no poco de la fe católica y de la correcta explicación de la
unidad de la sustancia divina en las tres personas eternas» (así Pío IX en un
escrito al arzobispo de Colonia el 15 de junio de 1857; DS 2828). Contra el
triteísmo de Günther se pronunció, sobre todo, el Concilio provincial de Colonia
de 1860, aprobado por Pío IX. El Concilio Vaticano I tuvo incluso la intención
de condenar formalmente el error teológico trinitario de Günther. El esquema
positivo sobre doctrina trinitaria preparado en este Concilio resalta lógicamente
el carácter misterioso de la Trinidad y acentúa sobre todo la unidad esencial y la
comunicación de las tres personas en la esencia única, rechazando toda sombra
de multiplicación o emanación. Pero el esquema en cuestión (Collectio Lacensis
V II, 553s) muestra con claridad que con ello sólo se asumía la antigua doctrina
especulativa sobre la Trinidad inmanente, sin que se profundizara la postura de
fe con la inclusión de elementos bíblicos y teológicos enfocados desde el punto
de vista de la historia de la salvación30. Un cierto impulso en esta línea lo dio
la encíclica de León X III sobre el Espíritu Santo (Divinum illud) del año 1897.
El Vaticano II, de acuerdo con su orientación fundamentalmente pastoral, no
ha abordado formalmente ni ha expuesto doctrinalmente el dogma trinitario. Con
todo, ha manifestado que reconoce como verdad y realidad y mantiene como fun
damento insoslayable de la proclamación de la fe el pisterio «de la santísima e in
divisa Trinidad, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»31. Es éste un hecho
importante a la vista de los intentos emprendidos en el campo no católico por
conseguir una interpretación meramente antropológica y existencial de la idea de
Dios (Dios como «la profundidad» de la existencia humana, alcanzable única
mente en la relación interpersonal) 22, cuya consecuencia ha de ser un abandono
de la Trinidad divina como contenido del kerigma 33. Por lo demás, en las expre
siones del Concilio destaca notablemente la acción de las personas divinas en la
historia de la salvación, cuyo centro es el misterio de Cristo y cuyo camino hacia
la plenitud reside en la fuerza del Espíritu Santo dado a la Iglesia 34. En este sen
tido, el Concilio da a sus expresiones teológicas sobre la Trinidad una dimensión
fundamentalmente histórico-salvífica.
SECCION CUARTA
Por más que los teólogos y Padres de los siglos m y iv se esforzaron en plas
mar en formulaciones inequívocas de fe la afirmación de la unidad y triple per
sonalidad de Dios, no desarrollaron una visión teológica de conjunto acerca del
misterio. Esto no lo lograron ni los capadocios, a pesar de que fueron ellos quie
nes más lejos llegaron en el planteamiento especulativo de esta verdad. Fue san
Agustín el primero en llevar a cabo una síntesis y una exposición unitaria del
misterio. Con él comienza la teología trinitaria en sentido eminente.
El carácter occidental de su concepción se muestra en su punto de partida,
la unidad de Dios, y en su interés por destacar esta unidad de Dios en el ser, en
la cualidad y en las acciones. A esto responde el que una y otra vez, y con expre
siones distintas, retorne el pensamiento siguiente: «Dios es la Trinidad» (D e
T rin . V II, 6, 12; XV, 4, 6) y «la Trinidad es el único Dios verdadero» (D e T rin .
™Así reza la fórmula oficial en los decretos promulgados en la sesión del 28 de oc
tubre de 1965.
32 Así, P. Tillich, H. Braun, J. A. T. Robinson.
33 En esta línea apunta E. Brunner, Die christliche Lehre von Gott. Dogmatik I (Zu-
rich 1946) 240.
34 Cf. a este propósito sobre todo cómo se expresa la Constitución dogmática sobre
la Iglesia, c. I, n. 4: «Consumada, pues, la obra cuya realización había confiado el Padre
al Hijo (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que san
tificara sin cesar a la Iglesia y de esta forma los creyentes pudieran acercarse por Cristo
al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). El es el Espíritu de la vida, la fuente del
agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a
todos los hombres muertos por el pecado, para, finalmente, resucitar en Cristo sus
cuerpos mortales (cf. Rom 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de
los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3,16; 6,19) y en ellos ora y da testimonio de la
adopción filial (cf. Gál 4,6; Rom 8,15-16,26)».
12
178 DESARROLLO DE LA TEOLOGIA TRINITARIA
divina única bajo el aspecto de una correlatividad inmanente. Según eso, las per
sonas consideradas en sí mismas son el único Dios verdadero y una misma cosa
con el ser divino absoluto. Mientras que, en relación correlativa de unas con otras,
son Padre, Hijo y Espíritu.
Con el concepto de relación consiguió Agustín, mucho mejor que los alejan
drinos con la teoría hipostática (la cual resulta torpe frente a aquélla), mantener
la distinción personal sin desvirtuar la unidad esencial. Como pensador neopla-
tónico, él no tenía dificultad alguna en entender estas sutilísimas distinciones
como realidades objetivas e identificarlas con las personas. Pero, no obstante, llama
la atención el que Agustín no se aviniera al concepto de persona, por no poder
expresarse en él el carácter relativo. En ello se muestra que para Agustín siguió
siendo un problema la intelección concreta de la triple realidad y que para él
el concepto de persona aplicado a la Trinidad no era propiamente más que una
palabra vacía.
De una disolución de la Trinidad en pura dialéctica le salvó la intelección
analógica de la terna en la unidad a partir de la realidad de la vida anímica huma
na. La base para esta «teoría trinitaria psicológica», típica de Agustín, la propor
ciona la afirmación inferida de la Escritura de que el hombre, y sobre todo el
hombre interior, es una imagen de la Trinidad divina. A pesar de que esta ima
gen no es más que una expresión sumamente imperfecta del prototipo divino,
Agustín está convencido de que a partir de ella se puede penetrar en la vida
intratrinitaria de Dios, sin que por ello el misterio sea eliminado o intelectual
mente dominado. Pero las propiedades principales del alma, esse, n o sse y v e lle ,
resumidas por Agustín en el tríptico tnens, notitia, amor, reflejan plásticamente
la inmanencia de la vida trinitaria en el proceso inmanente del espíritu y facilitan
una cierta comprensión de la Trinidad. Con todo, esta comprensión no se alcanza
si no es a partir de la fe y de sus formulaciones dogmáticas. En esto último se
manifiesta cuál es el alcance exacto de las analogías psicológicas y cómo no pre
tenden ser pruebas racionales de la existencia de una Trinidad a partir de la
estructura creada del espíritu humano. Esto es válido incluso del tríptico memo
ria, intélligentia, voluntas, expresión la más acertada de la analogía con el ser
trinitario. Es este tríptico el que Agustín ha desarrollado con más detalle (D e
Trin. X-XV) respecto de la unidad y triple realidad, relatividad, inmanencia e in
existencia de los miembros.
Todas estas adquisiciones no impiden, sin embargo, percatarse de las limita
ciones de este esquema doctrinal. En un examen más detenido se ve cómo Agustín
consiguió las ventajas de su explicación teológica trinitaria a costa de una gran
renuncia: a costa de renunciar a una consideración y valoración económica del
misterio trinitario. Su doctrina trinitaria es «la más inmanente entre las inma
nentes»36, tanto que elimina la antigua perspectiva occidental, que concebía la
tríada personal como forma de revelación reconocible en la historia de la salva
ción (y elimina esta perspectiva a pesar de que en su teología de la historia le es
familiar). Con ello quedaba infravalorada la referencia de la Trinidad al mundo,
se impedía la comprensión histórica de la vida divina y, en último término, se
dificultaba el que este misterio fuese fecundo para el pro me existencial del cre
yente (prescindiendo de la importancia religiosa que la idea de imagen tuvo para
la antropología).
La causa de esta laguna37 de Agustín no hay que buscarla ni en una escasa
39 Cf. J. Bilz, Die Trinitátslehre des bl. Jobannes v. Datnaskus (Paderborn 1909) 4.
3. Tipos especulativos de la teoría de la Trinidad
inmanente en la Escolástica
41 Para más precisión, cf. J. Schneider, Die Lehre vom dreieinigen Gott iti der Schule
des Petrus Lombardas (Munich 1961) 224.
184 DESARROLLO DE LA TEOLOGIA TRINITARIA
lástica) los elementos que conducen a una teoría trinitaria concreta económico-
salvífica, e incluso asignó a cada una de las personas relaciones propias con el
mundo. Pero la herencia agustiniana era aún tan fuerte, que la plasmación es
peculativa de la idea trinitaria mantuvo la supremacía.
Las dos líneas fundamentales de la teoría trinitaria especulativa de la Alta
Edad Media no afloraron siempre en clara diferenciación. Se dieron formas ecléc
ticas — como en Ricardo de Middletown ( f hacia 1308) y Marsilio de Inghen
( f 1386)— y en la Escolástica tardía surgió la tendencia crítica, aferrada, es cier
to, al acervo ideológico tradicional, que se interesaba, sobre todo, en descubrir
sus insuficiencias teoréticas. Así, Enrique de Gante (t 1293) critica tanto a Ri
cardo de San Víctor por su insuficiente distinción del modo de las procesiones
(ambas suceden en el fondo per modum naturae) como a Anselmo por su oppositio
relationis. Las lucubraciones especulativas sobre el modo de ser de las hipostasis
y su relación con la naturaleza divina única se convierten en Duns Scoto (t 1308)
en un sutil ejercicio dialéctico, sin que al final se dé solución alguna (para Scoto,
las hipos tasis pudieran ser tanto relaciones como sujetos absolutos previos a las
relaciones). Las tendencias críticas del nominalismo condujeron, por una parte,
a una formalÍ2 ación aún más acusada de la teoría trinitaria, y por otra — a causa
de la discrepancia aquí defendida entre fe y razón— , a una minusvaloración de
la importancia real de las fórmulas teológicas. Así, Guillermo de Ockham ( t des
pués de 1349) mantiene la fe en la Trinidad, pero no puede admitir racionalmente
ni la realidad de las relaciones ni ningún tipo de diferencia entre ellas y la
esencia divina. Sobre esta base resultaba imposible una teología trinitaria propia
mente tal.
Al formalismo dialéctico, que caracterizó ampliamente a la teoría trinitaria de
la escolástica tardía, se opuso la mística especulativa alemana. Esta actitud espi
ritual, en la que se conjuntaban interioridad religiosa y sentido vital dinámico,
y que encontró en el neoplatonismo el medio apto de expresión, consiguió abordar
vitalmente el misterio trinitario y ponerlo en conexión con la vida del alma. El
mejor ejemplo lo tenemos en el maestro Eckhart (t 1327), principal representante
de esta tendencia.
Dios, como principio fontal de todo ser, que se derrama en todas las cosas,
es para Eckhart movimiento dinámico en sí mismo que se despliega en las tres
personas. Pero en la tendencia mística a considerar a Dios como el uno original
previo a toda diversidad latía el peligro de comprender el proceso intradivino
como una sucesión o una emanación de las tres personas a partir del uno original,
a pesar de que Eckhart rechazó tales desviaciones interpretativas. Pero ya el modo
como él, de acuerdo con el esquema descensional neoplatónico, coloca la genera
ción eterna del Hijo en paridad con la predicación de las esencias creadas y el
hecho de que vincule dicha generación con el nacimiento del Hijo divino en el
alma podía dar lugar a equívocos. A base de todo ello, Eckhart consiguió poner
fuertemente de relieve la vital relación del ser trinitario con el mundo (aun cuan
do no concibió semejante relación de una manera histórico-salvífica), pero no hizo
progresar esencialmente la penetración teológica en la afirmación trinitaria. Un
examen detenido de las bases doctrinales de su concepción trinitaria muestran
que Eckhart siguió ampliamente la tradición escolástica, aunque ajustándola a la
mentalidad neoplatónica y a un interés religioso-místico 43.
Al movimiento platónico-místico pertenece también, en el paso de la Edad
44 Cf. R. Haubst, Das Bild des Binen und Dreieinen Gottes in der Welt nach Ni-
kolaus von Kues (Tréveris 1952) 312ss.
188 DESARROLLO DE LA TEOLOGIA TRINITARIA
efectiva de sus dones. Pero Ruperto no cae de ningún modo en el error de re
ducir la vida trinitaria a la revelación con la consiguiente negación de la Trinidad
inmanente. Su intención se dirige más bien a hacer patente en la acción a d ex tra
el ritmo de las procesiones intratrinitarias y demostrar el significado de las tres
personas divinas para la vida del mundo. La fórmula abstracta de o p e ra a d e x tra
in sep a ra b ilia quedó así colmada de realidad religiosa y dio pie a una vitalización
de la fe en Dios. De todos modos, Ruperto dejó de lado la cuestión teológica que
gira alrededor de la esencia trinitaria. Por eso no consiguió tampoco establecer
una clara conexión entre la explicación económico-salvífica y la teoría de la Trini
dad inm anente45.
Con Ruperto de Deutz se produce, pues, un viraje en la especulación trinitaria
a partir de la cristología como centro y por medio de una mentalidad económico-
salvífica. Este cambio de perspectiva especulativa dio lugar en la misma época
a un fenómeno paralelo: se trata del pensamiento de Gerhoh de Reichersberg
(t 1169). Decisivo para comprender su concepción básica es el hecho de que en
su obra sobre el anticristo no desarrolla la prueba en favor del filio q u e con argu
mentos de la especulación trinitaria, sino que se basa en la visión cristológica de
la historia: el Espíritu que actúa en la historia no puede proceder sólo del Padre,
puesto que de tal modo se atentaría contra el lugar central que Cristo ocupa en
el acontecer salvífico. A través de Anselmo de Havelberg (t 1158) influyeron
estas ideas en Joaquín de Fiore (f 1202) y en su división tripartita de la historia.
Pero no se logró aquí una síntesis completa entre doctrina trinitaria y teología
de la historia46. Una síntesis así ya la había elaborado Honorio Augustodunense
( t después de 1130).
Todo ello muestra cómo los impulsos dados por Ruperto hacia una concepción
económica de la Trinidad no consiguieron en su tiempo abrirse camino eficaz
mente. Pero ni la alta Escolástica, ni las escuelas teológicas surgidas de ella en la
tardía Edad Media, ni la Escolástica restaurada de los siglos xvi y xvn se acer
caron a esta mentalidad. El interés por una teoría trinitaria económico-salvífica
no volvió a aparecer hasta que, con Dionisio Petavio ( t 1652) y Ludovico Tho-
massin (t 1695), se produjo una vuelta a la teología positiva y a la patrística.
Esto es patente en el modo como Petavio conjuga en un todo la procesión intra-
trinitaria con la misión exterior (O p u s d e th e o lo g ic is d o g m a tib u s III, 1. V III,
§ 10, 505s). Por este camino puede llegar a reconocer una inhabitación del Espí
ritu Santo, sin recurrir a la apropiación, y una acción peculiar del Espíritu Santo
en el mundo; todo lo cual ilumina el significado salvífico del a d n os de la vida
y acción de la Trinidad. Thomassin, por su parte, deduce la inhabitación peculiar
en los miembros de Cristo del hecho de que el Espíritu Santo es el Espíritu de
Jesucristo. Ambos coinciden, pues, en transferir la vida trinitaria a la realidad
del C o rp u s C h ris ti m y stic u m (D o g m a ta th eologica. D e in carn ation e V e r b i, 1. VI,
c. 8, 6ss).
Estas ideas no orientaron la doctrina trinitaria tradicional en un sentido ple
namente económico, pero destacaron nuevamente sus componentes salvíficas. En
el siglo xix influyeron directamente en la llamada escuela romana: Passaglia y
Schrader se sirvieron de la teoría de las misiones trinitarias para fundamentar
una visión económico-salvífica de la Iglesia y para plasmar orgánicamente el con
45 Cf. L. Scheffczyk, Die heihókonomische Trinitátslehre des Rupert voti Deutz und
ihre dogmatische Bedeutung, en Kirche und t)berlieferung (Festschr. J. R. Geiselmann),
edit. por J. Betz y H. Fríes (Friburgo 1960) 90-118.
46 Cf. a este propósito St. Otto, Die Denkform des Joacbitn v. Fiore und das Caput
«Damnamus» des 4. Laterankonzils: MThZ 13 (1962) 152.
BIBLIOGRAFIA 189
L eo S cheffczyk
BIBLIOGRAFIA
e x p o s ic i o n e s d e c o n j u n t o
Aeby, G., Les missions divines, de saint Justin a Origene (Friburgo 1958).
Andresen, C., Zur Entstebung und Geschicbte des trinitariscben Personbegriffs: ZNW 52
(1961) 1-39.
Baldino, D., La dottrina trinitaria di Vigilio di Tapsa (Ñapóles 1949).
Barbel, J., Zur «Engel-Trinitátslebre» im Urcbistentum: ThRv 54 (1958) 49-58.
Barré, H., «Trinité que j’adore...». Perspectives tbéologiques (París 1965).
47 W. Kasper, Die Lebre von der Tradition in der Romischen Schule (Friburgo 1962)
205, 213, 268 y passim.
48 Así en la primera versión de la «Unidad». Cf. Johann Adam Móhler, Die Einheit
in der Kirche oder das Prinzip des Katholizismus, ed., introd. y coment. por J. R. Geisel-
mann (Colonia 1957) 474.
49 Die cbristlicbe Dogmatik II (Friburgo 1844) 479-554.
190 DESARROLLO DE LA TEOLOGIA TRINITARIA
Bender, W., Die Lehre über den Hl. Geist bei Tertullian (Munich 1961).
Bilz, J., Die Trinitdtslekre des hl. Jobannes von Damaskus (Paderborn 1909).
Boularand, E., L’argument patristique au concite de Florence, dans la question de la pro-
cession du Saint-Esprit: BLE 3 (1962) 161-199.
Cantalamessa, R., Prassea e Veresia monarchiana: SC 90 (1962) 28-50.
Castro, M. G. di, Die Trinitdtslehre des hl. Gregor von Nyssa (Friburgo 1938).
Dahl, A., Augustin und Plotin. Phil. Untersuchungen zum Trinitatsproblem und zur
Nuslehre (Lund 1945)
Daniélou, J., Trinité et angélologie dans la théol. judéo-chrétienne: RSR 45 (1957) 5-41.
— La Trinidad y la existencia humana (Madrid 1970).
Dorries, H., De Spiritu Sancto. Der Beitrag des Basilius zum Abschluss des trinitarischen
Dogmas (Gotinga 1956).
Ethier, A. M., Le «De Trinitate» de Richard de St. Víctor (París-Ottawa 1936).
Ferretti, G., La SS. Trinitá in S. Pier Damiano (Pensiero e pietd), en Studi su San Pier
Damiano in onore del Card. A. G. Cicognani (Faenza 1961) 1-19.
García Lescún, E., La teología trinitaria de Gregorio de Rímini (Burgos 1970).
Gerlitz, P., Ausserchristliche Einflüsse auf die Entwicklung des christlichen Trinitáts-
dogmas. Zugleich ein religions- und dogmengeschichtlicher Versuch zur Erklárung der
Herkunft der Homousie (Leiden 1963).
González, O., Misterio trinitario y existencia humana (Madrid 1966).
Haubst, R., Das Bild des Einen und Dreieinen Gottes in der Welt nach Nikolaus von
Kues (Tréveris 1952).
Hessen, J., Hegels Trinitdtslehre (Friburgo 1922).
Heyns, J. A., Die Grondstruktuur van die modálistiese Triniteitsbeskouing (Kampen
1953).
Hibbert, G., Mystery and metaphysics in the trinitarian theology of St. Thomas: IThQ
31 (1964) 187-213.
Hofmeier, J., Die Trinitdtslehre des Hugo von St. Viktor, dargestellt im Zusammenhang
mit den trinitarischen Strómungen seiner Zeit (Munich 1963).
Horst, U., Die Trinitáts- und Gotteslehre des Robert von Melun (Maguncia 1964).
Hünermann, P., Trinitarische Anthropologie bei Fr. A. Staudenmaier (Friburgo 1962).
Jolivet, J., Godescalc d’Orbais et la Trinité (París 1958).
Kretschmar, G., Studien zur frühchristl. Trinitátstheologie (Tubinga 1956).
Kriebel, M., Studien zur alteren Entwicklung der abendlándischen Trinitdtslehre bei
Tertullian und Novatian (tesis doctoral; Marburgo 1932).
Loffler, P., Die Trinitdtslehre des Bischofs Hilarius v. Poitiers zwischen Ost und West:
ZKG 71 (1960) 26-36.
Lossky, V., La procession du Saint-Esprit dans la doctrine trinitaire orthodoxe (París
1948).
Macholz, W., Spuren binitarischer Denkweise im Abendland seit Tertullian (tesis doc
toral; Halle 1902).
Maier, J. L., Les missions divines selon saint Augustin (Friburgo 1960).
Malet, A., Personne et Amour dans la théologie trinitaire de St. Thomas (París 1956).
Marcus, W., Der Subordinatianismus ais historiol. Pbánomen (Munich 1963).
Mellet, M., y Camelot, Th., Oeuvres de saint Augustin, 15-16: La Trinité, 2 vols. (París
1955; bibliografía).
Mohler, W., Die Trinitdtslehre des Marsilius von Inghen (Limburgo 1949).
Mühlen, H., Sein und Person nach Johannes Duns Scotus (Werl 1954).
— Der Hl. Geist ais Person (Münster 1963). #
Ortiz de Urbina, J., Nizáa und Konstantinopel (Maguncia 1964).
Paissac, H., Théologie du Verbe, saint Augustin et saint Thomas (París 1951).
Palmier, S., II valore dogmático della teología trinitaria di S. Tommaso dfAquino nel
suo opuscolo «Contra errores Graecorum»: DTh (P) 65 (1962) 151-167.
Perino, R., La dottrina trinitaria di S. Anselmo (Roma 1952).
Perler, O., Der Ñus bei Plotin und das Verbum bei Augustinus ais vorbildliche Ursache
der Welt (Friburgo 1931).
Prestige, G. L., God in Patristic Thought (Londres 1936, 21952).
BIBLIOGRAFIA 191
P R O P IE D A D E S Y F O R M A S D E A C T U A C IO N D E D IO S
A L A L U Z D E L A H IS T O R IA D E L A S A L V A C IO N
1 Empleamos aquí una formulación similar a la de Karl Barth (cf. K. Barth, KD 1/1,
311-322), sin afirmar con Barth que la doctrina sobre la Trinidad tenga que ponerse en
primer lugar. En este tomo nos apartamos también de la exposición que hace Barth,
puesto que tratamos la cuestión del conocimiento de Dios en el capítulo I.
2 Cf. pp. 21-26.
PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS 193
7 La distinción que apuntamos aquí entre las propiedades de Dios en un sentido está
tico y las formas libres de actuación no puede identificarse simplemente con la conocida
clasificación de las perfecciones de Dios en attributa quiescentia et operativa, puesto
que los mismos attributa operativa se entienden en el sentido de un modo de considera
ción metafísicamente necesario en el tratado clásico De Deo uno.
8 Cf. K. Rahner, Tbeos en el Nuevo Testamento, op. cit.; id., Gotteslehre: LThK IV
(1960) 1122s; id., Dios: E) La comunicación de Dios mismo al hombre: SM II, 343-348.
9 Sobre la dialéctica existencialista del problema, cf. K. Rahner, Worte ins Schweigen
(Innsbruck 81963).
PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS 195
SECCION PRIMERA
1. La palabra de Dios
Israel, como pueblo elegido por Dios para establecer con él una alianza, expe
rimentó de muchas maneras la comunidad con Dios basada en ese pacto. Lo que
llamamos revelación por la palabra no puede aislarse de su marco mayor y más
196 LA REVELACION PERSONAL DE DIOS EN EL AT
bra. Podemos incluso decir que esos mismos hechos son «palabras», como se des
prende del mensaje de los profetas. Así, por ejemplo, la palabra profética de ame
naza se nos descubre como una palabra de Dios referida al momento presente que
pone ya por obra el castigo con que amenazaba. Así, leemos en Os 6,5: «Por
eso los he hecho pedazos por los profetas, los he matado por las palabras de mi
boca (a Israel, pecador)», y en Jr 5,14: «Haré que mi palabra se vuelva fuego
en tu boca, y el pueblo leña, y se consumirá», o en Jr 23,29: «¿No quema mi
palabra como el fuego y como un martillo golpea la peña?» En una perspectiva
semejante no es de extrañar que todo lo que ocurre en la vida de los pueblos y
de los individuos aparezca como palabra de Dios realizada (cf. Zac 9,1; Sal 107,
20; 130,5; Sab 16,12s; 18,14ss). A partir de ahí es muy fácil transponer la cate
goría del hablar poderoso de Dios a la relación entre Yahvé y el cosmos. Según
lo que podemos saber, el Deutero-Isaías es el primero en dar ese paso como me
diador plenipotenciario de la revelación. En su mensaje, el gobierno del cosmos
por parte de Yahvé se convierte en símbolo descifrable de su omnipotencia y de
su magnificencia, y describiendo un gran arco, enlaza con su acción histórico-
salvífica. Si de esta forma el hablar creador de Yahvé se convierte en constituyente
íntimo del hacerse y del acontecer de la naturaleza (cf. Is 40,26; 48,13; Gn 1;
Job 37,6; Sal 147,15), el cosmos se convierte también, junto a la historia, en una
forma de fuente de la revelación. En todo caso, los testigos de la fe del AT cono
cen ya una «revelación por las obras» de Yahvé y la aprovechan (cf. Sal 8,4; 19,2;
Job 38ss; Sab 13,1).
En los dichos de recriminación y de advertencia, que se encuentran unidos por
una causalidad interna con las palabras de los profetas sobre el juicio y la gracia,
se revela Yahvé como un Dios que actúa no arbitrariamente, sino moralmente. En
ellos se mide la conducta del hombre según el patrón de su relación con la sabi
duría divina que ha quedado cifrada en la fórmula del pacto. El decálogo, al que
en Dt 4,13.23 se le llama simplemente «pacto», es la línea maestra oculta o mani
fiesta por la que se guían todos los dichos de los mensajeros y se recuerda una
y otra vez indirecta o directamente en su doble dimensión (sí a Dios y sí a los
demás hombres); uno de esos pasajes más impresionantes y lapidarios es, por
ejemplo, Miq 6,8: «Se te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno, lo que Yahvé
de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humilde
mente con tu Dios». Por tanto, el punto central con el que se relaciona toda la
actividad profética es el documento del pacto, que ha recibido su forma funda
mental a través de ese mediador de la palabra, llamado por Dios, que es Moisés
—en Os 12,13; D t 8,15; Sab 11,1, se le llama justamente profeta— . En toda gran
celebración de la alianza, y especialmente en las grandes fiestas de peregrinación,
los sacerdotes proclamaban ese documento ante el pueblo. En él se presenta Yahvé
en primer lugar como Dios liberador («Yo soy Yahvé, tu Dios, que te he sacado
de Egipto, de la casa de servidumbre»: Ex 20,1; D t 5,6), antes de anunciar sus
normas fundamentales para la configuración de la vida de los compañeros de
alianza.
La fijación por escrito era algo que perteneció desde el principio a la esencia
de un documento válido de pacto. Por eso, según Ex 24,7, al establecerse la alian
za, Moisés «tomó» en medio de las ceremonias «el libro de la alianza y lo leyó ante
el pueblo». De esa forma, la palabra de Dios se convirtió en palabra proclamada
una y otra vez de manera oral en el lugar de culto, y al mismo tiempo en palabra
fijada por escrito. El documento mosaico del pacto se convirtió en el núcleo de
cristalización de la primitiva alianza, que al final llegó a adquirir grandes propor
ciones y que en el tiempo de después del exilio aparece cada vez más como «Sa
grada Escritura». No tenemos necesidad de describir aquí el proceso largo y com
198 LA REVELACION PERSONAL DE DIOS EN EL AT
1 Cf. MS I, 409-414.
REVELACION DE DIOS POR MEDIO DE VISIONES Y TEOFANIAS 199
cias de este «amor de Dios a los hombres» (Tit 3,4), que no podíamos esperar,
se encuentra también el hecho de que los mismos modos de revelarse al hombre
se acomodan a éste como ser determinado históricamente. Por eso, al hacerse pa
labra humana la palabra de Dios, tomó también la figura de aquélla, determinada
por la constelación histórica. De ahí que la Sagrada Escritura contenga los más
diversos géneros literarios tal como se daban en aquella época y cultura y en sus
grados de evolución. Uno sólo de esos géneros no podía convertirse como tal
en recipiente de la revelación: el mito. Y la única razón para ello es que afirmaba
explícita o implícitamente la inmanencia ontológica de la divinidad, dentro de
un trasfondo politeísta, y por eso estaba en contradicción en este punto tan im
portante con el mensaje del Dios esencialmente trascendente y único. Sin embar
go, si quedaba asegurada esta afirmación central sobre Dios de cualquier manera
que fuera, podían servir también las imágenes y modos de hablar míticos como
medios de revelación, e incluso era necesario que lo hicieran, porque el mensaje
de la revelación se dirigía a un mundo que se hallaba totalmente penetrado por
el mito. En todo caso, de hecho nos encontramos en la Biblia con una serie de
elementos y motivos que si los comparamos con la historia de las religiones se
nos presentan externamente como mitológicos, pero que dentro de la estructura
de la revelación tienen siempre un valor distinto.
¿Y qué valor tienen los muchos antropomorfismos con los que topamos en
el AT, incluso en los últimos libros? Aunque nos remitimos por el momento a la
exposición que se hará más adelante sobre el mensaje que nos presenta el AT
acerca de Dios, podemos resumir la respuesta a esta pregunta de la siguiente
manera: 1) Puesto que el ser y la esencia de Dios no son algo mundano, ni si
quiera por el hecho de su relación con el mundo y el hombre, las afirmaciones
«terrenas» y antropomórficas sobre Dios deben entenderse en primer lugar como
una expresión — en forma de imagen— de esta relación, o en otras palabras: de
la actuación y acción divinas, y, por tanto, no inmediatamente del ser divino,
y pueden entenderse muy bien si las vemos sobre el trasfondo de esa manera de
pensar y de hablar vital, imaginativa y plástica que tanto gusta a los orientales.
2) Puesto que según G n 1,26 el hombre ha sido creado como teomórfico —la
relación de imagen que se da entre Dios y el hombre se refiere en último término
a la anología de la personalidad— , no es inconsecuencia el hablar también de
Dios antropomórficamente; hasta puede decirse que el antropomorfismo se con
vierte en un testimonio elocuente de la vitalidad y carácter personal de Dios, que
es para Israel la «propiedad» más destacada de Yahvé, mientras que pasa a un
segundo plano ese «carácter espiritual» difícilmente comprensible como categoría
para entender a Dios.
2 Cf. A. Alt, Der Gott der Vater (Munich 1953) 1-78; H. Cazelles, Der Gott der
Vatriarchen: BiLeb 2 (1961) 29-49; R. de Vaux, La religión de los Patriarcas, en Historia
antigua de Israel I (Cristiandad, Madrid 1975) 267-285; id., La religión de Moisés, ibíd.,
431-440.
EL MONOTEISMO DEL AT 203
3 El texto hebreo no está claro sintácticamente, y admite, por tanto, varios sentidos
teológicos, pero en época tardía ha sido entendido como una confesión del monoteísmo
absoluto en sentido teológico y metafísico.
4 Cf. H. Gressmann, Altorientalische Texte zum AT (Berlín 21926) 17.
5 Cf. A. Robert, Les attaches littéraires bibliques de Prov I-IX: RB 43 (1934) 42-68,
379-384; 44 (1935) 344-365.
III. EL DIOS TRASCENDENTE AL MUNDO
eso, según Miq 3,12 y Jr 7,12, Yahvé puede llegar a entregar su templo a la
destrucción, cosa que para Israel es casi inadmisible.
El primero de los profetas escritores da ya testimonio expreso de que Yahvé
no está ligado al cosmos: «Si fuerzan la entrada del seol (los fugitivos), mi mano
de allí los sacará; si suben hasta el cielo, yo los haré bajar; si se esconden en la
cumbre del Carmelo, allí los buscaré y los agarraré; si se ocultan de mi vista en
el fondo del mar, allí mismo ordenaré a la serpiente que los aniquile» (Am 9,3ss).
El autor de Sal 139 ha explicitado esa supraespacialidad del poder y la acción
de Yahvé, expresada en este texto, como un ser que trasciende el espacio: «¿Adon
de iré yo lejos de tu espíritu, adonde de tu rostro podré huir? Si hasta los cielos
subo, allí estás tú; si en el seol me acuesto, allí te encuentras. Si tomo las alas
de la aurora, si voy a parar a lo último del mar, también allí tu mano me conduce,
tu diestra me aprehende» (Sal 139,7ss). Yahvé es realmente señor de todos los
espacios cósmicos y por eso no está ligado al cosmos bajo ningún aspecto. Las
mismas fuerzas celestes que actúan en las estrellas — en el mundo antiguo se
consideraban como los dioses supremos— pierden de tal manera su categoría
divina en la revelación del AT y quedan tan sometidas a Yahvé, que el autor de
Gn 1 llama simplemente «lumbreras» al sol y la luna, sin emplear sus nombres
propios que traen el recuerdo de esas divinidades. En el Deutero-Isaías todo el
«ejército del cielo» no tiene sino una función de servicio (cf. Is 40,26; 45,12),
del mismo modo que todo ese cosmos poderoso, como obra creada (material) sin
ningún esfuerzo, es un testimonio de la grandeza inabarcable y de la superioridad
del Dios de la revelación por encima de todo el mundo. Todas las potencias te
rrenas no son sino pequeños poderes ante él. A la vista de esos imperios del
mundo antiguo, que tanto nos impresionan todavía en nuestros días, y fijándose
en los continentes mediterráneos de Asia, Africa y Europa, proclama el mismo
profeta: «Las naciones son como gota de un cubo, como una mota de polvo en
la balanza son estimadas. Las islas pesan como un grano de arena... Pues ¿con
quién compararéis a Dios, qué semejanza le aplicaréis?» (Is 40,15ss). Esta tras
cendencia de Yahvé tiene en último término sus raíces en su carácter absoluto
de creador frente a todos los entes, que no han surgido por emanación de su
esencia, sino que han llegado a la existencia como palabra suya, en cierto modo
condensada, a partir del poder originario de su voluntad creadora (Gn l,lss;
Is 42,5; 45,18; Sal 33,6.9; 148,5). Ese título tan empleado de «Yahvé de los
ejércitos», sea cual sea su origen, indica en la época clásica de Israel que el Señor
superior al mundo es dueño de todas las fuerzas de la creación, y pone de relieve
ante la comunidad creyente el esplendor de su gloria.
6 «No moriremos». Los masoretas conocían esta mutación del texto e incluso llaman
la atención sobre ella.
206 LA REVELACION PERSONAL DE DIOS EN EL AT
bles» dentro del testimonio que da el AT sobre Dios. En este punto se encuentra
en contradicción con todos los mitos teogónicos y especialmente con el mito del
Dios que muere. Es verdad que el hebreo, que no reflexionaba filosóficamente,
concebía la eternidad como un tiempo de incalculable magnitud, pero aprendió
a diferenciar claramente el tiempo del mundo del «tiempo» de Dios. El mundo
tiene un comienzo y Dios no. En Gn 1,1 no se enseña explícitamente la creatio
ex nihilo, pero no cabe duda de que es errónea la opinión de que se presupone
en ese texto un caos «eterno» anterior al cosmos, como en otras religiones. El
tohuwabohu no es una materia primordial, sino que en cierto sentido «no es nada»
(cf. Is 40,23), y del conjunto del texto se desprende claramente «que Dios... ha
instituido para todas las cosas absolutamente un comienzo de su existencia fu
tu ra»7. El autor no piensa que sea siquiera necesario afirmar positivamente de
Dios que existía ya antes. Para él, en el ser de Dios va incluida la existencia por
antonomasia. Sal 90,2 nos dice también: «Antes que los montes fueran engen
drados, antes que naciesen tierra y orbe, desde siempre hasta siempre, tu eres
Dios», y si en el versículo 4 se dice que mil años ante Yahvé son «como un ayer
que se va», esto equivale a afirmar que la vida de Yahvé no se «da en el tiempo»,
que, por tanto, trasciende absolutamente la medida terrena del tiempo. En este
sentido, el Deutero-Isaías le llama «el primero y el último» (44,6; 48,12). Si en
Gn 21,33 se denomina ya a Yahvé «Dios de eternidad», puede ser que este título
singular no tuviera todavía en esa época tan antigua todo el significado posterior
de «eternidad», pero en Jr 10,10; Is 26,4; 33,14; 40,28; D t 33,27; Dn 12,7;
Sal 9,8; 10,16; 29,10; 92,9; 93,2, etc., se alcanza ese sentido y se da prueba de
él. Según Jr 10,10 (adición posterior), Yahvé es Dios eterno en cuanto Dios
viviente. Su plenitud vital es, por tanto, el fundamento interno de su eternidad.
Todas las generaciones de Israel juran por Yahvé, el «Dios vivo» (cf. Jue 8,19;
1 Sm 14,39, etc.), y reconocen de esta manera que su vitalidad es lo último y lo
más elevado de su esencia. Esa vida no puede disminuir de ninguna manera, ni
siquiera por el pecado (cf. Job 7,20; 35,6). Es tan enormemente rica, que tampocp
puede aumentar ni por medio de la justicia del hombre (Job 35,6), ni por su
pureza (Job 22,2), ni por su ayuno (Zac 7,5), ni mediante el sacrificio (Is 1,
llss), etc. Desde este aspecto de la vitalidad de Dios independiente del mundo,
el AT considera lo que quiere decir la dogmática con el actus purus. En cambio,
la idea de la inmutabilidad e invariabilidad de Dios que va implicada en esta
denominación pasa a un segundo plano (cf. 1 Sm 15,29; Mal 3,6). Es evidente
que esa idea no corresponde al modo de manifestarse Dios en la mentalidad
hebrea, más psicológico y menos lógico. Los testigos de Dios no tienen reparo
en hablar de cambios de sentimientos que se producen en Dios, como la ira, el
odio, el dolor, etc., e incluso el arrepentimiento (cf. Gn 6,6; Ex 32,12.14; 1 Sm
15,11; Jr 4,28; 26,3.19, etc.). En Os 11,8 y Jr 31,20 nos encontramos directa
mente con un «cambio de sentimientos» en Dios (en un dicho del mismo Dios).
Tales antropomorfismos y antropopatismos, además de su función como modos
de hablar adecuados para el hombre, tienen el sentido positivo de poner en primer
plano la vitalidad personal de Dios. En ese sentido resultan incluso especialmente
apropiados dentro de su especie para hacernos ver lo que Dios ha querido reve
larnos más allá de toda especulación sobre el actus purus, inscribiéndolo en cierto
sentido en el corazón del hombre: su vitalidad indestructible e inagotable, que
internamente tiene un alto grado de dinamismo y externamente lo gobierna todo.
8 El caos, representado sobre todo en las aguas del mar originario (tehom, Gn 1,2),
aparece como impotente desde el principio (cf. Gn 1,9; Sal 77,17; 104,7ss), es decir, no
sólo a raíz de una lucha con Dios. El motivo mitológico de la victoria divina sobre los
poderes del caos o ha sido transpuesto al plano histórico (cf., por ejemplo, Is 17,12;
51,9ss; Jr 6,23) o se convierte en imagen poética para expresar el dominio de Yahvé
sobre todas las potencias (cf. Sal 74,13s; Job 9,13; 26,12). El Sal 104,26 dice a manera
de «contrapunto» respecto al mito: «Tu formaste a Leviatán para jugar con él».
208 LA REVELACION PERSONAL DE DIOS EN EL AT
presenta de una manera grandiosa el «en y por encima de» de la relación de Dios
con el mundo. Tenemos el ejemplo más claro de la inmanencia de Dios en la
inmanencia total de su gobierno del universo, mientras que su trascendencia se
nos manifiesta como trascendencia de su ser en absoluta posesión de sí mismo.
El universo depende totalmente de él en todo y está sometido a sus decisiones.
Todo lo que ocurre es el resultado de su plan y proyecto: «Yo digo: mis planes
se realizarán y todos mis deseos llevaré a cabo» (Is 46,10). Su soberanía es abso
luta en todos los aspectos: «Hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia
de quien tengo misericordia» (Ex 33,19).
Con eso no se refieren en primer lugar al poder creador de Yahvé, del que nos
dan noticia la existencia y la esencia del cosmos (cf. Sal 19,2), sino al resplandor
de los hechos de Yahvé en la historia y en el juicio (cf. Nm 14,20s = signo), que
nos muestran que él es el Dios soberano porque es trascendente. Este kabod se
manifestará a los hombres como magnificencia luminosa y visible en la acción de
Yahvé respecto al universo y a los pueblos en los últimos tiempos (cf. Is 35,2;
40,5; 59,19; 60,ls; 66,18; Sal 57,12; 96,3; 97,6), especialmente en conexión con
la vocación del rey salvador escatológico (cf. Sal 72,19).
En muchos textos aparece el kabod de Yahvé no sólo como irradiación__y,
por tanto, propiedad— de su esencia santa, sino en cierto sentido como esta mis
ma o como su forma propia de revelarse. Ya en el antiguo relato de la visión de
Moisés se identifican el kabod y el rostro de Yahvé (Ex 33,18.20), y también
en Ez 1,28 (cf. 3,12.23; 10,4.18; 11,23; 43,4; 44,4), el kabod de Yahvé es en
cierto sentido la figura luminosa cegadora y dominante del mismo Yahvé (cf. 1
28; cf. la analogía en Hch 9,3ss). El escrito sacerdotal (P) emplea una categoría
similar a la del kabod cuando describe la presencia de Yahvé en la tienda santa
y, por tanto, en el templo como un resplandor de fuego rodeado por una nube
(cf. Ex 16,10; 29,43; 40,34s; Lv 9,6.23, etc.).
Si en el kabod se hace en cierto sentido visible la santidad de Yahvé dentro
del horizonte de percepción y representación del hombre, en las palabras especí
ficamente proféticas se presenta esa santidad de una manera conceptual al espíritu
que se pregunta por su esencia, aunque sea por lo general vía negationis. En el
oráculo divino de Os 11,8, Yahvé se manifiesta como santo en cuanto que no es
hombre y no deja que se desahogue libremente su ira como si fuera hombre. Es
sobre todo en el Deutero-Isaías donde se nos presenta «el santo de Israel» como
«totalmente distinto», imposible de comparar con el mundo y con el hombre
(cf. Is 40,15.25; 55,8, etc.). Manteniendo esta misma concepción de santidad,
Ezequiel designa a la manifestación de Yahvé como Dios absoluto y superior al
mundo con la expresión «santificante» o «manifestarse santo» a los ojos de las
naciones paganas al actuar en ellas (cf. Ez 20,41; 28,22; 36,23, etc.). Dios y el
mundo no pueden ponerse fundamentalmente en un mismo plano: ahí radica la
razón teológica más profunda de que Israel se haya planteado la prohibición de
imágenes y de que no se haya limitado tan sólo a los ídolos, sino a todos los
intentos de representar al mismo Yahvé en forma de imagen. Frente a todas las
demás divinidades del Próximo Oriente, Yahvé es «el Dios al que hay que dar
culto de una manera totalmente distinta»; todas las prácticas mágicas quedan
excluidas en la misma fórmula de la alianza (Ex 20,7 [segundo mandamiento];
cf. 22,18; D t 18,10ss) y los sacrificios cultuales se conciben como fruto y expresión
de la decisión moral fundamental del compañero de alianza, que constituye el
punto central de esa religión revelada vivida (cf. Am 5,21ss; 6,6; Is l,10ss; Miq
6,6ss; Jr 7,21ss). La razón que explica e ilumina este hecho es que Yahvé es
«totalmente distinto», como nos Jo dice en todas partes su revelación.
1. Personalidad de Dios
9 Tenemos una prueba de ello en la gran cantidad de bibliografía que existe actual
mente sobre el origen y el significado del nombre de Yahvé (cf. RGG3 III, 515).
10 «Entonces se empezó a invocar el nombre de Yahvé». Es también posible la expli
cación de H. Junker: «Estas palabras, que no insisten de manera especial en el nombre
de Yahvé, significan que se empezó a dar culto a Dios, esto es, a convertir la adoración
a Dios en una institución estable, regulada por el uso y costumbre» (EB I [1955] 36).
212 LA REVELACION PERSONAL DE DIOS EN EL AT
Por tanto, todo el AT está conforme en que «para Israel el nombre de Yahvé
fue revelado desde el tiempo de Moisés» 11. Aunque por lo demás no es imposi
ble que entre los antiguos semitas existiera una forma previa del nombre (Ya-u,
cuyo sentido sería desconocido) — la madre de Moisés, según Ex 6,20, tiene el
nombre de Yo-kebed— . En este caso, el nombre de Yahvé sería como un «injerto»,
que a pesar de todo contendría algo nuevo. Porque se le habría aplicado una
nueva significación. ¿Y cuál es el sentido del nombre de Yahvé desde el plano
de la revelación?
Como para todos los habitantes del antiguo Oriente, para el hebreo está pre
sente en el nombre la esencia de lo denominado y descubre de esa manera un
aspecto de su realidad, permitiendo incluso que se la pueda aprehender 12. Así
podemos entender la pregunta de Moisés en Ex 3,13: «Si voy a los hijos de
Israel y les digo: *E1 Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros*, cuando
me pregunten '¿cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?». En la teología egipcia,
el Dios supremo es Ammon-Ra, «el Dios de nombre oculto», que mantiene es
condido su propio nombre detrás de sus muchas denominaciones, para poder sus
traerse a las artes mágicas del hombre. Y si el Dios de Israel manifestó su nombre,
esto constituía ya en sí un signo de la gracia de elección, que por otra parte que
daba protegida frente al abuso de la magia mediante el segundo mandamiento.
Algunas veces se ha discutido que se diera una verdadera respuesta a la pre
gunta que hace Moisés sobre el nombre: Ex 3,14 («Yo soy el que soy») podría
ser una negativa o una manera de eludir el tema. Esta interpretación de la frase,
que de suyo es ambivalente, desde el punto de vista puramente gramatical no
es sino una entre las diversas posibilidades exegéticas, a pesar de que el uso del
verbo «ser» (en lugar de «llamarse», que es lo que esperaríamos si le damos este
sentido) y la forma verbal (imperfecto) no hablan en su favor. Sin embargo, 3,15
(«Yahvé, el Dios... de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para
siempre, por él seré invocado de generación en generación») excluye totalmente
que se deba negar u ocultar el nombre. Por tanto, 3,14 debe entenderse como
una declaración del nombre 13.
Según eso, ¿qué significa y a h w e h ? La raíz básica es, en hebreo, hyh , y en
arameo hwh 14.
De suyo puede ser una forma verbal ( = antiguo Qal — él existe)15 o, lo que
dios, la tesis tan repetida de que se trata de dos tradiciones distintas 32. En la
denominada perícopa del Sinaí de Ex 19-34 se actualiza el acontecimiento del
Sinaí. En su forma actual es el producto de una tradición compleja. Sin embargo,
esto no quita nada esencial a su núcleo histórico.
Los capítulos 19-24 de la perícopa del Sinaí están dedicados a la concertación
de la alianza en sentido estricto. En la redacción final se unieron también aquí
materiales de distinta procedencia y distinto carácter —fundamentalmente J y E—
después de una elaboración previa conveniente, para formar «la conclusión de la
alianza en el monte de Dios». El capítulo 19, dentro del contexto actual, tiene
la función de ofrecimiento de la alianza por parte de Yahvé. El «dicho del águila»
del v. 4 nos ofrece la «historia previa»: «Ya habéis visto lo que he hecho con
los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído
a mí». Sigue inmediatamente una primera «declaración de principios»: «Ahora,
pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi pro
piedad personal entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra; seréis para
mí un reino de sacerdotes y un pueblo santo» (v. 5s).
El capítulo 20 nos presenta la fórmula de la alianza propiamente dicha, esto
es, el «tratado» fijado por escrito, cosa que debe considerarse como fundamental
dentro de los «pactos de vasallaje» del antiguo Oriente. En la concertación solem
ne de la alianza en Ex 24,7, se llama al decálogo «libro de la alianza» 33 Comienza
con la presentación que hace de sí mismo el Dios de la alianza: «Yo soy Yahvé,
tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre». Ahí
se condensa lo que en los tratados políticos forma el «preámbulo» (nombre y tí
tulo del gran rey), la «historia previa» (la relación que se ha dado hasta ahora
y los beneficios precedentes) y la primera parte de la «declaración de principios»
(concerniente a la relación futura). Esa breve frase — que no debería mutilarse
en la predicación cristiana 34— no es ni primariamente ni en su sentido más pro
fundo una afirmación de autoridad en la que Yahvé pretenda aludir a su compe
tencia como legislador absoluto, sino la declaración solemne de que quiere ser
el Dios de la alianza para Israel, cosa de la que ya ha dado prueba al liberar
a Israel de su esclavitud. En esta presentación que hace Yahvé de sí mismo como
el Dios liberador va incluido también un compromiso de Dios para el futuro. La
fórmula contiene in nuce toda esa inclinación de Yahvé hacia el hombre (repre
sentado aquí en Israel) nacida de su voluntad de establecer la alianza y que se
ejercita en su comportamiento como aliado. Forma así la síntesis más impresio
nante de la buena nueva de la benevolencia y del obrar de Dios en forma de alian
za que se encuentra en el AT, y es ya, por tanto, «evangelio». Eso hace que las
obligaciones del signatario humano de la alianza contenidas en el decálogo — que
tiene la función de «declaración de principios» para esa parte, así como de «deter
minaciones concretas» derivadas de aquélla— se conciban expresamente como
respuesta del hombre a esta palabra de alianza de Dios. En ella se esbozan los
rasgos esenciales que, por designio de Dios, deben caracterizar el comportamiento
de su aliado y que mantienen al signatario humano en la relación de alianza que,
como espera de salvación, otorga misericordiosamente Dios. Dentro de este con
texto es característico el hecho de que los mandamientos cuarto al décimo (según
el modo de contar católico y luterano) exigen el «sí» fundamental respecto a los
aliados de la comunidad humana, y pertenecen íntegramente al «derecho divino».
Esto significa en el ámbito de la revelación una conexión indisoluble entre la
religión y el ethos para con los demás hombres, de tal manera que el «servicio al
prójimo» entra totalmente dentro del «servicio a Dios». Esas prescripciones que
se han introducido entre el decálogo y la concertación de la alianza, que forman
el denominado «libro de la alianza»3536y originariamente se encontraban al final
de la narración del Sinaí, ponen en cierto modo de relieve la orientación hacia los
demás hombres propia de las indicaciones fundamentales del Dios de la alianza,
orientación de la que ya nos da prueba el decálogo. En la predicación profética
se sitúa con frecuencia el centro de gravedad mismo de la fórmula de la alianza
en la «segunda tabla de Moisés» 26, y las denominadas «liturgias de la Torá» como
Sal 15; 24; Is 33,14ss no se refieren a prescripciones cultuales precisamente, sino
que preguntan por el ethos orientado hacia los demás hombres en los participantes
del culto. En esta norma fundamental e inamovible de Yahvé destaca otra vez de
manera impresionante hasta qué punto Dios es y quiere ser en la alianza un deus
hominibus. El que desee pronunciar su «sí» ante él no puede pretender nunca
dejar de lado esta inclinación de Dios hacia los hombres, sino que juntamente
con Dios tiene que volverse hacia el hombre, afirmándolo, en sus pensamientos,
palabras y obras. El servicio al prójimo es por eso desde el pacto del Sinaí una
fe más viva y más activa en Dios como el Dios de la alianza.
Según Ex 24, la concertación de la alianza propiamente dicha tuvo lugar en
una celebración litúrgica. En este pasaje se fusionan dos tradiciones: 24,1-2 y 9-11
por una parte y 24,3-8 por otra. La primera fuente nos habla de una comida de
los ancianos de Israel ante el Dios que se aparece («pudieron ver a Dios; comieron
y bebieron»); la segunda (¿E?) nos informa sobre un sacrificio litúrgico con holo
caustos de comunión (unidos a una comida). La fusión de ambas tradiciones en
una unidad se facilitó precisamente por el hecho de que la comida sacrificial sobre
el monte podía considerarse como «acto final» del ofrecimiento en el altar «al
pie del monte» (v. 4). Hay dos cosas importantes en toda esta ceremonia: 1) De
la sangre (propiedad exclusiva de Dios en todos los sacrificios) se ofrece sólo la
mitad a Yahvé, presentándola sobre el altar (como al señor divino que preside
la mesa), mientras que con la otra mitad se rocía al pueblo diciendo: «Esta es
la sangre de la alianza que Yahvé ha hecho con vosotros, según todas estas pala
bras» (8b). 2) Antes de que se rociara al pueblo, es decir, en medio de la liturgia
de la alianza, Moisés tomó el libro de la alianza ( = la fórmula de la alianza del
decálogo) y lo leyó ante el pueblo, que respondió: «Obedeceremos y haremos todo
cuanto ha dicho Yahvé». La «liturgia de la palabra», en la que a la palabra del
Dios de la alianza que promete y ordena sigue la respuesta del pueblo de Dios,
pertenece (según eso, de un modo esencial) a la liturgia de la alianza y nos hace
ver que la alianza es una relación comunitaria profundamente personal. Mediante
la acción de rociar a la comunidad con la sangre de la alianza, que pertenece
a Dios, Dios mismo la declara alianza de sangre, esto es, el lazo más estrecho
e indisoluble mediante el cual se puede unir Dios con los hombres y con el que
los une a sí. A partir de ahora Israel es verdaderamente «propiedad exclusiva»
de Yahvé (Ex 19,5) y «un reino de sacerdotes y un pueblo santo» (Ex 19,6).
Desde ahora en adelante su historia es «historia de la alianza».
8) La realeza de Yahvé como cumplimiento de la historia de la alianza. El
reino es en el antiguo Oriente la base y la estructura fundamental de todas las
culturas sedentarias. Eso no significa que el rey sea unilateralmente el señor que
puede disponer de todo despóticamente, sino que es el garante del orden social,
el que evita el caos de los hombres y el que garantiza protección y espacio vital
a cambio de la obediencia necesaria para conseguir esos fines. Podemos ver en
la esperanza del rey mesiánico hasta qué punto se había desarrollado en Israel este
esbozo ideal del rey como una figura salvífica (cf. Is 9,6; ll,4ss; Sal 72,12ss, etc.).
En las religiones del entorno de Israel, predominantemente cósmicas, la realeza
terrestre se encontraba profundamente enraizada en la realeza divina celeste del
dios supremo sobre el panteón —podríamos decir que de un modo mítico-mági-
c o 37— . Por eso el título de rey es el predicado más extendido en el antiguo
Oriente al referirse al «dios supremo». En los mitos correspondientes, ese título
va unido a la idea de que el dios del que se trata ha vencido en la lucha de los
dioses con el caos y ha creado el cosmos.
Dentro de la religión revelada de Israel, el título de rey referido a Yahvé
apenas aparece en los tiempos más antiguos. En la época anterior a la conquista
del país de Canaán no puede siquiera concebirse38. El concepto de «pastor»
y «jefe de la tribu» está mucho más cerca de los clanes nómadas que el concepto
de rey de la población sedentaria de los países cultos. Es característico el qué
incluso después de la consolidación de la alianza de las doce tribus en Canaán,
al intentar por primera vez erigir un rey en Israel en Jue 8,23, no se habla de
un rey, sino de un señor39. Es en 1 Sm 8,7 y 12,12 donde aparece por primera
vez el concepto de rey como término teocrático al comienzo de la época de los
reyes40. Hoy predomina la opinión de que el título de melek para designar a
Yahvé fue aceptado ya en la teología del templo en los primeros años de la
época de los reyes, especialmente bajo el influjo del antiguo santuario jebuseo de
Jerusalén. Sin embargo, no ha sido posible demostrar la antigüedad de los pasajes
del salterio que se han querido aducir como prueba (junto a otras varias)41. Lo
37 El mito y el ritual solemne de la entronización babilónica el día de año nuevo
son el ejemplo más instructivo de la estrecha unión que se da (con alcance cosmostático)
entre la realeza celeste y la terrena.
38 Ex 15,18; 19,6; Nm 23,21; Dt 33,5, que han sido formulados en época tardía, no
son argumentos convincentes en favor del hecho de que se empleara desde el principio
en Israel el campo semántico de la raíz mlk para desigqgr la posición de Yahvé como
señor en la alianza (contra M. Buber, Konigtum Gottes [Heidelberg 31956]).
39 «No seré yo señor sobre vosotros ni mi hijo; Yahvé será vuestro señor» (Gedeón).
40 Sin embargo, no podemos olvidar que está hablando aquí la obra histórica del
Deuteronomista. Sin embargo, en 1 Sm 14,49 nos encontramos con un hijo de Saúl que
lleva el nombre teóforo de Malki-sua.
41 Cf. A. Deissler, Die Psalmen I-III (Düsseldorf 1964-1965) sobre 5,3; 24,7ss; 48,3;
68,25; 84,4.47; 93; 95-99. La hipótesis —basada en una parte de estos salmos— de que
existía una «fiesta de la entronización» (Mowinckel y sus discípulos) sigue siendo hasta
nuestros días un postulado no verificable y poco probable.
Y AH VE, SEÑOR DE LA ALIANZA Y ALIADO DEL HOMBRE 223
único seguro es que Isaías, el gran teólogo de Sión, emplea el título de rey refe
rido a Yahvé en su visión del templo, lo que nos demuestra que se emplea ese
título en el siglo v iii (6,5), aunque es verdad que tampoco vuelve a mencionarlo
en ningún otro lugar 4Z. Pero en este mismo testimonio principal profético se ve
inmediatamente lo alejado que se encuentra el título israelita de tnelek de la ideo
logía real cananea: en lugar del panteón de dioses nos encontramos aquí con los
serafines, totalmente desdivinizados, como «corte» celeste, y algo más importante
aún: el rey divino no es aquí el vencedor sobre las potencias caóticas de la natu
raleza, sino el señor soberano de la historia, que sitúa a su propio pueblo y a su
rey ante la catástrofe del juicio y que al exigir la fe (cf. 7,9ss) y la obediencia a la
fórmula de la alianza mosaica (cf. l,10ss) llama a Israel a la decisión moral y a un
plano histórico de existencia determinado por la salvación futura. Aquí se rompe
el ciclo cosmostático de esa visión del mundo mítico-mágica, y Yahvé aparece,
gracias a una transposición, continuando su papel anterior a la conquista del país
de Canaán, esto es, al frente de una especie de transmigración del pueblo de Dios
en la dimensión del tiempo. En Ezequiel, el otro gran profeta visionario, se trans
forma de manera consecuente el trono de Yahvé en el carro del trono, no ligado
a un lugar (cf. 1,1-28; 3,12ss), del Dios del universo que dirige como rey la
historia de la salvación (cf. Ez 20,33).
La orientación escatológica del título de rnelek, que se insinúa ya en la trans
formación bíblica de la idea de rey en Isaías, va tomando unos rasgos aún más
destacados al emplear el verbo rnaiak referido a la actuación de Dios. Lo hallamos
por primera vez en los profetas del exilio. Así, Ezequiel anuncia en un dicho de
mensaje: «Yo reinaré sobre vosotros con mano fuerte y tenso brazo, con furor
desencadenado; os haré salir de entre los pueblos y os reuniré de los países por
los que andáis dispersos» (20,33s). El Deutero-Isaías, hablando de la liberación
y nueva conquista del país anunciada por Ezequiel, proclama la buena nueva
a Sión: «Tu Dios es rey» (52,7). La realeza de Yahvé se manifiesta, por tanto
(cf. 52,10), en el juicio futuro de los enemigos que esclavizan a Israel y en la
correspondiente actuación salvífica en favor del pueblo de Dios (cf. también Is 40,
6: el rey de Israel es su liberador). Los himnos a Yahvé rey en el salterio recogen
este mensaje y lo desarrollan en varias direcciones. Así, por ejemplo, el Sal 47
llama a Yahvé «gran rey sobre todo el universo» (v. 3; cf. v. 8), y su realeza sobre
todos los pueblos (v. 9) se realiza al fin de los tiempos de esta manera: «Los prín
cipes de los pueblos se unen al pueblo del Dios de Abrahán» (v. 10). El Sal 93 .
vuelve sobre una idea del Deutero-Isaías y en analogía con el mito cananeo de la
creación ve en la obra creadora las raíces del señorío real de Yahvé (v. 1), pasando
después al plano de la historia al convertir las aguas del caos en imagen de las
oleadas de los pueblos enemigos contra Jerusalén (a partir de 3c; cf. Sal 96,10).
Al final de los himnos a Yahvé rey (Sal 96 y 98) se presenta con una fuerza
especial la realeza escatológica de Yahvé en el juicio universal de los pueblos.
Los textos de los profetas posteriores al exilio nos presentan de manera impre
sionante ese mismo mensaje, es decir, que al final de los tiempos se manifestará
a todos los pueblos la realeza de Yahvé sobre el universo y la historia (cf. Is 24,
23; Jr 10,10; Sof 3,15; Abd 21; Zac 14,9.16s; Mal 1,14). Mirando a ese futuro
que se va insinuando ya de diversos modos en el presente puede clamar Sal
145,13 a Yahvé: «Tu reino es un reino por los siglos todos, tu dominio, por todas
las edades». En la época más tardía de la revelación del AT, Dn 2,44; 4,22; 7,27
nos dice que este gobierno real se convertirá al fin de los tiempos en un reino
indestructible y eterno.42
42 Is 30,33 es un pasaje que está esperando aún una satisfactoria explicación exegética.
224 LA REVELACION PERSONAL DE DIOS EN EL AT
Es cosa notable que en los textos referidos a Yahvé rey no se hable nunca
expresamente de que al fin de los tiempos Yahvé vaya a entregar su reino al
Mesías, que por otra parte recibe muy pocas veces el nombre de melek en los
profetas (cf. Jr 23,5; Ez 37,24). Sin embargo, es casi seguro que esos dos aspectos
tenían relación entre sí en la mente de los creyentes. Según 1 Cr 17,14, David ha
sido establecido sobre el malkut de Yahvé (su reino) y «su trono estará firme eter
namente» (cf. 28,5, referido a Salomón). En este pasaje queda abierta la perspec
tiva en la que puede unirse la realeza de Yahvé con el señorío real del Mesías.
Por eso puede decir Sal 45,7 al rey M esías43. «Tu trono es el trono de Yahvé
para siempre jamás», y Sal 72,1 dice: «Oh Dios, da al rey tu justicia»44. Los
Sal 2,6-9 45 y 11046 son también un testimonio inequívoco de que al final de los
tiempos coincidirán el gobierno real divino y el mesiánico. Es cierto que la realeza
de Yahvé sigue siendo en todos los casos lo más amplio. Así, la revelación del AT
sobre Yahvé rey es precisamente la base de 1 Cor 15,28: «Cuando hayan sido
sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a aquel que
ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos».
los siguientes pasajes: Is 54,10; 55,3; Sal 25,10; 89,29.34.50, etc. Esa forma de
actuar de Dios movido por sentimientos favorables a la alianza, que es lo que
significa hesed, llega incluso a hacerle «perdonar la iniquidad, la rebeldía y el
pecado» (Ex 34,7; cf. Nm 14,19ss); por tanto, Dios no denuncia la alianza vio
lada por los hombres, sino que promete un hesed eterno al pueblo de Dios si
vuelve a él (Is 54,7s). En cierto sentido puede incluso decirse que su hesed des
borda la alianza histórica y se dirige a todas las criaturas (cf. Sal 33,5; 36,7; 89,
15; 119,64; 145,9). Según Sal 136,1-9, la misma creación tiene sus raíces en la
voluntad divina de establecer la alianza. En dos lugares aparece incluso el cali
ficativo hasid, que designa la plenitud permanente de hesed, como predicado de
Yahvé: en las palabras divinas (por tanto, en una declaración personal) de Jr 3,12
(«Vuelve, Israel apóstata. No estará airado mi semblante contra vosotros, porque
quiero la alianza [ = hasid]») y en la alabanza de Sal 147,5 («Quiere la alianza
en todas sus obras»).
0) Fidelidad de Yahvé. Una de las componentes de sentido de hesed se
refiere ya de suyo a la lealtad permanente y mantenida en toda ocasión, de modo
que en muchos lugares la palabra podría traducirse por «fidelidad»49. Esto nos
explica también por qué se asocian con tanta frecuencia hesed y 'emet o 5emunah
en afirmaciones sobre Dios, como, por ejemplo, en Gn 24,27 (J); 32,11 (J);
Ex 34,6 (JE); Is 16,5; Os 2,22; Sal 25,10; 40,lis ; 88,12; 89,3.15, etc. Estas
construcciones sustantivas de la raíz 5mn (estar firme) se refieren generalmente
a la firmeza de las palabras y acciones divinas. Si el Dios de la alianza le pide al
hombre fidelidad (cf., por ejemplo, Os 4,ls; Jr 5,2s), una de las razones más im
portantes que tiene para hacerlo es que él mismo es un «Dios de fidelidad» (Dt
32,4; Sal 31,6; 2 Cr 15,3) y que, siendo «rico en benevolencia de alianza y fide
lidad» (Ex 34,6; Sal 86,15), «ejercita la fidelidad» en la alianza (Gn 32,11; Ex 18,
9; Neh 9,33), de manera que «todos sus caminos son benevolencia de alianza
y fidelidad» (Sal 25,10), y eso para siempre jamás (Sal 117,2; 146,8). El es el
«Dios fiel que guarda la alianza y la benevolencia de alianza» (Dt 7,9). Por eso
es fiel y segura su palabra revelada, y especialmente su promesa (1 Re 8,26; 2 Cr
1,9, etc.), y por eso el hombre puede «apoyarse firmemente» en él (hetemin ~
creer; Sal 106,12; 119,166; cf. Gn 15,6 [E ]; Nm 14,11 [J], etc.).
y ) Amor y misericordia de Yahvé. Por su misma esencia, una alianza es una
relación personal comunitaria que tiene una sólida estructura jurídica. En ella
destaca de suyo más la acción objetiva que los sentimientos internos y la «atmós
fera» del campo subjetivo, aunque hesed no abarca solamente la acción que une
en una comunidad, sino también la vinculación personal. Pero en el campo de la
convivencia humana se daban también «alianzas» en las que tenía una fuerza
inaudita la mutua relación personal. Tenemos un ejemplo de esto en el pacto
entre David y Jonatán. El vínculo que los une a los dos es sencillamente «el
amor»: «El alma de Jonatán se apegó al alma de David y le amó Jonatán como
a sí mismo» (1 Sm 18,1). Y David, por su parte, dedica al amigo muerto estas
palabras inmortales: «Estoy lleno de dolor por ti, Jonatán, hermano mío, en
extremo querido; tu amor era para mí más maravilloso que el amor de las mu
jeres» (2 Sm 1,26).
El hesed de Yahvé, ¿será también amor en este sentido de inclinación espon
tánea que brota del núcleo más profundo de la persona, y su manifestación que
se abre paso con fuerza? En el mejor de los casos, la primera época de la revela
ción veterotestamentaria no nos permite más que vislumbrarlo.
El profeta Oseas (cuya actividad tiene lugar hacia los años 750-720 antes de
Cristo) es el primero que ha tenido la misión de predicar al Dios de la alianza
como Dios del amor. Lo primero que tenía que hacernos ver, mediante las acciones
simbólicas de la historia de su matrimonio y las palabras divinas que las inter
pretaban, era que caer en el culto de Baal no sólo significaba para Israel la rup
tura de la alianza, sino que además era un adulterio (cap. 1). De este hecho se
desprende que Dios mismo concede a su alianza el valor de una alianza matri
monial. Esa comparación aparece muy clara en los capítulos 2 y 3. En el capí
tulo 3 se le dice al profeta de una manera tan clara como poco usual que tiene
que presentar al mismo Yahvé como el «esposo» que perdona a la «esposa» peca
dora, Israel. El capítulo 2 nos ofrece la explicación teológica de todas estas cosas.
Es cierto que en 2,4-17 se presenta Yahvé como el Dios que castiga, pero es el
amor herido el que le obliga a realizar el juicio, y ese amor pretende crear me
diante el castigo la posibilidad de hacer con la «esposa» frívola algo inaudito que
se anuncia en el dicho divino de 2,16s: «Por eso yo la voy a seducir: la llevaré
al desierto y hablaré a su corazón. Le daré luego sus viñas, convertiré el valle de
Akor ( = entrada en la tierra de promisión) en puerta de esperanza; y ella me
responderá allí como en los días de su juventud, como en el día en que subió
del país de Egipto». En 2,18 se dice sobre esta alianza renovada: «Y sucederá
aquel día que ella me llamará 'marido mío’ y no me llamará más 'Baal mío’».
En estos pasajes no aparece ya en primer plano la alianza como un pacto jurídico,
sino como una comunidad de vida cuya fuerza fundante e impelen te es el amor:
«Yahvé ama a los hijos de Israel aunque ellos se vuelven a otros dioses» (Os 3,1).
Este amor, que trasciende las explicaciones racionales, se daba ya en el mo
mento de hacer la elección del pueblo de Dios: «Cuando Israel era niño, yo lo
amé. De Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1). El importante capítulo 11 de Oseas
desarrolla con imágenes profundamente conmovedoras el tema del amor de Yahvé,
que elige y acompaña a su pueblo: «Yo enseñé a Efraín a caminar, tomándole en
mis brazos, mas no supieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los
atraía, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su
mejilla, me inclinaba hacia él para darle de comer» (Os 11,3s). El amor de Yahvé
adquiere en estos pasajes unos rasgos al mismo tiempo maternales y paternales.
Ese amor supera los arrebatos de ir a 50 ante la desobediencia del «hijo», como
dice el oráculo divino: «Mi corazón se me revuelve dentro a la vez que mis en
trañas se estremecen. No ejecutaré el ardor de mi cólera, no volveré a destruir
a Efraín, porque soy Dios, no hombre; en medio de ti soy yo el Santo, y no me
gusta destruir». Y esto se completa con 14,5: «Yo sanaré su infidelidad, los amaré
libremente, pues mi cólera se ha apartado de ellos». La inclusión de «libremente»
(nedabah) subraya, sin embargo, la «noble libertad del amor que no presupone
ningún m érito»51.
Jeremías, discípulo espiritual de Oseas, proclama igualmente que la alianza de
Yahvé con Israel es un «pacto de amor» (cf. 2,2; 3,1), el cual, sin embargo, puede
decirse que se ha roto debido a la infidelidad del pueblo de Dios. Pero el amor
de Dios no se ha extinguido, sino que llama al pueblo a la conversión: «Vuelve,
Israel apóstata; no estará airado mi semblante contra vosotros. Porque quiero
la alianza, no guardo rencor para siempre» (3,12; cf. 3,14.22; 4,1). Por eso al
renovarse la comunidad de la alianza, el amor aparece como el fundamento que
50 Cf. 11,5s; también está en esa línea 11,8: «¿Cómo voy a dejarte, Efraín...?».
Cf. A. Deissler, La Sainte Bible (París 1961) 108.
51 H. W. Wolff, Hosea (Neukirchen 1961) 305.
YAHVE, SEÑOR DE LA ALIANZA Y ALIADO DEL HOMBRE 2 ^
puesto para una nueva donación misericordiosa de Dios (cf. Os 2,16; 6,1; Jr 3,
12.22; 4,1; 12,15; 26,3; Is 12,1; Ez 18,23.3ls; 33,11; Jon 3,8s; D t 8,5, etc.).
Junto a los débiles y a los oprimidos (cf. Ex 22,26; Is 41,14; Sal 116,5s) son
sobre todo los pecadores arrepentidos los que pueden esperar la misericordia de
Yahvé (cf. Sal 51; 130; Is 45,21s, etc.). Sin embargo, es verdad que no tenemos
ningún título jurídico para ello, sino que Yahvé es absolutamente libre en su
misericordia (cf. Ex 33,19). Pero esta libertad suya quiere actuar precisamente
en forma misericordiosa, de modo semejante al corazón de los padres que se
inclinan con amor hacia sus hijos (cf. 31,20; Is 49,15; Sal 103,13). Sin embargo,
Yahvé supera en esa actuación toda la bondad humana (cf. Is 49,15; Eclo 18,13),
porque también en su misericordia amorosa sigue siendo el completamente dis
tinto (cf. Os 11,8; Is 55,7ss).
8) Justicia de Yahvé. Las afirmaciones sobre la esencia y la actuación de
Yahvé como Dios de la alianza emplean con frecuencia algunos términos tomados
del campo semántico de la raíz hebrea sdq. SÍ la traducimos como «ser justo»
o expresiones similares, los estudios más recientes nos confirman una y otra vez 53
que se suscitan ideas inadecuadas, entendidas en el sentido del uso lingüístico
ordinario que contrapone la gracia y la justicia. En Is 45,8; 46,13; 51,6 se en
cuentra sedaqah en conexión inmediata con «salvación», y en Sal 36,11; 103,17,
el mismo concepto alterna con hesed: solamente por ese hecho puede entenderse
ya que es insuficiente traducirlo como «justicia»; o dicho de otra manera: la
justicia de Dios se refiere en el AT a la actuación de Yahvé de acuerdo con la
alianza, a su «fidelidad a la comunidad» (K. Koch) en el sentido de que es un
Dios de alianza «recto», «ideal». Como tal fomenta el bien de la comunidad de
la alianza en todos los aspectos.
Si en el himno antiguo (contemporáneo) de Débora (siglo xi antes de Cristo)
se cantan las sedaqot de Yahvé (Jue 5,11), eso no es sino una manera de expresar
la concepción constante de que la «justicia» divina se manifiesta en acciones
salvíficas para con el pueblo de la alianza: el Dios de la alianza hace prevalecer
frente a los pueblos enemigos el «derecho» de Israel a su existencia (cf. Jue 11,
27; Is 12,4ss; Miq 6,3ss). A partir de aquí puede comprenderse que en el Deu-
tero-Isaías «justicia» signifique casi siempre salvación o acción salvífica. El juicio
contra los enemigos pasa, en cambio, a segundo plano, y de esa manera destaca
sobre todo la plenitud positiva de paz y de salvación (cf. 45,25; 46,13; 48,18s;
51,6.8, etc.).
Sin embargo, la ayuda jurídica de Yahvé repercute también en el interior
del pueblo de Dios. Yahvé se revela aquí señor protector de ese derecho divino
que se ha dado a Israel como «ley fundamental» y constitución en la fórmula
de la alianza. La voluntad activa de establecer alianza que aporta Yahvé se ve
elevada en la «segunda tabla» del decálogo y en el libro de la alianza a la cate
goría de ley de vida, que vale también para la comunidad de los demás hombres,
y precisamente en favor de todos los miembros del pueblo, que son sacados de
esa manera del caos de la ausencia de todo derecho y situados dentro del cosmos
de la ordenación jurídica que les protege. Por eso en Os 2,21; Is 33,5; Jr 9,
23, etc., el derecho divino aparece como un don gratuito de Yahvé.
Por esa causa, los que se ven oprimidos por la injusticia se vuelven hacia el
«Dios de la justicia» (Sal 4,2), para que les ayude a salvaguardar sus derechos
(Sal 10,18; 26,1; 43,1). Yahvé impone de un modo especial al rey la tarea de velar
por el derecho divino que protege a los débiles (Dt 17,20; 2 Sm 12), y de esta
forma, la justicia será Ja propiedad esencial del señor mesiánico, regalo de Dios a
los hombres (Is 9,6; ll,3 ss; Jr 23,5s; Zac 9,9). De modo similar a como la justicia
de Yahvé asegura la salvación de Israel mediante los juicios de castigo pronun
ciados contra los pueblos paganos (cf. Jue 5,11; Is 41,2.10ss; 58,2; 59,16s; 63,1),
al ejercicio del derecho que realiza Yahvé dentro de la alianza corresponde el
castigo de los enemigos de los fieles a Yahvé y los «oprimidos». Por otra parte,
es cierto que no se emplea nunca directamente la terminología de la raíz verbal
sdq refiriéndose a estos castigos. Sin embargo, los testimonios de la revelación
nos hablan también con otros términos de eso que se designa con el concepto
típicamente ajeno a la Biblia de «justicia» en el sentido de retribución justa.
El anuncio de premios y castigos, bendiciones y maldiciones, en Dt 28 y en Lv 26,
así como en el mismo decálogo (Ex 20,5s; D t 5,9ss), es parte integrante de la
fórmula de la alianza, y se espera también necesariamente una actuación corres
pondiente de Dios con respecto a los individuos. Por eso confiesa Jeremías: «Tú
llevas la razón, Yahvé, cuando discuto contigo; no obstante, voy a tratar contigo
un punto de justicia. ¿Por qué tienen suerte los malos y son felices los hombres
desleales?» (12,1). En este pasaje, el profeta atribuye a Dios expresamente el te
ner razón, es decir, la justicia en todos los casos, pero confiesa su incapacidad
para encuadrar los hechos ordinarios de la vida en este dogma de fe. Con esto se
plantea una pregunta que ya no desaparecerá en adelante y que se trata de ma
nera detenida en el libro de Job. Los intentos de solución de la sabiduría «ofi
cial», diciendo que, por una parte, la felicidad de los malos no es sino aparente
y sobre todo que no durará (cf., por ejemplo, Sal 73), y que por otra, el sufri
miento de los fieles a Yahvé representa un medio divino de prueba y de educa
ción (Prov 3,11; Job 5,17ss, etc.), sólo explican de manera insatisfactoria este
difícil problema con una estrecha perspectiva reducida a la existencia en este
mundo; al final del libro de Job (42,7) se llega a reprender a los interlocutores
del atribulado por haber querido a toda costa hacer entrar la actuación de Dios
en un esquema de retribución terrena proyectado por el hombre. Lo mismo que
lo había hecho ya en Jr 12,5 (cf. supra), Yahvé se niega también en Job 38ss a
dar cuenta de su manera de actuar con los hombres. Eso no significa que se eche
sin más por tierra el dogma de la retribución como tal, pero sí que se le niega
al hombre la posibilidad de entender «cómo» reacciona Dios al premiar y castigar
las acciones humanas. Dentro de la evolución de la revelación veterotestamentaria,
surge en este lugar la intuición de que debe haber una retribución individual
más allá del tiempo, tal como la encontramos, por ejemplo, en Sal 49,16 y 13,26
(y quizá también en Job 1,25; 31,14). También la espera de la resurrección de
los muertos, autorizada por Dios (cf. Ez 37,1-14; Is 26,19; Dn 12,2s), abría
la puerta a la posibilidad de que la toma de postura definitiva de Dios respecto
al hombre individual todavía no se ha dado en este mundo. Is 53 arroja nueva
luz sobre el problema del sufrimiento desde una perspectiva totalmente distinta.
Aquí se revela el sufrimiento del «justo por antonomasia» como expiación vicaria
y, por tanto, como instrumento salvífico para «muchos». Ahí se descubre tanto
el brazo de Yahvé, que castiga el pecado, como su justicia, que es fuente de sal
vación, y que al fin da al afligido la gloria de ser cabeza de los que han sido
«redimidos» por él. En el trasfondo late la idea testificada en otros lugares de
que la gracia de Dios se manifiesta siempre como superior a su juicio (cf. ya
Ex 20,5b-6 y,^ además, Os 11,8s; Jr 3,12; 31,20; Is 60,10; Sal 104,44ss). Esto
tiene aplicación en general a la actividad divina en el mundo y, por tanto, no
sólo al pacto entre Yahvé e Israel. Porque la justicia divina como iustitia salutí
fera, según Sal 36,7, viene en ayuda de los hombres y de los animales y se
230 LA REVELACION PERSONAL DE DIOS EN EL AT
extiende también a los demás pueblos de la tierra (Is 51,5s) y dura eternamente
(Is 51,8; Sal 111,3; 119,142; Dn 9,24).
•e) Celo e ira de Yahvé. Es doctrina clara de toda la revelación del AT que
Yahvé reacciona ante el pecado castigándolo como conducta y acción del hombre
en oposición a la esencia y voluntad divinas. Los demás pueblos de la tierra no
quedan excluidos de este principio general. Esto puede verse, por ejemplo, en
Sodoma (cf. Gn 13,13; 18,20; Is 1,10; 3,9), en la expulsión de las poblaciones
cananeas «por causa de sus abominaciones» (Dt 18,12) y en el castigo de la mala
acción que habían hecho los moabitas con el cadáver del rey de los edomitas
(Am 2,ls, oráculo divino). Con mayor razón, toda ruptura de la alianza divina
está sometida a la sanción del castigo divino. Sin embargo, nos llama la atención
el que esa reacción de Yahvé no se atribuya a la justicia divina, sino a su celo y
a su ira. «Yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso que castigo la iniquidad de los
padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian»,
se anuncia continuamente a Israel en la fórmula de la alianza (Ex 20,5). Están
también de acuerdo en este punto Ex 34,14; D t 4,24; 5,9; 6,15; Jos 24,19;
Nah 1,2. En D t 9,8.19; 11,17; 29,22-27, etc.; en cambio, como motivo del cas
tigo impuesto por Yahvé, se menciona su ira, provocada por la conducta de los
hombres que rompen la alianza. El celo y la ira de Yahvé son los que producen
lo que nosotros llamamos «justicia vindicativa». Esas dos formas de actuación
tienen al mismo tiempo un efecto más amplío, por lo que necesitan una explica
ción detallada.
Cuando se emplean referidos a Yahvé términos del campo lingüístico qri
(tener celo, estar celoso), se hace siempre en ese sentido positivo que corresponde
al celo humano por el bien (Eclo 51,18) o por el templo (Sal 69,10) o por la
manifestación de la voluntad de Dios (cf. Nm 25,11.13; 1 Mac 2,26s, etc.). «Se
trata siempre de imponer la exigencia absoluta de Yahvé como único señorío,
gloria y obediencia, ya sea frente a ese Israel que rompe la alianza, o bien frente
a los paganos y sus ídolos» w. El «celo de Yahvé» no es, por tanto, otra cosa que
una manera de expresar — de modo típicamente hebreo— la afirmación que hace
Dios de su ser divino en la alianza y en la historia de la salvación y, por tanto,
una confirmación de su santidad absoluta (cf. Jos 24,19). Por este motivo, el
celo de Yahvé no suscita solamente juicios de castigo dirigidos contra el pueblo
de Dios pecador (cf. Dt 32,16; Ez 16,42) o incluso contra todos los hombres
en general (Sof 1,18; 3,8), sino que opera al mismo tiempo también la liberación
de Israel en el caso de que sus enemigos intenten hacerlo desaparecer. De esta
forma, el «celo de Yahvé» se convierte también en «celo por el pueblo» (cf. Is
26,11; cf. 42,13), y es para Yahvé «como un manto» (Is 59,17) y «como una
armadura» (Sab 5,17).
Mientras que «celoso» puede convertirse por así decir en un sobrenombre
de Yahvé (cf. Ex 20,5; 34,4; D t 4,24, etc.), el término «iracundo» o «airado»
no llega a alcanzar nunca esta significación. Lo cual nos llama más la atención
por el hecho de que en el AT se aplica a Yahvé toda la gran gama de expresiones
hebreas para significar la ira, y eso con mucha frecuencia y en ocasiones acumu
lando una detrás de otra. La mayor parte de las vec^ se refieren a la reacción
arrebatada de Yahvé contra la violación (perversa) del derecho divino condensado
en la fórmula de la alianza (cf. Ex 32,7ss; Nm 25; D t ll,1 6 s; 29,19; Is 9,11;
Jr 4,4; 17,4; Ez 5,13; 7,3; Os 5,10; 8,5, etc.) o también contra la duda acerca
de su voluntad de establecer la alianza o de su poder salvífico (cf. Nm 11,1; 17,11;54
Dt 1,34, etc.). Pero del mismo modo que el celo de Yahvé, se enciende también
su irritación contra los enemigos del pueblo de Dios cuando por su propia cuenta
y por crueldad se exceden en la misión que han recibido de ser el azote de Yahvé
para Israel. Is 30,27 (teofanía de castigo contra Assur) es un ejemplo elocuente
de esto: «He aquí que el nombre de Yahvé viene de lejos, arde su cólera con
pesada humanidad; sus labios están llenos de furor, su lengua es como fuego
que devora y su aliento como torrente desbordado...» (cf. también Is 10,5ss;
14,6; Ez 25,17; Zac 1,15, etc.). Sin embargo, el despertar de la ira de Yahvé
según el AT no sigue siempre un camino racional, esto es, que pueda comprender
el hombre. En 2 Sm 24,1, por ejemplo, no se menciona ningún motivo del encono
de Yahvé que conduce al censo primitivo del pueblo efectuado por David. A esto
podemos añadir algunos pasajes que nos informan sobre momentos en los que
Yahvé descarga su mano en respuesta de acciones humanas que apenas podían
considerarse culpables hasta ese grado (cf. Ex 4,24ss; 1 Sm 6,19; 2 Sm 6,6s).
En estos casos sólo se puede decir con seguridad que se intenta inculcar eficaz
mente a la posteridad las prescripciones rituales por medio de ejemplos drásticos.
Además, tradícíonalmente se relacionaba toda desgracia con el juicio de Yahvé
(cf. Sal 27,9). Sólo por eso tenía ya que formarse en torno a la ira de Yahvé una
especie de aura de misterio. Sin embargo, nunca se llegó a considerar al Dios
de la alianza como un Dios demoníaco. De eso se ocupó la misma revelación:
Ex 34,6; Nm 14,18; Jr 15,15; J1 2,13; Jon 4,2; Nah 1,3; Sal 86,15; 103,8;
145,8 dan testimonio de la paciencia de Yahvé ( = tarda mucho en irritarse; en
Prov 15,18 llega a ser incluso lo opuesto a encono), y los profetas evitan una y
otra vez que se dé un carácter absoluto al teologúmeno de la ira divina. Según
Os 11,9, Dios «no se excita» (para juzgar). En un oráculo divino de contenido
semejante anuncia Jr 3,12: «No estará airado mi semblante contra vosotros; por
que soy piadoso, no guardo rencor para siempre». Is 54,8 dice refiriéndose a la
catástrofe del exilio: «En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante,
pero con amor eterno te he compadecido». Los arrebatos divinos de ira, de los
que habla tantas veces el AT para demostrarnos la personalidad vital de Yahvé
y su santidad penetrante, se encuentran, por tanto, sometidos a su voluntad de
establecer la alianza, que es siempre superior (cf. Os 11,8; Jr 31,9.20). Pero el
Dios que se manifiesta se ha declarado siempre partidario de estos testimonios
de su personalidad santa — incluso en el NT— para poner ante los ojos del hom
bre la importancia de su voluntad y también la de su amor. Especialmente su
juicio final llevará en sí el signo de la ira, como anuncia Sof 1,18 en un texto
representativo de manifestaciones similares proféticas y apocalípticas: «En el
día de la ira de Yahvé, por el fuego de su celo será devorada toda la tierra».
A lfons D eissler
BIBLIOGRAFIA
Eichrodt, W., Theólogie des Alten Testaments I (Gotinga *1968; II-III, 51964; trad. es
pañola: Teología del Antiguo Testamento, 2 vols., Cristiandad, Madrid 1976).
Jacob, E., Théologie de VAnden Testament (Neuchátel 1955).
Imschoot, P. v., Teología del Antiguo Testamento (Madrid 1968).
Rad, G. v ., Theologie des Alten Testaments, l vols. (Munich 41965, 51966; trad. e s p a^
ñola: Teología del Antiguo Testamento, 2 v o ls ., Salamanca 1972-73).
Vriezen, Th. C., Theologie des Alten Testaments in Grundzügen (Neukirchen 1956).
SELECCION DE OBRAS Y ARTICULOS SOBRE ALGUNOS TEMAS ESPECIALES
Albright, W. F., Die Religión Israels itn Lichte der archáologiscben Ausgrabungen
(Munich 1956).
Alt, A., Der Gott der V'áter (Munich 1953) 1-78.
Balscheit, B., Alter und Aufkommen des Monotheismus in der israel. Religión (Ber
lín 1938).
Baltzer, K., Das Rundesformular (Neukirchen 21964).
Barthélemy, D., Dieu et son image. Ebauche d’une théologie biblique (París 1963).
Blatter, T., Macht und Herrschaft Gottes - eine bibeltheologische Studie (Friburgo 1962).
Buber, M., Das Kónigtum Gottes (Heidelberg 81965).
— Moses (Heidelberg 21952).
— Der Glaube der Propheten (Zurich 1950).
Cadier, I., Les alliances de Dieu: «Études théol. et reí.», 31 (1956) 10-30.
Eichrodt, W., Das Gottesbild des AT (Stuttgart 1956).
Gemser, B., God in Génesis: OTS 12 (1958) 1-21.
— Vragen rondom de Patriarchenreligie (Groningen 1958).
Glueck, N., Das Wort «chesed» im atl. Sprachgebrauch (Berlín 21961).
Grether, O., Ñame und 'Wort Gottes im AT (Giessen 1934).
Gross, H., Weltherrschaft ais religióse Idee im AT (Bonn 1953).
— Lasst sicb in den Psalmen ein Thronbesteigungsfest Jahwes nacbweisen?: TThZ 65
(1956) 24-40.
Hamp, V., Der Monotheismus im AT: «Sacra Pagina» I (1956) 516-521.
Hempel, I., Das AT und die Religionsgeschichte: ThLZ 81 (1956) 259-280.
Hopkins, M., God’s Kingdom in the OT (Winona 1963).
Kraus, H. I., Die Konigsherrschaft Gottes im AT (Tubinga 1951).
Krinetzki, L., Der Bund Gottes mit den Menschen nach dem Alten und Neuen Testa-
ment (Düsseldorf 1963).
Maag, V., Malküi 1HWH: VT, Suplem. 7 (1959) 128-153.
Mayer, R., Der Gottesname ]ahwe im Lichte der neuesten Forschung: BZ NF 2 (1958)
26-53.
— Monotheismus in Israel und in der Religión Zarathustras: BZ NF 1 (1957) 23-58.
McCarthy, D. J., Treaty and Covenant. A Study in Form in the Ancient Oriental Docu-
ments and in the OT (Roma 1963).
Mendenhall, G. E., Recht und Bund in Israel und dem Alten Vorderen Orient (Zolli-
kon 1960).
Noth, M., Das System der Zwólf Stamme Israels (Stuttgart 1930).
Oesterley, W., y Robinson, T. H., Hebrew Religión. Its Origin and Development (Lon
dres 21937).
Rehm, M., Das Bild Gottes im A T (Würzburgo 1951).
Renckens, H., Creación, paraíso y pecado original según Gn 1-3 (Madrid 1969).
Rost, L., Die Gottesverehrung der Patriarchen im Lichte der Pentateuchquellen: VT,
Suplem. 7 (1960) 346-359.
Rowley, H. H., The Faith of Israel (Londres 1956).
— Moses und der Monotheismus: ZAW 69 (1957) 1-21.
Scharbert, J., Die Propheten Israels bis 700 v. Chr. (Colonia 1965).
Schmidt, K., Kónigtum Gottes in Ugarit und in Israel: ZAW, Suplem. 80 (1961).
Schnackenburg, R., Gottes Herrschaft und Reich (Friburgo 41965; trad. española: Rei
no y reinado de Dios, Madrid 1967).
Vaux, R. de, Historia antigua de Israel, 2 tomos (Cristiandad, Madrid 1975), II, ca
pítulos II-III de la 2.a parte: Las doce tribus de Israel y El sistema de las doce tri
bus, 211-258.
Weiser, A., Glaube und Geschichte im AT (Stuttgart 1931).
Wildberger, H., Jahwes Eigentumsvolk (Zurich 1960).
Wright, G. E., God Wbo Acts (Londres 1952).
— The Oíd Testament against its Environment (Londres 1950).
SECCION SEGUNDA
Dios, «en estos últimos tiempos», nos ha hablado «por medio de uno que es
el Hijo» (cf. Heb 1,2); con esta formulación se expresa lo específico de la situa
ción totalmente transformada en la que se encuentra el hombre neotestamentario
frente al Dios que se revela. El hombre del NT vive en la certeza de que ha
comenzado ya el nuevo eón. En el mundo ha tenido lugar ese gran giro al venir
el Hijo de Dios a este cosmos. En él, el Hijo, la palabra divina alcanza una ple
nitud, intensidad y capacidad de penetración que no había conocido hasta ahora.
Si hemos dicho antes que «hablar» significa (Heb l,ls ) lo mismo que «revelar»,
ese «hablar» se emplea ya en la teología veterotestamentaria sobre la palabra de
Dios como designación fundamental de toda actividad de Dios hacia afuera; por
eso podemos comprender la importancia que tiene el acontecimiento Jesucristo
para exponer las propiedades y las formas de actuación de Dios. El que ha «visto»
al Hijo (según la terminología de Juan: el que le ha conocido en la fe y le ha
reconocido), ha visto al Padre (Jn 14,9). Las afirmaciones neotestamentarias sobre
Dios se diferencian de las correspondientes aserciones del AT por el hecho de
tener sin excepción un punto de referencia aprehensible por el hombre en «la
faz de Jesucristo» (2 Cor 4,6). Esto es lo esencialmente nuevo en lo que dice
el NT de Dios y sobre Dios. Ese modo de hablar del que se sirve Dios finalmente,
«en estos últimos tiempos», lv es el definitivo, porque dice al mundo «todo»
lo que se puede decir y «escuchar» sobre Dios (cf. Jn 15,15b). Al que pregunta
y busca a Dios le puede y le debe «bastar» (cf. Jn 14,8) «ver» y «escuchar» la
palabra que dice Jesús y que es él mismo.
La doctrina neotestamentaria sobre Dios ha de tener en cuenta en primer
lugar lo que contienen los diversos estratos de la tradición sinóptica y joánica
como palabras de Jesús sobre el «Padre» (o sobre «Dios»: Qe¿$ en boca de Jesús
es siempre una manera de designar al Padre; en el resto del NT ocurre lo mismo
la mayor parte de las veces). Pero debe tomar además totalmente en serio a la
Palabra de Dios, que es Jesús, tanto en el material sobre apya de los evangelios
como también en la reflexión sobre el acontecimiento Cristo en el epistolario
del NT. Por causa de su carácter teológico peculiar tenemos que tratar por sepa
rado el último libro de la Biblia. Al elaborar el material no puede mantenerse
siempre, por motivos fácilmente comprensibles, una separación clara entre la
cristología y la doctrina general sobre Dios, a pesar de que es perfectamente legí
timo tender a lograr semejante separación (a partir del planteamiento que hemos
esbozado). La presente sección se concentra por eso en los textos del NT, cuyo
contenido dogmático predominante no entra dentro de la doctrina de la Trinidad
ni de la cristología en sentido estricto.
2. Correspondencia y continuidad de los dos Testamentos
Lo que nos dice Dios «en el Hijo», ¿resulta nuevo quoad rem o también
quoad modum? Lo primero que llama la atención es que el NT, a pesar de que
es totalmente distinta la situación histórico-salvífica desde la que se ha escrito,
al hablar de Dios se mueve fundamentalmente dentro de las ideas y creencias
ordinarias del AT. Cuando el NT habla de Dios, emplea también los antropomor
fismos y antropopatismos; también el NT considera el monoteísmo como posesión
pacífica, y lo salvaguarda con notable tranquilidad, incluso ante la perspectiva de
la tripersonalidad de Dios, que se va revelando lentamente. Se da, sin embargo,
un desplazamiento de perspectiva: el NT no considera rivales del único Dios ver
dadero únicamente a los dioses del entorno histórico religioso (así, por ejemplo,
en Gál 4,8s; 1 Tes 1,9, etc.), sino también a los demonios (1 Cor 10,20s) y a una
serie de otros oponentes: el vientre (Flp 3,19), Mammón (Mt 6,24), la autoridad
(Hch 4,19; 5,29). En contra de todos ellos se levanta el solemne «Tgjilv slq Oeó^»
de 1 Cor 8,6: en esta confesión teórica y práctica que se nos pide cada día de la
unicidad de Dios se encuentra el distintivo del cristianismo frente a otras formas
de religión y de vida. La realización vital cristiana consiste en renunciar a todos
los rivales de Dios y entregarse al ©eó<;: a través de la confesión de palabra y
de obra del Dios único por parte del hombre va imponiendo Dios en el mundo
continuamente el reconocimiento de su unicidad sin rival.
Algo similar ocurre con las ideas del NT sobre la trascendencia de Dios res
pecto al mundo. Se apoyan en la certeza tradicional de la superioridad absoluta
de Dios respecto al mundo, que es al mismo tiempo una inmanencia misteriosa
mente real. Hay que decir que es nueva para los hombres del NT la idea de que
Dios está presente a su creación por su Cristo o por su Pneuma. Cristo puede
afirmar: «Estoy con vosotros hasta la consumación de los tiempos» (Mt 28,20),
pero también puede decirse del Paráclito que va a enviar el Hijo: «Para que esté
con vosotros eternamente» (Jn 14,16), o, finalmente, del Padre y del Hijo, «ven*
dremos a él ( = al que ama) y haremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). Pablo
habla tanto del Cristo que está en nosotros (Col 1,27) como del Pneuma que vive
en nosotros (Rom 8,9.11; 1 Cor 3,16, etc.) y obra en nosotros (Gál 4,6; cf. Rom
8,15). Las denominadas «fórmulas de inmanencia», que se acumulan notablemente
en los escritos joánicos, estarían también en esta misma línea en cuanto a su con
tenido, aunque en el momento de explicarlas haya que tener en cuenta «la gran
distancia que se da en los modos de representación y de expresión» frente a las
fórmulas paulinas de la «mística de Cristo» *.
Estas breves indicaciones no deben entenderse como si el pensamiento del AT
no hubiera hecho sino adoptar una nueva terminología al darse la revelación
de la tripersonalidad de Dios. La venida de Cristo aporta también un nuevo con
tenido al pensamiento y a la fe del AT. Ese Dios al que no abarcan los cielos de
los cielos (cf. 1 Re 8,27) se trasciende en la encarnación de Cristo en dirección
hacia el mundo y los hombres, y en esto consiste su «vida», su autorrealización,
a la que los escritos más tardíos del NT llaman «amor» (1 Jn 4,8.16) y la refle
xión teológica «autocomunicación» (cf., posteriormente, la nota 27). Debido al
modo de pensar y de hablar propio de la Biblia, que nunca desarrolla una «doc
trina de las propiedades», aparece aquí claramente una peculiaridad que se puede
encontrar una y otra vez en la doctrina de la Biblia sobre Dios: la trascendencia
de Dios respecto del mundo y su inmanencia en el mundo no tienen para el hom
bre un interés puramente teórico. La imagen de la consumación escatológica que1
esboza Pablo con gran fuerza y de manera ascendente (1 Cor 15,28) culmina en la
frase de que Dios será i t á v r a ÉV 7tacnv: estará «en todo y en todos los aspectos
operando con dominio»2. El misterio de Dios que se revela es de tal carácter,
que llama a la existencia a todas las cosas, rax v ra, y les concede la libertad,
pero también las llama y las conduce irresistiblemente a una ordenación y subor
dinación libremente queridas. (La relación entre la libertad de la criatura y la
absoluta efectividad de la voluntad salvífica divina no entra dentro del modo de
enfocar las cosas los escritos del NT y debe tratarse en otro lugar).
En el NT se presupone más que se expresa el conocimiento de la santidad
esencial de Dios. Santo en el sentido de «apartado», «separado», «totalmente dis
tinto», lo mismo que la santidad (óntica) como pureza total y como grandeza
mayestática, son categorías que de suyo deberían situar al Dios de la Biblia en
una lejanía inalcanzable para el hombre si no fuera porque en la misma Escritura
la idea de una santidad cerrada en sí, inalcanzable, queda precisada por otro
grupo de afirmaciones que nos manifiestan «el intenso deseo de inmanencia, pro
pio de la santidad de Yahvé»3. Como el Santo, Dios es al mismo tiempo el que
santifica; esto es, introduce cada vez más en el ámbito de su santidad a lo «pro
fano», lo que no es él mismo: en primer lugar, a su pueblo (Ex 19,5s; cf. 1 Pe
2,9); después, los lugares y los instrumentos de culto, y «en aquel día», hasta las
campanillas de los caballos y las ollas de Jerusalén y de Judá (Zac 14,20s). Frente
al gran peso que tienen las afirmaciones sobre la santidad en el NT llama la aten
ción el hecho de que en el NT, incluso por su número, no tienen ni con mucho
la misma importancia que en el AT. Fuera del Ap se habla muy raras veces de
la santidad de Dios; sin embargo, la primera petición del Padrenuestro repite
la idea del AT de que sea santificado el nombre de Dios (aunque por Dios mismo
como sujeto activo, lo que quiere decir que, al descubrirnos la manifestación de
su esencia, se nos muestra superior al mundo, poderoso y señor, y esto implica
el que lleve adelante e imponga su voluntad). Pero en el NT no se olvida la
santidad de Dios: se está manifestando precisamente en Cristo (y en el Pneuma
«santo»), está penetrando en todos los hombres y todas las cosas. En el acon
tecimiento Cristo, y gracias a la misión del Espíritu, se le hace patente al cre
yente el mundo del Dios santo; mediante la incorporación a Cristo, la santidad
de Dios toma posesión del creyente; por la fe y el sacramento, el creyente ha co
menzado a tener parte en la santidad de Dios y se siente ahora llamado a «reves
tirse de Cristo» (cf. Rom 13,14) una y otra vez, dejando que el «que santifica»
(Heb 2,11) se apodere cada vez más de su vida, para así «ser santos en toda la
conducta como es santo el que ha llamado» (1 Pe 1,15). Lo que se nos muestra
aquí en el concepto de la santidad de Dios en el NT vale también en general
para casi toda la doctrina bíblica sobre Dios; el ser de Dios llega hasta el interior
del hombre en sentido literal: irradiándose, comunicándose, transformando al
hombre, produciendo la nueva creación (2 Cor 5,17), llega hasta él y se presenta
ante él, y el hombre por su parte lo acepta como creyente.
Con la santidad de Dios está íntimamente unida su gloria: es la santidad
de Dios en cuanto se hace experimentable para el hombre, la santidad de Dios
en sus «formas externas de aparecer» 4, la esencia de Dios «tal como se hace visi
ble a los ojos de la fe en su presencia reveladora: gloria revelada»5. En este
epifanía del amor de Dios (cf. Jn 3,16, etc.) forma el núcleo de la doctrina joánica
sobre Dios, como lo expondremos más adelante (3. «Escritos joánicos»).
La eternidad de Dios, que en el AT significa que la vida de Dios trasciende
toda medida de tiempo, que su plenitud vital salta por encima de toda frontera,
incluso tem poral8, entra también dentro del material tradicional que ha adoptado
el NT. La decisión salvífica de Dios que se ha realizado en la venida de Cristo
procede de una voluntad divina eterna (cf. 1 Cor 2,7; Ef 1,4; 3,9s; Col 1,26)
y en el ahora del tiempo presente de salvación ha salido de ese ocultamiento en
el que existía «desde el principio». Los escritos más tardíos del NT dejan entrever
un grado ulterior de desarrollo, atribuyendo también a Cristo la eternidad de
Dios dentro de una cristología más elaborada 9.
Como lo muestran los conceptos que hemos ido estudiando, el lenguaje del NT
sobre Dios está en estrecha conexión con el del AT. Sin embargo, antes de que
podamos responder a la pregunta que anteriormente nos hacíamos sobre la no
vedad del mensaje del NT acerca de Dios, debemos tratar en las próximas sec
ciones las afirmaciones más importantes que hacen sobre este tema cada uno de
los grupos de escritos del NT.
3. Evangelios sinópticos
11 Cf. Foerster y Fohrer, art. Záfco, etc.: ThW VII, 966-1024, especialmente 989s.
12 Cf. L. Monden, El milagro, signo de salud (Barcelona 1963); J. B. Metz, artículo
Wunder VI. Systematisch: LThK X (1965) 1263-1265; F. JCamphaus, Die Wunderbe-
richte der Evangelien: «Bibel und Leben», 6 (1965) 122-135; H. van Loos, The Miradles
of Jesús (Leiden 1965); A. Vógtle, Die Wunder Jesu (Stuttgart 1967); L. Monden,
Milagros de Jesús: SM IV (1973) 599-605 (con bibliografía).
13 A. Vógtle, Jesu Wunder einst und heute: «Bibel und Leben», 2 (1961) 234-254,
especialmente 243, 248.
14 «La parábola está llena de cosas inverosímiles. Así tiene que ser, puesto que la
parábola habla de Dios» (E. Neuháusler, Anspruch und Antwort Gottes, Düsseldorf
1962, 22).
EVANGELIOS SINOPTICOS 239
Lo mismo que todos los demás libros de la Biblia, las cartas de Pablo son muy
poco sistemáticas; desde el punto de vista de su contenido y de su forma, están
determinadas por las necesidades y la capacidad de comprensión de los destina
tarios, y llevan en sí mismas la firma del autor: sus ideas y concepciones perso
nales, el estar ligadas a un tiempo y una «escuela», y, finalmente, una penetra
ción, producida por el Espíritu, en el misterio del que es maestro y administrador
Pablo. La falta de sistematización conserva la paradoja en toda su dureza; de
esta forma, lo que piensa el Apóstol sobre Dios, sus propiedades y formas de
actuación, se nos presenta lleno de contradicciones o al menos con muchas ten
siones. En la carta a los Romanos nos encontramos con los temas (que se suelen
denominar «típicamente paulinos») de la justificación (justicia de Dios), la ira
de Dios, el amor de Dios. Es verdad que Pablo no los toca con la intención de
esbozar una doctrina sobre Dios. Con todo, junto a la intención de instruir que
se pretende directamente en cada caso, se pueden destacar algunos elementos de
una doctrina sobre Dios como «aportación secundaria», según lo expondremos
en los próximos apartados.
b) El Dios airado.
como una potencia que está operando en el tiempo presente dentro del proceso
de la historia de la salvación (Rom 1,18; 1 Tes 2,16).
Sin embargo, Pablo, que es el que habla más expresamente de la ira de Dios
de entre todos los autores del NT, da muestras de una notable impersonalidad
en sus modos de expresión. El verbo «irritarse» no figura nunca, dentro del
c o rp u s p a u lin u m , unido a «Dios» como sujeto, mientras que, por ejemplo, el
«amor», según lo indica el empleo del verbo, es claramente una co n d u c ta y a cti
v id a d p e rso n a l d e D io s (así, por ejemplo, los tesalonicenses son «amados de
Dios»: 1 Tes 1,4; 2 Tes 2,13; cf. 2,16; y algo similar se dice de los colosenses:
Col 3,12; cf. Ef 2,4). En cambio, según Rom 3,5, Dios «cubre» de ira (ém<pép£i:
término que no se emplea nunca para referirse a la «efusión» de la ira personal);
esa expresión nos hace pensar que para Pablo la ira no significa un se n tim ie n to
o una co n d u c ta d e D io s con respecto a los hombres, sino más bien «un proceso
o un efecto dentro del ámbito de hechos objetivos» (C. H. Dodd).
G. H. C. MacGregor opina que Pablo entiende por «ira de Dios» no tanto
una conducta personal de Dios como la conexión inseparable entre la causa y su
efecto en una estructura universal de moralidad (in a m o ra l u n iverse). Según él,
la «ira» es una especie de imagen de la retribución divina que pertenece a esta
estructura, pero que «tiene lugar de una manera relativamente independiente de
la voluntad inmediata de D ios..., pues es el hombre mismo el que la atrae sobre
sí, el que la hace venir sobre sí». Al pecado le siguen inmediatamente sus conse
cuencias inevitables; se las produce él mismo mediante leyes inmanentes. La «ira»
sería más bien una actividad «cósmica» de Dios que una actividad ética ( T h e
W r a th o f G o d in th e N e w T e sta m e n t: NTS 7 [1960-1961] 101-109).
Si esta interpretación es acertada, la idea paulina de la ira de Dios se encon
traría muy cerca de lo que piensa Juan sobre la xpúnq, de la que hablaremos
más adelante. La «ira» es una imagen de la santidad absoluta de Dios de la que
se «separa» el pecador, es decir, de la que se aleja, pasando de la luz a las tinie
blas, de la vida a la muerte, de la comunión con Dios a la lejanía de Dios. E n
e ste ca m b io tie n e lu gar e l ju icio , y el amor (desdeñado) de Dios aparece como
ira de Dios.
c) El Dios que ama.
La idea de que la muerte de Cristo debe considerarse como prueba del amor
divino pertenece claramente al kerigma cristiano más primitivo (Rom 5,8; 8,3ls;
entrega de la vida como prueba del amor de Cristo: Me 10,45; 1 Tes 5,9; 2 Cor
5,14-18; Gál 2,20; Ef 5,2). Pero hubo que andar un camino muy fatigoso hasta
poder ver en el horror de la cruz el amor de Dios. La p e r s p e c tiv a to ta l del acon
tecimiento «Jesucristo», que se fue desarrollando lentamente, es lo que más
contribuyó a ir salvando esa distancia entre la «acción» pública de Jesús y su muer
te 18. La véxpom q de Jesús (2 Cor 4,10) empieza en realidad ya en la encar
nación: Heb 10,5-7.10 no hace sino explicitar este hecho; y en los escritos joá-
nicos se convierte en un punto clave para la interpretación del acontecimiento
Cristo (cf. Jn 3,16; 1 Jn 4,9s). Una formulación a la que no se ha dedicado toda
vía la atención que merece al valorar la doctrina paulina sobre Dios es la de
2 Cor l,19c.20: C ris to e s e l sf, la personificación de todas las promesas de Dios.
Y lo es —de una manera inteligible para los hombres— en su vida, vivida para
el nuevo Templo de Dios (1 Cor 3,17, etc.); su preocupación por la unidad con
Dios y su preocupación por la «unidad del Espíritu», por soportarse mutua
mente en el amor (cf. Ef 4,1-6), se nos presentan como dos aspectos del mismo
misterio. El Dios que ama es uno y unifica al mismo tiempo.
5. Escritos pánicos
En los escritos joánicos se encuentran tres expresiones que nos llaman en se
guida la atención por el modo de estar formuladas:
a) IIveG(JLa ó 0eó^: Dios es espíritu (Jn 4,24).
b) 'O Oeóc; ([>&<; ecttív: Dios es luz (1 Jn 1,5).
c) 'O 0 eó<; ÓLyám\ écrcív: Dios es amor (1 Jn 4,8.16).
Ninguna de estas frases es una definición: la misma Biblia tropieza con la
realidad de que el infinito no puede ser expresado en conceptos finitos. Sin em
bargo, la tercera frase se acerca a una definición en el sentido de que aY^Tni es
244 ACTUACION DE DIOS EN EL NT
una (la) peculiaridad esencial específicamente divina, como tendremos que expli
car todavía. Jesús mismo ha predicado que Dios es un Dios que ama y salva
(cf. supra, 3. «Evangelios sinópticos»), y esta convicción se mantiene a lo
largo de todos los escritos del NT. Pero es la primera carta de Juan la que realiza
el salto con una osadía inaudita hasta este momento, abandonando la idea con
vencional de que el amor de Dios es algo junto a las demás propiedades, como
la justicia, la fidelidad, la voluntad de alianza, etc. En esta absolutización se con
sigue por primera vez una perspectiva de la realidad divina que distingue especí
ficamente la imagen cristiana de Dios (y el camino cristiano de la salvación) de
lo que podía pensar sobre Dios y su comportamiento el hombre que se encontra
ba fuera de la religión revelada del judaismo o del cristianismo.
«Dios es ayáTrr]» significa que por su misma esencia Dios es amor que baja
a los hombres y se vuelve a ellos, que los redime y conduce de esta manera hacia
lo que auténticamente deben se r21. Sobre esta idea se basa la primera carta de
Juan cuando hace afirmaciones acerca de Dios (cf. espec. 3,ls; 4,7-21). Y sobre
ella se funda también el pensamiento teológico del cuarto evangelio, lo que lleva
a consecuencias decisivas. Donde más claro se ve esto es en las palabras de
xpíoT,*;. Es verdad que en el cuarto evangelio no se da sólo una escatología de
presente22. Pero sí se da preferentemente. Y esto está en estrecha conexión con
la idea de Dios como ttY<forn subsistente: el juicio (xpto'u;) no tiene lugar al fin
de los tiempos ni se rodea ae todo el aparato apocalíptico convencional (trom
petas, venida sobre las nubes del cielo, división en dos partes, etc.). Dios no pro
nuncia un juicio sobre «justos» y «pecadores». Por el contrario, el juicio tiene
lugar la primera vez que viene el Señor a este cosmos. Y alcanza al hombre en
el abora escatológico en que se predica la venida del Señor. El que recibe al que
ha venido (^ajxjJáveiv por mcrreúciv) no será juzgado (Jn 3,18a), el que lo
rechaza ya está juzgado (ibid., 18b). Con este concepto de xpíorq persevera con
secuentemente la idea del Dios de la áy-ÓTrn: ni el Padre ni el Hijo juzgan (en
el sentido de condenar). Dios es un puro flujo comparable a la luz: el creyente
se vuelve hacia esa luz y se encuentra así en la salvación. Ha «pasado de la muerte
a la vida» (cf. Jn 5,24). El que no cree se aparta de todo esto y se sume, por
tanto, en las tinieblas (en la perdición, en la muerte: cf. Jn 3,19.36; 1 Jn 3,14).
De esta manera se mantiene alejado de Dios el afecto de la ira que va incluido
en la idea del Dios que juzga, castiga y condena23.
Es tarea de la dogmática el continuar estas líneas especulativamente y ayudar
a que se impongan en la predicación cristiana más de lo que lo han hecho hasta
ahora. Hay que decir claramente que, para llegar a la idea de un Dios que se
contenta con premiar a los buenos y castigar a los malos, no hacía falta una
revelación sobrenatural: la idea del juicio (por otra parte, desarrollada en sus
21 Cf. sobre este concepto ThW I, 34-55 (E. Stauffer); LThK I (1957) 178-180 (V.
Warnach; con bibliografía). «Amor en sentido pleno y personal es... abandonar y abrir
su yo más íntimo al otro y para el otro que es amado» (K. Rahner, Tbeos en el Nuevo
Testamento, en Escritos I, 141s).
22 Sobre el origen de las palabras (tradicionales) relativa»a una escatología futura en
el evangelio de Juan (como Jn 5,28s; 6,54), cf. los comentarios. Según R. Bultmann,
caen «bajo la sospecha de que deben atribuirse a la redacción»: Glauben und Verstehen
I, 135.
23 Unicamente en Jn 3,36 emplea el cuarto evangelista las expresiones ordinarias en
el AT y en el judaismo sobre la «ira de Dios». Se refiere con ellas al «juicio de Dios»
que está presente, que tiene lugar en cada momento, en el sentido que decíamos antes.
Cf. sobre todo este tma J. Blanck, Krisis. Untersuchungen zur johanneischen Christologie
und Eschatologie (Friburgo de Brisgovia 1964) así como los comentarios.
ESCRITOS JOANICOS 245
24 Cf. sobre este punto F. Mussner, ZQH. Die Anschauung vom «Leben» im vierten
Bvangelium unter Berücksichtigung der Johannesbriefe (MThSt [Munich 1952], con bi
bliografía).
25 El pensamiento joánico da aquí un paso importante en la cuestión de la alianza,
que es el punto central de la piedad judía. Sin embargo, en los escritos joánicos no se em
plea en absoluto la palabra en el NT (excepto en Heb) se usa en contadas
ocasiones.
26 R. Schnackenburg, op. cit. (nota 1), 94.
27 Es muy importante que no se considere la revelación como algo yuxtapuesto al
agape de Dios. Agape es una efusión de sí, un darse a sí. Y la revelación es eso mismo.
«La revelación no es sólo el medio por el que Dios nos hace ver lo que es...; la reve-
246 ACTUACION DE DIOS EN EL NT
Al definir la esencia de Dios como á y á irr), por ser ésta «la caracterización
decisiva de su actuación libre e histórica en la plenitud del tiempo» 28, la teología
cristiana se sitúa en un punto central desde el que hay que entender todas las
afirmaciones sobre Dios y con el que hay que confrontar todas ellas 29. Al definir
el comportamiento de Dios como amor alcanza también la teología de la revela
ción, que se ha ido desarrollando de manera consecuente en el Evangelio de Juan,
el punto central decisivo. A partir de este centro recibe después también el Cur
Deus homo la última respuesta a la que se puede llegar.
6. Apocalipsis de ]uan
lación es la de la misma esencia divina..., es la cosa misma» (E. Brunner, op. cit.
[nota 5] 195).
28 K. Rahner, op. cit. (nota 21) 140.
29 Lo mismo puede decirse de los pasajes que parecen imposibles de compaginar con
1 Jn 4,8.16, y en especial de los que nos hacen pensar en un afecto de ira por parte de
Dios. Más que en ninguna otra parte aparece claro en estas palabras de la Biblia lo que
aporta el autor humano: cf. MS I, 233s; MS II, 230s: «Las explosiones de ira de Dios»
de las que habla la Biblia tienen la misión de poner ante los ojos del hombre «la se
riedad de su voluntad», pero también la de su amor (A. Deissler).
APOCALIPSIS DE JUAN 247
más frecuencia) mediante una voz que sale de él (6,6; 10,4.8; 11,12; 21,3.5), por
medio de ángeles (muy a menudo) o de otros modos especiales con que manifiesta
su voluntad el altísimo (4,#), el que está sentado sobre el trono.
b) El «Pantocrator».
En la misma línea se hallan algunas otras expresiones, como «señor fuerte»
(18,8), «amo» (Ss<rrcÓTr}<;, 6,10), «Señor de todas las cosas» (Pantocrator: 1,8;
4,8; 11,17, etc.). Esta última denominación llama la atención, porque aparece
con relativa frecuencia en el Ap (nueve veces), mientras que no figura en el resto
del NT (si exceptuamos la fórmula de la cita de 2 Cor 6,18).
Puede explicarse este hecho como mero «influjo del uso lingüístico de los
LXX» (W. Michaelis: ThW I II, 914), pero en ese caso no se puede olvidar que
hay otros muchos libros del NT que se encuentran en el mismo ámbito de in
fluencia de los LXX y a pesar de eso no emplean esta expresión. Por tanto, po
demos suponer que este modo de denominar a Dios le parecía al autor del Ap
especialmente apropiado (sobre todo en algunos pasajes escogidos) para repro
ducir su imagen de Dios y su experiencia de Dios. Por su parte, los LXX emplean
Pantocrator (junto a xúpwx; w v Suvoqxétov) para traducir la expresión Yahvé
Zebaoth (Sabaoth), que aparece 217 veces en el AT, con lo cual, como puede
demostrarse fácilmente, se entiende a Dios como señor de todas las potencias
celestes y terrenas, como señor supremo del cielo y la tierra.
Al emplear el Ap la expresión Pantocrator como denominación divina quiere
significar que la historia, que camina sin detenerse hacia su consumación, y con
ella también las fuerzas que la determinan, es dirigida por el señor de todas las
cosas, el omnipotente, de cuyo señorío universal nada ni nadie puede liberarse.
JOSEF PFAMMATTER
a) Observaciones generales.
Si quisiéramos hacer una exposición amplia del desarrollo histórico de la
doctrina sobre la esencia de Dios y sus propiedades en sentido lato, no tendría
mos más remedio que dar a la vez una visión de la metafísica teísta, especialmente
la occidental, en cuanto que ésta se encuentra en una relación determinada y de
influjo mutuo con la doctrina teológica sobre Dios 2.1 La doctrina teológica sobre
Dios, por una parte, se entiende mejor en su misma esencia cuando se libera de
lo que se ha pensado sobre Dios dentro de las diversas filosofías (y también reli
giones); pero, por otra, lleva implícito también el momento metafísico, en cuanto
que el hombre realiza inevitablemente su propia existencia metafísica en la expe
riencia de Dios determinada por la palabra de Dios y en la expresión de esta
experiencia3. Porque «por mucho que se aparte la revelación de todo lo imagi
nable y por poco que busque completar lo que le falta, ha de someterse, sin em
bargo, a esta diferencia — consumándola— : la palabra de Dios tiene que expre
sarse en la palabra óntica, y la palabra óntica, en las palabras esenciales que se
intercambian de manera inteligible entre seres existentes» 4. Por consiguiente, el
prescindir del aspecto metafísico acarrearía una pérdida sustancial dentro de la
misma doctrina teológica sobre Dios y un abandono de la tarea que debe realizar
la teología frente a la metafísica.
Aunque la tarea que aquí indicamos no puede realizarse dentro del marco
de esta obra, tenemos que hacer expresa referencia a ella. A Hans Urs von Bal-
thasar corresponde el mérito de haber hecho que la teología actual tomara con
ciencia de la necesidad de esta tarea. En el tercer tomo de su Theologische Ásthe-
tik (Herrlichkeit, 3, 1) desarrolla dentro de una amplia visión el tema de la gloria
en el ámbito de la metafísica. Una de las intenciones principales de este tomo
consiste precisamente en mostrar «que el cristiano, a partir de su notable expe
riencia de la gloria —que es verdad que deberá considerarse de nuevo en nuestro
tiempo a partir del centro de la revelación y volver a ser formulada— tiene la
misión de realizar y vivir por adelantado también hoy esa experiencia del ser
que no puede enajenarse, para convertirse así en guardián responsable de la gloria
en su conjunto, del mismo modo que el judío que cantaba a su Dios los salmos
de la creación era el guardián responsable de la gloria de la alianza y de la crea
ción» (3, 1, 19).
Dentro de nuestro contexto encierra especial importancia el hecho de que las
afirmaciones sobre Dios, su esencia y sus propiedades, recibieron un matiz fuerte
mente metafísico y filosófico en el campo de la teología cristiana desde las prime
ras controversias de los apologetas con el pensamiento del mundo griego-helenís
tico que les rodeaba. En ese proceso dichos pensadores podían desde luego apelar
a algunos principios que se encontraban en la Escritura, como, por ejemplo, las
explicaciones del libro de la Sabiduría, en el que tiene lugar una confrontación
crítica con las ideas de su tiempo sobre Dios a la vez que se hacen valer motivos
del pensamiento griego (cf. espec. cap. 13). El modo en que esto ocurre en el
libro de la Sabiduría es el modelo del procedimiento que seguirán los apologetas
y los pensadores cristianos más tardíos, aunque haya que lamentar que en el
proceso de semejante controversia y apropiación críticas pasaran demasiado a se
gundo plano otros motivos del pensamiento bíblico. Además, una consideración
atenta nos pone de manifiesto que el pensamiento bíblico y hebreo ejerce también
un influjo decisivo en la polémica antignóstica, antimaniquea y antiarriana de
los Padres. La incorporación y la asimilación de las categorías filosóficas griegas
no sólo no destruye ese influjo — al menos en lo fundamental— , sino que le
ayuda a alcanzar validez en el ámbito del pensamiento griego y helenístico 5.
Una visión diferenciada del desarrollo de la doctrina sobre la esencia y las pro
piedades de Dios dentro del ámbito de la teología cristiana no podrá pasar por
alto diversos aspectos de los que dependen las distintas afirmaciones sobre Dios
y que desempeñarán uno u otro papel según el tiempo y las circunstancias y sobre
todo según la peculiaridad de cada teólogo concreto. Entre esos aspectos están
principalmente la tendencia a conservar pura la fe cristiana en el mundo concreto
que le rodea y en el que se vive esa fe, y la confrontación de la fe revelada con
la imagen de Dios de una época determinada y con la experiencia de Dios fuera
del cristianismo. Se puede poner más el acento en la crítica del hecho de man
tener culpablemente reprimida la verdad divina en una imagen falsa de Dios (en
el sentido de Rom 1,18-23), o en la alusión al conocimiento e intuición de un
Dios creador que se da también fuera del cristianismo (cf. Hch 17,16-32), a los
logoi spermatikoi que existen, como efecto de la gracia, en la experiencia de Dios
y en su formulación refleja en los pensadores no cristianos. Ambos aspectos están
pidiendo una nueva interpretación de la terminología filosófica, tomada sobre
todo del ambiente griego y aplicada a Dios por la teología cristiana. Así, por
ejemplo, la doctrina cristiana sobre la trascendencia de Dios, sobre su esencia
personal, sobre su libertad frente a la creación origina la eliminación de todas
las ideas panteístas o materialistas que estaban unidas o podían estar unidas
a conceptos concretos tomados del pensamiento no cristiano.
Esta tendencia se manifiesta con especial claridad en los conceptos negativos,
sobre todo de los Padres griegos. Según ellos, Dios es increado (á"YÍvr]TO<;), no
existe en el espacio (en contra del panteísmo estoico: áxdjpr]TO<;), es incompren
sible (ámTáXTT7TT0^), no está sometido a ningún influjo externo (a7ta0T )<;), es
indivisible (áp;EpT]<;), etc. Como subraya justamente G. L. Prestige en Dieu dans
la pensée patristique (París 1955) 25-43, estos conceptos negativos no sólo recha
zan ideas falsas o insuficientes sobre Dios, sino que contienen también su corres
pondiente elemento positivo. Así, por ejemplo, la expresión áY£VT)TO<; significa
que Dios es el origen único de todas las cosas; á “na0Ti<; no suPone de ninguna
manera que Dios no tome parte en lo que ocurre en la creación, sino que Dios
se determina a sí mismo en grado eminente; áp£pT)<; es una alusión a la unidad
y simplicidad de Dios, etc.
Toda la historia del desarrollo de la doctrina teológica sobre Dios es una
prueba de que el proceso de la incorporación y asimilación de una terminología
filosófica determinada con sus implicaciones sistemáticas más o menos claras no
pudo producirse sin pasar por intentos, tanteos y soluciones problemáticos que
suscitaban con frecuencia la reacción del magisterio. Así ocurrió, por ejemplo,
con la terminología de Tertuliano, de marcado sabor estoico, o con la confron
tación que tendría lugar en el siglo xix entre la doctrina teológica sobre Dios
y el idealismo en pensadores como Günther y Rosmini, o con la aceptación de
principios platónicos por parte de Hermán Schell. Si el magisterio de la Iglesia,
precisamente en el caso de los esfuerzos de los teólogos citados en último lugar,
se comportó de una manera crítica, acentuando frente a ellos las formulaciones
de la doctrina teológica sobre Dios empleadas tradicionalmente y maduradas a lo
largo de la historia, eso no significa que se niegue la necesidad de una confron
tación verdadera entre la doctrina teológica sobre Dios y el pensamiento de una
época determinada. El encuentro con las religiones no cristianas, y especialmente
con el pensamiento oriental en sus diversas formas de expresión, plantea en
nuestros días a la Iglesia el problema de la transposición de la doctrina teológica
sobre Dios a nuevas formas de pensamiento con no menos urgencia que en la
época de los Padres de la Iglesia al encontrarse éstos con el pensamiento griego-
helenístico 6.
Tiene además una especial significación en la historia del desarrollo de la
doctrina teológica sobre Dios la vinculación de esta doctrina a una imagen del
mundo determinada7. Consideremos la imagen cosmológica del mundo que pre
6 Sobre todo el problema de semejante transposición, cf. B. Welte, Etn Vorschlag zur
Methode der Theologie heute, en Auf der Spur des Ewigen (Friburgo 1965) 410-426.
7 Cf. sobre este punto en especial K. Rahner, ¿Es la ciencia una «confesión»?, en
Escritos III 427-443; H. U. v. Balthasar, El problema de Dios en el hombre actual
252 PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS
dominó en las ideas de los mismos pensadores cristianos hasta que comenzó el
giro de la Edad Moderna hacia la antropología. Si el pensamiento cristiano des
tacaba siempre junto a la inmanencia de Dios su trascendencia, y especialmente
si en la doctrina sobre la analogía encontró un camino para expresar el ser de
Dios en el mundo y por encima del mundo, la interpretación cosmológica de la
realidad y las imágenes que iban implicadas en ella tenían el peligro de ver a
Dios más o menos claramente como término de la realidad del mundo que se
movía gradualmente hacia él. El hecho de que en la cosmovisión de la Edad
Moderna se haya vuelto opaco el mundo creado, haciendo que el hombre de nues
tros días se dé cuenta de la ausencia de Dios en dicho mundo con más claridad
que los hombres de épocas más antiguas8, no debe valorarse unilateralmente
como una pérdida; por el contrario, esa misma experiencia puede ir también acom
pañada de una profunda experiencia de la incomprensibilidad de Dios, y en ese
sentido ser legítimamente cristiana, con tal de que no se olvide por completo el
aspecto complementario de la inmanencia (imprescindible) de D ios9. Las mismas
afirmaciones sobre las propiedades y formas de actuación de Dios se encuentran
también dentro de este campo de tensión entre la doctrina teológica sobre Dios
y las formas de expresión que dependen de una imagen del mundo. La teología
actual debe interpretar las diversas afirmaciones sobre el ser de Dios y su esencia
como aserciones sobre el misterio del Dios incomprensible, y al mismo tiempo
poner de relieve la proximidad de Dios a los hombres en su acción concreta
histórico-salvífica. Sólo así podrá hacer frente al peligro de no dar el justo valor
a las metáforas bíblicas, como ha ocurrido en buena parte de los tratados clási
cos De Deo uno, sin que eso signifique volver a caer en un tipo de pensamiento
antropomórfico y deficiente a base de unas ideas que dependen de una imagen
del mundo ya superada 10. En todo caso, como ya hemos señalado en la intro
ducción, sólo puede elaborarse una doctrina teológica sobre Dios de manera ade
cuada partiendo de la mutua relación que existe entre las propiedades y las for
mas de actuación de Dios; en este trabajo, las propiedades permanentes de la
esencia divina no deberán oscurecer las formas de actuación históricas y libres,
pero tampoco éstas podrán ser consideradas sin el trasfondo de ese mismo ser
divino.
Finalmente, en el desarrollo de la doctrina sobre las propiedades y formas
de actuación de Dios se da un cierto paralelismo y una relación mutua entre
la concepción más metafísica de la doctrina trinitaria y la formulación más especu
lativa de la doctrina sobre las propiedades. Cuando la fe cristiana, para preservar
el misterio trinitario, llega a una formulación refleja de la Trinidad inmanente,
se expresa también de una manera similar en lo relativo a aquellas propiedades
que tocan a la esencia de Dios. Es posible que en ese caso los aspectos de la
economía salvífica de la Escritura hayan pasado a un segundo plano en lenguaje
teológico. Pero en la vida de la Iglesia no han sido nunca olvidados, sino que,
por el contrario —lo mismo que la Trinidad en su dimensión económico-salví-
fica— , han permanecido siempre vivos especialmente en la liturgia.
En el tratado clásico De Deo uno, sobre todo tal como se ha plasmado con
más o menos fijeza en muchos manuales recientes de impronta escolástica, no
suele encontrarse en general sino un débil reflejo de los problemas que insi
nuábamos antes acerca de la doctrina teológica sobre las propiedades divinas.
En general, este tratado se caracteriza por el hecho de seguir sistematizando las
respuestas que encontraron los grandes pensadores de la Edad Media, y especial
mente santo Tomás, y con frecuencia sin llegar a la altura de la visión más rica
y diferenciada de Tomás de Aquino 11*. Por falta de una confrontación positiva con
el pensamiento actual y de una nueva reflexión a partir de los fundamentos bí
blicos, se viene a caer en cierta pobreza y anquilosamiento. Sin embargo, para
entender el planteamiento teológico actual de las propiedades y formas de actua
ción de Dios, es necesario tener ante la vista las afirmaciones fundamentales del
tratado clásico De Deo uno. Vamos a intentar esbozarlas a continuación siguiendo
la Summa Theologiae de Tomás de Aquino, que ha determinado más que cual
quier otra obra la estructura tanto de los comentarios escolásticos postridentinos
como la de la mayor parte de los manuales que han surgido desde la segunda
mitad del siglo xix. No nos interesa la cuestión de la herencia teológica que
presupone Tomás (sobre todo Agustín y Dionisio: De divinis nominibus) ni el
encuadramiento de las cuestiones sobre la esencia y propiedades de Dios dentro
de la estructura total de la Summa 12. Tampoco queremos hacer un estudio sobre
el diferente modo de exponer Tomás la misma cuestión en teodicea13, ni mostrar
toda la profundidad de sus tesis, especialmente visible cuando se incluye la corres
pondiente cuestión gnoseológica 14. Lo único que pretendemos es hacer una suma
ria alusión a aquellos elementos que han tenido una influencia decisiva en el
tratado clásico De Deo uno.
Para deducir las diversas propiedades de Dios resulta fundamental la apli
cación del concepto aristotélico de ciencia, según el cual las propiedades necesarias
de una cosa se derivan de su esencia. Aunque no es posible dar una definición
esencial de Dios en sentido estricto (en cuanto que Dios trasciende genus y spe
des), en las quinqué viae mediante las cuales se prueba la existencia de Dios
(I, q. 2, a. 3) no sólo se responde al mero an sit Deus, sino que está implicada
ya una cierta afirmación sobre el quid sit Deus (o mejor: quid non sit, q. 3. «In
troducción»), que ofrece una base para deducir otras afirmaciones. En efecto,
las pruebas de Dios llegan a la conclusión de que Dios es actus purus, causa prima,
ens necessarium, «quod ómnibus entibus est causa esse et bonitatis et cuiuslibet
perfectionis», «aliquid intelligens, a quo omnes res naturales ordinantur ad fi-
nem» (I, q. 2, a. 3). A partir de ahí se pueden deducir las propiedades que con
vienen metafísicamente a Dios de manera necesaria, presuponiendo la distinción
entre perfectiones simplices y perfectiones mixtae. Las perfecciones puras de
suyo no implican ningún tipo de limitación creada, a pesar de que nosotros no
11 Cf. sobre este tema, por ejemplo, en relación con el problema gnoseológico, E.
Schillebeeckx, Uaspect non conceptuel de notre connaissance de Dieu selon St. Tbomas
d Aquin, en Révélation et Théologie (Bruselas-París 1965) 243-284.
Una visión de conjunto sobre la cuestión de la estructura de la Summa puede en
contrarse en M. Seckler, Das Heil in der Geschicbte (Munich 1964) 33-47, con biblio
grafía, y también en A. Patfoort, L’Unité de la I* Pars et le mouvement interne de la
Somme théologique de St. Tbomas d’Aquin: RSPhTh 47 (1963) 513-544.
Cf. sobre este punto A. Motte, Tbéodicée et tbéologie chez St. Tbomas: RSPhTh
26 (1938) 5-26.
14 Cf. E. Schillebeeckx, loe. cit. (nota 11).
254 PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS
las encontramos sino en el ámbito de las cosas creadas Pueden afirmarse de Dios
formal y propiamente de una manera analógica (analogía attnbutioms intnnsecae
junto con la analogía proportionahtatis proprte dictae) per viam affirmatioms,
negatioms, eminentiae No necesitamos estudiar en este lugar cómo debe enten
derse exactamente la analogía en Tomás (cf sobre este tema E Schillebeeckx,
Offenbarung und Theologie [Maguncia 1965] 225 260 el aspecto cognoscitivo
no conceptual en nuestro conocimiento de Dios según Tomás de Aquino) En
todo caso, en la deducción de las diversas propiedades, el método es siempre
el mismo en primer lugar se determina la esencia de la propiedad de la que se
trata, después se hace ver que esta propiedad conviene necesariamente a Dios
Cf , por ejemplo, I, q 10, a 1 «Sic ergo ex duobus notificatur aeternitas Primo,
ex hoc quod id quod est m aetermtate est interminabile, idest principio et fine
carens Secundo, per hoc quod ipsa aetermtas succesione caret, tota simul exis
tens» A 2 «Unde, cum Deus sit máxime ímmutabihs, sibi máxime competit
esse aeternum Non solum est aeternus, sed est sua aetermtas »
Tomás nos presenta de esta manera la división fundamental de las propieda
des de Dios (I, q 2, prol ) «Circa essentiam vero divinam, primo considerandum
est an Deus sit, secundo, quomodo sit, vel potius quomodo non sit, tertio con
siderandum en t de his quae ad operationem ipsius pertinent, scilicet de scientia
et volúntate et potentia» Según eso, se hace la división en propiedades estáticas
(attnbuta quiescentia) y activas (a operativa), las primeras (que a su vez suelen
dividirse casi siempre en trascendentales y predicamentales) se refieren al ser
divino, mientras que las últimas (realmente idénticas con el ser divino) se refieren
a la acción divina En concreto, se deducen las propiedades siguientes Dios es
absolutamente simple (q 3), absolutamente perfecto (q 4), es el sumo bien (q 6),
es infinito (q 7), omnipresente (q 8), inmutable (q 9) y eterno (q 10), es único
(q 11), omnisciente (q 14, donde se analiza detalladamente esta ciencia), es la
suma verdad (q 16 Tomás la considera sobre todo ontológicamente) y la vida
en el sentido más perfecto (q 18) Del mismo modo que Dios es su conocimiento,
es también su voluntad (q 19), y es absolutamente libre frente a todo lo no
divino (q 19, a 10) En cuanto que Dios es voluntad, es también amor (q 20)
y es asimismo absolutamente justo (q 21, a 1) y misericordioso (secundum
effectum q 21, a 3), así como todopoderoso (q 25) En particular, Tomás trata
las cuestiones de la providencia (q 22) y la predestinación (q 23) en conexión
con la relación entre Dios y lo no divino En los distintos tratados De Deo uno
puede darse de diversas maneras la división de estos atributos y su fundamenta-
ción, completando quizá algunos aspectos particulares (por ejemplo, la belleza
de Dios), pero la estructura formal de la deducción sigue siendo esencialmente
la misma
En conexión con la deducción de los atributos concretos se plantea la teología
escolástica la cuestión de la esencia metafísica de Dios Mientras que la esencia
física consiste en la suma de las notas que constituyen internamente una cosa,
sin que preguntemos cuál de esas notas es anterior o posterior en cuanto al cono
cimiento (en Dios la esencia física sería, por tanto, la suma de todas las propie
dades), la esencia metafísica designa esa nota que el Entendimiento concibe como
la más fundamental y de la que se deducen todas las otras notas esenciales Según
esto, la cuestión de la esencia metafísica de Dios equivale a preguntar cuál es ese
atributo fundamental a partir del cual pueden deducirse los demás (en orden
a nuestro conocimiento) y que por su parte no puede ser deducido de otro Los
escolásticos contestan esta pregunta de diversas maneras Ens summe perfectum
(nominalistas, esta sentencia no responde exactamente a lo que se pretende,
puesto que con esa fórmula se expresa la esencia física), infinitas radicalis (Scoto,
LAS PROPIEDADES DE DIOS EN SU MARCO HISTORICO 255
según el, Dios se ve determinado en su ser por el modus infimtus, desde donde
lógicamente se puede dar el paso a los atributos concretos, se trata, por tanto,
de una infinitud radical), ens summe et actuahssime intelhgens (esto es, el conocí
miento divino desde el punto de vista de la actualidad última y subsistente por
si misma Juan de Santo Tomás, escuela de Salamanca, etc ), aseitas (Capreolo,
Cayetano, Molina), esse subsistens (lo que objetivamente viene a significar lo
mismo que la aseidad, pues el ser y la esencia coinciden en Dios Garrigou La
grange, Billot, e tc ) La solución de esta cuestión depende de lo que se entienda
exactamente por esencia metafísica de Dios Si por «esencia» de Dios se entiende
el atributo fundamental del que se derivan los otros atributos, el mejor nombre
para ese atributo fundamental es el de esse subsistens, en cuanto que el ser es lo
mas fundamental y lo primero que se conoce Cf I, q 5, a 1 ad 3 «Ex hoc
ipso quod esse Dei est per se subsistens non receptum ín aliquo distinguitur
ab ómnibus alus et alia removentur ab eo» I I I , q 2, a 5 ad 2 «Esse simpli
citer acceptum secundum quod includit ín se omnem perfectionem essendi, prae
eminet vitae et ómnibus perfectionibus subsequentibus Sic ígitur ipsum esse ín
se praehabet omina bona subsequentia» Sobre este tema, cf también F van
Steenberghen, Ontologie (Einsiedeln 1952) 352 354
Se plantea además la cuestión de la distinción exacta entre las propiedades
concretas de Dios Esta distinción no puede ser una distinción real, como se sub
raya contra Gilberto Porretano (D 391) y contra Gregorio Palamas Semejante
distinción real iría en contra del axioma fundamental declarado por el Concilio
de Florencia «In Deo omma sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio»
(cf DS 1330) Por otra parte, una distinción meramente de razón, sin funda
mento real (la llamada distinctio ratioms ratiocinantis) tampoco vale, porque
de esa forma, como ya recalcan los Padres en contra de Eunomio, se excluiría
todo conocimiento de Dios, pues los nombres divinos deberían entenderse sim
plemente como sinónimos Cf R 930, 1047 Por tanto, tenemos que situar la
distinción entre estos dos extremos Si no se acepta la distinctio formalis escotista,
la distinción puede entenderse en el lenguaje escolástico como distinctio ratioms
inadaequata (a), no como distinctio ratioms ratiocinantis (b), sino como distinctio
ratioms ratiocinatae (esto es, cum fundamento in re), definida más exactamente
como distinctio virtuahs minor (c) a) Es una consecuencia de la simplicidad
absoluta de Dios, que excluye una distinción real entre los atributos (cf el axio
ma del Florentino que acabamos de citar) y no admite una distinctio ratioms
adaequata, porque ésta implica necesariamente una distinción real b) Queda
excluida, porque haría ilusorio cualquier conocimiento verdadero de Dios y por
que esta en contradicción con el camino del conocimiento de Dios como causa
(las diversas perfectiones simphces que podrían predicarse de Dios no son meras
tautologías) c) A diferencia de la distinctio virtudlis maior, que es una distin
cion entre conceptos y en la que un concepto no incluye de ningún modo a otro,
a pesar de que puede ser determinado por el otro desde fuera (por ejemplo, la
ammahtas por la rationabihtas) , en la distinctio virtuahs mtnor un concepto no
abstrae completamente del otro Por el contrario, en un concepto que expresa cla
ramente una perfección están también implícitos los demás conceptos de una ma
ñera confusa Es precisamente esta distinción la que se da en el caso de la diferen
ciación entre las propiedades divinas A Dios se le atribuyen cum fundamento in re
cada una de las perfectiones simphces, pero de tal manera que gracias a la sim
plicidad y perfección absoluta de Dios cada atributo es realmente idéntico con la
esencia divina y con los demás atributos Si se capta y se destaca claramente
una perfección divina, se afirman en ella imphcite y confuse las demás perfeccio
nes Todo lo que se predica en concreto sobre Dios (en el sentido de una perfectio
256 PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS
es caracterizado como Dios personal. Este último aspecto resalta aún más en la
definición de que Dios ha creado el mundo sin ningún tipo de necesidad, con ver
dadera libertad (DS 3025). Por lo demás, las formulaciones demuestran que lo
que se afirma de Dios mismo está íntimamente unido a la recta comprensión de
Dios como creador (cf. cap. V II).
Con estas alusiones a las declaraciones del magisterio, que deben entenderse
también en el marco general de la historia de la teología, queda insinuado el
horizonte dogmático dentro del cual hemos de situar las afirmaciones sobre las
propiedades y formas de actuación de Dios. Presuponiendo estos datos y teniendo
en cuenta lo que se ha dicho sobre este tema a partir de la Escritura, podemos
abordar finalmente algunas cuestiones sistemáticas.
2. Indicaciones sistemáticas
con eso no hemos captado todavía cuál es el contenido propio de estas aserciones.
Ese contenido se esclarece a partir de la diferencia entre las propiedades y las
formas libres de actuación divinas que hemos establecido como presupuesto básico.
3) Además hemos de reflexionar sobre la cuestión de cómo se relacionan
las formas libres de actuación de Dios, en las que insistimos aquí, con lo que
suele designarse corrientemente en los tratados De Deo uno como propiedades
o perfecciones de Dios. No entramos en la discusión de si en esos tratados, al
menos de jacto (y tanto más cuanto más teológicamente se conciban), se afirma
algo más que la mera inmutabilidad de las propiedades de Dios en sí mismas
y en su relación mutua. Esto es completamente posible si tenemos en cuenta el
influjo que de una u otra manera ejerce la Escritura sobre las diversas afirmacio
nes en torno a las propiedades de Dios. Si nos fijamos bien, la diferencia entre
las propiedades divinas en un sentido más estático y las formas libres de actua
ción de Dios no puede desaparecer, al menos mientras bajo el nombre de propie
dades de Dios se resuma lo que el conocimiento humano puede y debe decir 24
fundamentalmente sobre Dios siempre y en todas partes en virtud del orden
de la creación, y, en cambio, el conocimiento de las formas libres de actuación
de Dios vaya unido a la manifestación imprevisible e ineludible de Dios en su
acción salvífica histórica y a la interpretación de esa acción por la palabra de
Dios. Sin embargo, puesto que tanto las formas libres de actuación como las
propiedades apuntan a un mismo último sujeto, el Dios trino y uno, y puesto
que el Dios que se revela en la historia de la salvación es también el Dios crea
dor, podemos y debemos decir que las propiedades de Dios reciben una nueva
y más plena luz a partir de su libre comportamiento. Así, por ejemplo, la sabi
duría de Dios en sentido teológico amplio es la unidad indisoluble de lo que debe
atribuirse a Dios «necesariamente» como sabiduría en el sentido de una perfectio
simplex y lo que se nos ha revelado como sabiduría de Dios de forma libre y no
deducible en la historia de la salvación, y especialmente en la locura de la cruz
(1 Cor 2,18-24).
En este sentido, la relación entre las propiedades y las formas libres de actua
ción de Dios es análoga a la relación que se da entre la creación y la alianza (his
toria de la salvación). Lo mismo que la alianza no puede deducirse de la creación
(como estrictamente tal), tampoco se pueden deducir las formas libres de actua
ción de Dios de sus propiedades conocidas mediante la revelación de la creación.
Pero, por otra parte, lo mismo que la creación es presupuesto de la alianza, las
propiedades de Dios son también presupuesto de su comportamiento libre respecto
del hombre. Y, finalmente, así como la creación y la alianza forman concreta
mente una unidad a pesar de todas las distinciones, el conocimiento concreto
de Dios abarca también las propiedades divinas y sus formas libres de actuación
en su unidad fundamental no obstante todas las distinciones; el hombre no es
capaz de comprender de manera positiva cómo pueden formar una unidad en
Dios las diversas formas de actuación entre sí y en relación con las propiedades
divinas. «No podemos reducir a la unidad en un concepto positivo las formas de
actuación de Dios (menos aún que sus propiedades) con todo el pluralismo de
sus efectos sobre nosotros; sólo podemos decir formalmente, en una afirmación
que tienda de modo asintótico a expresar la simplicidad de Dios, que todas ellas
24 Es evidente que no intentamos negar que puedan conocerse también las propie
dades divinas a partir de la historia de la salvación ni que en la Escritura se encuentren
directa o indirectamente testimoniadas. Tampoco es siempre posible distinguir con pre
cisión las propiedades y las formas de actuación de Dios.
260 PROPIEDADES Y FORMAS DE ACTUACION DE DIOS
tienen que formar una unidad en Dios y que se compenetran mutuamente en una
perfecta armonía. Por lo que respecta a su contenido, seguimos sin poder reducir
las a síntesis de manera positiva...»25.
y ) Desde el punto de vista gnoseológico, tanto las afirmaciones sobre las
formas libres de actuación de Dios como sobre las diversas propiedades de Dios
tienen que hacerse siempre por el camino de la analogía, incluyendo la via affir-
mationis, negationis y eminentiae. No hay necesidad de hablar aquí más con
cretamente sobre el modo de darse ese conocimiento análogo de Dios, porque
se ha hablado de él en el capítulo I de este tomo. En cambio, respecto a las formas
libres de actuación de Dios hay dos aspectos que debemos tener especialmente en
cuenta: en cuanto que el conocimiento de esas formas de actuación se basa en la
revelación de Dios en la historia de la salvación, está condicionado necesariamente
por la analogía fidei, es decir, presupone una cierta semejanza entre Dios y el
hombre en medio de una diferencia aún mayor entre ellos, lo cual tiene su funda
mento en la actuación especial histórico-salvífica de Dios y no puede entenderse si
no es en la fe. El hecho de que la cruz significa precisamente la suma revela
ción de la sabiduría y el amor de Dios de la forma más velada, es algo que sólo
es capaz de conocer el creyente. Es evidente que también en este caso la analogía
fidei como analogía es siempre analogía entis.
Además, las aserciones sobre las diversas formas de actuación de Dios, no
menos que las aserciones sobre las propiedades divinas, deben considerarse tam
bién como palabras envueltas de misterio, pues en ellas se da a conocer Dios
como el que es siempre mayor y más incomprensible. Progresar en el conocimiento
de Dios es progresar al mismo tiempo en el conocimiento del Deus absconditus.
A diferencia de las propiedades de Dios, que de suyo deben ser atribuidas a Dios
siempre y necesariamente en virtud de la mera revelación de la creación, las for
mas de actuación de Dios se refieren siempre al misterio de Dios en cuanto que en
su actuación libre histórico-salvífica ese misterio se acerca incomprensiblemente
al hombre. Esto puede decirse no sólo del amor de Dios, que se dirige a los hom
bres de manera insuperable y definitiva en Jesucristo, sino también del juicio,
que desde el punto de vista cristiano no debe entenderse como la sentencia pro
nunciada por un Dios infinitamente alejado del hombre, sino como la otra cara
de ese amor de Dios que se dirige a los hombres y que el hombre se niega a ad
mitir culpablemente.
S) Si el conocimiento de las formas libres de actuación de Dios va unido
a la revelación que Dios hace de sí mismo en la historia de la salvación, y si esa
historia arroja también nueva luz sobre las propiedades concretas de Dios, se sigue
de ambos hechos que es en el acontecimiento Cristo donde alcanzamos el pleno
conocimiento de lo que Dios es en sí y para nosotros; en esa realidad histórica es
donde ha tenido lugar la acción salvífica de Dios de manera insuperable y defi
nitiva y donde, por tanto, ha llegado a su meta la historia de la salvación. Sería
superficial pensar que, antes del acontecimiento Cristo, Dios ha revelado en el
AT sus propiedades y formas de actuación, o sea, lo que suele recopilarse en
el tratado De Deo uno, y que luego, en el NT, se ^pade la revelación de la Tri
nidad. Lo que ocurre es más bien que la revelación creciente de Dios en el AT
es al mismo tiempo una preparación para la revelación de la Trinidad26 y
revelación progresiva del comportamiento libre de Dios con respecto a los
hombres, mientras que la realidad Cristo no significa solamente revelación de
la Trinidad, por primera vez dada a conocer como tal, sino que es al mismo
tiempo revelación del comportamiento libre, insuperable y último de Dios para
con el hombre. Esto no excluye el que la densidad, la plenitud y la enorme ener
gía de la revelación de Dios en el AT pasen intactas al NT, si queremos que se
entienda la revelación de Dios en el NT en todas sus dimensiones y amplitud
y con toda su fuerza. Sin embargo, sí significa que el sentido último de todo lo
que se encuentra en el AT sobre el comportamiento de Dios y sobre su actuación
histórico-salvífica no aparece claramente sino en Cristo. A este respecto hay que
interpretar todas las afirmaciones veterotestamentarias sobre Dios en su relación
con la cristología (sin que por eso se pueda prescindir de la significación propia
veterotestamentaria de acuerdo con la fase de la revelación de que se trate);
esto ya lo hace la Iglesia en todo momento, por ejemplo, cuando convierte el
libro de los Salmos en su oración propia. Y así, cuando en la Escritura se habla
de la sabiduría o de la vida o de la gloria de Dios, sólo podemos conocer el sen
tido pleno de esta sabiduría cuando se manifiesta en el misterio de la cruz (1 Cor
1,24), o el sentido pleno de la vida cuando aparece en la palabra de vida, Cristo
(1 Jn l,ls ); y la gloria fluye a raudales cuando brilla en el rostro de Jesucristo
(2 Cor 4,4). La misma ira de Dios como reacción del Dios santo contra el pecado
del hombre sólo puede apreciarse en su profundidad insondable cuando el Padre
entrega a su querido Hijo unigénito a la muerte para que tome sobre sí en la
cruz de manera vicaria las tinieblas de Dios y descienda a las profundidades del
reino de los muertos.
Si quisiéramos resumir en una palabra lo que se ha manifestado de modo
definitivo en Cristo respecto al comportamiento de Dios para con los hombres,
tendríamos que decir con Juan que en Cristo se hace patente de modo definitivo
que Dios es amor (1 Jn 4,8). Desde luego es preciso entender rectamente esta
frase27. En primer lugar, no puede interpretarse como una declaración sobre la
esencia metafísica de Dios, sino como una aserción sobre la última actuación libre
de Dios respecto al hombre en la historia de la salvación. Además hay que evitar
el error craso y nada bíblico (que desgraciadamente parece imposible de extirpar:
de cuando en cuando se encuentra aún en libros piadosos cierto sabor de mar-
cionismo) que intenta contraponer el Dios neotestamentario del amor al Dios del
temor y de la ley del AT. Esto no está de acuerdo en ningún modo con las fuer
tes expresiones e imágenes que emplean sobre todo los profetas para hablar del
amor de Yahvé como esposo, padre o madre. Por eso, la expresión específicamente
neotestamentaria de que Dios es amor no puede significar sino que el amor de
Dios, como modo libre de comportarse Dios de manera definitiva y ya no supe
rable por ninguna otra realidad, se ha hecho patente en el hecho de «que Dios
envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9).
En Cristo, Dios ha dicho verdaderamente al hombre todo lo que tenía que de
cirle, y esta Palabra es la palabra del amor de Dios, que como amor hasta el
extremo (Jn 13,1) ha asumido y superado en la cruz el mismo pecado. Al ser
Dios amor en este sentido, la historia del hombre se ha visto encauzada por Dios
de manera definitiva hacia la salvación; sin embargo, queda abierta para todos
la posibilidad de no seguir ese camino haciendo uso de la libertad de aceptar
o rechazar, por lo que la historia está inserta en el misterio de Dios. A partir de
esta aserción central, debemos entender en último término las demás afirmaciones
de la doctrina sobre Dios. A partir de ella debería ser también posible establecer
de Dios es «la unidad de la esencia revelada y de la acción con que Dios se revela,
que tiene como fundamento la voluntad divina de dominio y de formar una
comunidad, y como meta la glorificación de Dios y la comunidad con D ios»32.
La revelación del nombre de Dios no es solamente el testimonio más elevado de
la plenitud personal de vida de Dios, sino que es también el fundamento de la
relación personal del hombre con Dios: Dios mismo en una elección amorosa le
llama por su nombre (cf. Is 43,1), para que como persona llamada responda
en lo más íntimo de su ser a Dios.
Se puede hablar del nombre de Dios tanto en singular como en plural, del
mismo modo que podemos y debemos hablar de una pluralidad de formas de
actuación de Dios en la historia de la salvación, que, sin embargo, poseen una
unidad interna en el ser divino y en conexión con la comunicación única de Dios.
Por tanto, el nombre de Dios por antonomasia se encuentra en conexión con la
comunicación divina en la que Dios revela al hombre quién es él y quién quiere
ser para los hombres. Este hecho puede expresarse de diversas maneras. En úl
timo término, eso es lo que significa la revelación del nombre de Yahvé: «Soy
el que soy» (Ex 3,14)3334. Se declara también en la fórmula: «Yo soy el Señor, tu
Dios» (Ex 20,2). Pero donde más claramente se muestra es en la promesa de un
Mesías, que se llamará Emmanuel (Is 7,14), porque en él se hará patente que
Dios está con nosotros. Y este mismo hecho se nos presenta de manera definitiva
e insuperable en el acontecimiento Cristo. Es Jesús, por tanto, el que manifies
ta al mundo de manera definitiva el nombre del Padre (Jn 17,7) y al que se
le da un nombre sobre todo nombre (Flp 2,10), porque en su persona y en toda
su obra salvífica se realiza de modo definitivo el hecho de que Dios está con
nosotros, que él es Emmanuel.
Del mismo modo que se da una pluralidad de formas de actuación de Dios
en conexión con la comunicación única de Dios, que tiene lugar en un suceso
auténticamente histórico y de carácter dialógico para el hombre, así también la
revelación del nombre único de Dios incluye la revelación de los diversos nom
bres divinos que debe conocer el hombre si pretende entender algo de la plenitud
real de la esencia divina única a partir de la actuación libre de Dios en la historia
de la salvación. Dentro de la historia de la revelación Dios se manifiesta cada vez
más haciendo conocer al hombre no sólo sus propiedades permanentes, sino tam
bién su mismo nombre — en la palabra dirigida al hombre y en la acción salvífica
que le alcanza— : se le revela como el Señor libre y superior que le llama y le da
capacidad para responder; como el santo que se santifica a sí mismo y su nombre,
y que sigue siendo el totalmente distinto e incomprensible incluso cuando per
mite al hombre que se acerque lo más posible a él (Is 6); como el que ama libre
mente y elige al pueblo de la alianza únicamente por amor (Dt 7,7s), y que
a pesar de la infidelidad del pueblo y de su juicio de castigo no es capaz de
olvidar su primer amor (Os 2; 11, etc.); como el leal y paciente que permanece
fiel a sí mismo y que cumple las promesas que ha hecho. Es mucho lo que po
dría decirse en particular sobre estos y otros nombres pero todos nos hablan
de la plenitud de la actuación libre de Dios respecto al hombre en la historia de
su revelación y, por tanto, también de la plenitud del ser divino, de su gloria,
en la que se reúnen en perfecta armonía todas sus propiedades y formas de ac
tuación.
A partir de la revelación del nombre divino reciben también un sentido teo
lógico más profundo las propiedades que deben atribuirse necesariamente a Dios.
Así, por ejemplo, la afirmación de la eternidad de Dios no es sólo una aserción
que ataña únicamente a Dios y que la pueda conocer el hombre de una manera
neutra. Al darse a conocer Dios al hombre como el Eterno precisamente en la his
toria de la salvación, le hace experimentar al hombre su comienzo y su limitación
en el tiempo, le señala los límites que le corresponden y a la vez le concede el
conocimiento de que el tiempo del hombre es también el tiempo de Dios, en el
que debe producirse para el hombre la eternidad a la que está destinado.
de su ser» (S. Th. I, q. 8, a. 3c). De este modo sólo se expresa ese tipo de pre
sencia de Dios en las cosas que viene dado necesariamente con la creación. Tomás
sabe que hay otro tipo superior de presencia en virtud de la gracia y de la unión
hipostática (loe. cit., ad 4). Sin embargo, en nuestros días debería decirse más
claramente de lo que suele hacerse por lo general en los tratados De Deo uno que
la presencia universal de Dios está ordenada a la presencia particular en la historia
de la salvación, del mismo modo que la creación es el fundamento externo de la
alianza y la alianza es la meta interna de la creación (K. Barth). «Si la habitación
de Dios en Jesucristo es la plenitud, lo permanente, en relación con la cual toda
otra habitación de Dios, según el AT y el NT, no puede considerarse sino como
espera y recuerdo no permanentes, esta habitación de Dios se destaca por encima
de todas las demás y también por encima del conjunto que entendíamos como la
presencia especial de Dios; se trata de una diferencia no sólo cuantitativa, sino
también cualitativa; no es sólo un caso especial dentro de la serie, sino que es el
origen y la meta, el fundamento y el punto central cónstitutivo de toda la serie
de presencias especiales de Dios: la presencia única, simple y una, la auténtica
presencia del Dios uno y simple en su creación, en la que tienen su principio
y su fin tanto su presencia especial en toda esa pluralidad como también su pre
sencia universal en lo que tiene de cambiante y común. El camino de esa pre
sencia según la cual Dios está presente a sí mismo como el trino y uno conduce
en primer lugar a su presencia especial en la creación; pero hay que dar un nuevo
paso hacia atrás y volver a hacer una distinción: si lo miramos con todo rigor,
en medio de toda esa presencia especial, dicho camino nos lleva ante todo a su
presencia auténtica en Jesucristo. Como el Dios que está presente así y aquí, es
el Dios que está presente de una manera especial en Israel y en la Iglesia, y como
tal el Dios que está presente también en el mundo, en todas partes» 36.
y) La teología escolástica concede una importancia especial a las cuestiones
relacionadas con la ciencia divina (cf. S. Th. I, q. 14): ¿Se da una ciencia en
Dios? ¿Se conoce Dios a sí mismo? ¿Conoce Dios lo que está fuera de él? ¿Es
la ciencia de Dios causa de las cosas? ¿Conoce Dios las cosas que no existen? ¿Se
extiende el conocimiento de Dios a los acontecimientos inciertos del futuro?, et
cétera. Concretamente en la respuesta a esta última cuestión es donde se sepa
raron las escuelas teológicas desde la controversia bañeciana-molinista (scientia
media). Desde el punto de vista de la Biblia y de la historia de la salvación, la
ciencia de Dios respecto del hombre no es un saber neutro, sino un saber com
prometido e interesado, que no puede separarse del hecho de que Dios se vuelve
hacia el hombre y lo elige libremente. El que Dios conozca así al hombre es el
fundamento último del conocimiento concreto de Dios que se da en el hombre;
la reciprocidad de este conocer y ser conocido encuentra de nuevo su expresión
más elevada en Cristo, que conoce a los suyos y cuya voz, según el lenguaje meta
fórico de Juan, saben reconocer las ovejas como voz del buen pastor (Jn 10,14s).
Este hecho no tiene por qué excluir ulteriores cuestiones metafísicas sobre el
saber divino con tal de que se planteen de un modo legítimo. Sin embargo, en
una dogmática como historia de la salvación deben ordenarse dentro de este con
texto teológico, que es el primariamente válido, y np al contrario37.
36 K. Barth, KD I I / 1, 544; como nos lo muestra la cita, Barth distingue terminoló
gicamente de una manera más diferenciada entre presencia universal, especial y auténtica.
37 O. Semmelroth, en Allwissenheit Gottes: LThK I (1957) 356ss, hace una breve
presentación de los objetos de la ciencia divina aludiendo a las distinciones escolásticas
correspondientes (scientia simplicis intelligentiae, scientia visionis y la discutida scientia
media). Para otras visiones de conjunto sobre las diversas propiedades de Dios nos remi
timos (además de los tratados De Deo uno) de un modo especial al LThK.
d) D io s com o p rin cip io y fu n d am en to d e la h istoria d e la salvación.
En conexión con la doctrina teológica sobre Dios se tratan también con mu
cha frecuencia las cuestiones de la providencia y de la predestinación (cf. S> Th. I,
q. 22 y 23). En efecto, esas cuestiones pueden encajar muy bien dentro de este
contexto, pues tratan de la relación entre lo divino y lo no divino, relación que
interesa a la dimensión de lo histórico. Dentro del marco de esta obra hemos
hablado ya en el volumen I del origen de la historia de la salvación en Jesucristo,
su meta 38. El capítulo V I de este tomo trata de la providencia en relación con la
creación. Al abordar en el volumen I I I el misterio de Cristo, lo consideraremos
como obra del Padre, al tiempo que reflexionamos sobre la predestinación de
Cristo. Otros problemas en torno a la predestinación serán estudiados en el vo
lumen IV en conexión con la doctrina de la gracia.
Por eso bastará que en este lugar indiquemos la vinculación de estos temas
con la doctrina teológica sobre Dios. El Dios trino es el principio y fundamento
de toda la historia de la salvación, y esto es lo que debe aparecer en primer plano
cuando se habla de la creación, de la providencia o de la predestinación. A pesar
de que toda la doctrina sobre Dios, como hemos expuesto en este capítulo, pro
cede siempre de la experiencia que el hombre tiene de Dios en la historia de la
salvación, es necesario volver a remontarse en la reflexión teológica y mostrar
que la historia de la salvación, junto con la creación como presupuesto suyo, tiene
su último fundamento en el Dios trino. Lo mismo deberá hacerse en la exposi
ción de las cuestiones que hemos mencionado anteriormente, y en especial en una
doctrina sobre la predestinación enfocada de modo bíblico, entendiendo la pre
destinación del hombre a partir de la predestinación de Cristo y la elección indi
vidual a la luz de la dialéctica histórico-salvífica de elección y repulsa, tal como
la esboza Pablo en Rom 9-11 a propósito de Israel y la Iglesia.
Todo lo que hemos dicho en este capítulo sobre las propiedades y las formas
de actuación de Dios nos remite también al Dios trino y uno como principio
y fundamento de la historia de la salvación. Y esto tiene especial aplicación en
el caso de la afirmación central de que Dios es amor. La revelación de ese amor
de Dios que se nos manifiesta en la cruz de Cristo como un amor a los pecadores
es realmente el centro del evangelio; esa revelación le dice al hombre de la ma
nera más amplia y definitiva quién es él, haciendo de él por gracia lo que es:
el ser amado de un modo singular por Dios. Pero estas mismas palabras corren
el peligro de no entenderse en toda su profundidad si no se remiten al Dios trino
y uno en el que hunde sus raíces ese amor que se ha manifestado en Jesucristo.
De esta manera, el estudio de las propiedades y las formas de actuación de Dios
en la historia de la salvación nos lleva de nuevo a la Trinidad, de la que se va
a tratar de un modo sistemático en un último capítulo.
M agnus L ohrer
38 MS I, 136-155.
BIBLIO G RA FIA
Cf los diversos tratados De Deo uno (especialmente la doctrina sobre Dios de Schee-
ben y Schmaus), así como DThC IV (1924) 756-1300 (Dieu), DThA, tomos I y II,
y Dios, SM II, 298 356.
Antweiler, A , Unendltch - Eme Untersuchung zur metaphysischen Wesenheit Cotíes
(Fnburgo 1934)
Balthasar, H U. v., Herrlichkett 3/1 (Einsiedeln 1965).
Barth, K., Die Lehre von Qott KD I I / l (Zollikon 1940)
Brunner, E , Die chnsthcbe Lehre von Gott, en Dogmatik I (Zunch 31960).
Burrell, D., Aquinas on naming God TS 24 (1963) 183-212.
Colombo, C , Lo studio teológico del problema dt Dio SC 84 (1956) 32-60.
Cremer, H , Die christhche Lehre von den Eigenscbaften Gottes (Gutersloh 1897)
Fabro, C , II problema di Dio, en Problemt e Onentamenti di teología dommatica II
(Milán 1957) 1-67.
Fnckel, M , Deus totus ubique simul (Fnburgo 1956).
Garrigou-Lagrange, R., Dieu Son existence et sa nature (París ”1950)
Guichardan, S , Le probléme de la simphcité divine en Onent et en Occident aux XIV*
et XVe stécles (Lyon 1933)
Hayen, A., Le Concile de Reims et Verreur théólogique de Gilbert de la Porrée AHD
10 (1935-1936) 29-102.
Herís, Ch V., Le mystére de Dieu (París 1946)
Horvath, A M , Studien zum Gottesbegnff (Fnburgo 1954).
Klein, J , Der Gottesbegnff des Johannes Duns Skotus (Paderbon 1913)
Motte, A , Théodtcée et théologie chez St Thomas RSPhTh 26 (1938) 5-26
Pmomaa, L , Der Zorn Gottes Bine dogmengeschichthche Übersicht ZSTh 17 (1940)
587-614.
Prestige, G. L , Dieu dans la pensée patnstique (París 1955).
Przywara, E , Was ist Gott? (Nuremberg 1947).
Rahner, K , Bemerkungen zur Gotteslehre in der katb Dogmatik Cath 20 (1966) 1-18
— Gott LThK IV (1960) 1080-1087
— Gotteslehre LThK IV (1960) 1119-1124
— Theos en el Nuevo Testamento, en Escritos I, 93-167.
Ruello, F , La notion thomiste de «Patio tn divtnts» dans la disputatio de Meyronnes
et de Pierre Roger RThAM 32 (1965) 54-75
Semmelroth, O , Gottes uberwesenthche Einheit Zur Gotteslehre des Ps -Dionystus
Areopagita «Scholastik», 25 (1950) 209-234, Gottes geeinte Vielheit Zur Gottes
lehre des Ps-Dionysius Areop op cit, 389-403.
Schillebeeckx, E , Uaspect non conceptuel de notre connaissance de Dieu selon St Tho
mas d’Aqum, en Révélation et Théologie (Bruselas-París 1965, 243-284, trad espa
ñola Revelación y teología, Salamanca 1968).
Sillem, E., Dios D) Atributos de Dios SM II (Barcelona 1972) 339-343
Tresmontant, C , La métaphysique du chnstiamsme et la naissance de la phüosophie
chrétienne (París 1961)
CAPITULO V
EL D IOS TRIN O
COMO PRINCIPIO Y FUNDAMENTO TRASCENDENTE
DE L A H IST O R IA DE L A SA LV A C IO N
SECCION PRIMERA
intento de relacionar de una manera más explícita y vital la piedad cristiana con
este misterio cristiano 3; hay teólogos 4 que de una manera más refleja e intensa
son conscientes de la obligación que les incumbe de entender y presentar la doc
trina de la Trinidad de tal manera, que se convierta en una realidad en la vida re
ligiosa concreta de los cristianos (piénsese en la dogmática católica de M. Schmaus
o en G. Philips); en nuestros días se está descubriendo también en la historia
de la religiosidad5 que a pesar del culto místico del Dios originariamente uno,
sin forma y sin nombre, este misterio no ha sido pura y simplemente en todas
partes un misterio de la teología abstracta, sino que se ha dado también una ver
dadera mística de la Trinidad (Buenaventura, Ruysbroquio, Ignacio de Loyola,
Juan de la Cruz, María de la Encarnación y quizá Bérulle y algunos modernos
— Isabel de la Santísima Trinidad, Antón Jans— podrían citarse como ejemplos).
En la teología del Vaticano II, la Trinidad aparece en un contexto de eco
nomía de la salvación. Pero hay que añadir que ese hecho está condicionado por
un cierto «biblicismo» (en sí mismo loable) de las declaraciones conciliares. Para
una revisión verdaderamente teológica de la teología ordinaria sobre la Trinidad
no nos basta ese «biblicismo»; en caso contrario sería la misma Escritura por sí
sola (y no las citas que hace de ella el Concilio) la que habría debido oponerse
a esta teología escolar con sus omisiones.
6 Resulta extraño: todas las doctrinas sobre la Trinidad tienen que subrayar que
las «hipóstasis» en Dios son precisamente lo que distingue entre sí al Padre, al Hijo
y al Espíritu; que siempre que se da entre los tres una coincidencia propia y unívoca,
se da una identidad numérica absoluta, y que, por tanto, el concepto de «hipóstasis»
aplicado a Dios no es un concepto universal unívoco que pueda atribuirse del mismo
modo a cada una de las tres personas. Sin embargo, en la cristología se emplea este
concepto como si fuera evidente que cualquiera de las otras hipóstasis divinas hubiera
podido ejercer del mismo modo una fundió hypostatica con respecto a una naturaleza
humana, como si no hubiera que preguntar al menos si esa subsistencia relativa deter
minada en la que subsisten precisamente el Padre y el Espíritu en pura diferencia, y no
en igualdad con el Hijo, no les impide quizá (aunque no ocurra así en el caso del Hijo)
el ejercitar semejante fundió hypostatica respecto a uaa naturaleza humana. Cf. algo
más concreto sobre este concepto en las páginas 308ss, 324ss.
7 Si en el caso de una unidad personal sustancial se presupone una doble persona
moral, podría ocurrir que un Dios absolutamente unipersonal pudiera establecer una
unión hipostática con una naturaleza, satisfaciéndose a sí mismo.
8 En la conocida constitución de Benedicto X II sobre la visto beatifica (DS lOOOss)
no se tiene para nada en cuenta a la Trinidad: se habla solamente de la «esencia divina»,
y a ella se le atribuye lo más íntimamente personal: el mostrarse a sí misma. ¿Se explica
esto de forma satisfactoria sólo por la temática de que aquí se trata directamente?
AISLAMIENTO DE LA DOCTRINA DE LA TRINIDAD 273
9 Cf. A. Gerken, op. cit., 53ss, etc., y además cf. supra, capítulo III, sección ter
cera (L. Scheffczyk), 185s.
10 Al formular nuestros reparos prescindimos, naturalmente (puesto que también
prescinde la postura que refutamos), del hecho de que si la entendemos radical y meta-
físicamente, la «ciencia» verdadera implica la relación más real imaginable con lo sabido,
y a la inversa. Pero ese mismo axioma, examinado a fondo en relación con la pregunta
que tenemos planteada, nos haría ver claramente que la comunicación reveladora del
misterio de la Trinidad, en último término, implica y presupone una comunicación onto-
lógica real de la realidad revelada como tal al hombre; por tanto, no puede concebirse
precisamente de la manera en que lo hace la postura que estamos atacando: en forma
de una mera comunicación de palabras que no cambia la relación real entre el que las
comunica (como trino) y el oyente.
18
274 METODO Y ESTRUCTURA DEL TRATADO «D E DEO TRIN O »
volver a preguntar cómo puede ser verdad todo ello si se niega una relación onto-
lógica real de cada una de las tres divinas personas con el hombre que no sea una
mera «apropiación» y cómo puede hacernos felices la contemplación de una rea
lidad, aunque sea la más elevada, si (en el presupuesto que criticamos) es algo
que ontológica y realmente no tiene ninguna relación con nosotros 11. Por tanto,
a la apelación a la visto beatifica hay que responder, o bien con la intimación
a llevar hasta el fin las consecuencias de la propia posición, o bien con la pregunta
de si no nos encontramos también en este caso ante un conocimiento de algo que
no tiene absolutamente ninguna relación con nosotros y que por lo mismo queda
aislado del conocimiento existencial sobre nosotros mismos, como ocurre en nues
tra teología actual de viatores, en la que el tratado de la Trinidad se aísla de los
demás tratados dogmáticos en los que se nos dice algo sobre nosotros mismos
para nuestra salvación real.
pues de él. Por ese camino, el tratado de la Trinidad se va quedando cada vez
más en un «espléndido aislamiento», debido al cual corre el serio peligro de per
der todo interés para la existencia religiosa, como si todo lo que en Dios es im
portante para nosotros se hubiera dicho ya antes en el tratado De Deo uno.
Seguramente, esta división y ordenación de ambos tratados nace en último tér
mino de la concepción agustiniana y occidental sobre la Trinidad, en oposición
a la griega (a pesar de que esta concepción agustiniana en la Alta Edad Media
no era la única predominante, como ocurriría después): en primer lugar, se fija
en el Dios único, con una sola esencia, en su conjunto, y después, le hace tri-
personal (por mucho que se procure evitar que la essentia se convierta a su vez
en otro «cuarto» elemento anterior a las tres personas). Desde el punto de vista
bíblico y griego, tendríamos que partir del Dios único y sin principio, que es
también el Padre, sin que sepamos todavía que es también el que engendra y es
pira, porque lo conocemos como la hipóstasis sin principio y única, que no puede
concebirse positivamente como «absoluta», aunque todavía no sepamos expresa
mente que es relativa. Pero el planteamiento latino y medieval es muy distinto.
Y así se llegó a opinar que incluso dentro de una concepción cristiana se podía
y se debía situar un tratado De Deo uno antes del tratado De Deo trino, y que en
consecuencia (puesto que la legitimidad de este proceder radica en la unicidad
de la esencia divina) bastaría con escribir únicamente un tratado De divinitate
una, con un enfoque (como ocurre de hecho) muy filosófico y abstracto y muy
poco histórico-salvífico y concreto. Se habla de las propiedades metafísicas nece
sarias de Dios y, en cambio, no se explicitan las experiencias histórico-salvíficas
que se han ido teniendo del comportamiento libre de Dios con su creación. Por
que, de hacerlo, resultaría casi imposible evitar la observación de que en todos
esos casos se está hablando de aquel al que la Escritura y Jesús mismo llaman el
Padre, el Padre de Jesús, que envía al Hijo y se nos comunica en el Espíritu, su
Espíritu. En cambio, si partimos de la concepción fundamental agustiniana y oc
cidental, parece evidente que un tratado no trinitario De Deo uno debe preceder
al tratado sobre la Trinidad. Con lo cual la teología de la Trinidad se ve abocada
a hablar de las personas divinas de una manera absolutamente formal (con la
ayuda del concepto de las dos procesiones y de las relaciones), y aun esto mismo
no se refiere sino a una Trinidad cerrada en sí misma y que no se abre hacia
afuera en su realidad (de la que nosotros, los que quedamos fuera, sólo sabría
mos algo por una extraña paradoja). Es cierto que la teología agustiniana y «psico-
13 Hay que reconocer aquí la teología griega en su punto culminante (en los capa-
docios), a pesar de su planteamiento económico-salvífico y de tener en cuenta la pro
yección al mundo, en la doctrina de la Trinidad causa una impresión casi más formalista
que la teología trinitaria de Agustín. ¿Cómo podemos explicar esto? ¿Concebían los
Padres griegos la Trinidad con tanta evidencia a partir de la «economía de la salvación»
como para considerar que toda su teología era una doctrina sobre la Trinidad, de modo
que «su» doctrina de la Trinidad no constituía toda la doctrina de la Trinidad, sino
tan sólo su parte formal abstracta, la cual no debía decir nada de cada una de las tres
divinas personas, sino resolver el problema (para los griegos adicional) de la unidad
de las tres personas con las que nos encontramos como individuos distintos en la teo
logía y en la economía? ¿No deberíamos decir desde este punto de vista: Occidente
toma de los griegos la parte formal de la teología de la ^Trinidad como si fuera (toda)
la teología de la Trinidad (puesto que la doctrina propia sobre la salvación no conserva
sino el mínimo dogmáticamente inevitable de teología trinitaria), y por esa razón (a dife-
recia de los griegos) se ve obligado a dar un contenido a esa teología trinitaria casi mate
máticamente formalizada y a hacerla más gráfica mediante lo que desarrolló ya el mismo
Agustín como teología «psicológica» de la Trinidad? Cf. algunas indicaciones más con
cretas sobre el tema de las páginas 276ss.
14 Sobre la doctrina psicológica de la Trinidad y sus límites, cf. más adelante las
páginas 293s, 276ss.
TRINIDAD «ECONOMICA» E «INM ANENTE» 277
de las personas 15, también hay que decir que esta división y ordenación pueden
considerarse tranquilamente como una cuestión didáctica más que como algo
fundamental; porque lo que importa en último término es qué es lo que se dice
en ambos tratados y qué líneas de unión se tienden entre ellos (si los distingui
mos del modo ordinario). Lo único que queríamos destacar en este contexto era
en último término la observación de que al hacer esa división y ordenación, que
de hecho suele hacerse, no se elabora suficientemente la unidad y la mutua inter
conexión de ambos tratados; lo cual se pone de manifiesto en la naturalidad con
que se considera esta división y ordenación como algo sencillamente necesario
y evidente.
Se da aún otro fenómeno íntimamente relacionado con el aislamiento de la
doctrina sobre la Trinidad: el temor con que se rechazan todos los intentos de
probar que se dan analogías, barruntos o preparaciones de esta doctrina fuera
del cristianismo o en el A T 16. Exagerando y simplificando ligeramente podríamos
decir: lo que preocupó sobre todo a la antigua apologética contra los paganos
y judíos fue encontrar la Trinidad, en la medida de lo posible, antes del NT y fue
ra del cristianismo, al menos en forma de vestigios y tratándose de espíritus privi
legiados; los patriarcas del AT tenían ya en su fe alguna idea de ella y Agustín
atribuía a los grandes filósofos cierto conocimiento en esta materia, con una gene
rosidad tal que hoy escandalizaría a muchos. La apologética católica más reciente
rechaza normalmente en bloque este tipo de intentos de descubrir fuera del NT
una intuición del misterio trinitario. Y esto con una consecuencia indiscutible:
si para esta teología no aparece la Trinidad en el mundo ni en la historia de la
salvación como una realidad, resulta por lo menos poco problable que se encuen
tre en ellos ni el más pequeño conocimiento de la Trinidad. Y de esta manera,
se presupone tácitamente, con más o menos anterioridad a la cuestión a posteriori
de si se encuentran realmente esas huellas o no (cosa a la que desde luego tam
poco se puede responder afirmativamente a priori), que eso no puede ocurrir de
ningún modo. En todo caso, será mínima la tendencia a valorar de una manera
positiva los ecos y analogías que puedan encontrarse en la historia de las religio
nes o en el AT. Lo único que se subraya casi en todas partes es la inconmensura
bilidad de estas doctrinas dentro y fuera del cristianismo.
El aislamiento del tratado de la Trinidad se nos muestra como algo falso por
el mero hecho de darse: esto no puede ser así. La Trinidad es un misterio sal-
vi jico. De lo contrario, no se nos hubiera revelado. Pero en ese caso hemos de
ver también claramente por qué lo es; y debe constar en todos los tratados de la
dogmática que las realidades salvíficas de las que tratan no pueden entenderse
si no se busca su relación con este misterio primordial del cristiano. Cuando esta
perijóresis constante entre los tratados no aparece con claridad, ello debe inter
pretarse como señal de que en el tratado de la Trinidad o en los otros tratados
15 Puede afirmarse, al menos con igual derecho, que la historia de la revelación nos
manifiesta en primer lugar a Dios como persona sin origen en su relación con el mundo,
y que a continuación pasa a descubrirnos a esa persona como el origen de los procesos
vitales intradivinos que constituyen las personas.
16 Sobre la preparación de la revelación trinitaria, cf. supra, el artículo de R. Schulte,
278 METODO Y ESTRUCTURA DEL TRATADO «D E DEO TRIN O »
17 Cf. sobre este punto K. Rahner, Sobre el concepto escolástico de la gracia increada,
en Escritos I, 349-377; el mismo autor, Qnade: LThK IV (1960) 991-1000; Selbstmittei-
lung Gottes: LThK IX (1959) 627; I. Willig, Gescbaffene und ungeschaffene Gnade
(Münster 1964).
18 Pero por ahora sólo en un punto, en un caso, que por eso no basta por sí mismo
para justificar simplemente como verdad de fe la tesis expuesta en su conjunto.
EL «CASO» DE LA ENCARNACION 279
sino que le corresponde solamente al Logos, es historia de una sola persona divina
a diferencia de las otras personas divinas. (Y ese hecho no cambia aunque se
añada que es toda la Trinidad la que causa esa unión hipostática que sólo le
corresponde al Logos). Se da una predicación de tipo histórico-salvífico que sólo
puede hacerse de una persona divina. Y si eso ocurre una sola vez,, resulta falso
el principio: no hay nada histórico-salvífico o «económico» que no pueda predi
carse de la misma manera del Dios trino como un todo y de cada persona en
particular y de por sí; y a la inversa, resulta falsa también la afirmación: en una
doctrina sobre la Trinidad (como afirmación de las personas divinas en general
y en particular) sólo puede haber aserciones que se refieran a lo intradivino. Y es
ciertamente exacta la frase: la doctrina de la Trinidad y la doctrina de la eco
nomía (doctrina sobre la Trinidad y doctrina sobre la salvación) no se pueden
distinguir adecuadamente19.
24 Sobre el problema que aquí se nos presenta, cf más adelante la sección tercera
324ss
282 METODO Y ESTRUCTURA DEL TRATADO «D E DEO T R IN O »
mismo (que es sólo transmisor neutro de una mera revelación por la palabra, pero
que no es en sí mismo revelación trinitaria a través del acontecimiento) no nos
dice nada acerca de lo trinitario intradivino. Ya hemos insinuado antes el influjo
que ejerce en el desarrollo de la cristología ese presupuesto que se hace como si
fuera algo evidente. Pero ¿es verdad ese presupuesto de que cada una de las
personas divinas puede hacerse hombre? Respondemos nosotros: ese presupuesto
no está probado y es falso. No está probado: la tradición más antigua anterior
a Agustín no pensó nunca en semejante posibilidad, y en el fondo su reflexión
teológica presuponía siempre lo contrario: en ella el Padre es per definitionem
el ser fundamentalmente «invisible» porque no tiene origen, el que se revela
y aparece precisamente porque pronuncia su Palabra para el mundo, esa Palabra
que per definitionem es, desde el punto de vista intradivino y económico, la
revelación del Padre, de modo que una revelación del Padre sin el Logos y su
encarnación sería lo mismo que un hablar sin palabras. Además, es falso: de que
una determinada persona divina se haya hecho hombre no se puede deducir la
misma «posibilidad» para las otras. Porque esa deducción presupondría: a) que
«hipóstasis» en Dios es un término unívoco en relación con las tres personas di
vinas, y b) que esa diferenciación que se da en el ser personal de cada una de las
tres personas (que en realidad es tan grande que no permite sino un concepto
de persona análogo en sentido muy lato, empleado del mismo modo para las «tres»
personas) no impide que una persona entre en la misma relación hipostática con
una realidad creada que la segunda persona divina, y precisamente gracias a su
ser personal irrepetible y peculiar. Pero el primero de estos presupuestos es falso
y el segundo sencillamente no está probado 25.
La tesis que estamos atacando es falsa; en efecto, si la tesis que estamos
refutando fuese verdadera y si se la tomase realmente en serio 26, en lugar de rele
garla al margen del pensamiento teológico significaría propiamente una revolución
de toda la teología. Entre la «misión» y la vida intratrinitaria no se daría ya
ningún tipo de conexión real. Nuestro carácter de hijos en la gracia no tendría
verdadera y absolutamente nada que ver con la filiación del Hijo, puesto que
cualquier otra persona encarnada hubiera podido instaurar de idéntica manera
nuestra filiación. No tendríamos ningún modo de saber qué es Dios en sí mismo
—como Trinidad— a partir de lo que es para nosotros. Esas consecuencias y otras
muchas similares que se desprenderían de esta tesis van en contra de toda la
línea de la Sagrada Escritura, como no puede negar más que el que no sitúa su
teología bajo la norma de la Escritura, sino sólo le permite decir a ésta lo que
ya sabe por su teología escolar, separando todo lo demás con habilidad y sangre
fría. Esto deberíamos probarlo con ejemplos concretos, y desde luego podríamos
hacerlo. Pero aquí no nos es posible más que formular la tesis contraria. Sin em
bargo, puesto que la tesis que rechazamos no puede pretender tener ningún tipo
de obligatoriedad dogmática o teológica, en el contexto de estas reflexiones pre
vias metodológicas podemos decir también pura y simplemente que no la acepta
mos. De esta manera nos mantenemos mejor que los defensores de dicha posición
dentro de lo verdaderamente revelado; estamos haciendo una teología que no
cuenta ni expresamente, ni tampoco (lo que sería más peligroso) tácitamente, con
una posibilidad de la que nada nos dice la revelación; y esa teología nuestra se
mantiene en el ámbito de la verdad de que es el Logos el que se nos presenta
en la revelación, el (y no uno de los posibles) revelador del Dios trino gracias
a ese ser personal que le es peculiar y exclusivo como Logos del Padre.
27 La mayor parte de las veces esta dificultad está presente en la teología tan sólo
de manera anónima. Resulta difícil llegar incluso a formularla claramente, aunque se
encuentra en el trasfondo de todas las diferencias cristológicas que siguen existiendo
todavía en nuestros días en la cristología católica (por ejemplo, entre un calcedonismo
puro y un neocalcedonismo). La pregunta crucial es ésta: ¿La humanidad del Logos
es algo extraño que ha sido simplemente tomado por el Logos, o es precisamente lo
que resulta cuando el Logos se pronuncia a sí mismo en lo no divino? ¿Tenemos que
explicar la encarnación en su contenido (respecto a aquello en lo que se convierte el
Logos) a partir de la naturaleza humana como algo ya conocido (y que por eso no se
hace más patente por el hecho de la encarnación), o debemos entender en último término
la naturaleza humana a partir de la enajenación por la que el Logos se manifiesta? Cf.
sobre este tema y sobre las explicaciones que siguen K. Rahner, Problemas actuales de
cristología, en Escritos I, 169-222; el mismo autor, Sobre la teología de la encarnación,
en Escritos IV, 139-157; B. Welte, Zur Christologie von Chalkedon, en Auf der Spur
des Ewigen (Friburgo 1965) 429-458.
284 METODO Y ESTRUCTURA DEL TRATADO «D E DEO TRIN O »
porque propiamente no habríamos visto nada del sujeto mismo del Logos al ex
perimentar la humanidad de Cristo como tal, sino todo lo más su carácter for
mal abstracto de sujeto. Por tanto, la cuestión es ésta: ¿Hemos de concebir el
ámJYxírcüx; Calcedonia de tal manera que la naturaleza humana sin mezcla
del Logos no tenga más relación con él como Logos que la que tiene cualquier
criatura con su creador si excluimos la subsistencia formal en él, de manera que
dicha naturaleza humana se «predica» de su sujeto, pero este sujeto no se «expre
sa» en ella a sí mismo realmente? Es posible que no hayamos conseguido siquie
ra elevar esta dificultad a la luz de la conciencia refleja. Sin embargo, se encuentra
de manera poco clara, pero tanto más eficiente e inquietante, en la base de toda
cristología. Menos todavía podemos ofrecer aquí una fundamentación auténtica
de la respuesta que nos parece adecuada a la pregunta propuesta. Lo único que
podemos decir aquí es lo siguiente: la dificultad que acabamos de mencionar no
considera como es debido la relación fundamental entre el Logos y la naturaleza
humana que ha tomado en Cristo. Entre ambos se da una relación más esencial
y más interna. La naturaleza humana en general es objeto posible del conocimiento
y poder creadores de Dios porque y en cuanto que el Logos es por su misma esen
cia y también para lo no divino el proferible, la palabra del Padre en la que el
Padre puede manifestarse y — libremente— descubrirse a lo no divino, y porque,
cuando esto ocurre, se convierte precisamente en eso que llamamos naturaleza
humana. En otras palabras: la naturaleza humana no es una máscara que se ha
tomado de fuera (el -jtpóo'tArrrov), la librea en la que se esconde el Logos y desde
la que gesticula ante el mundo, sino que por su mismo origen es el símbolo real
constitutivo28 del mismo Logos, de modo que con una autenticidad ontológica
última se puede y se debe decir: el hombre es posible porque es posible la ena
jenación del Logos. No podemos desarrollar aquí esta tesis ni mucho menos pro
barla. Tenemos que remitirnos a trabajos que han aparecido recientemente29
y que se ocupan de esta cuestión bien sea expresamente o bien en su contenido.
Y si se debe responder a esta pregunta en el sentido indicado, podemos afirmar
sin paliativos y sin reservas ocultas: lo que es y hace Jesús como hombre es la
la existencia del Logos entre nosotros, que nos revela al Logos mismo como sal
vación nuestra. Y, por consiguiente, es estrictamente uno mismo el Logos en
Dios y el Logos entre nosotros, el Logos inmanente y el económico30.
28 Sobre este concepto, cf. mi artículo Vara una teología del símbolo, en Escritos IV,
283-321.
29 Cf. sobre este tema la bibliografía que citamos en las notas 27 y 28; cf., además,
F. Malmberg, Der Gottmensch (Friburgo 1959).
30 Esta identificación (al no tratarse abstractamente en nuestra formulación del pro
blema del sujeto formal del Logos, sino del Logos concreto, encarnado) es la identifica
ción que nos describen los Concilios de Efeso y Calcedonia: sin mezcla y sin separación;
y, por tanto, no es la identificación de una identidad sin vida, en la que ya no se puede
distinguir nada, porque todo es de antemano lo mismo, si#io la identificación en la que
un uno y mismo Logos está por sí mismo en la realidad humana. No le ha sido mera
mente añadido algo extraño (la naturaleza humana) —esta «unión» no se entendería ya
por sí misma, antes bien tendríamos tan sólo dos realidades yuxtapuestas—, sino que el
Logos establece lo otro porque de esa forma se constituye y se expresa a sí mismo. Por
consiguiente, hay que concebir la diferencia como modalidad interna de la unidad misma,
y de esta forma tanto intratrinitariamente cuanto «hacia afuera» hay que considerar
una identificación inmediata, no medida por lo realmente distinto, como negación y no
como la forma más elevada de verdadera identificación.
5. Triple comportamiento de Dios respecto a nosotros
en el orden de la gracia
mente) en sí, se expresa a sí mismo, y de esta forma nos comunica al Hijo como
apertura propia y personal de sí mismo3334, y el Padre y el Hijo (recibiendo del
Padre), en cuanto que se afirman en el amor, inclinándose hacia sí mismos y en
contrándose en sí mismos, precisamente así, como aceptados con amor, se comu
nican, esto es, como Espíritu Santo. Dios se comporta con nosotros de una manera
trinitaria, y ese mismo comportamiento trinitario (libre y no debido) para con
nosotros es no sólo una imagen o una analogía de la trinidad interna, sino que
es ésta misma, comunicada de manera libre y graciosa. Porque lo que se comu
nica es precisamente el Dios personal trinitario, e igualmente la comunicación
(que se hace a la criatura por pura gracia), si tiene lugar libremente, sólo puede
tener lugar en la forma intradivina de las dos comunicaciones de la esencia divina
del Padre al Hijo y al Espíritu, porque otra comunicación distinta no podría co
municar de ningún modo lo que se comunica aquí, las personas divinas, al no
ser éstas algo distinto de su propio modo de comunicación.
A partir de aquí, y anticipando la exposición propiamente dicha (porque sólo
así puede hacerse comprensible el elemento «metódico»), podemos considerar la
conexión que se da entre la Trinidad inmanente y la económica en la dirección
inversa. El Dios uno se comunica como expresión absoluta de sí mismo y como
don absoluto del amor. Y esta comunicación suya es verdaderamente (en esto
consiste el misterio absoluto que se nos manifiesta solamente en Cristo) comuni
cación de sí mismo, esto es, Dios no sólo hace participar a su criatura «de sí» (de
manera mediada) al crear y donar mediante su causalidad eficiente todopoderosa
realidades creadas y finitas, sino que en una causalidad cuasi formal se da real
mente y en el sentido más estricto de la palabra a sí m ism o2*. Pero, según el
testimonio de la revelación en la Escritura, esta comunicación de sí mismo que
nos hace Dios tiene un triple aspecto35: es autocomunicación36 en la que lo co
municado sigue siendo lo soberano y no abarcable, que permanece — incluso como
recibido— en su ausencia de principio no disponible ni comprensible; es auto-
comunicación en la que «está ahí» el Dios que se nos abre, como verdad que se
expresa a sí misma y como una capacidad de disponer que obra libremente en la
33 No podemos todavía en este lugar precisar más hasta qué punto la autocomuni
cación del Padre en una unidad de contrarios lleva consigo en la pronunciación de la
Palabra para el mundo tanto la encarnación como la promesa gratuita de esta Palabra
al hombre (creyente).
34 En un sistema formal de axiomas, la consecuencia de esto sería: si la diferencia que
se da en lo que Dios ha comunicado como tal se da solamente de parte de la criatura,
no se trata de una autocomunicación de Dios en sentido estricto. Pero si se trata real
mente de una ¿zatocomunicación en la que en lo comunicado como tal, y, por tanto,
también «para nosotros», se da una verdadera diferencia, Dios tiene que ser diferenciable
«en sí mismo», sin que eso perjudique a su unidad (que en ese caso se caracteriza como
la unidad de la «esencia» absoluta). Y esa diferenciación tendrá el carácter de la manera
relativa de comportarse Dios consigo mismo. En consecuencia: si la revelación a) da
testimonio de una verdadera ¿zzz/ocomunicación, y si b) explica esa autocomunicación
como algo que contiene diferencias para nosotros (si la ve como mediata, sin que esa
mediación sea meramente de tipo creado, lo que anularía el carácter de una verdadera
autocomunicación), eo ipso se afirma la diferencia y la mediación en Dios tal como es
él en sí mismo.
35 En la sección tercera desarrollaremos de nuevo con más detalle lo que vamos a
decir ahora. Las consideraciones siguientes sirven solamente para iluminar el axioma
fundamental como tal.
36 Sobre este concepto, cf. la bibliografía que hemos citado en la nota 17; cf., ade
más, M. Flick y Z. Alszeghy, II vangelo della grazia, 489ss, 586ss; I. Willig, op. cit.y 188ss
(con la nota 208), 289ss; H. Mühlen, Person und Appropriation, 54ss (con bibliografía).
COMPORTAMIENTO DE DIOS CON NOSOTROS 287
propio de la economía de la salvación tanto más probable es que diga lo que debe
decir sobre la Trinidad inmanente y que sea capaz de aproximar también reab
mente eso que debe decir a una comprensión de la fe teórica y existencial.
eclesial por otro nombre que se prestara menos a confusiones. Pero concedemos
que el desarrollo ulterior del término «persona» fuera de la doctrina sobre la
Trinidad y después de la formulación del dogma trinitario en el siglo iv (lejos
del sentido originario casi sabeliano, hasta el significado existencial y hermesiano
de un «yo» que se contrapone a toda otra persona en una libertad autónoma,
propia y diferenciada) no ha hecho sino aumentar más todavía los riesgos de que
esta palabra sea mal interpretada44. Pero el término «persona» está ya ahí; se
encuentra sancionado por el uso de más de mil quinientos años; todavía no existe
un término que sea realmente mejor, que lo puedan entender todos y que se
preste menos a falsas interpretaciones. Por tanto, será mejor conservar ese nombre
aun sabiendo que tiene su propia historia y que, hablando absolutamente, no es
adecuado ni mucho menos en todos los aspectos para expresar lo que se pretende
afirmar, y sin que se pueda decir que no ofrece más que ventajas. Pero si siguié
ramos de forma clara y sistemática el camino económico para penetrar en el mis
terio de la Trinidad, no necesitaríamos, como tampoco lo necesita la historia de
la revelación, trabajar en ese tratado desde el principio con el concepto de «per
sona»45. Podemos partir de la realidad misma de Dios (Padre), que en la eco
nomía salvífica se nos comunica por la mediación de la Palabra en el Espíritu,
y hacer ver que esa diferenciación del «Dios para nosotros» es algo propio del
«Dios en sí mismo». Después, explicar sencillamente que esa Trinidad va a recibir
el nombre de tri-«personalidad» y que por eso el concepto de «persona» en este
contexto no debe sugerirnos más que lo que (según el testimonio de la Escritura)
se sigue para su contenido de este planteamiento. Eso no significaría que estu
vieran ya superadas todas las dificultades (porque el concepto no teológico de
persona tiene además hoy otro significado); pero podríamos suavizar esas dificul
tades y disminuir el peligro de una falsa interpretación triteísta.
202, nota 14. Sobre el trasfondo cultural e ideológico que pudo influir en esto, cf. St.
Otto, Augustinus und Boethius im 12. Jahrhundert. Anmerkungen zur Entstehung des
Trabiates «De Deo Uno»: WiWei 26 (1963) 15-26. En los últimos años se han estudiado
con ahínco los elementos histórico-salvíficos de la teología medieval, especialmente en
la doctrina de la Trinidad. Un buen número de trabajos de gran mérito ha venido a
corregir la imagen que teníamos. Sin embargo, me parece discutible la tendencia a querer
ver en la doctrina de la Trinidad de Tomás demasiados aspectos histórico-salvíficos (así,
por ejemplo, en U. Horst, op. cit., 109-111). Los problemas que presenta la interpretación
de S. Th. I, q. 43, por ejemplo, ni siquiera los menciona U. Horst. A la luz de los des
cubrimientos de otros muchos aspectos histórico-salvíficos nos llama la atención lo poco
que cuenta la historia de la salvación en la doctrina de la Trinidad de Tomás (como
dice también O. H. Pesch: LThK X [1965] 131). M. Seckler, Das Heil in der Geschichte
(Munich 1964), no aporta tampoco mucho material sobre esta cuestión (cf., por ejemplo,
106ss). La visión sobria de estas limitaciones indiscutibles nos permite distinguir los
límites de los esfuerzos —en sí mismos dignos de elógio— por encontrar la conexión
que se da entre la historia de la salvación y la metafísica en la teología medieval. Aparte
de eso, ese concepto de historia de la salvación que hoy nos resulta teológicamente
necesario (cf. sobre esta cuestión MS I, 49-201) no puede identificarse con el con
cepto medieval de «historia de la salvación». Esto no rendiría ningún servicio a las
tareas actuales de la teología y tampoco a la doctrina de la Trinidad. Sobre la proble
mática real y objetiva, cf. supra, nota 12. Cf. también 253ss.
47 Cf. K. Rahner, Sobre el concepto de misterio en la teología católica, en Escritos
IV, 53-101.
CARACTER MISTERIOSO DE LA REALIDAD TRINITARIA 293
experimentamos precisamente en esa realidad (lo cual no quiere decir que pueda
ser objetivado conceptualmente a partir de esta experiencia y por medio de una
mera reflexión individual sobre sí mismo). Según esto **, la unidad entre la tras
cendencia a través de la historia y la historia dirigida hacia la trascendencia, unidad
que es incomprensible y originaria y que sigue siendo un misterio, alcanza su
mayor profundidad y radicalidad en la Trinidad, en la que el Padre es el origen
incomprensible y la unidad originaria; el «Verbo», su palabra dirigida a la his
toria, y el «Espíritu», la apertura de la historia a la inmediatez de su origen y su
meta paternales; y precisamente esta Trinidad que se revela interviniendo en la
historia de la salvación es la Trinidad «inmanente».
De aquí se deduce un principio metódico para todo el tratado de la Trinidad.
La Trinidad es un misterio cuyo carácter paradójico está resonando ya en el mis
terio de la existencia del hombre. De ahí que, por una parte, no tenga sentido el
que quitemos importancia a este carácter, queriendo encubrirlo mediante una vio
lenta sutilidad de conceptos y de diferencias entre conceptos que no iluminan
este misterio sino aparentemente, pero que en realidad nos ofrecen tan sólo ver
balismos que obran como analgésicos para los espíritus ingenuamente agudos, cal
mando el dolor de tener que adorar este misterio sin poder penetrar en él. Así,
por ejemplo, se discute tradicionalmente si lo que constituye a una persona en
Dios es la «relación» o la «procesión»: semejante disputa es una contienda en
torno a verbalismos que de manera objetiva no pueden ya siquiera distinguirse
objetivamente. Por tanto, si la exposición qne vamos a hacer a continuación puede
parecer a alguien que no alcanza la sutileza conceptual de la teología «clásica»
sobre la Trinidad (que va de Tomás hasta Ruiz de Montoya, por ejemplo), se
ruega al lector crítico que cuente al menos con la posibilidad de que quizá se
haya elegido intencionadamente esa mayor pobreza e «inexactitud». Por otra
parte, de la interpretación que acabamos de insinuar sobre el carácter misterioso
de la Trinidad y de su expresión se sigue el que no se puede inculpar de mero
verbalismo a todas las afirmaciones sobre la Trinidad, dejándose llevar de la
impaciencia precipitada del racionalista o del «kerigmático». Cuando se escucha
y se asimila rectamente una afirmación adecuada sobre la Trinidad, la terminología
bien entendida nos remite por sí misma a esa realización de la existencia que tiene
lugar en la fe y en la gracia y en la que se da el misterio del mismo Dios trino,
sin que esté constituida única y simplemente por su objetivación conceptual.
A partir del punto de arranque que establecíamos antes para la doctrina de
la Trinidad, resulta que objetivamente la doctrina de las «misiones» debe ser la
base sobre la que plantear esta doctrina. Fundamentalmente no hay ninguna teo
logía que pueda negar esto, sencillamente porque eso es lo que ha ocurrido en la
historia de la revelación: que sabemos algo sobre la Trinidad porque la Palabra
del Padre ha entrado en nuestra historia y nos ha comunicado su Espíritu. Pero
no basta pre-suponer meramente de manera tácita este punto de partida, sino que
debemos establecerlo como tal de una manera real. De lo contrario no se verían
claramente en esta doctrina el sentido y los límites de todos los enunciados ni po
dría evitarse el peligro de una acrobacia conceptual desenfrenada y vacía. Hasta
qué punto es posible llegar mediante una doctrina «psicológica» de la Trinidad
a una comprensión más profunda de la Trinidad de Dios, yendo más allá de la
afirmación formal de que la Trinidad económica — que debe exponerse en primer
lugar, sin contentarse con presuponerla o con añadirla posteriormente— es tam
bién la Trinidad inmanente, es algo que sólo puede probarse en la misma expo-48
SECCION SEGUNDA
D O C T R IN A D E L M A G IST E R IO SOBRE LA T R IN ID A D
49 Cf. in fr a, 331ss.
;* Cf. su p r a , 135-191.
S1 Cf. su p r a , cap. TI, sección tercera, 124ss.
SENTIDO Y LIMITES DE LA TERMINOLOGIA EMPLEADA 295
«mysteria in Deo abscondita, quae, nisi revelata divinitus, innotescere non pos-
sunt» (DS 3015s), entre los cuales, antes que cualquier otro (cf. DS 3225) hay que
contar el dogma de la Trinidad (cf. también ColLac V II, 507c; 525bc; DS 367,
616, 619 [ineffabilis Trinitas]). La segunda parte del principio contiene la decla
ración del mismo Concilio Vaticano I sobre la naturaleza de esos misterios (DS
3016), a los que por eso llamamos aquí «absolutos». Consiguientemente, se recalca
contra Rosmini el carácter permanente de misterio del dogma de la Trinidad (DS
3225). Pero dentro del conjunto de la doctrina del Concilio (como también en
otras ocasiones), el carácter de «misterio» se presenta como el concepto opuesto
a la inteligibilidad racional y conceptual de un principio o al empirismo inme
diato de cada día, sin más precisión. De esta forma, en comparación con el ideal
cognoscitivo de la ciencia moderna, se nos manifiesta como una magnitud nega
tiva y no como la característica más originariamente positiva del conocimiento
último de la verdad, que radica en su apertura al misterio permanente 52.
Pero si la Trinidad del Dios que sigue siendo siempre y esencialmente incom
prensible no es un objeto cualquiera dentro de un horizonte de comprensión que
se mantiene neutral ante él, sino que es el Dios incomprensible mismo el que nos
abre este horizonte de comprensión y el que es al mismo tiempo esencialmente
trino, esto significa que la «Trinidad» y el «misterio» se están exigiendo mutua
mente, al menos desde que sabemos algo acerca de la Trinidad gracias a la reve
lación y queremos hacer una teología del conocimiento; esa Trinidad no es un
caso más de este misterio; por tanto, la Trinidad podría radicalizar por sí misma
el concepto de misterio dentro de una teología del conocimiento, y la incompren
sibilidad de Dios para nosotros como predicado positivo de nuestro conocimiento
podría llegar hasta una proximidad interna al misterio de la Trinidad.
Sobre este concepto, y sobre las explicaciones que siguen a continuación, cf. MS I,
especialmente 753-769.
298 DOCTRINA DEL MAGISTERIO SOBRE LA TRINIDAD
55 Sobre este punto, cf. lo que decimos más adelante, 311ss, especialmente 325.
RESUMEN SISTEMATICO DE LA DOCTRINA DEL MAGISTERIO 299
ción de la doctrina del magisterio, comenzar, como los antiguos símbolos de fe,
confesando al Padre.
(3) El conocimiento de Dios como el Padre. Es verdad que se plantea inme
diatamente la pregunta: ¿Resulta este «Padre» tan accesible a la confesión y a la
fe como para ser lo primero que confiesen el kerigma, la fe y el símbolo? Natural
mente, en los símbolos se le cita en primer lugar por razón del proceso histórico
de la salvación y de la revelación: el Dios de la antigua alianza —ó 0eó^ simple
mente— es ya conocido y confesado en la experiencia de la revelación histórico-
salvífica; y más adelante, en el acontecimiento del NT, experimentamos que este
mismo Dios, al que ya conocemos y que ha establecido una relación con los hom
bres, nos envía a su Hijo y su E spíritu56. Es un error pensar que en el AT el
que obra, el aliado concreto de los hombres, es el Dios trino. Los conceptos de
«Dios trinitario» y «Trinidad» son legítimos, pero son conceptos secundarios que
intentan sintetizar más tarde en una «breve fórmula» la experiencia salvífica con
creta y la revelación. Porque la experiencia de Dios en la revelación, junto con
el momento trascendental de la referencia del espíritu creado a Dios, termina
necesariamente en el Dios concreto, precisamente como el ser necesario por anto
nomasia y el absolutamente sin origen 5758. Pero si no construimos arbitrariamente
una subsistentia absoluta58 (que suscita el peligro de una quatemitas: DS 804),
ese ser concreto sin origen (independientemente de si sabemos o no qué es el ori
gen de dos procesiones divinas) es precisamente, y en cuanto tenemos ese conoci
miento, el Padre. Naturalmente, el Padre como el Dios concreto del AT no es co
nocido como Padre hasta que se conozca al Hijo, comprendiendo al mismo tiempo
que obra en unidad con el Hijo y el Espíritu Santo («que habló por los profe
tas») y que sólo puede obrar de esa m anera59. Pero eso no afecta en absoluto
al hecho de que, en tanto que la Trinidad no fue comunicada y reconocida en
56 Esto es evidente en la teología del AT y del NT. Cf. K. Rahner, Theos en el Nuevo
Testamento, en Escritos I, 93-167.
57 Naturalmente, antes de la revelación de la Trinidad no se puede distinguir todavía
la ausencia de origen pura y simple en la aseidad y la innascibilidad (el ser absolutamente
a 78 vvr|To<; y avag/oq), pero el segundo momento de la ausencia de origen en el Padre
queda ya necesaria e implícitamente afirmado cuando se sabe que tiene que haber un
principium sine principio. Y eso es precisamente lo que ocurre siempre que se da un
conocimiento verdadero de Dios. Sobre la afirmación explícita de la ausencia de origen
en el Padre, cf. DS 60, 75, 441, 485, 490, 525, 527, 569, 572, 683, 800, 1330s: a^Yvr\xoq,
non genitus, a nullo originem ducit (sumpsit), principium sine principio.
58 Cf. sobre este tema el estudio histórico, objetivo y crítico de H. Mühlen, Person
und Appropriation, 39s, con la nota 13, 47s, etc.; además, C. Stráter, Le point de départ
du traité thomiste de la Trinité: ScEccl 14 (1962) 71-87, especialmente 76, nota 15.
59 Esto es así no sólo por la unidad de la esencia divina, por causa de la cual toda
acción ad extra (en cuanto se trata, por consiguiente, de una actividad propiamente
eficiente) es siempre acción única del Padre, del Hijo y del Espíritu, del Dios trino.
Sino que la misma revelación del Padre como tal —que (por motivos que no podemos
exponer en este lugar) no puede ser mera comunicación de un conocimiento conceptual
y debe ser una acción salvífica real para el hombre, a pes^r de Agustín y de la teología
que le siguió— nunca puede ser sino autocomunicación del Padre por el Hijo en el
Espíritu Santo (cf. DS 140: los anatemas 14 y 15 de la primera fórmula de Sirmio
del 357; cf. además DS 1621, 2229: invisibilis, lo que más adelante se convertiría en
calificativo de la Trinidad: por ejemplo, DS 683). Porque precisamente la autocomunica
ción real del Padre como tal (presupuesto de la comunicación mediante conceptos y pala
bras), por la misma esencia de la Trinidad, es necesariamente la comunicación del Hijo
en el Espíritu, dado que la «paternidad» sólo significa mera «relación» con el Hijo y el
Espíritu.
RESUMEN SISTEMATICO DE LA DOCTRINA DEL MAGISTERIO 301
la revelación, el Dios concreto y concebido como ser sin origen con el que está
relacionada la historia pretrinitaria de la revelación fuera el «Padre».
y ) El Padre del Hijo. Gracias al encuentro en la fe con Jesucristo, el «Hi
jo» por antonomasia, y con el Espíritu Santo como principio interno de nuestra
filiación y de nuestra proximidad absoluta respecto a D ios60, experimentamos
a este Dios sin origen como el Padre del Hijo, como «principio engendrador»,
como fuente, origen y principio de toda la divinidad (DS 490, 525, 3326). En
las reflexiones que haremos a continuación desarrollaremos más ampliamente
este tema.
el Hijo (por antonomasia); por eso sería peligroso excluir a priori de la consti
tución de aquel al que él mismo da el nombre de «Hijo» determinados aspectos
(su «naturaleza» humana, creada) de dicho ser concreto. Su concepto puede ser
mucho más complejo y la filiación, de la que hablamos en la doctrina de la Iglesia,
puede ser un fundamento y trasfondo ontológico, pero no tiene por qué ser todo
eso que él designa con el nombre de «Hijo». ¿Habrá que excluir del concepto de
Hijo del Jesús sinóptico su relación de obediencia, su adoración, su sumisión a la
voluntad incomprensible del Padre? 64. Tendríamos que excluir todo eso si no le
reconociéramos esas peculiaridades más que por la unión hipostática como tal; en
ese caso se trataría de propiedades del Hijo, pero no de aspectos constitutivos
de la filiación, de la filiación tal como la entiende Jesús, no de ese presupuesto
ontológico que nosotros llamamos hoy filiación «metafísica».
y ) El Hijo como «salvador absoluto» y como comunicación del Padre. En
primer lugar, Jesús tiene conciencia de ser el hombre concreto, el «Hijo» por
antonomasia. Y precisamente de una manera única. Esa manera consiste en que
a través de él como «salvador absoluto»65 («Mesías» en un sentido radical, que
se diferencia fundamentalmente del de un «profeta») se «encuentra ahí» en una
proximidad absoluta y definitiva y se nos comunica el Padre, su voluntad, su
salvación, su perdón, su reino. El «Hijo» es ante todo (como concepto concreta
mente idéntico al de «Mesías», entendido no como «profeta», sino como «salva
dor absoluto») la autocomunicaciófl del Padre al mundo, de manera que éste se
encuentra radicalmente ahí, en este «Hijo», y su autocomunicación, por efecto de
ella misma, ha sido radicalmente aceptada. El Hijo es la autocomunicación econó
mica (histórica) del P adre66.
8) Autocomunicación «económica» e «inmanente» al Hijo. Según la formu
lación griega y escolástica, se puede decir: la «procesión» del Hijo como auto-
comunicación de la realidad divina del Padre es a la vez la autocomunicación
económica y libre dirigida a Jesús como «salvador absoluto» y la autocomunica
ción necesaria «inmanente» de la realidad divina, la afirmación que procede del
Padre de modo que existe desde toda la eternidad y necesariamente como palabra
de esa autoafirmación, libre y posible, al mundo; la económica es la primera para
nosotros, y en ella se nos manifiesta y nos descubre su sentido la «inmanente»,
aunque sin dejar de ser misteriosa.
Para entender esta frase hay que tener en cuenta dos cosas: 1) El «Padre»
64 Sobre los problemas exegéticos, cf. además de F. J. Schierse (supra, 95, 103-109),
B. M. F. van Iersel, Der «Sohn» m den synoptischen Jesusworten (Leiden 21964);
R. Schnackenburg: LThK IX (1964) 852ss (con bibliografía); F. Hahn, Christologische
Hoheitstitel (Gotinga 21964) 319ss (con bibliografía), especialmente 332s.
65 Sobre la cuestión de por qué el concepto de salvador absoluto incluye necesariamente
la unión hipostática, cf. K. Rahner, Escritos IV, 215-243, especialmente 229ss, y además
A. Darlap: MS I, 105ss, 145ss.
66 Más adelante reflexionaremos sobre la relación entre esta autocomunicación y la
que tiene lugar en el Espíritu. Si decimos que el Hijo es la ¿«¿ocomunicación económica
del Padre, eso no significa precisamente que haya aparecido el Padre y se haya unido
«hipostáticamente» con una humanidad. Sólo cabría pensar semejante cosa si se presu
pusiera que el Padre podía también encarnarse. Pero éste es un presupuesto arbitrario
que en último término vendría a destruir el misterio de la Trinidad, la identidad entre
la Trinidad inmanente y la económica, y la comprensión de aquélla a partir de esta
última. Si podemos decir «inmanentemente»: el Hijo es la autopronunciación del Padre,
la Palabra del Padre (jno de la divinidad!), hemos de poder afirmar también esto mismo
«económicamente», y en esas palabras es donde comprenderemos la relación «inmanente»
que se da entre el Padre y el Hijo.
RESUMEN SISTEMATICO DE LA DOCTRINA DEL MAGISTERIO 303
67 No es posible desarrollar aquí de nuevo la cristología bíblica que haría falta para
ello. Recalquemos, no obstante, que es preciso explicar el paso de la afirmación que
hace sobre sí mismo el Jesús histórico a la doctrina de la «preexistencia» del Hijo en
Pablo y Juan. No se trata solamente de una cuestión apologética propia de la teología
fundamental, sino también de un problema dogmático. Porque desde el punto de vista
dogmático, aunque es totalmente cierto que la cristología de la preexistencia en Pablo
y Juan debe considerarse como revelación divina, no es, sin embargo, un dato plena-
c) Declaraciones sobre Dios como el «Espíritu».
a) Doctrina del magisterio. El don del Padre a través del Hijo (DS 570,
1522, 1529s, 1561, 1690, 3330), en el que se nos comunica él mismo de la ma
nera más inmediata y mediante el cual crea también en nosotros la facultad de
recibir su autocomunicación, es el «Espíritu» del Padre y del Hijo 68. Como auto-
comunicación de Dios es Dios que se nos da en amor y es poderoso en nosotros
en el amor. Por eso posee la misma esencia que el Padre y, por tanto, es Dios,
siendo, sin embargo, distinto del Padre y del Hijo. Procede del Padre y del Hijo
por la comunicación eterna de la esencia divina en un único acto del Padre y del
Hijo; para expresar a la vez la relación del Padre sin origen con el Hijo pronun
ciado, engendrado, y la unidad del acto de comunicación, podemos formular eso
mismo también — e incluso mejor— de esta manera (DS 1300s, 1986): el Espí
ritu procede del Padre por el Hijo. A esta comunicación no se le puede llamar
«generación» (DS 485, 490, 527, 617) porque incurriríamos en la confusión de
suponer dos «Hijos» o correríamos el peligro de considerar al «Espíritu» de for
ma meramente modalista, como el simple modo de comportarse con nosotros el
Hijo glorificado al comunicársenos. Como don del Padre y del Hijo no se le
puede considerar tampoco al estilo modalista como modo de aparecer el Padre
mismo; por tanto, no es «sin origen» (ingenitus; cf. DS 71, 75, 683). Así, pues,
en la doctrina oficial del magisterio sólo se caracteriza negativamente la peculiari
dad de la autocomunicación divina que constituye el Espíritu diciendo que no es
«generación». Por eso se le aplica solamente ese concepto de suyo general de la
«procesión», que puede predicarse también del Hijo. De una manera positiva
sólo se insinúa prudentemente que esta «procesión» como tal tiene que ver con
el amor recíproco del Padre y del Hijo, y que en este sentido tiene su origen «en
la voluntad» (DS 573, 3326, 3331).
0) La «processio» del Espíritu Santo. En lo referente a la comprensión de
los textos que hablan de la diferencia entre el Espíritu y el Padre y el Hijo y,
por tanto, también de su «procesión» (processio), hemos de decir mutatis m u-
tandis lo mismo que en el caso del Hijo 69. El punto de partida es la experiencia
de fe de que, en lo que llamamos «Espíritu Santo», Dios (por consiguiente, el
«Padre») se comunica realmente a sí mismo como amor y perdón, y que al mis
mo tiempo esta autocomunicación opera en nosotros y es sujeto por sí misma.
Por tanto, el «Espíritu» tiene que ser Dios m ism o70. El hecho de que esta rea
mente originario de la revelación (cf. sobre este punto K. Rahner, Escritos V, 55-81),
sino que es teología inspirada, desarrollada a partir de la interpretación que hizo Jesús
sobre sí mismo en conexión con la experiencia de su resurrección. Y si por esa causa
planteamos la cuestión de cómo y con qué derecho se ha dado esta evolución «teoló
gica», habremos de preguntarnos también (señalado ya por dónde debe ir la respuesta)
qué hay que entender propiamente por preexistencia y, por tanto, cuál es la relación
divina inmanente y eterna que se da entre el Padre y el Hijo.
68 Para detalles más concretos, cf. la teología de la gracia, la eclesiologfa y la doc
trina sobre los sacramentos. Para la cuestión de los textos del DS nos remitimos otra
vez en general al índice sistemático B 2bc, fuera de los <^sos en los que aduzcamos citas
explícitas de un texto concreto.
69 Para comprender el trasfondo exegético, cf. supra F. J. Schierse, 97ss, 110-119.
70 Al hablar de la doctrina sobre la gracia habrá que demostrar más concretamente
que la doctrina acerca de la «gracia creada» (infusa y «habitual»), tal como se ha im
puesto en la teología latina desde que se produjo la reacción contra Pedro Lombardo,
no niega esta concepción fundamental bíblica y patrística, y en todo caso no tiene ningún
derecho para oponerse a ella. Cf. sobre este tema I. Willig, op. cit., 259s; M. Flick y
Z. Alszeghy, op. cit., 561-606 (con bibliografía).
RESUMEN SISTEMATICO DE LA DOCTRINA DEL MAGISTERIO 305
74 Cf. sobre este tema VI. Richter, Logik und Geheimnis, en Gott in Welt I (Fri-
burgo 1964) 188-206. Sobre el problema teológico directamente, cf. J. M. Dalmau, Sacrae
Theologiae Summa II (Madrid 1964) 283ss (con bibliografía); B. Lonergan, De Deo
Trino II (Roma 1964) 139-143.
RESUMEN SISTEMATICO DE LA DOCTRINA DEL MAGISTERIO 307
75 «In Deo omnia sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio». Sobre la manera
adecuada de entenderlo, cf. H. Mühlen, Person und Appropriation, 43ss; sobre la pre
historia del axioma, M. Schmaus, Katholiscbe Dogmatik I (Munich *1960) 494s; B. Lo-
nergan, De Deo Trino II (Roma 21964) 201-204.
308 DOCTRINA DEL MAGISTERIO SOBRE LA TRINIDAD
radas desde las dos partes, por las que el Padre comunica al Hijo y por el Hijo
al Espíritu la esencia divina, o lo que es lo mismo, estos dos reciben esa comuni
cación. En este punto la doctrina de la Iglesia no se plantea la cuestión de si hay
que decir más originariamente de los tres que son constituidos por la processio
o por la relatio.
zaciones de este concepto que se observan a lo largo de dicho proceso (al prin
cipio pudo tener un matiz completamente modalista), advirtamos en primer lugar
que de suyo en la doctrina del magisterio eclesiástico no añade nada nuevo que no
se haya dicho ya con el término de «hipóstasis». Esto se manifiesta en que se
emplean como sinónimos. Aparte de eso es evidente que la conciencia, que en
nuestros días y desde, hace ya mucho tiempo tendemos casi sin querer a asociarla
a ese concepto 77, no tiene nada que ver con este término tal como aquí se usa
(en cuanto que ese término expresa el contenido formal del concepto a diferen
cia de la esencia divina). Si no fuera así, tendríamos que afirmar asimismo que
en Dios hay también «tres conciencias». Pero en Dios solamente se da un poder,
una voluntad, un único ser en sí, un único obrar, una única felicidad, etc .78. Por
tanto, la conciencia no es un aspecto que distinga a las «personas» divinas entre
sí, aun cuando cada «persona» divina en su concentración posea una conciencia
de sí. Por consiguiente, hemos de apartar cuidadosamente del concepto de per
sona todo lo que pudiera significar tres «subjetividades»79.
En la sección tercera seguiremos reflexionando sobre las consecuencias que
se desprenden de a ) y 0) respecto al modo adecuado de reducir a un solo nombre
y un solo concepto (como conceptus vagus) al Padre, al Hijo y al Espíritu, que
como tales son distintos entre sí.
Los principios que siguen, y que deben ser mencionados en este lugar, son
consecuencias inmediatas de esta doctrina de la Iglesia aplicada a la teología es
colar 80.
acuerdo con su forma peculiar de poseer la divinidad (DS 415, 441, 501, 531,
542, 545s). Por tanto, si en el lenguaje eclesiástico se predica preferentemente
una determinada actividad de una persona divina determinada, se predica tam
bién implícitamente de las otras dos personas, y en este sentido no hace sino
«apropiarse» a la mencionada persona. El fundamento de esa preferencia reside
en una cierta «afinidad» especial de la actividad hacia afuera con la peculiaridad
de las personas divinas correspondientes (DS 573, 3326). Así, pues, se dan afir
maciones que son ciertamente apropiadas (cf. DS B 2 eb p. 821). Pero esto no
excluye dos cosas:
a) La actividad común a las tres personas y que le es apropiada a una deter
minada persona (lo mismo que la esencia divina) la poseen cada una de las tres
personas de la manera que es peculiar a cada una. Este triple modo de subsis
tencia (visto principiative) le resulta a dicha actividad tan interior y tan nece
sario para su existencia como la esencia divina que subsiste de manera triple
necesariamente y por su misma esencia. En este hecho, por encima de la «afi
nidad» mencionada, se da un contenido objetivo muy esencial que con frecuencia
es pasado por a lto 81.
0) La existencia de meras apropiaciones no significa que la relación de Dios
«hacia afuera» sólo consista en una relación única y común a las tres personas,
que no puede sino ser apropiada a una determinada persona. Ese axioma sólo
tiene validez absoluta cuando se trata de la suprema efficiens causa (DS 3814).
Relaciones no apropiadas de una sola persona concreta pueden darse cuando no
se trata de una causalidad eficiente, sino de una autocomunicación cuasi formal
de Dios 8283que lleva consigo una relación propia de cada una de las personas di
vinas con la realidad creada correspondiente.
tifican con la espiración activa del Espíritu por el Padre y el Hijo; la procedencia
del Espíritu del Padre y del Hijo (como opuesta a la «espiración» activa).
y ) A esas tres relaciones que forman las personas se añade como realidad
nocional una cuarta relación que no forma ninguna persona 84: la espiración activa
del Espíritu como peculiaridad común al Padre y al Hijo, aunque en el Hijo
se da esa peculiaridad como procedente del Padre. Esas cuatro relaciones pueden
concebirse como una producción activa o como un ser producido «pasivo», por
lo que tenemos que decir que en Dios se dan cuatro actos «nocionales» 848586: la
generación activa y pasiva y la espiración activa y pasiva.
S) En cuanto es posible diferenciar la paternidad y la ausencia de origen
del Padre (sin olvidar que la ausencia de origen del Padre es su paternidad y que
no puede concebirse como anterior a ella al formar la persona), se pueden dis
tinguir cinco peculiaridades «nocionales» (tSíoojJia YVfcjpiO'Tixóv)* ausencia de
origen, paternidad, filiación, espiración activa, ser espirado.
e) Por causa de la unidad de la esencia, de las procesiones y de las relaciones
opuestas que constituyen las personas se da una mutua interpenetración en la
existencia de las tres personas (circuminsessio, circumincessio, rapixmprjo'K;): el
Hijo está en el Padre desde toda la eternidad, y a la inversa, etc. (DS 112s, 115,
1331)“
SECCION TERCERA
84 I b í d 116-127, 161ss.
85 Ibid., 182-185.
86 Ibíd., 205ss.
87 Cf. las sutiles explicaciones que da B. Lonergan, De Deo Trino II, 291-315.
312 ESBOZO DE UNA TEOLOGIA DE LA TRINIDAD
88 Ibid., 146ss.
89 Ibid., 143s, 208ss.
90 Ibid., 79ss, 182s.
91 Así, para todas estas cuestiones nos remitimos expresamente a los acreditados
tratados escolares de P. Galtier, A. d’Alés, A. Stolz, H. Dondaine, R. Garrigou-Lagrange,
M. Schmaus, J. Brinktrine, L. Billot, J. M. Dalmau (cf. LThK2, III, 559), y especial
mente a los dos tomos de B. Lonergan, De Deo Trino I-II (Roma, I, 21964; II, 1964),
con abundante material, a pesar de que en esta obra tan sutil es donde precisamente
se verán mejor las limitaciones de tales esfuerzos.
2. Desarrollo del planteamiento
en esta comunicación el ser sin origen, libre, inabarcable, que no se vacía nunca.
Su ausencia de origen, en la medida en que aparece en la autocomunicación, tiene
un carácter positivo para esa comunicación: la ausencia de peligro en la autoco
municación para el que se comunica, tal como sólo puede darse en el ser divino
sin origen92.
@) Hasta ahora no se ha presentado ningún problema especial mientras se
presuponga el concepto estricto de la autocomunicación de Dios que trasciende
a la comunicación de un ser creado. Sin embargo, la pregunta decisiva en torno
a este concepto sería: cómo pueden entenderse estos dos modos como mutua
mente relacionados internamente y como aspectos internos, distintos el uno del
otro, de la autocomunicación única de Dios, de manera que se reduzca realmente
a un «concepto» la misma diferencia 93.
y ) Es difícil admitir que la teología católica haya visto este problema con
suficiente claridad. Suele tomar la encarnación y la misión del Espíritu como
dos hechos que no están unidos entre sí sino de una manera puramente externa.
Porque, sin reflexionar excesivamente sobre el particular, en realidad está con
vencida de que podría darse también el Espíritu sin la encarnación, que cual
quiera de las personas divinas se podría haber hecho hombre, y, por tanto, tam
bién el Padre o el mismo Espíritu, y que podría haber encarnación del Logos
(incluso con intención soteriológica, por ejemplo, para una satisfactio condigna)
sin que ello implicara fundamentalmente la misión del Espíritu. De esta forma,
esas dos comunicaciones de Dios sólo se encuentran unidas por el lazo de un
decreto moral de Dios y no se entienden ya realmente como aspectos internos y
relacionados el uno con el otro de esa autocomunicación única por la que Dios
(el Padre) se entrega al mundo en una proximidad absoluta94. Esa es también
la razón de que no se advierta claramente la diferencia existente entre la encar
hecho de que no tenemos más remedio que hacerlo si queremos que se supere
en la situación cultural de nuestros días la sospecha extraña de que la Trinidad es
algo mitológico.
99 A este respecto hemos de tener siempre en cuenta que los dos aspectos funda
mentales de la autocomunicación divina se condicionan mutuamente desde el principio,
y que, por tanto, debe poderse probar en todo momento que los aspectos de una de
las formas fundamentales de autocomunicación encierran también importancia y signi
ficación para la otra forma fundamental. A partir de e$ye hecho se explica la vacilación
de las «apropiaciones», que puede parecer arbitraria. Por tanto, se trata aquí de la
cuestión de la ordenación más originaria de uno de esos aspectos (por ejemplo, la
«verdad») a una de las dos formas fundamentales.
100 De manera secundaria, también esto es exacto. Porque en el conocimiento de
una realidad la verdad se da sólo en el juicio. Pero éste no es sino el acto de hacer
aparecer la realidad como una determinación del entorno o del mundo del sujeto
mismo, y por eso es un aspecto parcial del proceso en el que el sujeto se presenta ante
sí su propia esencia (concreta) y la acepta fielmente.
DESARROLLO DEL PLANTEAMIENTO 321
101 No hace falta que estudiemos aquí con más precisión estas dos posibilidades.
Cabría entender la «trascendencia» como «futuridad del hombre», apertura, orienta
ción del hombre hacia el futuro. De esta forma, el futuro estaría en conexión con la
trascendencia, pero significaría algo más: que ha llegado ya el verdadero futuro, que
como algo absolutamente nuevo no se identifica simplemente con la «futuridad» (ni
puede desarrollarse solamente a partir de ésta), ni es tampoco lo posterior que todavía
no existe, sino que como tal constituye con su venida al hombre concreto de la «espe
ranza» en la que ya se «posee» lo que aún está por venir en su carácter de todavía
no dado.
102 Sobre el concepto de «futuro absoluto», cf. K. Rahner, Escritos VI, 76-86.
21
322 ESBOZO DE UNA TEOLOGIA DE LA TRINIDAD
modalidades y su diferenciación o bien son algo propio del mismo Dios (a pesar
de que empecemos por experimentarlas a partir de nosotros mismos), o sólo tienen
valor para nosotros, pertenecen solamente al ámbito de las criaturas como efectos
del obrar divino creador. Pero en ese caso son mediaciones de Dios en esa dife
rencia que se da entre el Creador y la criatura procedente de la nada, y por
principio no pueden ser otra comunicación de Dios que la que tiene lugar en la
misma creación, en la que las demás cosas creadas contienen una referencia tras
cendental a ese Dios que permanece siempre más allá de la citada diferencia, y de
esa manera lo «dan» y lo sustraen. Entonces ya no tiene lugar una autocomunica-
ción: no es Dios mismo el que se hace presente, sino que está representado por
la criatura y su referencia trascendental. Naturalmente, la autocomunicación real
de Dios tiene también su efecto creado 105 (la realidad creada de Cristo y la gracia
«creada») y no importa de qué forma se determine ontológicamente la relación
existente entre la autocomunicación como tal (hipóstasis divina unida hipostática-
mente; gracia increada) y el efecto creado, de acuerdo con las distintas teorías
que se exponen en la cristología y en la doctrina sobre la gracia al tratar este
punto. Pero en todo caso, ese ente creado, si debe darse una verdadera autoco
municación y no solamente creación, no puede actuar como mediador en el sen
tido de una sustitución, sino que es una consecuencia de la autocomunicación (y
un presupuesto que crea para sí misma la autocomunicación). La autocomunica
ción de Dios que nosotros experimentamos, como experiencia concreta, puede ser
que implique siempre esa consecuencia y presupuesto creados. Pero si este ente
creado fuera la mediación auténtica de la autocomunicación en sustitución y dife
rencia entre el Creador y la criatura, no se daría ya ningún tipo de autocomnvú-
cación, Dios sería el «dador», pero no el don mismo, «se daría» únicamente co
municando un don distinto de sí mismo. La diferencia creada que se experimenta
también en la autocomunicación de Dios («humanidad de Cristo»-«gracia creada»)
no constituye la diferencia de las dos modalidades de la autocomunicación divina,
sino que la manifiesta por ser consecuencia de ella.
A pesar de que ya hemos tocado la cuestión del empleo del concepto de per
sona en la doctrina sobre la Trinidad en las secciones precedentes, hemos de
más adelante vamos a tratar expresamente del empleo de este concepto en la doctrina
trinitaria.
107 No se pierda de vista la siguiente conexión: si la Trinidad es necesaria como
«inmanente» y Dios es absolutamente «simple» y de hecho se comunica a sí mismo
libremente en la Trinidad «económica», que es la «inmanente», la Trinidad «inma
nente» es la condición necesaria de posibilidad de la autocomunicación libre de Dios.
108 Conviene fijarse en el artículo neutro y en el uso que de él hacemos. Podemos
considerar lo comunicado en cuanto susceptible de sugerir de manera concomitante
la diferencia entre el que se pronuncia y lo pronunciado. En ese caso se piensa en el
Hijo (el Logos). Pero puede concebirse también previamente lo comunicado como
lo que hace que la comunicación se convierta en autocomunicación. En ese caso se
piensa en la esencia.
109 Naturalmente, lo que se recibe debe concebirse siempre (de acuerdo con la
peculiaridad de la Trinidad «económica») como lo recibido que es constituido como
receptible y, por tanto, como diferenciable en la recepción de la aceptación amorosa.
En la frase que enunciábamos en c) nos referíamos al pronunciado y al recibido, esto
es, a lo comunicado, en cuanto subsiste diferenciado del que lo comunica.
EL CONCEPTO DE «PERSONA» 325
>^0,rn^s
114 Equino, S. Th. I, q. 30, a. 4; B. Lonergan, op. cit., I65s.
Mas adelante hablaremos sobre la significación teológica de este hecho, cf. infra,
330s y nota 115.
15 En cuanto que en Dios todo saber es originario, esto es, no es un conocimiento
que vaya aumentando, y en Dios no se da (esencialmente) ninguna diferencia entre un
sujeto consciente de sí mismo y un objeto de ciencia conocido (hasta tal punto que el
EL CONCEPTO DE «PERSONA» 327
existió anteriormente. Por otra parte, la Iglesia, como comunidad con una misma
confesión social y cultual, necesita una regulación del lenguaje teológico; de ahí
que, evidentemente, no puedan lanzarse los teólogos particulares a elaborar cada
uno a capricho su propia terminología. Por tanto, lo único que resta al teólogo
en nuestros días es emplear también el concepto de persona en la doctrina trini
taria, procurando según sus fuerzas librarlo de las falsas interpretaciones a las que
tan expuesto se ve hoy día. Porque si el magisterio le prohíbe abandonar esos
conceptos por su propia autoridad, le obliga al mismo tiempo a explicarlos. Y eso
sólo podrá hacerlo empleando otras palabras en lugar de los conceptos del magis
terio que debe explicar. Y si ese tipo de explicación es en principio legítimo e in
cluso necesario, y si en el caso concreto se hace como es debido, no atentará fun
damentalmente contra el derecho el que una de esas explicaciones se concrete
y condense en otro concepto determinado. Ese otro tipo de concepto explicativo
no nos permite desterrar el concepto explicado, pero justifica su propio empleo.
Edad Moderna el cambio de su definición. Pero es imposible tocar aquí ese complica
dísimo problema, no suficientemente estudiado desde el punto de vista histórico ni
adecuadamente solucionado hasta ahora (el neoplatonismo como forma tardía de la
filosofía clásica; cristianismo y [neo]platonismo).
118 Cf. K. Barth, Kirchlicke Dogmatik I, 1 (Zurich 61964) 379s, etc. Cf. también
J. Brinktrine, Die Lehre von Gott II (Paderborn 1954) 130ss; B. Lonergan, op. cit.
II, 193-196, con bibliografía; C. Welch, The Trinity in Contemporary Theology (Lon
dres 1954) 190ss; H. Volk, Die Christologie bei Karl Barth und Emil Brunner, en
Chdkedon III, 613-673, especialmente 625ss, 634s (con nota 9). Cf. además E. Jüngel,
Gott es Sein ist im Werden (Tubinga 1965) 37ss.
EL CONCEPTO DE «PERSONA» 329
ma»): subsistens distinctum (in natura rationali) U9, y lo mismo que la termino
logía griega 12°. En último término, sólo podemos iluminar lo que significa subsistir
a partir de ese punto de la propia existencia en el que nos encontramos con lo'
primero y lo último de esta experiencia, con lo concreto, irreducible, inconfundible
e insustituible. Precisamente eso es lo subsistente 12í. Aquí se confirma de nuevo
nuestro axioma fundamental: sin la experiencia histórico-salvífica del Espíritu-
Hijo-Padre no podría concebirse nada como el Dios único en su subsistir distinto.
Más difícil de justificar resulta la palabra forma (distinta de subsistencia).
A este respecto hemos de tener en cuenta varias cosas: si la persona divina como
tal consiste en una relatio y todo lo «absoluto» en Dios es estrictamente idén
tico, la palabra «forma» no tiene propiamente por qué chocarnos. ¿Por qué no
vamos a poder llamar a la «relación» «forma»? Es evidente que no podemos
situar a esta palabra bajo el dominio de una determinada categoría de un ente
finito (modus). Pero eso vale igualmente para todos los conceptos que se em
plean en la doctrina clásica sobre la Trinidad (actus, processio, emanatio, etc.).
Por tanto, para evitar confusiones digamos de la palabra «forma» lo que debe
decirse y se dice de todos esos otros conceptos: que se emplean de manera análoga,
que deben entenderse al margen de la tabla de categorías, que no significan ningún
tipo de potencialidad ni establecen ninguna diferencia real (fuera del caso en que
se consideren como relativamente opuestos), etc. Naturalmente, a la expresión
«forma distinta de subsistencia» le ocurre también ese mismo hecho desagradable
que señalábamos antes al hablar de la «persona»: lo concreto y la concreción abso
luta, única e irrepetible, se convierte en un concepto abstracto, el más abstracto
y de menor unidad. Pero si en las formulaciones de la fe y de la teología no que
remos reducirnos a estar hablando siempre del Padre, el Hijo, el Espíritu y el
único Dios, cosa que en nuestros días ni es posible ni se debe hacer, no podemos
evitar esa precariedad. Pero aun así, hablar de las «formas distintas de subsisten
cia» o de Dios en tres formas distintas de subsistencia tiene más ventajas que
hablar de personas. «Tres personas» no indican de suyo nada sobre la unidad de
esas tres personas, y esa unidad tiene que añadirse al mismo tiempo desde fuera
a la denominación «tres personas». En cambio, «forma» nos abre al menos de
suyo la perspectiva de que es posible que el mismo Dios, distinto en una triple
forma, sea concretamente «tripersonal» o que, a la inversa, la «tripersonalidad»
incluya la unidad del mismo Dios.1920
119 Cf. el análisis que hace Barth del concepto de persona: op. cit., 375ss, 380s,
385s, etc.
120 En el caso de esta palabra griega hay que observar: la teología oriental se con
tenta con ella y no da la impresión de que necesite la palabra jiqóckqjrov, que suele
emplearse para establecer un paralelo entre la terminología oriental y la occidental,
pero que no es propiamente constitutiva para la doctrina oriental sobre la Trinidad.
Además, úaióataai^ es propiamente un sustantivo abstracto que designa el ser como
algo concreto distinto, o lo que es lo mismo, la forma de subsistencia.
121 Esta existencia real, concreta, peculiar, en la que se da para la experiencia un
dato primero y último, tiene ciertamente en la Trinidad (para nosotros y, por tanto,
en sí) la particularidad de que en cada caso (Padre-Hijo-Espíritu): a) se refiere a otra
similar, aunque siempre distinta, y la incluye, y b) el que es así es el mismo Dios con
el que nos encontramos en otra existencia también peculiar y que es esa misma exis
tencia. Ese ser con el que nos encontramos (y es) en semejante peculiaridad debe, por
tanto, ser designado con un nomen proprium, y, sin embargo, ese nomen proprium,
a diferencia de lo que ocurre en nuestra experiencia ordinaria, no excluye el que lo
que nosotros encontramos de esta manera pueda encontrarse (y ser) y se encuentre de
hecho en identidad estricta con este «eso» en otra peculiaridad.
330 ESBOZO DE UNA TEOLOGIA DE LA TRINIDAD
b) Problemas epistemológicos.
Aquí es donde comienzan de hecho las dificultades de la especulación psico
lógica clásica sobre la Trinidad. Esta no encuentra en la psicología humana ningún
modelo conocido con anterioridad a la doctrina trinitaria que le sirva para ilumi
nar el misterio de la Trinidad, para hacer inteligible el hecho de que el conoci
miento divino como conciencia absoluta y originaria signifique un modo distinto
de subsistencia de lo «expresado», o sea, que implique expresión y no mera con
ciencia en identidad absoluta 128. La teoría psicológica postula más bien a partir
de la misma doctrina trinitaria un modelo del conocimiento y amor humanos
—que sigue siendo problemático o del que no está claro que sea algo más que un
modelo del conocimiento humano precisamente en cuanto finito— para volver
a aplicar ese modelo a Dios 129. Dicho de otra manera: no explica por qué el co
nocimiento y el amor en Dios exigen también una processio ad modum operati
(como Verbo o como amatum in amante). La dificultad se hace mayor al no poder
afirmarse que el conocimiento o el amor actual divino, en cuanto es del Padre
como tal (y está ya dado con la esencia divina del Padre), esté constituido formal
mente por el Verbo, de manera que el Padre conozca a través de la Palabra (lo
que ocurre es más bien que pronuncia la Palabra porque conoce). Pero si la psico
logía humana puede exigir un operatum, es únicamente porque de otro modo no
se daría el conocimiento intelectual como tal. Por tanto, si a pesar de todo tiene
sentido semejante especulación psicológica sobre la Trinidad, sólo será posible en
el supuesto de que (a base de las perspectivas positivas, de las que acabamos de
mencionar algunas) sea consciente del círculo metódico que comete. Y entonces
se verá claramente que esta teoría psicológica sobre la Trinidad tiene el carácter
de lo que en las demás ciencias recibe el nombre de «hipótesis» ,3°.
14 Habría que decir lo mismo del Espíritu como amor. Cf. bibliografía sobre este
problema de la doctrina psicológica de la Trinidad al final de esta sección.
129 ? sí° es 1° clue fundamentalmente ocurre ya en Agustín. Acerca de los concep
tos más importantes de la doctrina agustiniana sobre la Trinidad, cf. los dos estudios
de U. Duchrow, Sprachverstandnis und biblisches Horen bei Augustin (Tubinga 1965)
y A. Schindler, Wort und Analogie in Augustins Trinitatslehre (Tubinga 1965). Las
nos obras ofrecen abundante material y aprovechan una amplia bibliografía. Los resill
a o s históricos de esos estudios están todavía sin explotar.
^ Cf-, por ejemplo, las afirmaciones de B. Lonergan, De Deo Trino I (Roma 21964)
4/6-298; II (1964) 7-64, que en último término se basan en una «hipótesis». Un
enjuiaamiento concreto de las diversas formas de la doctrina «psicológica» sobre la
trinidad debería tener en cuenta la interpretación y ulterior desarrollo de Tomás que
ace Lonergan (sobre todo su concepto de verbum). Cf. sobre esta cuestión el trabajo,
procedente de la escuela de Lonergan, de R. L. Richard, The Problem of an Apolo-
getical Perspective in the Trinitarian Theology of St. Tbomas Aquinas (Roma 1963,
con bibliografía). Cf. más detalles sobre el problema en la bibliografía que citamos
a continuación.
c) Dificultades metodológicas.
La teoría psicológica clásica sobre la Trinidad adolece también de otra defi
ciencia metodológica. En su especulación no habla sobre el origen del dogma de
la Trinidad «inmanente». Cuando empieza a desarrollar sus ideas se olvida en
cierto sentido de la Trinidad «económica» 131. No obstante, si se permanece dentro
del saber de la fe acerca de la Trinidad «económica» para saber algo de la «inma
nente», es posible elaborar también una teología «psicológica» sobre la Trinidad.
Porque no estamos obligados a quedarnos en las formulaciones abstractas y for
males sobre la subsistencia, etc., como ocurre en la teología oriental. Podemos
formular una teología psicológica de la Trinidad aunque sea esencialmente más
modesta que la clásica (en su intención, no en sus resultados), esto es, aunque
esta teología psicológica no intente explicar por qué el conocimiento y el amor
de Dios implican dos processiones ad modum operati. Porque en la doctrina «eco
nómica sobre la Trinidad» hemos considerado la autocomunicación divina como
doble y única en verdad y amor, como conocimiento y amor. Si en la vivencia
de la autocomunicación divina se experimentan esas dos formas suyas como dis
tintas, en esa experiencia de la fe se da un conocimiento concomitante y distinto
de ambas salidas intradivinas, aun cuando no se pueda precisar por qué lo son
si prescindimos del aspecto libre «económico» («para nosotros») de la Trinidad
«inmanente». Podríamos incluso formular una pregunta ulterior, que no es posi
ble desarrollar en este lugar: el «modelo» para una doctrina «psicológica» sobre
la Trinidad, ¿no podría obtenerse, mejor que de una consideración abstracta del
espíritu humano y de sus realizaciones (en un individualismo notablemente aisla
do), de esas estructuras de la existencia humana que sólo se muestran claramente
en la experiencia histórico-salvífica: su trascendencia hacia el futuro, que se abre
amorosamente y es aceptado, y su existencia en la historia, en la que se encuentra
la verdad fiel como conocimiento de sí mismo?
Repitamos una vez más que aquí no nos quedaba otra posibilidad que la de
exponer de una manera muy poco sistemática la doctrina «sistemática» sobre la
Trinidad, es decir, siendo conscientes de que teníamos que omitir o dar prefe
rencia a este o aquel tema. Contábamos con razones para proceder así: por una
parte, muchas cuestiones escolásticas de gran sutileza conceptual apenas si apor
tan algo al kerigma; por otra — como se sigue de nuestro axioma fundamental— ,
si las tomamos estrictamente, la cristología y la doctrina sobre la grada son d&c-
trina sobre la Trinidad, los dos capítulos de esta doctrina sobre las dos salidas
o misiones divinas («inmanente» y «económicamente»). Por tanto, lo que hemos
expuesto en este capítulo no es otra cosa (ni tampoco pretende serlo) que cierta
anticipación formal de la cristología y la pneumatología (doctrina de la gracia),
de las que todavía habrá que tratar. Para entenderlo así basta presuponer que la
cristología da todo su valor al dogma de que fue, «solamente» el Logos el que
se hizo hombre (y a la perspectiva de que esto evidentemente no se debe a la
casualidad de un «decreto» de Dios, que habría podido decidir también la encar
nación de otra persona divina), mostrándonos la encarnación al Logos como tal;
y que la pneumatología elabora una doctrina de la gracia estructurada trinitaria-
131 Esa es exactamente la impresión que produce, por ejemplo, la gran obra en dos
tomos De Deo Trino, de B, Lonergan, varias veces citada.
BIBLIOGRAFIA 335
K arl R ahner
BIBLIOGRAFIA
I. ARTICULOS
1. Teología católica
Atés, A. d,) De Deo Trino (París 1934).
Billot, L., De Deo Uno et Trino (Roma 81957).
Brinktrine, J., Die Lehre von Gott II (Paderborn 1954).
Dalmau, J. M., Sacrae Tbedogiae Summa II (Madrid *1964) 222-438.
Diekamp, F., y Jüssen, Kl., Kath. Dogmatik I (Münster 12131958) 265-361.
Franzelin, J. B., De Deo Trino (Roma 21874).
Galtier, P., De SS. Trinitate in se et in nobis (Roma *1953).
Lonergan, B., De Deo Trino I-II (Roma, 1 ,21964; II, 1964).
Pesch, C., De Uno Deo et Trino (Friburgo 51925).
Pohle, J., y Gummersbach, J., Lehrbuch der Dogmatik (Paderborn ,01952) 346-482.
Rabeneck, J., Das Geheimnis des dreipersónlichen Gottes (Friburgo 1950).
Scheeben, J. M., Handbuch der katholischen Dogmatik II (Gesammelte Schriften IV‘
Friburgo 21943).
— Die Mysterien des Christentums (Friburgo 21951; traducción española' Los misterio*
del cristianismo, Barcelona 1950).
336 ESBOZO DE UNA TEOLOGIA DE LA TRINIDAD
2. Teología protestante
Althaus, P., Die christliche Wahrheit (Gütersloh 31952) 689-700.
Barth, K., Die Kircbliche Dogmatik 1/1 (Zurich *1964) 367-514.
Brunner, E., Die christliche Lehre von Gott I (Zurich 31960) 208-244.
Elert, W., Der christliche Glaube (Berlín 1940) 241-277.
Trillhaas, W., Dogmatik (Berlín 1962) 107-119.
Weber, O., Grundlagen der Dogmatik (Neukirchen 31964) 386-438.
3. Teología ortodoxa
Jugie, M., Theologia dogmática christianorum ab ecclesia catholica dissidentium II
(París 1926ss) 296ss.
Lossky, V., La Procession du Saint-Esprit dans la doctrine trinitaire orthodoxe (Pa
rís 1948).
Gollwítzer, H., Die Existenz Gottes im Bekenntnis des Glaubens (Munich 1963).
González, O., Misterio trinitario y existencia humana. Estudio histórico teológico en
torno a San Buenaventura (Madrid 1966).
Gríllmeier, A., Christ in Christian Tradition. From the Apostólic Age to Chalcedon
[451] (Londres 1965).
Haible, E., Trinitarische Heilslehre (Stuttgart 1960).
— Die Einwohnung der drei góttlichen Personen im Christen nach den Ergebnissen
der neueren Theologie: ThQ 139 (1959) 1-27.
Haring, M. H., Petrus Lombardas und die Sprachlogik in der Trinitatslehre der
Porretanerschule, en Miscellanea Lombardiana (Novara 1957) 113-127.
Hayen, A., Le Concile de Reims et Verreur théologique de Gilbert de la Porrée: «Ar
chives d’Histoire Doctrinale et Littéraire du Moyen Age», 1 0 (1935-1936) 29-102.
Hemmerle, K., Zum Verstandnis der Potenzenlehre in Schellings Spatphilosophie:
PhJ 74 (1966) 99-125.
Hufnagel, A., Bonaventuras Personverstándnis, en Theologie in Geschichte und Ge-
genwart (Festschrift für M. Schmaus; Munich 1957) 843-860.
Ivánka, E. v., Plato christianus (Einsiedeln 1964).
Jüngel, E., Gottes Sein ist im Werden (Tubinga 1965).
Kaliba, K., Die Welt ais Gleichnis des dreieinigen Gottes. Entwurf zu einer trinita-
rischen Ontologie (Salzburgo 1962).
Kasper, W., Das Absolute in der Geschichte (Doctrina de Schelling sobre la Trinidad;
Maguncia 1965) 266ss.
Krapiec, A., Inquisitio circa Divi Thomae doctrinam de Spiritu Sancto prout amore:
DTh (P) 53 (1950) 474-495.
Lonergan, B., The concept of Verbum in the writings of St. Thomas Aquinas: «Theo-
logical Studies», 7 (1946) 349-392; 8 (1947) 35-79, 404444; 1 0 (1949) 3-40, 3 5 9 -
393 (traducción francesa: «Archives de Philosophie», 26 [1963]-28 [1965]).
Martin, R. M., La nécessité de croire au mystére de la Tres Sainte Trinité: RThom
21 (1913) 572-578.
McShane, P., The Hypothesis of intelligible emanations in God: «Theological Studies»,
23 (1962) 545-568.
Moingt, J., Théologie trinitaire de Tertullien, 3 tomos (París 1966; cf. RSR 54 [1966]
337-369).
Mühlen, H., Der Heilige Geist ais Person. Beitrag zur Frage nach der dem Hl. Geiste
eigentümlichen Funktion in der Trinitat bei der Inkarnation und im Gnadenbund
(Münster 1963).
— Una Mystica Persona (Munich 1964).
— Person und Appropriation. Zum Verstandnis des Axioms: In Deo omnia sunt
unum, ubi non obviat relationis oppositio: MThZ 16 (1965) 37-57.
Nicolás, J. H., Présence trinitaire et présence de la Trinité: RThom 50 (1950) 183-191.
Óchslin, R., Der Eine und der Dreieinige in den deutschen Predigten, en Meister
Eckhart, der Prediger (Festschrift zum Eckhart-Gedenkjahr; Friburgo 1960) 149-167.
Otto, St., Augustinus und Boethius im 12 Jh. Anmerkungen zur Entstehung des Trab
iates «De Deo uno»: WiWei 26 (1963) 15-26.
Pannenberg, W., Grundzüge der Christologie (Gütersloh 1964) 28s, 169-185, 355s.
Pelster, F., Petrus Lombardas und die Vérhandlungen Über die Streitfrage des Gilbertus
Porreta in Paris (1147) und Reims (1148), en Miscellanea Lombardiana (Novara
1957) 65-73.
Penido, M. T. L., La valeur de la Théorie «psychologique» de la Trinité: EThL 8 (1931)
5-16.
— Gloses sur la procession d’amour dans la Trinité: EThL 14 (1937) 33-68.
— Á propos de la procession d'amour en Dieu: EThL 15 (1938) 338-344.
Rabeneck, J., Die Konstitution der ersten góttlichen Person: ThGl 47 (1957) 102-112.
Rahner, K., Bemerkungen zur Gotteslehre in der katholischen Dogmatik: «Catholica»
20 (1966) 1-18.
Ratschow, C. H., Gott existiert (Berlín 1966).
Richard, R. L., The Problem of an apologetical perspective in the trinitarian theology
of St. Thomas Aquinas (Roma 1963).
22
338 ESBOZO DE UNA TEOLOGIA DE LA TRINIDAD
FUNDAMENTOS DE L A PRO TO LO G IA
Y DE L A A N TR O P O LO G IA TEOLOGICA
SECCION PRIMERA
REFLEXIONES TEOLOGICAS SOBRE
LA ANTROPOLOGIA Y LA PROTOLOGIA
Nos toca preguntarnos por qué es necesario dar a la teología una dimensión
trascendental antropológica. Existen razones basadas en la esencia misma de la
cosa, es decir, en la teología y su objeto, y existen también razones basadas más
en lo propio de nuestro momento histórico, más del tipo de la apologética fun
damental.
3 A. Darlap: MS I, 123-126.
344 REFLEXIONES SOBRE LA ANTROPOLOGIA Y LA PROTOLOGIA
4 Ibíd., 134ss.
5 Ibíd., 155ss.
DIMENSION ANTROPOLOGICA EN LA TEOLOGIA 345
gran parte sin ser más que una ordenación sistemática de imágenes bíblicas. Desde
esta perspectiva no es a priori imposible que en muchos aspectos y a propósito
de muchos temas no existe aún una teología propiamente científica, es decir,
una teología realizada en reflexión trascendental. ¿Por qué no habría de ser esto
posible? El hecho de que en la teología se «sistematice» de algún modo no prueba
todavía que se haya alcanzado ya el estadio de conceptualidad y reflexión que debe
distinguir a la teología de la predicación, si es que la teología quiere ser otra
cosa que predicación. Ahora bien: esta diferencia sólo se da realmente cuando la
teología se plantea trascendentalmente, es decir, cuando se barajan explícitamente
los presupuestos a priori del conocimiento y de la realización de cada uno de los
contenidos de la fe, y cuando, a partir de ahí, se determinan los conceptos teo
lógicos objetivos.
Pero hay más. Yo no digo que el método antropológico trascendental haya
estado hasta ahora ausente sin más de la teología. No es cosa ahora de probarlo
con ejemplos pormenorizados; pero este método trascendental se practica siem
pre, por ejemplo, en el tratado de fe, en la cristología, en la teología fundamental,
etcétera, si bien con diversa intensidad, de un modo metódicamente no reflejo
y sin una explicitación programática formal. Pero no hay duda de que, sea lo
que sea lo que se ha hecho hasta ahora, la situación actual exige en teología el
método y el planteamiento antropológico trascendental. La gran filosofía occiden
tal seguirá siempre en evolución y la teología tendrá siempre que aprender de
ella. Pero esto no cambia nada el hecho de que una teología actual no puede
ni debe retroceder a estados previos a la autocomprensión humana elaborada en la
filosofía a impulsos del giro antropológico trascendental de Descartes, Kant, el
idealismo y la actual filosofía existencial. Es cierto que esta filosofía es en un
sentido acristiana, en cuanto que (salvo excepciones) cultiva una filosofía tras
cendental del sujeto autónomo, cuya subjetividad se cierra a la experiencia tras
cendental, y que el sujeto mismo se ve a sí mismo como punto de referencia per
manente original y terminal. Pero esa misma filosofía es en otro sentido cristiana
(más de lo que pensaron sus críticos tradicionales en la filosofía escolástica de la
Edad Moderna), puesto que, en una comprensión cristiana radical, el hombre no
es un elemento más en un cosmos de cosas, sujeto al sistema de coordenadas de
conceptos ónticos construido desde ahí, sino el sujeto de cuya libertad subjetiva
depende el destino de toda la realidad; de lo contrario, la historia de la salvación
y de la no salvación no podría tener relevancia mundana. Esta ambivalencia
intrínseca no es peculiar de la filosofía moderna, sino de toda obra humana y de
la filosofía de todos los tiempos. Esta ambivalencia no debe impedirnos ver lo
que hay de cristiano en esta situación moderna de la historia del pensamiento ni
tampoco impedirnos aceptar dicha situación, en su esencia básica, como algo de
lo que ya no puede prescindirse en una filosofía cristiana presupuesta por la
teología y, por tanto, en esa misma teología. Podría objetarse que la época a la
que está subordinada esta antropología trascendental se ha superado ya a sí misma.
Esa superación es cierta. Pero es también cierto que esa filosofía se ha transfor
mado para integrarse en la nueva filosofía de una época histórica nueva, y que
conserva así lo más auténticamente suyo. Si la teología no ha realizado aún ese
giro trascendental, no puede eximírsele de la tarea planteada por la filosofía
moderna por el hecho de que dicha filosofía haya quizá transformado su figura.
Cuando menos, habrá que repasar esa tarea, si es que la teología quiere estar
realmente a la altura del espíritu de una época que sucede a la «moderna». Esto
es doblemente válido por el hecho de que la supuesta filosofía de mañana, la
filosofía que corresponda a la autocompresión del hombre de mañana, tendrá en
parte sus raíces en el idealismo alemán. Es de suponer que en esa filosofía futura
CONSECUENCIAS 349
los temas serán; sociedad, crítica ideológica, nueva figura de la libertad en coor
denadas sociales nuevas, la experiencia de Dios en la experiencia del hombre que
se planifica a sí mismo, esperanza, etc. En ese caso, el hombre, su propio ser
entregado en manos de lo planificado y, por tanto, en manos de lo indisponible,
volverá a ser tema de la filosofía. Por consiguiente, también la configuración
de la filosofía de mañana exigirá de la teología de hoy y de mañana el giro hacia
una antropología trascendental.
3. Consecuencias
Ahora nos toca mostrar más de cerca, con vistas a los planteamientos exi
gidos por todo el contexto de este capítulo, qué consecuencias se derivan del
cumplimiento de la exigencia de una teología orientada trascendentalmente.
dente que una protología 11 total sólo es posible escatológicamente, es decir, desde
Cristo. Entre protología y escatología existe una correlación intrínseca en cuanto
que el comienzo es comienzo abierto hacia su término y sólo en el término llega a
sí mismo. En Cristo se produjo — aunque todavía en ocultamiento— el ésjaton;
la creciente presencia de ese ésjaton en la progresiva autorrealización del hombre
es a la vez presencia creciente del comienzo.
En consecuencia, el comienzo, como determinación permanente del hombre,
sólo es asequible a base de una etiología retrospectiva a partir de la situación
salvífica concreta. De ahí que la continuidad de la historia de la salvación sea
a la vez la continuidad de la protología en la experiencia progresiva de su posi
ción de punto de partida. El concepto de etiología, por tanto, hay que aplicarlo
también a las afirmaciones de la Escritura sobre la historia de los orígenes de la
hum anidad12.
Hacer etiología es, en sentido lato, indicar el origen, la causa de otra realidad.
En un sentido más estricto es señalar un hecho anterior como origen de un estado
o acontecimiento pertenecientes al ámbito humano. Esta indicación retrospectiva
hacia un hecho anterior puede hacerse a modo de representación simbólica de una
causa; lo único que entonces pretende la etiología es mostrar el estado presente
ilustrándolo plásticamente. Es el caso de la etiología mitológica. Esta etiología
mitológica puede haber sido elaborada con la convicción (o al menos en alguna
relación con la idea) de que el hecho anterior ha sucedido realmente así. La con
ciencia humana se encontrará a menudo ante este problema, sin pensarlo, en una
situación fluida de reflexión poética; la conciencia humana intenta representarse
el estado presente (del hombre, de un pueblo, etc.; en resumen, de una situación
existencial) como una magnitud que se le impone ineludiblemente a su ser y a su
obrar, pero a la vez intenta remontarlo hasta su origen primero. Estos dos inten
tos coexisten y se condicionan mutuamente. Pero etiología puede también ser la
inferencia real, objetivamente posible y justificada, de una causa histórica a partir
de un estado presente, que queda dilucidado por medio del esclarecimiento de su
origen, en un proceso cognoscitivo que sitúa en la misma perspectiva la causa
y la consecuencia actual. El plano categorial en que se sitúa cognoscitivamente la
causa realmente histórica puede ser diverso. Consiguientemente, el modo de ex
presar esa causa del propio ser, conocida por inferencia, puede verse más o menos
obligado a una plasticidad que no es la del acontecimiento pretérito, sino que
procede del campo experiencial del etiólogo, sin que por eso el contenido expre
sivo haya de ser puro objeto de una etiología mitológica. A esta etiología de que
hablo habría que llamarla etiología histórica.
La exégesis protestante suele ver las afirmaciones de la historia de los oríge
nes como etiología mitológica 13; lo que la Escritura dice del primer hombre no
es más que la afirmación siempre válida sobre el hombre como tal; «histórico»
es únicamente en cuanto que no expresa una esencia necesaria del hombre, sino
que expresa aquello que siempre sucede a pesar de que no era obligado que suce
diera («protohistoria», «suprahistoria», «historia de fe», etc., suele llamarse). La
14 Cf. A. Gaudel, Péché originel: DThC X II/I (1933) 459, 463, 473.
15 J. Heiselbetz, Uroffenbarung: LThK X (1965) 565-567; Theologiscbe Gründe der
nicbtchristlicben Religionen (Friburgo 1967).
16 J. Feiner, Urstand: LThK X (1965) 572-574; Origen, estado primitivo y proto-
historia del hombre, en Panorama de la teología actual (Madrid 1961) 297-334 (con bi
bliografía).
17 J. Feiner, op. cit., 297-334. L. Scheffczyk, Pecado original: CFT III (Madrid 1967)
398-409 (véase la bibliografía); K. Rahner, Pecado original: SM V (Barcelona 1974)
328-341; Evolution und Erbsünde (Friburgo 1967).
CONSECUENCIAS 3 53
K arl R ahner
SECCION SEGUNDA
1 Cf. R. de Vaux, A propos du second cent enaire d*Astruc-réflexions sur Vétat actuel
de la critique du Pentateuque: SupplVT I (Congress Volume Copenhagen; Leiden 1953)
182-198.
2 Cf. como característico de esta línea J. Wellhausen, Israelitische und jüdische Ge-
schichte (Berlín s1958).
23
354 EXEGESIS TEOLOGICA DE GENESIS 1-3
mático del sobrio texto creacional que aparece en muchos lugares: «Pues Dios
lo ha creado» (Sal 95,5; 96,5; 100,3; 24,2; cf. Sal 104; Job 38). Con este texto
se proclama y reclama constantemente la pertenencia de la criatura a Dios.
9 Cf. K. Rahner, Escritos I, 324; J. Feiner: FThh 245; Rahner aplica el «principio
de economía» a la acción creadora; Feiner, al acontecimiento revelador.
10 Cf. B. Jacob, Das erste Buch der Tora (Berlín 1934) 19-101.
356 EXEGESIS TEOLOGICA DE GENESIS 1-3
Pero, por otra parte, el contenido de Gn 1-3 no es sin más la fijación escrita
de las especulaciones sobre los orígenes, al estilo de los mitos cosmogónicos de
las culturas más antiguas que han llegado hasta nosotros 12. Una exégesis basada
únicamente en la ciencia de las religiones (Gunkel, Gressmann, escuela nórdica)
sostiene que el contenido de Gn 1-3 no es más que una compilación, a la que
se ha dado una impronta propia y sobre todo un revestimiento histórico, de sagas
y mitos sobre los orígenes del mundo. Esto no es exacto, aun cuando se reconozca
que Israel, al integrar y elaborar estas sagas y mitos, los ha sometido a una fuerte
reelaboración en la línea de la fe yahvista.
En la ciencia católica, en cambio, se afianza cada vez más la opinión de que
estos capítulos son profecía retrospectiva, es decir, que los hagiógrafos, para
hacer plenamente comprensible la situación presente, trazan retrospectivamente
el camino histórico y emiten afirmaciones acerca del comienzo, preñado de pro
mesas, del mundo y del hombre. Esta labor la pueden y deben llevar a cabo los
hagiógrafos gracias a la inspiración, inspiración que da a sus afirmaciones solidez
normativa. Sólo sobre este trasfondo podían resultar plenamente comprensibles
el plan de Dios para el hombre y el camino salvífico de este a través de la historia
hasta el fin escatológico, puesto que en todo momento están en juego el comienzo
feliz y la funesta intervención del primer hombre 13.
Consiguientemente, lo más acertado es considerar estos capítulos como gran
«etiología histórica» 14; ellos enuncian las componentes teológicas de la creación
y de la caída del primer hombre como comienzo de la historia, pero guardan ne
cesariamente silencio sobre los detalles concretos del cómo de estos decisivos
acontecimientos originales. Lo que Gn 1-3 traza es la panorámica teológica del
comienzo, panorámica en la que destacan los datos esenciales. Sólo esta panorá
mica hace comprensible la revelación ulterior de la llamada protohistoria hasta
Gn 1 1 y el comienzo de un nuevo camino salvífico en Abrahán, camino que,
pasando por Cristo y por la actual Era del mundo, conduce hasta el final. Sólo
en esta panorámica se pone al descubierto el propósito de Dios al crear. Ante
estas fundamentales afirmaciones teológicas palidece y queda relegado a un se
gundo plano el problema del cómo del origen del mundo, problema que a menudo
acucia inútilmente al hombre. Sobre este problema no puede el hombre esperar
respuesta concluyente y definitiva. Al hombre no le es dado seguir las huellas de
Dios en su actividad creadora.
3. Enunciados teológicos
a) Gn 1 en su conjunto.
Gn i —desarrollo dramático de la frase «pues Dios ha creado el universo»
diseminada por todo el AT— se sirve del esquema semanal o, si no se tiene en
cuenta más que el origen de las criaturas aisladamente, del esquema de seis días.
Hace mucho que se reconoce que esto no implica ninguna afirmación normativa
sobre el período de tiempo que tardaron las criaturas en surgir. De ahí que no
satisfaga ninguno de los intentos de ver en los seis días largas etapas de la crea
ción. Por este camino es prácticamente imposible establecer una concordancia
entre los resultados firmes de la ciencia y Gn 1 . Además, un tal intento de con
cordancia precisaría de corrección a cada nuevo resultado de las ciencias; su vi
gencia, de tenerla, duraría nada más algún tiempo.
En realidad, este esquema semanal contiene una afirmación teológica cuya
importancia no puede ignorarse; con este esquema se sanciona del modo más
elevado posible la semana de siete días como ritmo del trabajo y de la vida del
hombre. Al servirse la misma revelación del esquema semanal para presentar la
actividad creadora de Dios, se le reconoce a dicho esquema una relevancia de
primer orden, viniendo a resultar por parte de Dios un esquema normativo para
el ritmo de vida de todo hombre. La formulación peculiar e inusitada del tercer
mandamiento del decálogo, que comienza con «recuerda» (Ex 2 0 ,8 ), evoca y mo
tiva esta antigua tradición del esquema semanal. Según eso, este esquema expo
sitivo representa una afirmación normativa sobre la vida en Israel, vida en la que
la impronta cúltico-litúrgica ha de ser esencial.
Otra peculiaridad del relato, estructurado en estrofas, indica su dimensión
cultual y confirma lo dicho anteriormente. Gn 1,5.8.13.19.23.31 contiene el
mismo estribillo invariable: «Pasó una tarde, pasó una mañana: el día prime
ro, etc.». Este modo inusitado de precisar y delimitar el día sólo se entiende,
a mi parecer, a partir de la experiencia que Israel tiene de los principales hechos
salvíficos de Dios a lo largo de la historia de la revelación. Con otras palabras:
de este modo es fijado litúrgicamente el decurso del día. Ya mucho antes de que
se escribiese nuestro relato estaba el día configurado litúrgicamente y determinado
por el sacrificio diario, el llamado tamid. Este sacrificio renovaba continuamente
la presencia, al atardecer, de la obra salvadora de la salida de Egipto (Dt 16,6),
y al amanecer, del hecho salvífico central de la conclusión del pacto en el Sinaí
(Nm 28,6), manteniendo así siempre vivos en Israel los hechos salvíficos funda
mentales 15. Esta estilización peculiar intencionada demuestra que en la reflexión
teológica de Gn 1 están imbricados en una unidad el acontecimiento creador y la
obra salvífica y que, por tanto, la creación encuentra su determinación y moti
vación en la obra salvadora de Dios.
Otra cosa que llama la atención en Gn 1 es la gradación, claramente intencio
nada, de los momentos de la creación. Los diversos reinos de la creación van colo
cados formando una estructura teológica, de acuerdo con la visión de su tiempo
sobre la especie y esencia de los mismos: las criaturas inferiores surgen a la exis
tencia antes que las superiores. Con ello no sólo se indica una sucesión temporal,
sino que se expresa, en un cuadro comparable a la pendiente de una pirámide,
la mayor o menor cercanía o lejanía objetiva de cada una de las criaturas respecto
a Dios. En el punto más lejano a Dios está el caos absolutamente desordenado
y uniforme 16; en el punto más cercano, el hombre, imagen de Dios. De ahí se
deduce que con las diversas criaturas nace también a fa existencia un orden siste
15 Cf. sobre este problema A. Arens, Die Psalmen im Gottesdienst des Alten Bundes
(Tréveris 1961) 111-127. Para ver la importancia adquirida por el sacrificio diario en
la época posexílica, cf. Esd 3,1-6.
16 Cf. H. Junker, Die theologische Behandlung der Chaosvorstellung in der biblischen
Sckdpfungsgeschichte (Mélanges Bibliques rédigés en l’honneur de A. Robert; París,
sin fecha) 27-37.
ENUNCIADOS TEOLOGICOS 359
mático determinado por la creación, es decir, que en y con las criaturas mismas
viene ya dado el orden de la naturaleza; que cada una de las criaturas posee en sí
la capacidad para realizar su existencia de acuerdo con su naturaleza y especie,
con una referencia permanente, más o menos cercana o lejana, a Dios. Gn 1 es
profecía retrospectiva. Su intento no es narrar el cómo del origen de cada una
de las criaturas. Lo que entra en su perspectiva es principalmente el hecho de que
todo es creación de Dios. Que esto es así se ve fácilmente en que el autor casi
nunca aduce sino un mínimo de rasgos de cada una de las criaturas, justamente
los que precisa para sus afirmaciones: enunciar las cualidades de las criaturas no
es algo que le interese primariamente. En clara correspondencia de oposición con
esta parquedad está el uso desproporcionadamente frecuente de la palabra Dios.
Es ésta la palabra dominante del capítulo, no sólo valorativa, sino incluso numé
ricamente. «Dios dijo..., creó..., vio»: ésta es la estructura estilística uniforme
de cada parte del drama de la creación. Esto lleva necesariamente a la conclusión
de que el tema esencial aquí es la relación de la criatura con Dios: demostrar que
la criatura depende totalmente de Dios, ya que a Dios debe, sin excepción, su
existencia. Un narrador de lo que sucedió en la creación habría debido tener otro
modo de formular sus afirmaciones y de colocar los acentos.
A la misma conclusión nos vemos abocados si seguimos observando que el
juicio de valor «era bueno» se encuentra diseminado seis veces en el capítulo
(Gn 1,4.10.12.18.21.25) y que el v. 31 concluye resumiendo con el juicio «era
muy bueno». Tenemos aquí un juicio teológico de valor que no juzga de las cua
lidades de las criaturas desde una perspectiva científica, sino que significa una
valoración absoluta ante Dios. De este modo absoluto no puede un científico va
lorar las criaturas: lo más que puede hacer es pronunciarse sobre la comparación
entre dos criaturas o sobre lo bien organizados que están determinados miembros
para usos naturales. En el relato de la creación, en cambio, se hacen afirmaciones
esenciales sobre la relación de toda criatura con Dios, sobre su absoluta depen
dencia y, en consecuencia, sobre el absoluto poder que Dios tiene de disponer
de todo, así como sobre el valor de las criaturas a los ojos de Dios.
b) Problemas concretos de G n 1
c) Gn 2 .
En contraste con el relato mesurado, monótono y solemne de Gn 1 , la narra
ción de Gn 2 s es más viva, más cálida, más inmediata, más espontánea. Con todo,
un observador atento reconoce pronto que también el yahvista elige intencionada
mente sus palabras y formulaciones y construye sus perícopas con una orientación
determinada. Es cierto que aquí desempeñan un papel mayor narraciones de
25 Cf. G. v. Rad, Teología del Antiguo Testamento II (Salamanca 1973), con sus
notables exposiciones sobre la ley en las páginas 501-528, y el excursus muy instructivo
de H. Schlier, «Die Problematik des Gesetzes bei Paulus», en H. Schlier, Der Brief an
die Galater (Gotinga n1962) 176-188.
26 Cf. G. v. Rad, Das erste Bucb Mose, 6 6 .
27 Cf. H. Gunkel, Génesis (Gotinga 41917) lis.
364 EXEGESIS TEOLOGICA DE GENESIS 1-3
dignidad que el hombre, que ella es persona de la misma especie y esencia que él,
que ella posee el mismo valor y el mismo rango personal; cosa que complementa
Gn 1,27, indicando que ambos, cada uno por sí mismo, son imagen de Dios. El
versículo 24 saca del relato la conclusión de que hombre y mujer, por su diferen
ciación bisexual, están ordenados al matrimonio. Partiendo de la actual atracción
mutua de los sexos, el hagiógrafo, por inspiración profética, mira hacia atrás
y proyecta esa estrecha relación matrimonial entre hombre y mujer hasta antes
de la caída, hasta el comienzo mismo de la creación. En contraste con las expe
riencias de su tiempo, establece el autor en el versículo 25 que la corporalidad
humana no tenía entonces ninguna fisura: el pudor no existía por faltar su
correlato, el pecado28.
El relato de la creación no plantea ni responde directamente al problema de
si los primeros hombres fueron creados como una única pareja. Este problema no
entra inmediatamente en el círculo de interés del narrador. El relato más gráfico
de Gn 2 s habla de una única pareja humana; Gn 1 , por el contrario, deja abierta
la cuestión29.
d) Gn 3.
Sea que la duración del estado paradisíaco se conciba como algo prolongado
o como algo puramente momentáneo, lo decisivo es que en ese estado el primer
hombre debía ser sometido a prueba. El don supremo hecho al hombre consistía
en la libertad, base de su personalidad, y, por tanto, en la posibilidad de decidirse
por o contra Dios sobre la base del mandato (Gn 2,17). Con la libertad viene dada
la tentabilidad del hombre, y con ella, la posibilidad de una decisión desviada.
Entra así en escena un nuevo personaje: a los anteriores interlocutores, Dios
y el hombre, se suma el principio demoníaco. El hecho de que el principio demo
níaco se presente en forma de serpiente, es decir, en forma de un ser creado,
indica que no existe un principio malo absoluto al mismo nivel que Dios, es
decir, que la Biblia no conoce un dualismo absoluto, sino que en la figura del
mal ve una criatura.
En el centro de Gn 3, lo mismo que en Gn 2 , está el hombre. La serpiente
como portadora del mal queda en la periferia como principio catalizador. Lo que
interesa al autor no es lo que la serpiente es, sino lo que la serpiente hace. Gn 3
es, por su forma, una pieza maestra de psicología. Intencionadamente, el autor
coloca en boca de la serpiente la palabra elohim, sin artículo. Ya con ese rasgo
queda expresado el intento de Satanás de distanciarse de Dios y de proceder
independientemente, y queda apuntada la dirección en que la tentación conducirá
al hombre. La serpiente comienza con una mentira consciente (cf. Jn 8,44) y entra
así en diálogo con la mujer, quien toma de esa mentira pie para defenderse po
niéndose del lado de Dios. Al hacerlo, exagera y da muestras de debilidad. La
serpiente interviene de nuevo y presenta a Dios como mentiroso — a Dios le co
noce ella mejor que la mujer— ; aborda así a la mujer por su curiosidad y le
promete un lugar neutral desde donde juzgar a Dios y su precepto, y llega incluso
a atribuir a Dios sentimientos envidiosos. Promete aj hombre un saber divino,
un conocimiento íntimo de las cosas y el poder de disponer de ellas. Todo ello
despierta en el hombre el impulso a lo inaprensible, a lo ilimitado; el ansia fas
cinante de poder domeñar los misterios situados más allá del horizonte humano.
Lo que la serpiente promete es el colmo del conocimiento posesivo de los misterios
30 Para los diversos intentos, cf. los comentarios y sobre todo B. Reicke, The know-
ledge hidden in the Tree of Varadise: «Journal of Semitic Studies» 1 (1956) 193-201;
ahí se encuentra también una bibliografía completa sobre este problema.
366 EXEGESIS TEOLOGICA DE GENESIS 1-3
paraíso el camino del hombre en esta tierra estará marcado esencialmente por
la enemistad y la lucha contra el poder demoníaco. A pesar de que al género
humano se le nombra con la palabra «semilla de mujer» —expresión que en el
AT indica normalmente la debilidad humana— , el resultado de la lucha será
favorable a la humanidad; las imágenes de «quebrantar la cabeza» y «acechar el
calcañar» aluden inequívocamente, por su desproporción, a que el desenlace será
favorable al hombre.
Enemistad y lucha con el poder satánico caracterizarán en lo sucesivo el pere
grinar del hombre sobre la tierra. En el punto álgido de esta lucha están Jesu
cristo el Mesías y su madre María. En este punto crítico, la lucha, que habrá de
durar cuanto dure el mundo, se decidirá definitivamente a favor del hombre. La
sentencia punitiva de Dios contra el hombre caído contiene a la vez la promesa
de nueva salud, salud que, por el nuevo camino salvífico iniciado con Abrahán,
se hará realidad plena en la plenitud del tiempo y al final de la historia.
En los w . 2 0 s se dice, finalmente, que el hombre acepta tras la caída el nuevo
estado de alejamiento, de supresión de la inmediata cercanía de Dios y que in
cluso goza de la vida que se le concede a plazo limitado; que Dios sigue cuidán
dose del hombre caído y que con su providencia sigue siendo — aunque de otro
modo, como a distancia— el mantenedor de la vida humana. Con ello está indi
cada la base sobre la que el hombre debe caminar tras la caída; la vida humana,
aunque profundamente quebrantada con respecto a la paradisíaca, no queda al
margen de la providencia de Dios; ante ella brilla la promesa de la victoria defi
nitiva sobre Satán.
En resumen:
1 . En el trasfondo de las afirmaciones teológicas de Gn 1-3 late la verdad
fundamental: Dios es Señor y Rey. A medida que Israel, a lo largo de su historia,
fue teniendo repetidas veces la experiencia de que su Dios era más poderoso que
los reyes y dioses de los pueblos vecinos, fue tomando conciencia, paulatinamente,
de que el poder de Dios hubo de estar en juego no sólo en el presente de su
historia, sino ya desde el principio mismo de la creación. Los tres primeros capí
tulos de la Biblia contienen, pues, las más densas y expresivas afirmaciones sobre
el poder, superior a todo, de Dios.
2 . De Gn 1-3 se desprende diáfanamente que la culpa de la actual miseria
de la vida terrena la tiene el hombre y no Dios. Las frecuentes negativas del
pueblo elegido frente a su Dios a lo largo de la historia condujeron, en la re
flexión retrospectiva profética, hasta el comienzo mismo; así, se llegó a la per
suasión de la caída decisiva del primer hombre, cuyas consecuencias gravan al
género humano desde entonces a lo largo de toda la historia del mundo. Son así
estos capítulos una teodicea de gran estilo otorgada por la revelación.
H e in r ic h G r o ss
BIBLIOGRAFIA
SECCION PRIMERA
Egipto, tierra de esclavitud (Ex 2 0 ,2 ), fue así completándose, pasando por diver
sas corrientes de tradición —las diversas tradiciones de elección de las tribus de
Israel— , hasta convertirse en la historia multisecular de los pactos: el pacto si-
naítico en que medió Moisés; antes, el pacto con Abrahán (y con el mismo Noé);
después, el pacto con el rey David (e incluso con el sacerdocio levítico). Pero
el alcance de «los hechos históricos de Yahvé, en los cuales se basa la comunidad»
y que «dieron lugar a la antigua historia canónica» de Israel4, no encontró con
esa serie de pactos su primer origen y su término final. La revelación histórica
activa de Yahvé, la misma revelación que había dado lugar a la alianza, se anticipó,
para la fe de Israel, hasta la acción divina original de la creación del mundo; la
creación quedó así polarizada y vinculada como pre-supuesto a los «supuestos»
cuyo conjunto recibe el nombre de «alianza».
A base de conjeturas pueden encontrarse las condiciones de este paso, anali
zando la situación histórica del pueblo de Israel en el momento en que fueron
compuestos los textos de Gn 1 -3 sobre la creación. ¿Se pretendía que Yahvé,
señor de la historia, origen de toda fecundidad natural, resultase también acep
table para los seguidores de Baal, divinidad cananea de la naturaleza? ¿Se
pretendía dar un relieve ideológico universal a la monarquía davídico-salomónica
a base de poner en relación la historia de Israel con la historia del mundo?
¿O es que Israel, desterrado, se vio impulsado, en la situación límite a que
había llegado, a poner su fe en Yahvé, quien, por la creación, ha fundado y se
llado su poder sobre todos los poderes extraños y hostiles a Israel? ¿Pretendían
los sacerdotes, con su mentalidad tradicionalista —mientras que los profetas
ponían su esperanza en una alianza nueva— , revalorizar las antiguas promesas,
aparentemente fallidas, anclándolas en el horizonte total e inconmovible de la
creación del mundo? ¿Querían hacer del credo en la creación un credo salvífico
que se remontara hasta el origen con el fin de movilizar las últimas reservas
del pueblo? ¿Un signo prometedor alzado sobre el resto exílico de Israel, com
parable al arco iris, signo de alianza levantado sobre el resto del diluvio? Sea
lo que fuere de estas conjeturas, lo cierto es que la fe en la creación es mucho
más un punto final que un punto de partida en el conjunto de la fe de Israel
en Yahvé, su Dios de la alianza. La vivencia de su historia y, sobre todo, la
prueba desgarradora de una promesa cuyo cumplimiento se difiere e incluso se
esfuma, despertó en Israel la fe esperanzada en el Dios que tiene el dominio
ilimitado y original sobre los destinos de todos los pueblos y de sus insignifi
cantes dioses junto con toda la naturaleza. De no ser esto así, ¿cómo habría
podido Yahvé elegir a este pueblo de entre todos los pueblos para conducirle sin
engaño hasta su salvación? El pudo hacerlo: «Pues mía es toda la tierra»5.
En la elección de Israel llevada a cabo en la alianza va incluido el dominio cós
mico y la acción creadora de Yahvé. La fe en la creación es un momento intrín
seco de la autojustificación y autointerpretación reflexiva consecuente de la fe
en la alianza.
La relación básica alianza-creación ha encontrado su plasmación —plasma-
ción que confirma las anteriores reflexiones generales— en la misma forma
textual, en la estructura y en los rasgos concretos de los testimonios veterotesta-
mentarios sobre la creación.
El relato yahvista sobre la creación es el más impregnado por la conciencia
creyente que Israel tiene de la alianza de Yahvé.
Durante largo tiempo, con Wellhausen, la «alianza» estuvo rebajada a la
categoría de una idea tardía, propia de la mentalidad legal judía. Su origen esta
ría en la experiencia del exilio: al sentirse Israel abandonado por Yahvé, intentó
explicar este hecho en el contexto de una teodicea apologética achacando la
situación a la ruptura culpable de un pacto. Pero, en realidad, la fe de Israel en
el pacto — como han demostrado desde 1920 S. Mowinckel, M. Noth, A. Alt,
A. Weiser, G. v. Rad— está impregnando ya la primitiva vida cultual y jurídica
de Israel; su principal expresión institucional fue la fiesta de la renovación de
la alianza, que se remonta a la asociación de las doce tribus de la época pre
monárquica, cuyo santuario central, Siquem, está relacionado con la tradición
sinaítica. No es improbable, según esta teoría, que dicha tradición sinaítica se
remonte hasta Moisés mismo. Esta interpretación, en contraste con la anterior
(que sitúa la alianza en el exilio y le da un origen legal), concibe la alianza
original como una promesa puramente graciosa de Yahvé, como oferta de co
munión de tipo no contractual. Nuevas investigaciones 6 aportaron, desde 1954,
una comprensión más plena del pacto del Sinaí y de la alianza de Yahvé con
Israel en general. Resultado: esta alianza es una institución muy antigua que se
remonta hasta el tiempo de Moisés y que ya al principio mismo tuvo carácter
contractual. Dicho pacto está en estrecha relación formal con determinadas for
mas del derecho internacional del antiguo Oriente.
Textos contractuales típicos son los de Boghazkoi, Ras Schamra, Sefire,
Nimrud (siglos x i v -x i i i antes de Cristo); por medio de ellos unían consigo los
grandes reyes hititas a reyes de Asia Menor, Siria y Mesopotamia. Los pactos
de vasallaje están construidos así: 1 ) el gran rey se presenta a sí mismo, con sus
nombres y sus títulos; 2 ) prólogo histórico, que es a la vez el respaldo del con
junto: la historia de las relaciones entre ambos estados, que es sobre todo una
enumeración de los hechos magnánimos gratuitos que el gran rey ha llevado
a cabo en favor del vasallo —y a veces de un vasallo incluso infiel— ; 3 ) deter
minación de las obligaciones contractuales, generales y particulares, del vasallo;
4) invocación a los dioses como garantes del tratado, con amenazas de maldi
ción y las correspondientes promesas de bendición. Ningún tratado se concluye
sin documento escrito, que hay que depositar en los santuarios principales de las
partes pactantes; leerlo públicamente era por lo general obligación del vasallo.
Es innegable que el esquema de estos pactos de vasallaje influyó en los
relatos veterotestamentarios de la alianza. La oferta de alianza de Ex 19,4-6
muestra esta configuración tripartita: historia ( = 2 ), compromisos ( = 3 ) , ben
dición ( = 4). La conclusión propiamente dicha de la alianza (Ex 20,lss) comienza
así: «Yo, Yahvé, soy tu Dios ( = 1 ) , que te ha sacado del país de Egipto, de la
casa de servidumbre ( = 2 ). No habrá para ti...» ( = 3; enunciación de princi
pios y deberes concretos). El libro del Deuteronomio, en conjunto, está construido
según el esquema de alianza, así como también algunos trozos como D t 6,10-19.
20-25; y quizá el conjunto del Pentateuco sea un desarrollo de los dos elementos
fundamentales de la alianza, historia y ley. Donde más claramente se sigue el
6 G. E. Mendenhall, Lato and Covenant in Israel and the Ancient Near East (Pitts-
burg 1955; «Bibl. Archaeologist» 17 [1954] 26-46.49-76); id., Recht und Bund in Israel
und detn Alten Vorderen Orient (Zurich 1960); J. Muilenburg, The Form and Structure
of the Covenantal Formulations: VT 9 (1959) 347-365; K. Baltzer, Das Bundesformular
(Neukirchen 21964); W. Beyerlin, Herkunft und Geschichte der altesten Sinaitraditionen
(Tubinga 1961); D. J. McCarthy, Treaty and Covenant (Roma 1963); id., Covenant in
the Oíd Testament: The Present State of Inquiry: CBQ 27 (1965) 217-240; M. Weinfeld,
Traces of Assyrian Treaty Formulae in Deuteronomy: Bibl 46 (1965) 417-427; N. Loh-
fink, Bund: HaagBL (¿21967?). Cf. J. Haspecker: CFT I (Madrid 1966) 63-72;
W. L. Moran, Moses und der Bundesschluss am Sinai: StdZ (1961-62) 120-133.
372 LA AFIRMACION FUNDAMENTAL DE LA BIBLIA
9 Cf. E. Kutsch: RGG3 II, 910-917 (ibíd., bibliografía más antigua de M. Noth,
1928, y A. Weiser, 1931); O. Weber, Grundlagen der Dogmatik I (Neukirchen 21939)
1 1 2 s.
10 Cf. E. Jenni, Die theologische Begründung des Sabbatgebotes im AT (Zurich 1936).
Otra referencia litúrgica en Gn 1 : cf. supra, H. Gross, 357ss. La teología judía posterior
observó también la correspondencia entre las diez palabras creadoras y los diez manda
mientos. Para otros detalles, por ejemplo, sobre luz-tinieblas como elementos histórico-
salvíficos: E. Beaucamp, La Bible et le sens religieux de l’univers (París 1939) 117-132;
Th. Maertens, Les sept Jours (Gn 1) (Brujas 1931).
11 G. v. Rad I, 233: «P quiere mostrar con todo rigor que el culto, tal como se ha
plasmado históricamente en Israel, es la meta del origen y desarrollo del mundo. Ya la
misma creación está orientada a este Israel».
12 Así, J. Wellhausen. Cf. W. Zimmerli, Stnaibund und Abrahambund, en Gottes
Offenbarung (Munich 1963) 203-216; además, G. v. Rad I, 139.233, n. 93. D. J. McCar-
thy, Three Covenants in Génesis: CBQ 26 (1964) 179-189.
13 G. v. Rad I, 143.
374 LA AFIRMACION FUNDAMENTAL DE LA BIBLIA
16 El texto enmendado según los LXX y Qumrán dice: «Cuando el Altísimo asignó
a las naciones sus propiedades, cuando distribuyó a los hijos de los hombres, fijó las
fronteras de la tierra según el número de los seres divinos; pero la porción de Yahvé
es su pueblo, Jacob el lote de su propiedad». Cf. G. v. Rad I, 143, n. 4. A los elementos
del mundo de Dt 4,16-19 los ha privado Cristo de su dominio sobre los pueblos de la
tierra. 1 Cor 15,39.41 los enumera, en número de siete y en el orden del Génesis, pero
invertido; Rom 1,23 los reduce a cuatro (observación de N. Kehl, Innsbruck, 25 de fe
brero de 1963). Cf. también Gál 4,3-5.9s: relaciona la esclavitud bajo los elementos del
mundo con la esclavitud bajo la ley.
17 G. Gloege: RGG3 V, 1485.
376 LA AFIRMACION FUNDAMENTAL DE LA BIBLIA
atañen de nuevo al «Dios del cielo», que «da alimento a todas las criaturas»24.
La creación, como fundamento universal y permanente de toda obra maravi
llosa, es el prólogo de las acciones salvíficas de Yahvé; los sucesos salvíficos de
la historia de Israel son efecto y plenitud de la creación inicial, cuyos temas
expresivos y objetivos asumen dichos sucesos repetidamente.
En la litera tu ra sapien cial veterotestamentaria de los últimos siglos precris
tianos aparece a una nueva luz la relación entre creación y alianza. Estos escritos
tardíos, que están bajo el influjo de la poesía didáctica oriental antigua y sobre
todo de la egipcia, traslucen un acusado interés racional-intelectual por la inter
pretación del mundo y de la vida. No es preciso esperar al pensamiento helenista
cristiano ni a la filosofía escolástica para ver la teología histórico-salvífica de la
creación sustituida en proporciones amplísimas por una metafísica filosófica de
cuño preferentemente didáctico y popular. Esto es así. Sin embargo, no seríamos
justos si contrapusiéramos a las tradiciones más primitivas esta metafísica de la
creación, considerando que su «canonización» al final del AT es meramente
extrínseca. Ya los textos del G é n e sis contienen temas esenciales de la literatura
sapiencial, e incluso, parcialmente, su relación cronológica con dicha literatura
no es tan remota. Pero, sobre todo, también la ra tio sapiencial — en medio de
su tan pronto aquietado como inquieto y pesimista preguntarse por el sentido
de la creación y del proceder de Dios con respecto a este mundo— se sabe tran
sida por la confianza en el Dios de la alianza, creador de salvación por encima
de toda fuerza humana, y conserva la conciencia de estar ordenada a su ley,
que instruye e ilumina por encima de toda sabiduría o ignorancia humanas.
Los tres textos Job 28, Prov 8 y Eclo 24 «muestran el intento de poner
el indiscutible misterio de la creación del mundo en relación con la revelación
histórica de que ha sido objeto Israel» 25. El poema de Job 28, a base de la pin
tura de una mina antigua (w . 1 -1 1 ), canta al h o m o fa b e r que ha subyugado a la
tierra al descubrir sus tesoros, pero que no consigue encontrar la sabiduría:
sólo Dios la posee, Dios que ha fundado la sabiduría como misterio último del
mundo (w . 12-27). El verso final (v. 28), debido sin duda a una mano poste
rior, es más bien un paréntesis que una «inflexión»26; pone en boca de Dios
estas palabras dirigidas al hombre: «Mira, respetar al Señor — eso es sabidu
ría...»; la sabiduría del hombre, que es lo que une el cielo con la tierra.
En el capítulo 8 de los P ro v e rb io s muestra la sabiduría, el misterio del mun
do de Yahvé, su cara interna, alada y juguetona:
C u a n d o D io s a sen ta b a lo s c im ie n to s d e la tierra,
y o e sta b a allí, com o a p ren d iz,
y era su en can to co tid ia n o ,
to d o e l tie m p o ju gaba en su p re se n c ia ...
(w . 29s).
24 Cf. también Sal 24: vv. ls con w . 3 -6 . En Rom l,18ss; 2 ,lss sigue Pablo el mismo
esquema creación-ley. De modo semejante, Hch 4,24.25s.
25 G. v. Rad: EvTh 1964 (cf. n. 2 2 ) 72. Cf. G. v. Rad I, 439-451, para toda esta
sección.
26 G. v. Rad I, 445-447.
CREACION Y ALIANZA EN EL AT 379
justos de la tierra (vv. 15s). La sabiduría llega incluso a recabar para sí la deci
sión sobre la vida y la muerte (v. 35).
Eclo 24 da cima al sentido de esta pretensión decisoria: la refiere a la ley
y a la alianza. La sabiduría salió de Dios; ante ella se extendía la tierra; ella bus
caba un hogar entre los hombres y no lo encontraba (w . 3-7; cf. Prov 1,24-33
y Jn 1,11). Entonces, el creador de todas las cosas le procuró a la sabiduría
—creada antes de todo tiempo y eternamente duradera— una morada en Israel,
en Jerusalen, para que allí se desarrollara con la máxima fecundidad: ella es
«el libro de la alianza de Dios, la ley» (vv. 2 2 s) «en medio del pueblo» (v. 1 )
(vv. 8-32)27.
A otros textos basta aludir brevemente: Eclo 17,1-16 relaciona los compro
misos de alianza del pueblo con la creación del hombre. Eclo 42,15-43,33 intro
duce la alabanza histórico-salvífica de los antepasados (Eclo 44-50) con un am
puloso canto al creador. El v. 5 de Eclo 1 (versículo que, por faltar en los prin
cipales manuscritos, ha de ser un inciso posterior) subraya un rasgo característico
del Sirácida: la plasmación y expresión de la sabiduría en la ley28; el contexto
viene dado (vv. 1-4.6-8) por el horizonte de la creación. Eclo 15,1 (cf. 19,18):
«El que abraza la ley, logra la sabiduría». Sab 11,17-12,1; 19,6 (cf. 5,17; 16,
15-29) insertan el milagro del éxodo en el marco del absoluto poder creador de
Yahvé, como trastrueque de toda la creación para la salvación de Israel.
Por si las líneas de contacto entre creación y alianza no estuvieran suficien
temente claras en la literatura sapiencial, existen en el NT textos clave de la
creación en Cristo que la interpretan auténticamente29. El v. 11 de Jn 1 — «vino
a su casa y los suyos no le recibieron»— y el «acampar» del v. 14 se refieren,
corrigiéndolo, a Eclo 24,8, según el cual Dios dio a Israel la Torá-Sabiduría
(interpretado posteriormente en el sentido de que Dios se la ofreció a todos
los pueblos, siendo Israel el único en aceptarla) e hizo que «acampase en Jacob».
Heb 1,1-4 toma la terminología de los himnos sapienciales (las referencias están
añadidas al texto): «De una manera fragmentaria y d e m u ch o s m o d o s (Sab 7,22)
habló Dios en el pasado a nuestros p a d re s (Sab 9,1) por medio de los profetas;
en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó
h ered ero (Eclo 24,7.8.12) de todo, por quien también hizo los mundos; el cual,
siendo re sp la n d o r d e su glo ria (Sab 7,25s) e impronta de su esencia (Sab 6 ,2 1 )
y el que sostiene todo por su palabra p o d e ro s a (Sab 7,25), después de llevar
a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las
altu ras (Eclo 1,5; 24,4)».
Lo decisivamente nuevo frente a los himnos sapienciales es Heb 1,3: la «pu
rificación de los pecados». L a corrección de la especulación sapiencial la empren
de 1 Cor 1 -3 . Esa corrección resuena también en el «grito de júbilo» de Jesús
en M t 11,25-30 comparado con Eclo 51,1.23-27; 24,19:
Puede ser que la inclusión —«introducción forzada»30— del credo sapien
cial sobre la creación en el entramado de la revelación de la ley y la alianza de
Israel, desde el punto de vista de la redacción textual, tenga un carácter a menudo
secundario y aparezca como algo artificial y forzado; puede ser que esa conclu
sión, en cuanto a su contenido, actuara en un principio como factor reaccionario
27 Paralelos presentan los salmos 19; 74; 89, etc.; cf. supra, pp. 377s.
u W. Vischer, Der Hymnus der Weisheit in den Sprüchen Salomos 8,22-31: EvTh 2 2
(1962) 309-326, 316.
29 Según W. Vischer: EvTh 1962 (cf. n. 28) 318-325.
30 J. Fichtner, Zum Problem Glaube und Gescbichte in der israelitiscben und jüdi-
schen Weisbeitsliteratur: ThLZ 76 (1951) 145-150, 148.
380 LA AFIRMACION FUNDAMENTAL DE LA BIBLIA
2 . Creación en Cristo
1 Cf. además Rom 11,36; Ef 4,6; Heb 2,10. Para el estudio detallado del origen de
dichas fórmulas, cf. sobre todo E. Norden, Agnostos Theos (Darmstadt 41956) 240-250,
347-354; H. Lietzmann: HNT 8 (Tubinga 41933) sobre Rom 11,36; H. Hommel,
Schópfer und Erbalter (Berlín 1956) 99-107.
2 Sobre la fórmula cósmica del «todo», cf. en F. Mussner, Christus, das AU und die
Kirche (Tréveris 1955) 29-33 (bibliografía); B. Reicke: ThW V, 890s; E. Norden, Ag
nostos Theos, 240-250.
3 ThW VI, 879/24ss.
4 Cf. además A. Hockel, Christus, der Erstgeborene. Zur Geschichte der Exegese von
Kol 1,15 (Düsseldorf 1965).
382 CREACION Y ALIANZA EN EL AT
hará, y awoveq («eones») abarca todo el espacio y el tiempo 12. El Hijo actuó
como instrumento mediador en la creación del mundo por Dios. 2 ) La segunda
afirmación «cósmica» es: «el que sostiene todo con su palabra poderosa» (v. 3).
La expresión «sostener todo» está forjada en relación con formulaciones seme
jantes del judaismo tardío; por ejemplo, GnR 2 2 («tú sostienes lo de arriba y lo
de abajo»), ExR 36 («Dios sostiene su mundo»), Targ. Jerusch. I sobre Dt 33,27
(«el brazo de su fuerza sostiene el m undo»)13. La expresión significa la preser
vación del mundo de la recaída en la nada y en el caos. Esta recaída la impide el
Hijo «con su palabra poderosa». «Poder» (Súvcquq) no es aquí un término que
encubre el nombre de Dios — así se utilizó en el judaismo tardío 14— , sino una
propiedad del mediador de la creación, una propiedad de su «palabra» dotada de
fuerza creadora (el pronombre aÚToO pospuesto a 8 vváp£fc>q)15; el poder de su
palabra se manifestó en la creación del mundo, ya que ésta, según el relato
bíblico de la creación, sucedió por su palabra. Por eso el AT, en afirmaciones
teológicas sobre la creación, canta tanto a la «palabra» creadora de Dios como
a su «poder» creador (cf., por ejemplo, Ez 37,4; Is 40,26; 44,24ss; 48,13; Sal 33,
6 .9 ; 147,15-18 para «palabra»; Jr 27,5; 32,17; Is 40,26 para «poder»). La carta
a los Hebreos «cristologiza» estas expresiones al transferirlas al Hijo con la escue
tísima formulación de 1,3. El participio presente cpépmv proclama que la función
«sustentadora» del Hijo es permanente; el Hijo mantiene al mundo en la exis
tencia por su palabra poderosa, vigente siempre y siempre eficaz. En la perspectiva
de la carta a los Hebreos todo esto se refiere únicamnte al glorificado, constituido
ya en heredero de todo. El señorío escatológico de Cristo tiene su fundamento
protológico en el papel de mediación creadora, papel que proclama también el
prólogo del Evangelio de Juan.
5) Jn 1,1-4. La exégesis actual considera también el prólogo de Juan como
reelaboración de un antiguo himno de la comunidad cristiana al Logos 16. Frente
a concepciones contemporáneas (Filón) que veían en el Logos un «segundo Dios»
(SeuTEpoq fteóq), un «ser intermedio» entre Dios y el mundo, acentúa el prólogo
de Juan en primer lugar que el Logos es igual a Dios y que su ser es eterno
(v. Is). El v. 3 proclama que la función de mediación creadora del Logos es uni
versal (raxvra) y exclusiva («sin él no se hizo nada»). El hecho de que el prólogo
de Juan preste tanto énfasis a estas afirmaciones sobre el Logos tiene sin duda
un sentido polémico (cf., además, v. 1 0 : «el mundo fue hecho por él»); con ello
se rechaza ya de entrada todo tipo de dualismo creador (del tipo, por ejemplo,
del afirmado por la gnosis) y se destaca la unitas y la bonitas de toda la creación;
su fundamento es el Logos mismo, igual a Dios. El v. 4a proclama que el Logos
es la fuente de la vida («en él estaba la vida»); pero se refiere probablemente a 1&
vida «sobrenatural», dado que en el Evangelio de Juan el término fyyf) («vida»)
no significa nunca la vida físico-terrena 17. Este mismo Logos «por quien» todo
fue hecho trae a todos cuantos creen en su nombre la «vida» y la «luz» (expre-
Cf. bibliografía.
18
Cf. además ThW VII, 515-518; A. Feuillet, Jésus et la sagesse divine d’aprés les
19
évangiles synoptiques: RB 62 (1955) 161-196.
BIBLIOGRAFIA 385
F ranz M ussner
BIBLIOGRAFIA
PARA LA SECCION PRIMERA: LA AFIRMACION FUNDAMENTAL DE LA BIBLIA
20 Theologie des Alten Testaments I (Munich 1957) 141; cf. sobre todo 140-143, 449.
21 Cf. F. Mussner, Christus, das All und die Ktrche, 64-68.
22 Nuestras reflexiones sobre el tema «creación en Cristo» se limitan a exponer un
programa (fragmentario), que debe ser elaborado. El autor espera poder hacerlo algún día.
25
386 CREACION Y ALIANZA EN EL AT
Gross, H., Der Sinaíbund ais Lebensform des auserwahlten Volkes im AT, en Ekklesia
(Festschrift M. Wehr; Treveris 1962) 1-15.
Kóhler, L., Theologie des AT (Tubinga 31966).
Krinetzki, L., Der Bund Gottes mit den Menschen nach dem Alten und Neuen Testa-
ment (Düsseldorf 1963).
McCarthy, D. J., Der Gottesbund im Alten Testament. Ein Bericht über die Eorschung
der letzten Jakre (Stuttgart 1966).
Prenter, R., Schdpfung und Erlósung. Dogmatik I (Gotinga 1958) 83-105, 180-225.
Rad, G. v., Das theol. Problem des atl. SchÓpfungsglaubens (1938; Munich 1958)
136-147.
Scheffczyk, L., Schdpfung und Vorsehung: HDG II/2a (Friburgo 1963) 2-12.
— Die Idee der Einheit von Schdpfung und Erlósung in ihrer theol. Bedeutung: ThQ
140 (1960) 19-37.
Schmidt, W. H., Die Schópfungsgeschichte der Priesterschrift (Neukirchen 1964).
Schoonenberg, P., Alianza y creación (Buenos Aires 1969).
Smulders, P., Creación, en SM II (Barcelona 1972) 4-16.
2. Creación en Cristo
No conocemos monografía alguna sobre el tema «creación en Cristo». No existen
más que análisis aislados de textos de la cristología «cósmica» del NT. Ofrecemos aquí
una selección de los mismos.
SECCION SEGUNDA
INTERPRETACION TEOLOGICA DE LA FE
EN LA CREACION
Las primeras páginas del AT contienen las «verdades fundamentales que sirven
de presupuesto a la economía salvífica» l. La última —o la primera— de estas
verdades fundamentales es la creación del mundo por el uno y único Dios de
Israel. El credo de Israel se abre con las obras salvíficas de Yahvé, quien recaba
de su pueblo exclusividad, a la vez que le promete y le otorga salvación frente
a todos los pueblos de la tierra; Yahvé es el Señor de todos los poderes de la
historia y de todas las fuerzas de la naturaleza, puesto que él es quien desde el
principio crea y mantiene el mundo según su voluntad. El usa el mundo con el
mismo señorío con que lo ha creado. El poderío histórico de Yahvé se deduce
teológicamente de su omnipotencia creadora 2. La creación del mundo por Yahvé
es el horizonte abarcador y el fundamento definitivo de la alianza vivida por
Israel. Las narraciones del Génesis manifiestan, hasta por su misma forma redac-
cional, que reconocen que la creación es el presupuesto de la alianza de Yahvé
con Israel, puesto que para dichas narraciones la meta de la creación es la alianza,
la explicación de lo que en su destino hay de gracia y desgracia (Gn 2s) y la corro
boración del cumplimiento de la ley y de la santificación del sábado (Gn 1). Toda
la historia de la alianza, desde su centro que es el milagro del éxodo, se proyecta,
con mayor o menor claridad, sobre la pantalla de la creación del mundo. El
Deutero-Isaías sobre todo, pero también otros escritos proféticos, salmos y libros
sapienciales relacionan, cada uno a su manera, la confesión protológica (Dios es
el autor del mundo) y la espera escatológica (Dios, rey del mundo, hará justicia
a Israel y a todos los pueblos) con los momentos sucesivos y variados del destino
la creación. Tanto, que se ha llegado a decir9 que cada versículo del NT tiene
como trasfondo los fundamentales capítulos del Génesis sobre la creación y la
caída. Un examen detenido descubre esta resonancia incluso en los detalles del
mensaje neotestamentario; por ejemplo, en el Evangelio de Marcos: Cristo, a la
vez que consuma el mundo, recupera el paraíso; se remite al orden «del principio
de la creación» (10,6), ha «hecho todo bien» de nuevo (7,37; cf. Gn 1,3.10.12...),
tiene poder abosluto sobre toda la creación (4,36-41; 6,45-52; 16,15-20)101. Cristo,
por resumir en sí todo el acontecimiento salvador, es también quien recapitula
toda la realidad creada. Por él y en él se convierte la creación, de un modo uni
versal y definitivo, en el origen permanente de la salvación. «Mundo y huma
nidad son la encarnación in fieri» n . El tema es siempre y únicamente Jesucristo,
la revelación de Dios en el hombre y su humanidad: los misterios salvadores que
él trae consigo, que le preceden y le siguen12.
La creación es el origen permanente de la salvación, salvación que, prefigu
rada e iniciada en la alianza de Israel, posee y consigue cada vez más su funda-
mentación radical y su culminación universal en Jesucristo, en el Christus totus
caput et membra. La tarea preferente de la teología de la creación es interpretar
esta afirmación bíblica fundamental. De ahí que no deba comenzar con un aná
lisis de la estructura ontológica de las cosas para desembocar en que son creadas
de la nada (con un enfoque de abajo arriba, que es precisamente lo característico
de la filosofía). La teología de la creación debe dejar que el punto de partida se
lo dé el sujeto teológico mismo, el mismo creador, y dejarse llevar por el creador
a través del hecho de la creación hasta lo creado y su estructura de criatura (con
una dinámica cognoscitiva que es la característica de la teología). El trinomio
creator-creatio-creatura es el hilo conductor que ha de dirigir el intento teológico
de desentrañar en afirmaciones pormenorizadas el complejo creación; pero natural
mente tal hilo conductor no es más que un auxiliar metodológico, dado que los
diversos elementos se condicionan y se funden entre sí. Esto ha de encontrar
expresión aquí en cuanto que al desarrollar las ideas, sobre todo en las partes
probativas, intentaré cada vez asumir e integrar lo que precede.
Dios es creador por su palabra. «Dijo Dios: 'Haya luz’, y hubo luz»: es la
primera afirmación de la Biblia sobre la creación (Gn 1,3). «Dijo Dios» se repite
siete veces en Gn 1 (w . 6.9.11.14.20.24.26), antes de cada una de las obras crea
doras de Dios. El resto del AT no se refiere a menudo al hablar creador de Dios,
9 H. Odeberg (Skriftens studium, inspiration och auktoritet [1954] 26; citado por
G. Wingren, Schópfung und Gesetz, Gotinga 1960, 1410; cf. ibíd., 11-24). G. Wingren
(11459) mismo: «Todo lo que Cristo experimenta —tentación, cruz, muerte, resurrec
ción— tiene lugar porque la humanidad se encuentra en la situación descrita en Gn 1-3
y porque dicha situación es antinatural». Cristo —podría añadirse— redime a la teo
dicea (la fieoñ) que propugna este capítulo del Génesis.
10 Cf. G. Schneider, op. cit. (cf. nota 6); H. J. Schoeps, Restitutio principii as the
Basis of the Nova Lex Jesu: «Journ. of Bibl. Lit.», 66 (1947) 453-464.
11 E. Schillebeeckx, Gott in Welt II, 73.
12 Sobre el tema Cristo y creación, cf. L. Scheffczyk, Schópfung und Vorsehung (Fri-
burgo 1963) 13-23; del mismo autor, Die «Christogenese» Teilhard de Chardins und
der kosmische Christus bei Paulus: ThQ 143 (1963) 136-174. El tema se trata ex pro
leso en MS I I I / l , lllss. Véase el elenco bibliográfico de H. Riedlinger, El dominio
cósmico de Cristo: «Concilium» 11 (1966) 108-126.
390 LA FE EN LA CREACION
Puesto que todo ha sido hecho por la palabra de Dios, el cielo puede proclamar
la gloria de Dios día tras día, con un clamor silencioso que recorre toda la tierra
(Sal 19,2-7); las obras creadas, una tras otra, pueden ser convocadas para alabar
al Señor (Sal 148; Dn 3,57-90) 13.
Tampoco el NT habla frecuentemente de la creación por la palabra; pero
cuando lo hace, lo hace con claro énfasis. 2 Pe 3,5 renueva la confesión tradi
cional de que «los cielos existieron desde antiguo por la palabra de Dios». Según
Sant 1,18, el Padre de las luces «nos engendró por su propia voluntad, con pala
bra de verdad, para que fuésemos como las primicias de sus criaturas». Según
Rom 4,17, Dios «llama a las cosas que no son para que sean». «Por la fe sabe
mos que el universo fue formado por la palabra de Dios» (Heb 11,3). Cristo es
«la palabra» «por la cual todo fue hecho» (Jn 1,3). «El sostiene todo con su
palabra poderosa» (Heb 1,3). 2 Cor 4,6 recuerda la palabra poderosa «¡Haya
luz!»: ese mismo poder es el que hace que en nosotros se dé el conocimiento
de Cristo.
¿Qué implica este testimonio revelado de la creación por la palabra? En el
antiguo Oriente, la palabra tiene poder, y la palabra divina, poder creador. El
vocablo hebreo dábar significa etimológicamente que en Dios está escondida una
fuerza que puja por manifestarse; tiene sentido activo, dinámico: la «palabra, la
que salga de mi boca, no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me
plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Is 55,11). «¿No quema mi pa
labra como el fuego, y como un martillo golpea la peña?» (Jr 23,29)14. De Mar-
13 De la p a la b r a del Creador hablan expresamente sólo Sal 33,6; Sab 9,1; Eclo 39,
17; 42,15 (év taS^on; xuqíov xa eQya airtoñ); así como Sal 147,15ss; 148,8; Jdt 16,15s;
Eclo 39,31. Sobre la palabra de la creación en el AT, cf. H. Schlier: CFT III, 295-321,
sobre todo 296s; W. Zímmerli: .RGG VI (31962) 1809-1812; O. Grether, Ñame und
W o r t Gottes im AT (Giessen 1934) 135-139; L. Dürr, Die Wertung des góttlichen
W o r te s im AT und im antiken Orient (Leipzig 1938) 38-42.
14 Cf. también Is 5,14; Dt 32,47; Hch 19,20 («De esta forma, la palabra del Señor
crecía y se robustecía poderosamente»); 1 Tes 2,13; Ef 6,17; Heb 4,12.
DIOS CREA POR LA PALABRA 391
duk dice la mitología babilónica: «Su palabra engendra vida» 15. Es «la palabra la
que rasga los cielos arriba; la palabra, la que abajo conmueve la tierra» 16. Del
antiguo reino egipcio (milenio m antes de Cristo): el órgano creador de Ptah es
«la boca, que puso nombre a todas las cosas». El pronuncia «en cada cuerpo y en
cada boca» de los vivientes, desde los dioses hasta el gusano, su «palabra divi
na» 17. Una inscripción posterior (hacia el 200 antes de Cristo) canta al dios Thot:
«Todo lo que existe ha sido hecho por su palabra» 18. Otra inscripción, muy pró
xima a Gn 1: «Lo que sale de su boca, sucede; lo que él dice, se hace» 19. Lo
sorprendente es que los testimonios veterotestamentarios sobre la creación por
la palabra sean tan escasos y aparezcan tan tardíamente. Esto hace pensar que su
verdadero origen no es la mitología del antiguo Oriente, sino la propia expe
riencia histórica de Israel.
El mito babilónico de Enuma elish, que representa entre las cosmogonías
orientales antiguas el paralelo más estricto de Gn 1, no conoce creación del mun
do por la palabra20. Por otra parte, no parece que entre Gn 1 y los testimonios
egipcios expresos de una creación por la palabra exista una relación objetiva y,
por tanto, tampoco una relación histórica. En favor de la originalidad de la teo
logía veterotestamentaria de la creación por la palabra habla sobre todo la inves
tigación sobre la tradición histórica de Gn 1, que descubrió en este texto funda
mental dos líneas imbricadas: «relatos de acción», más antiguos, y «relatos de
palabra», más recientes21.
Donde más claramente se observa esto es en la quinta obra de la creación,
la de los cuerpos celestes22. El «relato de acción» (w . 16-18) dice así:
«Hizo, pues, Dios las dos lumbreras mayores: la lumbrera grande para regir
el día y la lumbrera pequeña para regir la noche, y las estrellas. Y las puso Dios
en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra, para regir el día y la noche
y para separar la luz de las tinieblas».
El «relato de palabra» (w . 14s):
«Dijo Dios: 'Haya lumbreras en el firmamento celeste para separar el día de
la noche y para señalar las solemnidades, los días y los años, y hagan de lum
breras en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra’».
El «relato de palabra» aparece como una versión sacerdotal complementaria
y posterior, destinada a interpretar y corregir el «relato de acción». Las razones
para afirmar esto son las siguientes: ha desaparecido la situación predominante
de los astros, ya que podría llevar a la veneración de los mismos. Se destaca acu
sadamente su carácter meramente funcional. El «relato de palabra» relaciona esa
función con la formación del calendario festivo, que pertenece al ámbito oficial
de los autores sacerdotales. Los astros quedan degradados a simples «cuerpos
luminosos», que no son la luz, sino únicamente sus portadores (W. H . Scbmidt
sospecha que en el «relato de acción» del v. 16, al igual que en las demás series
15 L. Dürr (cf. nota 13), 34. Para lo que sigue, cf. W. H. Schmidt, Die Schdpfungs-
geschichte der Priesterscbrift (Neukirchen-Vluyn 1964) 173-177.
16 L. Dürr, 9; más textos: ibíd., 6-19.
17 Ibíd., 24s. Cf. K. Koch, Wort und Einheit des Schdpfergottes in Memphis und
Jerusalem: ZThK 62 (1965) 251-293.
18 L. Dürr, 28.
19 Ibíd., 27s.
20 A pesar de una escena en la que Marduk por sola su palabra hace desaparecer y
reaparecer una constelación (IV, 19-26); según W. H. Schmidt (cf. nota 15), 173s, 177.
21 Desde B. Stade (1905) y F. Schwalle (1906); cf. actualmente W. H. Schmidt, en
especial 15-20, 169-177.
22 Ibíd., 109-120.
392 LA FE EN LA CREACION
del mismo tipo —por ejemplo, Sal 136,7-9; 104,19— figuraban originariamente
los nombres sol y luna, nombres que en el mundo que rodeaba a Israel — cf. ade
más Ez 8,16— designaban divinidades). El «relato de palabra» resume la acción
doble —por antropomorfismo— de los w . 16s («hizo D ios..., puso Dios...»)
en una sola palabra: «¡haya...!» (v. 14). En favor de la mayor antigüedad del
«relato de acción» habla, finalmente, el hecho de que el AT ofrece paralelos de
esta creación de los astros por la acción, mientras que la creación por la palabra
únicamente la insinúa23.
Los «relatos de palabra» de la narración sacerdotal de Gn 1 eliminan defi
nitivamente los residuos mitológicos procedentes del substrato religioso común
del antiguo Oriente. A la tradición influida por el mito babilónico de la natura
leza le anteponen una nueva interpretación: Dios, con un señorío absoluto, crea
todo el mundo con sola su palabra. Esta interpretación pertenece a un estadio
tardío de la reflexión teológica (en el relato yahvista era únicamente la historia
del hombre, no la creación, la determinada por la palabra de Dios: desde Gn 2,
15s; 3,14ss)24. De ahí se deduce que el factor determinante fue la experiencia
histórica que Israel adquirió de que las palabras poderosas de su Dios obraban
milagros, creaban salvación y todo lo hacían bien. Israel vivió la historia como
acontecimiento de la palabra, como respuesta a la palabra de Dios: experimentó
que la palabra de Dios se traduce inmediata y eficazmente en hechos. «Los suce
sos son palabra realizada, anuncio cumplido» 25. Lo mismo que en el capítulo
primero, en Gn (y en Ex) siguen correspondiéndose con la máxima precisión
orden divina y acontecimiento histórico26. La frase introductoria de los «relatos
de palabra» — «dijo Dios»— se vuelve a repetir continuamente en el Gn (6,13;
17,1 [P ]; 12,1 [J ], etc.) y en todo el AT cuando Dios habla a los hombres;
aparece también constantemente encabezando los oráculos de los profetas27. Pa
rece, pues, que la palabra de Dios, que en los profetas dirige la historia en cada
caso particular, se convirtió en tiempo de la literatura deuteronomista, por los
días del exilio, en guía de toda la historia, para pasar después, relativamente
tarde, a entrar en relación con la naturaleza. De configuradora de la historia pasó
la palabra a ser origen de la creación. «Sería, por tanto, más correcto considerar
la relación del dábár con la naturaleza como consecuencia última de ideas típica
mente israelitas que atribuirla a una asunción de ideas extraisraelíticas»28. Esta
interpretación teológica de la creación como creación por la palabra confirma
e ilumina la afirmación bíblica fundamental: la fe en la creación a partir de la
vivencia de la alianza, a partir de la historia de la salvación.
El hecho de que el origen de esta teología de la creación por la palabra se
sitúe en la historia de la salvación refuerza el carácter personal del hecho de la
creación, carácter que venía dado ya con la misma creación por la palabra. La
23 Textos i b í d 1161.
24 Ibíd., 170.
25 W. Zimmerli: EvTh 22 (1962) 25.
26 Cf. Gn 6,13-21 con 6,22; 7,13-16 y 8,16s con 8,18* 17,16-21 con 21,1-4, y 17,20
con 25,12-16. Además, sobre todo, las narraciones de las plagas: Ex 7,8-11,10. A ex
cepción de Gn 21,1 (¿y Ex 9,12?), es Dios quien ordena, pero no es él mismo quien
lo lleva a cabo (según W. H. Schmidt [cf. nota 15], 1712).
27 Is 7,3; 8,1; Jr 1,10; Am 7,15; Os 3,1, etc. (según W. H. Schmidt, 185).
28 O. Grether (cf. nota 13), 139; cf. ibíd., 103-111.120-139. Según W. H. Schmidt,
1761, «simplificando mucho» se puede decir «que la escuela deuteronomista, por influen
cia de la profecía, ve toda la historia a partir de la palabra de Dios. El escrito sacerdo
tal considera también así la creación».
DIOS CREA POR LA PALABRA 393
29 A pesar de que Sal 29; Am 1,2; Is 30,30 hablan de la voz tonante de Yahvé y no
de su palabra, y a pesar de los símiles naturales de Jr 23,29; Is 55,10s; 5,14.
30 27,4 (hacia el año 100 después de Cristo). Cf. más testimonios en pp. 362ss, y
Rouet: Indice, 181 (31 textos de toda la patrística).
31 De música, 6, 11, 29 (PL 32, 1179): «carmen universitatis»; De civ. Dei, 11, 18
(PL 41, 332): «pulcherrimum carmen». Sobre Agustín, cf. R. Berlinger, Augustins
dialogische Metaphysik (Francfort 1962) especialmente 216-239.
22 II Sent.y 13, 1, 2 (ed. Quaracchi, 2, 316): «Divinae autem dispositioni placuit,
mundum quasi carmen pulcherrimum quodam decursu temporum venustare».
33 Agustín, Enarr. in P s 45, 7 (PL 36, 518). Alano de Insulis (PL 210, 579):
«Omnis mundi creatura - Quasi liber et pictura - Nobis est et speculum». Hugo de San
Víctor (De arca Noe morali, 15: PL 176, 644s) compara el libro de la creación, obra
de Dios, con el libro que es la Sabiduría misma de Dios. Buenaventura habla del libro
del mundo: Hexaemeron, 13, 12 (ed. Quaracchi, 5, 390); Breviloquium, 2, 12 (ibíd.,
230). Tomás, Sermo V de Dom. sec. de Adventu (Vives, 29, 194). Cf. E. R. Curtius,
Europaische Literatur und lateinisches Mittelalter (Berna 21954) 323-329; B. Monta-
gnes^, La Parole de Dieu dans la Création: RT 54 (1954) 213-241.
34 Loe. cit. (cf. nota 33), cap. 16 (645s). Este capítulo trata de las «tres palabras»:
1? palabra del hombre; la palabra de Dios, que es la obra de Dios, y la palabra de
Dios, que es ella misma Dios.
35 Excitationes, 1, 3 (ed. Basilea, 1565, 411s); según H. de Lubac, Catholicisme (Pa
rís 1965) 312s.
394 LA FE EN LA CREACION
mente a lo largo de los siglos hasta Juan, la voz que clama en el desierto..., ha
tomado por fin forma humana, y al cabo de una larga serie de modulaciones
hechas de enseñanzas y milagros, encaminadas a enseñarnos que el amor debe
elegir la muerte, la más terrible de todas las cosas terribles, lanzó un gran grito
y se extinguió».
Lutero36, con gran fuerza expresiva, habla de la gramática divina, en la que
las palabras de Dios son directamente las cosas del mundo: «Sed monendum hic
etiam illud est: Illa verba 'Fiat lux’ Dei, non Mosi verba esse, hoc est, esse res.
Deus enim vocat ea, quae non sunt, ut sint, et loquitur non grammatica vocabula,
sed veras et subsistentes res, ut quod apud nos vox sonat, id apud Deum res est.
Sic Sol, Luna, Caelum, térra, Petrus, Paulus, Ego, tu etc. sumus vocabula Dei,
imo una syllaba vel litera comparatione totius creaturae. Nos etiam loquimur, sed
tantum grammatice, hoc est, iam creatis rebus tribuimus appellationes. Sed
Grammatica divina est alia, nempe ut, cum dicit: Sol splende, statim adsit sol
et splendeat. Sic verba Dei res sunt, non nuda vocabula».
Estas consideraciones llegaron en gran parte a estereotiparse o a ser tenidas
como meras metáforas37; pero son consideraciones que abren el camino a una
visión más honda de la creación por la palabra.
El hombre no llega a conocerse a sí mismo sino por la palabra. Su saber
originario sobre el mundo y sobre sí mismo es un saber verbal. La palabra no es
un revestimiento adicional de una idea previamente concebida. La idea se hace
en la palabra, la palabra es el cuerpo vivo de la idea. Hacerse hombre es hacerse
palabra. Pero la palabra está esencialmente relacionada con el otro, con el tú.
El lenguaje es dialogal, es conversación; el monólogo (en cuanto el monólogo es
posible) no es más que la forma deficiente y frustrada del lenguaje38. La palabra
es el lugar originario tanto del propio hacerse como — formando una unidad con
el propio hacerse— de la relación yo-tú: «En el tú llega el hombre a ser un yo » 39.
La relación con el tú humano está transida y es posible y se concede y aflora por
la relación original con el tú que es Dios. El cogito de Descartes es, en una visión
más honda y plena, un cogitor (Franz Baader y ya el mismo Descartes): ser inter
pelado y expresado por el eterno «interlocutor» del hombre, por el Dios personal.
El hecho de que la plena constitución de uno mismo se realice por la comunidad
dialogal con otros hombres se basa en que el hombre está constituido primaria
mente por la palabra de ese «otro» que es Dios. Este punto de partida funda
mental de una filosofía de la palabra lo precisan de modo parecido Martin Bu
b e r40 y Ferdinand E b n er41. Lo han asumido y lo han desarrollado desde el punto
36 WA 42,17,15-23. Cf. WA 42,37,5-9; 13,17.33s; 14,6s; 15,3-18; 17,18.23; WA
17,11,191,4-12; WA 54,56,12-28...; D. Lofgren, Die Theologie der Scbópfung bei Lu-
tber (Gotinga 1960) 33-36; además, P. Meinhold, Luthers Sprachphilosophie (Berlín
1958).
37 Así, por ejemplo, Tomás de Aquino, De Ver., 4, 2: «in divinis metaphorice dicitur,
prout ipsa creatura dicitur verbum manifestans Deum»; de modo similar en I Sent.,
27, 2, 2, sol. 2 ad 3; S. Tb., I, q. 34, a. 1: figurative.
38 M. Buber, Das Wort, das gesprochen wird (1960), en Werke I (Munich 1962) 447:
«No hubo lenguaje hasta haber interpelación; únicamente pudo haber monólogo tras
romperse o interrumpirse el diálogo».
39 M. Buber, Icb und Du (1923), en "Werke I, 97.
40 Werke I: Scbriften tur Pbilosophie (Munich 1962) o Das dialogische Prinzip
(Heidelberg 21965). Cf. M. Theunissen, Der Andere. Studien zur Sozialontologie der
Gegenwart (Berlín 1965) 243-373. Anteriormente, aunque de mucho menos influjo:
E. Rosenstock-Huessy, Die Spracbe des Menschengescklechts (Heidelberg I, 1963; II,
1964); F. Rosenzweig, Der Stern der Erlósung (Heidelberg 31954).
41 Sobre todo, Das Wort und die geistigen Realitaten (1921), en Scbriften I (Munich
DIOS CREA POR LA PALABRA 395
1963) 75-342; cf. ib'td., 643-908. Cf. B. Langemeyer, Der dialogische Personalismus in
der evangelischen und katholischen Theologie der Gegenwart (Paderborn 1963) 15-108.
También A. Brunner ha hecho de la interpersonalidad de la comunidad de lenguaje la
base de sus esquemas filosóficos, por ejemplo, en Erkenntnistheorie (Colonia 1948);
Der Stufenbau der Welt (Munich 1950); Erkennen und Glauben (Revelar 1959).
42 Sobre todo, Der Glaube an den dreieinigen Gott (Jena 1926); Glaube und Wirk-
Uchkeit (Jena 1928). Cf. B. Langemeyer (cf. nota 41), 145-192.
43 Sobre todo, Der Mensch im Widerspruch (Zurich 31941); Wahrheit ais Begeg-
nung (Stuttgart 21963). Cf. B. Langemeyer, 109-145.
44 Das Wesen des Christentums (Tubinga 31963) 104-117.248-250; Wort und Glau
be (Tubinga 21962) 341-344.434-436; Luther (Tubinga 1964) 232s: hombre y mundo
son «acontecimiento de la palabra». La palabra de Dios es, en última instancia, Dios
entre los hombres.
45 Especialmente, Mundo y persona (Cristiandad, Madrid 1963); del mismo, El prin
cipio de las cosas. Meditaciones sobre los tres primeros capítulos del Génesis, en Medi
taciones teológicas (Cristiandad, Madrid 1965) 13-113.
46 Del lado protestante (en especial sobre la teología de la palabra): F. Melzer, Un-
sere Spracbe im Lichte der Christusoffenbarung (Tubinga 21952); E. Ortigues, Le temps
de la Parole (París 1954); M. Picard, Der Mensch und das Wort (Erlenbach-Zurich
1955); H. Noack, Spracbe und Offenbarung (Gütersloh 1964); P. Schütz, Parusia (Hei-
delberg 1960) 529-591; R. Bring, Das gotüiche Wort (Gütersloh 1964); G. Klein, Die
Theologie des Wortes Gottes und die Hypotbese der Universalgeschichte (Munich 1964);
F Mildenberger, Gottes Tat im Wort (Gütersloh 1964); F. Melzer, Das Wort in den
Wórtern (Tubinga 1965). Del lado católico: O. Semmelroth, Dios y el hombre al en
cuentro (Madrid 1959); Wirkendes Wort (Francfort 1962); Der Verlust des Personalen
in der Theologie und die Bedeutung seiner Wiedergewinnung, en Gott in Welt I, 315-
332; D. Barsotti, Christliches Mysterium und Wort Gottes (Einsiedeln 1957); H. U. von
Balthasar, Verbum Caro (Cristiandad, Madrid 1964); Das Ganze im Fragment (Einsiedeln
1963) 243-354; G. Siewerth, Philosophie der Spracbe (Einsiedeln 1962); G. Sohngen,
Analogie und Metapher (Friburgo 1962); W. Gossmann, Sakrale Spracbe (Munich 1965);
K. H. Schelkle, Gottes Wort (Einsiedeln 1965); M. Schmaus, Wahrheit ais Heilsbegeg-
nung (Munich 1965); L. Scheffczyk, Von der Heilsmacht des Wortes (Munich 1966).
47 R. Guardini, Mundo y persona (Cristiandad, Madrid 1963). Para lo que sigue,
B. Langemeyer (cf. nota 41), 208-222.255-264.
48 C. Tresmontant, Ensayo sobre el pensamiento hebreo (Madrid 1962).
49 H. Heine, Zur Geschichte der Religión und Philosophie in Deutschland (1834)
III, en Sámtliche Werke, en 12 vols. (Leipzig, s. f.), VII, 74.
50 C. Tresmontant (cf. nota 48) 74ss. También, según O. Semmelroth, Gott und
Mensch... (cf. nota 46: passim), tiene la obra creadora de Dios «carácter dialogal».
51 R. Guardini (cf. nota 47), 122.
396 LA FE EN LA CREACION
hombre sitúa a las cosas en su auténtica «categoría de cosa» S2. Sólo el hombre
puede, por su espíritu, alzar al mundo no espiritual hasta su situación propia
de respuesta a Dios, hasta aquel de quien el mundo procede. El mundo se con
vierte así en escenario de la gloria de Dios, en el theatrum gloriae Dei (Calvino).
Esto lo consigue el hombre: al captar el mundo y decir racionalmente lo capta
do, actúa en el mundo como testigo de la gloria del mundo y de D ios53. Pero
al obrar así, el hombre no se apropia extrínsecamente algo extrínseco a él: al ex
presar el mundo se expresa a sí mismo; a sí mismo como microcosmos, como
mundo en pequeño, como abreviatura del mundo (vistas las cosas en una pers
pectiva antigua y medieval; la Edad Moderna tiende a ver el mundo como «macro-
anthropos», hombre en grande, prolongación del hombre). El hombre concibe el
mundo en su conjunto desde el fundamento; el último fundamento ontológico
es que el mundo es dicción de Dios 54. Behémáh, «lo mudo», es uno de los voca
blos hebreos para designar a los animales, sobre todo a los animales superiores,
a pesar de que éstos emiten sonidos y muy intensos: sólo el hombre puede real-
mente hablar. El hombre, llamado él mismo por Dios por su nombre (cf. Is 43,1),
realiza todo esto preferentemente al poner nombre a lo no humano (cf. Gn 2,19).
Las cosas, al ser nombradas, al producirse la respuesta del hombre a la palabra
creadora de Dios, se hacen realidad y son realmente ellas mismas 55; de ahí se
desprende que las cosas han sido creadas para el hombre. El hombre es el autén
ticamente interpelado por Dios en todas las palabras creadoras: al hombre se
refiere Dios en primero y en último lugar. El Dios personal no puede original
mente dirigirse más que a la persona del mundo, al hombre. El hombre es el
interlocutor del diálogo creador de D ios56.
Este relativo antropocentrismo del mundo es posible y real porque la palabra
es «la constitución básica de la existencia humana» 57. En esta «constitución ver
bal»58 del hombre se centra todo lo dicho sobre la creación del mundo por la
palabra. El hombre es la criatura por antonomasia S9. En la interpelación de Dios,
a la cual el hombre responde, reside también el origen metahistórico del lenguaje
humano. Su nacimiento se produce por mediación del ser y obrar espirituales del
hombre: éste es el lugar dinámico en que aflora la palabra y brota la respuesta.
Pero el espíritu humano sólo es posible y real por la luz y la vida (Jn 1) que el
hombre tiene y es en Dios. La creación del hombre por Dios funda de modo
definitivo «la relación de la correspondencia personal»60. En una visión profunda,
el hombre es él mismo por medio de esta relación. Al acto creador de Dios res
ponde un acto creado: el hombre, persona creada. «Persona es el ser que yo
recibo al escuchar la palabra»61: «ser responsable, actualidad responsiva»62634. Al
llamarle al ser, al interpelarle dándole la existencia, Dios da el hombre al hombre
mismo; Dios da el hombre al hombre mismo al darse a sí mismo al hombre. De
donde se sigue: palabra de Dios y respuesta del hombre son dos caras de una
misma realidad. Dios es siempre quien se comunica al hombre en la palabra, y el
hombre es siempre aquel que se relaciona con esa comunicación aceptándola o re
chazándola. Con esta relación constitutiva del hombre-criatura con Dios-creador
está planteada la dependencia del hombre respecto a Dios. Si el hombre puede
decirse a sí mismo, autodeterminarse, disponer de sí mismo, esto sólo es posible
y factible porque Dios lo ha dicho, lo ha determinado, ha dispuesto de él. El
hombre es libertad responsiva, otorgada, «segunda» (dentro de esta dependencia
es auténticamente original y en ese sentido «primera»). Por otra parte, esta rela
ción del hombre con Dios lleva consigo el que la palabra creadora dirigida al
hombre (y todas las palabras creadoras le van dirigidas a él) sea siempre una
palabra que espera una decisión trascendental: decisión por o contra la salud,
decisión ante el Dios de la gracia. Es una palabra salvífica creadora de historia,
es una palabra en sí misma decisiva. Interpela a la conciencia del hombre Los
diez mandamientos de Dios son así sus «diez palabras» (Ex 34,18; D t 4,13) o sus
«palabras» sin más (Jr 6,19). Con la llamada «¿dónde estás?» quiere Dios obligar
al hombre a una respuesta, y el hombre, negándose a Dios, enmudeció. El hom
bre es capax verbi divini porque le ha sido otorgada la existencia por la palabra
fundante del primer principio. Creado por Dios por la palabra, el hombre ha sido
creado para responder a Dios y a los demás hombres. Este es el diálogo creador
persistente desde el principio, realizado con la gracia de Dios o frustrado por
culpa del hombre.
En el relato de la creación de Gn 1 no se interpreta la creación del hombre
como algo que sucede por la palabra M. Según el «relato de palabra» del v. 26,
la palabra ni crea (como Gn 1,3.6.14) ni da el encargo de producir (como G n 1,
11.24). Se limita a anunciar la acción de Dios; la auténtica creación la realiza
Dios y nadie más (v. 27). Pero es posible que esto haya que explicarlo únicamente
como cuestión de la historia de la tradición; puede ser que el v. 26 perteneciera
ya a un estadio más antiguo del texto, sin que pudiera ser sustituido por una
60 E. Brunner, Wahrbeit ais Begegnung (Berlín 1938) 49.52 y passim; para lo que
sigue, cf. ibíd.y 34-38.
61 F. Gogarten, Die Kirche in der Welt (Heidelberg 1948) 105. H. Thielicke, Theo-
logiscbe Etbik I (Tubinga 21958) 284: «La persona como imago Dei significa ser inter
pelado por Dios». K. Rahner (StZ 177 [1966] 413): «El diálogo entre Dios y el hom
bre, cual es 'sustancialmente* el hombre».
62 E. Brunner, Die christliche Lebre von Scbdpfung und Erlósung (Dogmatik II;
Zurich 21960) 72: «Nos cuesta identificar estructura y relación. Pero ésa es precisamen
te la originalidad del ser humano, que su estructura es una relación». Esa identifica
ción no es ni posible ni necesaria: la estructura ontológica es la consecuencia de la re
lación trascendental constitutiva Creador-criatura.
63 Cf. G. Ebeling, Lutber (Tubinga 1964) 233: «La persona en cuanto ser del hom
bre ante Dios está constituida por la interpelación de la palabra de Dios, que dirige
y libera su conciencia».
64 Cf. W. H. Schmidt (cf. nota 15), 170.
398 LA FE EN LA CREACION
versión nueva, acorde con los «relatos de palabra» de las demás obras de la crea
ción; puede ser también que se pretendiera destacar la profunda diferencia que
hay entre la creación del hombre y la de los demás seres del mundo (con lo cual
la idea de la creación por la palabra habría quedado truncada precisamente al
llegar al momento álgido de su significado, al llegar a la creación del hombre, la
criatura de la palabra) 6S6; puede ser también que esta inflexión del texto —para
dójica según las reflexiones anteriores— sea una corrección anticipada de una
dialéctica de la creación y de una teología de la palabra que se pasaran de la raya
por olvidar, por ejemplo, que la palabra y la palabra de la creación no pueden
ser más que analógicas. La teología de la creación, que habla del hablar de Dios,
debe, como todo hablar humano, encontrar su plenitud en el silencio, en el si
lencio «callado» 6Ó. En la teología protestante se nota desde hace años una reacción
contra un pensamiento demasiado actualista de categorías personales y una vuelta
a la valoración de estructuras ontológicas del mundo 67’. Con ello sería compatible
la idea de que la teología católica, por su parte, debiera inclinarse más — sin
dejar, por supuesto, el tesoro de su tradición ontológica— hacia la experiencia
de lo personal — que también forma sistema— . La interpretación de la creación
por la palabra se sitúa definitivamente en su lugar correcto mediante el conoci
miento de la palabra creadora como palabra personal, el conocimiento del único
verbum de todos los verba de la creación.
El mundo fue creado «por el Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo».
Esta fórmula trinitaria, que se encuentra en A gustín68, es la interpretación teo
lógica del mensaje del NT.
Cuando el NT habla de «Dios» (o Seóq) sin más, se refiere a la primera per
sona de la Trinidad69: aquel a quien Jesús llama «Padre, Señor del cielo y de la
tierra» (Mt 11,25). Es Yahvé, el Dios del AT, creador de todo (Hch 4,24; Ef 3,9;
Heb 1,2). El credo de la Iglesia primitiva, como contrapartida a la desvirtuación
gnóstica del mundo y de su origen, antepone pronto al artículo central de Jesús,
Mesías y Señor, el fundamental artículo primero: «Creo en Dios, Padre todo
65 Las cosas existen por la orden de Dios; el hombre por su llamada (según Guar-
dini, op. cit.; cf. nota 56), pero precisamente esa llamada la silencia el texto del Génesis.
66 Sobre el «silencio 'poblado de palabras'» como «el fin y culminación del habla»
en M. Buber, cf. M. Theunissen (cf. nota 40), 291.
67 Cf. G. Gloege, Der theologische Personalismus ais dogmatisches Problem: KuD
1 (1955) 23-41. Demasiado fuerte parece la afirmación polémica de W. Pannenberg,
quien sostiene que «la idea de la creación por la palabra tiene sus raíces en las convic
ciones arcaicas sobre el poder mágico de la palabra» (Theologie für Nichttheologen IV,
edit. H. J. Schultz, Stuttgart 1965, 88); cf. W. Pannenberg, Was ist der Mensch? (Go-
tinga 21964); del mismo (ed.), Offenbarung^ ais Geschichte (Gotinga 21963). P. Tillich
pone también en guardia contra la confusión en el uso de «palabra»: Systematische
Theologie I (Stuttgart 21956) 187-189.
68 Comentario al evangelio de Juan 20,9 (PL 35, 1561): «Unus mundus factus est
a Patre per Filium in Spiritu Sancto». Similar: De vera religione, 55, 113 (PL 34, 172);
De Trinitate, 1 , 6, 12 (PL 42, 827).
69 K. Rahner, Theos en el Nuevo Testamento, en Escritos I, 93-167. También la
filosofía, cuando reconoce a Dios, reconoce al Padre sin principio, aun cuando no como
Padre, es decir, como generador del Hijo: ibíd., 150s.
EL CREADOR ES EL DIOS UNO Y TRINO 399
forma esencial reconocida y expresada77. Pero con ello nos hemos salido del
testimonio del NT.
La revelación del Hijo como persona divina hizo paulatinamente que la con
ciencia creyente conociera también al Espíritu como «tercera» persona divina. Lo
mismo ocurrió con la acción creadora del Espíritu: la teología no la desarrolló
sino en correspondencia con la función creadora del Logos-Hijo testimoniada por
el NT. Al hacerlo, la teología se basa en un entramado de textos bíblicos que
arrojan el siguiente resultado conjunto78: el Espíritu Santo se presenta como el
don original del amor intradivino, don que actúa en toda la actividad de dona
ción de Dios «hacia fuera»79.
Partiendo de su función esencial, el AT no puede ser más que anticipo de la
revelación por la obra creadora del Dios trino. Preparación de la revelación del
Espíritu creador: «El espíritu del Señor llena el mundo» (Sab 1,7); su aliento
da la vida (Gn 6,3; Ecl 12,7; Job 27,3; 34,14). La creación, que Dios lleva a cabo
según su beneplácito (Sal 115,3; 135,6), es la obra de su gracia y de su bondad
(Sal 33,5; 36,6; 89,15; 136,1-9; 145,9). Sobre todo la época tardía del AT da
gran relieve a las afirmaciones sobre el amor de Dios: «El ama a su creación más
de lo que ningún hombre puede amarla»80. Sab 11,24-26: «Amas a todos los
seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues si algo odiases no lo habrías creado.
¿Y cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido?...». Pero todo esto no
significa aún la personalidad propia del espíritu creador como expresión del amor
divino. Ya en el AT se prepara la revelación de la palabra creadora como per
sonal: a pesar de que el plural mayestático de Gn 1,26; 3,22; 11,7 en sentido
literal no da para tanto (sino que expone una especie de autoexhortación en la
77 En cierto modo, según el axioma escolástico: «Unumquodque agens agit per suam
formam» (Tomás, S. 77?., I, q. 3, a. 2). Cf. F. Malmberg, Über den Gottmenschen (Fri-
burgo 1960) 96.
78 Le 24,49: fuerza de arriba. Hch 2,32: promesa; 2,38: el don del Espíritu Santo;
11,17: don. Rom 5,5: el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el
Espíritu que se nos ha dado; 8,23: el don del Espíritu; 15,19: por la fuerza del Espíritu
divino; 15,30: amor del Espíritu. 1 Cor 2,12: he recibido el Espíritu... para reconocer
lo que Dios nos dio; 12,3-11 (dones del Espíritu, actuaciones del Espíritu). 2 Cor 1,22:
Dios ha puesto en nuestro corazón las arras que son el Espíritu; 3,3-6; 5,5: arras; 13,13.
Gál 3,14: promesa; 5,22; 6,22: el fruto del Espíritu. Ef 1,3-14: todo tipo de bendiciones
por el Espíritu, la primicia de nuestra herencia; 3,5-7: el don de la gracia de Dios, otor
gado por su poder eficaz; 5,18: la plenitud del Espíritu. Col 1,8: amor impulsado
por el Espíritu Santo. 1 Tes 1,6: gozo del Espíritu Santo; 4,8. Tit 3,5-7. Heb 2,4: dones
del Espíritu Santo, que Dios reparte a voluntad; 6,4s; 9,14. Jn 1,33; 3,8.34; 14,16.26;
16,7-15; 20,23. 1 Jn 3,24: el Espíritu que Dios nos ha dado. Según Sant 1,18, Dios
«nos engendró por su propia voluntad con palabra de verdad»; cf. Ap 4,11.
79 Merece resumirse aquí la reflexión de Tomás a este respecto: regalo es una presta
ción hecha sin referencia a una contraprestación. El origen del regalo es el amor. Lo
primero que el amor regala es a sí mismo. Es el don primario por el que se da todo
don desinteresado. Puesto que el Espíritu Santo procede xomo amor del Padre y del
Hijo, es él el don primario. Por eso decía Agustín (De irin., 15, 19: PL 42, 1084):
«Por medio del don que es el Espíritu Santo, se reparten entre los cristianos muchos
dones especiales» (S. Th. I, q. 38, a. 2). De modo muy semejante, Alberto Magno
(I Sent.y 18 A 1; ed. Borgnet, 25, 491): «Spiritus Sanctus est donum in quo alia dona
donantur... primum donum datur in seipso: quia ipsum est amor gratuitus in quo et
ipse et omnia alia secunda dona donantur».
80 W. Eichrodt, Teología del AT I, 227s; en la nota 93 de la página 227 aduce citas
de apócrifos veterotestamentaríos.
EL CREADOR ES EL DIOS UNO Y TRINO 401
que Yahvé se une con su corte celeste81), la tradición, desde la carta de Bernabé
(VI, 12; ¿hacia 130?), ha vinculado a estos textos su propia visión trinitaria de
la creación. El prólogo de Juan (Jn 1,1) asume ese «al principio» de Gn 1,1: est0
dio lugar a que en el principio como tal se viera a Cristo-Logos 82 y a que, de
modo equivalente, el ruaj de Gn 1,2 ( = viento, aliento, espíritu) se identificara
con el Espíritu Santo. Para Agustín 83 y Tomás 84 esto es teología bíblica dema
siado libre. Sin embargo, en Is 9,1 «envía» Yahvé una palabra: el verbo usado
es el término técnico que indica el envío de los profetas y de los ángeles por
Yahvé85. En la cumbre divisoria del salmo 119 se lee: «Para siempre, Yahvé, tu
palabra, firme está en el cielo» (v. 89); los treinta y ocho textos del AT en que
el verbo se encuentra, fuera de un texto corrompido, presentan el verbo nissab
como predicado específicamente personal. Aquí, y sobre todo en la literatura sa
piencial (Prov 1,20-33; 8. Sab 7-9. Eclo 1,1-8; 24. Job 28,12-28), comienza la
palabra (o su equivalente, la sabiduría de Yahvé) a adquirir perfiles personales
propios. Prov 8,22-31 proclama, según W. Vischer86, «la más honda, personal
y dinámica comunidad de ser y de obrar del Señor con la sabiduría». La «hijita
(otra lectura: el aprendiz) que juega»87, con la cual Yahvé proyecta el universo,
no es} según Vischer, más que una personificación poética de la idea expresada
en Prov 3,19s sin tal poesía: «Con la sabiduría fundó Yahvé la tierra, consolidó
los cielos con inteligencia»88. La sabiduría, por una parte, es creada (Eclo 1,4
y passim) y, por tanto, no es sin más idéntica a Dios; pero, por otra, lleva predi
cados divinos (Sab 7,17-30); en Sab 7,32: 8,6; 14,2 la sabiduría aparece como
texvltu;, artífice, y en 13,1, Dios mismo como Sab 9,1 identifica
sabiduría y palabra, sofía y logos. Según Mt 23,34, juntamente con Le 11,49,
Jesús es la «Sabiduría de Dios» (cf. también M t 11,16-19; Le 7,31-35 y 1 Cor 1,
2 4 )89. «Toda una serie de escritos confesionales de la Iglesia ha profesado expre
samente que 'Jesucristo es el Logos y la Sofía de Dios'» 90. La palabra, «la forma
salud», de modo que en él, «comienzo de los caminos», «poseyéramos salud re
dentora» 104. La visión trinitaria e histórico-salvífica de la creación vuelve a recibir
un impulso, esta vez más intenso, con Metodio de Olimpo 105 y con los grandes
capadocios del siglo iv: el Logos es el creador del mundo; su encarnación salva
dora es la culminación del mundo. El Señor de todas las cosas, creador y gober
nador del mundo, es el salvador y redentor que mató mi pecado en la cruz
(Gregorio de Nacianzo 106). En la concepción trinitaria, francamente económico-
salvífica, de los capadocios, las propiedades de las personas divinas repercuten en
la creación: para Basilio 107, el Padre es la causa que prepara; el Hijo, la causa que
realiza, y el Espíritu, la causa que culmina la creación. La teología latino-occiden-
tal, con Hilario de Poitiers 108 y Ambrosio 10910, tiene aún en cuenta la función crea
dora de Cristo-Logos, pero pierde de vista la relación con su actividad redentora,
fuera del siguiente destello teológico: Dios «creó el cielo, y yo no leo que entonces
descansara; creó la tierra, y yo no leo que descansara; creó el sol, la luna y las es
trellas, y tampoco aquí leo que descansara. Pero leo que creó al hombre, y entonces
descansó, pues ya tenía a alguien a quien perdonar los pecados» no. La interven
ción del Espíritu en la creación se califica de «gracia tan grande» m . Agustín
fusiona la teología de la creación y la teología trinitaria 112 de un modo que había
de influir en lo sucesivo. A todas las criaturas les ha dado su ser «la Trinidad
creadora», «el Padre por el Hijo en la donación del Espíritu Santo», quien garan
tiza que son buenas 113. Este origen imprime en todas las cosas creadas una estruc
tura trinitaria. Por la unidad de su ser, por su impronta formal, por su dinámica,
son las cosas las huellas (vestigio) de la Trinidad, de su ser eterno, de sti perfecta
sabiduría, de su gozo y de su amor. El hombre realiza la verdad de las cosas cono
ciéndolas y amándolas: de ahí que posea la prerrogativa de ser imagen (imago)
del Dios trino I14. Tampoco falta la visión económico-salvífica: la creación es deno
104 Oratio II c. Avíanos, 15 (PG 26, 305). Aunque personal, el Logos es algo así
como el «alma» de todo el mundo (De incarn., 41 [PG 25, 168s]; C. gentes, 36 [ibtd.,
72s]) y puede así ser también alma de un cuerpo individual en Jesucristo (De incarn.,
17 [ibtd., 125]); su perfecta reproducción mundana es el alma humana, un logos en
pequeño, camino, por tanto, hacia él y hacia el Padre: al Logos-Cristo debe correspon
der el logos-cristiano (C. gentes, 30-34 [ibtd., 61-69]; De incarn., 14 [ibtd., 121]; cf. la
Vita Antonii [PG 26, 838 hasta 976]). Cf. A. Grillmeier: Chalkedon I, 81-83.
105 Symposion, 3, 6-8 (PG 18, 68-76). Cf. Or., XXXVIII, 3 (PG 36, 314): «Dios
se manifestó a los hombres por el nacimiento: por un lado, como el que es, y en con
creto como el que es del que es eternamente... la Palabra; por otro lado, más tarde,
como el que por nosotros vino a ser, para que él, que ha dado el ser, otorgue el ser
feliz, o más exactamente, para devolvernos por la encarnación a él, a nosotros, que
por maldad hemos perdido el ser feliz».
106 Oratio IV, 78 (PG 35, 604).
107 De Spiritu sancto, 16, 38 (PG 32, 136).
108 De Trinitate, 12, 4 (PL 10, 456).
109 Hexaémeron, 1, 4, 15 (PL 14, 141).
110 Ambrosio, Hex., 6, 10, 76 (PL 14, 288).
111 Ibtd., 1, 8, 29 (PL 14, 150).
112 Así, por ejemplo, De civitate Dei, 11, 22 (PL 41, 372s).
113 De vera religione, 7, 13 (PL 34, 128); De Genesi ad litt., 1, 6, 12 (PL 34, 250s).
114 De Trinitate, 6, 10, 12; 9, 3-10 (PL 42, 932.962-972); De vera religione, 7, 13
(PL 34, 129); De civitate Dei, 11, 28 (PL 41, 342). En las ternas del reflejo trinitario
humano, los paralelos del Hijo y del Espíritu son la mayor parte de las veces conoci
miento y voluntad amorosa. En cambio, el paralelo del Padre váría entre ser, espíritu
como tal y las funciones espirituales primordiales de la memoria. Cf. M. Schmaus, Die
psychologische Trinitdtslehre des heiligen Augustinus (Münster 1927); R. Trembla,
404 LA FE EN LA CREACION
La théorie psychologique de la Trinité chez Saint Augustin (Ottawa 1954); del mismo
autor: «Rev. Univ. Ottawa», 24 (1954) 93-117.
115 Epístola., 177, 7 (PL 33, 767s).
116 De natura et gratia, 34, 39 (PL 44, 266): «Ipse est autem creator eius (= del
mundo) qui salvator eius».
117 De Trinitate, 6, 10, 12 (PL 42, 932).
1,8 Confessiones, 13, 34, 49 (PL 32, 866s).
119 De divinis nominibus, 5, 8 (PG 3, 821-824).
120 Homilía in prol. S. Ev. sec. loannem (PL 122, 287); De divisione naturae, 3, 16
(PL 122, 669). Eriúgena parece incorporar al proceso del mundo la dinámica de la
vida trinitaria de Dios, «quien se crea a sí mismo en todo» y «se hace en todo» (ibíd.,
3, 20: PL 122, 684). Pero el contexto suaviza las formulaciones paradójicas.
121 Textos en L. Scheffczyk (cf. nota 92), 73s. *
122 L. Scheffczyk, ibíd., 75.
123 Monologion, 9.33 (ed. Schmidt, I, 24.51-53).
124 De vanitate mundi, 3 (PL 176, 721s).
125 De sacramentos, 1, 6, 17 (PL 176, 273). Según Anselmo y Hugo, la historia de la
salvación culmina en la encarnación únicamente en cuanto que restablece el orden ori
ginal; cf. L. Scheffczyk (cf. nota 92), 75-77.
126 De Trinitate et operibus eius (!), prólogo (PL 167, 199).
EL CREADOR ES EL DIOS UNO Y TRINO 40.5
y culminador de la creación 127128.El Hijo, Sabiduría del Padre, es artifex omnium 12s.
En el «dixit Deus» de Gn 1 encuentra Ruperto incluida la generación del Hijo,
la creación del mundo y la encarnación del Hijo de Dios 129130. Esta encarnación no
es pura consecuencia del pecado, sino que radica en el plan original del Crea
dor 13°. En el Hijo del hombre se cumple que el hombre es imagen de Dios (Gn 1,
2 6 )131. Pedro Lombardo, quien compuso el texto de teología de los siglos siguien
tes, conoce también la causalidad trinitaria de la creación, actividad conjunta de
las tres personas de acuerdo con la sucesión ordenada de su origen 132; pero lo
que predominó fue la impronta ontológica.
En la línea franciscano-agustiniana de la alta escolástica se consideraron las
procesiones intradivinas del Hijo y del Espíritu en estrecha conexión con la crea
ción del mundo; tanto, que en ocasiones llegó incluso a intentarse deducir aqué
llas a partir de ésta, con la justificación de que una producción «hacia fuera»,
inevitablemente imperfecta, presupone necesariamente una producción perfecta
«hacia dentro» 133. En la visión universal escalonada de la simbología trinitaria
de Buenaventura todas las cosas creadas, con su unidad-verdad-bondad (ontoló-
gicas), son, en un sentido totalmente general, huella (vestigium) de la «Trinitas
fabricatrix»; las criaturas espirituales son, además, imagen (imago) del Dios trino,
quien es no sólo el origen, sino incluso el objeto de sus funciones espirituales
básicas, memoria-entendimiento-voluntad; finalmente, la gracia, por medio de
la fe-esperanza-amor, configura a la criatura a semejanza de la Trinidad, como su
similitudo 134135. El influjo de la filosofía aristotélica atemperó excesos especulativos
bien intencionados. Pero no carece de interés el exponer, para terminar, lo arrai
gada en la Trinidad que estaba la creación según la escolástica que a renglón
seguido se impuso, es decir, según la escolástica de Tomás de Aquino. Antes hay
que seguir hasta el final las líneas de esta panorámica de la historia de la teo
logía.
Escoto, Eckhart y Nicolás de Cusa tienen conciencia de la estructura trinitaria
del mundo y de la plenitud de la creación en Cristo Í3S. La teología de la creación
de Lutero y Calvino es decididamente cristológica e histórico-salvífica. En Gn 1
encuentra Lutero «el resumen de toda la Escritura»: la encarnación eterna del
Hijo, la muerte del hombre viejo y la vida del resucitado, es decir, del hombre
nuevo 136. Por parte católica, el enfoque cristocéntrico de la creación no resurge
137 «Ergo, si orbem creat, per Filium creat; si creatum regit, per Filium regit; si
collansum restaurat, per Filium restaurat» (Dogmata, 3, 162; según L. Scheffczyk, 11551).
138 L. Scheffczyk, 129.133.136.143s. También, según F. X. Dieringer (Lehrbuch der
kath. Dogmatik, Maguncia [1847], 51865, 218-368), la creación está predeterminada
«como fundación y preparación de la salvación». Posteriormente, piensa de modo simi
lar M. J. Scheeben.
139 Die christkatholische Theologie nach der Idee vom Reiche Gottes (1800-1804)
(Innsbruck 31844) II, 63.
140 Die christliche Dogmatik III (Friburgo 1848) 7-172.
141 Ibid., 3.
142 Enzyklopadie der theologischen Wissenschaften (Maguncia 21840) 624. Cf. P. Hü-
nermann, Die trinitarische Anthropologie bei Franz Antón Staudenmaier (Friburgo 1962).
143 Cf. a este propósito J. Splett, Die'Trinitdtslebre G. W. F. Hegels (Friburgo 1965).
144 Según L. Scheffczyk, 145s.
145 Cf. entre otros Das Wirken des Dreieinigen Gottes (Maguncia 1885).
146 W. Soloviev, Zwolf Vorlesungen über das Gottmenschentum (1878-1881) (Stutt-
gart 1921); S. Bulgakow, Die Tragodie der Philosophie (Darmstadt 1927) 131-222; G. A
Wetter, L. P. Karsawins Ontologie der Dreieinheit: OrChrP 9 (1943) 366-405.
EL CREADOR ES EL DIOS UNO Y TRINO 407
segundo Adán 147. Medio siglo más tarde marcó un hito la orientación cristocén-
trica —rigurosa y difícilmente superable en intensidad y extensión— de la teo
logía de Karl Barth, quien remozó la doctrina de la creación configurándola como
teología de la alianza (sobre todo en el tomo I I I / 1 —muy alegorizante por otra
parte— de su Dogmática). E. Brunner, R. Bultmann y, finalmente, sobre todo
G. Ebeling han hecho virar la impronta cristológica básica de Barth más deci
didamente hacia lo antropológico-existencial. En la teología católica reciente ha
encontrado también eco la visión histórico-salvífica unitaria de creación y salva
ción, sobre todo en E. Schillebeeckx 148, K. Rahner 149, H. Küng 15°, H . Volk 151
y L. Scheffczyk152.
Según la teología trinitaria metafísico-espiritual que Tomás de Aquino tomó
de Agustín 153, la creación está en la relación más estrecha posible con la vida
trinitaria de Dios. El Padre se reconoce en su perfecta reproducción, el Logos:
engendra eternamente al Hijo; Padre e Hijo se abrazan con un amor que pro
duce fruto personal: espiran eternamente el Espíritu. La creación tiene su origen
en ese mismo conocimiento y en ese mismo amor de Dios. De ahí que «el cono
cimiento de las personas divinas nos fuera necesario... para tener una recta idea
de la creación de las cosas» 154. Pues «al igual que la naturaleza divina..., también
la fuerza creadora, a pesar de ser común a las tres personas, les corresponde con
un cierto orden: el Hijo la tiene del Padre y el Espíritu Santo la tiene de am
bos» 15S. Así, «las personas divinas tienen influjo causal en la creación de las cosas
de acuerdo con la peculiaridad de su origen propio... Dios Padre ha llevado a
cabo la creación por su Palabra, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu
Santo. Son, por tanto, los orígenes de las personas los fundamentos del origen
de las criaturas»; pero esta relación viene dada por la intervención espiritual
esencial de Dios, es decir, por el entendimiento y la voluntad156. «Al igual que
el Padre se expresa a sí mismo y a todas las criaturas por la Palabra que él en
gendró..., así se ama a sí mismo y a todas las criaturas por el Espíritu Santo...» 157.
¿Puede alguien intentar —manteniéndose dentro de la ortodoxia— expresar más
vigorosa, profunda y precisamente la incorporación del mundo a la más íntima,
propia y divina vida de Dios? Desde luego hay que evitar (pero ¿sobrepasamos
con ello a Tomás?) que la relación de la creación con el Dios trino se quede en
esta referencia eterna y metahistórica del mundo a la Palabra-Logos y al Espíritu
del amor. Esa relación debe incluir la historia concreta de la salvación a todo lo
largo de la historia de este mundo. Si la creación tiene su fundamento intrínseco
en la alianza de Yahvé con Israel y sobre todo en la nueva comunidad salvífica
de los hombres en Jesucristo, entonces tiene también su fundamento permanente
desde siempre y para siempre en el Verbum caro factum y en el Espíritu que da
vida a la Iglesia. La creación se hizo, es y seguirá siendo dentro de estas coorde
nadas histórico-salvíficas concretas: creación del Padre por el Hijo en el Espíritu
Santo. Todo lo dicho por Tomás tiene vigencia, ya que indica la estructura meta-
cósmica de la cosmogonía ideal y real, estructura que debe llenarse a renglón
seguido con la totalidad concreta de ese cosmos que es el Christus fotus, las fun
ciones del acontecimiento que se llama espera del Mesías, encarnación, redención
en la cruz, Iglesia, juicio final y «nuevo cielo y nueva tierra».
«Omnis autem creatura clamat aeternam generationem»; desde el trasfondo
de esta afirmación de Buenaventura 158 sobre el origen ideal del mundo en la
generación eterna del Hijo — sobre el clamor de las cosas que atestigua esto—
pueden comprenderse las especulaciones de la tradición, que, desde Agustín, re
ducían las ideas platónicas hipostasiadas a la Palabra cognoscitiva única de Dios,
al Logos: «Loco enim harum idearum nos habemus unum, scilicet Filium, Verbum
Dei» 159. Para mantener rigurosamente la teoría de «las ideas en el Logos» se
llegó (con los alejandrinos Clemente y Orígenes 160 y con el actual entusiasmo
teilhardista161) a distinguir una doble creación: el cosmos espiritual y el mundo
sensible, a todas luces rudo e imperfecto. Tampoco se puede afirmar que en el
conocimiento de Dios se dé un «susurro» eidético previo, fijo y acabado del
mundo, que prenuncia hasta las últimas estructuras y hasta las funciones prima
rias de la realidad, como son la individualidad y la libre historicidad humanas.
Afirmarlo sería unilateral por intelectualista. Ahí radica el defecto básico de
Hegel: se ha valorado únicamente el conocimiento en Dios, sin tener en cuenta
el poder de realidad de la voluntad amorosa 162. Agustín, en sus últimos días, tuvo
sus escrúpulos por haber aceptado la expresión platónica de «mundus intelli-
gibilis_» 163.
La especulación de la tradición por lo que respecta a la teoría de las ideas
es sobria. Pero hay algo que, a pesar de dicha sobriedad, se decanta de tal es
peculación: la impronta espiritual de todas las cosas, debida a su origen trinitario.
La actual concepción evolutiva del mundo se coloca en esta perspectiva en contra
del dualismo materia-espíritu. Anselmo de C anterbury164 dice de Dios: «Uno
eodemque verbo dicit seipsum et quaecumque fecit». De ahí que las cosas sean
verba de v e r b o (no esencialmente iguales a la Palabra eterna, sino análogas
a ella)165. Tomás de Aquino llama a la criatura «verbum Verbi» y «vox Verbi» 166.
El mundo, con todo lo que hay en él, tiene estructura «lógica», tiene carácter
«icónico»167, por medio de aquel que es la Palabra (X,óyo<;) y la imagen
( e l x w v ) del Padre. Dios, «verdad subsistente», con un esbozo ideal, «verdad
naciente», establece todo el ser mundano, al que consiguientemente sobreviene
«verdad objetiva» 168. Por este su origen, las cosas son cognoscibles y pronuncia
bles. Este acontecer de la verdad en la creación es el fundamento último de todo
conocimiento humano logrado, del saber y de la ciencia. La llamada verdad lógica
del conocimiento humano está en relación consecutiva con la verdad ontológica
de las cosas, de cuya esencia es constitutivo el Logos del conocimiento divino.
Al igual que las cosas son palabras de la p a l a b r a , son también dones del d o n .
El carácter de palabra determina la impronta cognoscitiva, la inteligibilidad, la
esencialidad del ente; el carácter de don determina la apetibilidad, la actualidad,
la dinámica de la realidad y de la efectividad, la valorabilidad del ente. Las cosas
son algo y son algo. Tienen relación con el ser, con la realidad, con la realidad
propia y con la realidad total. Este elemento dinámico de actualidad, su realidad
efectiva y eficiente, se lo deben las cosas a la voluntad amorosa de Dios, comuni-
cadora de realidad, voluntad que intradivinamente fructifica en el Espíritu Santo.
Todo lo real «fuera» de Dios es don segundo de este primer don. «En realidad,
el hombre existe únicamente por ser amado» 169; esto es válido de un modo más
general, pero auténtico, de toda realidad mundana. «El amor de Dios infunde
creadoramente en las cosas su propia bondad» 17°. En los «trascendentales» de la
tradición metafísica —verdad y bondad de las cosas, como notas las más genera
les del ser— vemos con Agustín, Buenaventura y Tomás 17071 el reflejo y el efecto
de la Palabra personal y del Don personal de Dios, cuales son su Hijo y su Espí
ritu. No se trata de rasgos adicionales y secundarios de las cosas: los v e stig ia
T r in ita tis son precisamente los rasgos fundamentales, aquellos que hacen q u e las
cosas sean y que sean com o son.
Las cosas, que brotan del conocimiento y del querer de Dios (en su «egre
sión» de Dios), no pueden cumplir su orientación (su «regreso» a Dios) sino
a través del conocimiento y del querer del hombre. Esencia y realidad de las cosas
alcanzan en el hombre su realización consciente y libre, cognoscitiva y volitiva.
Las cosas son más ellas mismas — primariamente— en la Palabra y en el Amor
de Dios que en su existencia empírica múltiple, dispersa y ro ta 172173; de igual
modo — secundariamente— , las cosas son tanto más ellas mismas cuanto más
plena y nítidamente son conocidas y amadas por el hombre. Así, el hombre no
es sólo huella de la Trinidad, sino im ago T r in ita tis . Todos los elementos vesti
giales trinitarios que en él y en el resto del mundo laten anónimamente como
plasmaciones objetivadas los convierte el hombre en realización subjetiva, en ver
dad esclarecida y en afirmación libre. Destacando esta actividad se podría llamar
al hombre no sólo imagen, sino a la vez im a g in a to r del Dios trino. Según la
concepción expuesta, los v e stig ia T r in ita tis consisten en la unidad-verdad-bondad
como estru ctu ra s universales d e l ser (puestas por Dios y realizadas por el espíritu
humano). Pero la im ag o T r in ita tis se da en las fu n cio n es esp iritu a le s fundamen
tales del hombre, conocimiento y voluntad amorosa, compendiadas como totali
dad completa en su «ánimo» m .
El hombre como imagen cualificada y dinámica de la Trinidad: he aquí la
consecuencia de la llamada teoría trinitaria psicológica, según la cual Agustín,
y tras él Tomás y el conjunto de la teología católica, interpretan las procesiones
del Hijo y del Espíritu como acontecimientos espirituales de la P alabra-con oci
m ie n to y del A m o r- voluntad. A esta especulación trinitaria se le ha reprochado
que se detiene en las estructuras de la «Trinidad inmanente» •—la Trinidad en
s í — y deja en penumbra la «Trinidad económica» —las funciones histórico-
salvíficas de las personas divinas para con n o so tro s — . Puede que a lo largo de
la historia de la teología haya ocurrido esto; pero en la lógica, en la lógica diná
143 Comp. theoL, 201, n. 384: «Perficitur etiam per hoc ( = p e r incarnationem)
quodammodo totius operis divini universitas, dum homo, qui est ultimo creatus, circulo
quodam in suum redit principium, ipsi rerum principio per opus incarnationis unitus».
Cf. III Sent., 1, 1, 3 ad 1; 2, 1, 1 sol. Reflexiones similares en Buenaventura: J. Ratzin-
ger, Die Geschichtstheologie des hl. Bonaventura (Munich 1959) 142-147.
184 K. Rahner, Escritos IV, 151.
185 M. Seckler (cf. nota 153), 259.
m Cf. Tomás, S. Th. I, q. 33, a. 3 (ad 1). Cf. Ambrosio, Enarr. in Ps 38, 24 (PL
14, 1101): «¿Cuál es la imagen que guía el caminar del hombre? Sin duda, aquella
según cuyos rasgos ha sido él creado, la imagen de Di«s. Pero la imagen de Dios es
Cristo, resplandor de su gloria e imagen de su ser. Cristo vino a la tierra como imagen
de Dios para que nosotros en el futuro no camináramos en la sombra, sino en la
imagen». Además, Hilario, In Matth., 4, 12 (PL 9, 935).
187 M. Seckler, 104. Cf. Tomás, ó. Th. III, q. 8, a. 3.
188 K. Rahner, Sendung und Gnade (Innsbruck 41965) 62. Cf. Escritos IV, 125:
«El hombre es posible porque es posible la alienación ontológica del Logos». Además,
B. Welte, Auf der Spur des Ewigen (Friburgo 1965) 429-458.
189 Das Heil in der Geschichte (Munich 1964) 90.
CREADOR POR COMUNICACION LIBRE 413
De ver., 11, 4; De pot., 1, 5; 3, 15. Controversia semejante, aunque más amplia, entre
H. Veatch, A. O. Lovejoy y A. C. Pegis: «Philosophy and Phenomenological Research» 7
(1946-47) 391-438.622-634, y 9 (1948-49) 51-97.284-293.
194 Cf. notas 216s.
195 Así, por ejemplo, Pseudo-Dionisio Areopagita, De div. nomintbus, 4, 1 (PG 3,
694).
196 Así en Justino, Tertuliano, Mario Victorino, Eriúgena, escuela de Chartres
(cf. supra, 402, 404, y L. Scheffczyk [cf. supra, 40292], 4721.60.69.72-75).
197 1 Clemente, 27, 4; Arístides, Apol., 13; Atenágoras, De resurr. mortuorum, 12;
Taciano, Oratio VII, 3; Ireneo, Adv. haer., 2, 1, 1; 2, 30, 9; 4, 20, 1; Hipólito, C. haer,
Noeti, 10; Philosophoumena, 10, 32; Ambrosio, In Hexaémeron, 2, 2, 5; Atanasio,
C. Arianos or. III, 61; Agustín, In Ps., 134: 10; De Gen. ad Man., 1, 2, 4; De civ.
Dei, 11, 24; 21, 7.
198 Essais de Théodicée, 227-230 (ed. Gerhardt VI, 253-255).
199 Sobre Günther: DS 2828. Sobre Rosmini: DS 3218 (cf. DThC 13, 2397). Ante
riormente contra Abelardo: DS 726; contra Wiclef: DS 1177.
200 K. Barth, Die protestantiscbe Theologie im 19. Jahrkundert (Zollikon-Zurich
21952) 546 s.
201 DS 3002; cf. DS 3025: «Si quis... Deum dixerit non volúntate ab omni ne-
cessitate libera, sed tam necessario creasse, quam necessario amat seipsum...: a. s.».
Cf. J. Rabeneck, Die Lehrentscheidungen des Vátikanischen Konzils über die Freiheit
des Schopfers: «Scholastik» 32 (1957) 565-569.
416 LA FE EN LA CREACION
compatible con ello la aclaración de que esa necesidad con la que el mundo es
creado no es necesidad en sentido peyorativo 202.
Incluso las formas más elevadas de supresión dialéctica de la libertad crea
dora de Dios caen bajo el veredicto de Agustín, veredicto cuya tosquedad no es
más que aparente203: «Ubi nulla indigentia, nulla necessitas; ubi nullus defectus,
nulla indigentia. Nullus autem defectus in Deo: nulla ergo necessitas». Se daría
indigencia (que habría de subsumirse, por decirlo así, en la categoría superior
de defecto) aun en el caso de que Dios tuviera que crear el mundo no para
cubrir una deficiencia, sino para comunicar por necesidad su rebosante llenumbre.
Para el hombre y para su historia existe (cf. Le 24,25) una necesidad que viene
de Dios, pero que Dios mismo esté sometido a semejante necesidad es a todas
luces inconcebible. La acción creadora de Dios es absolutamente generosa nada
más que por ser absolutamente libre, nada más que porque al Creador no le
sobreviene de la creación valor ninguno, ni directa ni indirectamente, ni de un
modo tosco ni de un modo sublimado 204.
Al decir que la creación es acción libre de Dios está ya dicho fundamental
mente que es comunicación de la gloria y del amor de Dios. La más libre libertad
es el amor más amoroso, el don más activo. La libertad muestra su autenticidad
no en el recibir, sino en el dar. Es liberalidad: libertas-liberalitas. Da libremente
y da libertad. Cuando M. B uber205 dice: «¿Cómo existiría el hombre si Dios
no lo necesitase? ¿Cómo existiría un tú?», esto cuadra a lo que se llama amor,
pero no se refiere al principio último y sin principio. El otro puede ser afirmado
sin reservas por ser él mismo, por el mero hecho de ser ese otro, sólo cuando
el yo que ama no necesita al tú para sí mismo, es decir, cuando en el amor no
entra como motivación ningún tipo de referencia retroactiva propia que desvíe
(parcialmente) el amor. El fenómeno del amor, en su pureza y en su plenitud,
parece desmentir los constantes intentos de mezclar con el amor creador de Dios
una necesidad previa al sí libre de ese amor, por muy sutil que sea dicha nece
sidad. Están además todos aquellos fundamentos histórico-salvíficos de la alianza
de Yahvé con Israel y de la alianza con la humanidad en Jesucristo, Palabra
hecha carne; todo ello prueba que también la creación es expresión concreta del
amor de Dios y que ese amor, al crear el mundo, no pretende nada para sí. La
muestra más expresiva es el fundamento trinitario de la creación; realizada por
la Palabra, se realiza igualmente en el amor del Espíritu. Con la pluralidad de
sus formas finitas es don segundo del único, eterno e infinito don primero.
Dios realiza sus obras, realidad mundana e historia de alianza, por puro amor,
por pura bondad (Sal 136); hasta el cielo, hasta las nubes, llega su bondad y su
gracia, llenando la tierra (Sal 36,6; 33,5). Dios no tiene necesidad de nada — ¡él
es quien da todo a todos (Hch 17,25)!— ; Dios, quien, para decirlo con Lute-
ro 206, es un «horno ardiente de amor», no ha creado al hombre para obtener
algo de él, sino para darle algo a él y hacerle compartir su bondad.
207 S. Th. I, q. 19, a. 5: «Nullo modo voluntas Dei causam habet». E. Schillebeeckx
(Gott in Welt II, 53) traduce: «El querer de Dios no tiene en modo alguno un mo
tivo».
208 M. Schmaus, Katholische Dogmatik II, 1 (Munich 61962) 119.
209 Ibzd.
210 De p o t 9, 9.
211 S. c. gentiles, 3, 18.
212 DS 3002. No se ve bien cómo a base de esta afirmación del concilio pueda esta
blecerse como «principio de fe» lo siguiente: «El motivo de la acción creadora de Dios
es su amor a sí mismo...» (M. Schmaus [cf. nota 208], 118).
27
418 LA FE EN LA CREACION
dos reconocen los salmos 213 que el mundo honra y alaba a su Creador. Otros
testimonios del A T 214 hablan también de que el mundo y la historia están
llenos de la gloria del Señor. Pero es preciso evitar el equívoco de que el «fin
intrínseco» de lo creado — dar gloria a Dios— sea «fin extrínseco» del Creador.
Dios, al crear el mundo, no busco su propia gloria, a pesar de que el modo de
hablar del AT parezca a veces darlo a entender. La gloria de Dios es el fin «in
trínseco» de la creación creada, va impresa en ella, afecta a su esencia e incluso
en el fondo la constituye, pero no es el fin «extrínseco» del Creador al crear.
Nadie puede ni debe negar, es cierto, que «el mundo ha sido creado para gloria
de Dios» 21S. Dios quiere y debe querer que todas las criaturas le den gloria. Pero
no lo quiere en orden a sí mismo, sino en orden a la criatura, para que la cria
tura misma sea como Dios quiso eficazmente que fuera al comunicar su amor,
y quiere que todas las criaturas le den gloria porque eso pertenece a la realidad
y a la realización de la criatura. Por eso y sólo por eso quiere Dios ser glorifi
cado por lo creado. Pero la palabra del amor, por la que Dios hace sobre todo
que exista la creación espiritual, ¿no tiende directamente a la respuesta de la
correspondencia amorosa? ¿ N o es esto una exigencia esencial de lo personal?
Una vez más: Dios debe querer que le repliquemos con amor. Pero no lo quiere
por su p ro p io amor. Ninguna negativa creada desvirtúa ni impugna el amor de
Dios. Lo quiere por n o so tro s. Para que nuestro amor, y con él nuestro sentido
y nuestro ser, no se trueque en odio contra Dios (en forma de odio de Dios
contra nosotros nos llegaría entonces lo que en Dios mismo no deja ni puede
dejar de ser amor). La trascendencia absoluta del amor de Dios es su absoluta
inmanencia en el amor del hombre. Su divinidad es el desinterés absoluto y ab
solutamente libre. La libertad en la entrega, propia del amor, está en propor
ción exacta con la medida o lo inconmensurable de la categoría ontológica del que
ama. P lató n 216, y con él Plotino y Proclo217, dicen que Dios no es envidioso
y que no fue con los celos del Olimpo {¿ n i del Sinaí?) como descendió hasta
el hombre Prometeo. Presentan, por tanto, el amor de Dios más como ágape
que como eros. En consecuencia, la confesión cristiana de Dios no tiene que
andar con demasiados remilgos a este respecto. No andaba del todo errado
G. Hermes, influido por Kant y Fichte, al recalcar que el hombre es — tam
bién para Dios, y precisamente para él— fin en sí mismo; que no puede ser
puro medio para un fin, aunque ese fin sea tan alto y tan santo como la gloria
de Dios. A. Günther pensó que crear el mundo para buscar su gloria es un
egoísmo indigno de Dios 218. Pero al luchar contra la unilateralidad de una con
cepción exclusiva y superficialmente teocéntrica, Hermes y Günther se inclina
ron en exceso del lado de la otra visión extrema, el antropocentrismo absoluto.
Ambos fines —plenitud autoteleológica del hombre como persona en comuni
dad y glorificación de Dios por el hombre— son en realidad el mismo y único
fin concreto: la semejanza del hombre con Dios, el ser perfecto «como vuestro
Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). El hombre es hombre al estar abierto a
213 18,1-7.56.66s.92.94s.99.102-104.106.110.112s.117.133-135.144-147.
214 Nm 14,21. Is 6,3; 40,5. Hab 2,14. 1 Cr 16,8-36; 29,10-19. Dn 3,57-90. Eclo
17,7s; 42,16.
2,5 Vaticano I (DS 3025). Cf. 1 Cor 7,20.
216 Cf. Timeo, 29e, 30ab; Fedro, 247s. También Aristóteles, Metaf., A 2 ; 983a, 2 s.
217 Plotino, Enéadas, 2, 9, 17; 4, 8 , 6 ; 5, 2, 1; 5, 4, 1; 5, 5, 1 2 . Proclo, PPr 98.
122.131 (según K. Kremer: Parusia [Fsch. J. Hirschberger, Francfort 1965] 25408).
Sobre el desinterés de Dios en Agustín, cf. J. de Blic, en RSR 30 (1940) 1792, y con
énfasis, Hegel: 8 , 315; 10, 453; 16, 397s; 18, 249s.316s; 20, 26 (ed. Glockner).
2,8 M. Schmaus (cf. nota 208) llls.l51ss.; DS 2739, NR 179-183.
CREADOR POR COMUNICACION U B R E 419
219 Cf., por ejemplo, O. Muck, W arum glauben? (edit. W. Kern y G. Stachel,
Wurzburgo 31966); tesis 12: W. Kern, Philosophiscbe Erkenntnis G ottes? (Wurz-
burgo 1967) cap. 4.
220 In {esto Pentecostés III, 4 (PL 183, 331).
221 D e pot., 5, 4. Cf. S. c. gentiles, 3, 25: «Unumquodque tendit in divinam simi-
litudinem sicut in proprium finem». Además: S. c. gentiles, 2, 45; 3, 24. S. Th. I, q. 19,
a. 2-3; q. 32, a. 1 ad 3; q. 44, a. 4. G. Padoin, II fine delta creazione nel pensiero
di S. Tomtnaso (Roma 1959).
222 A dv. haereses, 4, 20, 7 (PG 7, 1037). (Cf. E. Schillebeeckx: G o tt in W elt II,
5510). También Atenágoras (D e resurr. m ort., 12 [PG 6, 997]) distingue y relaciona
un fundamento general de la creación (Dios creó al hombre por razón de sí mismo y
para que brillara su bondad y sabiduría en todas sus obras) y un fundamento más
cercano, intrínseco a los hombres creados mismos: la vida de los hombres («propter
eorum vitam»).
223 Quizá se pueda descubrir esta misma distinción entre esas dos «glorias» corre
lativas en el «brotar» y «afectar» de esta frase de H. Schlier (G o tt in W elt I, 517):
«El brillo del poder de Dios que brota en la creación y que afecta a las criaturas en
dirección a Dios es la gloria de su sabiduría».
224 Justino, A pol. I, 10 (PG 6, 340). Además: Justino, A pol. II, 4 (PG 6, 452):
óia tó ávftQoújmov yero*;. Dial., 41 (PG 6, 564): 8iá tóv a'vflQomov. Cf. también
I Clemente, 33, 4; Teófilo, 1, 6; Arístides, A pol. I, 3; Carta a D iognetes, 4, 2; Taciano,
Oratio, 4 (L. Scheffczyk [ á . supra, 40292], 39“ ).
225 Teófilo, 2, 10 (PG 6, 1064).
726 Hugo de San Víctor, D e sacramentis cbrist. fidei, libri prioris prol. 3 (PL 176,
184). Hugo establece una jerarquía un tanto audaz: «Spiritus quidem propter Deum,
Corpus propter spiritum, mundus propter corpus humanum, ut spiritus Deo subiceretur,
spiritui corpus et corpori mundus».
227 S- c. gentiles, 3, 22 (referido en este caso nada más que a los estados intra-
humanos del mundo).
420 LA FE EN LA CREACION
turas materiales se hicieron por las espirituales 228, a las que todo lo demás pre
yace como instrumento y como campo de acción 229 y que — q u o d a m m o d o om -
nia — asumen en sí la totalidad de la creación: foco de la perfección del mundo 230.
No ha sido la especulación evolucionista actual la primera en tener por objeto
un antropocentrismo (relativo). L utero 231 le dio expresión existencial: «Creo
que Dios m e ha creado a m í juntamente con todas las criaturas».
Pero no se detuvo ahí la primitiva cristiandad: Dios creó a Adán «no por
que necesitase al hombre, sino para tener alguien a quien dirigir sus favores» 232.
Esto resulta aún muy genérico. Pero Ireneo, quien no separa los favores de la
naturaleza y los de la gracia, ve el fin fundante de toda la creación en la salva
ción llevada a cabo en Cristo, Palabra de la creación que habrá de hacerse carne:
«Praeformante Deo primum animalem hominem, videlicet ut a spiritali salva-
retur. Cum enim praeexisteret salvans, oportebat et quod salvaretur fieri, uti
non vacuum sit salvans» 233. Se trata de la concreción cristológica, aún un tanto
abstracta y formal, del fin de la creación como comunicación y participación de
la bondad de Dios, como glorificación finita de su amor y de su gloria infinitos.
En la Escritura, las alusiones procedentes de un contexto más filosófico (Hch 17,
26-28; Rom l , 2 0 s) se insertan en el proceso de glorificación entre el Padre y el
Hijo encarnado (Jn 13,31s; 14,13; 17; 5 ,2 2 ) y son asumidas en la realidad con
cretísima del C h ristu s to tu s de la antigua y de la nueva tierra (Flp 2,5-11. Ef ls.
Col 1 ; 3,10s. Ap 2 1 s). La tierra por la que Jesucristo camina, la ropa que
Jesucristo lleva, el pan y el vino que Jesucristo toma para darse a los suyos,
he aquí la más real g lo ria o b ie c tiv a del mundo: el ser usado y consumido por su
creador y salvador. Y la gloria s u b ie c tiv a de la criatura mundana, hombre, con
siste en reconocer — alabando, agradeciendo y orando— que eso es así y en
entregarse con todas sus fuerzas, consciente y libremente, a la tarea de lograr que
así sea (tarea y logro que son Dios en el mundo: la Iglesia de Jesucristo). Al
igual que hemos prescindido de abordar el aspecto filosófico de nuestras reflexio
nes (por ser algo que sólo se puede llevar a cabo en el contexto total de una
reflexión filosófica), debemos ahora también renunciar a medir el alcance cós
mico del hecho Cristo (por ser algo que incide en un contexto teológico posterior
y más complejo). De entre los variados testimonios que reconocen que el funda
mento, el sentido y el fin material concreto de la creación está en la encarnación
permanente y salvadora del Hijo de Dios, entresaquemos el siguiente: «El mun
do fue creado para los hijos de Dios; pero aun esto, únicamente en orden a la
cabeza, cual es nuestro Señor Jesucristo»; de modo que «la creación del mundo
resulta vana si no existe un pueblo que invoque a Dios» (Calvino) 234.
Toda comunicación de Dios al mundo —y sobre todo a la criatura que, por
ser espíritu en el mundo, realiza su estructura óntica de participación de modo
decisivo con su participación funcional en Dios por el conocimiento y el amor—
235 F. Malmberg, Über den Gottmenschen (Friburgo 1960) 48; según Agustín y
León Magno, cf. ibíd., 38*.
236 F. Malmberg, ibíd., 64; cf. 37-50, 92-98.
237 Cf. M. Müller, Existenzpbilosopkie im geistigen Leben der Gegenwart (Heidel-
berg 31964) 68.77s.195.217s.223.243-249.251.257; B. Welte, Auf der Spur des Ewigen
(Friburgo 1965) 10.174.180-184.436-441; además, los escritos de G. Siewerth, C. Fa-
bro, L. B. Geiger, quienes, unos más sistemática y otros más históricamente, investigan
la filosofía de la participación.
238 M. Müller, op. cit., por ejemplo, 229s. 236.
239 Cf. Col 1,16; 2,15; Ef 1,21; 1 Cor 15,24; 2,8; 1 Pe 3,22.
422 LA FE EN LA CREACION
249 «Símbolo toledano I» (¿400?) (DS 199). Más testimonios: Cirilo de Alejandría,
C. Julianum Imp. 2 (PG 76, 596); Juan Damasceno, De fide orthodoxa 2 , 3 (PG 94,
873); más en C. Tresmontant, La Métaphysique du Christianisme... Problémes de la
création et de Vattthropologie des origines d saint Augustin (París 1961) 150-189.
250 Cf., por ejemplo, Tertuliano, Adv. Marc. 1, 2 (PL 2, 248).
251 WA 23, 133, 30-134, 6 .
252 Cf. Z. Hayes (cf. supra, 405m), 74-85. Razones de Tomás: II Sent. 1, 1 , 3; S. c.
gentiles 2 , 2 1 ; De pot. 3, 4; S. Th. I, q. 45, a. 5 . Sobre la causalidad instrumental
creadora con más precisión en W. Brugger, Tbeologia naturalis (Friburgo 21964) 358.
La cooperación dispositiva de los padres en Ja creación del alma humana espiritual
parece ser (contra Brugger) algo «exigitivo»; y no sólo en virtud de un decreto extrín
seco de la voluntad de Dios, sino en virtud del contexto evolutivo intrínseco del mundo
(iquerido así por Dios!).
424 LA FE EN LA CREACION
cialmente del hombre. Así como el arte y todas las obras humanas de cierto
carácter permanente son «naturaleza segunda», e incluso naturaleza más elevada,
más plena, más humana, en fin, que el mundo no humano, así el hombre es un
«segundo creador», aunque a escala reducida con respecto a Dios; es «creador»
a escala humana; su creatividad analógica sobre el material «mundo» está abar
cada y dominada, impulsada y sostenida por la acción eterna e infinita, poderosa
y gratuita de su Dios, único creador en sentido estricto.
Del desarrollo especulativo que hemos hecho se desprende que el hecho de
la exclusividad de Dios como creador exige que a continuación estudiemos la
creación «de la nada». El cómo de la creación apunta a la relación entre creación
(como conservación) y evolución. De esta relación nos ocuparemos al final.
. 254 R- Eisler, Weltenmantel und Himmelszelt (Munich 1910) 235. Cf. E. R. Cur-
tlus (cf. supra, 393a3) 527-529.
255 Gn 1,27; Is 29,16; Sab 13,11; Heb 11,10: texvítr)? xal SthaiovqvÓí;.
“ Is 43,1; Sal 104,30. Gn 1,27; 2,3; 5,1; 6,7; Ex 34,10; Is 41,20; 48,7. Ambos
verbos: Am 4,13; Is 43,7; 45,7.18. (Según O. Humbert: ThZ 3 [1947] 412).
426 LA FE EN LA CREACION
257 Además, Gn 1,21. Sobre bara en el Deutero-Isaías, cf. supra, 376. Cf. W. H.
Schmidt (cf. supra, 39115), 164-167 (bibliografía: 1651).
258 Cf. W. Foerster: ThW III, 1022-1027.
259 Sal 74,12-17; 89,10-12; 104,26 (?); Is 27,1; Am 9,3; Job 9,13; 26,13; 40,29.
260 Tehom (pero difícilmente tohu) está emparentad^ lingüísticamente con la Tiamat
babilónica.
261 1 Sam 12,21; Is 34,11; 40,17.23; 41,29; 49,4; Job 26,7 (cf. W. H. Schmidt
[cf. supra, 39115], 784). H. Renckens, Creación, Paraíso y Pecado Original (Madrid
1969) 88: «Nosotros, pues, podemos tranquilamente decir en el sentido de Isaías que el
caos bíblico no es sólo tohu, sino tohu y bohu, es decir, nada y absolutamente nada».
W. H. Schmidt 80, piensa que el par de vocablos que lo traduce adecuadamente es
«nulo y vacío»; se refiere «más a lo impotente que a lo inexistente» (ibíd., 79).
262 Cf. supra, 392s. Cf. W. H. Schmidt, 169-173.95ss.
DIOS CREO EL MUNDO DE LA NADA 427
la reducción de los astros a meras luminarias para el hombre 263— abarca, enta
blada positivamente, desde los fragmentos más antiguos del A T (Jue 5,20: «Des
de los cielos lucharon las estrellas» en favor de Israel por encargo de Yahvé)
hasta el «Padre de las luces» de Sant 1,17. Esta reconfiguración de los mitos
cosmogónicos por la fe de Israel en Yahvé no encontró hasta muy tarde (hacia
el 100 antes de Cristo) su fórmula clave con 2 M ac 7,28. La madre anima a su
hijo pequeño ante el martirio: «Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra,
y al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo D ios
(oti oúx éS, ovrwv é7roÍT]ürv aÚTa ó 0eó<;; literalmente: no de lo existen
te)...»264. E n el N T, Pablo trata expresamente de la esperanza de resurrección,
que en 2 M ac 7,29 resuena a partir de la fe en la creación, y sitúa creación
y consumación en el horizonte único de la historia de la salvación: la fe de
Abrahán se refería al D ios «que da la vida a los muertos y llama a las cosas que
no son (t <5c oúx o v ra ) para que sean» (Rom 4,17). Sólo el D ios que lo crea
todo de la nada puede transformar en vida la muerte, aparentemente definitiva.
La creación inicial es el presupuesto de la salvación definitiva. Todos aquellos
textos que reconocen a D ios como creador de to d o 265 significan en el fondo lo
mismo que los dos testimonios expresos de la Escritura en favor de la creación
de la nada (2 M ac 7,28 y Rom 4,17). La fórmula «cielo y tierra» 266 o «cielo,
tierra y mar» 267 es como la enumeración compendiada de todo lo existente; ése
es el sentido de la adición aclaratoria « ...y todo cuanto en ellos hay» 268. La
expresión «desde (o: antes de) la fundación del m undo»2692 7
0presupone también
la fe en la creación. La creación de la nada es, en relación con la afirmación
bíblica fundamental, la expresión negativa de la suprema proclamación de que
Dios es el Pantocrator, el que domina toda la realidad.
También los primeros escritos cristianos extrabíblicos profesan estos dos
principios, uno de los cuales es el reverso del otro: señorío total de D ios y crea
ción de la nada. Si además de D ios existiera materia increada, se vendría abajo
la piovapxta ®€OÚ27D. E l poder creador de D ios es, al igual que en el A T , la base
granítica en que se apoya la oración de petición. E l apelativo usual de «que lo
ha creado todo» o «que te ha creado a ti» lo coloca Justino en el texto de la
Escritura como opuesto al nombre de D io s 271. «Ante todo, cree que un solo
Dios es quien todo lo ha creado y completado y de la nada ha hecho que todo
sea»; en esta frase fundamental del P a sto r d e H e r m a s 272 emerge por primera vez
la fórmula ex nihilo (foc tou OVT0 4 ). Ireneo 273 y Orígenes 274 la citan con
énfasis. Pero la convicción de la creación de la nada no se impuso sin dificultades.
Justino 275, bajo el poderoso influjo cultural del platonismo, pone una materia
informe como previa a la acción del Dios-Demiurgo. Pero los demás apologetas
del siglo 11 —A rístidesm , Atenágoras277, Teófilo278, Taciano 279— , a pesar del
toku-wa-bohu de Gn 1 ,2 , se oponen a la concepción platónica. Ocurre así que, en
la época siguiente la creación universal de la nada por el único Dios es patri
monio reflejo e indiscutido de la fe; patrimonio que se defiende contra toda palia
ción de tipo dualista o emanatista, así como contra la gnosis, con su devaluación
heterodoxa de lo material, de lo corporal, de lo intramundano. El maniqueísmo,
una y otra vez redivivo en los priscilianos, origenistas, albigenses y valdenses,
encuentra una réplica constante en los pronunciamientos del magisterio sobre la
creación de la nada, desde León Magno (447 ) 281 hasta los concilios medievales 282.
El Vaticano 1 283 asume la definición del Lateranense IV.
Otra afirmación del Vaticano I nos interesa aquí. Se refiere a la cognoscibi
lidad de Dios «por la luz natural de la razón humana a partir de las cosas crea
das» 284. La cognoscibilidad de Dios en cuanto creador no constituye la afirmación
propia del texto en cuestión, ya que no se habla de ella sino de modo indirecto
y de paso. Por las actas del Concilio sabemos que no se pretendía emitir una
definición de fe a este respecto 285. Parece que el Concilio incluye la creación de
las cosas por Dios entre los conocimientos que, aunque «no son en sí inaccesibles
a la razón humana», sólo gracias a la revelación «pueden en la actual situación
del género humano ser alcanzados por todos con facilidad, con certeza y sin
mezcla de error» 286. Los datos reales aclaran y confirman la dialéctica un tanto
complicada de esta reflexión sobre la cognoscibilidad natural de la creación de
la nada.
Puede que haya habido un saber religioso primitivo sobre la creación de la
nada al margen de la revelación judeocristiana, por ejemplo, en tribus indias
287 J. L. Seifert, Sinndeutung des Mythos. Die Trinitat in den Mythen der Ur-
volker (Viena 1954) 218s; J. Brinktrine, Die Lebre von der SchÓpfung (Paderborn
1956) 31“
288 De pot., 3,5.
289 Cf. J. Kleutgen, Pkilosopkie der Vorzeit II (Innsbruck 21878) 800-803.
290 S. Th. I, q. 44, a. 2 .
291 Aristóteles, Física, 8 , 6 ; 258b 16-259a 6 . Cf. R. Jolivet, Essai sur les rapports
entre la pensée grecque et la pensée chrétienne (París 1955) 1-79 ( — RSPhTh 19
[1930] 5-50.209-235); cf. ibld., VII-X.81-84. Para Platón, C. Huber (Anamnesis bet
Plato, Munich 1964, 108), refiriéndose a Timeo, 27ss: «El pensamiento de Platón,
prolongado a base de sus propios principios, lleva más bien al sí que al no de la crea
ción».
292 De usu partium, 11, 14 (905s); según C.-M. Edsman: ZNW 38 (1939) 33.
293 Th. Bomann, Das bebrdische Denken im Vergleich mit dem griecbiscben (Go-
dnga 31959); C. Tresmontant, Ensayo sobre el pensamiento hebreo (Madrid 1962);
La doctrina moral de los profetas de Israel (Madrid 1962) 9-60; Die Vernunft des
Glaubens (Düsseldorf 1964); J. Hessen, Griechische oder biblische Theologie? (Mu
nich) 21962.
294 Cf. R. Eisler, Wórterbucb der philosophiscben Begriffe II (Berlín 41929) 776s.
ws Th. Philippe: RSPhTh 23 (1934) 358.345. Cf. J. Ortega y Gasset (1933; Obras
completas V, Madrid 61964, p. 127): «La idea de la revelación, como la idea de crea
ción, es una absoluta novedad frente a todo el ideario griego»; J. Pieper (Über dte
platonischen Mythen, Munich 1965, 5 3 ): «Que ni Platón ni ningún otro de los pen
sadores antiguos fuera de la tradición bíblica ideó el concepto de ‘creación’ en sentido
estricto y ni siquiera, al parecer, dentro de la tradición sagrada».
430 LA FE EN LA CREACION
de esencia divina: no sería creación (de la nada). D ios no está condicionado por
el mundo, no está vinculado necesariamente al mundo.
A las teorías contradictorias del dualismo y el monismo (contradicciones por
otra parte que, en su plasmación histórica y por la lógica misma de los hechos,
han resultado fácilmente reversibles) corresponde, dentro de la metafísica cris
tiana de la creación, la tensión bipolar entre inmanencia y trascendencia. La nega
ción de todo monismo pone de relieve la absoluta supramundanidad del Dios
que crea de la nada con absoluta libertad. La negación del dualismo subraya que
Dios, de quien proceden todas las cosas con toda su individualidad, es lo más
íntimo de las cosas mismas. (Esta vertiente de inmanencia en la creación de las
cosas implica su conservación por Dios). Dios es — según Agustín 305— «interior
intimo meo et superior summo meo». D ios quiere y crea «la absoluta distancia
de la criatura y la comunión absoluta con la criatura» 306. La absoluta lejanía en
que el mundo está con respecto a Dios es la absoluta cercanía de D ios con res
pecto al mundo 3073 0
8
. Esto es, en primer lugar, algo que se impone por sí mismo.
La encarnación de Dios es la revelación (¡realización sublimada!) de eso que
se impone por sí mismo. La confesión de que D ios está sobre el mundo y la
confesión de que Dios está en el mundo (y consiguientemente el mundo en Dios)
corren parejas, formando una unidad dialéctica. E l D ios que está en y sobre el
mundo es el Creador único, absolutamente trascendente y por eso mismo abso
lutamente inmanente.
La serie de ideas que acabo de esbozar da lugar a una perspectiva paradójica.
N o haré más que apuntarla: la ciencia y la técnica modernas, y la moderna con
ciencia secularizada en general, son de fado y de iure una consecuencia de la fe
judeocristiana en la creación. Ella, con su «poderoso aliento antimítico» 2MÍ des-
divinizó el mundo antiguo en el que «todo estaba lleno de dioses» 3099 hasta ser
incluso el mismo mundo en conjunto «tamaño D ios visible» 3I°. Ella deslindó
el mundo del único D ios que lo creó de la nada y lo entregó al hombre para que
se lo sometiera (G n 1,28). E l mundo mismo no es ya numinoso. E l hombre puede
ya objetivarlo como objeto y antagonista a la vez de su búsqueda teórica y de su
dominio práctico. La fe en la creación, al presentar el mundo como profano, como
mundano, lo ha puesto en manos del empeño escrutador y constructor del hom
b re 311.
E l Platón de la última época tomó de los pitagóricos la convicción de que la
ley de las cosas es el número. La opinión de que esta convicción de Platón cons
tituye el trasfondo de la matematización de la ciencia moderna surgida con Kepler,
Galileo, etc., debe sufrir la importante corrección siguiente: fue la interpretación
cristiana del platonismo la que hizo posible que el mundo no se viera únicamente
como la realización deficiente y precaria del orden de las ideas, el único cohe
305 Conf., 3, 6, 11 (PL 32, 688). Cf. De Gen. ad l i t t 8, 26 (PL 34, 391): «... inte
rior omni re, quia in ipso sunt omnia, et exterior omni re, quia ipse est super omnia».
306 E. Brunner, Die christlicbe Lehre von Gott (Dogmatik I; Zurich 31960) 211.
307 Cf. O. Bauhofer, Creatio ex nibilo: Cath 10 (1954-55) 108-116; 111: «La lejanía
es la dimensión creatural, la cercanía es la dimensión divina de la creación».
308 G. v. Rad, Schdpfungsglaube und Entwicklungstbeorie (Stuttgart 1955) 33.
309 Tales, A 22, ed. Diels.
310 Aristóteles, ÍI sqI qnkoootpías, fragm. 18, ed. Ross (1955); cf. Platón, Timeo,
92b.
311 Cf. a este propósito —además de E. Helio, K. Jaspers, A. Toynbee— P. Duhem,
Le systéme du monde II (París 1914) 453.408; A. Kojéve, Origine chrétienne de la
Science moderne: «Sciences et l’enseignement des Sciences» 5 (1964) 37-41.
DIOS CREO EL MUNDO DE LA NADA 433
320 Está justificada, a pesar de la teoría de Milne (1948), que establece dos escalas
cronológicas. Según esa teoría, una misma duración puede ser finita conforme a una
escala y contener infinitas unidades temporales según la otra escala. Se trata de un
experimento mental que se aborda, con ciertas reservas, también en el campo físico
astronómico; cf. O. Heckmann y E. Schücking, en S. Flügge (ed.), Handbuch der
Physik, vol. 53 (Berlín 1959) 530-537; W. Büchel, Die Problematik von Raum und
Zeit (cf. nota 321), 219, y StdZ 178 (1966) 377-379.
321 J. Meurers, Das Alter des Universutns (Meisenheim 1954); H. Bondi, Cosmo-
logy (Cambridge 21960); H. Vogt, Die Struktur des Kosmos ais Ganzes (Berlín 1961);
Die Problematik von Raum und Zeit (Friburgo 1964); W. Büchel, Philosopkiscke
Probleme der Physik (Friburgo 1965) 64-73; del mismo, Urknall-Strablung, Gravita-
tionskollaps, Quasars. Entwicklungsgeschehen im Universum: StdZ 178 (1966) 371-380.
Sobre el comienzo temporal del mundo, cf., por ejemplo, P. Jordán, en «Kosmos» 50
(1954) 7s: cuatro mil millones de años, y en «Universitas» 2 1 (1966) 3 4 4 s: ocho mil
millones de años.
322 Cf. alocución de Pío XII del 2 1 de noviembre de 1951: AAS 44 (1952) 31-43.
Además: M. Flick y Z. Alszeghy, II creatore (Florencia 21961) 602.
323 J. Meurers (cf. nota 321), 19; Meurers concluye acentuando: la cuestión de los
diez mil millones de años «no significa una prueba científica de que el mundo fuese
creado o surgiera hace 1 0 10 años, ni da pie a interpretaciones de ese tipo. Con tales
interpretaciones nos alejamos de la verdad y no servimos a aquello a lo que pretendemos
servir» (subrayado de Meurers).
324 W. Büchel, Das pulsierende Universum: StdZ 177 (1966) 119-126.
325 Cf. la antinomia primera de la Crítica de la razón pura, B 451-461.490-555.
436 LA FE EN LA CREACION
ciencia, debe quedar abierto el problema del comienzo o falta de comienzo del
mundo.
Por parte de la filo so fía ha habido a lo largo de la historia intentos de probar
tanto la ausencia de comienzo como el comienzo temporal del mundo. A l igual
que la cristiana, también la teología árabe y la judía se plantearon la contra
dicción (supuesta o real) entre la revelación religiosa y la filosofía griega 326. A ris
tóteles piensa, es cierto, que ningún pensador anterior a él ha afirmado la eter
nidad del mundo 327, eternidad que él intenta probar 328 con complicadas argumen
taciones. Platón, en la cosmogonía mítica del T im e o , expuso una construcción
del mundo en el tiempo, hecha suya en su sentido literal por la teología cristiana.
Sin embargo, hay que decir que no es extraño que la eternidad del mundo pase
por ser convicción común de los griegos, ya que lo único que Aristóteles hizo en
este punto es explicitar los presupuestos comunes implícitos en el pensamiento
de sus predecesores. Esto mismo explica la influencia histórica de su concep
ción 329. E l siglo x m discutió con la mayor pasión el problema u tru m m u n d u s
s i t aetern u s. La chispa se produjo en el choque de la fe bíblica con los escritos
metafísicos de Aristóteles, desconocidos hasta entonces en Occidente. Los neo-
platónicos Proclo y Simplicio, Averroes y los «averroístas latinos» (Siger de
Brabante entre otros 330) adoptaron la teoría de la eternidad del mundo. Los pensa
dores ortodoxos la rechazaron como falta de fundamento filosófico. Es lo mismo
que había hecho ya A g u stín 331 frente al neoplatonismo. La tesis contraria, el
comienzo temporal del mundo, tomó formas muy divergentes. Para el conoci
miento de la creación en sentido estricto, como producción de la nada, Buena
ventura332 acude a la Escritura, con la salvedad de que, una vez presupuesto
este conocimiento, es evidente que el mundo debe tener un comienzo temporal.
De modo similar discurren entre otros Alejandro de Hales, Mateo de Acquasparta
y Enrique de Gante 333 (quienes con toda la tradición agustiniana hacen menos
hincapié en la diferencia de posibilidades cognoscitivas de la filosofía y de la
teología basada en la revelación) y también Alberto Magno 334. Tomás, por el
contrario — con Pedro Lombardo, Egidio Romano y Duns Scoto 335— , sostiene
326 E. Behler, Die Ewigkeit der Welt I: Die Problemstellung in der arabischen
und jüdischen Philosophie des Mittelalters (Munich 1965).
327 Sobre el cielo, 1, 10; 279b 12.
328 Física, 8, 1.
329 W. Wieland, Die Ewigkeit der Welt (Der Streit zwischen Joannes Philoponus
und Simplicius), en Die Gegenwart der Griechen im neueren Denken (Festschrift H.-G.
Gadamer; Tubinga 1960) 291-316, 297s.
330 Cf., sin embargo, a este propósito: Géza Sajó, Boetius de Dada und seine phi-
losophische Bedeutung (Miscellanea mediaevalia II), edit. P. Wilpert (Berlín 1963)
454-463. Según él, la teoría de la eternidad del mundo significa, al menos en Boecio
de Dacia: el científico como tal (naturalis) no puede en virtud de su método admitir
un comienzo temporal del mundo, puesto que es imposible un comienzo de la existen
cia del mundo por causas naturales. Pero con ello es compatible que el mundo comen
zara a existir por causas superiores. Véase el texto, extraprdinariamente moderno, citado
ibíd., 459.
331 De civitate Dei, 10, 31; 11, 4 (PL 41, 311s.319s).
332 I Sent., 1 , 1 , 1, ls. Cf. P. Mondreganes, De impossibilitate aeternae creationis
mundi ad mentem S. Bonaventurae: «Collectanea Franciscana» 5 (1935) 529-570.
333 Z. Hayes (cf. p. 405133) 108-114.
334 En un principio tuvo la opinión contraria. J. Hansen, Studia Albertina (Fest
schrift B. Geyer; Münster 1952) 167-188.
335 Z. Hayes, 107s.ll6s.
EL MUNDO TIENE COMIENZO EN EL TIEMPO 437
336 II Sent., 1, 1 , 5; 2, 1 , 3.
337 2, 2; 5, 7. Más citas: S. c. gentiles, 2, 31-38; De pot., 3, 14.17; S. Th. I, q. 7,
a. 2-4; q. 46, a. 1-3; 3. Quodl., 14, 2; 9. Quodl., 1, 1; De aeternitate mundi. Cf. A.
Antweiler, Die Anfangslosigkeit der Welt nach Thomas von Aquin und Kant (Tréveris
1961). Bibliografía ibíd., 1061, y J. Brinktrine (cf. bibliografía) 49; además: St. Thomas
Aquinas, Siger of Brabant, St. Bonaventura, On the Eternity of World (Milwaukee
1964). Lo mejor sigue siendo: Th. Esser, Die Lehre des hl. Tbomas von Aquin über
die Móglichkeit einer anfangslosen Schopfung (Münster 1895).
338 Cf. nota 331.
339 II Sent., 1 , 1 , 5.
340 S. Th. I, q. 46, a. 2; S. c. gentiles, 2, 38.
341 E. Behler (cf. nota 326) 21-31. Sobre Frohschammer, etc.: Th. Esser (cf. nota
337). Cf., por ejemplo, recientemente: P. C. Landucci, Si puó dimostrare filosóficamente
la temporaneita e finitezza dimensiva delVuniverso materiale: «Divus Thomas» (P), 52
(1949) 340-344, y la discusión en los años siguientes.
342 W. Brugger, Theólogia naturalis (Friburgo 21964) 206-211. Bibliografía: ibíd.,
206; además: J. A. Bernadete, Infinity (Oxford 1964).
343 Ya para Aristóteles no había contradicción entre la infinitud temporal del con
junto en movimiento y la prueba del «primer motor inmóvil». La independencia de
la idea de creación con respecto al problema de la duración temporal del mundo es
importante para el diálogo con el materialismo dialéctico, quien con el dogma de la
eternidad del mundo cree haber dejado fuera de lugar toda pregunta por su autor.
438 LA FE EN LA CREACION
el campo de la teología católica, A.-D. Sertillanges 352 simpatiza con esta concep
ción, y cita a su favor353 — ¿con razón? 354— a Teilhard de Chardin. Para
P. Schoonenberg 355, la afirmación de que «Dios obra al comienzo significa que él
es anterior al mundo; o mejor —ya que eso de 'anterior al mundo’ sitúa en cierto
modo a Dios en un tiempo anterior al tiempo— , que Dios existe por encima y
fuera del tiempo y del mundo... Dios crea al comienzo, es decir, desde su eter
nidad, desde sí mismo, y esta relación entre Dios y el mundo sigue siendo siempre
la misma». Puede que tales interpretaciones, cuando no esquivan el punto exacto
de la cuestión 356, resistan la confrontación con afirmaciones aisladas de la Escri
tura y de la tradición; pero pienso que no resisten la confrontación con el con
texto universal de dichas afirmaciones.
Una teología de la creación, orientada conscientemente en una perspectiva
histórico-salvífica en el contexto de la fe, se pronunciará, en virtud de esa orien
tación consciente, por el comienzo temporal del mundo. El mundo creado es en
esta perspectiva el espacio y el tiempo de la alianza de Dios con su pueblo 357,
del Dios que en el hombre Jesucristo, el Hijo de Dios, otorga la radicalidad irre
petible y definitiva que puede conducir a la humanidad a su plenitud universal.
él mismo resume así «contra Agustín»: «Mundus factus cum tempore, ergo in tem-
pore» (ibtd., 76; el subrayado es de Barth).
352 En su interesantísimo estudio L ’idée de création et ses retentissements en philoso-
phie (París 1945) 7.12.16-19.38-40; cf. Die katholische Glaubenslehre I (Friburgo 1959)
496. En contra, J. de Blic: BLE 47 (1946) 162-170.
353 Ibíd., 16.18.
354 Precisamente el texto de Teilhard compuesto en 1926 y no aparecido hasta 1957,
Les fondements et le Fond de ITdée de VÉvolution (en castellano, La visión del pasado,
Madrid 1958), habla en contra de esto: no sólo en notas (1651 [contra la cita de Sertil
langes] y 1691), sino también en el cuerpo del texto, Teilhard explica «lo infinito de
los tiempos transcurridos», etc. (163; «para todo pensar humano» en «la realidad expe
rimental»), como negación no sólo de «la realidad experimental de un ser... que tuviera
una faz abierta a la nada temporal» (163), de «un cero experimental en la duración»,
de un «principio temporal señalable» —de modo fenoménico empírico—: «esta presunta
exigencia de la ortodoxia sólo se explica por una contaminación ilegítima del plano
fenoménico por el plano metafísico» (168).
355 Gottes werdende Welt (Limburgo 1963) 41s; cf. R. Guelluy (cf. bibliografía) 61.
356 Como hace en este caso Sertillanges, tan admirablemente agudo en otros mo
mentos.
357 Bibliografía: Barth, KD I I I /l, 72ss; H. U. von Balthasar, Teología de la histo
ria (Madrid 21964); A. Vógtle, Zeit und Zeitüberlegenheit im biblischen Verstdndnis
(Friburgo 1961); O. Cullmann, Christus und die Zeit (1946), Zurich 31962; H. U. von
Balthasar, Das Ganze im Fragment (Einsiedeln 1963); A. Darlap, Tiempo: CFT IV,
343-351; P. Neuenzeit, Gedanken zum biblischen Zeitverstdndnis: «Bibel und Leben» 4
(1963) 223-239; W. Pannenberg (ed.), Offenbarung ais Geschichte (Gotinga 21963);
W. Kasper, Grundlinien einer Theologie der Geschichte: ThQ 144 (1964) 129-169;
P. Neuenzeit, Geschichtlichkeit und Offenbarungswahrheit (Munich 1964) 37-65; K.
Rahner, Die Froblematik von Raum und Zeit (cf. nota 321) 210-224; M. Seckler, Das
Heil in der Geschichte (Munich 1964); O. Cullmann, La historia de la salvación (Bar
celona 1967); H. Fríes, Zeit ais Element der christlichen Offenbarung, en Interpretation
der Welt (Fsch. R. Guardini; Wurzburgo 1965) 701-712. En cuanto al análisis del
tiempo en general: R. Berlinger, Augustins dialogische Metaphysik (Francfort 1962)
42-145; F. Kümmel, Über den Begriff der Zeit (Tubinga 1962); J. Mouroux, Le Mys-
tere du Temps (París 1962); R. Schaeffler, Die Struktur der Geschichtszeit (Francfort
1963); W. Mayer (ed.), Das Zeitproblem im 20. Jahrhundert (Berna 1964); M. Bordoni,
II tempo. Valore filosófico e mistero teológico (Roma 1965); G. Nebel, Zeit und Zeiten
(Stuttgart 1965); R. Wallis, Le temps, quatriéme dimensión de Vesprit (París 1966).
440 LA FE EN LA CREACION
Según eso, el mundo y toda su sucesión temporal debe estar orientado hacia el
hecho Cristo, acontecimiento que comienza en un momento determinado del
tiempo y que progresa con la ulterior sucesión temporal como acontecimiento
del Christus totus caput et membra. Con una orientación así hacia la realización
definitiva, es incompatible en absoluto el que el tiempo del mundo no tenga
comienzo. En un mundo existente desde siempre, únicamente podría caber la
perspectiva griega común y sobre todo la platónica 358: lo siempre vigente, lo
permanente a perpetuidad; o, en la medida en que se imponga la perspectiva
empírica, la repetición, en giro eterno e ininterrumpido, de lo mismo 359. No
habría «nada nuevo»360; se daría «la necesidad de que siempre haya existido,
exista y haya de existir lo mismo» 361. Pero ésta es la novedad cristiana: ¡que en
el mundo existe algo nuevo! Jesucristo, A y í l de la realidad del mundo, es eso
nuevo en la figura, cuya irrepetible novedad supera toda esperanza, de un hecho
histórico preciso, con un nacimiento y una muerte humanos. Esta novedad de
Cristo tiene —y pone— como presupuesto la novitas mundi (de la cual habla
Tomás362 en el sentido de que el mundo comienza temporalmente). Al contrario
de lo que ocurre en la «mala» repetición cíclica de la antigua concepción del
tiempo 363, la oíxovopiía del Dios de Jesucristo se realiza en una consecutio tem-
porum orientada por un plan hacia un fin, con una coordinación intrínseca entre
las etapas del tiempo. Unos a otros se suceden el tiempo de los patriarcas y el
tiempo de la ley, los tiempos de los Jueces, de los Reyes, de los profetas... y de
la plenitud del tiempo (Me 1,15), cuando llega la hora de Jesús (Jn 2,4; 7,6;
13,1), el tiempo del evangelio, el tiempo de la gracia. Situándonos en la dimen
sión del mundo, abarcando el binomio AT-NT, aparece el tiempo como tiempo
de la creación, tiempo del pecado, tiempo de la revelación y tiempo de la Igle
sia364. El eón futuro 365 hace que el tiempo presente del mundo no sea más que
una pausa provisional finita. Dios, que tiene el poder, ha señalado los woopoí
358 Platón, Política, 6, 485-499; Aristóteles, Etica a Nicómaco, 6, 4; 10, 7 1140a.
1177b.
359 Heráclito, B 30 (ed. Diels). Aristóteles, De generatione..., 2, 11; Meteoros,
1, 14; Problemas, 13, 3; cf. Física, 8, 8-10, 265a.266a. Lucrecio, De natura rerum, 3,
945 (ed. Bailey 1954): «eadem sunt omnia semper»; 5, 1135.
360 Marco Aurelio, Ad seipsum, 7, 1: oü8év xaivóv; cf. 6, 37.
361 Así la polémica anticristiana de Celso (según Orígenes, Contra Celsum, 4, 65:
PG 9, 1133).
362 II Sent., 2, 1, 3 ad 2; S. Th. I, q. 46, a. 2.
363 Sobre la ya casi clásica distinción entre las concepciones del tiempo y de la his
toria, cíclica la antigua y lineal la cristiana, cf. sobre todo O. Cullmann, Christus und
die Zeit (Zurich 31962) 19-23.27.49-113; bibliografía reciente, ibíd., 612. En contra:
W. Kreck, Die Zukunft des Gekommenen (Munich 1961); M. Seckler (cf. nota 357)
y otros (cf. Cullmann, op. cit., 21). Habría que matizar ambas concepciones y establecer
así un puente entre ellas. El ciclo tenido por característico de los griegos habría que
explicarlo como una pluralidad de ciclos o, lo que es lo mismo, como una falsa identi
dad (en el sentido hegeliano) entre principio y fin, merced a la perfecta equivalencia
de los estados de egresión y regresión. Mientras que la concepción cristiana «lineal»
(los esquemas espaciales son siempre deficientes) no debiera excluir la idea del ciclo
singular con una auténtica identidad diferenciada entre principio y fin, con el fin como
plenitud única y definitiva. Se trata, pues, no de esquemas temporales vacíos que trans-
curren de este o de otro modo, sino de un tiempo cualitativo, lleno. A. Darlap: CFI
IV, 350, y H. Fríes (cf. nota 357) 708-710.
364 H. Fríes (cf. nota 357) 707; H. U. von Balthasar, Das Ganze im Fragment (Lin-
siedeln 1963) 166.
3é5 Mt 12,32; Me 10,30 Le 18,30; Ef 1,21; Heb 6,5...; cf. H. Schlier: LThK X
(1965) 1330-1332.
EL MUNDO TIENE COMIENZO EN EL TIEMPO 441
(Hch 1,7: la palabra, que se refiere a los últimos tiempos, vale también de los
primeros; cf. Hch 17,26). Desde antes de todo tiempo ha fundado Dios los eones
en su totalidad en Jesucristo (Ef 1,10; 3,11). Jesús, como Cristo (= Mesías),
cumple la promesa de alianza de Yahvé con Israel, completa la dinámica histórica
inicialmente particular del AT. Jesús, como Kyrios-Señor, asume el señorío de
Dios sobre el mundo y las naciones, basado en la creación del mundo, y lleva
así a su plenitud terminal el proceso universal del mundo y de la humanidad.
Esta doble proclamación de Jesús como Mesías y Kyrios marca los polos del
dinamismo de la historia de la salvación del AT y del NT: entre creación y pa-
rusía, centrada en la encarnación del Crucificado y Resucitado. Los sucesivos
tiempos del mundo adquieren así carácter de etapas, de épocas distintas, cada
una con su carácter cualificado y su valor intransferible, según el papel que
cada una desempeña en el crecimiento hasta la talla perfecta del Christus totus
(cf. Ef 4,13), y no sólo, hablando en términos de cristianismo anónimo, en «el
progreso consciente de la libertad»366. El acontecer temporal del mundo, como
historia de la salvación que es, está dirigido desde dentro por esa dinámica «ente-
lequial», espiritual y religiosa. Cada presente está determinado por el perfecto
del «ya» histórico-salvífico y por el futuro del histórico-salvífico «todavía no»;
y él mismo, en virtud de la libertad humana, determina a su vez pasado y futuro.
A la anticipación del ésjaton del tiempo corresponde la retrotracdón hasta el
proton del tiempo. El comienzo es el esbozo de la plenitud terminal. Por eso la
historia de la salvación se anticipa hasta el origen del hombre y de todo su mundo;
y esto de un modo que desmiente la indiferencia implicada en la afirmación de
que el mundo existe desde siempre, donde no cabría un «todavía no» genuina-
mente histórico. Si el tiempo no tuviera comienzo, siempre estaría ya gastado,
no sería más que un aburrido rato prolongado; sería imposible «comprar» (Ef
5,16) nada con él. Ahora bien: el tiempo es para nosotros «el mensaje de la con
descendencia de Dios y de la tensión del mundo entre dos puntos que Dios, con
su paciencia, mantiene separados» 367. Dentro de este arco tenso, es más, como
tal arco, tiene lugar el hecho Cristo. Al asumir Dios en unidad personal en Jesu
cristo lo que no es Dios, asume el tiempo mismo. Porque el tiempo no es la conse
cuencia indebida de la caída original de una libertad creada; el tiempo no es
únicamente un rasgo de la figura caduca de este mundo (cf. 1 Cor 7,31)368; el
tiempo pertenece al carácter constitutivo y radical de lo creado por el hecho de
no ser Dios 369. Al hablar así no me refiero sólo, ni me refiero en primer lugar, al
tiempo «externo» como vacía continuidad de mutaciones del mundo mensuradas
(en lo posible) objetivamente por medios físicos; ese mismo tiempo externo no
existe mientras no se refleja en la conciencia humana 370, mientras no se realiza
y entiende en el tiempo «interno» de la propia experiencia del hombre que libre
mente se pone en marcha hacia su realidad definitiva. El tiempo, obra también
del hombre por la mutua relación existente entre tiempo interno y externo, con
figura y denota la realidad del hombre. Como tiempo humano, el tiempo es el
tiempo del hombre por antonomasia que se llama Jesucristo. La negatividad on-
tológica del tiempo se ve en Jesús elevada a la nueva positividad —cristológica— :
«el Dios que gratuitamente se nos abre para salvarnos ha asumido el tiempo
en todas las realizaciones que sirven para salvarnos»371. En resumidas cuentas,
el tiempo ha venido a ser realidad mundana — tiempo del mundo con comienzo
y fin— porque Dios mismo quería hacerse realidad humana. Es «la manifesta
ción mundiforme de la filiación» 372 del Hijo de Dios en cuanto Hijo del hombre;
es una de las dimensiones de la comunicación de Dios diciéndose a sí mismo en
la realidad del mundo 373.
El tiempo, en cuanto tiempo de salvación, es finito en las dos dimensiones,
de presente y de futuro; tiene un terminus a quo y un terminus ad quetn 374.
Esta visión histórico-salvífica de la creación, con su temporalidad dirigida, no es
únicamente un logro teológico de fecha reciente. Ya en la teología cristiana más
primitiva, aunque con una comprensión todavía no elaborada conceptualmente,
el tiempo se concebía en una perspectiva totalmente funcional como el medio para
la realización del plan salvador de Dios 375, y ya los autores del documento sacer
dotal veterotestamentario, al encuadrar la creación y la protohistoria en el esque
ma semanal o en el de la sucesión de generaciones (toledot), las estaban viendo
como acontecimientos temporales 376. Ambrosio 377 enlaza con el comienzo del
mundo la conclusión histórico-salvífica del fin del mundo testimoniado por la
Escritura (1 Cor 7,31; M t 24,35; 28,20). Al «circuitus temporum... in eadem
redeuntes et in eadem cuneta revocantes» le lanza Agustín 378 un ágil ataque de
flanco a base de Sal 12,9 («in circuitu impii ambulant»), para acabar contra
poniendo: «Semel enim Christus mortuus est pro peccatis». Cf. el «de una vez
para siempre» de Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12; 10,10, y el «una vez» de Heb 9,
28; 1 Pe 3,16. «Circuitus illi iam explosi sunt 379: he aquí el grito triunfal del
cristiano a quien Dios se le ha revelado como creador y salvador» 38°. De modo
similar Nemesio de Emesa381 (siglo v), refiriéndose a las palabras de Cristo:
Eu; a m £ y á p toc t rfc á v a tr r aerean > x a t oú x a T ¿ rapio8ov. Según Buena
ventura382, aquel que admite que el mundo no tiene comienzo temporal acaba
afirmando que el Hijo de Dios no se ha hecho hom bre...
Una fundamentación así del comienzo temporal del mundo va mucho más
lejos que un simple argumento de conveniencia, según el cual el carácter creado
del mundo queda subrayado al máximo si su existencia tiene un comienzo (¡co
mienzo de todos modos no experimentable!). Realmente, lo que comienza a existir
No sólo los grandes acontecimientos históricos (cf. sobre todo Sal 46), también
las necesidades anuales y diarias de la comunidad del pueblo caen bajo la previsión
de Dios. La providencia de Dios abarca hasta el destino del individuo, como pro
claman a muchas voces los salmos385. «Yahvé es mi pastor, nada me falta...»
(Sal 23). «Tú que hiciste las cosas pasadas, las de ahora y las venideras; que
has pensado el presente y el futuro, y sólo sucede lo que tú dispones y tus desig
nios se presentan y te dicen: ¡Aquí estamos! Pues todos tus caminos están pre
parados y tus juicios de antemano previstos» (Jdt 9,5s).
Providencia en el NT. Esto trae a la memoria en primer lugar las palabras
de Jesús sobre los pájaros del cielo y los lirios del campo (Mt 6,25-34; Le 12,
22-31; 11,1-4; cf. Le 12,4-7). La fe ingenua en el cuidado paternal de Dios,
urgida con imágenes amables, ha de acrisolarse en la adversidad (Me 4,35-41 par.).
La piedra de toque es la comunidad de vida y muerte con Jesús. Con el anuncio
de que el destino del discípulo es el mismo que el del Maestro humillado y pa
ciente (Mt 10,24s) prologa Jesús en el discurso de misión su exhortación a con
fiar en la providencia de Dios (Mt 10,28-31), e inmediatamente después de alu
dir a la providencia del Creador, vuelve a insistir Jesús en que al discípulo se le
exige ser como él mismo (Mt 10,38-40). «Aquí se alza la cruz en medio de la
creación, y la providencia, oculta voluntad de Dios al crear, que interviene hasta
en la muerte del menor de los gorriones, se presenta como idéntica con la voluntad
que quiere unir al hombre con el Crucificado en su muerte, para unirle con él
también en su resurreción» 386. Hacia este Jesús, como Mesías que es, como moti
vación primordial de la creación, tiende el plan eterno del Padre (Ef 3,9), toda
la historia anterior a Cristo, incluso la exterior al AT (Hch 17,22-31; 14,15-17),
y las sucesivas generaciones de los antepasados de Jesús (Mt 1,1-17; Le 3,27-38).
Y es la manipulación política de Caifás la que da a la abismal providencia de
Dios su verdadero nombre: conviene que un hombre muera por el pueblo (Jn 11,
49-52). La libertad interior del cristiano ante la preocupación por la vida tiene
como horizonte a ese Jesús, el Señor que viene pronto (Flp 4,6s; cf. 1 Pe 4,12-19;
5,6-11). «Sabemos que Dios coopera en todo para bien con los que le quieren,
por ser ellos llamados por designio suyo. Porque a aquellos en quienes previa
mente se fijó les dio el destino de llegar a ser retrato del modelo que es su Hijo,
para que éste sea entre muchos hermanos el primogénito. Pues bien: a quienes
predestinó, además los llamó, y a quienes llamó, además los justificó, y a quienes
justificó, además los glorificó. Ante esto, ¿qué diremos? Si Dios está de nuestra
parte, ¿quién podrá contra nosotros? Quien no perdonó a su propio hijo, sino
que lo entregó en favor de todos nosotros, ¿cómo con él no nos ha de conceder
todas las demás cosas?» (Rom 8,28-32).
Ante un testimonio tan unánime de la Escritura en cuanto al contenido, poco
importa que la palabra providentia-'TtpovowL no sea de origen cristiano, sino griego.
Los historiadores Heródoto y Jenofonte la usan. Alcance sistemático logró la idea
de providencia sobre todo en la Estoa 387, que influyó en la tardía tradición judía
(incluso en los apócrifos: 3 Mac 4,21; 5,30; 4 Mac 9,24; 13,18; 17,22), especial
mente — a excepción de Job y Eclesiastés— en la visión optimista del mundo
propia de la literatura sapiencial (por ejemplo, Sab'14,3; 17,2). El NT no refiere
itpovoia a Dios, sino únicamente al hombre que planea algo (Hch 24,2; Rom 13,
385 Sal 16,5.8; 37,23s; 65,6-14; 66,10-12; 73,23s; 92; 103; 139,6.24; 145,10-21.
Cf. Jr 1,5; Ecl 6,10; Job 14,5; Prov 20,4; Eclo 11,4.
386 R. Prenter (cf. bibliografía) 201.
387 Crisipo, sistemático de la primitiva Estoa: TJegl ngovoías; Cicerón, De natura
deorum II, 73-153; Séneca, De providentia.
EL MUNDO Y EL HOMBRE EN LA PROVIDENCIA DIVINA 445
388 Rom 8,28; 9,11; Ef 1,11; 3,11; 2 Tim 1,9; Hch 2,23; 1 Pe 1,2.20; Rom 8,29;
11,2; Rom 8,29s; 1 Cor 2,7; Ef 1,5. Cf. O. Weber (cf. bibliografía) 565s.
389 Vis., 1, 3, 4; según J. Behm: ThW IV, 1006. Sobre esta sección, L. Scheffczyk
(cf. bibliografía) 34.46.49.55-60.65.81.89.92s.
390 Adv. haer., 2, 26; 3, 25, 1 (PG 7, 800-802.968).
391 Contra gentes, 42 (PG 25, 84s).
392 Oratio IV, 18s (PG 35, 546s).
393 Or. cat., 20 (PG 45, 56s); De anima et resurr., 2, 3; 3, 1 (PG 46, 22-27).
394 DS 3003. Cf. además DS 459.790.2902.
395 Hay que revisar un tipo de afirmación de la providencia que achaca a Dios todo
lo. que en realidad es culpa del hombre. Habría que destacar con más fuerza la per
misión indirecta del amor de Dios, destacando a la vez que ese amor puede en último
término sacar bien de todo.
396 L. Scheffczyk, 11.
446 LA FE EN LA CREACION
Todo el salmo 104 expone a base de ejemplos cómo el mundo, en cada mo
mento de su existencia, necesita ser prorrogado por D ios399 La justicia de Dios
«es la actualización de la acción creadora de Yahvé, Dios y Rey. Esa justicia se
le transfiere al hombre como un ámbito que hace posible la vida en su auténtico
sentido»400. Dios mata y da la vida (1 Sm 2,6). El da la lluvia, los frutos y el
alimento a su tiempo (Jr 5,24; D t ll,1 4 s; Sal 145,15); da los días y los años
con sus respectivos períodos... (Sal 74,16s; 136,8s). Cf. Sab 1,7; 11,24-26. Según
Job 26,27s; 37,27s, la acción creadora de Dios está en presente. La Palabra, que
hizo de mediador en la creación, es también la fuerza de conservación (Sab 16,26;
Sal 119,51; Eclo 43,26). El reinado señorial de Dios es en los himnos cultuales
(por ejemplo, Sal 96; 66,5) algo palpado en presente. Dios es el Rey poderoso401.
«Decid entre las naciones: '¡Yahvé es rey!’. El fijó el orbe, inconmovible» (Sal 96,
10). También el NT proclama la gloria del «Rey de los tiempos» (1 Tim 1,17).
En Cristo, primogénito de la creación, en quien todo ha sido creado, tiene tam
bién el universo, según Col 1,16, su consistencia permanente. En Jn 5,17 se
defiende Jesús contra quienes le atacan por haber curado en sábado (!): «Mi
Padre trabaja siempre y yo también trabajo» 402.
¿Es quizá Jn 5,17 (y el mismo Is 40,28)403 una corrección del reposo sabático
de Yahvé con que concluye la primera narración de la creación? ¿Se puede inter
pretar el descanso de Dios «tras» la creación del mundo en el sentido de que
la intervención creadora de Dios precede siempre con total calma y absoluta
superioridad a toda evolución del mundo y del hombre, incluso a su libre crea
ción cultural, abarcando y sosteniendo todo ello en y con su reposo divino, que
397 Según G. Gloege (RGG3 V [1961] 1487), éste es «el camino por el que conoce
Israel, quien por la experiencia viva de una creación presente a diario va llegando
'en cada caso’ a la alabanza del Creador *al principio1».
398 Cf. Job 34,14s; Gn 2,7; Ecl 12,7.
399 Cf. G. v. Rad (cf. bibliografía) I, 358s.
400 G. Gloege: KuD 1 (1955) 3Í33, citando a K. Koch, Sdq im AT (tesis), Heidel-
berg 1953.
401 Cf. Sal 91,14; 93,ls; 95,3; 97,1; 98,6; 103,19; 149,2.
m K. Barth (KD I I I / l , 10) indica «que el sustantivo 'Creador* no aparece en el
NT más que una vez (1 Pe 4,19), y que de ordinario aparecen en su lugar circunlocu
ciones participiales o de relativo; lo cual quiere decir que de ordinario se concibe la
creación expresamente (?) como una acción histórica de Dios», en la línea de la creatio
continua.
403 «Que Dios desde siempre es Yahvé, creador de los confines de la tierra, que
no se cansa ni se fatiga...».
EL MUNDO Y EL HOMBRE EN LA PROVIDENCIA DIVINA 447
416 Esta es la conclusión de H. Hommel, Schópfer und Erhalter. Studien zum Pro-
blem Christentum und Antike (Berlín 1956) 137; cf. 81-132.
417 Cf., por ejemplo, Descartes, Medítationes III (ed. A. T. VII, 49); Malebranche,
Entretiens métaph. VII, 7; Spinoza, Etica I, prop. 24 coroll.
418 Cf. R. Prenter (cf. bibliografía) 187.
419 Cf. supra, 443ss.
420 Cf. J. B. Lotz, Ontologia (Friburgo 1963) 96-115: «Omne ens est operativum».
EL MUNDO Y EL HOMBRE EN LA PROVIDENCIA DIVINA 449
421 Cf. Tomás: «Creare autem est daré esse» (I Sent., 37, 1, 1). «Adest ómnibus
ut causa essendi» (S. Th. I, q. 8, a. 3). «Esse est magis intimum cuilibet et quod pro
fundáis ómnibus inest» (S. Th., q. 8, a. 1; cf. S. Th. I, q. 105, a. 5; I I Sent., 1, 1, 4;
De anima, 9). «Deus est propria et immediata causa uniuscuiusque rei et quodammodo
magis intima cuique quam ipsum sit intimum sibi» (De ver., 8, 16 ad 12).
422 Sobre E. Brunner (cf. bibliografía) 168.
423 Werke VII, 2 (ed. Bolin). De modo similar, J. Ortega y Gasset, Obras V (Ma
drid 61964) 126, se deja guiar por el pedestre «principio de la tarta de manzana» (lo
que uno come no puede comérselo el otro): «Y para quien exista como criatura, vivir
tiene que significar no poder existir independientemente, por sí, por su propia cuenta,
sino por cuenta de Dios y en constante referencia a él». Con una forma descriptiva más
elevada ve H. Blumenberg (Die kopernikanische Wende, Francfort 1965, 9) al hombre
moderno en una «distensión cada vez más aguda entre sus posibilidades trascendentes
de salud y su autoafírmación intramundana».
424 Cf. K. Rahner, por ejemplo, Escritos I, 183, 202; F. Malmberg, Über den Gott-
menschen (Friburgo 1959) 24.35.46.63.
29
450 LA FE EN LA CREACION
podemos aquí tratar esta cuestión en toda su amplitud, por ser en parte ya cono
cida y porque además se reserva para la sección de esta obra que trata del origen
del hombre. Valgan algunos apuntes: según la investigación de W. H. Schmidt432
sobre la primera narración de la creación, la que más cerca está de ofrecer puntos
de apoyo para una interpretación evolutiva, «una 'evolución’, es desconocida para
Gn 1». Sertillanges 433 piensa, por el contrario, que la cosmogonía bíblica es «net-
tement évolutive», basado en que al ritmo de los días, tras los correspondientes
preparativos, van apareciendo sucesivamente los reinos de la naturaleza. Suele
indicarse también que, según Gn 1,10.24.20, Dios da a la tierra y al mar el
encargo de crear, y así del m a r surgen los peces y de la tierra 434 las plantas y los
animales. Pero no se pueden supervalorar tales rasgos por el hecho de que
cuadren en el propio esquema. Las concepciones cosmogónicas de base de Gn 1
y Gn 2 son distintas: la de Gn 2 es una cosmogonía «terrestre», la formación
de un oasis en el desierto; al de Gn 1 es «acuática», la división del agua primor
dial, etc. Esto relativiza ambas concepciones, que aparecen entonces como simples
modelos, como escenario de la auténtica afirmación bíblica: la afirmación de un
Dios creador, de la dignidad del hombre y de su culpabilidad reflejada en su
destino 435, y aun admitiendo que según Gn 1 las plantas y los animales brotan
del agua y de la tierra, tenemos como contrapartida que, como acentúa varias
veces Gn l,lls.21.24s, las plantas y los animales brotan «cada uno según su es
pecie», es decir, según sus especies actuales y, por tanto, fijas (más exactamente:
el problema del fixismo o evolución de las especies ni existía ni podía existir en
tonces). Pero para destruir ciertas prevenciones que aún perduran contra la pers
pectiva evolutiva de las ciencias, puede tener su valor pedagógico (o andragógico)
la siguiente observación: según Basilio 436, el quinto día de la creación surgen los
organismos vivos de los pantanos; para Efrén, Basilio, Crisóstomo, Víctor de Mar
sella y otros, las aves se desarrollan a partir de un estado pisciforme. Gregorio de
Nisa 437: «En lo que Dios hizo al principio estaba contenido en potencia todo, ya
que Dios puso al principio una especie de fuerza germinal (oTteppuxTWttfe Tivot;
SuvdqjtEOJ*;) para que brotara todo; pero lo individuo no estaba todavía en acto
allí». (La teoría de las ra ñ o n e s sem in a les — estoicas— ha sido objeto de múltiples
estudios, sobre todo a propósito de Agustín 438; pero no se trata de una teoría evo-
lutiva en el sentido actual, ya que según ella todo lo posterior existe formalmente
desde el principio; se trata, pues, de una teoría preformista, no epigenética). Am
brosio43940afirma drásticamente: «Haec (es decir, el alma humana) est ad imaginem
Dei, corpus autem ad speciem bestiarum». Al igual que la perspectiva del presocrá
tico A n a x i m a n d r o e l punto de vista de Aristóteles441 es también asombrosa
mente evolutivo. Su concepción de la «generatio aequivoca», generación espontá
nea de los organismos a partir de materia inorgánica, encontró eco entre teólogos
y científicos a lo largo de la Edad Media escolástica 442 y hasta el siglo xix. A Aris
tóteles y Tomás se remonta también la idea de que la animación espiritual del em
brión humano no tiene lugar sino una vez que dicho embrión ha atravesado los es
tadios vegetativo y sensitivo. Esta teoría, que fue por mucho tiempo la opinión
teológica predominante, puede calificarse de modelo ontogenético de evolución fi-
logenética 443. Hubo también desde muy pronto teólogos cristianos 444 — en el cam
po católico, al menos hasta la intervención de la Comisión Bíblica de 1909 445—
que abordaron positivamente la teoría de Darwin. Sobre la base de la metafísica
tomista, que no rechaza la ayuda ideológica de Hegel, se demuestra como probable
que no e s filo só fic a m e n te in c o n c e b ib le 446 un proceso de evolución universal desde
la materia inorgánica hasta el hombre como cumbre de la evolución; esa base de
metafísica tomista sería el dinamismo radical de infinitud de todo acto de ser,
la imbricación universal de todas las esencias finitas (de las «especies» de toda
especie), en virtud de su estructura eidética, con ayuda del esquema mental aris-
totélico-tomista de la e d u c tio fo rm a e e p o te n tia m a teria e — afín al salto dialéctico
del materialismo dialéctico— y la baza del... azar447. Pero no se logra explicar
la realización de una evolución universal si, además de-todos esos factores inma
nentes al mundo, no entra en el juego explicativo Dios con su capacidad opera
tiva infinita y trascendente al mundo (y como tal presente y actuante en la cria
tura en su entraña más honda). La línea metafísica de pensamiento esbozada en
las páginas 448s — en esencia el argumento del movimiento de Aristóteles— no
se aplica, por tanto, únicamente a la autotrascendencia del individuo creado en
cada operación, sino que alcanza también a la evolución de lo vivo como tal, al
proceso cósmico to ta l448. También la te o lo g ía deja cuando menos espacio libre,
decididamente, para esquemas evolutivos unitarios del mundo (teilhardiano o de
otro tipo). Con todo, es de considerar hasta qué punto el conocimiento y reco
nocimiento de la pluralidad de los sectores de la vida y de la ciencia en el mundo
actual permite utilizar esa libertad que la teología brinda construyendo esquemas
439 Hexaémeron, 6, 7, 43 (PL 14, 274).
440 A 30 (ed. Diels).
441 Cf. la Zoología, 8, 1; 588a 13-b22. Ch. Darwin: «Linnaeus and Cuvier have been
my two gods..., but they were mere schoolboys to oíd Aristotle» (The Life and Letters,
edit. por F. Darwin [Londres 1887] III, 252).
442 Cf. en Tomás: S. Th. I, q. 78, a. 1 ad 3; q. 91, a. 2; De pot., 3, 8 ad 16.
443 Cf. J. Brinktrine (cf. bibliografía), 255s (bibliografía); recientemente: A. Nieder-
meyer, Handbuch der speziellen Pastoralmedizin III (Viena 1950) 105-131; G. Sauser
y M. Vodopivec, Gott in Welt II, 850-872.
444 Cf. el libro de E. Benz (cf. nota 431) 157-205, rico £n material; G. Altner (cf. nota
431) 6-54.
445 DS 3512-3519.
446 Contra H. E. Hengstenberg (Evolution und Schópfung [Munich 1963] 19-22.49
y passim), quien considera la transespeciación metafísicamente imposible.
447 Cf. W. Brugger, Die ontologische Problematik der Entwicklung und der dialek-
tische Materialismus: «Scholastik» 35 (1960) 321-341, y sobre la base de este artículo,
W. Kern: «Dokumente der Paulus-Gesellschaft» 6 (Munich 1964) 64-75.
448 Cf. K. Rahner (cf. nota 431) 23-84, espec. 64-68.
EL MUNDO Y EL HOMBRE EN LA PROVIDENCIA DIVINA 453
unitarios 449. Que la teología pueda partir de la revelación (¿de dónde si no?)
para comprometerse en uno de esos esquemas unitarios es algo que hay que
someter a un riguroso examen crítico 45°. Entre tanto, con mucho gusto suscribi
mos la frase con la que Ch. Darwin cierra (por razones de oportunismo o no) su
trascendental obra de 1859 S o b re e l origen d e las esp ecies: «Es magnífica la con
cepción de que en un principio la vida, con toda su diversidad de fuerzas, fue
insuflada por el Creador nada más que a unas pocas formas o a una sola incluso;
y que mientras este planeta recorre su órbita según la estricta ley de la gravedad,
una serie infinita de las formas más bellas y admirables se ha desarrollado y sigue
desarrollándose a partir de un comienzo tan simple». De todos modos, lo que
no puede ser el Dios creador para nosotros es «el señor ingeniero de primer or
den», como decía satíricamente E. H aeckel451, Tanto la reflexión filosófica como
la teológica confirman que el estilo de Dios es hacer que la criatura haga lo que
ella puede hacer con sus fuerzas (fuerzas que, dadas por Dios, glorifican a Dios) 452.
Es mucho más impresionante la asunción del cosmos en la obra salvadora de Jesu
cristo si la humanidad de la que brota Jesús como cabeza está unida con todas las
formas del mundo y con todo el proceso de la vida del modo real que implica la
evolución universal 453. Pero precisemos de nuevo: el problema de si se da ese
parentesco genético biológico, por muy en el primer plano de interés que esté
hoy, parece secundario para el hombre en cuanto hombre (y para una antropo
logía metafísico-teológica). Esta podría ser también la enseñanza de la discusión
que hoy vuelve a plantearse sobre el problema del — hipotético— p o lig e nismo del
género humano ú nico, pues si no es tan decisivo el que haya una relación gené
tica entre hombre y hombre, tampoco lo será el que la haya entre animal y hom
bre. Hay relaciones más fuertes y significativas que la genética.
La afirmación filosófica y teológicamente más importante de la teoría evolu
cionista universal se centra en el hombre 454: el h o m b r e es la m e ta y e l s e n tid o
d e l m u n d o . La revelación contenida en las antiguas narraciones de la creación se
pronuncia claramente a favor de dicha afirmación: la obra de seis días de Gn 1
culmina en la creación del hombre, imagen y semejanza de Dios, puesto para
regir el mundo como vicario regio del Dios creador (Gn 1,26-31 ) 455. Con una
estructura expositiva totalmente distinta, Gn 2 viene a decir lo mismo: Dios pre
449 K. Jaspers pone en guardia contra ello (Kleine Schule des philosophischen Den-
kens [Munich 31966] 18).
450 Si una fórmula como ésta no se presta al malentendido, preguntamos si la visión
unitaria de Teilhard no debería pasar por la crítica de Von Balthasar, con lo cual su
optimismo directo se derrumbaría (y volvería a alzarse indirectamente) con esa crisis
cristiana. Cf., por ejemplo, H. U. von Balthasar: «Wort und Wahrheit» 18 (1963)
339-350; del mismo, Das Ganze im Fragment (Einsiedeln 1963) 201s.214ss.237-241.
451 Die Lebenswunder (Stuttgart 1904) 422.
452 Cf. H. Volk, Schópfungsglaube und Entwicklung, en Gott alies in allem (Magun
cia 1961) 26-42.
453 Cf. H. Doms, Die Stellung des Menschen im Kosmos, en H. Becher, H. Dolch
y otros, Vom JJnbelebten zum Lebendigen (Stuttgart 1956) 252-273, 272. También la
constitución La Iglesia en el mundo actual, del Vaticano II (n. 5), dice: «La humanidad
da el paso de una concepción más estática del orden de las cosas a otra más dinámica,
que acentúa la evolución».
454 Hacia él tiende, aun prescindiendo de la teoría evolucionista, el ser y el hacerse
del mundo en conjunto. Aun cuando la historia de la naturaleza no fuera una «antropo
logía embrional» (expresión de H. U. von Balthasar) en sentido genético causal, seria
«macroantropología» (cf. supra, p. 396) en la dimensión profunda de la causalidad final
y ejemplar.
455 Cf. en este volumen, cap. IX, sección primera; además, W. H. Schmidt, 136-144.
454 LA FE EN LA CREACION
para el mundo para que sea morada del hombre, que es distinto de todo lo demás,
distinto incluso de los animales más cercanos a él, a quienes él pone nombre con
señorío (Gn 2,8s. 18-20). El salmo 8 interpreta así Gn 1,26-28: Dios ha hecho
al hombre un poco menor nada más que las potencias divinas, lo ha coronado de
gloria y honor; lo ha hecho señor de las obras de sus manos y ha puesto todo
bajo sus pies, especialmente el mundo de los animales del cielo, del mar y de
la tierra (cf. Sal 115,16; Heb 2,5ss refiere el salmo 8 a Cristo, quien con su
pasión hace que sus hermanos participen en la gloria). Según Sant 1,18, el hom
bre es el don primicial del Padre en el reino de sus criaturas. La gran teología
primitiva nos dice una y otra vez 456 que el mundo fue creado por causa del
hombre. Para la escolástica, aparentemente incolora, en el hombre llegan las cosas
a sí mismas, a su autenticidad 457. Nuestros sondeos anteriores vinieron a conver
ger siempre en esa cima del mundo que se llama hombre. El mundo mudo, palabra
también de Dios, quiere encontrar respuesta en el hombre 458. Lo que en el mundo
hay de huella del Dios trino abre en el hombre ojos de amor: como imago Tri-
nitatis 459. El hombre es el foco de la glorificación de Dios por el m undo460. Se
puede afirmar con todo derecho que es así como quiso que viéramos al hombre
el Concilio de los años 1962-1965461462.
Como mundo del hombre que es, el mundo experimenta la evolución que lla
mamos historia: creación en proceso libre. En este sentido no hay duda ninguna
de que el mundo es un mundo «en evolución»: mundo que avanza hacia desen
laces insospechados, prometedores y temibles. El hombre, que desde Copérnico
no es ya el centro espacial del universo, es (en cuanto que la historia es el tiempo
«más temporal») la meta temporal del universo. Saeta hacia el fu tu ro 461. El hom
bre, abocado al futuro indisponible que es Dios, debe a la vez disponer libremente
el futuro en cuanto m undo463. «Actuar quiere decir cambiar el rostro del mun
d o » 464. Las utopías deben encontrar el lugar (topos) en que son realidad. Una
esperanza puramente utópica sería ilusión, opio del pueblo465. «Nada debe que
dar sin intentar en orden a ser más. El cielo quiere que nos ayudemos unos a otros
(que le ayudemos a él)» 466. En este estadio «evolutivo» de las edades del mundo
456 Cf. supra, pp. 418s. Como Justino, también Taciano (Or. adv. Graecos, 4: PG 6,
814) dice que el universo con sol y luna ha sido hecho «en atención a nosotros» (xúqiv
T ) P (0 V ).
457 Cf. Tomás: «Res nata est animae coniungi et in anima esse» (S. Th. I, q. 78, a. 1).
«Creatura corporalis facta est quodammodo propter spiritualem» (S. Th. I, q. 65, a. 2
ad 2). «Oportuit ad perfectionem universi esse aliquas naturas intellectuales» (S. c. gen
tiles, 2, 46; cf. II Sent., 1 , 2, 2; IV Sent., 49, 1 , 2, 2; Der ver., 20, 4; S. c. gentiles, 3,
112)... Y además, sobre todo, S. Th. I, q. 14, a. 2 ad 1; De ver., 2, 2 ad 2; I Sent., 17
1, 5 ad 3.
458 Cf. supra, pp. 396ss.
459 Cf. supra, pp. 410-413.
440 Cf. supra, pp. 417-421.
M Lumen gentium, 48; Gaudium et spes, 12.
462 P. Teilhard de Chardin (La visión del pasado [Madrid 51966] 305) habla en 1950
del «neoantropocentrismo no ya de posición, sino de dilección en la evolución».
463 Cf. Christentum und Marxismus heute. Gesprache der Paulus-Gesellschaft, editado
por E. Kellner (Viena 1966); K. Rahner, Christlicher Humanismus: «Orientierung» 30
(1966), 116-121; J. B. Metz, Verantwortung und Hoffnung (Maguncia 1966); O. Flecht-
heim, History and Futurology (Meisenheim am Glan 1966).
464 J.-P. Sartre, L ’etre et le néant (París 1943) 508.
465 Cf. E. Bloch, Das Prinzip Hoffnung (1938-1949) 2 vols., en Werke, 5 (Francfort
1959); además: W. D. Marsch, Hoffen worauf? (Hamburgo 1963).
466 P. Teilhard de Chardin, carta a Margarita Teilhard de 4 de agosto de 1916.
EL MUNDO Y EL HOMBRE EN LA PROVIDENCIA DIVINA 4 55
W alter K ern
SECCION TERCERA
y gracia Precisar esta relación es también fundamental para los ulteriores capítu
los de este volumen, en cuanto que las afirmaciones sobre el hombre como cria
tura (cap V III), sobre su carácter de imagen y semejanza de Dios y sobre el
estado original (cap IX), sobre el pecado del hombre y sus consecuencias (capí
tulo X), sobre los ángeles como mundo histórico salvífico concomitante y circun
dante del hombre (cap XI), sobre la necesidad que el hombre tiene de ser sal
vado y sobre la eficacia anticipada de la salvación (cap X II) implican siempre
una determinada concepción de la relación entre naturaleza y gracia
Notemos ya desde el principio que ambos pares de conceptos no coinciden
mas que parcialmente «alianza» es un concepto histórico salvífico clave que sólo
se entiende a partir de la acción histórica de Yahvé con el antiguo y el nuevo
Israel «Creación», como quedó claro por todo lo anterior, sólo se capta plena
mente si se la entiende como fundación de la historia de la salvación «Natura
leza» coincide ampliamente con el último sentido de creación, incluso si conside
ramos su alusión implícita al origen ( n atura viene de n asci), pero modernamente
se ha visto contrapuesta a gracia y ha adquirido así un sentido predominantemente
esencialista y estático En esta contraposición, el concepto de gracia ha venido
a ser casi exclusivamente un concepto cualitativo y material, sin clara relación
in trín seca con la h isto ria de salvación Una m irada retrospectiva a la historia de
la gracia pondrá en claro la necesidad y fecundidad, pero también los límites, de
la pregunta acerca de la relación entre naturaleza y gracia
Ese amor debe referirse a otro y seguir siendo libre fr e n te a ese o tro . Si la gracia
de la entrega de Dios a otro coincidiera radicalmente con la posición de ese otro
en la existencia, no podría considerarse ya como el prodigio del don amoroso de
Dios.
c) De ahí surge el dilema siguiente: o se concede al hombre como tal un
deseo natural de ver al Dios trino (y entonces se niega que Dios lo otorgue y funde
libremente) o se rechaza semejante deseo natural (y entonces la gracia se convierte
en una superestructura extraña y un tanto falta de interés). Para salir de este dile
ma hay que dejar de interpretar la naturaleza espiritual del hombre a partir del
concepto infrapersonal de naturaleza y pasar a concebirla como apertura radical no
unívoca ni limitada, dotada de una tal tendencia. Resulta entonces lleno de con
tenido el concepto de p o te n tia o b o e d ie n tia lis.
d ) Según el proyecto primario y original de Dios, el hombre está h istó rica
m e n te destinado a la unión de vida con el Dios trino. Sólo se puede entender
correctamente qué significa que la gracia es superior a la creación y que el hombre
está radicalmente ordenado al Dios de la visión beatífica si se contempla al hom
bre en la perspectiva de la historia de salvación: llamado a compartir la vida de
Dios, cae, y caído, sufre indeciblemente por la pérdida de esa comunidad de vida;
pero en Cristo es rescatado de nuevo para una más magnífica comunidad de vida
con Dios. El hombre recupera radicalmente su v id a (que, por tanto, se presenta
como desbordante riqueza de la propia existencia). Pero esa vida sólo es suya
en cuanto que es donación amorosa de Dios (el hombre debe reaccionar ante esa
donación que es la vida con una incesante acción de gracias y con la réplica del
amor).
e) De estos datos revelados que interpretan nuestra existencia se desprende
que la ordenación del hombre al Dios de la vida eterna está enclavada en lo más
hondo y pertenece al estado histórico original del hombre como su «existen-
cial» 14, pero que debe ser distinguida del constitutivo básico y último de lo hu
mano; de ahí que, siguiendo una tradición milenaria, haya que llamarla existencial
so b ren a tu ra l. De ahí procede la distinción entre «naturaleza histórica» y «natura
leza teológica». Naturaleza histórica se llama a la constitución histórico-salvífica
fundamental del hombre con el existencial sobrenatural. Naturaleza teológica es
la estructura humana residual que queda cuando del resultado de la reflexión
antropológica se abstraen los elementos que por revelación sabemos que son sobre
naturales. O también, dicho en términos de abstracción formal, naturaleza teoló
gica es el substrato básico de realidad humana que debe servir de presupuesto
a la ordenación por gracia a la vida eterna.
Esto es algo más que desplazar el problema de hasta qué punto algo gratuito
puede ser a la vez cumplimiento radical de una tendencia. Por dos razones: E n
p rim e r lugar , la dinámica de la gracia debe darse como realidad en e l terreno
que constituye el supuesto humano. Por tanto, de ser un desplazamiento del
problema es a lo más un desplazamiento hacia el único terreno en que puede
darse la respuesta. E n seg u n d o lugar , la realización primordial del hombre (en
cuanto que no es más que espíritu creado) es precisamente la conexión dinámica
del hombre con el horizonte ilimitado («indefinible») del ser. Cada una de las
14 «Todas las explicaciones que surgen del análisis de la existencia hacen referencia
a su estructura existencial. Puesto que se determinan a partir de la existencialidad, a los
caracteres de ser de la existencia los llamamos existenciales. Hay que distinguirlos rigu
rosamente de las determinaciones de ser de lo que no es al modo existencial; a estas
determinaciones las llamamos categorías» (M. Heidegger, Sein und Zeit [Tubinga 101963]
44, § 9).
EL CONCEPTO DE «SOBRENATURAL» 465
BIBLIOGRAFIA
E L H O M B R E C O M O C R IA T U R A
Los capítulos que siguen tratarán de la criatura elegida por Dios para esta
blecer con ella la alianza pretendida y realizada en la historia de la salvación: de
ese hombre al que Dios creó y le otorgó la gracia, que se apartó de Dios y por
gracia ha vuelto a ser acogido por él. Vamos a desarrollar, por tanto, una antro
pología teológica, renunciando a hacer una cosmología. No se trata de un antropo-
centrismo ilegítimo ni de que pensemos que el hombre no puede saber nada sobre
la estructura del cosmos visible o la particularidad de las demás criaturas dentro
de ese cosmos. Lo que ocurre es que la palabra reveladora de Dios no pretende
enseñarnos nada sobre la esencia de las demás criaturas, sino precisamente sobre
esa criatura que somos nosotros mismos en nuestra relación con Dios. A través
de su palabra, Dios nos dice quién y qué es el hombre, y cuando la palabra de
Dios habla también de las demás criaturas, lo hace únicamente en cuanto sirven
de ámbito y entorno para el hombre l. Ciertamente, el teólogo tiene toda clase
de motivos para admirar los resultados de las ciencias naturales en su investiga
ción de la naturaleza. En cuanto le sea posible, procurará estar al tanto de sus
conclusiones para conocer la imagen del mundo que de ellas resulta y que se va
con virtiendo cada vez más en la imagen del mundo de la humanidad actual. De
esa manera sabrá a qué clase de hombres tiene que hablar en nuestros días. Pero
este tipo de conocimientos no forma parte de la teología como tal, que debe ocu
parse concretamente de las relaciones entre Dios y el hombre apoyándose en la
palabra de Dios. Por tanto, la teología no tiene que construir una doctrina sobre
la esencia de las criaturas que rodean al hombre 2, no tiene que hacer una cosmo
logía, sino que debe limitarse a la doctrina sobre Dios y a la doctrina sobre el
hombre en su relación con Dios tal como se va desarrollando en la historia.
K. Barth dice acertadamente sobre semejante teología «teantropológlca»: «Su cien
cia sobre la criatura de Dios es 'antropocén trica’ en cuanto que se centra en lo
1 Dado que la revelación no habla de los ángeles y demonios sino en cuanto per
tenecen al entorno histórico-salvífico del hombre, no hemos antepuesto a la antropología.
la angelología y la demonología como doctrinas más o menos independientes, sino que
las hemos subordinado e incorporado a ella (cf. cap. XI). Así se pone también de re
lieve que los ángeles y demonios, como seres espirituales, no pertenecen al entorno del
hombre de la misma manera que el mundo de las criaturas impersonales.
2 Cuando hoy se habla a veces de una «teología de las realidades terrenas» no se
piensa en una ontología teológica de la realidad mundana que rodea al hombre, sino
en una reflexión teológica sobre el sentido y el modo adecuado de la actividad y com
portamiento del hombre respecto a la realidad de este mundo a la que él debe dar forma
(por ejemplo, teología del trabajo, de la técnica, etc.).
468 ORIGEN DEL HOMBRE
SECCION PRIMERA
creto. Ambas preguntas pertenecen a los temas clásicos de la teología 4, pero han
vuelto en nuestros días al primer plano de la discusión en conexión con el pro
blema de la transformación de la imagen del mundo y la reciente investigación
exegética. No podemos prescindir de esa visión retrospectiva hasta los comienzos
de la humanidad ni de la reflexión sobre el comienzo de cada vida humana, porque
los mismos testimonios de la revelación, así como su interpretación posterior por
el magisterio eclesiástico, nos obligan a pensar sobre el origen del hombre. Los
conocimientos de las ciencias naturales de nuestros días inducen al teólogo a refle
xionar de nuevo sobre los límites de las afirmaciones que puede permitirse y, por
consiguiente, sobre el sentido y contenido de las afirmaciones que hace la revela
ción. En las páginas que siguen nos limitaremos a dar una breve visión de con
junto sobre las cuestiones más acuciantes y sobre el estado actual de la discusión
(que desde luego no ha concluido todavía).
1. Origen de la humanidad
5 Cf. en este volumen los artículos de H. Gross, pp. 360s, y K. Rahner, pp. 351-353.
Además: K. Rahner, Átiologie: LThK I (1957) 101 ls; K. Rahner y P. Overhage, El
problema de la hominización (Cristiandad, Madrid 1973) 39s.
ORIGEN DE LA HUMANIDAD 471
por eso no cabe esperar que nos lo expliquen. Es evidente que la exposición repro
ducirá el mundo de ideas de Israel, que todavía no había incorporado el pensa
miento de la evolución.
Si comparamos el contenido doctrinal de Gn 2, interpretado de esta manera,
con el contenido doctrinal de Gn 1, nos damos cuenta de que coinciden las afir
maciones teológicas de ambos capítulos sobre el origen del hombre; la diferencia
está únicamente en que esta doctrina de Gn 2, a diferencia de la de Gn 1, se nos
presenta revestida de una expresión plástica e intuitiva de la acción creadora de
Dios. Por desgracia, constituyó un inconveniente el hecho de que la exposición
de Gn 2 se considerara antes como el complemento de la doctrina de Gn 1. Hoy
sabemos con certeza que el texto de Gn 1 fue redactado después que el de Gn 2,
por lo cual determinamos de otra manera la relación que se da entre los dos tex
tos: Gn 1 debe entenderse como interpretación de Gn 2; por tanto, nos indica
cuál es la verdadera intención del texto más antiguo6. Quizá se hubiera llegado
antes a esta determinación del verdadero contenido de las palabras de Gn 2 si en
lugar de fijarse excesivamente en esta exposición de la creación se hubiera tenido
más en cuenta todo el AT y, especialmente, el NT. El contenido exacto de las pa
labras de Gn 2, tan decisivo para iluminar la existencia del creyente israelita
y cristiano, reaparece una y otra vez tanto en el AT como en el NT. Pero en nin
guna parte se insiste en que la creación de Adán fuera a partir del polvo o lodo
y no de otra manera, y que la creación de Eva se efectuara a partir del costado
de Adán, aunque es evidente que esta concepción estaba presente en la tradición
israelita y apostólica. Tampoco se argüyó en las disputas en torno a Gn 2 que
saber el modo y manera de la creación del hombre sea algo importante para su
salvación; semejante argumento sería por lo demás imposible. En cambio, no cabe
ninguna duda sobre la importancia que encierra para la salvación el conocimiento
de que el hombre es, en todo su ser, criatura de Dios y que ha sido creado para
tener una relación inmediata con Dios.
Para terminar, podemos decir, por tanto: ni Gn 2 ni ningún otro texto de la
Escritura quiere enseñarnos nada sobre el modo de realizarse la creación del
hombre. Es evidente que la Escritura no puede citarse como ejemplo de concep
ción evolucionista. Pero tampoco decide en contra de un evolucionismo que no
pretenda sustituir al dogma de la creación del hombre ni dar una explicación total
del origen del hombre. Por el contrario, la Escritura deja abierta esta cuestión.
0) El magisterio eclesiástico. El magisterio eclesiástico como tal no es com
petente en cuestiones que tocan puramente a las ciencias naturales, pero sí lo es,
en cambio, en la cuestión de si una verdad revelada está en contradicción o no
con una concepción de las ciencias naturales. No puede darse verdadera contra
dicción entre un conocimiento auténtico, cierto y objetivamente fundado de las
ciencias naturales y una doctrina revelada. Por lo demás, la historia nos muestra
que es posible salirse de su propia competencia, tanto el magisterio como los
representantes de las ciencias profanas. En los casos concretos, será tal vez difícil
juzgar si una hipótesis de las ciencias naturales es compatible con el dogma ecle
siástico, sobre todo cuando no están suficientemente claros los conocimientos
de parte de las ciencias naturales ni de parte de la teología.
La postura del magisterio eclesiástico respecto a la cuestión de si el evolucio
nismo era compatible con el dogma eclesial de la creación nos muestra claramente
un cambio paulatino, desde un enjuiciamiento de la cuestión decididamente nega
tivo hasta un juicio positivo. Este cambio ha sido condicionado por un progreso
Habremos de tener en cuenta este punto de partida, junto con las palabras
de la revelación que hemos mencionado, cuando presentemos a continuación un
esbozo de la explicación de Rahner 10 que se basa en un análisis del concepto del
devenir, de la causa y del obrar. Según él, el devenir propio y auténtico (a dife
rencia del mero cambio) debe concebirse como una superación de sí mismo, una
autotrascendencia de la criatura que obra, autotrascendencia que significa un ver
dadero incremento de ser del ente creado.
Semejante autotrascendencia, que no consiste solamente en ser uno mismo
superado pasivamente, sino que es un automovimiento activo, tiene lugar sin duda
en el espíritu creado (en el que se da ontológicamente el ser absoluto) por la
autorrealización actual del espíritu, por el acto de conocimiento, por el que el
espíritu aumenta en ser. Pero también podemos concebirla en la criatura no espi
ritual, en la que no se da ontológicamente el ser absoluto. Sin embargo, a dife
rencia de la autosuperación del espíritu, la autotrascendencia de la criatura no
espiritual es siempre en sentido propio un sobrepasar la propia esencia, una supe
ración esencial: el devenir de este ente en fieri es una autosuperación que sobre
pasa su esencia. Según eso, un mundo en proceso de evolución debe concebirse
como un mundo que se está haciendo por autosuperación. Y tenemos que pre
guntarnos también por el fundamento que hace posible semejante autosuperación
del ser de la criatura en proceso de devenir. Por una parte, se trata aquí de una
superación activa de sí misma, en la que actúa la misma criatura; por otra, la
criatura no puede alcanzar por sí misma y con sus propias fuerzas ese incremento
de ser que significa este devenir. Sólo puede ser fundamento de la posibilidad
de semejante autosuperación el ser absoluto, la causa infinita, el poder de Dios,
que como acto puro contiene en sí de antemano toda la realidad y fundamenta
la realidad creciente del ser por medio de su obrar trascendental. Sólo puede con
cebirse el proceso de devenir, que significa incremento de ser, si se concibe a la
vez a Dios como fundamento que lo posibilita. Y no hay que pensar que ese
obrar fundamental de Dios en relación con el mundo es un sostenimiento pura
mente estático del mundo; por el contrario, se trata de un sostenimiento cons
tante, activo y creador.
Pero lo único que importa es que se conciba adecuadamente el hecho de que
la causalidad divina es el fundamento de la nueva realidad ontológica que se
alcanza en el devenir de la criatura. La criatura como causa finita sólo puede
superarse realmente a sí misma (esto es, su efecto sólo puede ser superior a ella
y, a la vez, ser causado por ella) si Dios pertenece como causa infinita a la cons
titución de la causa finita operante como tal. Por otra parte, el efecto de la
causa creada sólo será realmente una supe ración si la causa infinita (aunque per
tenezca a la constitución de la causa finita) no es un elemento esencial constitutivo
interno de la naturaleza de la causa creada; porque si fuera un elemento interno
de la causa finita, ésta tendría desde siempre lo que debe alcanzar aún en su
autotrascendencia. Por tanto, la criatura en proceso de devenir por autosuperación
debe concebirse como una causa a la que pertenece la realidad infinita de Dios
como elemento constitutivo, sin que la realidad de Dios se convierta en elemento
interno de la causa finita como ente. Y la causalidad de Dios no debe concebirse
como un operar que obra junto al de la criatura o que obra algo que no obra la
criatura, sino como un operar que obra por sí mismo el de la criatura que se
supera y va más allá de las propias posibilidades.
Si es un hecho la evolución del hombre a partir de una forma de vida pre
humana, este concepto general del devenir, de la causa y del obrar puede apli
10 Op. cit., 57-74.
476 ORIGEN DEL HOMBRE
denación por parte del Sínodo provincial de Colonia en 1860 y una publicación
del decreto de la Comisión Bíblica de 1909, según las cuales la unidad del género
humano, que se entiende sin duda de manera monogenista, pertenece al contenido
histórico de Gn 2-3). Mientras que la encíclica permite la discusión del evolucio
nismo moderado, no concede la misma libertad respecto a la hipótesis del poli-
genismo; sin embargo, la encíclica se expresa en este caso de manera muy pru
dente: «Puesto que no está claro cómo conciliar semejante concepción con lo que
enseñan las fuentes de la verdad revelada y las declaraciones del magisterio sobre
el pecado original». Vemos otra vez claramente que lo más importante en la
cuestión de si el poligenismo es compatible o no con el dogma es la doctrina del
pecado original o la interpretación teológica de esta doctrina. El texto de la encí
clica no excluye de manera apodíctica el que alguna vez se demuestre esa compa
tibilidad. El V a tica n o I I no se ha pronunciado sobre la cuestión del poligenismo,
puesto que el proyecto correspondiente de la comisión teológica preparatoria no
llegó siquiera a la lista de las materias que debían tratarse. Tampoco el discurso
pronunciado por el papa Pablo VI en el verano de 1966 ante un grupo de teó
logos sobre el tema «El dogma del pecado original y la ciencia moderna» va más
allá que la encíclica de Pío X II. Dice el papa, en conexión otra vez con la doctrina
del pecado original: «Por ello es evidente que también las explicaciones que al
gunos autores modernos dan sobre el pecado original parecen incompatibles con
la verdadera doctrina católica. Parten de la suposición del poligenismo, que toda
vía no está demostrada, y niegan de una manera más o menos clara que el pecado,
del que se siguió a la humanidad un mal tan copioso, fuera ante todo una des
obediencia de Adán, del 'primer hombre’ y modelo de los que habían de venir...
Por esta causa dichas explicaciones no están de acuerdo con la doctrina de la
Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio, según los cuales el pecado del
primer hombre se transmitió a todos sus descendientes por generación y no por
imitación...» («L’Osservatore Romano», 16 de julio de 1966). Notemos que en
este mismo discurso expresa el papa su deseo de que se tenga una discusión teo
lógica sobre el problema del pecado original. ¿No sería posible que de esa discu
sión saliera algo de luz sobre la compatibilidad del poligenismo con el dogma
del pecado original? En toda esta cuestión hay que observar por lo menos meto
dológicamente las reglas hermenéuticas generales. Cf. MS I, 623s, 627, 630,
640ss, y también M. Lohrer, Ü b erleg u n g en z u r I n te rp re ta tio n le h ra m tlic h e r
A u ssagen , en G o tt in W e l t II, 499-523.
y ) O b se rv a c io n e s fin ales. Hay que conceder hoy que no se puede sacar nin
guna prueba válida de los textos del AT en favor del monogenismo. Pero eso
no significa, naturalmente, que no sea posible aportar ninguna prueba a partir
de la Escritura. Quizá también en este punto la revelación del NT pueda llevarnos
más allá de lo que sabemos por el AT. Una prueba neo testamentaria no tendría
que basarse directamente en varios pasajes distintos (lo cual sería muy cuestio
nable, como ya hemos dicho), sino que podría elaborarse en el sentido de una
etiología histórica, en la que lo importante no serían pasajes sueltos de la Es
critura, sino los hechos salvíficos fundamentales atestiguados por el NT, tomados
en conexión unos con otros y con sus presupuestos. Si reflexionamos sobre esto
tal vez consideremos la prueba de Escritura de K. R ahner14 como una etiología
de la fe neotestamentaria, que completa y profundiza la etiología del AT. Baste
aludir aquí a su argumentación (indirecta) bien urdida, que pretende encontrar
en una verdad cristológica cierta su necesario presupuesto «adamológico». Sin
15 K. Rahner, ibtd.
16 Un ejemplo característico de esa situación todavía no clara en la época de la pa
trística es Agustín, que se ocupó durante su vida una y otra vez del origen del alma
humana. Después de haber defendido en los primeros años un estricto preexistencia-
nismo (Ep., 7: PL 33, 68ss; retractado más adelante: PL 32, 590, 594), adoptó más
ORIGEN DE LA HUMANIDAD POSADAMICA 481
Dios o que ha sido creada en el cuerpo engendrado por los padres. Sin embargo,
lo mismo que la doctrina de la creación del primer hombre, precisa una ulterior
reflexión. En primer lugar, esa formulación tan empleada de que se ha «infun
dido» el alma o que se la ha «insuflado» es una manera de hablar en imágenes
que necesita una explicación. Para que no se entiendan mal esas expresiones hay
que añadir expresamente que eso no quiere decir que Dios cree primero el alma,
para unirla después con el cuerpo. Por el contrario, la creación y la «infusión»
tienen lugar al mismo tiempo. Y sobre todo hay que evitar que se entiendan
esas maneras de hablar como si la acción de Dios se efectuara en cierto modo
desde «fuera». «Cuando Dios crea el alma en la concepción, no está llenando una
especie de vacío que hubiera quedado en el acto de la reproducción, sino que está
actuando y elevando el acto de los padres desde dentro. De manera que el acto
creador que interviene en el caso del hombre no es de naturaleza trascendente,
sino inmanente, aunque la causa misma sea trascendente. Es la acción conjunta de
Dios con sus criaturas. O mejor: precisamente por ser el creador trascendente es
su obra profundamente inmanente. El obrar creador de Dios no reside 'fuera'
de la actividad reproductora, sino que actúa en ella misma, activándola» 21. Na
turalmente, sería también una concepción falsa entender esa expresión de la
creación inmediata de cada alma por Dios o la intervención especial de Dios
en el origen de cada hombre como si Dios realizara cada vez un nuevo acto crea
dor. «El acto creador de Dios es único y simple, es la acción única de su voluntad
que abarca y sostiene el cosmos y el tiempo con todo lo que contienen. En la
creación sólo se puede hablar de distinciones en cuanto la creación significa que el
ser de las cosas depende de Dios. Por eso la creación especial del alma humana
no significa sino una dependencia especial en su ser. Lo cual a su vez implica
un modo especial de ser precisamente en su relación con D ios»22. Un buen nú
mero de teólogos actuales se esfuerza con razón en evitar el peligro inminente
de una concepción dualista en el fondo, que va unida a esa manera ordinaria
de hablar de la generación del cuerpo por los padres y la creación del alma por
D ios23. Llama la atención el hecho de que los libros de texto de la dogmática
católica no suelen tratar expresamente sino del origen del alma humana indivi
dual; producen la impresión de que la teología no tiene que hablar del origen
del hombre uno y total y que el nacimiento del cuerpo humano es cosa exclusi
vamente de la biología. En contra de esa opinión, hemos titulado este apartado
«El origen de la humanidad». Como es evidente, no queremos decir con eso que
la teología deba abordar también cuestiones biológicas. Lo que queremos expre
sar es que la teología, lo mismo que las ciencias naturales, aunque en otro plano,
debe estudiar al hombre uno y total. Tampoco en este campo puede la teología
dejar simplemente el estudio del cuerpo a las ciencias naturales para ocuparse
exclusivamente del alma. Por tanto, la pregunta que ahora se plantea es con qué
interpretación positiva del origen del hombre se evitan los peligros y falsas con
cepciones que hemos mencionado; debe salvaguardarse, por una parte, la unidad
del cuerpo y el alma espiritual en el hombre y, por otra, el carácter peculiar de
la causalidad eficiente de Dios.
sobre la cooperación de las criaturas en la conservación y gobierno del mundo: S. Tb. I,
q. 118, a. 2; cf. también De anima, 2, 86.
21 P. Smulders, Theologie und Evolution. Versuch über Teilhard de Chardin (Essen
1963) 94s, con una cita de A.-D. Sertillanges, L’idée de création et ses retentissements
en philosopbie (París 1945) 120.
22 P. Smulders, op. cit., 96s.
23 Así, por ejemplo, A.-D. Sertillanges, op. cit.; K. Rahner y P. Smulders, op. cit.;
P. Schoonenberg, Gottes werdende Welt (Limburgo 1963) 50ss.
ORIGEN DE LA HUMANIDAD POSADAMICA 483
24 K. Rahner dice que el origen del alma humana es un caso del concepto del de
venir y del obrar desarrollado por él en El problema de la hominización, 75ss.
25 Según lo que hemos dicho, la explicación de Rahner debe llamarse con todo dere
cho creacionismo. Puesto que, según él, si los padres engendran a todo el hombre, en
gendran también el alma, podríamos sentirnos inclinados a concebir su teoría como una
forma de generado-creacionismo. Pero ciertamente no sería justo desechar después esa
teoría aduciendo la condenadón eclesiástica de la opinión de Rosmini, a la que se ha
denomindo a veces generado-creacionismo. La idea de Rahner está dentro de la línea
de lo que destaca A.-D. Sertillanges: «No se da, por una parte, un acto de la naturaleza
y, por otra, un acto divino. No se da una generación del cuerpo, una creación del alma
y una infusión del alma en el cuerpo. Ese modo de hablar, que es muy corriente, incluso
484 ORIGEN DEL HOMBRE
BIBLIOGRAFIA
1 J. Barr, The Semantics of Biblical Language (Oxford 1961). Barr critica la obra
de Th. Boman, Das Hebraische Denken im Vergleich mit dem Griechischen (Gotinga
41965; trad. española: Pensamiento bíblico y pensamiento griego, Cristiandad, Madrid
1977).
2 H. Conzelmann, Heutige Probleme der Paulus-Eorschung: «Der Evangelische
Erzieher» 18 (1966) 241.
3 J. Sevenster, Die Anthropologie des Neuen Testaments, en C. J. Bleeker (ed.),
Anthropologie Religieuse (Leiden 1955) 165-167; W. Zimmerli, Das Menschenbild des
Alten Testaments (Munich 1949) 3-10; cf. E. Kasemann, Leib und Leib Christi (Tu-
binga 1933) 22-23.
EL HOMBRE EN EL PENSAMIENTO GRIEGO Y HEBREO 487
9 Fedón, 62b. Cf. H. Kuhn, Plato über den Menschen, en H. Rombach (ed.), Die
Frage nach dem Menschen (Munich 1966) 284-310.
10 Fedón, 64a, 67b.
11 Fedón, 66e, 67a.
12 Fedón, 65e, 82e; Cratilo, 400c; cf. K. Barth, Die Seele in der Philosophie Platos
(Tubinga 1921) 62-69.
13 Timeo, 27d-28c.
14 Dentro de la investigación se dan opiniones muy distintas sobre la cuestión de
si la materia es para Platón principio y origen del mal. Cf. A. Festugiére, Révélation
d'Hermés Trismégiste II (París 1949) 118: «Voilá, pour nous, un essentiel. II en ressort
que, de par sa nature méme, la matiére, en sa racine, est désordre et cause de désordre...
On pergoit ici l’origine de cette doctrine mauvaise». En contra, A. E. Taylor, A commen-
tary on Plato's Timaeus (Oxford 1928) 117: «The doctrine of matter as the cause of
evil is quite un-Platonic». El mismo autor, An unplatonic Theory of Evil in Plato:
AJP 58 (1937) 45-58. En favor de la materia como origen del mal se declaran: F. P.
Hager, Die Materie und das Bóse itn antiken Platonismus: «Museum Helveticum» 19
(1962) 74-103; S. Pétrement, Le dualisme chez Platón, les Gnostiques et les Manichéens
(París 1947) 45-47 y 72s; G. Vlastos, The Disorderly Motion in the Timaeus: CQ 33
(1939) 80-82; E. Zeller, Philosophie der Griechen I I / l (Leipzig 51922) 973, notas 3 y 4;
según los autores que citamos a continuación, el alma es el origen del mal: G. R. Mor-
row, Necessity and Persuasión in Plato*s Timaeus: «Philos. Review» 59 (1950) 163;
U. v. Wilamowitz, Platón II (Berlín 1919) 320-321. Respecto a esta última postura, cabe
preguntar si no interpreta pasajes de escritos anteriores de Platón, a partir de otros
posteriores, sin tener suficientemente en cuenta su evolución histórica ni sus diversos
puntos de vísta. A. Festugiére, Hermés Trismégiste III (París 1953) XII-XIV, pone de
relieve que la teoría del movimiento es de Leyes y que no puede emplearse en el pasaje
discutido del Timeo. En la interpretación de Platón se advierte también la misma dis
cusión: mientras Plotino piensa que según Platón el mal se encuentra en la materia,
Proclo lo niega. Sobre esta discusión entre Plotino y Profio, cf. F. P. Hager, loe. cit.,
85-103. Sobre la interpretación de Plotino, cf. la excelente monografía de H. R. Schlette,
Das Eine und das Andere. Studien zur Problematik des Negativen in der Metaphysik
Plotins (Munich 1966) 98-155. Observemos la interesante anotación de W. D. Davies,
Paul and Rabbinic Judaism (Londres 1948) 18: «The term oúqH was not used in the
prevailing Hellenistic Literature to express the material as opposed to the ideal. We
find vXr\ opposed to voñ^, but never aág|».
15 Leyes. XII, 961e. Acerca de su valoración menos negativa del cuerno y del mundo
corpóreo, cf. E. Kásemann, loe. cit., 28s; E. Haenchen, Aufbau und Theologie des Poi-
EL HOMBRE EN EL PENSAMIENTO GRIEGO Y HEBREO 489
mandres, en Gott und Mensch. Gesammelte Aufsátze (Tubinga 1965) nota 1; R. Schae-
rer, Dieu, Vhomme et la vie d’aprés Platón (Neuchatel 1944). Plotino toma y critica
esa imagen del piloto y la nave: Enéadas IV, 3, 20-21.
16 C. A. van Peursen, Lichaam-Ziel-Geest (Utrecht, s. f.; trad. alemana: Leib, Seele,
Geist, Gütersloh 1959, 40-55).
17 W. Jaeger, Aristóteles. Grundlegung einer Geschichte seiner Entwicklung (Berlín
1932) 37-52, 354-357; G. Dautzenberg, Sein Leben Bewahren (Munich 1966) 38: «En
la filosofía aristotélica se supera realmente el dualismo del cuerpo y el alma de Platón, al
concebirse el cuerpo y el alma como dos principios que se complementan mutuamente
y que están necesariamente orientados el uno hacia el otro -—ambos consisten como
tales únicamente en la unidad vital—. Pero en la teoría de la parte más elevada y domi
nante del alma humana, el vovc;, se descubre, sin embargo, la herencia platóníco-órfica:
no se ha producido, le viene al hombre Me fuera’; como "lo divino’, lleva una existencia
especial dentro del hombre; su actividad es puro pensamiento, contemplación del ser; en
la muerte se separa del alma, que perece con el cuerpo, y a partir de ese momento per
manece en el puro ser». Cf. el apartado que dedicamos a Tomás de Aquino en el esbozo
de historia de la teología.
18 Cf. E. Schweizer, Die hellenistische Komponente itn neutestamentlicben sarx-
Begriff: ZNW 48 (1957) 237-253; cf. sobre el gnosticismo F. Leist, Biblische und gnos-
tische Seinserfahrung, en H. Rombach (ed.), Die Frage nach detn Menschen (Munich
1966) 340s.
19 C. A. v. Peursen, loe. cit., 40.
20 J. A. T. Robinson, The Body (Londres 1952; trad. española: El cuerpo, Barce
lona 1968).
21 E. Schweizer, Z&fia, loe. cit., 1030s.
22 E. Schweizer, Leiblichkeit ist das Ende der Wege Gottes• «Jahresbericht der
Universitat Zürich» (1963-1964) 4s.
490 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
29 G. von Rad, Theologie des Alten Testaments I (Munich 41962) 166; H. W. Robin-
son, Hebrew Psychology, en A. S. Peake (ed.), The People and the Book. Essays on the
Oíd Testament (Oxford 1925) 353-382; G. Pidoux, Uhomme dans VAnden Testament,
en C. J. Bleeker, loe. cit., 155-165; W. H. Schmidt, Anthropologische Begriffe im Alten
Testament: EvTh 24 (1964) 387: «En todo caso, no tiene mucho sentido preguntarse
si el AT se imagina al hombre dicotómica (como 'alma* y 'cuerpo') o tricotómicamente
(como 'alma', 'espíritu' y 'cuerpo'). La razón está en que no se distingue claramente
entre el órgano y su función o entre la parte del cuerpo que tiene el hombre y el modo
de ser o de comportarse en el que vive el hombre».
30 J. H. Becker, Het Begrip Nefesz in het Oude Testament (Amsterdam 1942) 117:
cf., sin embargo, D. Lys, Népbésk, Histoire de VÁme dans la Révélation dTsraél au sein
des Religions proche-orientales (París 1959) 116-119. Según él, la palabra aparece 757
veces: 754 veces el sustantivo y 3 veces el verbo. Ofrece también un esquema de la fre
cuencia de la palabra según los distintos textos, tradiciones y épocas.
31 E. Fascher, .Seele oder Leben? (Berlín 1959) se lamenta de que las traducciones
modernas emplean la palabra Leben (vida) en vez de Seele (alma) para traducir al alemán
la palabra nefeí. Cf., sin embargo, la respuesta de W. Schanze, Rezension zu E. Fascher,
Seele oder Leben?: ThLZ 86 (1961) 662-664; J. Fichtner, Seele oder Leben in der Bibel?:
ThZ 17 (1961) 305-318. Fichtner va recorriendo los pasajes más importantes para probar
que la palabra adecuada es Leben (vida). Observa que Martín Lutero tradujo, en 1524,
50 veces nefes por Seele (alma); pero en 1545 sólo 23 veces.
32 L. Dürr, Hebr. nefeí, akk. napistu = Gurgel, Keble: ZAW 43 (1925) 262-269. Sin
embargo, no se encuentra este significado en los textos más antiguos, sino solamente
algunas veces a partir de Isaías.
33 W. Eichrodt, Teología del AT (Madrid 1976) 140-148. Eichrodt hace ver en loe. cit.,
141, «qué funesto resulta para la comprensión de la psicología del AT el no tener reparo
en traducir nefes por alma. Esa palabra se refiere en primer lugar y sobre todo a la vida
y... a la vida unida a un cuerpo. Por eso la nefes deja de existir con la muerte... Por
eso mismo puede decirse realmente que la nefes muere...» (Cf. Nm 23,10; Jue 16,30).
34 W. H. Schmidt, loe. cit., 377-381.
35 D. Lys, Ruach. Le souffle dans VAnden Testament (París 1962) 334.
3Í W. Bieder, ílv e v p a im Alten Testament und Spatjudentum: ThW VI (1959) 357-
373, espec. 357-360.
37 W. H. Schmidt, op. cit., 382s.
492 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
dentro del hombre 38. Por el contrario, expresa la relación dinámica entre Dios y
el hombre. Por eso se emplea a veces la palabra para designar un carisma especial
dado por Dios, que capacita e inspira al hombre para realizar acciones extraor
dinarias al servicio de la historia de la salvación divina3940. Finalmente, fijémonos
en la palabra basar: resulta interesante que el hebreo no conozca más que una
palabra, basar para los dos conceptos griegos o*<fcp^ (carne) y <rá>jjux (cuerpo);
su sentido originario es «carne», contrapuesta a «huesos» 41. Del mismo modo que
nefet no designa algo que posea el hombre, sino que expresa la constitución onto-
lógica del hombre, no debe entenderse tampoco basar como algo que «tiene» el
hombre, sino como lo que «es» 42. Por eso la palabra sirve en sentido amplio para
designar a toda la persona o a todo el hom bre43 y puede sustituir también a un
pronombre personal44. Finalmente, es importante observar que basar significa
también «parentesco» y «familia»45. El hombre hebreo no se entiende en su
corporeidad como separado de los demás, sino sabe que como «carne» se encuen
tra unido a o tro s46. En este sentido, basar es una «designación de parentesco»
que expresa una unión y comunidad estrechas «de importancia vital». «Nuestra
carne» significa también «nuestro hermano» (Gn 37,27) o «nuestro prójimo»
(Is 58,7)4748, y la fórmula «toda carne» sirve para describir a toda la humanidad
en su carácter de criatura frente a Dios 4S. Vemos, pues, claramente que «carne»
no sólo destaca la totalidad individual del hombre — a diferencia con todas las
antropologías dualistas— , sino que originariamente esta palabra expresa también
la existencia social y hasta cierto punto «política» del hombre — a diferencia de
las antropologías individualistas que tal vez destacan la «totalidad» del individuo
humano, pero consideran su solidaridad con los demás hombres como algo adi
cional y derivado— . Esa solidaridad con los demás hombres, tal como aparece
de modo actual en la «carnalidad», no tiene relación exclusiva o primariamente
con la interpersonalidad privada e íntima del yo-tú, sino que se refiere a ese ser en
unión con los demás en la sociedad y en la política49
Resumiendo: el análisis de los conceptos de la antropología hebrea no muestra
una división dualista del hombre; «por el contrario, objetivamente ninguno de
los tres conceptos alude a una parte del hombre distinta de otras, sino que se
refieren al hombre como un todo y como una unidad»50. Entre los diversos sen
tidos figurados podemos destacar los siguientes: nejes es el hombre en cuanto
tiende a algo; ruah, en cuanto vive bajo la dirección carismática de Dios al ser
vicio de la historia de la promesa; basar, en cuanto se encuentra frente a Dios
en parentesco y solidaridad con los demás hombres.
3) Valoración del cuerpo en la escatologta y harmatología. La concepción
hebrea unitaria del hombre no sólo encuentra su expresión en la terminología
antropológica, sino también y especialmente en la manera de entender la salva
ción, en la escatología y harmatología. La salvación escatológica no consiste en
la «salvación del alma» puramente individualista, sino ante todo en la participa
ción del señorío histórico y futuro de Yahvé sobre esta tierra y esta vida. La idea
de la retribución individual en un más allá es posterior y se introduce en la con
cepción de la salvación gracias a influencias extrañas51. Mientras que para los
griegos la muerte es una liberación del alma del impedimento y cautiverio que
supone el cuerpo, para los hebreos significa la separación de la comunidad de
vida con Yahvé (Sal 88) y la entrada en el reino de las sombras y de la mayor im
pureza 52.
Del mismo modo, apenas existen huellas de la concepción de que el cuerpo
como modo de existencia material y terreno es la fuente del pecado y el origen
de todas las desgracias. El pecado es obra de todo el hombre; no radica en el
cuerpo como tal, sino en el corazón, esto es, en «lo más íntimo» del hombre S3. El
corazón no es para los hebreos únicamente un órgano corporal, sino el centro de
la postura que se adopta respecto a la palabra de Dios y de la decisión frente
a la voluntad divina 54. El hecho de que la conducta religiosa y moral del hombre
brote del corazón nos muestra esa concepción unitaria del hombre que tienen
también los hebreos en su manera de entender el pecado. Ni siquiera en los libros
más tardíos del AT, en los que asoma un decidido pesimismo ético, especial
mente en su manera de considerar la tendencia al mal, se relaciona esa tendencia
al mal con el cuerpo, sino que se la pone en relación con el corazón, símbolo de
la unidad humana y de la voluntad lib re 55.*
a) El judaismo tardío.
Para entender mejor las concepciones que se dan en los escritos del NT sobre
la unidad de alma y cuerpo, debemos considerarlas a la luz del horizonte de las
diversas corrientes que afloran en el judaismo tardío. Esas corrientes han nacido
del encuentro del pensamiento hebreo con el griego y también con sistemas ideo
lógicos asiáticos. El judaismo tardío se nos muestra como un ambiente sincretista
en el que se unen elementos judíos y no judíos y en el que brotan diversas imá
genes del mundo y del hombre, unas más dualistas y dicotómicas; otras, en cam
bio, más m onistas58. Se suele dividir el judaismo tardío en judaismo helenístico y
palestinense para poner en claro esa diversidad. En el judaismo helenista es donde
comienza la evolución hacia una concepción dualista del hombre. La helenización
comienza con los Septuaginta, en los que se traduce el leb hebreo por iJwxt] 59>
dividiendo al cosmos en dos esferas, la del espíritu y la de la carne60. Se da un
56 J. Scharbert, loe. cit., 47-82, es de otra opinión. Afirma: «P y el autor que nos
ha transmitido Gn 6,1-4 son los primeros que han reflexionado sobre la relación mutua
entre los componentes corporales y no corporales del hombre». Pero esto no puede
deducirse de la unión de la pecaminosidad con la fórmula «toda carne».
57 W. Zimmerli, Verheissung und Erfüllung: EvTh (1952) 34-59; H. W. Wolff,
Das Geschichtsverstándnis der alttestamentlichen Prophetie: EvTh 20 (1960) 218-235.
38 R. Meyer, Hellenistisches in der rabbinischen Anthropologie. Rabbinische Vor-
stellungen vom Werden des Menschen (Stuttgart 1957); L. Goppelt, Christentum und
Judentum im ersten un zweiten Jahrbundert (Gütersloh 1954); W. D. Davies, Christian
Origins and Judaism (Londres 1962).
59 G. Dautzenberg, loe. cit., 41s.
60 El «Señor de los espíritus de toda carne» (Nm 16,22; 27,16) se traduce en los LXX
por «Señor de los espíritus y de toda carne».
CONCEPCION NEOTESTAMENTARIA DEL HOMBRE 495
61 1,4 cita a ambos uno junto a otro, sin juicio valorativo; 8,19s, prioridad del alma;
9,15 tiene semejanzas con Platón, Fedón, 81c. La oposición que se da entre el alma y el
cuerpo se entiende en la práctica como un impedimento para la actividad espiritual del
pensamiento.
62 Cf. E. Schweizer, Hellenistische Komponente, 246-250; W. Vólker, Fortschritt und
Vollendung bei Philo von Alexandrien (Leipzig 1938) 239-241; H. Wolfson, Philo (Cam
bridge, Mass. 21948). El pensamiento poco sistemático de Filón no nos permite consi
derarle claramente como filósofo helenista. «La carne no es el hombre condenado por
Dios en su totalidad como en el AT, sino esa condición física que es como un freno
para la huida del alma» (E. Schweizer, 2cofxa, 122).
63 R. Meyer, 2 ti/na: ThW VII (1964) 113; O. Bocher, Der johanneische Dualismus
im Zusammenbang des nachbiblischen Judentums (Gütersloh 1965) 55: «Por causa de
la estrecha conexión de la antropología qumránica con la del AT no se encuentra tam
poco en los textos de Qumrán un marcado dualismo de cuerpo y alma o de carne y espí
ritu». K. G. Kuhn había afirmado antes lo contrario en I le i p a o f iÓ Q ’á fia Q T ta -o á Q ^ im
Neuen Testament und die damit zusammenhangenden V orstellungen: ZTnK 49 (1952)
200-222. Según él (loe. cit., 216), la carne en Pablo y en los textos de la secta es «el
campo de actividad y del poder de lo antidivino, del pecado». Esta opinión se ve rebatida
por F. Nótscher, Zur theologischen Terminólogie der Qumram-Texte (Bonn 1956) 85s;
J. Schreiner, Geistbegabung, 161-180; J. P. Hyatt, The View of Man in the Qumrán
«Hodayot»: NTS 2 (1955-56) 276-284; D. Flusser, The Dualism of Flesh and Spirit in
the Dead Sea Scrolls and the New Testament: «Tarbiz» 27 (1957-58) 506-540.
64 E. Schweizer, 2ág$: ThW VII (1964) 118-121. La concepción hebrea del hombre
se mantiene, como lo muestra la evolución de la doctrina de la resurrección. Cf. K. Schu-
bert, Die Entwicklung der Auferstehungslehre von der nachexilischen bis zur frührab-
biniseben Zeit: BZ 6 (1962) 177-214.
496 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
carne, tal como se emplea en los escritos del A T hasta Qumrán, designa a todo
el hombre como persona total, el concepto de «cuerpo» suscita de antemano la
idea de hueco o vacío que necesita algo que lo llene. Según los presupuestos que
tiene el judaismo en el mundo helenístico y oriental, se concibe ese cuerpo como
«lleno» de un alma invisible. En conexión con esto nace una oposición entre el
alma, celeste y pura, y el cuerpo, terreno, inclinado a la impiedad 65. Sin embargo,
esta antropología rabínica no es tan consecuentemente dualista como la griega,
porque cree en una nueva unión del cuerpo y el alma después de un estado inter
medio 66.
b) Los sinópticos.
A la vista de este trasfondo del judaismo tardío, vale la pena observar que las
afirmaciones de los sinópticos sobre el hombre están en la línea de la concepción
veterotestamentaria y hebrea y no siguen la antropología dualista del judaismo
tardío ni la habitual en el helenismo 67. Un análisis de Me 8,35-37, con dos sen
tencias que se han transmitido varias veces dentro de la tradición sinóptica68,
a pesar de antiguas falsas tradiciones e interpretaciones, nos prueba que la pre
dicación de Jesús asume la concepción hebrea del hombre y la sitúa en el hori
zonte de la escatología veterotestamentaria. La frase de Jesús en Me 8,36 dice así,
según muchas traducciones: «Porque de qué aprovecha al hombre ganar todo el
mundo si pierde su alma (iJajxt))»69* Apoyándose en estas palabras, Harnack
afirmaba que Jesús había enseñado el valor infinito del alma hum ana70; por eso
mismo Jaeger71 y N estle72 veían en Sócrates y Platón precursores de Jesús. Un
examen más detallado del contexto redaccional de este versículo nos muestra, sin
embargo, con toda claridad que no se da en él una doctrina del alma de tipo hele
nista, sino que en Jesús está presente la manera de pensar del AT. Es cosa notable
que en el versículo 35, inmediatamente anterior («Porque el que quiere salvar
su vida la perderá. Pero el que pierde su vida [ ^ X ^ l P°r causa y
por el evangelio, la salvará»), incluso los que traducen en el versículo 36
iJ;uxt) por «alma» la traducen aquí por «vida». Por tanto, en el versículo 36 debe
mos dar también de manera consecuente la traducción «vida»73, que expresa
c) Pablo.
La comprensión paulina del hombre nos presenta un planteamiento del pro
blema de la unidad del alma y el cuerpo al mismo tiempo fecundo y completo.
Por una parte, Pablo nos ofrece —prescindiendo de la discusión de si hay que
entender su teología a partir de la antropología o a partir de la apocalíptica77—
una terminología antropológica muy explícita y desarrollada 78. Por otra, cualquier
relación del estado de la investigación nos dará cuenta de lo contradictorias que
entre cráp^ o i]a >XT) (1 C°r 2,13s; 15,44ss) por una parte y TtVEÜpwx por otra.
En este contexto, -nveOiJia puede referirse a la fuerza o Espíritu de Dios en su
relación con el hombre, o a todo el hombre cualificado por este Espíritu o esta
fuerza de D ios89. Del mismo modo, cráp?; puede referirse a todo el hombre o
expresar una cualidad permanente del hombre en contraposición a 'juveOíjwx 90•
Respecto a esta matización terminológica, hay que considerar dos significacio
nes distintas de la contraposición o’áp^-TTVE'upta en Pablo. En primer lugar: en
Rom 1,3, donde Pablo emplea una fórmula prepaulina91, adoptando con ella
la mentalidad de la Iglesia primitiva sobre este punto, se contrapone la esfera
terrena, limitada y pasajera de la o’áp^ a la otra esfera celeste y divina del
TtVETjpwx; no se considera a la <ráp^ de manera negativa como pecadora o enemiga
de Dios, sino únicamente como limitada, débil y pasajera, esto es, como un campo
terreno y neutro que no tiene importancia decisiva para la salvación92. En este
sentido, el par de contrarios TtVEÚptfX-c'ápS; corresponde a la vez a la oposición
que se da en el AT entre la fuerza y gracia de Dios 93 y la debilidad del hombre
y a la contraposición que se hace en Juan (y que también procede del AT), en la
que ü*áp^ designa la esfera humana y terrena en su limitación, pero no en su
pecaminosidad 94. En segundo lugar: puesto que o*<xp£ y TtVEÚ^Jia pueden ser cali
ficaciones del hombre, Pablo los emplea también para referirse a dos esferas
(en sentido modal, no local), dos características fundamentales o modos de ser
del hombre 9S. El hombre, en su situación terrena, se encuentra ante la posibilidad
de abandonarse a su carne terrena, procedente de Adán, es decir, a su pasado
ficación del empleo paulino de jrvevpa en vez de 'ipvxfj como término central. se
encuentra solamente una vez junto a oo^ia en 1 Tes 5,23. Cf. la explicación de la cues
tión de la tricotomía en B. Rigaux, Les épitres aux Tbessaloniciens (París 1956) 596-600;
W. G. Kümmel, loe cit., 22-24.
89 E. Schweizer, Tlvevfia, 413-436.
90 W. G. Kümmel, Rom 7 und die Bekehrung des Paulus (Leipzig 1929) 5-28.
puede identificarse también antropológicamente con Ttveüna: 2 Cor 2,13-7,5. Encontra
mos una valoración positiva de aág^ en 2 Cor 3,3 (cf. Ez 11,19; 39,26; Bern 6,14);
2 Cor 2,13.
91 1 Tim 3,16; 1 Pe 3,18b.
92 E. Schweizer, Rom l,3f und der Gegensatz zwischen Fleiscb und Geist vor und bei
Paulus: EvTh 15 (1955) 563-571; F. Hahn, Christologiscbe Hoheitstitél (Gotinga 21964)
251-258.
93 Es una cuestión muy discutida en nuestros días el origen exacto del uso paulino
de la contraposición jweÜLia-oáQÍ;. El origen de esta contraposición determina su inter
pretación. W. D. Davies, loe. cit., 17-35, lo sitúa en el rabinismo; K. G. Kuhn, loe. cit.,
200-222, en Qumrán (cf. en contra de esto la nota 63 de nuestro texto y H. Braun, Rom
7,7-25 und das Selbstverstandnis der Qumran-Frommen: ZThK 56 [1959] 1-18); E. Ká-
semann, Zum Thema..., 276s, en la apocalíptica; E. Schweizer, 2ap£, 124-136, en el AT,
al menos en germen. Nuestra interpretación busca una postura intermedia entre Kásemann
y Schweizer.
94 R. E. Brown, Tbe Gospel according to John I-XII (Garden City 1966; trad. espa
ñola: El Evangelio según Juan I-XII, Cristiandad, Madrid 1977) 31s, 139s; R. Schnac-
kenburg, Das Johannesevangelium, I. Teil (Friburgo de Br. 1965) 243s, 385s. Interpre
tan el concepto de sarx más a partir del AT que a partir de la gnosis, como hace R. Bult-
mann, Das Evangelium des Jobannes (Gotinga 171962) 100, nota 4. Probablemente, 1,14
contiene una polémica contra la gnosis: «La carne no es aquí para el evangelista sino la
posibilidad de la comunicación del Logos como creador y revelador con el hombre»
(E. Kásemann, Aufbau und Anliegen des johanneischen Prologs, en Exegetische Versuche
II, 174).
95 O. Kuss, loe. cit., 506-595; H. Schlier, Der Brief an die Galater (Gotinga 121962)
251-264.
5 00 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
Los orígenes de la gnosis son muy oscuros 106, pero no se trata de un movi
miento posterior al cristianismo, sino anterior 107; sus raíces se hunden parcial
mente en la literatura sapiencial judía y en la especulación apocalíptica I08, las
cuales, a su vez, han recibido el impacto de otras influencias, como la iránica y la
109 Cf. G. Widengren, The Great Vohu Matiah and the Apostle of God, en Studies
in Iranian and Manichaean Religión (Upsala 1955).
no R. Schnackenburg, Der frühe Gnostizismus, 117: «A pesar de que por principio
se rechazó de manera decidida el camino de salvación del gnosticismo, el encuentro del
cristianismo con la gnosis llevó a la aceptación de unos determinados planteamientos, de
unos términos y categorías mentales dentro del campo de la Iglesia».
111 A pesar de los diversos elementos que se dan dentro de la gnosis, H. Joñas intenta
en Gnosis und spatantiker Geist I (Gotinga 31966; II, 1, 21966) elaborar una concep
ción unitaria del hombre. H. Schlier, Der Mensch im Gnostizismus, en C. J. Bleeker,
op. cit., 60-76.
112 Cf. E. Güttgemanns, loe. cit., 56-94, 226-239, 247-270; E. Kásemann, Anliegen, 29;
W. Schmithals, Die Gnosis in Korinth (Gotinga 21965) 146-150, 217-225; H. Conzelmann,
Zur Anályse der Bekenntnisformel 1 Kor 15,3-5: EvTh 25 (1965) 10. En contra de otros
comentadores, Conzelmann niega que los corintios defendieran una cristología gnóstica.
Sobre 2 Cor 5,1-5, cf. R. Bultmann, Exegetische Probleme des zweiten Korintherbriefes:
«Symbola Bíblica Uppsaliensis» 9 (1947) (Darmstadt 2196¿) 3-12.
113 Cf. E. Haenchen, Das Buch Baruch. Ein Beitrag zum Problem der christlichen
Gnosis: ZThK 50 (1953) 123-158; del mismo autor, Die Botschaft des Thomas-Evange-
liums (Berlín 1961) 39-74.
114 Cf. R. Seeberg, Lehrbuch der Dogmengeschichte I (Darmstadt 61955) 356-358.
115 H. Eibl, Die Grundlagen der ábendlándischen Philosophie (Bonn 1934); E. Schwei-
zer, Zcjfia, 1090.
116 W. Pannenberg, Die Aufnahme des philosophischen Gottesbegriffes ais dogma-
tisches Problem der frühchristlichen Theologie: ZKG 70 (1959) 1-45.
EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGIA 503
117 A. Adam, Lehrbuch der Dogmengeschichte, I. Die Zeit der alten Kirche (Güters-
loh 1965) 138-141.
118 E. Schweizer, 2ág£, 146.
119 IgnSm 3,1-3; 5,2; 7,1; 12,2; cf. W. Bieder, Auferstehung des Fleisches oder des
Leibes?: ThZ 1 (1945) 113-116.
120 Just., Dial, 62, 3.
121 Just., Dial.y 80, 4: «Y si vosotros habéis tropezado con algunos que se llaman
cristianos y no confiesan eso, sino que se atreven a blasfemar del Dios de Abrahán, de
Isaac y de Jacob, y dicen que no hay resurrección de los muertos, sino que en el mo
mento de morir son sus almas recibidas en el cielo, no los tengáis por cristianos...».
122 Just., Dial, 80, 5.
123 E. Schweizer, 2ág^, 148-150. Lo mismo puede decirse de Ireneo; A. Adam, op. cit.,
161: «Es evidente el tono antignóstico, que ha dejado su huella en el concepto de la
‘resurrección de la carne’»; R. M. Grant, The Resurrection of the Body: «Journal of
Religión» 28 (1948) 120-130, 188-208.
134 Just., Dial, 6, 1.
125 Adv. Haer. V, 16, 2 (Harvey, II, 368, 35); H. M. Schenke, Der Gott-«Mensch»
in der Gnosis (Gotinga 1962) 138; A. von Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte I
(41909, Darmstadt 1964) 588-591; R. M. Wilson, The Early History of Gn 1,26 (Berlín
1957) 420-437; J. Jerwell, Imago Dei (Gotinga 1959); G. Joppich, Salus Carnis (Müns-
terschwarzach 1965).
126 E. Scharl, Recapitulatio mundi. Der Rekapitulationsbegriff des hl Irendus (Fri-
burgo 1941); J. Lawson, The Biblical Theology of St. Irenaeus (Londres 1948).
127 H. M. Schenke, La gnosis, en J. Leipoldt y W. Grundmann (eds.), El mundo
del NT (Cristiandad, Madrid 1973) 387-431; H. Karpp, Probleme altchristlicher Anthro-
pologie (Gütersloh 1950) 49.
128 H. Karpp, op. cit., 141-191.
504 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
ahí se hallan las raíces del creacionismo, que con frecuencia se considera como
obra de Lactancio; sin embargo, no está claro si él concebía la creación del alma
en sentido creacionista o más bien emanatista 135.
b) Antropología agustiniana.
La antropología de Agustín tiene una gran importancia en la historia del pen
samiento para la comprensión cristiana del problema de la unidad del cuerpo
y el alma. E n su antropología recibe y supera elementos no cristianos, y durante
mucho tiempo este hecho determinó (categorialmente) el proceso receptivo de la
teología de la Iglesia. En su concepción antropológica se concentran todos los plan
teamientos antes expuestos. Y el cristianismo occidental posterior a él, especial
mente la Escolástica primitiva hasta el siglo xm , y después la denominada escuela
franciscana, la mística de los últimos tiempos del Medievo, Lutero, Jansenio y,
finalmente, la filosofía y teología de la existencia experimentaron de manera
decisiva y característica su influencia 136. En la controversia de Agustín con el
maniqueísmo se refleja otra vez la antigua discusión entre el cristianismo y la
gnosis, puesto que el maniqueísmo no es otra cosa que el tercer grado de la
gnosis con su antropología dualista137. E n la primera fase de su desarrollo y for
mación, Agustín perteneció al maniqueísmo. A pesar de que después de su con
versión al cristianismo rechazó el contenido de las doctrinas maniqueas y las com
batió con las categorías mentales que tomó del neoplatonismo, permaneció dentro
de la esfera de influencia de los problemas y formas mentales del maniqueísmo 138.
Podemos señalar tres puntos en los que recibe ideas de éste en una forma a la
vez crítica y tímida. Primero: en su valoración del alma y de su unidad con el
cuerpo. En sus primeros escritos, Agustín enseña que el alma constituye la esen
cia del hombre no sólo por estar en estrecha unión con Dios, sino porque es ade
más en sí misma una parte de la vida divina; a pesar de ello, en sus escritos más
tardíos cambia únicamente el último punto de su concepción: en vez de afirmar
que el alma es una parte sustancial de la misma vida divina, insiste ahora en que
el alma ha sido creada por D ios mismo a imagen del D ios trinitario. Esa proxim i
dad especial que tiene el alma respecto a D ios no se interpreta ya como identidad,
sino como una participación de la sabiduría de Dios, recibida en la contemplación
por la parte superior del alma (mens, no anima); eso implica al mismo tiempo
que la esencia del hombre radica en la contemplación 1391 4
0
. Esa valoración superior
del alma determina su concepción de la relación entre el alma y el cuerpo, cuya
unidad se concibe de una manera más funcional y accidental que sustancial 14°.
c) La Escolástica.
Esa concepción agustiniana y neoplatónica del hombre continúa en lo esencial
en la Escolástica primitiva 14*. Pero a pesar de lo mucho que cuenta la autoridad
149 Cf. R. Heinzmann, Die Unsterblichkeit der Seele und die Auferstehung des Leibes.
Eine problemgeschichtliche Untersuchung der Erübscbolastischen Sentenzen- und Sum-
menliteratur von Anselm von Laón bis Wilhelm von Auxerre (Münster 1966) 248: «No
fue Tomás de Aquino el primero que esbozó una nueva antropología —aunque él des
arrolló mucho los problemas concretos—; el proceso de la superación del neoplatonismo
en la antropología se remonta más bien a la época de la primitiva Escolástica y se mani
fiesta en la discusión entre Gilberto y Hugo». H. R. Schlette, Die Nichtigkeit der Welt.
Der philosophische Horizont des Hugo von St. Viktor (Munich 1961) 45, opina lo con
trario: «La antropología de Hugo de San Víctor es, como toda la antropología de la
primitiva Escolástica, esencialmente la misma del agustinismo neoplatónico». Cf. E. Gil-
son, op. cit., 191-203. Cf. también la postura de Schlette frente a Heinzmann: MThZ 17
(1966) 143445.
150 R. Heinzmann, op. cit, 75-117; H. R. Schlette, Das unterschiedliche Personver-
standnis im theologischen Denken Hugos und Richards von St. Viktor (Munich 1959)
55-72.
151 R. Heinzmann, op. cit., 15-57; N. M. Haring, Sprachlogische Voraussetzungen zum
Verstdndnis der Christologie Gilberts von Poitiers: «Scholastik» 32 (1957) 373-398.
152 R. Heinzmann, op. cit., 118-146.
153 En cierto contraste con Heinzmann; cf. nota 149.
154 Cf. K. Rahner, Espíritu en el mundo (Barcelona 1963); J. B. Metz, Corporalidad:
CFT I, 317-326.
155 A. C. Pegis, At the Origins of the Thomistic Notion of Man (Nueva York 1963).
156 De anima I, 3, 406b 14-26; I, 4, 408b 12-15; II, 1, 413a 9; II, 2, 414a 20-28.
508 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
cuerpo, de manera negativa, en beneficio del alma. El alma está tan estrictamente
ordenada a un cuerpo, que sin el cuerpo sería como una mano que ha sido cor
tada del brazo 167. No sólo no sería persona 168, sino que ni siquiera podría comen
zar a existir 169, puesto que el cuerpo es la condición de existencia del alma. Según
Tomás, el cuerpo no es una cárcel, ni un impedimento, ni tampoco un mero ins
trumento para el alma 170. La unidad del cuerpo y el alma es antes bien prove
chosa para la salvación del alma, y la corporalidad, una fuente de bien y no la
consecuencia de una caída 171. El espíritu humano está estructurado de tal manera,
que el hombre sólo puede encontrar la verdad y amar el bien a través del camino
de su cuerpo (conversio ad phantasma). La profunda interpretación que da Tomás
de la concupiscencia entra dentro de este contexto; la concupiscencia no es la
resistencia que presenta ante Dios la sensibilidad, sino la espontaneidad de todo
el hombre ante los objetos de la realidad que le ha sido dada; porque «la sensi
bilidad no es de ninguna manera lo que ofrece resistencia no diálectica a la au-
torrelación del espíritu humano; en primer lugar, no es siquiera una capacidad
con personalidad propia, que se da 'antes’ o 'a la vez’ que el espíritu y que
debiera ponerse 'en consonancia’ con él en un momento posterior a su realidad;
hemos de concebirla más bien como algo unido a la constitución ontológica del
mismo espíritu humano. Para ser realmente espíritu humano, el espíritu esta
blece la sensibilidad, o más exactamente (para destacar esta constitución como
resultado ontológico, cf. S. Th. I, q. 11, a. 6), el espíritu establece la sensibilidad
como su realidad propia» 172. En tercer lugar, la concepción unitaria de Tomás
se nos muestra en el hecho de que en la corporalidad «surge» la dimensión social
e histórica del hombre. Puesto que el hombre no es persona sino en el cuerpo,
no vive solamente en una historia producida por la libertad espiritual absoluta 173,
sino que «en su existencia concreta corporal es siempre la realidad de la obje
tivación mundana de otras formas anímicas adoptada por su propia forma anímica
(en su acción propia sobre la materia). Por consiguiente, el ser corporal del hom
bre, ya en su constitución ontológica, estriba en el ser 'con’ y 'junto’ a otros
hombres; ontológicamente, es un plurale ta n tu m ...» 174. En este sentido, la his
toricidad y la «sociabilidad» del hombre que se manifiestan en la corporalidad
no son algo añadido posteriormente, sino un modo de ser originario y siempre
total de la existencia humana en el mundo. Por una parte, el hombre se muestra
por su corporalidad miembro del género humano, en ella está en comunidad
con otros seres humanos; por otra, experimenta gracias a su cuerpo, que le indi
vidualiza, la limitación que le es propia y le separa de otros hombres, de manera
que el otro hombre se convierte por la experiencia del cuerpo en el otro, en ese
otro con el que nos encontramos 175. Teniendo en cuenta esos dos aspectos, el
cuerpo es al mismo tiempo el lugar en el que se da la comunidad y la apertura
para el encuentro. Por eso la corporalidad desempeña un papel muy importante
en la teología de Tomás de Aquino, en la que la encarnación de la gracia es un
elemento esencial de la redención del hombre y de la mediación de esta reden
ción 176.
Con esta solución tomista alcanza el punto decisivo en la historia de la teo
logía el esfuerzo teológico por determinar la relación que se da entre cuerpo y
alma. Con ella, ese problema, planteado a partir del pensamiento griego, recibe
una respuesta que permanece fiel a la concepción bíblica y que, sin embargo,
ha sido elaborada con el sistema de conceptos y categorías griegas 177. De esta
forma, Tomás echa por tierra el dualismo griego. Sin embargo, sigue habiendo
cierto desplazamiento del centro de interés si lo comparamos con ese plantea
miento que describíamos en páginas anteriores como propiamente bíblico. Mien
tras que el pensamiento bíblico designa con el concepto «carne» (basar) o «cuer
po» (cru>ixa) al hombre como persona unitaria y social, Tomás emplea para esto
el concepto de anima, y comprende la corporalidad humana a partir del anima.
Debido a ello, su concepción del hombre corre el peligro de cierta «espirituali
zación» 178, sin embargo, también (y precisamente) esta interpretación ontológica
del ser humano «a partir del alma» debe considerarse en conexión con la con
cepción del «alma» como expresión de todo el hombre; una concepción en la
que el anima no designa una «parte» (destacada) del hombre, sino la existencia
corpórea del hombre en su «posibilidad» histórica y, por tanto, no es sino el
concepto tomista que corresponde a la concepción moderna de la «subjetividad»
y «existencia concreta» del hom bre179. Esa visión del problema cuerpo-alma
manteniendo la unidad de todo el hombre es la que fundamentalmente se ha im
puesto en la teología y doctrina de la Iglesia. Por eso, la historia teológica de
este problema, fuera de algunas excepciones, termina con el Concilio de Vienne,
que en sus declaraciones doctrinales acepta la solución tomista 180. Sin embargo,
el problema de la relación entre el alma y el cuerpo, y especialmente el de su
actuación conjunta, sigue preocupando a la historia de la filosofía durante mucho
tiempo y se va concretando en una serie de diversas concepciones. Estas discu
siones no han llegado hasta hoy a reemplazar la concepción tomista del hombre,
4. Exposición teológica
a) Declaraciones de la Iglesia.
Las declaraciones doctrinales de la Iglesia y sus decisiones se encuentran
dentro de esa tensión que describíamos antes entre el pensamiento hebreo y griego.
Por una parte, los escritos del AT y NT defienden principal y esencialmente
una concepción unitaria y dinámica del hombre, sin ninguna separación entre
una parte superior y buena del hombre y otra inferior «mala». Pero ese interés
bíblico en destacar la unidad del hombre no significa en modo alguno la nega
ción de la pluralidad de dimensiones en el ser humano. Esa pluralidad aparece
principalmente en las maneras de comportarse el hombre total frente a su Dios
y a los demás hombres, orientadas en sentido histórico y escatológico. Hasta
ahora hemos procurado mostrar en nuestra exposición el carácter histórico y
dinámico de esa pluralidad. Por otra parte, surgía el problema de cómo recibir
esta concepción unitaria e histórica del hombre, un cristianismo que se encon
traba en un territorio de cultura y lengua helenistas, con ayuda de los conceptos
y categorías griegas. El comienzo de este proceso receptivo se caracteriza por la
aceptación del planteamiento griego a propósito de la relación entre cuerpo
y alma, planteamiento al que se responde, sin embargo, con una concepción uni
taria e histórico-bíblica del hombre. Prueba de ello es sin duda la insistencia
con que se habla en la literatura cristiana de la «resurrección de la carne» en
lugar de la «resurrección del cuerpo» o la «ascensión del alma». Sin embargo,
muy pronto surgieron dentro del cristianismo diversas antropologías, unas más
dualistas y otras más monistas, pero siempre unidas a un intento de responder
con conceptos griegos a la cuestión nacida del pensamiento griego. Fundamental
mente puede decirse que ese proceso llega a su fin al explicar Tomás la unidad
del hombre mediante el empleo crítico y fecundo de los conceptos griegos. Ese
resultado se fue preparando a través de las decisiones del magisterio de la Igle
sia, que iban en contra de la absolutización de la pluralidad de las dimensiones
históricas del hombre por una separación dualista, y terminó por imponerse 183.
181 Cf. C. A. van Peursen, loe. cit., sobre la historia del problema en la época moderna.
182 J. B. Metz, Theologie: LThK X (1966) 68s.
183 Cf. K. Rahner La hominización en cuanto cuestión teológica, en K. Rahner y
P. Overhage, El problema de la hominización (Cristiandad, Madrid 1973) 23-84.
512 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
190 J. B. Metz, Seele, op. cit., 572. Explicaremos más adelante las declaraciones de
Juan XXII y Benedicto XII sobre el estado del alma después de la muerte.
191 Cf. K. Rahner, Die Hominisation, op. cit., 32-90.
33
514 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
ralidad animada o alma vital por una parte y la persona espiritual por otra 194.
Según H. Plessner, el hombre sabe, por una parte, que es un cuerpo vivo (Leib),
pues se experimenta como punto central del espacio vital, y por otra, se conoce
como cuerpo material (Kórper), como una cosa entre otras cosas en el mundo.
Concibe el cuerpo vivo y el cuerpo material como una doble perspectiva del
hombre, que tiene su punto de unión en el «yo» humano no objetivable 195196. Sin
embargo, habría que preguntar si esa separación tan tajante entre el «yo» y el
cuerpo vivo no encierra el peligro de ocultarnos el carácter plenamente humano
de la corporalidad y de convertir al cuerpo vivo, como a otras cosas (o como al
cuerpo material), en un objeto. Para salir al paso de este peligro, G. Marcel dis
tingue entre «ser» y «tener». Tanto el «cuerpo» como el «alma» no expresan
algo que el hombre «tiene», sino más bien lo que «es». Sin embargo, Marcel
no concibe esa unión de subjetividad y corporalidad del hombre de manera mo
nista como una simple identidad, como si el hombre fuera «solamente» cuerpo,
sino que la considera como misterio que nos presenta la existencia del hombre
«encarnativa», mundana e interpersonal1%. Esa concepción del cuerpo en un
sentido humano pleno se hace más profunda al intentar precisar más el carác
ter interpersonal del cuerpo y el origen de la experiencia humana de la cor
poralidad. Este intento, realizado sobre todo por Sartre y Merleau-Ponty, debe
considerarse como una reacción contra la posición de Husserl. Mientras que
Husserl piensa que la conciencia de la unidad del cuerpo y alma es una presencia
originaria, interior al hombre, de la vitalidad y la subjetividad, para Sartre esa
conciencia nace de encuentros interpersonales. Según Husserl, el hombre expe
rimenta el «cuerpo vivo» del otro, en primer lugar, como un simple «cuerpo
material» o «cosa», que posteriormente es experimentado como un cuerpo vivo
«semejante» a mi propio cuerpo gracias a una percepción de tipo «analógico» o
«comparativo» 197. Por el contrario, Sartre afirma que el hombre experimenta
su corporalidad no a partir de sí mismo solamente, sino a partir del encuentro
con el otro. Bajo la mirada del otro se experimenta el hombre a sí mismo como
una existencia que vive por su corporalidad en un mundo social de otros seres
humanos y, en concreto, como un sujeto que toma sobre sí su existencia corporal
como una tarea moral y ética. Según Sartre, el otro es, por tanto, la condición
concreta de mi existencia corporal y me constituye a mí en mi ser corporal. Según
esta posición de Sartre en V étre et le néant, el encuentro interpersonal que tiene
lugar a través de la corporalidad es una especie de confrontación y conflicto e im
plica una cierta desmundanización del hombre 198. Desgraciadamente, no nos es
posible presentar aquí un análisis y crítica detallada de Sartre 199. Solamente vamos
a hacer una observación: mientras que en esa obra relativamente temprana alude
al «carácter inmediato» del encuentro con el otro en el sentido de una ausencia
de mediación del mundo, en su obra más tardía, C r itiq u e d e la raison d ia le c tiq u e ,
esa tesis del carácter inmediato de la relación humana desempeña un papel mucho
menos importante, de forma que la mediación del otro por el mundo se con
vierte en la praxis humana en el m é d iu m entre sí y el otro 200. Merleau-Ponty
continúa desarrollando ese aspecto de la radicación en el mundo y la apertura
del mundo a través de la corporalidad, aunque en un sentido distinto del de
Sartre; para él, el concepto de «corporalidad» no sólo expresa ese carácter plena
mente humano e interpersonal del cuerpo, sino también su carácter político y
(aunque secularizado para él) escatológico. Según él, los hombres deben seguir
«la vocación de su cuerpo», que es de tipo político, en la construcción de este
m undo201.
Respecto al concepto «alma» y su relación con los conceptos «espíritu» y «per
sona», se ha desarrollado también una manera de entender el alma unitaria e in
terpersonal a lo largo de la lucha filosófica secular en torno al problema de la
esencia del hombre. Ya que no podemos seguir aquí detalladamente esa evolución,
querríamos aludir a los estudios de S. Strasser202 y H. Heimsoeth 203. Nosotros
nos limitaremos a explicar brevemente la relación del concepto «alma» con los
conceptos «sustancia» y «espíritu». El análisis de los conceptos «cuerpo material»
y «cuerpo vivo» nos ha hecho ver que el cuerpo vivo no es un objeto mera
mente existente ni un dato objetivo que se encuentra a una distancia objetivable
de la subjetividad y la persona humana. Lo mismo ocurre con el concepto «alma»,
porque el alma no es ni un dato determinado en el hombre ni un estrato d e l
hombre que se pueda delimitar. El alma es más bien la «subjetividad» del ser
humano como espíritu que informa al cuerpo vivo único y concreto del hombre.
El hombre no experimenta primariamente su subjetividad gracias a una mirada
reflexiva sobre sí mismo, como si el ser sujeto fuera algo perceptible del mismo
modo que el ser objeto; por el contrario, el hombre experimenta su subjetividad
en y a través de sus relaciones íntersubjetivas. Esa concepción del alma a partir
de todo el hombre y de su interpersonalidad, elaborada en la filosofía tras
cendental y —con las correcciones necesarias— en la filosofía del diálogo,
radica en la manera de entender Tomás la sustancia y la individualidad; se
gún él, la sustancia no se concibe a partir de una idea del ser griega, estática,
objetiva, óntica y cosmológica, sino a partir de una manera de pensar antropo-
céntrica e histórica 204. En este contexto es donde hay que tratar el problema de
la relación de los conceptos «espíritu» y «alma». La comprensión del alma como
subjetividad del hombre no debe entenderse falsamente como una identificación
del «alma» con el «espíritu puro», pues eso nos llevaría a la idea de que el alma
es una «pura subjetividad espiritual» que posee el «cuerpo vivo material» o que
es el sujeto de este cuerpo vivo. El alma humana, por el contrarío, no es un espí
205 Cf. K. Rahner, Geist in Welt, 71-378 (trad. española: Espíritu en el mundo [Bar
celona 1963]); W. Cramer, Grundlegung einer Theorie des Geistes (Francfort 21965)
100: «Una filosofía de la subjetividad que reduce la subjetividad a la ‘conciencia" en su
mismo planteamiento no puede ya por principio volver de nuevo al hombre».
206 J. B. Metz, Caro cardo salutis. Zum christlichen Verstandnis des Leibes: «Hoch-
land» 55 (1962) 103s.
207 K. Rahner, Hórer des Wortes (Munich 21963; trad. española: Oyente de la pala
bra, Barcelona 1967) 47-88.
208 J. B. Metz, Caro cardo salutis, 105.
518 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
209 K. Rahner, Para una teología del símbolo, op. cit.; cf. también Hegel, Logik, par
te I (Phil. Bibl., 56) 104ss. Rahner aplica este principio a la unión hipostática: Problemas
actuales de cristología, en Escritos I, 182: «Fácilmente se comprende que sólo una per
sona divina puede poseer como propia una libertad realmente diversa de ella... Pues sólo
en Dios es concebible que él pueda constituir la diversidad de sí. Es un atributo de su
divinidad, en cuanto tal, y del poder creador específico suyo la posibilidad de constituir
por sí mismo y mediante el propio acto en cuanto tal algo que, siendo radicalmente depen
diente —por ser totalmente constituido—, tenga también —al ser constituido por el
Dios uno y único— una independencia real, una realidad y verdad propia...». Desgra
ciadamente, no podemos discutir ahora la pregunta que se plantea al leer esta cita: hasta
qué punto tenemos derecho a aplicar ese principio a la relación entre el alma y el cuerpo.
Cf. también la crítica de W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie (Gütersloh 1964)
330.
210 J. B. Metz, Weltverstandnis im Glauben: GuL 35 (1962) 171.
211 J. B. Metz, Akt (religióser): LThK I (1957) 256-259.
212 W. Luijpen, Existentiele Fenomenologie (Utrecht 1959; trad. inglesa: Existential
Phenomenology, en Philosophical Studies, Pitsburgo 31963) 175-259.
EXPOSICION TEOLOGICA 519
2,3 H. Cox, The Secular City (Nueva York 31965; trad. española: La ciudad secular,
Barcelona 1967) 38-59, 241-270. Cox parece coincidir en el contenido con W. Pannenberg,
Person: RGG V (1961) 234; su manera de entender la relación yo-tú como una relación
que se comunica en el ambiente de una postura común ante la realidad tiene importancia
para el problema de Dios y la escatología. Cf. F. Fiorenza, Das soziale Evangelium und
die sakularisierte Stadt: StdZ 177 (1966) 383-388.
214 M. Heidegger, Sein und Zeit (Tubinga 101963; trad. española: El ser y el tiempo,
México 1951) 120.
215 Cf. M. Theunissen, op. cit., 230-240, 483-507.
216 C. A. van Peursen, op. cit., 180s.
217 Dejamos en suspenso la cuestión de si la materialidad o la relación con ella es
una condición de posibilidad de la criatura espiritual.
520 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
222 Cf. K. Rahner, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, en Escritos I, 325-
347; Sobre el concepto teológico de concupiscencia, en Escritos I, 379-416.
223 J. B. Metz, Caro cardo salutis, 97s; cf. B. Welte, Auf der Spur des Ewigen (Fri-
burgo 1965) 83-112.
522 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
qué conducir siempre al mal, sino que puede redundar en bien y en salvación
(por eso hay una corporalidad de la salvación en Cristo y en la Iglesia). Así, pues,
el cristiano no se encuentra tan sólo en esa alienación y ruptura de su situación
mundana (incorporada a la autorrealización de cada momento), sino también en
el horizonte del eón de Cristo (que ya ha comenzado) y de su salvación corporal.
Por tanto, tiene la tarea escatológica de ir reduciendo cada vez más el existencial
eficiente, concupiscente y negativo de su situación óntica y mundana y de ir edi
ficando cada vez más, en dirección hacia ese futuro prometido de la nueva crea
ción, el existencial de Cristo por medio de la realización libre, operativa, social
y crítica de su ser 228.
y) L a u n id a d d e l cu erp o y e l alm a en el h o m b re com o p ro b le m a escato-
lógico. La determinación del problema de la unidad del hombre como problema
escatológico no significa que vaya a tratarse aquí únicamente de «las últimas
cosas», es decir, de la unidad del hombre después del fin de su vida o después
del fin del mundo y de la historia. Porque la concepción cristiana de la escato-
logía apunta también a la relación de los cristianos con su mundo y su futuro
histórico. Por eso intentamos reflexionar sobre la unidad del cuerpo y el alma en
el hombre no sólo como problema de la unidad del hombre «después de la muer
te» o después del fin del mundo, sino también como problema de la relación
del hombre con su mundo y su futuro histórico.
E n p r im e r lugar, la unidad del hombre después de su muerte. Aunque la
doctrina de la Iglesia rechaza todo tipo de concepción dualista del hombre en
la que se conciba la salvación únicamente como «subida del alma al cielo» y no
como resurrección de la carne, puede surgir la impresión de que las declaraciones
de la Iglesia llevan implícita una concepción dualista del hombre porque confie
san la «inmortalidad del alma» y su «contemplación inmediata de Dios» a raíz
de la muerte.
En relación con la inmortalidad del alma tenemos que recordar lo que hemos
dicho en la parte histórica: el Concilio Lateranense V subrayaba la inmortalidad
del alma precisamente porque quería destacar la unidad y la individualidad del
hombre en contra del neoaristotelismo y de su doctrina de un alma universal.
Por tanto, lo que preocupa sobre todo al Concilio es la inmortalidad del in d iv i
d u o , y por eso la de todo el hombre, y no únicamente la inmortalidad «natural»
del alma sola. A pesar de eso, muchos teólogos protestantes, como, por ejemplo,
O. Cullmann229, piensan que esta doctrina de la inmortalidad «natural» del alma
es incompatible con la concepción bíblica y se encuentra en oposición radical con
ella; según esta última, la inmortalidad del hombre no consiste en una cualidad
permanente «natural» de su alma, sino en un acto gratuito e histórico-salvífico
de Dios que tendrá lugar en la resurrección universal de la carne al fin del mundo.
La afirmación de Cullmann de que se da una oposición radical entre la inmorta
lidad n atu ral y la p ro d u c id a p o r la gracia tiene determinados presupuestos filosó
ficos sobre los que conviene reflexionar. Dentro de un sistema de pensamiento
objetivista y cosmocéntrico, la naturaleza del hombre aparece como un ser abs
tracto y general en el sentido de una «naturaleza» estática y ahistórica. En ese
sistema de pensamiento, la diferencia entre naturaleza y gracia únicamente se
percibe como una oposición en la que la gracia es «extraña» y accesoria a la na
228 J. B. Metz, Concupiscencia: CFT I, 255-264, espec. 262s; el mismo autor, Kirche
für die Unglaubigen?, en Th. Filthaut (ed.), Umkehr und Erneuerung der Kirche nach
dem Konzil (Maguncia 1966) 322-329.
229 Op. cit., 9-75.
524 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
230 J. B. Metz, Christliche Anthropozentrik, 64-67; cf. del mismo autor Natur LThK
VII (1962) 805-808, espec. 807.
231 J. B. Metz, Christliche Anthropozentrik, 83.
232 K. Rahner, Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia, en Escritos I, 325-347.
233 J. B. Metz, Kirche für die Ungláubigen?, 322-329.
EXPOSICION TEOLOGICA 525
de una relación operativa con ese futuro escatológico todavía pendiente. Su cor
poralidad entabla esa relación operativa sobre todo en el amor fraterno y en el
servicio crítico y liberador al mundo actual.
F rancis P. F iorenza
J oh ANN B. M e TZ
BIBLIOGRAFIA
La selección que presentamos a continuación sirve para dar una primera orientación.
Cf. además la bibliografía mencionada en las notas.
I. DICCIONARIOS
Ame DThC 1/1 (París 1923) 968-1041 (J. Bainvel, L Petit, J. Pansot, I. Lamy y E Peil-
laube).
Ame DSAM 1/1 (París 1937) 433-469 (L. Reypens)
Anthropologte LThK I (Fnburgo 1957) 604-627 (J. Schmid, A. Halder y K Rahner)
Antbropologie RGG I (Tubinga 31957) 401-424 (F. Hartmann, EL Plessner, O. Weber
y R. Prenter).
Antropología SM I (Barcelona 1972) 272-296 (J. Splett, R. Pesch y K Rahner)
"Av&QcoTtog' ThW I (Stuttgart 1933) 365-467 (J. Jeremías).
Corpv DSAM II/2 (París 1953) 2338-2378 (D. Gorce).
Corps gloneux• DThC III/2 (París 1923) 1879-1906 (A Chollet).
Cuerpo y alma SM II (Barcelona 1972) 84-91 (J. Splett).
Fleisch und Geist' RGG II (Tubinga 31958) 974-977 (J. Fichtner y E. Schweizer)
Hombre CFT II (Madrid 1966) 243-276 (B. Thum y V Warnach).
Hombre SM III (Barcelona 1973) 481-504 (J. Móller, A. Sand y K. Rahner) .
Letb und Seele RGG IV (Tubinga 31960) 286-291 (A. Hultkrantz y F Hartmann)
Libertad (Teología) CFT II (Madrid 1966) 520-533 (J. B. Metz).
Menscb RGG IV (Tubinga 31960) 860-867 (C. H Ratschow, A. S Kapelrud y
N. A. Dahl).
Mensch• LThK VI (Friburgo 1962) 278-294 (P. Overhage, A. Eíalder, J. Schmid y
K. Rahner).
Natur. LThK VII (Friburgo 1962) 805-808 (J. B Metz).
Naturaleza CFT III (Madrid 1967) 183-196 (H. Kuhn y S. Otto).
ílv e vfia ThW VI (Stuttgart 1959) 330-453 (H Kleinknecht, F. Baumgártel, W. Bieder,
E Sjóberg y E. Schweizer).
2ág£ ThW VII (Stuttgart 1964) 98-151 (E Schweizer y R. Meyer).
Sarx LThK IX (Friburgo 1964) 335-339 (J. Schmid).
Seele LThK IX (Friburgo 1964) 566-574 (J. Haekel, J. B. Metz, V. Hamp y A Dorrer).
Ico¡Lia ThW VII (Stuttgart 1964) 1024-1091 (E. Schweizer y F. Baumgártel).
Baily, M., Bibhcál Man and some Formulae of Chnstian Teacbing* IThQ 27 (1960) 173-
200 .
Bieder, W., Auferstehung des Fleisches oder des Letbes ThZ 1 (1945) 105-120
Bocher, O., Der johanneische Dualtsmus in Zusammenhang des nachbibltschen Juden-
tums (Gütersloh 1965).
Bomann, Th., Das hebraische Denken im Vergleich mit dem Gnechischen (Gotinga 41965).
Bultmann, R , Romer 7 und dte Antbropologie des Paulus, en Der alte und der neue
Menscb (Darmstadt 1964) 28-40
BIBLIOGRAFIA 527
Backes, A. J., Der Geist ais hoherer Teil der Seele nach Albert dem Grossen (Müns-
ter 1952)
Bleeker, C J (ed ), Anthropologie religieuse Vhomme et sa destinée a la lumiére de
Vhistoire des Reltgions (Leiden 1955)
Bockmühl, K , Leibhchkeit und Gesellschaft Studien zur Rehgionskntik und Anthro-
pologte im Frúhwerkc von Ludwig Feuerbach und Karl Marx (Gotinga 1961).
Chenu, M.-D, Situation húmame, Corporahté et Temporahté, en Vhomme et son destín
(París 1960) 23-49
528 EL HOMBRE COMO UNIDAD DE CUERPO Y ALMA
Ahlbrecht, A., Tod und Unsterblichkeit in der evangelischen Theologie der Gegenwart
(Paderborn 1965).
Bloch, E., Das Prinzip Hoffnung (Francfort 1959).
Boros, L., Mysterium Mortis. Der Mensch in der letzten Entscheidung (Olten 1962).
— Erlóstes Dasein (Maguncia 1965).
Brüning, W., Pbilosophische Anthropologie (Stuttgart 1960).
Conrad-Martius, H., Die Geistseele des Menschen (Munich 1960).
Cramer, W., Grundlegung einer Theologie des Geistes (Francfort 21965).
Flew, A. G. N., Body, Mind and Deatb. Readings (Nueva York 1964).
Hengstenberg, H. E., Der Leib und die letzten Dinge (Ratisbona 1955).
— Pbilosophische Anthropologie (Stuttgart 21960).
Udme et le corps (París 1961).
La nature humaine (París 1961).
Landmann, M., Pbilosophische Anthropologie (Berlín 1955).
Maier, W., Das Problem der Leiblichkeit bei Jean-Paul Sartre und Maurice Merleau-
Ponty (Tubinga 1964).
Marías, J., Antropología metafísica (Madrid 1970).
Metz, J. B., Zur Metaphysik der menschlichen Leiblichkeit: «Arzt und Christ» 4 (1958)
78-84.
— Caro cardo salutis. Zur christlichen Verstandnis des Leibes: «Hochland» 55 (1962)
97-107.
— Christliche Anthropozentrik (Munich 1962; trad. española: Antropocentrismo cris
tiano, Salamanca 1972).
Mouroux, J., Sens chrétien de Vhomme (París 1945).
Pannenberg, W., Was ist der Mensch? Die Anthropologie der Gegenwart im Lichte der
Theologie (Gotinga 1964).
Pfánder, A., Die Seele des Menschen (Halle 1933).
Rahner, K., El sentido teológico de la muerte (Barcelona 1965).
Rahner, K., y Overhage, P., El problema de la hominización. Sobre el origen biológico
del hombre (Cristiandad, Madrid 1973) 23-84.
Rombach, H. (ed.), Die Frage nach dem Menschen. Aufriss einer philosophischen Antro-
pologie (Friburgo 1966). #
Rossler, D., Der «ganze» Mensch. Das Menschenbild der neueren Seelsorgelehre und des
modernen medizinischen Denkens im Zusammenhang der allgemeinen Anthropologie
(Gotinga 1962).
Schmitz, H., System der Philosophie, II. Der Leib, primera parte (Bonn 1965).
Schoeps, H. J., Was ist der Mensch? (Gotinga 1960).
Siewerth, G., Der Mensch und sein Leib (Einsiedeln 1953).
Theunissen, M., Der Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegenwart (Berlín 1965).
Trillhaas, W., Vom Wesen des Menschen (Munich 1949).
BIBLIOGRAFIA. 529
SECCION TERCERA
la aparición de esa obra. Del mismo modo, la pregunta expresa acerca del ser
personal del hombre presupone también un horizonte filosófico e histórico-cul-
tural concreto. La explicación etimológica de la palabra «persona», todavía muy
incierta e hipotética, no es capaz de aportar verdadera claridad que nos ilumine
lo que por ella se entiende3. Ninguno de los pensadores griegos o antiguos llegó
a conocer propiamente el concepto de persona. La razón más profunda de ese
hecho radica en el sistema peculiar de coordenadas en el que la filosofía griega
intentaba definir la esencia y la situación del hombre. Un eje de ese sistema lo
forma el espíritu, entendido como algo universal, absoluto, divino, trascendente
a todo lo mundano e individual y muy superior a ello; el otro eje representa el
ente material, corpóreo, que tiene la misión de individualizar en el caso del hom
bre lo universal del espíritu y de limitarlo a una región determinada de la reali
dad material; el espíritu vuelve a liberarse de esa limitación en la muerte para
entrar de nuevo en el anonimato y universalidad primigenios. Evidentemente,
sobre la base de semejante pensamiento, que no veía en el hombre sino un indi
viduo o representante de la especie Hombre y que consideraba la vida terrena
como una caída o como una fase transitoria hacia la pura existencia del espíritu,
no podía nacer ni madurar una reflexión interesada en el ser personal del hombre.
A partir de este trasfondo se delimita claramente el horizonte de experiencia
en que se basa el concepto cristiano de persona. Esencialmente se apoya en la
vivencia histórica de ese diálogo entre Dios y el hombre en el que la palabra libre
de Dios llama al hombre a participar de su vida. Por el carácter peculiar de este
diálogo, el obrar de Dios va dirigido en primer lugar al hombre como persona,
y únicamente de manera indirecta, a través de determinadas personas, alcanza al
hombre como tal y en general. Mirando hacia atrás desde la alianza, el diálogo
entre Dios y el hombre ha sido instaurado ya en el orden de la creación. Es lo
que fundamenta la dignidad del hombre como persona, elevándolo por encima
de todas las demás cosas creadas del universo 4, al mismo tiempo que le presenta
como solidario con el resto de la creación; por otra parte, entraña también el
peligro contenido en la libertad finita del hombre. Gracias a su libertad, el indi
viduo puede aceptar en obediencia esa compañía que le ofrece Dios o puede re
chazarla haciéndose culpable. De esta manera, la libertad histórica de la persona
se muestra dotada de un poder tal de disponer sobre sí misma y sobre su rea
lidad (elevada por la muerte a la categoría de forma definitiva), que alcanza una
significación casi absoluta. Por parte de Dios, la importancia radical de esa co
munidad de diálogo con Dios se expresa dentro del mundo en la historia de la
antigua y nueva alianza y de la manera más decisiva en la persona y en la obra
de Jesucristo. «En el Dios hecho hombre como 'cabeza’ divina de la humanidad
y en su acto libre de obediencia en la vida y en la muerte, la llamada de Dios a
los hombres halló la respuesta plenamente adecuada; en esa respuesta 'vicaria’ se
decidió previa y fundamentalmente toda la vida humana (también la anterior y la
posterior)»5. Cristo realizó y presentó de la manera más pura y más plena la
3 Cf. M. Müller y A. Halder, Person: StL VI (61961) 198; A. Halder, Person: LThK
VIII (1963) 287s; W. Pannenberg, Person: RGG V (3¿961) 230-235; M. Theunissen,
Skeptische Betrachtungen zutn anthropologischen Personbegriff, en H. Rombach (ed.),
Die Frage nach dem Menschen (Friburgo 1966) 480-490. En el esbozo histórico nos
hemos basado en parte en los artículos citados de M. Müller y A. Halder, así como en
A. Grillmeier, Person: LThK V III (1963) 290ss, y A. Guggenberger, Persona: CFT III
(1967) 444-457.
4 Cf. especialmente sobre este punto el capítulo IX de este tomo, sobre el hombre
como imagen de Dios.
5 M. Müller y A. Halder, op. cit., 198s. ’
CONTEXTO HISTORICO 531
luble y única en cada caso, de la criatura dotada de razón el rasgo que caracteriza
a la persona, reduciendo conceptualmente a un denominador común dos realida
des que experimentamos como opuestas: el carácter espiritual común a todos los
hombres y su realización singular e intransferible. La crítica y las correcciones
que hicieron los teólogos de la Edad Media a esta definición de persona nacían
del esfuerzo por preservar su posible utilización y su elasticidad con vistas a la
formulación del dogma trinitario. «Así, Ricardo de San Víctor sustituye el in d i
v id u a su b s ta n d a por in co m m u n ica b ilis y sin gu laris e x is te n d a , y para el caso de
las personas divinas añade la diversa relación de origen. La crítica de Ricardo se
dirige únicamente contra la in d iv id u a su b sta n cia de Boecio. Admite la definición
de Boecio solamente para las p e rso n a e creatae, y, al mismo tiempo, con su expli
cación de la e x iste n tia , caracterizada según él por la q u a lita s y el origo, pretende
conseguir un concepto lo suficientemente amplio como para abarcar el ser perso
nal de Dios, los ángeles y los hombres (cf. D e T rin . IV, 6-24)» 10. Tomás de
Aquino cambia en la definición de Boecio la expresión su b sta n tia por el concepto
de su b s iste n tia y entiende la persona como subsistencia espiritual; él supo ver
y expresar mejor que todos los que le precedieron la radicación de la persona en
el ser (I n S en t. I, d. 6, q. 2, a. 1; d. 7, q. 1, a. 2; d. 23, a. 2; S. T h . I, q. 29,
a. 1). Según él, persona designa ese modo y manera inmediatos en que el ser real
posee su esencia plenamente y dispone libremente de ella. De una manera seme
jante, Duns Scoto intenta llegar al misterio de la persona a partir del ser. Pero
puesto que según él el ser es siempre una relación trascendental, no es de extra
ñar que conciba el ser personal como una relación con Dios (I n S en t. I, a. 23,
a. 1). No cabe duda que estas formulaciones del concepto de persona, ya clásicas,
expresan un aspecto esencial de la experiencia de la persona al acentuar la inco
municabilidad y subsistencia del propio ser. Pero ¿significa persona en último
término nada más que subsistencia e incomunicabilidad? Al concebir la persona
de esa manera, ¿no destacamos de tal forma su autonomía que se oculta o des
virtúa el carácter de criatura? Ese horizonte religioso e histórico que indicába
mos, en el que tiene su origen la vivencia de persona, ¿es considerado adecuada
mente en el concepto que acabamos de describir? ¿No habremos introducido de
manera inconsciente un enfoque más interesado por las cosas individuales y sus
transformaciones en lugar del plano histórico de la experiencia? Y en último
término, por muy justificado y necesario que sea el proceso de abstracción, ¿no
habremos abstraído excesivamente de la vivencia concreta y del fenómeno del ser
personal, trasladando la esencia de la persona de manera demasiado parcial a la
esfera de lo estático, lo terminado y lo perfecto? 11.
La evolución posterior del concepto de persona se desarrolla bajo el signo
predominante del rechazo de una concepción predominantemente sustancial, fun
damentando a la vez un personalismo más funcional y más actual. Pascal com
parte con el racionalismo de su tiempo la opinión de que la grandeza del hombre
radica en su entendimiento; pero al mismo tiempo se distancia de ese racionalis
mo confiando el misterio de la perdona no al «esprit de géometrie», sino al «esprit
de finesse», que tiene su sede en el corazón; éste es también el lugar donde se
2. Estudio fenomenológico
«¿Quién eres tú?»: ésa es nuestra pregunta cuando exploramos lo más íntimo
del hombre, su yo. ¿Y en qué terreno podemos esperar una solución, una res
puesta? Solamente aÜí donde sabemos que el hombre se deja sorprender en ese
núcleo del que irradia su vida. Encontramos uno de esos campos especialmente
apropiados en el fenómeno de la amistad. Ahí sentimos hasta qué punto algo nos
afecta en lo más íntimo de nosotros mismos y cómo de pronto se ilumina nuestro
ser, nos convertimos realmente en personas.
¿Cómo comienza y va creciendo la amistad? ¿Qué es lo que en ella ocurre?
El origen de una amistad es semejante al de un descubrimiento espontáneo. Po
demos describir lo ocurrido antes y después, el hecho y el lugar, pero nunca el
cómo ni el porqué: eso es al mismo tiempo un don y un misterio. No tiene nin
a) Persona y fe en la creación.
¿Cómo es posible ese estar en relación? ¿En qué se basa esa relación? Como
hemos visto, originariamente se entiende a sí misma como don. ¿De dónde pro
viene ese don que me llama a la auténtica vida, al ser persona? ¿Dónde se en
cuentra la raíz más profunda de mi relación con el tú? ¿Sin cuál de los tús no
puedo entenderme a mí mismo? ¿Cuándo se me llama por primera vez por mi
nombre?
La fe en la creación viene en nuestra ayuda en este momento. Según esa fe,
todo lo creado tiene el carácter de palabra y todo el crear de Dios posee una
estructura verbal: «Brillan los astros en sus puestos de guardia llenos de alegría;
los llama él y dicen: 'aquí estamos’» (Bar 3,34s)15. Y es en Dios como Palabra
donde tiene su origen toda palabra. Si la Escritura subraya el hecho de que el
hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, eso significa que el hombre
es mucho más palabra que todas las demás criaturas. Dios no me crea, producién
dome a partir de sí mismo, como si en cierto modo fuera un objeto. No, Dios me
crea llamándome expresamente por mi nombre. Este nombre es al mismo tiempo
exclamación amorosa y llamada a mi persona. Porque como llamada es una «co
municación ideal» 16: se me habla expresamente a mí, esa llamada es al mismo
tiempo una interpretación que pide de mí una respuesta. De esta manera, se me
llama «personalmente» desde mi origen más profundo, desde mi ser creado, y es
Dios mismo quien lo hace. Todo mi ser personal es verdaderamente regalo, don,
por una parte, y, al mismo tiempo, tarea, respuesta a esa llamada amorosa y crea
dora 17. Esa es la relación más originaria con el tú; o más exactamente, ésa es la
base, el fundamento, el comienzo de la relación más profunda con el tú: la llama
da donante y creadora de Dios. Se trata también de la relación ontológica con el
tú, de la relación más originaria, basada en el mismo ser: y es ya relación personal
porque se realiza en la llamada amorosa. Dios me llama como a su tú, para que
yo también pueda llamarle tú. Toda mi vida es una percepción continua de esta
llamada, para que yo le responda en cada momento. Mi ser persona es ser res
puesta, o mejor dicho: me hago tanto más persona cuanto más voy respondiendo
por mi parte con amor a esa palabra que me llama. Sin esa relación de creación
31 Cf. O. Semmelroth, Gott und Mensck in Begegnung (Francfort 1956) 91: «Según
el testimonio del Nuevo Testamento, el Hijo, la segunda persona divina, es la imagen
primigenia de Dios (2 Cor 4,4; Col 1,15)» (trad. española: Dios y el hombre al encuentro
[Madrid 1959]).
32 Cf. B. Langemeyer, op. cit., 213.
33 Sobre el problema gracia y persona, cf. H. Volk, Gnade und Person, en Gott alies
in allem (Maguncia 1961) 113-129; J. B. Alfaro, Person und Gnade: MThZ 11 (1960)
1-19.
d) Resumen
Persona significa el ser más íntimo de cada hombre, su yo, en cuanto sólo es
inteligible en relación recíproca con el t ú 34 Esta relación tiene un carácter esen
cialmente verbal, porque nace de una llamada y una respuesta, es don y entrega,
porque se fundamenta en un don que no nos es debido y que señala una tarea
a nuestra libertad, es una relación de amor, porque posee una dinámica creadora
Solamente cuando nos entendemos en relación con un tú podemos decir yo
El fundamento de la persona reside en la relación que tenemos con el tú de
Dios creador y de Cristo, el «nuevo creador», todo nuestro ser personal consiste
en la respuesta amorosa a ese tú Sobre el trasfondo de la relación fundada por
la creación se realiza en el campo humano el hacerse persona y el ser persona
el espíritu, el cuerpo y el mundo están desde siempre ordenados ontológicamente
hacia la persona, y por eso son aspectos que deben ser integrados en esta relación
personal
Entendemos la persona como algo que se está haciendo, que va creciendo en
una autotrascendencia permanente, su condición de posibilidad trascendental y
personal es la relación creadora de llamada y respuesta que parte de Dios (como
aspecto interno) Sin embargo, se hace categorial en la relación yo tú humana
y creadora, con toda su variedad y mediación mundanas
Con esta visión fundamental de la persona no nos quedan por explicar sino
algunas características del ser personal, sobre todo en contraposición a la formula
ción clásica del concepto de persona
En otros tratados tocaremos el tema de la realización concreta de esa relación
yo tú que constituye a la persona en la configuración cristiana de la v id a35
De esta forma, la denominada autonomía de la persona es, en último término,
un encontrarse ante el tú No vivimos en una «dependencia desnuda de la exis
tencia, sino en relación personal con el ser», porque desde lo más hondo de
nosotros mismos somos llamados por Dios como un yo para encontrarnos frente
a un t ú 36, en vez de ser abandonados a nuestro mero yo Por tanto, toda auto
realización significa siempre realización en forma de respuesta a un tú
Cada persona individual es inconfundible e irrepetible, pues representa fun
damentalmente en cada caso la llamada concreta de Dios, que me llama a mí por
mi nombre La relación con el tú, que constituye a cada persona ínividual, es una
relación propia, nominal, y no meramente una dependencia formal
Por último, la persona es el misterio más profundo, pues escapa a toda com
prensión cuando nos acercamos a ella con intención de objetivarla y contemplarla,
desaparece de nuestra vista En cuanto queremos tomarla como objeto, deja pre
cisamente de ser persona Por tanto, no es objetwable
La persona nunca se entenderá aislada, sino sólo en comunicación creadora
y amorosa con otras personas
En las páginas que siguen expondremos lo que significa el hombre como per
sona a base de la confrontación «el hombre y la palabra»
Christian Schutz
Rupert Sarach
Puesto que el ser humano concreto existe como hombre y mujer, en una
antropología teológica es preciso plantear también la cuestión del sentido teo
lógico de la bisexualidad. La respuesta a esta cuestión es fundamental para el
tema ulterior de la estructura creada del matrimonio, en el que se realiza de ma
nera insuperable la ordenación mutua de ambos sexos. La exposición de esta
sección intenta considerar este complejo de problemas a partir del orden de la
creación; desde luego, no hay que olvidar que la creación es siempre en concreto
creación orientada a Cristo, cosa que se manifiesta de manera muy especial en la
consideración teológica de la dualidad de sexos y el matrimonio. En esta sección
no abstraemos tampoco de tal relación. Por otra parte, si queremos que la explica
ción teológica de la bisexualidad y el matrimonio abarque realmente los distintos
aspectos creacionales de esta realidad, tenemos que incluir además los datos bio
lógicos, psicológicos y filosóficos. En cambio, acerca del sentido sacramental del
matrimonio se tratará en el volumen IV de esta obra, en conexión con la eclesio-
logía.
1. Visión de conjunto
hayan dado pruebas, quizá a lo largo de miles de años, de que en cierto sentido
producen buenos resultados *. Si respondemos afirmativamente a esa pregunta,
quizá resulte difícil justificar la poligamia y el libelo de repudio sólo dentro del
pueblo escogido apelando a una dispensa especial de Dios (cf., por ejemplo, Gn 29
y 30). Si contestamos negativamente, cabría hablar en sentido etnográfico e histó-
rico-cultural de relaciones sexuales diversas, ordenadas según el derecho o la tra
dición, a las que podríamos denominar en cada caso formas históricas del matri
monio sobre una base puramente natural, pero que están más o menos alejadas
de la figura ideal del matrimonio conocida por la revelación y basada en un plano
sobrenatural, sin que eso signifique que estén en contradicción con la naturaleza
misma del hombre. Pero esta interpretación no respondería a la concepción teo
lógica tradicional, que está presente también en los documentos eclesiásticos. Con
todo, quizá no fuera imposible que bajo el influjo de la divina providencia se
hubiera dado y se diera todavía también fuera del cristianismo una evolución
superior histórica del matrimonio, que habría facilitado objetivamente la disposi
ción para recibir la revelación.
Consta en todo caso para los cristianos, y especialmente los de nuestros días,
que el matrimonio es una relación basada en un contrato libre de los esposos, que
exige como ideal la unidad y la indisolubilidad no sólo para cuidar de la descen
dencia, sino incluso por causa de la profundidad personal de sentido del acto
matrimonial y la comunidad duradera de vida; por eso sólo puede realizarse de
acuerdo con ese ideal en una comunidad duradera de los esposos vivida en un
amor mutuo y fiel. Entonces el matrimonio se convierte en esa comunidad íntima
de personas en la que la limitación masculina se ve recogida, completada y enri
quecida por la mujer, y la de la mujer por el hombre; de esa forma ambos se
conducen mutuamente a un desarrollo superior personal y espiritual, transformán
dose en bendición para la cultura y la sociedad. En el matrimonio, los cuerpos
de los esposos sirven también para la unificación de las personas, y no solamente
para los fines de la reproducción y del remedium concupiscentiae. No sirven para
la unión en la embriaguez pasajera del instinto, sino como medio de expresión de
la entrega mutua y duradera de la propia persona. Este es el fundamento de que
la bendición de la creación en el paraíso pueda cumplirse mediante la reproduc
ción y la educación de una manera totalmente conforme con la voluntad de Dios.
En el matrimonio se da una comunicación de las personas totalmente distin
ta de la comunicación de tipo meramente intencional: ideas, adhesión, promesas,
acciones o símbolos de amor. La entrega matrimonial en la carne va mucho más
allá de lo meramente corporal, es un abrirse mutuo en experiencia singular de
la persona; por eso en hebreo, griego, latín, castellano, alemán y francés se deno
mina también «conocer» 12. El encuentro sexual, como entrega mutua y valiosa de
personas espirituales y corporales, es un germen esbozado por la naturaleza de
lo que serán las sociedades humanas naturales (cf. Gn 2,18.21ss). En él la ten
dencia corporal a la unificación, el amor exigente, dirigido al tú para el enri
quecimiento del yo, y el amor del yo que se entrega sin egoísmo al tú, están
destinados a convertirse gracias a la mediación del eros sexual en la unidad espe
cíficamente matrimonial de la relación entre los espesos. A grandes rasgos, este
desarrollo específico de la personalidad, que lleva las riendas de la vida en la
comunidad de los esposos, resulta indispensable para la maduración del hombre
y la mujer en orden a realizaciones comunitarias de mayor envergadura (familia,
profesión, Estado).
1 Cf. sobre este punto Sánchez, Be matrim. sacram., 1. II, disp. X III, 4.a sent.
2 Cf. LThK I I I (1959) 996s; ThW I, 696.
2. La dualidad de sexos
a) Datos biológicos.
No es sólo el pensamiento mitológico el que nos muestra que el hombre está
profundamente interesado en la cuestión del sentido y fundamento de la bisexua
lidad. También lo hace Tomás de Aquino cuando enseña en S. Th. I, q. 92, a. 1,
que la mujer ha sido creada para ser una ayuda del hombre en la procreación, ya
que para cualquier otro tipo de ayuda hubiera sido mejor un segundo hombre.
Esta concepción se basa en la teoría de la materia y la forma en la procreación,
según la cual la mujer no tiene la capacidad de producir un verdadero semen
por «ebullición» de la sangre, sino sólo una materia apropiada para la procreación,
un semen imperfecto e incompleto, mientras que el hombre hace «ebullir» su
sangre hasta formar un verdadero semen y por medio de él da forma a la materia
ofrecida por la m ujer3.
En nuestros días es sabido que las células reproductoras masculinas y feme
ninas son un material igualmente dotado de forma, vivo, sobre todo los genes
contenidos en los cromosomas. El óvulo y las células del semen se forman de
manera totalmente independiente de la actuación sexual de las personas. Son
partes autónomas del organismo de los padres. Por la cópula natural se depositan
espermatozoides en gran cantidad dentro de los órganos sexuales femeninos gra
cias a la eyaculación, y van subiendo automáticamente en su interior. Muchos de
ellos son reabsorbidos en seguida; cuando uno de ellos se encuentra con un
óvulo apto para la concepción en el útero o, como ocurre casi siempre, en una
de las trompas, penetra por su propia acción dentro de él, uniéndose los núcleos
de ambas células y produciéndose la fecundación, que da como resultado el de
nominado zigoto, del que se origina el nuevo organismo pluricelular gracias a una
división continuada.
Hasta 1875, en que pudo observarse in vivo la fusión de una célula esper-
mática con un óvulo en un equinodermo, comprendiéndose entonces que en eso
consistía la esencia de la fecundación, no cayeron por tierra la razón que daba
santo Tomás de la bisexualidad, su idea aristotélica de que la mujer es un hom
bre que no ha llegado a perfección por culpa de circunstancias externas poco fa
vorables (por tanto, según él, el hombre es siempre el fin propio que persigue la
naturaleza), el fundamento de la concepción canonista de la afinitas, así como
otros conceptos y fundamentaciones de los canonistas y moralistas, de los que no
podemos hablar en este lugar. Así se vio la gran importancia que tiene en este
terreno el conocimiento biológico; por eso en algunos puntos importantes vol
veremos a recurrir a él.
bien varias horas o algunos días después (capacidad de fecundación de los esper
matozoides). Por eso ya no se puede hablar hoy de un actu s g en era tio n is humano.
Quizá es único el caso del hombre, en el que la disposición fundamental del
hombre y la mujer para la cópula es independiente de la posibilidad de que se
siga o no una fecundación. Al hacer esta observación no pensamos sólo en una
imposibilidad accidental de fecundación, sino también en una imposibilidad de
bida a las leyes de la naturaleza. Según esas leyes, la mujer es estéril después de
la fecundación, todo el tiempo de la gravidez, antes de conocer la menstruación
y después de la menopausia. Sin embargo, la mujer sana sigue siendo capaz de
copular durante la gravidez y después de la menopausia. Puesto que la capacidad
de ser fecundado el óvulo casi nunca pasa de las seis horas, y quizá se reduce
a tres horas después de haberse roto el folículo, una mujer con una menstruación
completamente normal sería capaz de concebir a lo más seis por trece o catorce,
es decir, unas ochenta y cuatro horas en todo el año y, en cambio, siempre estaría
fundamentalmente dispuesta para el coito. John Rock (G e b u r te n k o n tr o lle [OIten
1964] 199) atribuye al óvulo humano desprendido del ovario una capacidad de
fecundación de veinticuatro horas de duración. Según mis conocimientos, el cálcu
lo de tiempo más amplio atribuye a la mujer una capacidad de concepción de
cuarenta y ocho horas después de la rotura del folículo. En caso de gravidez, la
aptitud para la concepción es mucho más desfavorable, mientras que en compa
ración la disposición para la cópula se limita en grado muy pequeño, sobre todo
por motivos éticos. De ahí parece seguirse que por motivos basados en las leyes
de la naturaleza y no meramente accidentales no puede decirse de cada acto na
tural de coito que sea p e r se a p tu s a d p ro c re a tio n e m p ro lis (canonísticamente,
puede emplearse esta terminología si se explica exactamente lo que entiende con
ella el derecho). Si existe una certeza basada en leyes de la naturaleza de que en
acto doble de la cópula una persona es hic e t nunc incapaz para la fecundación,
y lo saben los dos, su acto de coito es, en primer lugar, como suceso natural p e r
se in e p tu s a d p ro crea tio n em p ro lis , y lo mismo ocurre si lo consideramos como
acto humano. Porque desde 1875, y también después de la entrada en vigor del
CIC, se ha dado un notable progreso en los conocimientos biológicos, sobre todo
en lo referente a la maduración y desprendimiento del óvulo en la mujer.
8. En los animales acuáticos, la unión de las células reproductoras para la
fecundación se confía muchas veces a la corriente y a la atracción química de los
espermatozoides por el óvulo. También fuera del agua ciertos mecanismos pro
ducen una liberación de paquetes de espermatozoides del macho, mientras que
la hembra introduce semejante paquete en la abertura sexual sin que haya cópula.
Recordemos además la posibilidad, frecuente en el reino animal, de que esperma
tozoides de una cópula permanezcan vivos en el organismo femenino durante
largos años y sean suficientes para numerosas fecundaciones.
Ponderando todos estos datos, sobre todo los puntos siete y ocho, se impone
la pregunta de por qué ha constituido Dios al hombre como ser sexual precisa
mente de esta manera. Atendiendo exclusivamente a la reproducción, muchos
teólogos pensarían que hubieran sido más adecuadas otras posibilidades de copu
lación y fecundación, si se dirige la mirada a las existentes en el reino animal.
4 Así, por ejemplo, en los platelmintos, los nemertinos, los cirrópodos, el limnaeus
(caracol); en las plantas está extendida la autogamia entre las algas, hongos, y en las
plantas fanerógamas cleistógamas (polinización antes de la abertura del capullo).
LA DUALIDAD DE SEXOS 551
según las indicaciones de la revelación, el sentido último de los dos sexos penetra
profundamente en el campo teológico.
3) B isex u a lid a d y analogía con la T rin id a d . Para el teólogo cristiano se
plantea la cuestión de si el hombre y la mujer, en su ordenación monogámica
recíproca, pueden concebirse tal vez como una analogía de la Trinidad. Ade
lantemos aquí que, según la tradición escolástica, en todos los entes finitos se
encuentra una «huella» de la Trinidad y en el espíritu creado una «imagen» de
la Trinidad.
Para ceñirnos a la idea de la bisexualidad queremos hacer referencia a E. Przy-
wara, A n th ro p o lo g ie I, 142: «Imagen» de Dios y para Dios que en el misterio
de su «movimiento circular» interno (salida y regreso del Hijo al Padre en el
Espíritu Santo) «es una re la tio n is o p p o s itio ..., frente a la relación que es Padre,
Hijo y Espíritu». J. G. H. H olt (A u to n o m ie d e s G e sc h le c h tlic h e n ) , siguiendo
a Hedwig Conrad-Martius, presenta un planteamiento demasiado breve, pero
quizá susceptible de un ulterior desarrollo. Sin embargo, en ocasiones suscita cier
tas objeciones tanto desde el punto de vista metafísico como biológico. Citemos,
asimismo, a Scheeben, que en su 'D ogm atik I I / 3, núm. 375, concibe la produc
ción del primer hombre como un analogon al origen del Hijo y del Espíritu Santo
(cf. también M y s te rie n d e s C h ris te n tu m s , ed. Hófer [21950] 154s). Tuvo un pre
cursor en Cornelius a Lapide, I n G n 2 ,2 2 . F. Zimmermann, D ie b e id e n G esch -
le c h te r, 46-56, desarrolla profundamente la idea de que el hombre y la mujer
reproducen el modelo del origen del Hijo y del Espíritu Santo. Todos ellos son
ensayos especulativos, basados más o menos rigurosamente en datos dogmáticos
y escriturísticos.
Por causa de su importancia y de su influjo, vamos a recordar aquí especial
mente la concepción del gran teólogo protestante Karl Barth. Barth parte del
hecho de que Dios se habla a sí mismo en plural en Gn 1,26, y llega a la con
clusión (KD I I I / 1, 216) de que esto apunta «en la dirección» de la idea cris
tiana de la Trinidad. Se apoya en la «pluralidad claramente testimoniada de la
esencia divina, en esa diferencia y relación, ese estar y obrar conjuntamente en
el amor, ese yo y tú que es ante todo acontecimiento en Dios mismo. ¿No habrá
ningún motivo para que se nos diga esto precisamente en este contexto? ¿No
cabrá pensar que entre ese rasgo de la esencia de Dios, de incluir en sí mismo
un yo y un tú, y la esencia del ser humano, que es hombre y mujer, nos encon
tramos con una correspondencia realmente sencilla y clara, a saber: con una
analogía re la tio n is? Del mismo modo que se comporta en la esencia divina el yo
interpelante respecto del tú divino interpelado, se comporta también Dios con
respecto al hombre creado por él, y, en la misma existencia humana, el yo con
respecto al tú, el hombre con respecto a la mujer. No puede tratarse más que de
una analogía» (p. 220). Esta idea es ampliamente desarrollada. En la página 222
se halla un resumen muy conciso: «¿Y cuál es el prototipo o el modelo según
el cual fue creado el hombre? Según las reflexiones que acabamos de hacernos,
la relación y la diferenciación del yo y el tú en el mismo Dios. El hombre ha
sido creado por Dios de acuerdo con esa relación y diferenciación: como un tú
interpelable por Dios, y al mismo tiempo como un yo responsable ante Dios, en
la relación de hombre y mujer, en la que el hombre es el tú del otro ser humano
y precisamente por eso y en la responsabilidad frente a esta exigencia él mismo
es yo».
Esta interpretación está presente en todos los capítulos que tratan del hom
bre y la mujer y del matrimonio en KD I I I / l , I I I /2 y II I /4 . Desemboca, por
último, en las relaciones entre Cristo y la Iglesia, pero argumenta a partir de
Gn 1 y 2. Las consideraciones de Barth, extensas y muchas veces agudas y pro
552 DUALIDAD DE SEXOS Y MATRIMONIO
acuerdo profundamente con Karl Barth por una parte, pero, por otra, me separo
de él tanto metódica como objetivamente.
y ) Sobre la psicología de los sexos. A pesar de las dificultades que hemos
expuesto5 y que se oponen en nuestros días a una decidida caracterización teo
lógica de las peculiaridades psicológicas del hombre y la mujer, no debe pasarse
por alto semejante propósito. En este punto sigo principalmente el método de
Bujtendijk y Lersch, que en su clasificación atienden especialmente a la com
prensión de las particularidades anatómicas y fisiológicas, así como a la fuerza
expresiva de las formas corporales, movimientos, etc., de ambos sexos.
Hemos destacado ya que las células seminales del hombre se diferencian de
las de la mujer por los cromosomas sexuales xy frente a los xx de la mujer. La
forma y el comportamiento de las células sexuales antes y durante la fecundación
tienen ya cierta fuerza expresiva respecto del comportamiento masculino o feme
nino. El óvulo es relativamente grande, redondo, centrado en un punto, y no se
divide en diversas secciones diferenciadas. Cuando se desprende del ovario por
la rotura del folículo, es transportado pasivamente a través del conducto de la
trompa hasta el útero. Si no es fecundado, se mantiene dentro del útero, sin mo
vimiento propio, hasta que muere. Por el contrario, el espermatozoide, mucho más
pequeño, es alargado, se compone de una cabeza, que contiene los cromosomas;
una parte intermedia, que contiene un cuerpo central y quizá también mitocon-
drios y microsomas, y una cola, que le sirve para tener movimiento propio. Al
llegar al organismo femenino, avanza en dirección contraria a los pestañeos de las
células del útero (superando una resistencia) hasta el orificio de la trompa, donde
puede ser que encuentre un óvulo maduro para la fecundación, en cuyo caso
penetra de manera activa en él. Ahora es cuando comienza también a ser activo
el óvulo; el proceso siguiente hasta la unión de los núcleos del óvulo y del semen
para formar el núcleo diploide del zigoto y hasta la primera división del zigoto
piden la actividad de ambas células reproductoras. Por tanto, el espermatozoide
va en busca del óvulo de manera activa, mientras que el óvulo se ve «impulsado»
a la actividad propia gracias al espermatozoide. Nos llaman la atención ciertos
parecidos con las formas de proceder el hombre y la mujer en sus conductas «tí
picas» de cortejo y encuentro. Cf. E. v. Eickstedt, 237ls.
Si queremos conseguir una visión objetiva de Ja psicología de los sexos con
vendrá recordar primero algunos aspectos importantes que influyen en el origen
de la psicología característica de cada persona humana. Creo reconocer los siguien
tes: 1) la herencia; 2) influjos probables de la madre sobre el feto: a través de
cambios psicosomáticos en el sistema vascular, en el sistema nervioso o en las
glándulas de secreción interna de la madre, o a través de enfermedades, medicinas,
venenos de la civilización; 3) vivencias que tiene el niño pequeño después del
nacimiento con la madre y el padre, y quizá también con los hermanos; en un
principio son puras reacciones, sin que adopte una postura personal. Esa misma
postura que empieza más adelante y que se desarrolla dentro de un círculo más
amplio de niños y adultos. Los éxitos y fracasos propios, la importancia de la
educación, el ejemplo, las costumbres; 4) una influencia muy fuerte de las ideas
y valores dominantes, del grado de civilización, los medios de masas, el espíritu
de la época; 5) a eso se añade el influjo de la fe religiosa y de su práctica, y tam
bién la falta de fe. De ordinario, factores tan reales como la gracia divina y la
acción del diablo permanecen invisibles. Y en mi opinión, tampoco es posible
afirmar con fundamento nada sobre la igualdad o desigualdad del factor especí
ficamente espiritual en todos los hombres.
De todo esto resulta que la psicología concreta de cada hombre y cada mu
jer, hasta que llega el momento en que la persona empieza al menos a formular
juicios propios y a tomar postura autónoma y libre frente a sí mismo y su rela
ción con el mundo que le rodea, se encuentra ya fuertemente predeterminada en
sus concepciones y valoraciones, y también en lo que se considera como apropiado
o no apropiado para un chico o una chica, y esta predeterminación tiene lugar
tanto en la parte consciente como en la inconsciente de su vida anímica.
Son además dign as de co n sid era ció n las siguientes p a rticu la rid a d es: 1) Las va
lencias (capacidad efectiva) de los factores hereditarios que producen la determi
nación sexual pueden ser más fuertes o más débiles. 2) El modo de realización
de la naturaleza humana, que es típicamente distinto en el sexo masculino o fe
menino, no se exterioriza en el sector anímico-espiritual en que uno de los sexos
posea determinadas disposiciones o capacidades que le falten radicalmente al otro.
La diferencia radica más bien en cierta acentuación, dinamismo o dirección dis
tintos. 3) La corporalidad es en muchos aspectos no sólo condición o causa de
lo psíquico, sino también su campo de expresión, así como, desde otro punto de
vista, su instrumento.
En la misma estructura y funcionamiento de los órganos sexuales del hombre
y la mujer se anuncia ya una relación muy significativa con el modo de ser de
ambos sexos. En el hombre, el órgano esencial está dispuesto para una actividad
centrífuga, para penetrar en otra persona, para comunicarle algo, gracias a lo
cual esta otra persona, en el caso óptimo biológico, experimenta un efecto muy
profundo: la g ra v id e z. Para el hombre, el acto dura poco tiempo y no, produce
efectos que afecten de manera inmediata a su corporalidad. En la mujer, el órgano
correspondiente está preparado para dejar que el hombre penetre en ella. Lo que
el hombre deposita en la mujer sigue actuando dentro del organismo de ésta al
menos durante varias horas. Lo que ocurre en la cópula es para ella predominante
mente centrípeto, lo mismo que su efecto. Esto último tiene una validez especial
en el caso de que como consecuencia de la cópula sobrevenga la concepción.
En la estructura del cuerpo, el esqueleto del hombre, así como sus músculos,
son normalmente más poderosos que las partes correspondientes de la mujer. Los
brazos y las piernas, en comparación con el tronco, son más largos que los de la
mujer. E n el h o m b re se han desa rro lla d o m ás poderosamente los hombros y el
pecho, como corresponde a una dura actividad de los brazos y, por tanto, a una
mayor necesidad de oxígeno. En cambio, en la mujer la pelvis es más ancha, como
conviene al desarrollo del organismo del niño en el útero y al proceso del parto.
Las formas externas del hombre son más angulosas; las de la mujer, más redon
deadas. La mano de la mujer es más suave, tiene menos vello y está preparada
para estímulos táctiles más finos que la del hombre. En conjunto, puede decirse
que el hombre tiene un cuerpo especialmente equipado para dominar amplios
espacios, trabajos y obstáculos difíciles; la mujer está mejor preparada para un
espacio reducido, un trabajo más ligero y una fina sensibilidad.
A estas diferencias corporales responden a grandes rasgos, dentro del campo
de la civilización occidental, los intereses, inclinaciones y tareas de los dos sexos.
Es un hecho que se muestra ya en el comportamiento de los niños y niñas. A los
primeros les gustan más los juegos en los que se prueba la fuerza, la lucha, la
superación de obstáculos, el dominio sobre las cosas; las chicas, en cambio, pre
fieren dedicarse a cuidar seres vivos o reproducciones humanas (muñecas), al tra
bajo manual, y están siempre dispuestas a dejar que las cosas ejerzan su influjo
sobre ellas, a descubrir en todo valores, a acomodarse a esas cosas o a los mismos
hombres. Según eso, el modo de ser propio del hombre maduro lleva consigo tra
bajo arduo, dominio de la naturaleza inanimada, proponerse metas, superar obs
556 DUALIDAD DE SEXOS Y MATRIMONIO
táculos, establecer conexiones ordenadas, incluso de tipo social. A todo eso co
rresponde un modo de conocer fuertemente analítico, conceptual. No es propio a
la naturaleza de la mujer adulta el trabajo duro con material inanimado y rebelde,
así como tampoco obrar con los ojos fijos en la meta o por afán de dominio, sino
más bien el cuidado de seres vivos, y en especial de los hombres, descubrir lo
que favorece a la vida, los valores propios, y cultivarlos produciendo armonía
y belleza. La mujer «acaricia» los valores. La fuerza de su conocimiento reside
sobre todo en lo intuitivo, en lo imaginativo, en captar las cosas con el corazón
y entablar relaciones de tipo «nosotros»; el sentimiento es para ella el órgano por
el que se relaciona con el mundo. Por eso esta propiedad femenina puede evo
lucionar más fácilmente hacia una actitud maternal general, pero solamente
cuando se desarrolla esta disposición natural de manera consciente y no egoísta. El
hombre experimenta su cuerpo predominantemente como medio de apoderarse
del mundo, la mujer más bien como medio de encontrarse con el mundo sumer
gida en el sentimiento. Por eso mismo a la mujer se la puede herir más fácilmen
te, circunstancia que se encuentra ya prefigurada en su estructura corporal: la des
floración, la menstruación y el parto son de alguna manera heridas. Cf. E. v. Eick-
stedt, 2372.
Resumiendo, podemos decir: la posición del hombre respecto al mundo es
más voluntarista y centrífuga, mientras que la de la mujer es más sentitiva y cen
trípeta. Para terminar, queremos citar dos frases de Bujtendijk: «Todo ser hu
mano está preparado para las dos formas dinámicas fundamentales, aunque no
en la misma medida» (p. 264). «Debemos recalcar con ahínco que el carácter ma
ternal... también se presenta en el hombre, y que puede ocurrir que en la mujer
esté muy poco desarrollado» (p. 283), debido en parte a la constitución de cada
uno y en parte a la educación, al desarrollo y las vivencias. Tenemos que insistir
una vez más en que todavía no existe una psicología de los sexos sobre una base
universal. Ciertamente, está justificado criticar el hecho de que se pretenda encon
trar la figura esencial de los sexos reuniendo diversas notas características 6. Pero
es igualmente erróneo no conceder ninguna importancia o no prestar siquiera
atención a las enormes diferencias que se dan en el comportamiento de los sexos,
tal como nos los presenta en nuestros tiempos la etnología. Así, por ejemplo, no
se puede prescindir del interesante material reunido por M. Mead a base de su
propia experiencia, así como tampoco de la institucionalización de los papeles de
los sexos en grandes culturas de muchos siglos de existencia. Por eso hemos de
mencionar todavía algunos datos etnológicos que deben hacernos pensar por su
significación.
S) Datos etnológicos. Entre los hechos fundamentales para el desarrollo de
la comprensión que tienen los sexos de sí mismos y de la relación entre los mis
mos, se cuenta el saber que el coito es indispensable para que nazca una descen
dencia. Pero este conocimiento, ciertamente, no existía hasta hace poco tiempo,
y en ciertos pueblos quizá no exista tampoco en nuestros días. Bernatzik, III, 411,
escribe: «Numerosos mitos de pueblos primitivos y de otros de costumbres mu
cho más desarrolladas dan fe de que en tiempos antiguos se desconocía lo relativo
a la fecundación. Muchas tribus de indígenas en Australia o en las islas Trobriand
en Melanesia discuten todavía hoy la conexión natural entre el acto generativo y la
concepción». Se atribuye esta última a espíritus de los antepasados o de los niños,
o a gérmenes de niños. (Cf. una descripción detallada de las islas Trobriand en
Malinowski, 123-145; algunas alusiones en Buschan, Volkerkunde I I / l , 35, y
Thurnwald, II, 18. Interpretan esto de otra manera, sometiéndolo a crítica:
6 G. Scherer, Ehe im Horizont des Seins (Essen 1965) 232, nota 11.
LA DUALIDAD DE SEXOS 557
Mohr, 134s, y cf. también Dieterich, passim). Un aspecto ulterior muy importante
sería el de si las relaciones jurídicas de los pueblos están ordenadas conforme
a una norma masculina o femenina. Allí donde impera el matriarcado o al menos
ciertos rasgos matriarcales, la situación de la mujer suele ser más o menos ele
vada. Dentro de una organización matriarcal puede originarse también la polian
dria, que (según Buschan, I I / 1, 466, 487, 510, 634) reina o reinaba hasta hace
poco en muchas tribus de los habitantes montañeses en torno al Himalaya, en el
Indostán, en el sur de la India, Ceilán, Borneo y en regiones agrícolas de China.
(Cf. también Bernatzik, I I I , 444s, artículo Polyandrie, donde escribe: «A pesar
de muchas prohibiciones, la poliandria persistió tenazmente en el sur de la In
dia..., en el interior de Ceilán y en el Tibet. Sin duda antiguamente estuvo mu
cho más extendida». Siguen algunos ejemplos).
Sin embargo, una situación más o menos determinada por rasgos maternales,
pero sin poliandria, es más frecuente que con esta última. Bernatzik menciona
(I, 533) el caso del Sudán (Avatime), donde gobernaba una reina a la que asistían
otras mujeres en los puestos dirigentes. Las mujeres gozaban de una elevada
posición tanto en la familia como en la vida pública; se daba incluso el caso de
que los jefes no podían tomar ciertas decisiones sin contar con el consejo de mu
jeres. El mismo menciona a los rotse (p. 454), entre los que se encuentran en
nuestros días al menos algunos rasgos de una organización matriarcal más antigua;
a la primera mujer del rey se la honraba con el título de «madre del reino», y la
mujer rotse ocupa un lugar muy semejante al del hombre. Por el contrario, en
el Islam, que permite una poligamia restringida, no se estima mucho a la mujer.
Según H . L. Gottschalk (en Fr. Kónig [ed.], Cbristus und die Religionen der
Erde I I I [1951] 52s), el hombre puede despedir a la mujer sencillamente, sin
presentar ningún motivo, mientras que la iniciativa de la mujer para la consecución
del divorcio tropieza con muchas dificultades; lo que ella afirma ante un tribunal
sólo tiene la mitad de valor de lo que diga un hombre. Según Buschan, II, 168s,
la situación de la mujer en la India es denigrante: «El hindú no ve en ella sino
un ser inferior...; es para él una esclava bajo todos los aspectos, y lo mismo para
su suegra... (cuando nacen las niñas se las recibe con una maldición, y antigua
mente se las mataba en masa)... La antigua ley de Manu dice... que una mujer
buena debe honrar como si fuera un dios a su marido, por muy censurable que
éste sea». Semejante situación no puede menos de socavar profundamente la
conciencia que tiene la mujer de su propio valor. ¿Qué sentido de la dignidad
cabe en ella cuando personalidades elevadas tienen más de cien concubinas
(cf. Trimborn, 19) o cuando se entregan mujeres como premio (ibíd., 126)?
Mencionemos brevemente que en algunos casos aparecen también entre las
mujeres dos actividades típicamente masculinas. Thurnwald nos habla (II, 54-56)
de guardias personales femeninas entre los señores de China, India y Dahomey,
y alude también a otros casos de mujeres luchadoras en épocas más antiguas.
Otra actividad que en general se atribuye enteramente a los hombres (cf. la tabla
de W. N. Stephens, 282) es la caza. Pero Thurnwald escribe (I, 42) que entre
los esquimales cobrizos algunas mujeres jóvenes toman parte también en la caza
de caribús y focas, y que a veces toda la comunidad organiza batidas de caribús.
Y Schelsky nos informa (p. 19s) que, según R. Linton, entre los habitantes de
Tasmania las mujeres nadan hasta las rocas donde se encuentran las focas, ace
chan allí a esos animales y los golpean con mazas; que asimismo las mujeres
cazan también el opossum o zarigüeya, subiéndose para ello a grandes árboles. Se
trata realmente de una gran empresa de caza, llena de peligro.
Resumiendo, querría formular la conjetura de que la psicología del hombre
y la mujer en las islas Trobriand debe de ser muy distinta de la de otros pueblos
558 DUALIDAD DE SEXOS Y MATRIMONIO
a) Antiguo Testamento.
El relato más antiguo (yahvista) de la creación del hombre e institución del
matrimonio (Gn 2,20-24) refiere cómo Eva es creada a partir del hombre, como
7 Me remito sobre todo a los números 6 y 7, pp. 125-137. Las pp. 132-137, sobre
todo, nos demuestran qué interpretaciones tan grotescas e irreales cabe dar sobre la dife
rencia y el significado de ambos sexos.
CONCEPCION BIBLICA DEL MATRIMONIO 559
pareja suya, para que le sirva de ayuda, y llevada por Dios ante el hombre. El
versículo 24 es una alusión a la intimidad y unidad de la comunidad matrimonial.
No se menciona la tarea de la reproducción. El relato más tardío sobre la creación
(Gn 1,27) nos informa tan sólo de que Dios creó al hombre macho y hembra
a su imagen, los bendijo y les encomendó la misión de multiplicarse (v. 28), del
mismo modo que, según el versículo 22, bendijo también y confió el cometido
de multiplicarse a los animales marinos y a las aves.
En algunos textos referentes a los patriarcas, al tiempo de Moisés y de los
Jueces, quizá se adviertan reminiscencias de un derecho matriarcal (por ejemplo,
en Gn 24,28; Lv 19,3; Jue 8,19); pero más adelante es, evidentemente, el hombre
el que ocupa el lugar de preferencia con respecto a la mujer.
Según Gn 2,18.20.24, se instituye el matrimonio monógamo para superar la
soledad y proporcionar al hombre una ayuda humana adecuada. Pero más adelante
aparece la poligamia, como nos informa ya Gn 4,19 a propósito de Lamec y re
fiere después frecuentemente la historia de los patriarcas. Es verdad que sólo
podían permitirse más de dos mujeres los acomodados y que D t 17,17 ve en el
número elevado de mujeres el mismo peligro que en la riqueza: que el corazón
se aparte de Dios. El AT sabe que aun cuando se tienen sólo dos mujeres es difí
cil que las dos ocupen el mismo lugar en el corazón del marido, como lo prueba
el caso de Jacob con Lía y Raquel (Gn 29ss) y de Elcaná con Ana y Feniná
(1 Sm 1). Sabemos que se trataba de un caso frecuente por la existencia de regu
laciones jurídicas sobre la herencia: D t 21,15ss.
En el pueblo de Dios, como en el resto del Oriente, el matrimonio sirve para
la conservación y bienestar de la familia o el clan. La esterilidad en la mujer es
una vergüenza, una desgracia y un castigo divino. El matrimonio se concierta
entre los jefes de las familias. Pero también cabe la posibilidad de que elija el
marido (por ejemplo, Jacob), o se pregunte a la novia (Gn 24,58; cf. 24,5.8),
o que el padre tenga en cuenta los deseos del corazón de la muchacha (1 Sm 18,
20). También se nos dice en alguna ocasión que después de la boda llegaron
a amarse (por ejemplo, Gn 24,67), o que se daba ya una predisposición anímica
para el amor (Tob 6,19), o se nos habla de su fuerza e inexpugnabilidad (Cant 8,
6s). Parece, por tanto, que en Israel se conocía el profundo valor interno del
amor matrimonial, con lo que estarían relacionadas la práctica cada vez más fre
cuente de la monogamia, predominante en tiempo de Jesús, y las consideraciones
sobre la mujer mala y la felicidad del amor y la bendición de una buena mujer,
tal como figuran en los libros sapienciales (por ejemplo, Prov 5,18; 31,10-31;
Eclo 26; 36,23-31; en forma negativa, Ecl 7,26ss). Sin una gran estima del amor
entre novios y esposos hubiera resultado ininteligible la comparación del amor
de Dios a su pueblo, constantemente infiel, con el amor matrimonial. Aunque
también hemos de tener en cuenta que al israelita le estaba permitido dar a la
mujer libelo de repudio, pudiendo ambos esposos contraer nuevos matrimonios.
(En Elefantina se le permitía también a la mujer judía dar libelo de repudio).
Se estimaban los buenos matrimonios, pero podían separarse matrimonios en los
que no reinaba la armonía.
Es digno de observarse que se concedía valor al hecho de que la mujer fuera
virgen al matrimonio. La intromisión en matrimonio ajeno estaba castigada con
la lapidación de los adúlteros: Le 20,10. (Cf. el decálogo: el sexto mandamiento
se sitúa entre el asesinato y el robo). Fuera de eso, el hombre gozaba de una liber
tad relativa en su trato con las no casadas y las esclavas, con tal de que no hubiera
violación. Por causa del bien de la familia en las épocas antiguas, eran normales
los matrimonios entre parientes, aunque más adelante se fueron limitando (sin
embargo, existió el matrimonio del levirato). Nos llama la atención singularmente
560 d u a l id a d de sexo s y m a t r im o n io
el que se engendraran niños con una esclava de la mujer. Esos niños se conside
raban hijos del matrimonio del varón con la dueña de la esclava. Cf., por ejem
plo, Abrahán: Gn 16,2ss; Jacob: Gn 30,3ss.9ss. Por tanto, desde el punto de vista
del derecho natural y el sexto mandamiento, hay en el AT bastantes cosas pro
blemáticas además de la poligamia, el libelo de repudio y los actos incompletos 8.
Quizá nos ayude a comprenderlo el hecho de que la relación de Yahvé con su
pueblo se describe en varios de los profetas como noviazgo o matrimonio, y el
apartarse de Yahvé, sobre todo para caer en la idolatría, como adulterio (cf. Os 1,
2ss; 3,lss; Jr 2; 3; 13-21-27; 31; Ez 16; 23; Is 54; 6 2 )9.
El servirse de las imágenes del noviazgo y el matrimonio para hacer inteligible
la relación de Dios con su pueblo presupone una alta estima del matrimonio
monogámico 10 e indisoluble, pero también de aquel amor conyugal que supera
con mucho al eros meramente sensible y encierra un gran valor y profundidad
moral (cf. Tob 6,19; 8,6s). Ciertamente, era muy significativa la prohibición
expresa de la prostitución cultual, así como la de emplear el dinero de meretrices
para fines del culto (Dt 23,18s). Y a la inversa, la fidelidad, amor, misericordia
y cuidados de Yahvé como prometido o esposo de su pueblo resultaban muy apro
piados para procurar una comprensión más profunda, moral y psicológicamente,
de las relaciones entre los esposos. Se saca la impresión de que la regulación del
derecho matrimonial y de la sexualidad sólo pudo llegar a superar los puntos de
vista de la conservación de la familia y del pueblo como directrices en la ordena
ción de la vida sexual, después del lento crecimiento de esa comprensión más
profunda. Hay que observar que en el tiempo de Jesús y de los apóstoles era ya
idea corriente que Yahvé es el esposo del pueblo y que cualquier ofensa contra
su voluntad constituye una forma de adulterio (cf. M t 12,39; 16,4; Me 8,38;
Sant 4,4; quizá también Jn 8,7). La decisión de contraer matrimonio tomada por
individuos concretos se atribuye frecuentemente en el AT a disposición divina.
El sexto mandamiento del decálogo es una ley de Dios. Prov 2,17 contiene una
alusión al «pacto de su Dios», y en Ez 16,8 dice Dios que al comienzo de la
alianza hizo al pueblo un juramento comparable al compromiso matrimonial. Es
tos pasajes explican que en Mal 2,14-16 se presente Dios como testigo contra el
hombre desleal que se ha separado de la mujer de su juventud. Pero, por lo
b) Nuevo Testamento.
Del mismo Jesús conservamos sólo unas cuantas frases relativas al matrimonio.
Mt 5,28 nos enseña que no sólo es pecado el adulterio externo (Ex 20,14 y D t 5,
18 lo prohíben), sino que lo es también el «adulterio del corazón», como se
comete al mirar a una mujer deseándola.
Lo más importante es la postura de Jesús en relación con la legislación judía
sobre el divorcio, que admitía la posibilidad de que los divorciados volvieran
a casarse: M t 5,31s; 19,3ss; Me 10,2ss; Le 16,18 n . Jesús no sólo prohíbe des
pedir a la mujer (según Me 10,12, también al marido), calificándolo de adulterio,
sino también el volver a casarse. Al contraer nuevas nupcias, el hombre divorciado,
la mujer divorciada y sus nuevos cónyuges se convierten en adúlteros. Tienen es
pecial importancia estos dos puntos: 1) Jesús hace alusión a que Dios creó al
hombre como varón y hembra (Gn 1), y dijo (Gn 2,24): «Por eso dejará el hom
bre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne».
2) Como motivo de que en la antigua alianza se permitiera el libelo de repudio,
Jesús menciona la «dureza de corazón» de los judíos (Me 10,5; M t 19,8). Se refiere
a ese espíritu de «obstinación del hombre en no acoger la manifestación de la
voluntad salvífica de Dios, que quiere ser aceptada... por los corazones»1112. La
expresión empleada nos recuerda el «corazón de piedra» de Ez 11,19 y 36,26ss,
al que la misericordia de Dios quiere sustituir por un «corazón de carne». La
dureza de corazón del pueblo, insensible a la voluntad salvífica y a los castigos
de Dios, está en conexión con su falta de fidelidad al esposo divino. Este reme
morar la dureza de corazón como causa de la concesión del divorcio y la abolición
expresa y autoritaria por parte de Jesús del derecho al divorcio son quizá una
alusión velada a que ha comenzado el tiempo en el que la bondad de Dios había
prometido dar un corazón de carne, un nuevo espíritu, un nuevo corazón en el
que el Señor escribiría su ley (Jr 31,33). El Mesías ha venido. Jesús alude en
Me 10,6-8 a Gn 1,27 y 2,24 como punto de partida fundamental de su postura,
y en M t 19,8 se dice expresamente: «Pero al principio no fue así». Quizá se
quiere expresar la idea de que sólo «al principio», antes de la caída, se había
conocido y podía realizarse universalmente el auténtico sentido divino del matri
monio monogámico —posibilidad que volvió a instaurarse con la aparición del
Mesías— y que por eso en el tiempo intermedio Moisés permitió el libelo de
repudio. Porque durante ese tiempo no se conocía ya el sentido último y querido
por Dios del matrimonio monogámico, y por eso no se podía tampoco poner por
obra.
Presentan ciertas dificultades los textos de los evangelios en los que Jesús
refiere parábolas relativas a bodas, o emplea la expresión «el novio», sin hablar,
en cambio, de la novia; asimismo, los pasajes en que Juan Bautista se llama a sí
tancia respecto a la mujer, que no es sino gloria del hombre. Y esto tiene validez
no sólo para Adán y Eva personalmente, cosa que sería comprensible, puesto que
según el relato de Gn 2,7, en el que se basa Pablo, Adán fue creado por Dios
como primer hombre de manera inmediata, mientras que la mujer, según los
versículos 21ss, fue creada de la carne y hueso de Adán, y según los versículos
18 y 20s, para el hombre; como lo demuestra toda la argumentación de 1 Cor
11,3-16, esto tiene validez para todos los hombres y mujeres como tales, a pesar
de que, según el versículo 12, todos los hombres vienen a la vida única y exclu
sivamente «por la mujer». Por tanto, al tipo humano «varón» en cuanto tal le
debe corresponder una preeminencia religiosa como «imagen y gloria de Dios»
que no se da en el tipo humano «mujer» en cuanto tal. Pero hay que ver ahora
si es posible hacer verosímil esta interpretación del difícil texto de Pablo a base
de otros textos o ideas del corpus paulinum. Yo creo que sí.
Tenemos, en primer lugar, 1) el paralelo Adán-Cristo (o mejor, Cristo-Adán 16),
unido a 2) la idea del pecado original. El antitipo del hombre único Jesucristo
es (Rom 5,15) el hombre único Adán (Rom 5,12.14.19), por cuya desobediencia
sobrevinieron a todo el género humano el pecado y la muerte. Pero no fue Adán
el primero que pecó, sino Eva, cosa que se subraya expresamente en 2 Cor 11,3
y 1 Tim 2,14 17. A esto se añade 3) que el cargo de presidente en la Iglesia está
reservado a los hombres, lo que resulta evidente en conexión con la elección
y misión de los apóstoles; pero se ordena expresamente que, siguiendo el man
dato del Señor, las mujeres permanezcan calladas en la asamblea (1 Cor 14,34.37)
y que (1 Tim 2,12) se prohíba a las mujeres que desempeñen el oficio de enseñar
en la Iglesia. Finalmente, 4) en Ef 5,22-33 se establece un paralelo entre la rela
ción Cristo-Iglesia y esposo-esposa, de tal manera que se describe la relación ma
trimonial terrena como una semejanza y reproducción de la relación entre Cristo
y la Iglesia. «El modelo de Cristo no es solamente un ejemplo que debe seguir
el matrimonio terreno en cuanto imagen, sino que es lo que constituye la esencia
de esa imagen, del matrimonio terreno y su realización. La imagen, el matrimonio
terreno, acepta, asume y representa el modelo, la relación de Cristo con la Iglesia.
En el matrimonio terreno se guarda esencialmente la relación entre Cristo y la
Iglesia... Gracias a esa conexión que indicábamos entre el matrimonio terreno
y la unión de Cristo con la Iglesia, el matrimonio se diferencia de todas las
demás relaciones humanas, aunque las expresiones referentes a la relación de
padres e hijos y esclavos y señores se limitan a decir que tiene que ser év Kupícp
y (he; tü> Xpicrrcñ» 18. El acontecimiento que se nos relata en Gn 2,24 es una
prefiguración de Cristo y la ekklesta, que al mismo tiempo oscurece y descubre
la realidad. «En cuanto que el acontecimiento referido en Gn 2,24, el misterio
del matrimonio entre Cristo y la Iglesia, se reproduce en el matrimonio terreno
del hombre y la mujer, este matrimonio participa de aquel misterio, y en ese
sentido es también un misterio» 19. Según Pablo, este misterio es el fundamento
16 Cf. O. Kuss, Der Rómerbrief (Ratisbona 1957ss) sobre Rom 5,12, 226, 231,
235-239.
17 Sobre el paralelismo entre Cristo y Adán, cf. también 1 Cor 15,21s.45-49. O. Kuss,
op. cit.} sobre Rom 5,21, 274: «El pecado entró en el mundo porque pecó el primer
hombre... En Pablo, Eva desaparece totalmente, ocultada por la figura de Adán, que
—desde el punto de vista judío— es el único que tenía importancia en la genealogía
y el único que podía ser el antitipo de Jesucristo». Es evidente que en 1 Cor 14,34 se
emplea principalmente Gn 3 y en 15,45 otra vez Gn 2.
18 H. Schlier, Der Brief an die Epbeser (Düsseldorf 21958) 263, nota 1.
19 Op. cit., 262-263. Cf. Wikenhauser, Die Kirche ais der mystische Leib Cbristi
nacb dem Apostel Paulus (Friburgo 21940) 206, dice respecto a la otra concepción de
CONCEPCION BIBLICA DEL MATRIMONIO 565
21 Cf. también Gál 6,15; Ef 1,23; 2,10.13.15s; Col 1,18-22; 2,9-13.19; 3,3s.9ss;
Ef 4,3s; Rom 8,9; Gál 4,6; Ef 4,11-16; 1 Cor 12,3-14.19 (Pluralidad de dones y efec
tos del Espíritu único que es el Espíritu de Cristo y reúne a todos los creyentes en un
Cuerpo, 12s).
CONCEPCION BIBLICA DEL MATRIMONIO 567
aun sin el pecado de nuestros primeros padres. Supongamos, sin embargo, que, no
habiéndose producido la caída, tampoco hubiese acontecido la encarnación: el
hombre, como imagen de Dios en un sentido que no le corresponde a la mujer,
habría probablemente ocupado en la humanidad una situación semejante a la de
Cristo, representando al Hijo amado del Padre, intradivino; le hubiera tocado
a él ser el instrumento creado por Dios para comunicar a todos los hombres que
descendieran de él, y en primer lugar a Eva, la semejanza jo&renatural con Dios,
cooperando de modo instrumental en el origen de cada nuevo hombre. Y des
pués de Adán, esta función habría pasado a sus descendientes varones. Adán
habría representado a ese Dios que, de una manera sobrenatural, quiere hacer
semejantes a sí a todos los hombres, y en un sentido más amplio, a toda la crea
ción, y Eva habría representado a la humanidad, y en un sentido más amplio,
a toda la creación, destinadas a ser transfiguradas por Dios. Si se hubiera dado
la encarnación aun en el caso de no haber existido la caída, Adán habría sido
desde el principio imagen y representante del Dios-hombre en un sentido especial
que no le hubiese correspondido a Eva.
Pero la economía real de la salvación cuenta con la caída de los primeros pa
dres, con el pecado original del género humano y con la aparición del Dios-
hombre como redentor. Sólo de este orden, que es el que de hecho se ha realizado,
valen las palabras del NT y en especial las de Pablo sobre el hombre, la mujer
y el matrimonio.
Y si la misma unión matrimonial de la primera pareja humana en el paraíso
según Ef 5,3ls es una insinuación misteriosa, una prefiguración del misterio
futuro de Cristo y la Iglesia, y dentro del matrimonio el hombre representa a Cris
to y la mujer a la Iglesia en su relación mutua, resulta comprensible el que sea
el pecado de Adán y no el de Eva el que constituyera el punto de partida de la
propagación en el género humano de la lejanía de Dios propia del pecado original;
del mismo modo hay que suponer a la inversa que, en caso de no haberse dado
el pecado original, Adán como representante especial de Dios o del Dios-hombre
habría sido el verdadero mediador humano de la admisión de su descendencia
en la amistad divina por obra de la gracia (justicia hereditaria). Y en todo caso,
sin pecado original, el matrimonio habría sido la institución mediante la cual se
habría difundido por el género humano la amistad sobrenatural con Dios.
A partir de estas ideas podría entenderse muy bien la designación de eix(bv
x-al 8óJ;a fleou para el hombre y la de 8ó£a áv8pó<; para la mujer en caso de
que no hubiera existido el pecado original, sino que se hubiera propagado por el
género humano la justicia hereditaria. Pero ¿qué sentido puede tener en una
humanidad que se encuentra bajo el pecado original? En mi opinión, resulta
inteligible si se considera que Dios no se apartó de su meta de elevar a los hom
bres a una amistad especial, a la participación en su vida interna trinitaria, como
nos lo demuestra la encarnación y muerte redentora del Hijo con todos sus efec
tos. Y de esa forma el hombre y la mujer seguían teniendo un cierto significado
diverso — aunque infinitamente difuminado— en orden a representar esa relación
vital sobrenatural entre Dios y la humanidad tal como se daba en el paraíso
y debía volver a instituirse en Cristo. Y después de esta restauración, dicho signi
ficado revive. Ahora el hombre prevalece en un sentido histórico-salvífico, que se
manifiesta en el puesto que le corresponde en el matrimonio y en su capacidad
para desempeñar el ministerio apostólico y demás ministerios sacramentales, mien
tras que la mujer le está subordinada en el matrimonio y no está capacitada para
participar en el sacerdocio sacramental. El AT nos sugiere ya las relaciones que
regirán en el NT al describir, según vimos, la alianza de Yahvé con su pueblo
elegido como una relación entre novios o esposos, y asimismo en el hecho de que
568 DUALIDAD DE SEXOS Y MATRIMONIO
22 Cf. León I, ep. 167: PL 54, 1204; Inocencio III y Honorio III, en CIC fontes,
ed. Gasparri, III (Roma 1925) 158s; León X III, Arcanutn divinae, del 10 de febrero
de 1880, citado por Pío XI en Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, ed. Her-
der, n. 83. Sobre la idea patrística del matrimonio del Logos con la naturaleza humana,
cf. RAC II, 557s.
4. Antropología de los sexos
de chicos y chicas, etc., pero todo esto siempre sobre la base de la herencia in
dividual.
Por de pronto, sólo me atrevo a afirmar que en el caso de una evolución
normal y sana se dan dos tipos de especie humana: el masculino y el femenino;
a esto voy a limitar también mis afirmaciones. El ideal es el hombre con carácter
auténticamente viril y no femenino y la mujer con carácter femenino y no viril.
Generalmente, los niños aprenden ya en su primera infancia en la familia que hay
personas humanas masculinas y femeninas. Y siendo todavía niños sabrán por
experiencia que a los hombres y las mujeres corresponden en la vida comunitaria
tareas diversas (por mucho que éstas cambien según la situación histórico-cultural).
Cualquier muchacho algo mayor y que reflexione un poco caerá en la cuenta de
que los dos tipos sexuales, hombre y mujer, prescindiendo de su actividad espe
cíficamente sexual, tienen, dentro de la cultura en la que vive el niño, una gran
importancia para la vida comunitaria humana. Algunos años más tarde suele em
pezar a brotar el sentimiento de que las personas del otro sexo poseen cualidades
especialmente atrayentes; sentimiento que conduce por lo general a una relación
anímica erótica con una persona del otro sexo, y, finalmente, al noviazgo y matri
monio. Sin lugar a dudas, el matrimonio es para la mayor parte de los hombres
el estado normal en el que la determinación masculina o femenina de su persona
lidad total ejerce un influjo pleno y ordenado, inmediato, espiritual-anímico-
corporal, en un pacto íntimo y para toda la vida con el otro cónyuge. El matri
monio es una relación basada en un contrato jurídico y moral que se diferencia
de todas las demás relaciones contractuales por el mutuo ius in corpus y que
incluye la totalidad de la comunidad vital.
Aunque no es frecuente, se da también entre los animales la compañía sexual
durante toda la vida. Pero el matrimonio humano es algo completamente distinto.
Los que en él se unen sexualmente son seres corporales y espirituales, es decir,
personas. La relación matrimonial entre los esposos es, por tanto, una relación
entre personas que se han unido teniendo especialmente en cuenta la diferencia
de su sexo y su capacidad sexual, pero no exclusivamente con vistas a realizar de
modo vital dicha capacidad sexual ni su misma vida corporal y sensible, sino
reconociendo y respetando su dignidad personal de hombres, es decir, de perso
nalidades morales, y —precisamente por causa del ius in corpus— en una co
munidad vital plena y duradera. La comunidad sexual de los animales está sujeta
a la ley del instinto, y en ocasiones a la de la fijación, mientras que la del hombre
se somete a las exigencias del dominio del espíritu. Según eso, la unión sexual
de los esposos no es digna del hombre sino cuando se apoya en el mutuo amor
de benevolencia. Esto no quiere decir que no esté justificado o no sea deseable
el aspecto de la atracción específicamente sexual en el matrimonio. Por el con
trario, lo normal es que por lo menos en la primera época sea muy fuerte el amor
concupiscentiae. Pero incluso el eros específicamente humano, en el que destaca
lo sexual, a pesar de estar muy unido al instinto, posee una auténtica disposición
a un amor personal de entrega que supera al propio yo; y cuando dos personas
se unen en matrimonio para toda la vida, esa unión está exigiendo el cuidado
mutuo, el conformar la convivencia de modo que constituya una ayuda para com
pletar la personalidad. Por el contrario, en el reino de los animales y las plantas,
la naturaleza procede a veces de tal forma que no repara en inmolar a los padres
en pro de la conservación de la especie. Hay que acentuar también que el cuidado
y los esfuerzos que exige en conciencia la educación de los hijos se traduce para
los padres en una época muy larga de pruebas de amor desinteresado, dispuesto
al sacrificio, época que se prolonga con la llegada de nuevos hijos. De esta forma,
el trabajo con los propios hijos se convierte para los esposos en una invitación
ANTROPOLOGIA DE LOS SEXOS 571
de distinto sexo que quieren formar una comunidad de vida hasta la muerte,
junto con el derecho de ambos al acto unitario que actúa plenamente a las dos
personas, la una para la otra. Eso no sólo significa que en general la procreatio
et educatio prohs es un fin inmanente del matrimonio como tal, sino que tam
bién lo es «la mutua conformación interna de los esposos, el esfuerzo constante
de conducirse mutuamente a la perfección» (DS 3707). Y por importante que
sea la simpatía anímico-espiritual y sexual como condición previa del matrimonio,
sólo un profundo amor personal justifica y garantiza de antemano esa entrega
y exigencia mutua, irrevocable, singular y plena de dos personas que son imáge
nes de Dios. Ahora bien: ahí va implícita la responsabilidad moral ante Dios, la
cual no atiende tan sólo al acto particular como tal, sino a la tarea de madurar
y perfeccionar continuamente toda personalidad humana. La unidad e indisolu
bilidad de matrimonio corresponden, por tanto, plenamente a la unidad y totali
dad de ambas personas corporales y espirituales, y a la profundidad de su capa
cidad, semejante a la divina, de adoptar una postura de amor desprendido y ab
negado; si esto no existe, nunca será plenamente humano el acto matrimonial.
La armonía auténtica y el verdadero acuerdo entre las personalidades de los dos
esposos sólo se logra sobre esta base, y esa armonía es un presupuesto casi indis
pensable para desempeñar la función educativa con los hijos que nacen del matri
monio 25. El desorden del pecado original es fuente especial de dificultades en el
estrato espiritual y anímico de las personas, que salen al encuentro una de otra
en la situación irrepetible de su constitución, su carácter y sus tendencias; pero
nos ofrece también posibilidades de solución gracias a los efectos de la obra
redentora. Ambos hechos resultan comprensibles si se tiene en cuenta que la idea
divina acerca del hombre, de la mujer y del matrimonio se ajustaba al modelo
de la justicia originaria y hereditaria y que después de la caída le faltaban al hom
bre los auxilios sobrenaturales como fuente de orden interno y de la fuerza nece
saria para realizar las tareas más elevadas y sobrenaturales del matrimonio; pero
gracias a la obra de la redención, a pesar de que seguía existiendo el desorden
interno y la inclinación al mal, al incorporarse las personas y el matrimonio mis
mo al cuerpo de Cristo, se abrió el camino hacia una restauración — estructurada
de modo diferente— de la idea divina de ambos sexos y de sus tareas matrimo
niales, de acuerdo con las posibilidades y leyes vitales con que contaba la natura
lapsa et reparata.
el derecho a tal acto». La razonada caracteriazción que aquí se hace del acto ma
trimonial como espressione del dono reciproco comunica a este acto un sentido
y valor propios, incluso en el caso de que se le atribuya falsamente la unión de
las células generativas en el sentido de la antigua commixtio seminum y sobre
todo también en los casos en los que por razón de las leyes naturales sea de ante
mano imposible la procreado prolis. Este sentido y valor específico es la expre
sión concreta y realizada en la carne — así como la confirmación renovada— de
la entrega de las personas que se efectúa de manera puramente espiritual al inter
cambiar el consentimiento. Si prescindimos de esta expresión en la carne, no se
comprende la conexión del matrimonio con la relación entre Cristo y la Iglesia,
en la que resulta tan importante la entrega de Cristo en la muerte corporal y en
la eucaristía. Dentro del mismo contexto, Pío X II dice también que fin primario
e interno del matrimonio, como institución de la naturaleza, es suscitar y educar
la nueva vida. Creo que queda claro que la referencia del matrimonio y de las re
laciones matrimoniales al sacramentum Christi et Ecclesiae es anterior y superior
al fin del matrimonio como institución natural.
El Concilio Vaticano II, en la constitución pastoral La Iglesia en el mundo
actual, promulgada en la sesión pública del 7 de diciembre de 1965 (II, 1), dedica
palabras muy profundas e importantes a la teología del matrimonio. Vamos a re
producir algunos textos literalmente; de otros haremos un resumen. Sobre el
intercambio de consentimientos dice (n. 48): «La íntima comunidad de vida y de
amor conyugal... se establece por el irrevocable consentimiento personal. Así, por
el acto humano por el que los cónyuges se entregan y se reciben mutuamente surge,
incluso ante la sociedad, una institución asegurada por ordenación divina... Por
su misma índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal se
ordenan a la procreación y educación de la prole, y con ellas alcanzan como su
culmen. Así, pues, el varón y la mujer, que por la alianza matrimonial 'ya no son
dos, sino una sola carne’ (Mt 19,6), se prestan mutuamente ayuda y servicio por
la íntima unión de las personas y las obras, y cada día experimentan y alcanzan
más plenamente el sentido de su unidad». El número 49 trata expresamente del
amor conyugal (amor coniugalis). Se hace alusión a que en nuestro tiempo son
muchos los hombres que tienen en gran estima el amor entre el hombre y la
mujer. Y dice a continuación: «Sin embargo, ese amor, por ser eminentemente
humano, abarca el bien de toda la persona, ya que se dirige de persona a persona
con afecto de la voluntad y, por consiguiente, se manifiesta por medio de expre
siones del cuerpo y del alma enriquecidas de dignidad y es capaz de ennoblecerlas
como elementos y signos especiales de la amistad conyugal. Ese amor... envuelve
toda su vida; incluso crece y se perfecciona con su misma generosa diligencia.
Supera con mucho, por tanto, la mera inclinación erótica que, fomentada egoísti
camente, se desvanece rápida y miserablemente. Este amor se expresa y perfec
ciona de un modo peculiar con la actividad propia del matrimonio. Por tanto, los
actos con los que los esposos se unen entre sí íntima y castamente son honestos
y dignos, y, ejecutados de un modo verdaderamente humano, significan y fomen
tan la entrega recíproca por la cual con ánimo alegre y satisfecho mutuamente se
completan».
El número 50 trata de la fecundidad del matrimonio. Se nos dice que los
hijos son el regalo más excelso del matrimonio y que contribuyen en gran manera
al bien de los padres. Significan la participación de los padres en la obra creadora
de Dios, confiada únicamente a los esposos. En la interpretación de su misión con
creta divina los padres tienen una responsabilidad propia y han de ponderar todas
las circunstancias que entran en juego. Pero en su trato no deben proceder arbi
trariamente, sino de acuerdo con su conciencia, conformada a la ley divina que
576 DUALIDAD DE SEXOS Y MATRIMONIO
H erbert D oms
BIBLIOGRAFIA
Walter, Th. A., Seinsrhythmik - Studien zur Begründung einer Metaphysik der Gesch-
lechter (Friburgo 1932).
Weber, L., Mysterium tnagnum (Friburgo 1963).
— Ehenot, Ehegnade (Friburgo 1965).
Wildberger, H., Das Abbild Gottes, Gen 1,26-30: «Theol. Zeitschrift» 21 (1965) 245-
259, 481-501.
Ziegler, J., Die Liebe Gottes bei den Propbeten (Münster 1930).
Zimmermann, F., Die beiden Geschlechter in der Absicht Gottes (Wiesbaden 1936).
Puede encontrarse abundante bibliografía en los siguientes artículos de LThK, 2.a ed.:
Begegnung der Geschlechter; Brautsymbolik; Ehe I-IV; Eros; Erotik; Erschaffung des
Menschen; Eugenik; Feminismus; Geschlechtlichkeit; Monogamie, al igual que en CFT,
artículos: Creación, Hombre, Matrimonio, Sexualidad, y en SM en sus respectivos voca
blos. Cf. también sobre los pasajes de la Escritura los diversos comentarios y teologías
bíblicas, así como HaagBL y Joh. B. Bauer, Dic. de teología bíblica (Barcelona 1967).
SECCION QUINTA
EL HOMBRE Y LA COMUNIDAD
Cuestiones previas
6 G. Gundlach, Gesellschaft, II. Wesen: StL III (61959) 819-822; el mismo autor,
Sozialphilosophie: StL VII (61962) 337-346; G. Wildmann, Personalismus, Solidarismus
und Gesellschaft (Viena 1961).
7 B. Háring, Das Heilige und das Gute (Krailling 1950).
8 E. Welty, Gemeinschaft und Einzelmensch (Salzburgo 1935); A. P. Verpaalen, Der
Begriff des Gemeinwohles bei Tbomas v. A. (Heidelberg 1954); A. F. Utz, Etica social
(Barcelona 1961); D. v. Hildebrand, Metaphysik der Gemeinschaft (Ratisbona 21955).
9 Cf. la serie de textos de Tomás de Aquino en Utz, op. cit. Son especialmente cono
cidos los siguientes pasajes: «Bonum commune multorum melius et divinius est quam
bonum unius» (S. Th. II-II, q. 31, a. 4 ad 2); II-II, q. 47, a. 10c ad 2; «Homo non
582 EL HOMBRE Y LA COMUNIDAD
a) Unidad de la creación.
Una teología de la unidad y la comunidad del hombre lleva implícito el co
nocimiento de que se da una comunidad trascendental con Dios, que en primer
lugar significa al menos la apertura del hombre a la pregunta sobre el misterio
del ser por encima de nosotros, en nosotros y con nosotros. En la vivencia reli
giosa de la revelación la persona supera su subjetividad y se encuentra con lo
santo. En la comunicación personal de la fe experimenta, finalmente, la profun
didad de su propio yo, al ser interpelada en su carácter único para que tome una
decisión libre. Este conocer comunicativo se manifiesta como una ciencia que no
es una ciencia de dominio, egoísta e interesada frente a algo que cae en nuestras
manos como un valor utilitario, sino una ciencia amorosa y esencial que afirma
y ama al interlocutor en sí mismo, en su valor personal (y no sólo en el valor
que tiene «para mí»). Evidentemente, Dios es el único que puede capacitar y lla
mar al diálogo a ese interlocutor tan distinto de él que es el hombre. Este diálogo
lleva a la fe en Dios creador, a partir del cual se comprende todo ser y el ser
junto a otros hombres. De esta forma, el hombre aprende a conocer el orden de
la creación en un sentido que no tiene nada que ver con las «ciencias naturales».
Reflexionando sobre la historia de su elección, Israel llegó a la fe en el Dios crea
d o r15. A la «fe» precede un entender inquisitivo y atisbador de la comunidad
entre Dios y el hombre sobre la base de la analogía en el ser y el conocimiento
del ser que se da entre ellos. Esta posibilidad «natural» de conocimiento para
la que Dios ha dotado al hombre se convierte gracias a la revelación en una par
ticipación en la «ciencia esencial» amorosa con la que Dios conoce su creación.
En el volumen V se desarrollará la teología de la comunidad humana dentro del
orden de la redención. En estas páginas vamos a hablar sobre todo de la comu
nidad humana como una realidad de la creación. No se trata de un tema mera
mente filosófico, sino de un tema teológico si se toma en serio el primer artículo
de fe («Creo en D ios..., creador...»). En ningún momento nos está permitido
prescindir aquí de la historia de la salvación, porque la «fe» en el Creador sólo
ha podido nacer dentro de ella, pero no vamos a tratarla con anterioridad a otras
cuestiones de las que hablaremos más adelante.
La reflexión sobre la unidad y la comunidad en la creación no puede comenzar
por la persona como si fuera una sustancia ahistórica para considerar después sus
relaciones con otros seres y finalmente con Dios I6. Los Padres, y especialmente
Agustín y Tomás, siguen un camino distinto, empleando para la explicación de
la creación un ejemplarismo teológico: todas las cosas proceden a través del Logos
del modelo originario que es Dios, y a través de Cristo tienden a asemejarse
a su modelo final y alcanzar la unidad y la comunidad con Dios. El Creador en
contró que todo «era bueno», porque gracias a su decisión amorosa y libre las
criaturas reproducían su propia magnificencia. La riqueza multiforme del Dios
único se manifiesta en el cosmos único, universal y polifacético en el que el
hombre es el centro y el lazo de unión entre el macrocosmos y el microcosmos.
Todo lo que está fuera de Dios, hasta ese mismo valor temporal de comunicación,
tiene antes del tiempo su morada en Dios 17. Dios crea por medio de su palabra
lo que contempla en sí mismo como imitable por la creación (la idea), de tal
forma que a todo lo creado es inherente, en medio de toda su dissimilitudo, una
similitudo con Dios, un Logos creacional. Las huellas del Creador están señalán
donos al Creador en lo creado como una especie de sacramentalismo natural.
A diferencia, sin embargo, del platonismo, el origen y el modelo originario de
lo creado no es un ser divino neutro, sino el Padre de nuestro Señor Jesucristo,
el Dios del amor. La acción histórico-salvífica del Dios trino nos permite llegar
a conocer algo sobre la esencia inmanente de la Trinidad: el Dios único es per
sona como unidad absoluta, como fundamento originario de la participación (el
Padre); es persona como ser participado, como ser pronunciado, engendrado, como
pluralidad potencial de las ideas y, por tanto, como lugar en el que ocurre la
creación potencial y la comunicación de Dios a lo que está fuera de Dios (el H i
jo); es persona como relación de amor del ser comunicado, como fuerza amorosa
que unifica lo relativamente diverso en Dios y lo plural potencial fuera de Dios
y lo hace constituir una comunidad 18. La unidad y la comunidad de la esencia
en la oposición relativa de las personas: ése es el misterio de la Trinidad, modelo
originario de toda unidad y comunidad de las criaturas y del hombre. La persona
divina posee la plenitud de su esencia como valor de comunión en la forma de
la comunicación; por eso la idea originaria de la creación (que es en primer lugar
lex aeterna en Dios) es también la ley universal de la comunidad 19. El bien uno
y simple en Dios (a pesar de su personalidad relativa) aparece en las criaturas
como múltiple, pero ordenado, sin embargo, a un cosmos; en todo caso, según la
idea originaria de Dios, el todo ordenado es lo «que debía ser primero». Pero
lo que no puede incluirse en el orden del todo como una de sus partes no corres
ponde con el modelo originario de Dios y no es bueno. El grado de valor de lo
creado se mide según el valor de su posición en el orden del universo y en su
modelo divino originario. Por eso lo universal (que debe realizarse históricamente
a través de su participación en lo individual) ocupa un lugar más elevado en la
escala de valores y se encuentra más próximo a Dios que lo particular, y el todo
tiene la preeminencia sobre la p a rte 20.
Sin embargo, Dios crea al individuo como miembro del todo y está presente
a él de una manera inmediata, y no sólo a través de realidades intermedias (como
en una estructura escalonada del universo, a la manera de Plotino). Las cosas
particulares existen como participación del todo, y la necesidad de comunicación
con el todo es algo que va incluido en su naturaleza. Por eso todas las criaturas
buscan inquietamente la plenitud de su valor y poseen una tendencia a la más
elevada realización actual de la unidad en Dios como un desideriutn naturale del
bien total, del modelo originario del que participan. Esta orientación dinámica al
todo no se funda en la esencia concreta como tal, sino que se basa en la virtus
unitiva del bien común que está por encima de todas las partes. De esta manera,
el universo está orientado hacia Dios como máximo bien común, porque parti
cipa de su ser bueno. La «ley universal de la comunidad», que existe en primer
lugar en Dios como lex aeterna, fundamenta en su comunicación a la criatura la
ley igualmente universal del amor, la tendencia final al ser y al ser perfecto, ten
dencia que no es nunca realizable de manera aislada; como determinación esen
cial ordena a la pluralidad o a las partes hacia el todo y en último término hacia
Dios y es en sí misma principio de orden entre las partes. La armonía en la
acción presupone ya una unidad y una comunidad. El orden y la comunicación
nacen al ser atraído lo parcial por el valor del todo, y no se construyen arbitraria
mente desde abajo. Carece de valor el que las partes existan aisladas sólo para
sí. Unicamente la actualización de lo múltiple en la unidad manifiesta la perfec
ción divina. Esta visión global de la creación21 y de su orden procede de la unidad
personal y de la comunidad en Dios y desemboca en la contemplación del amor
como dinamismo fundamental, propio de toda criatura, hacia el bien, hacia el
bien común universal.
Pero ¿no existe aquí una confusión entre el orden de la creación y el de la
redención? Habría que preguntar más bien si no se da en la creación una forma
previa de esa caritas que se manifiesta en el orden de la redención. Una teología
que no sea estática, sino que esté orientada de manera histórico-salvífica, acepta
en nuestros días la idea fundamental de aquella escuela medieval que entendía
el Logos de la creación como prólogo de la encarnación. Dios ha concebido de
antemano a la criatura de manera irrevocable como el ser al que se dirige la
comunicación de Dios en Cristo, como cuerpo potencial del orden de la reden
ción22. Tanto si se parte del concepto de la creatio continua (esto es, de la conti
nuación de la creación en la conservación del mundo y en la providencia) como
si se comprende la conservación del mundo como una reacción divina contra el
poder destructor del pecado, en todo caso el que el mundo siga existiendo histó
ricamente en la unidad y la pluralidad es obra del amor divino. Dios como causa
primera y las causas segundas creadas actúan en un único amor que tiende a un
aumento de valor. Al movimiento descendente del modelo divino a la criatura
corresponde un movimiento ascendente en la creación que va de lo individual
material a lo espiritual supraespacial, hasta llegar a la unidad de todo el mundo
con el absoluto (sin que este dinamismo alcance por sus propias fuerzas tal meta).
Siempre que se realiza históricamente este movimiento amoroso dirigido a un
21 Cf. supra, notas 8-9. Además, A. F. Utz, La teología y las ciencias sociales, en
Panorama de la teología actual (Madrid 1961) 547-567; G. Thils, Théologie des réalités
terrestres (Brujas 1946); L. Berg, Vom theol. Grund der Sozialethik, en Der Mensch
unter Gottes Anruf und Ordnung (Düsseldorf 1958) 68-88.
22 K. Rahner, Problemas de la teología de controversia sobre la justificación, en Es
critos IV, 245-280; id., Naturaleza y gracia, en Escritos IV, 215-243; id., Schopfungslehre:
LThK IX (1964) 470-474; J. Ratzinger, Schopfung: LThK IX (1964) 460-466.
586 EL HOMBRE Y LA COMUNIDAD
fin (que no es cíclico en un sentido arcaico) tiene lugar ya una preparación del
misterio cristiano, de esa profundísima comunicación y participación de amor
entre el Creador y la criatura. El sujeto activo de este movimiento es sobre todo
la persona capaz de configurar la historia23. Así persiste una cierta continuidad
entre la forma previa del amor en la creación y su plenitud en la gracia, que se
ha ido preparando desde el comienzo.
b) La comunidad humana.
Dios realiza su plan salvífico — empezando por la creación— en una serie
continuada de acontecimientos históricos. En este conjunto de acontecimientos
todas las cosas desempeñan un papel dentro del todo. En su economía salvífica,
Dios ha atribuido también un papel determinado a la humanidad. La humanidad
única, que abarca a todos los individuos históricos, se encuentra ante Dios como
un único sujeto con una función, como una única persona 24.
a ) La comunidad como semejanza. Al crear Dios al hombre como imagen
suya ha querido dar a todas las criaturas una cumbre, un señor y un representante
de Dios. La imagen divina del hombre se encuentra realizada de la misma manera
en todos los individuos. «La semilla de la palabra divina ha nacido para todo el
género humano» (Justino); a partir de la primera creación, el género humano es
por eso una unidad corporativa, una «naturaleza humana» única, aunque esto sólo
aparece con toda nitidez a partir de la unidad de la acción histórico-salvífica de
Dios con la humanidad y ante todo a partir del «hijo del hombre» Cristo 25. A la
luz de esta realidad es muy significativo que la creación de «Adán» en Gn l,26s
se refiera en general a la humanidad; conviene también destacar que los Padres
prefieren hablar de la creación de toda la humanidad y no sólo de los individuos,
así como el hecho de que en el mito del hombre originario bisexual se acentúa la
unidad de la naturaleza 26.
Es evidente que el individuo no puede ofrecernos nunca toda la riqueza de la
idea divina del hombre. Por eso Adán reconoce que necesita una persona que le
ayude. Ambos reciben la bendición de la fecundidad. En la especificación múltiple
se hace claramente visible el valor total de lo humano. Cada uno es una realización
de la humanidad única; por eso todos proceden de una misma descendencia y tie
nen una obligación mutua, solidaria, «consustancial» dentro de la familia única
de la humanidad. Se trata de una analogía con la comunidad vital tripersonal que
se da en Dios. Por tanto, la condición social del hombre no es mera consecuen
cia de su pobreza, de la necesidad de ayuda corporal y espiritual, sino que es
31 W. Eichrodt, Teología del AT II, 237ss; V. Hamp, Bund: LThK II (1958) 770-
774.
32 Agustín, De Trinit., 88, 12 (PL 42, 949).
33 Cf. B. Háring, Das Gesetz Christi III (Friburgo *1261; trad. española: La ley de
Cristo, 2 vols., Barcelona 21965) 520-526.
34 Cf. A. Vetter, Die Personalitat des Menscben, en Handbuch der Sozialerziehung I
(Friburgo de Br. 1963) 16.
35 J. Ratzinger, Sustitución/Representación: CFT IV (Madrid 1967) 292-303;
R. Guardini, Lebendige Freibeit, en Lebendiger Geist (Zurich 1950) 15-55; H. de Lubac,
Katholizismus ais Gemeinschaft (Einsiedeln 1943) 204s. El yo experimenta también su
libertad cuando vuelve sobre sí mismo. Pero en el interior de la persona se encuentra
entonces el mayor bien común, que es Dios.
LA COMUNIDAD EN EL ORDEN DE LA CREACION 589
Sin embargo, hasta el más pequeño gesto de amor es algo que se dona a la huma
nidad toda. Este amor es participación de la palabra de Dios que crea por amor.
Hace que los individuos se incluyan en ese carácter total de la humanidad como
manifestación creada de la comunidad vital tripersonal que existe en Dios.
La naturaleza social no nace, por tanto, en última instancia, de un «impulso
de comunicación» de la persona meramente humano, sino que, del mismo modo
que la personalidad, tiene su origen en la palabra y amor creadores de Dios. La
persona es en su conciencia una estación transmisora. Por medio del lenguaje
y del amor comunica activamente a otras personas valores que sólo son suyos por
participación, pero que aumentan gracias a esa acción. Por eso no debemos pro
vocar un conflicto fundamental entre los valores de la personalidad y los valores
de la comunidad. El que quiere salvaguardar los primeros no tiene por qué temer
a los segundos. La creciente interdependencia entre los hombres (socialización) no
da origen necesariamente a una «masificación» contraria a la persona, a pesar
de que algunos observadores no comprometidos y ciertos intelectuales aislados se
esfuerzan por entenderlo así. Esa interconexión social creciente, si no olvida el
amor a la persona, puede procurarnos también una mayor amplitud del campo de
libertad de los individuos. ¿No ocurre también en la naturaleza que cuanto más
unitaria e integrada es la estructura total tanto más diferenciadas y más evolucio
nadas están las partes de un todo? 36. Y, sobre todo, en Dios se juntan la mayor
elevación de lo personal y la unidad y comunidad más íntimas. En él no se da
la soledad ni el egoísmo, sino el intercambio perfecto. Por eso su imagen tam
poco debe permanecer aislada. Si el microcosmos y el macrocosmos creados van
ascendiendo de manera concéntrica y centrípeta hasta la cumbre de su represen
tante y mediador, el hombre libre, la vida y el desarrollo de esta persona no ad
quieren pleno sentido sino en la apertura, en el sacrificio generoso por los otros,
en esa comunicación de la «palabra» y del «amor» que brotan de manera centrí
fuga, en el papel de mediador entre Dios, los demás y el cosmos. Cuando se
sacrifica la persona por amor a la comunidad no se pierde ningún valor personal.
Y, al contrario, cuando la comunidad establece presupuestos favorables para el
desarrollo de la persona individual, está atendiendo a su bien común. La ley de la
«solidaridad» incluye la ley de la «subsidiaridad», que favorece a su vez el campo
de la libertad. El bien común no exige nunca la destrucción de valores persona
les; pero el sacrificio y la entrega amorosa de lo personal en favor de otros
miembros de la comunidad constituye una de las posibilidades supremas del
hombre; la revelación es la que nos lo ha hecho comprender plenamente37.
El buscar libremente el bien común crea comunidad y aumenta el valor per
sonal. Lo primero que se presupone para eso es la espiritualidad de la persona,
que hace posible la superación de la individualidad espacio-temporal y que como
«tendencia a la trascendencia» evita la autosatisfacción. Su causa final es la orde
nación al todo gracias a la comprensión personal de su sentido38. El comporta
miento en la comunidad se confía a la conciencia racional. Por eso se puede decir,
por ejemplo, que el Estado se ha puesto en manos de la razón humana, la cual
recibe su mandato de D ios39. La capacidad cognoscitiva racional y amorosa del
hombre tiene que encontrar el orden natural de las partes en el todo, como es una
distribución «racional» de las funciones y el trabajo para bien del conjunto. Pero
esa «racionalidad» no puede subsistir ni desarrollarse si no es en el intercambio
inteligente de valores espirituales dentro de una comunidad personal.
Mientras que el carácter de semejanza divina que tiene el espíritu se ha con
vertido en un conocido topos, hemos de destacar que esa semejanza divina atañe
también a la corporalidad del hombre. «De esta forma, el alma es un espíritu que
se hace consciente de sí mismo conforme va edificando su cuerpo en estrecha
relación con el m undo»4041. Lo espiritual necesita el medio de lo corporal. El medio
más noble de comunicación de los valores espirituales y personales es el lenguaje,
que está unido al cuerpo. Los hombres dependen materialmente unos de otros.
Ante todo, la bisexualidad de la persona, que es a la vez personal y social, nos
demuestra claramente que su semejanza divina está en relación con el cuerpo.
La corporalidad es al mismo tiempo un factor de singularización y de especifica
ción. El hombre, como ser espiritual y material, se encuentra en tensión entre la
posibilidad abierta de desarrollo del espíritu y su ligazón y limitación espacial
y temporal a lo corporal. La comunicación concreta a través del medio de la cor
poralidad no puede realizarse de manera inmediata y vital, sino en un círculo re
ducido y, por tanto, no se realiza primeramente en toda la humanidad ni en el
cosmos en general, sino dentro de comunidades pequeñas. Posteriormente, la rela
ción mutua y h interconexión entre grupos particulares forman la totalidad en
su existencia concreta. Una solidaridad que sólo valiera para el conjunto y que
no tuviera en cuenta las relaciones sociales concretas entre personas vivas tal
como pueden realizarse a través del medio de la corporalidad, en lugar de acredi
tarse en ellas sería un pathos vacío, un fanatismo sentimental utópico y sin com
promisos. Es verdad que las posibilidades fácticas de la solidaridad existendal
están condicionadas por la historia: gracias a las asombrosas posibilidades de co
municación de nuestro tiempo, incluso nuestros antípodas caen más o menos
directamente dentro del campo de nuestra experiencia y de nuestra acción libre.
y ) Historicidad. El concepto de creatio continua, que nos hace entender la
creación por la palabra como el proyectado punto de partida de una historia 4J,
y todavía más la historia misma de la salvación nos muestran que la humanidad,
y dentro de ella las personas individuales, están sometidas a una evolución histó
rica, dentro de una conexión espacio-temporal de acontecimientos dirigidos a un
fin. En cuanto que la historia acontece siempre en el presente, su sujeto es la
persona dramática; pero en cuanto significa relación con el principio y el fin de
una época, la historicidad del hombre debe objetivarse necesariamente de manera
supraindividual, sobre todo en la intercomunicación de comunidades humanas que
posibilitan una continuidad histórica por encima de las generaciones42. Sin el
medio de la comunidad, el hombre no se inserta dentro de la corriente de la
evolución histórica.
Al actualizarse la salvación de Dios de una manera histórica progresiva, tiene
que comunicarse a los individuos a través de la comunidad, que anuncia la fe y
hace posible la respuesta de fe. Otras religiones no cristianas nos muestran también
*
40 J. Mouroux, Grósse und Elend des Menschen I (Viena s. f.) 55; G. v. Rad, Theo-
logie des AT I (Munich 41962) 158s; M. Reding, Der Aufbau der cbristl. Existenz (Mu
nich 1962) 33-59; H. Thielicke, Tbeol. Etbik I (Tubinga 21958) 328s.
41 W. Eichrodt, Teología del AT II, 107ss.
42 Cf. MS I, 68, 86-88; C. Weier, Die natürlicben Ordnungen..., en O. Iserland (ed.),
Die Kirche Christi (Einsiedeln s. f.) 192; M. Seckler, Das Heil in der Geschichte (Mu
nich 1964).
LA COMUNIDAD EN EL ORDEN DE LA CREACION 591
a) El pecado.
El pecado forma un muro de separación entre Dios y el hombre. Destruye la
relación con su modelo originario, que es un constitutivo esencial de la persona.
Atenta contra la imagen única de Dios en el hombre. Por eso, la ruptura con Dios
y la pérdida de la comunidad con él conducen también a la escisión de la solida
b) La redención.
Sólo la consumación en Cristo nos revela el sentido último de la promesa de
Dios (en la palabra) de comunicarse a sí mismo (en el amor) a la humanidad. La
comunicación entre Dios y la humanidad en el orden de la creación debe consi
derarse como fundamento y presupuesto de su plenitud en el orden de la reden
ción, hasta el punto de que el primer orden no puede entenderse sin tener en
cuenta el segundo. En la redención, Dios tiende un puente sobre el abismo que
había abierto el pecado y llena la apertura humana a lo trascendente con una
presencia que supera toda esperanza.
Esto se verifica por medio de Cristo, que, según Pablo, es la imagen perfecta
del Padre invisible, la cumbre propia y señorial del cosmos. El hijo del hombre
no es ya imagen y representante de Dios únicamente como expresión análoga de
la magnificencia de Dios en lo creado, sino mediante la incorporación de la
humanidad a la vida divina y la comunicación de la verdad y amor divinos al
mundo del hombre. Por la encarnación se reúnen en esa imagen única y total de
Dios todas las cosas que estaban dispersas. La humanidad, y a través de ella el
cosmos, recibe en Cristo su sentido íntimo y su cumbre, y ocupa su puesto ver.
dadero. Esto presupone, si no queremos aceptar la arbitrariedad, que ya en Ja
creación el hombre ha sido predestinado a la unidad, que es sanada en la medida
en que había sido rota por el pecado. La «ley universal de la comunidad», que es
en primer lugar lex aeterna en Dios, aparece en sí misma, aunque todavía no ha
sido revelada plenamente la solidaridad humana y cósmica en Cristo. Lo que «no
ha sido incorporado» a la imagen única del Hijo «no está redimido». Pero lo que
ha sido reunido estructuralmente por la encarnación para la unidad y la comuni
dad con Dios ha de «pasar» a través de la mediación de la cruz y la resurrección
para llegar a la comunidad real de vida con Dios. La entrega desinteresada y la
obediencia de C risto59 desbancan el poder del diablo, que «echa a perder» la
unidad e introduce un reino opuesto de rebelión, egoísmo y disensión, para restau
rar la humanidad unida en Cristo. Desde la cruz, Cristo atrae a sí todas las cosas
y congrega así al «Adán disperso»60. La humanidad nueva y unida no nace de la
naturaleza misma, sino que proviene de un nuevo nacimiento. No se construye
desde abajo, «no por mano de hombre», sino desde arriba, como la ciudad que
es templo de la presencia divina entre los hom bres61. La concentración de la
noosfera, la socialización creciente, el trabajo en equipo de hombres organizados
técnicamente, no conducen con la necesidad de un proceso de la naturaleza a la
unidad universal en la comunidad personal. Estas fuerzas de la naturaleza son
ambivalentes y pueden engendrar también un animal apocalíptico, un ser colectivo
que esclavice la dignidad de la persona con una «ciencia de dominio» sin límites.
Lo que se opone a los planes de Dios cae, desde luego, bajo un juicio de carácter
universal (que sólo tiene pleno sentido cuando los destinos de los individuos se
integran en un todo dentro de una continuidad histórica)62.
Dios ha empezado su obra sin nosotros, y él es también el que dará a la co
munidad su forma definitiva, pero no sin nosotros. La redención supera la dissi-
patio del pecado mediante una collectio virium de toda la humanidad en un dina
mismo dirigido a la consumación final. Para eso el Señor glorificado otorga a la
humanidad el don del Espíritu. Este don, aceptado en la fe y en la conciencia,
hará madurar los frutos del Espíritu, como son los valores de comunión del amor,
la amistad, la alegría, la paciencia, la amabilidad, la bondad, fidelidad, manse
dumbre, pureza (Gál 6,22). Y estos fermentos de lo espiritual deberán determinar
el comportamiento social. Pero una evolución de las relaciones sociales hacia una
mayor verdad y fraternidad presupone una conversión de los corazones63. A ello
nos llama la kénosis del Logos, su obediencia hasta la muerte. Esa llamada a la
conciencia libre es el modo de «dominio» de Cristo en el mundo presente. Funda
menta una comunidad en el Espíritu que se basa en la fe y en el amor y que debe
abarcar a todo el hombre; por tanto, también su constitución social, sus relaciones
sociales en la familia, el matrimonio, la amistad, la profesión, el Estado, y tam
bién en su unión con todo el cosmos. El dinamismo del Espíritu nos lleva a través
de la conciencia personal hasta la construcción de la civitas Dei. Por eso Cristo
busca el seguimiento espacial y social y funda la comunidad de los discípulos 64.
Esta entelequia sigue vigente en la Iglesia. Pero a través de la conciencia personal,
la levadura del Espíritu tiene que hacer fermentar también a las comunidades
naturales para que no refrenen el movimiento de la humanidad hacia la comuni
dad final con Dios, sino que en el lugar en que se encuentran lo hagan posible
#
3. Comunidades concretas
a) La familia.
En nuestros días, la familia está evolucionando desde la gran familia patriarcal
a la familia en la que los esposos son compañeros. Pierde en este proceso muchas
funciones sociales, pero consolida su carácter personal. Este cambio sociológico
nos enseña que no es lícito desarrollar a partir de la imagen bíblica de la familia
una teología supratemporal de la misma. A esto se añade el hecho de que la Es
critura habla más bien de clan, tribu y matrimonio que de familia. La teología
de la familia habrá de partir de la doctrina bíblica sobre el matrimonio y la co
munidad; presupone, por tanto, una teología de la sociedad. Nos encontramos
6S De civ. Dei, 10, 6 (CSEL 40, 1, 454; 456, 6-8); Y. M.-J. Congar, Jalones para una
teología del laicado (Barcelona 21963).
“ G. Thils, Theologie der irdischen Wirklicbkeiten (Salzburgo s. f.) 105.
67 A. Auer, Weltoffener Christ (Düsseldorf 21962) 291.
598 EL HOMBRE Y LA COMUNIDAD
aquí con un campo que todavía no ha sido suficientemente roturado 68. A conti
nuación vamos a hablar del sentido de la familia según el orden de la creación,
lo cual no es posible sin considerar el orden de la redención, aunque de éste se
tratará más extensamente en otro lugar.
La familia, que es la unidad elemental de vida de la sociedad, tiene su fun
damento en la fecundidad creadora del amor conyugal. En ella las personas supe
ran el propio yo y pasan al nosotros. Es evidente que la comunidad vital libre
y personal de los esposos no puede desarrollar una acción creadora autónoma;
porque el hijo es concebido dentro de un orden dado, no dentro de un orden
construido arbitrariamente, y por eso se le recibe como un regalo 69. La comuni
cación de vida biológica y personal es una participación en la fuerza creadora de
Dios, un acontecimiento dentro de la creatio continua universal. En el hijo, que
es una persona humana, el todo alcanza un nuevo centro de sentido y un nuevo
sujeto de su dinamismo. El hijo es imagen y representación de sus padres, pero
de tal manera que esa cadena de semejanzas en el nexo histórico de las genera
ciones nos remite a la paternidad de Dios respecto a la humanidad, creada a su
imagen70. Los padres, por su parte, son para el hijo representantes y sustitutos
de Dios, de su orden y su am or71, puesto que participan de su carácter de autor
(auctoritas).
Los padres se realizan de la manera más perfecta no en la reproducción egoísta
de sí mismos, sino en el amor mutuo y en la responsabilidad y disposición de
servicio de la paternidad y maternidad. Por el contrario, los hijos experimentan
y desarrollan su ser humano en la vida protegida de la «casa», a la «mesa» de
los padres, al sentirse continuamente «interpelados» por ellos. El hijo llega a ser
capaz de vivir en comunidad gracias a la experiencia de un amor no merecido,
personal, que conduce a la libertad. De esta forma, en los valores de comunión
de la familia se reflejan la unidad y la comunidad personales de D ios72.
La vivencia de Dios, así como la conducta social respecto a otros, dependen
en gran manera de la situación familiar. La imagen del padre y de los padres, que
se imprime desde muy temprano en el hijo, la seguridad y confianza originarias
que el hijo experimenta (o echa de menos), muy pronto en la familia pasan a la
imagen de Dios del futuro hombre, así como a su imagen de la «madre» Igle
sia, etc. La consecuencia es una conducta abierta, confiada (o temerosa, defensiva),
religiosa y social (o asocial). La familia, por medio de una interpelación mutua
y continua, de un oír y obedecer, comunica el conocimiento fundamental de la
verdad; gracias a la solicitud y al amor entre sus miembros surge en ella una
relación comunitaria libre que no está sometida a una ciencia de dominio, sino
que une la libertad con la responsabilidad mutua, y enseña la fidelidad, la dispo
sición para el sacrificio y la sinceridad; en la familia se forma la afectividad, el
«corazón», la conciencia, la sensibilidad no instintiva, sino personal, para captar
los valores, es decir, la «región propiamente comunicativa» de la persona en su
relación con Dios y los hombres. Esto es decisivo para la formación individual
de la personalidad y capacita para la vida comunitaria, que debe su existencia
68 E. Gossmann, Mann und Frau in Familie und óffenílichkeit (Munich 1964) 76;
J. Hóffner, Rettet die Familie, en Wahrheit und Zeugnis (Düsseldorf 1964) 281; J. Le-
clercq y J. David, La familia (Barcelona 1965).
69 H. Wollasch, Familie III: LThK IV (1960) 10-14.
70 Cf. Le 3,38: «... qui fuit Seth, qui fuit Adam, qui fuit Dei».
71 H. Thielicke, TheoL Ethik II, 2 (Tubinga 1958) 333.
72 B. Háring, Ebe in dieser Zeit (Salzburgo 1940; trad. española: El matrimonio en
nuestro tiempo, Barcelona 1968) 166-169; J. Hóffner, Ehe und Familie (Münster 1965)
60-87. Cf. supra, nota 68.
COMUNIDADES CONCRETAS 599
a ampliar el espacio vital reducido (que no permite una vida normal entre her
manos), evitando que la vida pública se introduzca en la esfera personal de la
familia y de la fidelidad de los esposos y que se prive a la familia de su función
educativa, cultural y cultual.
La humanidad pierde algo esencial cuando se desvirtúa la primera represen
tación vital de su unidad. Sin embargo, la familia no debe encerrarse en un egoís
mo doméstico, sino que, como imagen de esa unidad y comunidad de personas
que se da en Dios, tiene que comunicar a los demás sus valores personales y so
ciales. Lo cual no significa que la sociedad o las comunidades concretas que existen
dentro de ella deban ser «familias» en sentido propio. Esto sería un «familiaris-
mo» falsamente entendido (G. Ermecke). Pero la sociedad necesita «participar»
de los valores de la familia. La familia en su conjunto (y no sólo en sus miem
bros) debe constituir un punto de confluencia de relaciones sociales, irradiar el
sentido de solidaridad, orden, verdadera autoridad, disposición desinteresada de
servicio, y, sobre todo, crear los presupuestos humanos de una auténtica imagen
de Dios, desempeñando así una función de mediadora en favor de una mayor
apertura religiosa de la humanidad. Porque la familia ha de mantener en movi
miento el dinamismo de toda la comunidad, aportándole nuevos miembros inde
pendientes a la vez que asegura su continuidad. Este es un servicio desinteresado
que prestan los padres a la sociedad, un «verdadero sacrificio» en sentido agus-
tiniano, ordenado a impulsar a la humanidad hacia su sentido último, hacia la
comunidad definitiva. Esa semilla de inmortalidad descansa sobre la familia terre
na, que como tal es perecedera, puesto que no poseemos aquí abajo «morada per
manente» (Heb 13,14), sino que vamos de camino hacia las «moradas de la casa
del Padre» (Jn 14,2) y hacia el «banquete» de su m esa77.
carácter supratemporal, mientras que, por ejemplo, la familia, como célula origi
naria de la sociedad, es una institución permanente, lo mismo que el Estado, gra
cias a la tarea que le corresponde de asegurar los intereses terrenos del bien
común universal de los ciudadanos.
Si intentamos encuadrar teológicamente esas corporaciones intermedias, hemos
de tener en cuenta su diversidad. Algunas de ellas son en cierto modo una am
pliación de la familia (como el clan de los emparentados por la sangre) o al menos
analógicamente ciertas formaciones paralelas de naturaleza personal, que han ido
creciendo orgánicamente a partir de colectividades previas, como son la comuni
dad de un pueblo o de una vecindad, la asociación de amigos o los partidos ideo
lógicos (que a menudo son pequeñas «células» dentro de un grupo mayor). Psico
lógicamente, nace aquí una comunidad del tipo nosotros, con una gran solidaridad
entre los miembros. En otros grupos, por ejemplo, en el caso típico de la sociedad
anónima, el acento no recae sobre el «nosotros», sino sobre el «yo». En ese caso
se crea una sociedad para fomentar los respectivos intereses y utilidades por medio
de un acuerdo o intercambio contractual. Se respeta al otro como sujeto de dere
chos, pero como primera intención no se le ama por su valor personal, sino que
se le considera únicamente en su «valor para mí». A la sociedad anónima se aña
den otras formas de organización y asociaciones de producción con distribución
de funciones; finalmente, las bandas de carácter instintivo y gregario y la multitud
convertida en «masa»7879.
¿Qué sentido tiene en el orden de la creación esta tendencia a la formación
de un pluralismo de comunidades? La naturaleza humana se manifiesta aquí como
multidimensional y social. No puede desarrollar la riqueza de sus dotes en el
aislamiento ni en una estructura social única y cerrada, sino que debe poder
extenderse a diversos niveles de valores, y esto en relación social con los demás.
Ahí aparece al mismo tiempo la limitación del hombre como criatura. El hombre
no se basta a sí mismo. Debe estar necesariamente abierto a otros, vivir y trabajar
con ellos de manera solidaria. Es cierto que esto no es sólo un signo de limitación
humana, sino también el desbordamiento de la riqueza social de la persona. Si
no queremos que esa unión interhumana quede reducida a un pathos vacío, tiene
que exteriorizarse en formas concretas, que en parte se deben a la situación his
tórica y en parte son elegidas libremente por los individuos (que de esa forma
vuelven a ponerse límites). Estas comunidades ofrecen a la persona una posibili
dad de irradiación, en cuanto que amplían el campo de su libertad. Junto con
personas que piensan como él, el hombre puede ejercer un influjo activo y eficaz
sobre el conjunto social mayor, por ejemplo, el Estado, y de esta manera darse
cuenta de su responsabilidad por el todo. De esta forma, el hecho de ser miembro
se realiza para bien del todo, gracias a la corporación personal intermedia, que
es una parte «representativa» del todo. Pars pro totol Se requiere aquí la subsi-
diaridad, en cuanto que cada individuo y cada grupo pequeño, que trabajan
dentro de la sociedad en orden al bien común, no deben encontrar obstáculos;
antes bien, en caso de necesidad, ser ayudados19, para que enriquezcan a la comu
nidad y a ellos mismos gracias a la propia iniciativa y a la responsabilidad con
junta. Así resulta posible un progreso en la sociedad. Sin embargo, de la misma
naturaleza de las cosas se sigue la existencia de ciertos campos de competencia.
Cuando el individuo o las comunidades subordinadas no pueden desempeñar satis
factoriamente ciertas tareas que miran al bien común, debe tomarlas sobre sí la
correspondiente comunidad mayor que sea capaz de hacerlo, y en algunos casos,
quizá el propio Estado; porque la subsidiaridad pide que todas las tareas encami
nadas al bien de la humanidad las ejercite la corporación que mejor preparada
esté para hacerlo.
Desde el punto de vista teológico, el bien del conjunto abarca también los
presupuestos para el desarrollo favorable de la persona individual. El individuo
tiene que estar en el todo como persona. Del mismo modo que ha sido llamado
por Dios con su propio nombre, no debe ser absorbido por la comunidad como
un mero número en el anonimato de una colectividad. Acecha ese peligro cuando
una sociedad desarrolla superestructuras totalitarias y absorbe las estructuras de
carácter personal de las corporaciones intermedias. Por lo general, sólo en éstas
puede la persona hacer oír su voz. Cuando la palabra ha de atravesar una dis
tancia vasta e impersonal pierde su tono humano y su calor80; apenas despierta
resonancia personal. El mismo amor pierde también gran parte de su carácter
humano cuando hay que cultivarlo en un círculo de personas que ya no puede
abarcarse con la vista. El respeto por los valores personales exige que se mani
fieste el amor humano en un orden dado de proximidad personal, entre los pa
rientes cercanos, los colaboradores de una empresa y, en general, el «prójimo»
correspondiente. Siempre que pueda formarse de una manera más humana una
comunidad, llevando a los que participan de ella a una comunicación libre entre
compañeros, se debe tender a ello. Para la sociedad total, esto sólo es posible
a través de las corporaciones intermedias. Es naturalmente lícito que ciertas orga
nizaciones e instituciones mayores trabajen de una manera relativamente «imper
sonal» de acuerdo con su propio carácter, pero eso sólo en el campo de los valo
res utilitarios, que no deben convertirse en fines por sí mismos, sino permanecer
al servicio de los valores personales de comunión. En caso contrario, se corre el
peligro de que unos «funcionarios administren objetivamente», en vez de «huma
namente», a unos individuos atomizados y que prevalezca la ciencia avasalladora
de un aparato técnico sobre esa ciencia amorosa que conduce a la personalidad
del prójimo a la libertad.
Por tanto, es imprescindible atender a las corporaciones sociales intermedias81.
El peligro estriba en que pongan sus «intereses de asociación» por encima del
bien común del todo y que por egoísmo de grupo desarrollen una solidaridad
interna separatista. La libre competencia y la iniciativa de los individuos y de
los grupos personales es algo muy valioso, pero puede perjudicar al juego orgánico
del todo. Aquí tropieza la libertad de formar comunidades con una frontera ne
cesaria. La autoridad de la sociedad superior (del Estado) no debe constreñir el
crecimiento libre y creador de la sociedad ni «dirigirlo» arbitrariamente, pero sí
asegurar la armonía del todo. Sin embargo, la organización estatal por sí sola no
es capaz de controlar los egoísmos desenfrenados, sino que éstos pueden de hecho
alzarse con el poder del Estado. Hay que encontrar las fuerzas contrarias salu
dables en una visión positiva de la sociedad y de la persona pluridimensional.
Esta es la tarea de la fe. Y la fe la desempeña dirigiendo su mirada a la Trinidad
histórico-salvífica e inmanente, a la obediencia del Hijp del hombre, que ha unido
lo que estaba disperso haciendo al mismo tiempo rico lo que era pobre.
82 H. Peters y otros, Staat: StL VII (61962) 520-563; J. H. Kaiser, Staatslehre: StL
VII (61962) 589-606 (con bibliografía).
83 V. Zsifkovits, Der Staatsgedanke nach Paulus in Rom 13,1-7 (Viena 1964); H. Thie-
licke, Tbeol. Ethik II 2 (Tubinga 1958).
84 La Iglesia luterana deriva la autoridad del Estado de la función del padre.
Cf. H. Thielicke, op. cit., 333-337.
85 V. Zsifkovits, op. cit., 93-98.
604 EL HOMBRE Y LA COMUNIDAD
D ios ni la ética. Por encima del orden del Estado se encuentra el sentido creado
de la existencia social86.
Desde luego, el Estado no se identifica simplemente con la sociedad ni con
el conjunto social. Sigue siendo únicamente una «institución» y sirve a las per
sonas fomentando los valores de comunión dentro del ámbito intramundano. E n
el orden de valores, el primer puesto a la cabeza del cosmos no lo ocupa el Estado
institucional, sino la persona. Sin embargo, el bien común personal, al que sirve
el Estado, está por encima del bien privado de cada uno de los miembros y de
las comunidades menores. Si lo político no agota todas las dimensiones sociales
de la persona y el Estado no es tampoco el todo social de la humanidad, repre
senta, sin embargo, al todo dentro de un campo determinado del ser y de una ma
nera limitada. Aunque no sea más que fragmentariamente, representa al todo de
un modo más amplio que cualquiera de las corporaciones sociales intermedias. La
solidaridad en el ámbito del Estado se extiende a los valores de comunión que
abarcan los aspectos individuales del bien en la vida social e intentan conducirlos
a un equilibrio armónico. De manera mediata, el Estado sirve así a la plenitud
personal del ser de los miembros, a una más expedita comunicación de valores
entre ellos y al progreso de la cultura humana. En cambio, la tarea inmediata del
Estado es el bien común, concepto que resume las condiciones favorables para el
desarrollo de la persona y de las comunidades de personas. Por eso se le ha enco
mendado al Estado «reunir la buena voluntad» de los ciudadanos, de modo que
los intereses particulares y los egoísmos no pongan en peligro al todo ni a los
individuos, sino que sea posible la elevación dinámica e histórica de los hombres
mediante la cooperación de todos. Frente a la tentación de las tendencias totali
tarias, la subsidiaridad debe proteger el papel de la persona y de las comunidades
menores de personas dentro del todo. Puesto que el Estado sigue su curso gracias
a la persona que posee cualidades sociales, y puesto que como institución tiene
frente a ella una función de servicio, debe fomentar la participación personal
y activa de los individuos en la vida del Estado. Cada cual ha de poder realizar
la parte que le corresponde en el todo, a ser posible libremente, con responsabili
dad e iniciativa. E l Estado debe evitar toda restricción no objetivamente fundada
(mirando al bien común) del campo de libertad y fomentar las verdaderas posibi
lidades de desarrollo del individuo87. Por eso el Estado no se mezcla en la vida fa
miliar ni en la religiosa de los individuos, a menos que en interés del orden público
deba establecer ciertas condiciones mínimas. E l Estado debe respetar el hecho
de que la persona se eleva por encima del todo político hasta un orden trascen
dental, en el que en su conciencia responde moralmente de su conducta respecto
al Estado, porque está abierta a la palabra de Dios, y en el que recibe el impulso
que la lanza al servicio desinteresado y sin afán de dominio respecto del todo. Si
el Estado, a través de la persona del gobernante, exige obediencia, tiene que diri
girse de nuevo a la conciencia, y no le es lícito emplear esos medios indignos del
hombre como son la coacción o el «lavado de cerebro», cosa que en cierto sentido
ocurre también mediante la adecuada manipulación de los medios de masas.
E l Estado, como pluralidad de personas que se han unido con vistas a su bien
común intramundano y social, no puede cumplir su tarea sin autoridad. Nos refe
rimos con ese nombre al órgano de formación de la voluntad común en el Estado,
que hace posible la ordenación convergente de todos hacia la misma meta. Puesto
M R. Hauser, Das christologische Motiv der polit. Ethik der christl. Konfessionen, en
Der Mensch unter Gottes Anruf und Ordnung (Düsseldorf 1958) 229-256; A. Auer,
Weltoffener Christ (Düsseldorf 21962) 266-299.
87 A. F. Utz, Etica social (Barcelona 1961).
COMUNIDADES CONCRETAS 605
que son muchos y muy distintos los caminos que llevan al mismo fin, es de nece
sidad natural una institución que pueda adoptar de manera obligatoria la opción
imprescindible. Esa institución es en el mismo grado que el Estado un elemento
del orden de la creación. E l órgano que ostenta la autoridad puede presentarse de
muchas maneras. En el sentido de la subsidiaridad lo ideal sería que la formación
de la voluntad común se efectuara sobre una base lo más amplia posible de per
sonas activas y libremente participantes, en cuanto esto se acomoda realmente al
bien del conjunto en las respectivas situaciones históricas. E l Estado y su autono
mía se «encomiendan» a la libertad de los ciudadanos.
La autoridad debe estar provista también de un poder coercitivo y punitivo.
Esto no está en contradicción con la imagen que hemos descrito del Estado, sino
que es una consecuencia del p eca d o . Es verdad que el Estado es, en primer lugar,
un elemento de la creación buena de Dios, pero el no tener en cuenta las conse
cuencias del pecado en el terreno político sería algo ajeno a la realidad y a la
revelación. La coerción y el castigo sólo tienen sentido cuando se trata de hacer
frente al mal. Si se traspasa ese límite, sobreviene un abuso de poder que, en
caso de que el mal vaya en aumento, puede alcanzar el nivel de lo demoníaco.
La teología protestante propende a considerar el Estado predominantemente como
una ordenación necesaria establecida por D ios para evitar el pecado ( arcere m a-
lu m ). E n todo caso, el dar toda su importancia al pecado nos ayudará a discernir
mejor la fu n ció n h istó rico -sa lvífica del Estado. E s una «gracia» de D ios en el ám
bito «natural» (en el que sería mejor, desde luego, que evitáramos la palabra «gra
cia»), Sirve para conservar el orden creado de la vida social, presupuesto esencial
del orden de la redención. E l Estado es en ese orden el ejecutor del poder divino
en el terreno histórico. E l Estado se halla también al servicio de D ios cuando
evita el pecado y lo castiga, siendo así una expresión del «juicio» de D io s 83.
Es posible que el a sp ecto relig io so de la política sea pasado por alto por gran
número de gobernantes y ciudadanos. Quizá fuese distinta la situación hace algu
nos siglos, en una sociedad cristiana y no pluralista, dirigida de forma patriarcal
u oligárquica. Sin embargo, «ontológicamente», el Estado puede seguir realizando
en nuestros días su función dentro de la «historia general de la salvación». Puede
mantener el orden de manera que los hombres libres, sin que otros les estorben
indebidamente, viviendo en paz y protegidos por el orden público, promuevan
en conciencia, individual y conjuntamente, el bien común. Si eso significa una
manifestación y un aumento de auténticos valores de comunión, el Estado no es
solamente una representación (aunque sea fragmentaria) de la unidad y la comu
nidad de Dios, sino que cumple también una misión (en cierto sentido como
condición previa) en lo tocante a la venida del reino. E n sentido agustiniano, el
Estado puede ir preparando el camino a la venida de este reino, llevando a cabo
un incremento del verdadero bien y felicidad. Esto sólo se hace evidente en el
orden de la redención, que ilumina también el sentido del Estado como «institu
ción natural». A h í se nos muestra claramente la caída en el abuso del poder como
una consecuencia del pecado, mientras que en la obediencia por amor y en la im
potencia del Verbo encarnado frente ai Estado aparece el sentido último de la co
munidad humana, la comunicación universal en el amor, en el que el yo se olvida
de sí mismo y todo orden social nacional limitado se ve «superado» en un nivel
más elevado de valores. E l orden de la redención demuestra que el poder no es un
fin en sí mismo y que el mismo Estado no tiene sino un carácter «provisional» 8 89.
Pero estas reservas no nos permiten ver solamente en el Estado una interven
88 A. Auer, op. cit., 267; H. Thielicke, Tbeol. Ethik II, 2 (Tubinga 1958).
89 H. Thielicke, op. cit., 300-303.
606 EL HOMBRE Y LA COMUNIDAD
Hirschmann, J. B., y otros, Ehe und Fatnilie: StL I I (61958) 972-1064 (con bibliografía).
Hoffner, J., Ehe und Familie (Münster 21965).
Leclercq, J., y David, J La familia (Barcelona 1965).
Violett, J. (ed.), Von Wesen und Geheimnis der Familie (Salzburgo 1952).
Dombois, H., Der gegenwártige Stand der ev. Staatslehre, en Spannungsfeider der ev.
Soziallehre, edit. por F. Karrenberg y W. Schweitzer (Hamburgo 1960) 129-139.
Fürstenberg, F.; Schilling, W., y Schweitzer, W., Staat: RGG V I (31962) 291-305 (con
bibliografía).
Kaiser, J. H., Staatslehre: StL V II (61962) 589-606 (con bibliografía).
Mikat, P., Kirche und Staat: StL IV (é1959) 991-1050 (con bibliografía).
— Estado. II: Elaboración sistemática: CFT I I (Madrid 1966) 43-55.
Nell-Breuning, O. v., y Sacher, H., Zur christl. Staatslehre (Friburgo 1948).
Peters, H., y otros, Staat: StL V II (61962) 520-563 (con bibliografía).
Rich, A., Glauhe in politischer Entscheidung (Zurich 1962).
Rommen, H., Estado: SM I I (Barcelona 1972) 865-880.
Schlette, H. R., Estado. I: Sagrada Escritura: CFT I I (Madrid 1966) 37-43.
Schlier, H., Die Beurteilung des Staates im NT, en Die Zeit der Kirche (Friburgo de
Br. 1956) 1-16.
Thielicke, H., Ethik des Politischen, en Theol. Ethik II, 2 (Tubinga 1958).
Zsifkovits, V., Der Staatsgedanke nach Paulus in Rom 13,1-7 (Viena 1964).
SECCION SEXTA
q) El relato de la creación.
Esta relación entre el hombre y la materia se expresa en la Biblia de manera
enérgica y clara mediante las imágenes y las narraciones de la historia de la crea
ción. El hombre es un ser compuesto. El «polvo» y el «aliento de Dios» forman
parte de su esencia (Gn 2,4); algo muerto y algo viviente, la materia y el espíritu
se encuentran unidos en él.
Pero, según la Escritura, esta unión no tiene nada de indigna, no presenta
en sí ningún tipo de contradicción maniquea. Tampoco procede de una evolución
ciega o necesaria del universo, de una lucha entre la materia y el espíritu, ni es
una variante accidental del ser, sino que se trata de una obra del Dios sabio, orde
nador, amoroso, creador. Por eso no va de ningún modo en contra de la naturaleza
ni es algo que debe disolverse. Por el contrario, esa disolución significaría la
muerte. La unión supone algo positivo, una animación y elevación de la materia,
su participación en la vida y en el soplo divinos. Y ese soplo encuentra en ella
su lugar de asentamiento, su posibilidad de acción y su realidad, su propia exis
tencia.
Este ser no se halla aislado o flotando en el vacío. La Biblia sitúa en seguida
al hombre en un «jardín» (Gn 2,8). Más aún: este nuevo ser no ha sido mera
mente «tomado de la tierra» y no sólo lleva en sí como un elemento esencial el
«barro», sino que además no puede conservar ni desarrollar su existencia sin el
uso, intercambio, acción y reacción continuos con la materia. «De cualquier árbol
del jardín puedes comer» (Gn 2,16). Esa alusión y orientación a la materia no se
concibe, en primer lugar, como una maldición ni una carga, sino como un regalo:
como un «paraíso». Y esto no sólo en un sentido y contexto sobrenatural, sino
también natural, si es que es oportuno hacer ya aquí esta distinción.
Sin embargo, el regalo y la misión, la elevación y la dignidad, van todavía más
adelante: Adán, el hombre, tiene que labrar su «jardín» (Gn 2,15), «someter»
la tierra, «dominar» sobre las aves del cielo y los peces del agua y sobre todos
los animales que reptan sobre la tierra (Gn 1,28).
La relación del hombre con la materia, con el mundo material y sus bienes,
según ese relato de la creación, siempre tan asombrosamente genial, no es algo
meramente factual, estático; no es una mera necesidad ni un uso, sino que es un
elemento dinámico que consiste en hacerlos útiles, trabajarlos y dominarlos. A lo
largo de todo el contexto, el relato nos insinúa que tanto la mutua ordenación
y la comunidad entre el hombre y la mujer como la misma orientación hacia el
mundo material y su dominio sobre él tienen algo que ver con la semejanza con
el Creador y con el «aliento» de Dios.
Pero, según el testimonio del mismo Génesis, esta relación fundamental, esen
cial, positiva y dinámica del hombre con el mundo material no ha permanecido
inalterada. Sin embargo, la alteración no ha provenido de la materia ni de la
mutua ordenación entre el hombre y el mundo material, sino del espíritu: del
espíritu del hombre, que «quería ser como Dios» (Gn 3,5), y de una potencia
espiritual oscura e inaprehensible, cuya esencia no ha podido explicar exactamente
la teología hasta el día de hoy. Es verdad que se nos describe el pecado original
con gran profundidad empleando la imagen de la comida de un fruto material
(Gn 3,6), pero el núcleo de este relato es el intento de emancipación frente a Dios,
la desobediencia, el pretender elevarse por encima del Creador, fundamento ori
ginario y absoluto de la existencia, el intento de «ser como Dios».
El castigo está en consonancia con la culpa: su efecto llega al ámbito material
(Gn 3,16-19), pero su elemento esencial es la alteración de la relación con el
Creador. La ausencia de gracia que significa, la pérdida de la relación adecuada
con el Absoluto, produce también la pérdida de la relación adecuada de dominio
sobre lo «visible», limitado, contingente: «Espinas y abrojos te producirá..., con
el sudor de tu frente comerás el pan» (Gn 3,18s).
Pero dentro de ese mismo relato bíblico, hasta esa brecha que se ha abierto
en la existencia humana y que no proviene de la naturaleza, sino que tiene unos
fundamentos mucho más profundos, se ve salvada por una promesa (Gn 3,15);
en último término, el cumplimiento de esa promesa no será consecuencia del
arrepentimiento o el esfuerzo del hombre, sino que provendrá de una manifesta
ción de gracia hecha por Dios, Creador, misericordioso y redentor.
En una revelación de conjunto y en una teología que se mantenga cercana a la
revelación deberán desarrollarse estos cuatros elementos fundamentales: la orde
nación mutua esencial, inevitable, fruto de la creación, entre el hombre y la «ma
teria»; la misión de dominar el mundo material de una manera dinámica; la alte
ración producida por el pecado; la redención, próxima y remota, y la consuma
ción escatológica.
2 Cf. H. Rondet, Theologie der Arbeit (Wurzburgo 1957); W. Bienert, Die Arbeit
im Lichte der Bibel (Berlín 1949).
EVOLUCION DE LA TEOLOGIA DEL TRABAJO 611
2. Reflexión sistemática
3 Cf. sobre este punto, por ejemplo, los trabajos de F. Dessauer, J. Hommes y
K. Brockmoller.
REFLEXION SISTEMATICA 613
Este provecho, entendiéndolo bien, es de mayor valor que las riquezas externas
que se pueden obtener. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene.
Del mismo modo, todo lo que hacen los hombres para lograr una mayor justicia,
una más amplia fraternidad y una ordenación más humana de las relaciones socia
les, vale más que el progreso técnico. Porque los progresos pueden proporcionar,
ciertamente, el material para una promoción humana, pero por sí solos nunca la
convierten en realidad» (n. 35).
Eso significa referir todo el progreso externo y la estructura de una cultura
objetiva a la esfera del crecimiento subjetivo del hombre mismo. Pero ¿es eso
todo? Las obras de la cultura objetiva, ¿tendrán únicamente el valor de promover
el desarrollo subjetivo de la humanidad, o conservan un valor en sí mismas?
i) Con esto hemos planteado la cuestión del valor definitivo escatológico de
las cosas materiales y del «mundo». La revelación nos enseña que la figura exter
na de este mundo es algo pasajero, o más bien, que será radicalmente transfor
mada. Pero ¿pasará por completo la figura externa si ha realizado sus fines sub
jetivos? Esta pregunta viene a desembocar en la cuestión del sentido de la resu
rrección del cuerpo. El cuerpo significa también «mundo», y el mundo se refiere
siempre al «entorno del hombre». ¿Qué quiere decir en último término la frase
«porque sus obras les acompañan» (Ap 14,13)? ¿Hemos de entenderla de manera
subjetiva, como méritos del que ha obrado, o más bien en algún sentido también
objetivo? Dejemos planteada la pregunta, pero no es éste el lugar para respon
derla.
c) Filosofía y teología de la técnica.
La técnica como creación significa una forma superior de trabajo al representar
en grado destacado la «investidura» de la materia por el espíritu (in-formación).
Pero constituye también un nuevo escalón dentro de este esfuerzo, al mostrar
algunas particularidades de gran alcance humano y teológico5.
a ) Los medios, tanto de producción como de consumo, adquieren cuantitati
va y cualitativamente una extensión cada vez mayor. De este modo proporcionan
al que los posee y domina, sabiendo producirlos o emplearlos, enormes posibili
dades y factores de poder, que le aseguran una notable ventaja frente al resto de
los hombres y le permiten dominar no sólo las cosas, sino también a las personas.
Así fomentan y exigen la asociación de los hombres. Plantean con agudeza especial
el problema del poder.
@) Esos medios alcanzan una cierta autonomía y se presentan ante el hombre
con exigencias: piden un gran conocimiento y capacidad para su producción y, al
mismo tiempo, la inversión de grandes sumas de dinero y mano de obra; para
que resulten rentables financieramente dentro de la estructura social, esto es, para
que «rindan», requieren que se trabaje con ahínco, y llevan así a una actividad
material cada vez mayor; llegan a producir tanto, que obligan, desde el punto de
vista comercial, a vender los productos, para su uso o consumo, mediante el em
pleo de una propaganda intensiva y costosa, que con frecuencia es inmoral y per
judica a los hombres. Por eso demandan y determinan también ciertas formas de
organización social y técnica (grandes empresas, amplios mercados, propaganda,
operaciones rápidas, etc.).
y ) Estos medios amenazan también con independizarse en el sentido de que
no los emplea el que los ha producido, sino que llegan a tener cierta existencia
5 Cf. F. Dessauer, Streit um die Technik (Francfort 1958); J. Hommes, Der Bros der
Technik (Friburgo 1955); W. van Benthem, Das Ethos der technischen Arbeit und der
Technik (Essen 1966).
616 TEOLOGIA DEL TRABAJO Y DE LA TECNICA
8 Cf. A. Dempf, Die Krise des Fortschrittsglaubens (Viena 1947); el mismo autor,
Fortschritt: LThK IV (1960) 221ss.
9 Cf., por ejemplo, B. Manstein, Im Würgegriff des Fortscbritts (Francfort 1961).
10 Cf. sobre todo las siguientes obras: Le phénomene humain (París 1955; trad. espa
ñola: El fenómeno humano, Madrid 1965); L*avenir de Vhomme (París 1959; trad. es
pañola: El porvenir del hombre, Madrid 1963); Le milieu divin (París 1957; trad. españo
la: El medio divino, Madrid 1959).
618 TEOLOGIA DEL TRABAJO Y DE LA TECNICA
podemos afirmar desde ahora que sus visiones y concepciones han ejercido un
importante influjo en la teología de la creación, la encarnación, la redención y la
consumación del mundo.
e) El arte.
Una forma especial y especialmente elevada de «investidura (información) de
la materia por el espíritu» nos la ofrece la actividad artística del hombre. Se
diferencia de la técnica por el hecho de que no procede del pensar puramente
racional y de la voluntad del hombre dirigida a la utilidad material, sino de su
sensibilidad, su intuición y su afición al juego. No sólo sirve para un uso material,
sino para expresar, intensificar y esclarecer la sensibilidad, la imaginación y la
«visión» del hombre que crea una obra de arte, fomentando eso mismo en el que
la percibe, contempla o escucha. Intenta a su manera penetrar en la esencia de
las cosas, y es capaz de expresar y hacer ver ciertas intuiciones que no son sin más
accesibles al pensamiento racional. Por eso el arte ha estado siempre a lo largo
de los siglos en una proximidad especial a la religión, y la religión, por su parte, no
sólo ha inspirado siempre a los artistas, sino que ha buscado sus servicios para
que expresaran algo que no se puede expresar racionalmente y para que hablaran
al «corazón» del hombre, que apenas resulta accesible, o que no lo es en absoluto,
para la afirmación racional11.
Por eso el arte ha sido considerado siempre como una de las actividades más
elevadas del hombre, y los hombres, tanto los que lo ejercitan como los que go
zan de él, han visto siempre en él un elemento «divino». Al no proceder del
pensamiento puramente racional, prescinde también fácilmente del control racio
nal, y en ese caso, dada la división del hombre por el pecado original, puede caer
en el desenfreno y en lo «demoníaco».
El parentesco interno entre el trabajo, la técnica y el arte no sólo se manifiesta
en el hecho de que el lenguaje habla del «trabajo» y la «obra» del artista, sino
también en que el trabajo manual, en cuanto supera el escalón inferior, contiene
siempre en sí elementos artísticos, y la técnica moderna, por su parte, ha vuelto
a pasar de las puras formas utilitarias a las artísticas en la construcción de carre
teras, puentes, edificios o máquinas (autos, máquinas de escribir y hasta utensilios
de cocina). Se habla de la «belleza de la técnica». El punto de contacto más im
portante entre el arte y la técnica lo constituye la arquitectura, que, cuando se
entiende rectamente, busca de modo directo tanto la utilidad como la belleza.
Otra semejanza entre el arte y la técnica consiste en que ambos empiezan por
imitar a la naturaleza; más adelante llegan a la madurez y a la plena conciencia
de sí mismos, y pretenden crear algo nuevo imitando no a las criaturas, sino al
Creador. Ahí reside su cumbre más elevada, y al mismo tiempo su tentación de
h y b r i s 12.
J akob D avid
BIBLIOGRAFIA
SOBRE EL TRABAJO
Bienert, W , Die Arbeit nach der Lehre der Bibel (Stuttgart *1956)
— Arbeit (III Theologisch) RGG I (31957) 539 545
Bovis, A de, Les sens cathohque du travail et de la civihsation NRTh 72 (1950)
357 371, 468-478
Fnedlander, M H , Die Arbeit nach der Btbel, dem Talmud und den Ausspruchen der
Weisen in Israel (Písek 1890)
Gundlach, G , Beruf (I Berufsgedanke und Berufsethik) StL (61957ss) 1087-1093
Haes, P de, Dottrina de labore humano in Vetere Testamento ColctMech 43 (1958)
370 373
— Dottnna de labore in Novo Testamento ColctMech 43 (1958) 497 500
— Quaedam elementa theologiae de labore humano ColctMech 43 (1958) 597-601
— De tnfluxu peccati et redemptioms quoad laborem ColctMech 44 (1959) 175 178
Haessle, J , Das Arbeitsethos der Kirche von Tbomas von Aquin bis Leo X III (Fnburgo
de Br 1923)
BIBLIOGRAFIA 621
SOBRE LA TECNICA
Benthem, W v , Das Ethos der technischen Arbeit und der Tecbntk (Essen 1966)
Berdjajew, N , Der Menscb und die Technik (Munich 1943)
Bernhart, J , Der techmsche Menscb (Munich 1946)
Brockmoller, K1, Industnekultur und Religión (Francfort 1964)
Brunner, A , Die Gefabren des techmschen Denkens StdZ 157 (1955-56) 335-346
Chenu, M -D , Trabajo CFT IV (Madrid 1967) 368-382
Dessauer, F , Prometheus und die Weltubel (Francfort 1959)
— Streit um die Technik (Francfort 21958)
Dessauer, F , y Hornstein, F X v , Die Seele im Bannkreis der Technik (Olten 1945)
Die Technik im Dienst der Weltordnung (Dusseldorf 21957)
Freyer, H , Theone des gegenioartigen Zeitalters (Stuttgart 21961, trad española La
época industrial, Madrid 1961)
—- Über das Dominantwerden techmscher Kategonen in der Lebenswelt der indus
tnellen Gesellschaft (Maguncia 1960)
Gehlen, A , Die Seele im techmschen Zeitalter (Hamburgo 1957)
Haverbeck, W G , Das Ziel der Technik Die Menschwerdung der Erde (Olten 1965)
Heidegger, M , Die Frage nach der Technik, en Vortrage und Aufsatze (Pfullingen 1954)
13 44
Hommes, J , Der techmche Bros Das Wesen der materialtstischen Geschichtsauffassung
(Fnburgo 1955)
— Krise der Freiheit (Ratisbona 1958)
— Zwiespaltiges Dasein - Die existenztale Ontólogie von Hegel bis Hetdegger (Fnburgo
1956)
Klemm, F , Der Menscb im Kraftfeld der Technik (Munich 1955)
Laloup, J , y Nelis, J , Hommes et machines Initiation a Vhumanisme techmque (Tour-
nai 31958)
Muckermann, F , Der Mensch im Zeitalter der Technik (Lucerna 1943)
Ortega y Gasset, J , Meditación de la técnica, en Obras completas V (Madrid 61964)
317 375
Vanos, Prioridad de valores en el mundo técnico y social «Concilium» 110 (1975)
SOBRE EL PROGRESO
SOBRE EL ARTE
SECCION PRIMERA
1. F u n d a m en to s b íb lic o s
a) Antiguo Testamento.
La doctrina de la semejanza divina del hombre es el núcleo de la antropología
del AT, a pesar de que sólo se la menciona expresa y propiamente en los primeros
capítulos del documento sacerdotal (Gn l,26s; 5,1.3; 9,6) y en dos pasajes de
los libros sapienciales (Sab 2,23; Eclo 17,3). El pasaje fundamental es el de Gn 1,
26s: «Y dijo Dios: hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejan
za... Y creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios lo creó».
40
2. Historia de los dogmas y de la teología
a) Patrística.
En la teología patrística, el tema de la semejanza divina ocupa muy pronto
el primer plano de interés. Se va desarrollando en las controversias con las co
rrientes espirituales del antiguo Oriente, con la teología de la antigüedad helenís
tica y la teología del judaismo tardío, en las que el concepto de imagen des
empeña un papel muy importante.
La idea de que el hombre ha sido formado según un modelo existente, lo
mismo que los recipientes y los utensilios de un artesano, se encuentra ya muy
extendida en el ámbito del antiguo Oriente. A través del pensamiento demiúrgico
y técnico de Platón llega hasta los Padres, en los que aparece todavía bajo la
metáfora del pintor y del escultor (Dios como pictor y sculptor de la imagen).
Platón considera todo el mundo visible como una imagen del mundo invisible
de las ideas. El mundo de las ideas no es en sí mismo de naturaleza divina, pero
subsiste de manera independiente y está completamente separado del mundo de
sus imágenes. No es causa eficiente ni origen de las cosas visibles, sino únicamente
el modelo según el cual se originan. Por tanto, se da solamente la relación proto
tipo-imagen (que remite al primero, pero no participa de él), modelo-imitación.
La separación platónica entre el prototipo y la imagen desaparece siempre que
llega a imponerse el pensamiento de la emanación. Entonces el modelo se con
vierte también en origen. La imagen participa de la sustancia del prototipo y está
unida con él a través de esas etapas intermedias indefinidas de una serie descen
dente de emanaciones. Puesto que por principio tiene el mismo modo de ser
(que en ocasiones puede convertirse en una identidad sustancial), se elimina la
oposición entre sensible y no sensible. En las formas superiores de este pensa
miento, la imagen misma se hace invisible y no se busca ya por eso en el mundo
visible (el único que se consideraba imagen en el pensamiento de Platón), sino
en el centro espiritual del hombre. De la mera referencia que se daba en Platón
se ha pasado a una manifestación real de la idea. Este tipo de pensamiento se
halla en las religiones mistéricas, en los escritos herméticos, en la Estoa y sobre
todo en la gnosis. En esta última nos encontramos con un empleo muy abundante
de la idea de imagen en el sentido de emanación de diversas series de eikones
procedentes del Dios superior; en último término, la verdadera eikon, el «hombre
interior» se identifica con él. En la filosofía de Plotino, punto cumbre de la es
peculación antigua sobre la eikon, es solamente el alma la imagen verdadera de
Dios, en la que se refleja la sabiduría divina. Ha caído desde el reino de lo inteli
gible, y gracias a la homoiosis (concepto clave de toda la filosofía de origen plató
nico) debe volver a su estado originario de unión con Dios.
La teología del judaismo tardío y del rabinismo apenas es afectada por seme
jantes especulaciones. La semejanza no es para ella sino un exigencia de vivir
según la ley, en la que ve la expresión más perfecta de la semejanza divina.
La teoría que más ha influido en estas corrientes es la de Filón, que nos
habla en primer lugar de una semejanza del hombre obtenida por la mediación del
Logos invisible (como e í x w v ), de tal manera que el hombre (como x c c t ’ eixóva
o sixwv sixóvoq) no es ya como en la Estoa imagen del cosmos, sino imagen del
Logos. La esencia verdadera del hombre y, por tanto, el sujeto único de la seme
janza es también para él el alma espiritual.
En el horizonte de estas diversas corrientes se desarrolla la teología patrística
de la imagen. También ella piensa en la relación prototipo-imagen y modelo-
imitación. El hombre participa de la naturaleza de Dios, pero como criatura está
HISTORIA DE LOS DOGMAS Y DE LA TEOLOGIA 627
b) Teología medieval.
La temática patrística penetra profundamente en la Edad Media bajo la
forma característica de Agustín. Eso significa que retrocede y casi se extingue la
perspectiva crístoíógica que ya en Agustín no desempeñaba sino un papel secun
dario. «Según la doctrina escolástica de la im ago, Cristo no es tanto imagen de
Dios para hacer ver a los hijos de Dios lo que son, sino más bien para mostrar
a los hombres quién es D ios»8. Al acentuarse en las controversias cristológicas
y trinitarias la divinidad de Cristo y fundarse la especulación sobre la Trinidad en
la unidad de la naturaleza divina, no se considera tanto a la persona del Logos
y menos aún al hombre Jesús como prototipo del hombre, sino a la naturaleza
divina única que según el pensamiento de Agustín se refleja en las tres potencias
del alma: m em o ria -in te llig e n tia -v o lu n ta s o m en s-n otitia-am or. Por tanto, el sujeto
de la semejanza divina es exclusivamente el alma, especialmente en su capacidad
de conocer a Dios y de poseerlo en el amor, «eo quod est capax Dei», como dice
Buenaventura. El cuerpo se considera como un v e stig ip m de la semejanza divina.
La distinción entre la im ago y la sim ilitu d o ocupa un lugar importante en la
concepción de lo sobrenatural cada vez más clara. En conexión con la cuestión
de si Adán fue creado en el estado de los g ra tu ita o sólo de los n atu ralia (cf. sec
7 G. Bürke, Des Orígenes Lehre vom Urstand des Menschen: ZKTh 72 (1950) 22.
1 L. Hódl, Zur Entwicklung der frühscholastischen Lehre von der Gottebenbildlich-
keit, en L’homme et son destín d'apres les penseurs du Moyen Age (Lovaina 1960) 356.
HISTORIA DE LOS DOGMAS Y DE LA TEOLOGIA 629
ción segunda), se distingue una im ago secu n du tn n atu ralia y una im ago secu n d u m
g ra tu ita , y empleando esta terminología, se trata el problema de la gracia del
estado original. En una dirección similar se mueve el trío de elementos introdu
cidos por Pedro Lombardo: im ago c rea tio n is ( n atu rae) — recrea tio n is ( gratiae) —
sim ilitu d in is (gloriae). Aunque todavía resuena en él el tipo de consideración his-
tórico-salvífica de los Padres, a diferencia de éste sirve para separar más clara
mente la semejanza divina natural (propia de todos los hombres y consistente en
la inteligencia y la libertad) de la semejanza gratuita en el estado de gracia y de
glorificación escatológica. Este pensamiento parte del orden de la actividad: la
imagen de la creación se convierte en la imagen de la redención al realizarse en
las virtudes del conocimiento y amor de Dios. En este sentido, la im ago se refiere
a la espiritualidad y la inmortalidad del alma (la p o te n tia co g n o sc e n d i) , y la
s im ilitu d o , a su santidad y justicia (la p o te n tia d ilig e n d i).
c) Teología de la Reforma.
La doctrina sobre la semejanza divina en los reformadores y en la ortodoxia
tanto luterana como calvinista apenas se diferencia por su contenido de la doc
trina de la escolástica medieval. Las mismas diferencias entre Lutero y Calvino
no van más allá del ámbito en que se mueven las tesis defendidas durante la
Edad Media. La única diferencia de cierta importancia se encuentra en Lutero,
que identifica la semejanza divina con la gracia del estado original, la iu s titia
origin alis, y que por eso habla más de ésta que de aquélla. En este punto le han
seguido tanto la fórmula de concordia9 como la ortodoxia luterana 10. Por con
siguiente, hablará de una pérdida completa de la semejanza por el pecado. La
cuestión que podría plantearse sobre las estructuras esenciales permanentes del
hombre no se presenta expresamente en Lutero. Para responderla, la ortodoxia
introduce el concepto de «resto» ya empleado por Calvino.
En la teología reformada moderna han destacado especialmente por su doctrina
de la semejanza Emil Brunner y Karl Barth. Emil Brunner (D e r M en sch im
W id e rsp r u c h [Berlín 1937]; D o g m a tik II [Zurich 1950] 53-93) presenta un es
bozo de la esencia del hombre a partir de su referencia a Dios, que consiste en
la relación yo-tú entre la palabra y la respuesta.
Al querer Dios comunicarse a un compañero que responda con amor recíproco
a la llamada de su amor, quiere al hombre como ser libre y responsable. La seme
janza divina es, por tanto, una relación, y consiste en la responsabilidad. Por eso
Brunner distingue la semejanza divina «estructural-formal» del AT de la «mate
rial» del NT. La primera es «indiferente... a la oposición entre el pecado y la
gracia» y sigue existiendo después del pecado. Consiste en la responsabilidad
libre, personal, del hombre ante Dios, en el «encontrarse ante Dios» (D o g m ., 71),
en el «ser para el amor» (ib íd ., 78). La «plenitud material de esta estructura»
(67), de la que habla el NT, es el uso apropiado de la responsabilidad, es decir,
el «ser en la palabra de Dios» (68), el «ser en el amor» (76). Esto último se
pierde por el pecado y es restaurado por Cristo. Al hacer esta distinción, Brunner
acierta con el sentido exacto de la terminología católica de la naturaleza y la
gracia, a pesar de que polemiza contra ella. H. Volk, E m il B ru n n ers L eh re vo n
d e r u rsprü n glich en G o tte b e n b ild lic h k e it d e s M en sch en (Emsdetten 1939).
Karl Barth (KD I I I / 1, 204-233) traduce de esta forma Gn 1,26: «Hagamos al
hombre a nuestro prototipo según nuestro modelo» (205). Esto significa que «den
Esa referencia a Dios que va incluida en la semejanza divina es algo más que
un atributo estático. Es una fuerza vital que le hace preguntarse al hombre por
su origen trascendente y le impulsa a buscarlo, y que incluso le levanta por
encima de todos los valores terrenos, como lo entendió adecuadamente la patrís
tica griega con su idea de la homoiosis. El espíritu humano rebasa todos los ob
jetos que pertenecen al mundo y no halla su plenitud sino en la unión con su
prototipo divino. Gracias a su semejanza divina está esencialmente dentro del
ámbito de lo religioso y no puede encontrarse a sí mismo si no es en el encuentro
con Dios. La realización fundamental de su esencia, en la que decide sobre sí
mismo y sobre su destino, y que determina también toda su visión del mundo,
es, por tanto, un acto religioso.
Puesto que la relación esencial del hombre con Dios es una realidad en forma
de imagen, remite a Dios en una especie de conexión simbólica y lo refleja al
mismo tiempo como su origen y su meta. El hombre semejante a Dios es mani
festación y revelación de Dios de una manera que supera a toda la creación visi
ble. Mientras que las demás cosas se encuentran solamente en una relación de
dependencia causal de Dios, y por eso todo lo más nos revelan su poder, pero no
su esencia, el hombre es un reflejo del misterio divino mismo, y en el rasgo
esencial más profundo de su espíritu nos permite ver quién y cómo es Dios, esto
es, pura persona en amor y libertad perfectos. El hombre es el único lugar en el
mundo visible en el que se puede conocer a Dios como espíritu personal, porque
nos remite a Dios no sólo en su existencia, sino también en su esencia. La auto
nomía relativa del espíritu humano semejante a Dios es la forma suprema de la
revelación natural de Dios, aunque siga siendo una forma velada e inadecuada.
Con esto hemos respondido también a la pregunta del lugar en el que se veri
fica la imagen en el hombre. Como Dios es espíritu personal, la semejanza consiste
en la dignidad personal, que en el hombre abarca al cuerpo y al espíritu. Por
tanto, no lleva en sí la imagen divina como una propiedad, sino que él mismo es
imagen. El hombre es imagen de Dios como un yo que se posee a sí mismo en
el conocimiento y el amor, que no es ya un fin para otros, sino que tiene su
sentido propio y se realiza en la libertad como tal ser personal. El hombre está
llamado por lo mismo a ser compañero del obrar salvífico de Dios y señor del
mundo visible, constituido como «poco inferior a los ángeles» y como «soberano
sobre las obras de sus manos» (Sal 8,6s). Si la teología de la imagen de la época
patrística y medieval atribuía la semejanza divina, la mayor parte de las veces,
solamente al alma, detrás de toda esa infravaloración platónica de la corporeidad
hemos de descubrir la intención más profunda de querer destacar al espíritu pre
cisamente como el elemento configurador de la personalidad humana.
La semejanza divina afecta a la totalidad corporal y anímica del hombre. Se
extiende también al cuerpo en la medida en que se hace visible en él la dignidad
de la persona humana. Puesto que el cuerpo no es el recipiente de un alma que
en el fondo le sea extraña, sino la encarnación del espíritu, y en ese sentido un
cuerpo específicamente humano formado por el espíritu como modo de aparecer
él mismo, ha sido creado también en cierto sentido «a la imagen de la semejanza
divina». El espíritu humano es esencialmente espíritu en el cuerpo. Por eso
tiene un sentido profundo, incluso dentro de esta consideración que reflexiona
a partir de la esencia natural del hombre, la opinión de Ireneo de que es precisa
mente la corporalidad lo que distingue al hombre de los ángeles y de que la
semejanza vale también, y no en último término, de ella.
De lo dicho se sigue necesariamente que la semejanza divina no puede ser
destruida en su mismo núcleo ni perderse por efecto de la culpa. No es una
propiedad que pudiera faltar a la integridad esencial del hombre sin causarle
632 EL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS
EL ESTADO ORIGINAL
1. F u n d a m en to s b íb lic o s
a) Antiguo Testamento.
La afirmación general sobre la semejanza divina del hombre se completa
y precisa mediante el relato del yahvista sobre el paraíso y el pecado (Gn 2,4b-
3,24). Esos capítulos son el fundamento de la doctrina sobre el estado original
y la justicia originaria.
Lo mismo que en el documento sacerdotal, nos encontramos también aquí con
una descripción de los comienzos de la historia de la salvación en el sentido de
una etiología histórica. El yahvista pretende esclarecer el estado presente mediante
la reflexión sobre su origen e intenta comprenderlo más claramente dilucidando
su procedencia. La pregunta no es ¿cómo sucedieron entonces las cosas?, sino
¿cómo se explica nuestro tiempo con su experiencia de la culpa, el sufrimiento
y la muerte? No necesitamos aceptar como fuente de su ciencia ni una inspiración
divina inmediata ni una revelación primitiva conservada sin deformación hasta la
época del yahvista (cosa que no sólo resulta difícil de concebir debido a la gran
cantidad de tiempo transcurrido, sino que es excluida por la misma Escritura al
declarar expresamente que los antepasados de Abrahán habían servido a «otros
dioses»: Jos 24,2). Este relato es más bien el resultado de la reflexión de Israel
sobre su propio pasado bajo la dirección del Dios único; esa reflexión condujo,
a la luz de la revelación, al conocimiento del verdadero origen, mientras que
reflexiones similares en otros pueblos llevaron únicamente a representaciones mí
ticas. La fuente de Gn 2-3 es la fe de Israel que se funda en la revelación de Dios
dirigida de modo especial a este pueblo. Por eso el yahvista emplea las imágenes
y formas de expresión que están a su alcance. Sobre todo, emplea el lenguaje de
la predicación profética. Los acontecimientos de la época primitiva deben mostrar
a los israelitas que se encuentran lo mismo que Adán ante la elección entre la
vida y la muerte, entre la bendición y la maldición, y que les espera un castigo
similar si quebrantan la ley de su Dios.
La situación que debe explicarse mediante semejante reflexión etiológica se
caracteriza por la experiencia de la culpa, la fatiga, el sufrimiento y la muerte;
esa experiencia en toda su irremediable amargura permite ya imaginar que no
debería ser propiamente así. Pero el Dios de Israel es «justo y recto». Su acción
es «intachable» (Dt 32,4), y todas sus obras son «muy buenas» (Gn 1,31). ¿Cómo
compaginar la miseria de este mundo con esa bondad divina? El yahvista res
ponde: Dios no ha creado al hombre tal como ahora es. El primer hombre vivía
en comunión con Dios y poseía la verdadera vida. Todas las desgracias son con
secuencia de su propia culpa. La humanidad ha venido a parar a esta situación
porque ha abandonado a Dios en la persona de su primer padre. Todos los tras
tornos de la vida humana tienen su raíz en la perturbación de la relación con
Dios.
En este contexto, el acento de Gn 2-3 recae de manera clara sobre el relato
de la caída. La narración del paraíso no es un fin en sí misma, sino que debe
634 EL ESTADO ORIGINAL
con él «una alianza eterna» (11-12). Este paralelismo tan notable nos presenta el
estado original como una primera alianza entre Dios y el hombre, y por eso
mismo junto a los dones divinos destaca en primer lugar la obligación de obe
decer.
b) Nuevo Testamento.
El verdadero alcance del relato del estado original no lo comprendieron total
mente ni el autor de Gn 2 ni el pueblo de Israel. Solo se nos descubre por la
revelación de la palabra de Cristo en el NT, apareciendo como el comienzo gra
tuito de la historia de la salvación, que tiene su plenitud en Cristo. Lo mismo
que todos los demás temas del NT, las afirmaciones sobre el estado original y el
pecado están exclusivamente al servicio del misterio de Cristo. Su misión es expli
carnos la realidad de Cristo y mostrar claramente su amplio sentido salvífico,
hacernos ver que Jesús supera las consecuencias de la culpa y restaura el comienzo
puro. Así como la gravedad del pecado no puede medirse si no es a la luz de la
magnitud de su acción redentora, el don de la gracia es lo que nos revela la
esencia verdadera de ese origen pretendido por Dios. El NT alcanza también el
estado original mediante una reflexión etiológica principalmente y lo reconoce
como una parte del misterio de Cristo. Por eso hemos de contar de antemano con
que el estado original no va a resultar accesible a los métodos cognoscitivos de las
ciencias profanas. Como realidad sobrenatural, sólo es visible a los ojos de la fe.
A pesar de que el NT no reflexiona expresamente sobre el tiempo que pre
cedió a la caída de Adán, sino que ve siempre en Adán al primer padre de la
humanidad pecadora y dominada por la muerte, y, por tanto, contrapuesto nega
tivamente a Cristo (Rom 5,12-21), encontramos, sin embargo, una serie de alu
siones claras a la gracia del estado original. Debemos incluir ahí las afirmaciones
sobre la restauración de la semejanza divina originria y en general la descripción
de la obra de Cristo como devolución de lo anteriormente poseído, como recon
ciliación y restauración de lo perdido. Si Cristo reconcilia a la humanidad con
Dios por medio de su acción amorosa (Rom 5,10.11; 2 Cor 5,18s), la discordia
que precede a esa reconciliación presupone por su parte un estado de paz origi
naria, si queremos explicarla satisfactoriamente como «discordia» y «enemistad».
Además, Cristo es el «segundo Adán», el hijo de Dios que gracias a su obediencia
cumplió esa tarea en la que antes había fracasado Adán (Rom 5,12-21; 1 Cor 15,
21s.45; Flp 2,5-11). Por tanto, la situación de Adán antes de la culpa era seme
jante a la suya: evidentemente, Adán vivía en la luz fortificante de la gracia
divina.
Lo mismo se desprende de la exégesis más probable de Rom 7,7-25 12, que
ve en el «yo» del texto al Adán del paraíso como imagen del hombre por anto
nomasia. Pablo se apoya aquí tan ostensiblemente en la terminología y en el hilo
de las ideas de Gn 2,3, que tiene ante los ojos a Adán para hacernos ver en su
destino cuál es la función de la ley. Quiere darnos a entender que no es la ley
la que nos trae la vida, sino la gracia; la ley no es sino motivo para la muerte del
pecado. Por eso, el mismo Adán «vivía sin la ley» (7,9) antes de que se hubiera
dado ningún mandamiento. Eso significa que la historia de la salvación ha co
menzado con un tiempo de gracia y de comunión con Dios. Adán poseía ya la
«vida» que alcanza ahora el cristiano como fruto de la gracia de Cristo. En el
fondo, Rom 7,9 dice lo mismo que Rom 6,14, aunque se aplica a una época dis
tinta de la historia de la salvación. Así como el cristiano «ya no está bajo la ley,
sino bajo la gracia» (6,14), Adán «vivía» aún «sin la ley» (7,9), precisamente en el
sentido de esa participación de la vida divina a la que se refiere siempre Rom 6-8
con el concepto de «vida».
Estas afirmaciones nos permiten entender mejor la doctrina del yahvista. A la
luz del NT, las imágenes de la historia del paraíso nos describen la realidad gra
tuita de esa comunión con Dios que ha sido dada de nuevo al hombre pecador
gracias a la acción redentora de Cristo. Adán poseyó ya la verdadera vida, que es
ahora fruto de la redención. La mirada profética de Israel había reconocido en la
creación y vocación del primer hombre el primer paso de esa historia de la salva
ción del AT que se nos presenta ahora como prehistoria de Cristo. Su mismo
comienzo se encontraba ya bajo la fuerza eficiente de su gracia y pertenecía a la
historia única de la salvación.
Sin embargo, la línea de unión que va del estado original a Cristo denota en
el NT una clara dirección ascendente. La obra de Cristo consiste en elevar de
categoría lo comenzado con Adán. No sólo convierte una desgracia en algo bueno,
sino que corona y consuma la historia de la salvación perturbada por el pecado.
Cristo es mayor que Adán, y la gracia de la redención es superior a la gracia del
paraíso. Son numerosas las alusiones del NT a esta característica. La historia de
la tentación se nos pinta en Marcos (1,12-33) empleando la terminología de la
imagen de la caída del primer hombre en el judaismo tardío. Jesús aparece como
el segundo Adán, que supera con mucho al primero porque triunfa sobre la ten
tación en la que aquél cayó y de esa forma restituye el estado del paraíso. Dentro
de la teología paulina, la designación de Cristo como imagen perfecta de Dios
(Col 1,15; 2 Cor 4,4) contiene una comparación implícita con la gracia del primer
hombre, poniendo por encima la gracia de Cristo. Además, Pablo sitúa expresa
mente a Cristo frente a Adán: Adán, el «primer hombre», no es sino un «alma
viviente» y procede «de la tierra». En cambio, Cristo, el «segundo hombre», es
«espíritu vivificante» y procede «del cielo» (1 Cor 15,45.47.22). Cristo es el pro
totipo al que tan sólo apunta Adán, como «figura del que había de venir» (Rom
5,14). Por tanto, la historia de la salvación es la historia de un crecimiento por
etapas, que sólo alcanza su punto culminante y propio en la aparición de Cristo.
Aunque la gracia del estado original pertenece a la realidad de Cristo, se dife
rencia, sin embargo, de ella como se distingue el comienzo prometedor de su
consumación. A pesar de su elevada categoría, la gracia del primer hombre no
es sino una etapa previa en la que está presente la gracia de la redención, aunque
todavía no está consumada.
a) Patrística.
La teología de los Padres se ocupa de la gracia del estado original al tratar
de la situación del paraíso, al interpretar alegóricamente la historia del paraíso
y al responder a la pregunta concreta sobre el tipo y estructura de la gracia del
primer hombre.
Al concebir el paraíso como una realidad espacial, se le atribuía dentro de la
imagen antigua del mundo un lugar determinado, como lo había hecho ya la teo
logía del judaismo tardío. La opinión predominante no lo buscaba en la tierra,
sino en los lugares superiores, y con frecuencia en ese «tercer cielo» mencionado
por Pablo (2 Cor 11,2.4). El hombre creado sobre la tierra es colocado posterior
mente en ese paraíso, situado en un lugar superior, y después del pecado se le
HISTORIA DE LOS DOGMAS Y DE LA TEOLOGIA 637
envía de nuevo a la tierra. El paraíso sigue existiendo. Muchos Padres creen que
es el lugar en el que esperan la resurrección los justos que han muerto. Con fre
cuencia se le hace coincidir también con el paraíso de los últimos tiempos, que,
sin embargo, es superior al paraíso original en el sentido de que los justos redi
midos no pueden ya perderlo. En el fondo, si entendemos rectamente todas estas
ideas, no son otra cosa que imágenes de la gracia del paraíso, totalmente indebida,
y de su relación con la gracia de los últimos tiempos escatológicos. Cf. J. Danié-
lou, T e rre e t pa ra d is c b e z le s P e re s d e VÉglise: «Eranos-Jb.» 22 (1953) 433-472;
F. J. Dolger, S o l S a lu tis (Münster 1920); J. de Vuippens, L e p a ra d is te r re stre au
tr o isie m e c ie l (París 1925).
Algo semejante cabe decir de la interpretación alegórico-simbólica de la his
toria del paraíso, en la que se consideran los elementos concretos del jardín como
imagen de los dones gratuitos que ha recibido el hombre. La fuente histórica de
esta exégesis es la obra de Filón de Alejandría, y el lugar en el que se adopta
es la Alejandría de Clemente y Orígenes. A partir de allí se difundió como una
gran corriente a todo el pensamiento patrístico.
Según esa interpretación, el paraíso se juzga sobre todo símbolo del alma
humana. Adán significa el espíritu; Eva, los sentidos; la serpiente, el apetito del
mal, y los animales, los movimientos sensibles. En los árboles del paraíso con sus
frutos y en los ríos se descubre la gracia de Cristo en sus variadas formas.
Cf. J . Daniélou, S a cra m en tu m fu tu r i (París 1950); P. Heinisch, D e r E in flu ss
P h ilos a u f d ie á lte s te c h ristlic h e E x eg ese (Münster 1908).
Las alusiones a la gracia del estado original fundadas en la interpretación ale
górica del paraíso forman el trasfondo de las reflexiones expresas sobre el estado
del primer hombre, que los Padres designan unánimemente con el nombre de
estado de gracia. Hablan frecuentemente del «vestido» de la gloria con el que
Dios había recubierto al hombre, e identifican la gracia de Adán con la gracia de
los redimidos. Así, los Padres griegos ven en el aliento divino de Gn 2,7 la co
municación del Espíritu Santo, que habría sido restituido por el Cristo resucitado
en el cenáculo (Jn 20,22), «en aquel tiempo, con el alma; ahora, en el alma» 13.
Hallamos especialmente en toda la teología de los Padres la doctrina de la resti
tución de la gracia originaria por la obra de Cristo. El es la verdadera imagen
de Dios, que ha venido a su copia, el hombre, para volver a instaurar y a consu
mar su orden, destruido por el hombre. Dice León Magno: «Esta imagen renueva
cada día en nosotros la gracia del redentor, volviendo a levantar en el segundo
Adán lo que cayó en el primero» 14156. La gracia de Cristo es, por tanto, la gracia
originaria renovada. Por eso la gracia del primer hombre pertenece al orden sal-
vífico sobrenatural. Por haber sido dada al hombre en el momento de su creación
y ser, por tanto, propia de él desde el comienzo, se la- llama también b o n u m
n a tu r a e 15 o n atu ralis d Í g n ita s 16, sin que se distinga expresamente entre naturaleza
y gracia.
De lo que hemos dicho sobre la obra de Cristo se concluye que la gracia ori
ginaria se consideraba gracia de Cristo. Nos encontramos también con formula
ciones expresas que nos hablan de la gracia de Adán como «gracia de Cristo» 17,
o de que Adán vivía «en Cristo» 18. Sin embargo, también debe aplicarse aquí la
13 Basilio, A dv. Eunomium, 5: PG 29, 728s; algo semejante en Cirilo de Alejandría,
Dial, de Trin., 4: R 2086.
14 Sermo, 12, 1: R 2192.
15 DS 396.
16 León Magno, loe. cit.
17 Ambrosio, E p 20, 17: PL 16, 999.
18 Ambrosio, Jn Ps., 39, 20: CSEL 64, 225s.
638 EL ESTADO ORIGINAL
b) Teología medieval.
La teología medieval, cuya doctrina específica sobre el estado original co
mienza propiamente con Anselmo, parte del principio agustiniano de la re c titu d o
n a tu ra e .
Para Anselmo, la «rectitud» ( re c titu d o ) significa esa propiedad gracias a la
cual todo ser es lo que debe ser. La «justicia» (iu s titia ) es la inclinación de la
voluntad hacia la rectitud y, por tanto, «la rectitud de la voluntad conservada
por causa de ella misma». Se da en la voluntad, pero no se identifica con ella,
y por eso puede perderse. En este sentido, Adán y Eva, por efecto de una gracia
preveniente (gratia p ra e v e n ie n s), eran desde el comienzo «justos»: poseían la
justicia original, la iu s titia originalis.
Siguiendo las reflexiones de Anselmo, se entiende la iu s titia primariamente
como un ejercicio de las virtudes. Pero puesto que el hombre, con las meras fuer
zas de su naturaleza, es demasiado débil para la verdadera virtud (que muchas
veces recibe simplemente el nombre de «gracia») y para el amor meritorio a Dios,
necesita la gracia como ayuda divina, que a base de amor da una nueva forma
a sus actos. Esta gracia no es gratia e lev a n s en el sentido de una elevación onto-
lógica, sino gratia sanans. Por tanto, no tiene que superar la falta de proporción
óntica para alcanzar el fin sobrenatural (cosa que no se enseñará hasta la alta
Escolástica), sino que debe apoyar y sanar las fuerzas deficientes de la naturaleza.
El ejercicio de la virtud que es posible por efecto de esta gracia (en el que no se
diferencian todavía conceptualmente la naturaleza y la gracia) recibe también el
nombre de g ra tu itu m .
Esos conceptos que antes estaban separados llegan a fusionarse de tal manera,
que desde ese momento sólo se discutirá si la gracia es una parte o solamente la
raíz o la causa de la justicia original. En general, se impone la terminología em
pleada por los tomistas de los siglos x m y xiv, que denomina iu s titia origin alis
a todos los dones del estado original, incluida la gracia santificante. Esa necesidad
de la respuesta afirmativa y libre a la gracia, uno de los puntos más importantes
para la primitiva Escolástica y que todavía menciona Tomás, desaparece cada vez
más de la escena y apenas cuenta en la teología escolástica propiamente dicha.
Duns Scoto toma una postura que en ocasiones se aparta de esta línea. Según
él, la voluntad estaba de tal modo unida con Dios en la justicia original, que
podía dirigir hacia sus propios fines esa rebelión interna y natural de las poten
cias anímicas inferiores del hombre. Para Scoto, esa superación de las tendencias
opuestas se identifica fundamentalmente con el ejercicio de la virtud del hombre
posadamita, y en especial del mártir. Por consiguiente, la armonía del estado ori
ginal no es sino el resultado de una superación constante y dolorosa, que deja
tras de sí en las capas inferiores del alma una cierta «tristeza» como consecuencia
de la obligación de obedecer. Por eso habría sido posible un pecado venial sin
que el hombre hubiera perdido la justicia original. Además, sólo habría alcanzado
la inmortalidad si Dios lo hubiera llamado a sí antes de disolverse el cuerpo. Para
Scoto, el hombre era también fundamentalmente mortal en el paraíso, puesto
que su cuerpo está sometido a un proceso natural de disolución. Scoto no trata
la cuestión de si Adán fue creado in g ra tu itis o in n atu ralibu s. Cf. J. Finken2eller,
E rb sü n d e u n d K o n k u p isz e n z nach d e r L e b re d e s Job. D u n s S co tu s, en J. Auer y
H . Volk (eds.), T h e o lo g ie in G e sc b ic h te u n d G e g e n w a r t (Festschrift M. Schmaus*
Munich 1957) 519-550.
c) Teología de la Reforma.
En la teología de la Reforma, la reflexión sobre el estado original sólo interesa
dentro del contexto del tema predominante del pecado y la redención. Eso lleva
consigo el paso de la problemática de los dones gratuitos del primer hombre, que
se describe en sentido idéntico al de la antigua doctrina como estado de gracia,
de ausencia de la muerte y de integridad, a la cuestión sobre la gratuidad de la
gracia del estado original. A pesar de que Lutero entendió el concepto de natu-
ralis , que emplea en algunas ocasiones al hablar de la gracia del estado original
(por ejemplo, WA 14, 111; 24, 51; 42, 124), en un sentido todavía agustiniano,
como lo originario, lo dado desde el comienzo, aparece con más fuerza en él la
tendencia a considerar la gracia del estado original como un elemento constitutivo
de la esencia del hombre.
En la moderna teología de la Reforma se entiende con frecuencia el estado
original de manera puramente simbólica y actualista, porque, como dice E. Brun-
ner, se piensa que solamente «abandonando la historia de Adán» (D o g m a tik II,
55-60) puede salvarse el verdadero contenido de la narración bíblica sobre el
estado original dentro de nuestra imagen del mundo tan radicalmente transforma
da. Se la explica entonces como una afirmación general sobre la situación de cada
hombre, que proviene siempre del pecado y, sin embargo, es llamado por Dios
a la obediencia y al amor; no son, por tanto, sucesos históricos, sino las «contra
dicciones de la existencia» (R. Prenter, S ch ó p fu n g u n d E rlosu n g I [Gotinga
1958] 241) en el hombre mismo.
3. E l m a g iste rio d e la Ig lesia
41
4. La gracia del estado original. Exposición sistemática
a) Gracia santificante.
Las palabras de la Escritura, la tradición de la Iglesia y los documentos del
magisterio nos presentan como doctrina segura de fe el hecho de que el primer
hombre vivió en el estado de comunión sobrenatural con Dios y, por tanto, en el
estado de gracia santificante. En virtud de una demostración especial de amor
por parte de Dios, fue llamado por encima del ser y de las posibilidades inma
nentes de su naturaleza a la participación gratuita en la vida del Dios trino. Por
tanto, en el sentido del Nuevo Testamento, era justo ante Dios y poseía todos
los bienes que, según el testimonio de la revelación, están inseparablemente uni
dos con la justificación, y eso no sólo como pura promesa de un futuro escato-
lógico, sino como realidad salvífica presente en él interna y transformante. Fue
ungido y sellado con el Pneuma de Dios, comunicándose a él Dios mismo. Como
verdadero hijo de Dios participaba de la vida divina y estaba destinado a la po
sesión inmediata de Dios en la consumación escatológica.
El hombre ha sido creado, por tanto, desde el comienzo como un ser llamado
a la comunión sobrenatural con Dios. Con anterioridad a toda decisión personal
del individuo, la historia de la humanidad está dirigida hacia un fin sobrenatural
y se realiza dentro del marco de la vocación divina. Aunque este destino sobre
natural es un puro don, totalmente inmerecido, de la benevolencia divina, per
tenece a la esencia concreta del hombre y, al ser vocación y determinación, no
puede perderse por la misma culpa. Dios continúa pidiendo al hombre en nues
tros días aquello en lo que Adán falló. En este sentido, como obligación y pro
mesa permanente, el estado originario es un constitutivo de toda la historia de la
salvación, y por eso sigue estando presente a pesar del pecado. La esencia del
hombre concreto de nuestro orden encierra una dimensión sobrenatural. Sus de
cisiones morales se realizan ante el horizonte de la vocación divina, de manera
que se encuentra de forma parecida al primer hombre ante la decisión en favor
o en contra del Dios de la vida eterna y, por tanto, también en favor o en contra
de su propia esencia natural.
Por consiguiente, nunca ha existido un estado de naturaleza pura. Esto vale
tanto para la distinción patrística entre imago y similitudo como para la distinción
medieval entre los naturalia y los gratuita. La imago patrística contiene en sí ya
toda la finalidad sobrenatural y el perdón, y no pretende otra cosa que desarro
llarse para convertirse en similitudo. Los naturalia de la doctrina medieval sobre
el estado original no se identifican tampoco con la natura pura, sino que abarcan
por lo menos también los dones preternaturales (integridad, inmortalidad) y la
ayuda de la gracia, y no son sino una preparación del hombre para la recepción
de la gracia santificante. Hacen posible la decisión libre, y como tal fase prepara
toria son parte integrante del orden sobrenatural y se ven rodeados por él. Aun
en el caso de que uno se pronunciara, con la mayor parte de los teólogos de la
primitiva Escolástica y algunos recientes 20, por una comunicación posterior de la
gracia santificante, eso no supondría nada contra la finalidad fundamentalmente
sobrenatural de toda la historia, sino que expresaría únicamente una distinción
dentro del orden sobrenatural.
Por tanto, en la gracia del estado original se manifiesta la ley que vale para
toda la humanidad. El estado original no se halla en un mismo plano junto a otras
fases de la historia de la salvación, sino que como comienzo comunicador de
sentido tiene una significación constitutiva.
20 Como J. A. Mohler, Symbolik, § 1 (edición de Geiselmann; Colonia 1958) 62-63.
b) G racia de C risto.
por causa de él, se encuentra, sin embargo, en una clara relación de subordinación
con respecto a la gracia de Cristo. Adán pertenece a una fase distinta y más pri
mitiva de la historia irreversible de la salvación. No es sino «figura de Cristo»
(Rom 5,14), «alma viviente» y no «espíritu que da vida» (1 Cor 15,45-49). Cristo
es en todas las cosas y en todas partes el primero. La única razón de que se per
mitiese el pecado fue porque así aparecería de una manera más destacada la
magnificencia de la gracia divina (Rom 5,20s). Por eso, y siguiendo a la totalidad
de los Padres, hemos de considerar la gracia del paraíso como una realidad
subordinada a la gracia de la redención. La gracia de la redención ocupa un lugar
más elevado que la gracia del estado original. Puesto que el estado original es el
comienzo feliz en todos los aspectos de la historia de la salvación, aparece en él
en toda su pureza la esencia de lo que comienza, la gracia divina. En cuanto tal,
se encuentra por encima de las demás fases de la historia de la salvación en las
que se impone la gracia únicamente superando el pecado y las consecuencias del
pecado. Pero puesto que el estado original recibe su sentido de Cristo, se halla
al comienzo de un camino que sólo alcanza su meta en Cristo. Por tanto, el estado
original no es el punto culminante e insuperable, como si toda la historia posterior
debiera únicamente asumir ese comienzo perdido y Cristo no hiciera sino restau
rar un estado anterior. Cristo lleva al hombre más allá de la gracia del paraíso,
porque en él ha aparecido de modo visible el misterio de la salvación, que al
principio todavía estaba sin descubrir, y porque ahora concede la gracia de su
presencia corporal al hombre purificado por la experiencia del pecado.
Por eso no hacemos justicia a la gracia del paraíso si buscamos en ella todas
las perfecciones posibles. Cristo, y no Adán, es el único hombre perfecto en el
que se revela la esencia del hombre y de la gracia tal como fue proyectada por
Dios. Como mostraremos todavía más adelante, no está en contradicción con esto
el que Adán poseyera una serie de dones preternaturales que no fueron restituidos
de la misma manera en la gracia de la redención. La gracia de la redención nos
presenta a su manera la voluntad amorosa de Dios por lo menos con la misma
perfección que la gracia del paraíso, no afectada por la oposición de la concu
piscencia.
c) «Status viae».
sino al ser aceptada libremente por el hombre. En ese sentido, la Escolástica pri
mitiva ha captado una ley esencial de la gracia y del orden salvífico que debe ser
subrayada de nuevo en nuestros días, porque desde el siglo x m ha desempeñado
un papel demasiado pequeño dentro de la teología del estado original. No es para
nosotros una pregunta decisiva la de cómo se efectuó esa apropiación de la gracia:
si se extendió a lo largo de un cierto espacio de tiempo (en el sentido de la pri
mitiva Escolástica) o si tuvo lugar ya en la primera decisión libre del hombre
(como enseña Tomás). Volveremos a ocuparnos de ella al tratar el problema de la
historicidad del estado original.
a) Sentido general.
Según el testimonio unánime de la tradición, el estado original incluía junto
a la gracia santificante estrictamente sobrenatural algunos otros dones que están
en la línea de la naturaleza humana, pero que sólo pueden realizarse mediante una
gracia especial de Dios. No son algo que se deba a la naturaleza humana, porque
sin ellos ésta sigue estando por encima de esa frontera inferior que constituye la
base del ser hombre y que no podría traspasar sin ser destruido. Se diferencian
de la gracia porque tampoco rebasan por arriba las fronteras del ser humano. Sólo
es de origen divino su realización, pero no su sustancia.
El sentido general de los dones del estado original se sigue de su sentido pre
ternatural. Puesto que perfeccionan al hombre en la dirección de su propia natu
raleza humana, se hallan al servicio de ese fin específico que le ha sido asignado
al hombre como persona. Los entenderemos del mejor modo posible si los expli
camos como dones que permiten una autorrealización perfecta, producida por la
autoposesión activa de la libertad. Por tanto, no significan nada, en primer lugar,
respecto a la posesión de determinadas propiedades de tipo material. No se puede
deducir sin más de ellos, como ocurrió a veces en la tradición, que el primer
hombre hubiera estado dotado de todas las perfecciones posibles, que hubiera
poseído las virtudes, toda la ciencia y en general toda la felicidad externa en la
mayor medida imaginable. Esta idea se viene abajo desde el momento en que pre
guntamos cuáles son las cualidades que hemos de atribuir a semejante hombre
ideal. Siempre que se concebía de esta manera al primer hombre no era sino el
resultado de trasponer al nivel de lo ideal los rasgos de la imagen del hombre
que en ese momento predominaba y que cambiaba con los tiempos.
Los dones del paraíso suponen un perfeccionamiento del núcleo personal del
hombre mismo en sus actos centrales, de forma que el hombre podía poseerse
y realizarse a sí mismo de una manera más profunda y radical, sin impedimentos
antipersonales. El hombre disponía de sí mismo y de su postura ante Dios a partir
del elemento originario y libre de su esencia personal, de tal manera que la volun
tad espiritual imprimía su sello en todos los estratos del hombre, aun en los
más alejados del núcleo personal, convirtiéndolos en una reproducción exacta de
sí misma. Los dones preternaturales creaban, por tanto, el espacio en el que podía
tomarse como acción de la libertad pura esa decisión que se le había encomendado
al hombre.
Entre esos dones están, sobre todo, la integridad como inmunidad de la con
cupiscencia y la inmortalidad.
b) D o n d e in tegridad .
c) Don de inmortalidad.
Según el testimonio de la Escritura y de la tradición, la muerte es consecuen
cia y manifestación del pecado (Gn 2,17; 3,19; Sab 2,14; Rom 5,12; DS 222,
372, 1511). Con ello se dice implícitamente que según la voluntad originaria de
Dios hubiera debido ocurrir de otro modo y que el hombre estaba destinado
a la vida auténtica e imperecedera.
Las declaraciones fundamentales las encontramos en el relato del yahvista
acerca del paraíso y del pecado. Dios amenaza al hombre con la muerte en caso
de que no cumpla su mandato y coma del árbol del conocimiento que le ha prohi
bido: «Porque el día que comieres de él, morirás sin remedio»; «Con el sudor de
tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado;
porque eres polvo y al polvo tornarás» (2,17; 3,19). Para el yahvista, se hallaba,
por tanto, el primer hombre ante la elección entre su propia voluntad opuesta
a Dios, que debía traerle la muerte, y la obediencia al mandato divino, que le
prometía a cambio la vida. El hecho de que el hombre ahora deba morir y de
que la muerte le llegue con tanta amargura está para el yahvista tan unido al
pecado como la fatiga del trabajo, las espinas y abrojos, los dolores del parto y la
relación perturbada entre los dos sexos.
Para entender mejor estas afirmaciones reflexionemos sobre estos puntos: para
la fe de Israel, lo amargo y destructor de la muerte no consistía propiamente en
la muerte corporal, sino en el hecho de que el muerto se ve excluido de Israel,
de la comunidad de salvación y de su culto, y de que le abandona el mismo Dios
(Is 38,18; Sal 88,6.12; Sal 6,6, etc.). Se considera, por tanto, la muerte como una
realidad primariamente religiosa ante la cual disminuye la importancia del fin
terreno de la vida. «Del mismo modo que el concepto de vida no abarca solamente
la vida corporal, sino también todo lo que obtiene el justo como recompensa a su
virtud, y en primer lugar, la amistad con Dios, el concepto de muerte incluye todo
lo malo que le sucede al hombre como castigo por sus pecados, y en primer lu
gar, la pérdida de la amistad con Dios» 23. Lo mismo se sigue de Sab 2,23s, donde
con las palabras «la muerte que entró en el mundo por envidia del diablo» se
alude claramente a la lejanía de Dios, y no a la muerte corporal; porque sólo su
23 Haag, DB 1626.
648 EL ESTADO ORIGINAL
fren esa muerte «los que le pertenecen (al diablo)», mientras que los justos «están
en las manos de Dios».
«Vida» y «muerte» son, además, conceptos centrales en la teología israelita
de la alianza. El pueblo debe elegir entre la vida y la muerte (Dt 30,15-20), sin
que ello implique que se encuentra en posesión actual de la inmortalidad. La vida
se promete más bien como premio de la obediencia, mientras que la desobediencia
a la palabra de Dios trae consigo la muerte (Ez 3,18-21; 14,13-23; 18; 20,11.13.
21; Hab 2,4; Bar 4,1). La postura de Israel corresponde aquí a la postura de
Adán. Como ya hemos visto, en el libro de Jesús Ben Sira (Eclo 17,1-14) se funde
expresamente a ambos.
A la luz de estas palabras, los conceptos de «vida» y «muerte» de Gn 2-3
se refieren principalmente y en su intención propia a la vida con Dios en la obe
diencia a su palabra y a la separación de Dios en la culpa, muerte del alma. Así
como la situación de Adán corresponde a la situación del pueblo de Israel al
hacerse la alianza, también los conceptos de «vida» y «muerte» como posibilidades
de su decisión tienen en ambos casos un sentido similar. La muerte corporal, a la
que se ve sometido el hombre, es imagen y signo de la lejanía de Dios. La vida
que Dios le promete es la comunidad duradera e inalterada con el Dios vivo.
También el pasaje fundamental del NT, Rom 5,12, nos confirma este resul
tad o 245.2 La «muerte» de la que habla Pablo como consecuencia perniciosa del
pecado es, en último término, la pérdida de la vida divina, la lejanía de Dios 75,
la que nos remite como un signo la muerte corporal con toda su amargura. La
vida que precede a esta «muerte» hay que entenderla, por tanto, en el mismo
sentido amplio como comunidad gratuita con el Dios de la vida eterna.
A pesar de las descripciones fantásticas sobre el estado de magnificencia en
el paraíso, que en buena parte se deben a la teología del rabinismo judaico, los
Padres subrayan también que la inmortalidad de Adán era solamente conse
cuencia y signo de la comunidad gratuita con Dios. Con frecuencia (sobre todo
en Agustín y en muchos escolásticos primitivos) se relaciona la inmortalidad
con los frutos del árbol de la vida. En la alta Escolástica, el árbol de la vida
desempeña un papel cada vez más insignificante. La inmortalidad se considera
una parte de la iustitia originalis y es efecto de la misma causa que ésta. Para
Scoto, el hombre del estado original no era tampoco inmortal en sentido terreno
y corpóreo. El proceso de descomposición natural del cuerpo habría producido
la muerte más tarde o más temprano. Solamente habría alcanzado la inmortalidad
si le hubiera llamado Dios a sí antes de la disolución del cuerpo.
Dentro de una reflexión sistemática hemos de considerar la conexión que se
da entre la concupiscencia y la muerte y entre la integridad y la verdadera vida.
Del mismo modo que la concupiscencia, fruto del pecado original, alcanza su
punto culminante en la muerte, porque el hombre en ese momento no puede
ya disponer de manera activa de sí mismo, sino sólo soportar eso que se pre
senta sin haberlo llamado, la integridad original se habría consumado también
en la verdadera vida. Incluso en el caso de una decisión buena, la vida terrena
de Adán habría tenido que transformarse en la verdadera vida eterna, y el
status viae, en la consumación de la meta, y quizá'esa buena decisión habría
sido ya el acto de dicha transformación.
Así, pues, la libertad de la necesidad de morir significa en el paraíso que
al hombre creado de la tierra, y, por tanto, mortal por naturaleza, se le ha «pro
metido»26 la vida eterna, que incluye la transfiguración del cuerpo, como fruto
de su obediencia. Esa vida, entendida de este modo, es la que ha perdido el
hombre con su culpa. Pero la promesa misma no le fue retirada nunca. La vida
que debía conseguir Adán mediante un acto de obediencia es ahora fruto gratuito
de la imitación de Cristo, imitación que se acredita en la experiencia de la
muerte. Por tanto, sólo ha cambiado el camino que conduce a la misma meta.
26 Ib'td.
650 EL ESTADO ORIGINAL
en relación con su último fin, en la que tiene lugar al mismo tiempo o bien la
entrega creyente en la gracia de la justificación o la separación de Dios por la
culpa grave, podemos admitir también que ese primer acto libre de Adán con
sistió en una decisión culpable. Semejante acto puede extenderse a lo largo de
cierto espacio de tiempo sin que se pierda su unidad interna. En ese caso, las
gracias y dones del estado original habrían tenido la única función de hacer
posible esa decisión y de prepararle el terreno adecuado. Según esta concepción,
Adán no habría pronunciado nunca su sí libre a la vocación antes de la caída.
Una gracia semejante, que santifica al hombre antes de que adopte una pos
tura personal, es la que conocemos en el orden actual en el bautismo de los
niños. En el sacramento del bautismo se le comunican al niño la gracia y las
virtudes sobrenaturales, de forma que vive verdaderamente in iustitia et sancti-
tate, sin que todavía haya pronunciado su sí libre respecto a esa situación. De
manera similar se le habría dado al primer hombre la gracia del estado original
en el primer momento de su existencia, como un don que habría tenido que
aceptar libremente para que se realizara en su plenitud, pero que en realidad
no aceptó, sino que lo rechazó y de esa manera lo perdió. Esta concepción podría
apoyarse en una doctrina todavía muy extendida en el siglo xv, según la cual
Adán no hizo antes de la caída ningún acto propiamente sobrenatural y meri
to rio 28. También la doctrina de la creatio in naturalibus, que nunca ha sido
rechazada por la Iglesia, estaría muy próxima a esta teoría.
WOLFGANG SEIBEL
BIBLIOGRAFIA
(Además de los manuales y de las obras citadas en el texto)
28 Cf. A. Zumkeller, Hugolin von Orvieto über Urstand und Erbsünde: «Augustinia-
na» 3 (1953) 45.
652 EL ESTADO ORIGINAL
Breuning, W., Erhebung und Fall des Menschen nach Ulrich von Strassburg (Tréveris
1959).
Bruch, R., Die Urgerechtigkeit ais Rechtheit des Willens nach der Lehre des hl. Bona-
ventura: FStud 33 (1951) 180-206.
Bürke, G., Des Orígenes Lehre vom Urstand des Menschen: ZKTh 72 (1950) 1-39.
Cothenet, E., Paradis: DBS VI (1960) 1177-1220 (con bibliografía).
Dubarle, A.-M., Le péché originel dans l’Écriture (París 1958; trad. española: El pecado
original en la Escritura, Madrid 1971).
Feiner, J., Origen, estado primitivo y protohistoria del hombre: PTA (Madrid 1961)
304-334.
— Urstand: LThK X (1965) 572-574.
Feldmann, J., Paradies und Sündenfall (Münster 1913).
BIBLIOGRAFIA 653
Frey, J.-B., Uétat originel de la chute de Vhomme d’apres les conceptions juives au
temps de Jésus-Christ: RSPhTh 5 (1911) 507-545.
Fríes, A., Urgerechtigkeit, Valí und Erbsünde nach Prdpositin von Cremona und Wil-
helm v. Auxerre (Friburgo 1940).
Goosens, W., Immortalité corporelle: DBS IV (1949) 298-351 (con bibliografía).
Haag, H., Die Themata der Sündenfall-Geschichte, en H. Gross y F. Mussner, Lex tua
vertías (Festschrift H. Junker; Tréveris 1961) 101-111.
— Bihlische Schópfungslehre und kirchliche Erbsündenlehre (Stuttgart 1966).
Haes, P. de, De schepping ais heilsmysterie (Tielt, s. a).
Humbert, P., Études sur le récit du paradis et de la chute dans la Genése (Neuchátel
1940).
Kaup, J., Zum Begriff der iustitia originalis in der alteren Vranziskanerschule: FStud
29 (1942) 44-55.
Kors, J.-B., La Justice primitive et le Péché originel d'aprés St. Tbomas (Le Saulchoir
1922).
Labourdette, M.-M., Le péché originel et les origines de Vhomme (París 1953).
Lagrange, M. J., Uinnocence et le péché: RB 6 (1897) 341-379.
Landgraf, D 1/1, 37-50 (Der Gerechtigkeitsbegriff des hl. Anseltn von Canterbury und
seine Bedeutung für die Frühscholastik); 82-99 (Das Konnen des Willens im
Zustand der Urunschuld).
Michel, A., Justice originelle: DThC V III/2 (1925) 2020-2042 (con bibliografía).
Rahner, K., La hominización en cuanto cuestión teológica, en K. Rahner y P. Overhage,
El problema de la hominización (Cristiandad, Madrid) 17-84.
Renckens, H., Creación, Paraíso y Pecado Original (Madrid 1969).
Rendtorff, R., Gn 8,21 und die Urgeschichte des Jahwisten: KuD 7 (1961) 69-78.
Roo, W. A. van, Grace and Original Justice according to St. Tbomas (Roma 1955).
Rost, L., Theologische Grundlagen der Urgeschichte: ThLZ 82 (1957) 321-326.
Scarinci, L., Giustizia primitiva e peccato origínale secondo Ambrogio Catarino (Roma
1947).
Schmaus, M., Das Paradíes (Munich 1965).
Slomkowski, A., Uétat primitif de Vhomme dans la tradition de VÉglise avant St. Augus-
tin (París 1928).
Viglino, H., De mente Sancti Anselmi quoad pristinum hominis statum: DTh(P) 42
(1939) 215-239.
Vollert, C. O., The Doctrine of Hervaeus Natalis on Primitive Justice and Original Sin
(Roma 1947).
Zumkeller, A., Hugolin von Orvieto über Urstand und Erbsünde: «Augustiniana» 3
(1953) 35-62, 165-193.
CAPITULO X
EL HOMBRE E N PECADO
En su revelación, Dios nos dice quién quiere ser él para nosotros y qué
debemos ser nosotros para con él. Nuestra relación para con el Dios de nuestra
salvación es la unidad concreta de los diversos momentos que se describen ana
líticamente en estos capítulos. En nuestra relación de criaturas con el Creador
y de favorecidos por la gracia con el Dios de la alianza va incluido el hecho de
que el hombre esté situado ante Dios con posibilidad de responderle, recibirle
en la fe o rehusarlo en el pecado. Y la palabra del Dios revelador nos pone ante
los ojos, a todos y a cada uno en particular, que el pecado se ha hecho pode
roso en nosotros y sobre nosotros, de manera que necesitamos del perdón de
Dios en Cristo como redención. «La Escritura encerró todo bajo el pecado,
a fin de que la promesa fuera otorgada a los creyentes mediante la fe en Jesu
cristo» (Gál 3,22).
En el AT, los profetas y los historiadores sagrados, los «primeros profetas»,
forman la conciencia de Israel y descubren el pecado en el pueblo de Dios. Isaías
comienza su predicación con una dura llamada: «Gente pecadora, pueblo mar
cado por la culpa; semilla de malvados, hijos de perdición» (Is 1,4). A Jeremías,
profeta de la ruina de Judá, le dice Yahvé: «Recorred las calles de Jerusalén,
mirad bien y enteraos; buscad por sus plazas a ver si encontráis a alguien que
practique la justicia, que busque la verdad, y yo le perdonaría... Pues bien:
todos a una habían quebrado el yugo y arrancado las coyundas» (Jr 5,1.5). Para
los profetas es un axioma que los pueblos paganos son pecadores, sobre todo
por su idolatría; pero ello no es motivo para que Israel se engría sobre ellos:
«Pues el pecado de la hija de mi pueblo es mayor que el pecado de Sodoma»
(Lam 4,6; Ez 16,46s). Además, el pecado se extiende no sólo sobre los contem
poráneos de los que hablan de este modo, sino que mancha también al pueblo
de Dios en toda su historia. Los primeros pecados comenzaron ya en los días
de los primeros amores, en el tiempo de la marcha por el desierto, cuando el
pueblo provocó a su Dios con sus quejas y con el culto del becerro de oro.
Según Ezequiel, pecó ya en el mismo Egipto (Ez 20,6-10; 23,3-7). La historia
de los patriarcas muestra ya pecados en el patriarca Jacob o Israel, y tampoco
Abrahán era totalmente consecuente en su fe. Por lo demás, procedía de aquel
grupo de pueblos que, ya desde los tiempos de Noé, se había cargado de peca
dos. Así, Israel y toda la humanidad son pecadores» delante de Dios. «Vuestro
patriarca pecó ya contra mí» (Is 43,27). Esta afirmación acerca de Jacob, el
patriarca, el que lleva el nombre de Israel, sirve también para la humanidad
en su conjunto. De esta perspectiva nació el relato acerca del pecado «del hom
bre» en el libro del Génesis (Gn 3).
El NT no habla de otro modo del pecado de todos los hombres. La incre
dulidad que conducirá a la reprobación del Mesías será censurada por el mismo
Jesús (Mt 23) y por Esteban (Hch 7) como consecuencia de los pecados de los
ASPECTOS DEL PECADO 655
SECCION PRIMERA
42
c) Falta contra las normas de la creación y de la historia de la salvación.
De lo dicho hasta ahora resulta que el pecado significa una violación de las
leyes vigentes en el mundo concreto de la creación y de la alianza. No es una
violación de unas leyes que se nos dieron en tablas de piedra y se nos impusie
ron desde fuera de un modo o de otro. El pecado va dirigido no contra la vo
luntad de Dios sobre nuestra realidad, sino contra la voluntad y sabiduría divi
nas que se expresan en nuestro ser. El pecado no es en primer lugar una trans
gresión de las llamadas «leyes positivas», sino una transgresión de las «leyes
esenciales» de la realidad sobrenatural y natural, y, por tanto, sólo de las
leyes positivas en cuanto están justificadas por las esenciales. Pero también
con esta formulación podemos caer en un malentendido, el malentendido del
«esencialismo». El hombre no sólo está situado en una realidad a la que debe
conformarse, sino que es además el culmen de la realidad y lleva consigo el
encargo de «dominar la tierra» (Gn 1,28), es decir, de construirla, darle for
ma e incluso de hacerse a sí mismo y darse forma. Nuestra voluntad libre es
algo más que una capacidad para afirmar lo que está fuera de nosotros y
también algo más que el poder de dominarlo; es, ante todo, la capacidad de
darnos a nosotros mismos una actitud y un sentido definitivos. Por eso no debe
mos solamente recibir normas, sino también darlas; la «naturaleza» no lleva
en sí misma normas hechas, sino que tiene la posibilidad de alcanzar un sentido
pleno al ser recibida en la relación personal entre nosotros los hombres, que
hemos sido recibidos en la alianza con Dios. Solamente el significado que puede
tener la naturaleza en esta comunicación o el significado que esta comunicación
puede transmitir a la naturaleza constituye la norma moral. El pecado es, por
tanto, no sólo rebeldía contra la aceptación de las normas vigentes, sino también
negación a colaborar en la construcción y formación de normas sucesivas. La
«dureza de corazón» (Me 10,5; Mt 19,8), por causa de la cual no se llevó a cabo
en el judaismo —como tampoco en el paganismo— la indisolubilidad del ma
trimonio, puede servir como un ejemplo de pecado que se opone al nacimiento
de una norma, aun cuando Jesús, de acuerdo con la concepción de su tiempo,
lo describa como abandono de una norma que ya «desde el principio» estaba
vigente.
De este modo, el pecado va dirigido contra el sentido de la historia como
despliegue de la libertad y, ante todo, contra la historia de la salvación. Aun
cuando, por proceder de la libertad, el pecado está en la historia, va contra la
historia. Aunque de hecho es sólo posible dentro de la historia de la salvación,
es una resistencia que se opone a ella. Bultmann expresa una concepción, que
no sólo es moderna y existencialista, sino también bíblica y cristiana, cuando
califica al pecado como una caída en el pasado y a la salvación como una aper
tura del ser al fu tu ro 2. El pecado es, según esto, la «resistencia al Espíritu
Santo», el cual lleva la historia de la salvación a su plenitud a través de los
profetas y en Cristo (Hch 7,52). La ¿evadía o pecado contra el Espíritu Santo
consiste en que este aspecto es llevado, en la vida privada del hombre pecador,
hasta sus últimas consecuencias; se cierra a sí mismo todos los caminos de sal
vación. *
Si el pecado va contra Dios y contra un mundo que ha recibido de él la
Este pecado, que Juan llama «pecado que lleva a la muerte» (1 Jn 5,16), es
el límite extremo al que pueden llegar los pecados enumerados. ¿Hay también
un límite hacia abajo? ¿Existen también para los autores de los libros del NT
pecados menos graves? En realidad, podemos encontrar algunas indicaciones
sobre esto. La frase del padrenuestro «perdónanos nuestras deudas» (Mt 6,12 =
Le 11,4) es tal vez la petición de un favor tan válido para cada día como el
pan cotidiano y prepara así la idea del «pecado cotidiano, leve». Lo mismo puede
decirse de la frase de Santiago: «Pues todos tropezamos en muchas cosas» (Sant
3,2). Además de este texto, la tradición se remonta a una frase misteriosa de
Pablo (1 Cor 3,10-15) en que habla de «madera, heno, paja», con los que otros
han seguido edificando sobre el fundamento de su predicación acerca de Cristo.
Tal vez se refiera directamente al modo imperfecto de predicar de aquellos otros,
pero el hecho de que estas mismas personas el día del juicio «serán salvadas como
a través del fuego», mientras que sus obras serán quemadas, indica la existen
cia de un tipo de pecados por los que no se es condenado, pero de los que es
preciso ser purificado. El contraste con la enumeración de pecados sobre los que
se nos ha dicho que nos juzgará Dios permite ver en este texto una justa base
para la doctrina de los pecados leves. El NT señala ya en parte el carácter espe
cífico de todos estos pecados que nosotros describimos como «pecados mortales»
y «pecados veniales» contraponiéndolos como muy distintos.
Es convicción general en la Iglesia que para los pecados graves se requiere
la penitencia sacramental, mientras que para los pecados veniales se puede con
seguir el perdón por medio de ejercicios de penitencia privada, como la oración,
los ayunos y las limosnas. Dentro de esta regla constante varía mucho el con
cepto de qué son los pecados graves. Hasta el siglo vi, el tiempo penitencial de
la Iglesia se va haciendo cada vez más amplio y, casi sin excepción, se permite
sólo una vez en la vida de los cristianos; después, estas penitencias se hacen más
frecuentes, menos públicas, si bien en un principio no menos severas. Paralela
mente, al comienzo se practica la penitencia por pecados que son considerados
como sumamente graves, sobre todo por los tres pecados clásicos: apostasía,
asesinato y adulterio; sin embargo, más tarde se practica también por otros pe
cados graves incluidos en los catálogos bíblicos, sobre todo por los que van contra
los diez mandamientos. También para ellos se considera necesaria la penitencia
y la reconciliación sacramentales, porque excluyen también del reino de Dios
(1 Cor 6,9s), mientras que los otros no lo hacen. Así llega a su total desarrollo
en la práctica de la Iglesia la actual distinción entre pecados mortales y pecados
veniales ya insinuada en la Escritura. También lo admite así el magisterio. El
Concilio de Cartago, que se celebró el año 418, inspirado por Agustín y aproba
do por el papa Zósimo, tan trascendental para la aceptación en la Iglesia del
pecado original, dice que los «santos», es decir, todos los que viven en gracia
santificante, deben emplear la petición de perdón del padrenuestro y de otras
expresiones de la Escritura, aplicándoselas a sí mismos «de verdad y no por
simple humildad» (DS 228-230). El Concilio de Trento menciona en su decreto
sobre la justificación esta misma petición, puesta en boca de los justificados,
«a la vez humilde y verdadera» (et hutnilis et vera); inmediatamente antes dice:
«Pues aunque en esta vida mortal los santos y justos caigan alguna vez en peca
dos leves y cotidianos, que también son denominados veniales, no por eso dejan
de ser justos» (DS 1536). Por la misma razón, también se rechaza la tesis de
Bayo: «No hay ningún pecado que por su naturaleza sea leve (ex natura sua),
sino que todo pecado merece pena eterna» (DS 1920).
La mayor parte de los teólogos escolásticos afirmaron que Dios, en su sobe
rana voluntad, toma en serio a las criaturas, y por eso trataron de las diferencias
662 ESENCIA DEL PECADO
entre las distintas clases de pecados y, por consiguiente, entre la distinta natura
leza de las acciones humanas 4. Mientras Agustín podía hablar todavía libremente
de faltas mayores o menores «contra el amor» (De sententia Jacobi líber, seu
epístola, 167, V, 17: PL 33, 740), en la Escolástica se intenta preferentemente
encontrar la diferencia entre la acción contra la ley y la acción fuera de la ley
(praeter legem). Se comienza por ver tras la ley la ordenación hacia el último
fin y la relación de amor para con Dios: así, santo Tomás en su Suma Teológica
I-II, q. 88 y 89. Según esto, se diferenciarán dos tipos de conducta pecaminosa
contra este último fin: el pecado mortal como desviación moral de ese mismo
fin (inordinatio circa finem) y el pecado venial como un desorden moral con
respecto a los medios (inordinatio circa ea quae sunt ad finem); esto lleva, ante
todo, a una distinción según el contenido de los actos pecaminosos (ex obiecto
vel ex materia). Aparece otra distinción entre pecados graves y leves, según la
disposición de la persona que peca (ex dispositione subiecti), según el grado de
perturbación de la actitud de amor a Dios, según que la acción pecaminosa vaya
contra el amor y signifique su ruptura total o se aparte solamente de una actitud
a la que anima el amor y que se sigue manteniendo. Es interesante comprobar
que santo Tomás niega a los ángeles y a los primeros padres la posibilidad de
cometer pecados que sólo fueran leves, debidos al don de la integridad o domi
nio sobre la concupiscencia. Por consiguiente, esta posibilidad se atribuye, en
último término, a la estructura del hombre en su actual condición terrena. Hoy,
en general, se equiparan sencillamente el fundamento objetivo y el subjetivo.
Los catecismos están de acuerdo en este punto. Dicen: «Cometemos un pecado
mortal cuando transgredimos la ley de Dios en una cosa importante con pleno
conocimiento y con absoluta libertad. Cometemos un pecado leve: 1) cuando
transgredimos la ley de Dios en una cosa poco importante; 2) cuando transgre
dimos la ley de Dios en una cosa importante, pero sin pleno conocimiento o sin
absoluta libertad»5. Nos parece que no se puede negar que en la enseñanza acerca
del pecado y en el juicio práctico del pecado la medida de la «cosa» tiene gene
ralmente la primacía sobre el conocimiento de la intención moral. Al contrario,
en la reflexión teológica actual encontramos intentos esporádicos de considerar
el pecado mortal y el pecado venial ante todo desde la perspectiva interior 6.
y, por fin, a la relación que nos une a nosotros mismos y al mundo con Dios.
Pero, dada su unión con lo sensorial, puede presentársenos ante la vista sola
mente lo exterior, la coherencia visible que existe dentro de un sector pequeño
de la realidad, o precisamente esa misma profundidad metafísica, quedando im
plicado casi siempre en cada caso el otro aspecto de la realidad. En nuestro
conocimiento científico se atiende metódicamente a este contraste (por lo demás,
con la intención de dar con ello a la totalidad de nuestro conocimiento un con
tenido más rico): o se aprehende la realidad concreta de la experiencia en cuanto
sea posible — como sucede en las ciencias naturales o históricas— , progresando
a base de datos particulares, o se expresa la realidad en todo su contexto, en su
relación estrecha con Dios — como sucede en la metafísica— . Pero también sub
siste este contraste en el conocimiento habitual y diario. Cuando el hombre está
mentalmente despierto, llega a tener, de algún modo, en toda su experiencia del
fenómeno concreto, un conocimiento de toda la realidad, aunque sea muy escon
dido; además puede suceder que este conocimiento del conjunto se haga re
pentinamente más claro por la experiencia de algunos fenómenos: por ejemplo,
en la emoción profunda ante la contemplación de algo bello, en un contacto
personal profundo, en una experiencia religiosa. Esta visión clara, más o menos
total de la realidad, se da, por tanto, siempre que el hombre se ve situado en su
acción frente a una decisión religioso-moral. En cualquier clase de acción, en el
ejercicio de su profesión o en cualquier otra actividad, el hombre permanece
siempre consciente de que toma una actitud frente a la realidad como tal y, en
el fondo, frente a Dios: se siente siempre interpelado por él, y en su acción
física da ya una respuesta religioso-moral.
Pero a veces el hombre llega a saber y experimentar de un modo especial
mente expreso que, en su acción, se encuentra ante una decisión que consiste
en un claro «sí» o «no» ante el conjunto del orden moral y, en resumidas cuen
tas, ante Dios. Santo Tomás expresa la diferencia entre esta segunda situación
especial y la citada en primer lugar, más ordinaria, con otras palabras, al hablar
de la actitud y orientación (o de su forma desfigurada por el pecado) del hom
bre respecto a su último fin: en el primer caso, el hombre no se enfrenta directa
mente con el finís ultimus, sino que debe decidirse solamente circa ea quae sunt
ad finem; pero en el segundo caso, la decisión se efectúa directamente circa
finem. Así, pues, nos encontramos ante una decisión en la que la orientación
hacia el último fin y la relación para con Dios queda oculta tras una realidad
concreta o se manifiesta claramente en ella. Si uno se decide por el mal, comete
en el primer caso un pecado venial y en el segundo un pecado mortal. Pero
puede también decidirse en ambos casos por el bien, y esto se podría denominar
en el primer caso una «buena acción ordinaria» y en el segundo una «acción
vital moral».
Una decisión de este tipo no es todavía la decisión más profunda que puede
realizar un hombre. Aunque en este caso la relación religioso-moral con la reali
dad no queda ya oculta, sino que se ve de manera consciente en la decisión, sin
embargo, no se nos presenta todavía en nuestra decisión toda la realidad con su
relación definitiva para con Dios ni tampoco la plenitud y la profundidad to
tales de esta relación. Esto puede acontecer solamente en un acto intuitivo,
comprensivo, pero tal acto no puede darse en esta vida terrena. Podríamos
acercarnos, ciertamente, a esta intuición si aumentásemos en nosotros nuestro
conocimiento integral de la realidad por medio de conocimientos siempre nue
vos; pero esto sólo llega a hacerse explícito, predominante, incluyendo en sí
todas las otras formas de conocimiento, en la vida eterna. Pero entonces ya
no hay que tomar ninguna decisión religioso-moral, sino que se realiza cons
664 ESENCIA DEL PECADO
firmado por el Concilio de Trento al decir que nadie puede evitar por completo
el pecado venial si no es por un privilegio especial (DS 1573). Traslademos esto
a las categorías de evolución e historia y resultará el siguiente cuadro humano
que expresa simultáneamente el engranaje de estos dos factores al mismo tiempo
que su oposición: podemos considerar el mal físico, con Pierre Teilhard de Char-
din, como un producto secundario inevitable de la evolución. Puesto que esta
mos unidos corporalmente con la naturaleza, nuestra naturaleza está también
sometida, en parte, a las leyes estadísticas: en la misma medida en que el pecado
— en forma de pecado leve, o de pecado puramente material, o de pecado de si
tuación, del que todavía tendremos que hablar— se sustrae a la decisión de
nuestro centro personal, puede ser inevitable. Pero su esencia se encuentra en
la decisión libre, que es, al mismo tiempo, libertad de elección (DS 1486, 1521,
1555, 2003), y en cuanto tal no está sometido a la evolución, sino que es sujeto
activo de la historia.
3. Dios y el pecado
para que sea realidad. Por otra parte, este influjo de Dios no puede ser introducido
como una entidad especial entre la facultad y la acción y determinar de este modo
la acción, pues entonces esta realidad no procedería de nuestra capacidad, no
dependería de nuestra determinación lib re 8. Así, pues, no se puede atribuir
a Dios como sujeto inmediato la acción mala. El no comete el pecado. Por la
misma causa, tampoco puede ser él quien induzca al pecado. Su «prueba» con
siste en que permite que exista un mundo en el que el mal se produce y en el
que el mal tiene para nosotros fuerza de atracción. La perspectiva metafísica, se
gún la cual el mal en cuanto tal no tiene causa (non habet causam efficientem
sed deficientem), nos permite, por una parte, comprender más claramente que
Dios no causa el mal; pero, por otra, nos permite comprender mejor la creación
de Dios como un misterio ante el que nosotros debemos inclinarnos.
humano y se pone en primer plano la imagen del Dios del amor. No se debe
presentar el castigo como una prestación hecha para reparar una injusticia. Me
nos aún debe convertirse en la venganza de la comunidad, yendo más allá de
esta reparación y entrando en el ámbito público (como ocurrió muy frecuente
mente, sobre todo en tiempos y pueblos todavía bárbaros). Para que el castigo
humano tenga verdadero sentido debe mostrar al delincuente, y también a la
sociedad, lo que fue el delito, y con ello realizar la purificación de ambas partes.
Así, pues, también el castigo jurídico, cuando tiene verdadero sentido, no se
aplicará arbitrariamente sin relación alguna manifiesta con la falta, sino que será
como una consecuencia evidente del delito; puesto que uno se ha situado fuera
de la comunidad, ahora se le aparta de ella. Si esto ya es válido dentro de una
comunidad humana en la tierra, cuánto más debe serlo en la comunidad con
Dios, que dura eternamente. Así, el castigo no es ya la expresión defectuosa del
delito cometido, sino que es el pecado mismo. El pecador se encuentra solamente
frente a su propio pecado, no frente a la venganza de Dios. El pecador se man
tiene alejado de Dios y de la comunidad definitiva de amor, en la que Dios es
todo en todos, únicamente por su propia maldad. Dios es un Dios de vida
y amor y quiere comunicar todo esto; ese amor sigue estando dirigido también
a los hombres pecadores, pero su propio endurecimiento lo convierte en fuego
ardiente. Por eso no necesitamos tratar más el castigo del pecado en este capítulo
como un tema especial. En la sección siguiente hablaremos de las consecuencias
del pecado; entonces fundamentaremos más a fondo la coincidencia de pecado
y castigo.
SECCION SEGUNDA
o corporal). Así, pues, existe una orientación habitual hacia el bien y un pecado
habitual, un estado de gracia y un estado de pecado.
Es verdad que no existe nunca en este tiempo terreno un estado fijo que no
esté expuesto a tendencias opuestas, ni un estado de gracia sin tentaciones, ni
sobre todo un estado de pecado sin la solicitación de la gracia redentora de
Cristo. Por eso, el estado de pecado mortal puede empezar ya a removerse por la
contrición imperfecta; y por la conversión, por la contrición perfecta, puede in
cluso desaparecer antes de la reconciliación sacramental por la confesión. Así, el
estado de pecado o pecado habitual aparece asumido por la gracia redentora y du
rante esta vida terrena, felizmente, no aparece como algo absolutamente irrevo
cable. Esto no excluye que ese estado no pueda ser una realidad: la acción peca
minosa puede prevalecer a pesar de las «buenas acciones cotidianas» suscitadas
por la gracia o a pesar de los residuos de actitudes buenas, como también, por el
contrario, pueden darse pecados leves o incluso existir residuos de una actitud
pecaminosa en una actitud predominantemente buena, en un estado de gracia
santificante. Y esta actitud pecaminosa es su propio castigo en nuestra existencia
terrena y en la de después.
Esto nos lleva a la consideración crítica de una verdad afirmada generalmente
por la teología católica, según la cual después del perdón de los pecados todavía
pueden quedar «penas temporales» que deben ser expiadas en esta vida terrena
o en un estado de purificación en el más allá, en el llamado «purgatorio», o que
pueden ser perdonadas por las indulgencias. Según la explicación que se da de
esto, aunque el pecado se perdona, las penas quedan todavía sin perdonar. Pero
tal modo de hablar nos recuerda demasiado la situación análoga de uno que, en
el Estado o en la Iglesia, aunque se haya arrepentido interiormente de su delito
y pueda estar convertido, debe todavía recibir las penas sociales o jurídicas. Tal
cosa es posible porque estas últimas penas contienen siempre un signo que revela,
pero a la vez oculta, la actitud del delincuente. Por tanto, pueden ser y perma
necer impuestas aun cuando la actitud interior ya no sea mala, si bien se tiene en
cuenta también este cambio de actitud en el momento de fijar la pena o de una
remisión eventual de ella. Pero las penas temporales a las que nos hemos referido
no son lo mismo que las penas de la Iglesia (por lo que la Iglesia en sus indul
gencias intenta perdonar también algo más que las penas eclesiásticas simple
mente tales: DS 2640). Las penas temporales están en el orden de nuestras rela
ciones con Dios, del mismo modo que las «penas eternas». Ahora bien: estas
penas eternas se perdonan con la remisión de los pecados, como se reconoce
generalmente; ¿no puede decirse entonces que también las penas temporales des
aparecen con el perdón del pecado o bien que permanecen porque el pecado
mismo todavía no está perdonado? Por el pecado mortal se pierde la vida de la
gracia, pero Dios la restablece en Cristo cuando el hombre renuncia a su actitud
pecaminosa; ¿qué significa entonces el que todavía tenga que cumplir penas tem
porales? También aquí podemos seguir identificando las penas con la actitud
pecaminosa. Las penas temporales significan en ese caso que nuestra actitud to
davía no está purificada por completo, que con una orientación fundamentalmente
buena y con su vida de gracia correspondiente quedan aún actitudes periféricas
equivocadas. El purgatorio es la purificación definitiva de ellas, purificación que
puede iniciarse anticipadamente ya en nuestra vida terrena. Las indulgencias son
una bendición para nuestra purificación, dada bajo la forma anticuada, y, por
tanto, difícilmente comprensible hoy, de la remisión de una pena exterior.
b) El pecado como autoaniquilación.
9 En un importante pasaje que Hans Küng dedica al papel cósmico de Cristo co&°
redentor (Rechtfertigung [Einsiedeln 1957] 150-171) pasa un poco precipitadamente
de la muerte como consecuencia del pecado a la aniquilación; tal vez se Encuentra en
esto bajo el influjo de Karl Barth y quizá también de algunos autores escolásticos qne
aceptan casi sin crítica la posibilidad absoluta de la aniquilación. Si la orientación haci^
un futuro redentor es lo que mantiene al pecador en la vida y le permite seguir siendo
hombre es porque esta orientación coincide con la misma creación (real), no porqtf^
ella reemplace como gracia (sobrenatural) al propio ser (natural) de la creación. Cf. Ka**
Rahner, Problemas de la teología de controversia sobre la justificación (reseña det&'
liada del libro de Küng), en Escritos IV, 245-280.
43
674 CONSECUENCIAS DEL PECADO
El pecado es lo contrario del amor y por eso excluye al amor. Con esto está
dicho en el fondo todo lo que hay que decir sobre las consecuencias del pecado
en el obrar moral; esta consideración está de acuerdo con las afirmaciones teo
lógicas sobre la necesidad de la gracia para la práctica de las virtudes y para la
práctica de cualquier bien.
capaz de por sí de algo bueno» (DS 725). Los mismos pensamientos siguen vivos
aún en la oración de la Iglesia, sobre todo en las oraciones de los domingos des
pués de Pentecostés. Pueden resumirse en la confesión de fe de la colecta del
primer domingo: «Sin ti, la debilidad humana no puede hacer nada». Esto, lo
mismo que las afirmaciones precedentes, es un eco de la palabra de Cristo: «Sin
mí nada podéis hacer» (Jn 15,5).
A esta confesión fundamental y siempre válida la Iglesia ha añadido tres
series de p ro p o sic io n e s c o m p lem en ta ria s. La primera trata de las gracias que to
davía no justifican, pero preparan para la justificación. El Concilio ecuménico
de Trento señala muy claramente la diferencia entre el estado de gracia en los
hombres justificados y las gracias dadas para hacer actos de fe, de esperanza y de
arrepentimiento, actos preparatorios para la justificación, los cuales de ningún
modo son hipócritas o culpables, sino que, al contrario, son saludables y dispo
nen positivamente para la gracia santificante sin llegar a merecerla (DS 1525s,
1557). De ahí se sigue la condenación del principio de los seguidores de Bayo
y de Jansenio sobre los dos estados que se suponen ser los únicos posibles para
el hombre, el estado de amor ( caritas ) y el estado de concupiscencia (c u p id ita s)
(DS 1930); según ellos, ambos, «el amor a Dios» y «el amor a sí mismo y al
mundo» (DS 2307, 2444), se enfrentan el uno al otro de una manera exclusiva,
sin tener en cuenta en absoluto el término medio entre ambos, es decir, las acti
vidades que nos disponen para la gracia santificante y para el amor perfecto, de
las que habla el Concilio de Trento. A continuación viene la segunda serie de
proposiciones: no son pecado todos los actos realizados por un pecador (DS 1940,
2302, 2309, 2459), es decir, por un hombre antes de ser justificado (DS 1949,
2428) o los actos que no proceden de la caridad (DS 2311) o de la virtud (DS
1216). Tampoco son pecado todas las acciones de los infieles (DS 1925, 2308).
Estas acciones no culpables del pecador pueden ser los actos preparatorios de que
nos habla el Concilio de Trento; e incluso las acciones no culpables de los incré
dulos «a quienes Cristo no ha sido predicado» (DS 1968) pueden proceder de
una fe implícita.
En cambio, la tercera serie de afirmaciones p a rece a veces decir lo contrario
de lo que se afirmó contra los pelagianos y contra otras tendencias. Abelardo fue
condenado porque defendía que el libre albedrío era por sí mismo — es decir,
naturalmente— capaz de hacer el bien (DS 725), mientras que se aceptó contra
Bayo la doctrina «que admite algún bien natural, es decir, algo que proviene de
las solas fuerzas de la naturaleza» (DS 1937; cf. 1965). Más claramente aún en
contramos la afirmación de un bien proveniente de «las solas fuerzas de la natu
raleza» (e x n atu rae so lis v ir ib u s ) allí donde, en afirmaciones contra Bayo y Jan
senio, se emplean las expresiones «fuerza de la gracia», «sin la gracia» (a b sq u e
gratia, sin e g ratta). Se condenó contra Bayo que «el libre albedrío, sin ayuda de
la gracia, solamente es capaz del pecado» (DS 1927, 1930); hay afirmaciones del
mismo tipo contra Quesnel (DS 2401s, 2438-2442); es posible que la expresión
«sin la gracia» haya que entenderla a veces como «sin la gracia santificante»; en
tonces, «el bien sin la gracia» podría ser lo que aún no proviene de la virtud
divina de la caridad, pero predispondría a recibir el amor; entonces, la condena
ción se referiría a la contraposición directa y exclusiva de los dos estados: el del
amor y el de la concupiscencia. Pero la expresión «sin la gracia» parece decir más,
y en todo caso se reconoce también algo bueno a la voluntad «proveniente de las
solas fuerzas naturales». Esto es un eco de la doctrina de Trento sobre la vo
luntad libre del hombre caído. En el decreto sobre la justificación, el Concilio
declara que este libre albedrío «de ningún modo ha sido suprimido, aunque se
hayan debilitado sus fuerzas y se hayan inclinado (al mal)» (DS 1521: «tametsi
INCAPACIDAD PARA AMAR 677
mada por el amor, nuestra voluntad libre ejercita su capacidad física para elegir.
¿Puede el pecador en estas condiciones elegir el bien por sí mismo? Sí, pero no
el bien pleno, sino limitado. La capacidad para este bien limitado fue defendida
por la Iglesia contra Bayo (DS 1937), y la incapacidad para el bien total, contra
Abelardo (DS 725).
d) Incapacidad de integración.
La incapacidad para el amor trae consigo la incapacidad para una orientación
plena hada el bien. Esto se hace más patente cuando se investiga cómo se origina
esta vida moral que cuando se la considera en sí misma. El hombre en la tierra
está siempre en camino hacia una unidad; esto sucede particularmente cuando aún
LA INCLINACION AL MAL 679
3. La inclinación al mal
El pecado tiene además como consecuencia aún más inmediata, junto con la
incapacidad para el bien, la inclinación hacia el mal: una acción siempre es algo
más que sus manifestaciones exteriores o su contenido limitado, que son pasa
jeros; éstos son la exteriorización y la realización de una actitud y de una dispo
sición permanentes. Tras el asesinato queda el odio; tras la impureza, el apetito
egoísta. Es absolutamente posible que los sentimientos se conviertan en sus con
trarios, como lo demuestra la desesperación de Otelo o la aversión que sintió
Amón frente a Tamar después de haberla violado (2 Sm 13,15), y sobre todo,
el pesar de Judas después de haber cometido su traición (Mt 27,3-5). Pero hasta
que no se produce una conversión interior por el influjo de la gracia, el egoísmo
que motivó la primera acción seguirá aprisionando al hombre y buscará otra sali
da o, finalmente, se endurecerá en la obstinación y la desesperación. Las acciones
exteriores, los sentimientos, las ideas que los acompañan participan de la inesta
bilidad de nuestro contacto con el mundo; pero esa actitud participa también de
la inmortalidad de la persona espiritual, y tanto más participa cuanto más pro
fundamente enraizada está. La actitud mala se mezcla de diversas maneras con la
incapacidad para el bien. Por eso hay en el hombre, en cuanto es pecador, un
impulso pecador y una tendencia pecadora, tanto por causa de la persistencia de
la actitud, que se manifestó en la acción pecaminosa precedente, como por causa
de la falta de integración, que permite que las distintas facultades, tendencias,
instintos y pasiones busquen su satisfacción parcial a costa del valor total de la
persona humana en la comunidad humana. Las tendencias que tienen necesidad
de ser ordenadas se convierten en «pasiones desordenadas» en la medida en que
son arrastradas por una actitud pecaminosa o no pueden encontrar su integración
680 CONSECUENCIAS DEL PECADO
a) La carne.
La carne (o"áp^, caro), en la concepción semítica del hombre, no se opone
al alma, sino a la sangre o a los huesos. «Carne y sangre» o «carne y huesos»
designan, por tanto, al hombre completo o a «lo humano». También en el NT,
cuando se contrapone «carne» y «espíritu» (irveGpua), no se hace una diferencia
antropológica entre componentes esenciales del hombre — al menos no aparece
en primer plano— , sino que se expresa una distinción teológica y soteriológica
entre dos situaciones en las que el hombre se encuentra respecto a su salvación.
En cuanto «espíritu», el hombre, el cristiano (lo mismo que Cristo, que es «el
espíritu»: 2 Cor 3,7), está lleno del poder de Dios, del Espíritu Santo. En cuanto
«carne», está entregado a su propia debilidad de criatura; más aún — sobre todo
según Pablo— : al pecado. Esto está expresado de un modo especial en tres pasa
jes en los que la carne se contrapone al espíritu: 1 Cor 2,10-3,4; Gál 5,16-26;
Rom 7,14-8,13. En el primero aparece el hombre carnal o «terreno» (1 Cor 2,14:
ij/ux’wcó^ ¿tv0pwTO(;, animalis homo) como particularmente incapaz de comprender
las cosas de Dios, mientras que el hombre espiritual «todo lo juzga» (v. 15), pues
«el Espíritu de Dios lo escudriña todo, incluso las profundidades divinas» (v. 10).
Así, pues, lo que caracteriza sobre todo al hombre carnal es la impotencia natural
para comprender los misterios de Dios, si bien la pecaminosidad desempeña aquí
cierto papel: «Porque, mientras haya entre vosotros envidias y discordias, ¿no es
verdad que sois carnales?» (1 Cor 3,3). Es la pecaminosidad exclusivamente lo
que caracteriza a la carne cuando Pablo dice, en el capítulo 5 de la carta a los Gá-
latas, que «la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu, contrarias
a la carne» (v. 17); y luego hace una enumeración de k s «obras de la carne» en
la que vemos ya anticipado el catálogo de pecados del primer capítulo de la carta
a los Romanos. Es digno de tenerse en cuenta que algunos pecados que en 1 Cor 3
están relacionados con la carne y algunas obras de la carne de Gál 5, en un
análisis más psicológico, serían clasificados como pecados «del espíritu»; lo cual
nos hace ver una vez más que esta «carne» representa al hombre entero con
cuerpo y alma en su estado de pecado. En el tercer pasaje (Rom 7,14-18,13), la
oposición entre carne y espíritu recibe luz de otras realidades. Una de éstas es la
ley de Dios, a la que Pablo denomina «espiritual»; y sigue a continuación: «Sin
embargo, yo soy de carne, vendido al poder del pecado» (Rom 7,14), con lo cual
se refiere a otra realidad: el pecado. Este «yo», que está enfrentado con la ley
y también con la parte superior del yo que se halla de acuerdo con la ley (vv. 15-
22), está hasta tal punto «vendido al pecado», que Pablo equipara incluso el
pecado con ese yo malo, personificándolo hasta cierto punto: «No yo, sino el pe
cado que habita en mí» (v. 20). Este yo malo recibe el nombre de pecado, pero
Pablo lo identifica también con la «carne»: «Nada bueno habita en mí, es decir,
en mi carne» (v. 18).
b) La concupiscencia.
Mientras el concepto de «carne» proviene de la concepción semítica del hom
bre, el concepto de «apetito» o «concupiscencia» (émOujila, cupiditas) proviene
más bien del mundo griego. Allí, originariamente, el «desear» y el «deseo» o «ape
tito» tenía un significado neutro; pero el dualismo de la filosofía griega considera
la émGupita ante todo como opuesta a la razón, como tendencia no sometida
a ella, y por esta razón esa palabra adquiere un sentido peyorativo. Sin embargo,
en el AT el deseo malo no se opone a la razón, sino a la ley de Dios (Ex 20,17-
Dt 5,21) o a su providencia (Nm 11,4). En los libros del NT, «deseo» o «desear»
pueden usarse igualmente en buen sentido: también «el Espíritu desea» (Gál 5,
16). La mayor parte de las veces, sin embargo, el contexto hace que se entienda
como concupiscencia mala; a veces porque el sujeto de la concupiscencia es la
carne. Es conocida también la insistente conexión que se da en los escritos de
Juan entre la concupiscencia y el mundo (1 Jn 2,6). Así se entiende la concupis
cencia en sentido peyorativo como la tendencia hacia el pecado en el hombre o en
la humanidad que está bajo el pecado, es decir, en la carne o en el mundo. La
concupiscencia no sólo conduce al pecado, sino que también proviene del pecado
que domina al hombre carnal y mundano. Para Pablo, la ley tiene también algo
que ver en todo esto: frente a la exigencia de la ley, la actitud pecaminosa pro
duce transgresiones (Rom 4,15). Sobre todo, el mandamiento de no desear des
pierta el deseo (Rom 7,7s). Esta concupiscencia se considera en la doctrina de la
Iglesia y en la teología casi exclusivamente como una consecuencia del pecado
original; pero basándonos en la Escritura se la puede relacionar también con los
pecados personales. La concupiscencia consiste, por tanto, en la actitud pecami
nosa y a la vez en la imposibilidad de integrar nuestras tendencias en el amor,
como ya hemos indicado. Podemos insistir una vez más en que aquí nos referimos
a todas las tendencias de la naturaleza humana, las del cuerpo y las del alma. La
teología reciente tiene por eso mucha razón al poner, basándose en la Escritura,
la concupiscencia no sólo en el cuerpo, sino en todo el hombre 11.
c) La esclavitud.
Precisamente por la concupiscencia domina, según Pablo, el pecado en el
hombre y sobre el hombre. Para el hombre, esto significa esclavitud, al tenerse
11 K. Rahner, Sobre el concepto teológico de concupiscencia, en Escritos I, 379-416;
B. Stoeckle, Die Lehre von der erbsündlichen Konkupiszenz in ihrer Bedeutung für
das christliche Leibethos (Ettal 1954); J. B. Metz, Concupiscencia, en Conceptos fun
damentales de la teología I (Madrid 1966) 255-264 (bibliografía).
686 EL PECADO DEL MUNDO
Por eso, el cristiano debe «mantenerse limpio ante el mundo» (Jn 1,27), y «la
amistad con el mundo es enemistad con Dios» (Sant 4,4). Dios y el mundo tienen
normas contradictorias respecto a la tristeza (2 Cor 7,10), pero sobre todo res
pecto a la sabiduría y a la locura (1 Cor 1,20.27; 3,19). Así, pues, «(la sabiduría
de Dios) era desconocida de todos los príncipes de este mundo, pues de haberla
conocido no hubieran crucificado al Señor de la gloria» (1 Cor 2,8). El mundo,
según Pablo, está irredento, impotente y ciego frente a Cristo. Según Juan, aparece
además como culpable y endurecido. Tras las palabras del prólogo sobre la ve
nida de la luz a este mundo, viene inmediatamente: «y el mundo no la conoció»
(Jn 1,10). En Juan, el «mundo», cuando lo nombra en un sentido peyorativo, no
está connotado solamente por los pecados que han precedido a Cristo, sino ante
todo por el pecado de haber le rechazado. «El mundo» es «esta generación», car
gada con los pecados cometidos desde el asesinato de Abel, y que al rechazar
a Jesús ha colmado la medida de sus padres (Mt 23,29-36; Le 11,47-51). Las pala
bras acerca del mundo en el buen sentido se encuentran en los primeros capítulos
del cuarto evangelio (por ejemplo, Jn 3,16s), pero en la narración de la Pasión
se ha pronunciado ya sentencia contra Jesús; desde este momento el «mundo»
está juzgado, porque no ha recibido al Hijo y le odia (Jn 12,31; 15,18s; 16,8-11).
Jesús no se revela a este «mundo» (Jn 14,19.22), ni siquiera pide por él (Jn 17,9),
ciertamente no por falta de amor, sino porque el mundo no está abierto a esta
revelación y a esta oración (cf. 1 Jn 5,16): «Pues todo lo que hay en el mundo
—la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de
las riquezas— no viene del Padre, sino del mundo» (1 Jn 2,16). «El mundo
entero yace en la ira» o «depende del maligno» (1 Jn 5,19). En el NT se da una
preferencia por el uso de oqxapría en singular. «El pecado» domina en el mundo,
como dice Pablo (Rom 5,14); Juan habla, por eso, de «el pecado del mundo»
(Jn 1,29).
Lam 5,7; Is 65,6s; Ez 2,3; 16,20; 23). Esto sucede también en el NT, donde
se expresa quizá aun más claramente que Dios recompensa a cada uno según
sus obras (Mt 16,27; Jn 5,29; Rom 2,6; 14,12; 1 Cor 5,10; 11,15; Gál 6,5;
Ef 6,8; 1 Pe 1,17; Ap 20,12s; 22,12). Por otra parte, aparece el tema del
dominio del «pecado» en el «mundo». Al principio de su carta a los Romanos,
Pablo explica con todo detalle que Dios, sin acepción de personas, a los judíos
lo mismo que a los griegos, les permite participar según sus obras de la vida
eterna o de la cólera, de la aflicción o de la gloria (Rom 2,6-11); pero, cuando
más adelante Pablo habla de Adán, dice: «Por la desobediencia de un solo hom
bre, todos fueron constituidos pecadores» (Rom 5,19). Estas dos líneas de pen
samiento corren paralelas en toda la Escritura. Esto hace al menos probable que
la solidaridad sea algo más que una suma de pecados individuales sin relación
intrínseca. Por otra parte, esta solidaridad no se constituye por el hecho de que
la culpa de uno pase sin más a otro; eso iría contra el principio de la responsa
bilidad personal. Así, pues, debe haber, además de los pecados de las personas
individuales, un lazo de unión por el que los pecados de uno se unan con
de otros, los pecados del padre con los de sus hijos.
Esta conexión puede ser el castigo, es decir, las consecuencias que natural
mente se siguen de los pecados. En este caso, sin embargo, se debe excluir la
actitud culpable en sí misma, que es el principal castigo del pecador, puesto que
ella es tan intransferible como la acción misma. Pero la soledad, al caer en la
cuenta de que uno se encuentra frente a aquellos contra quienes ha faltado, el
daño causado en la salud corporal y espiritual, la inseguridad y la angustia, todo
esto puede pasar del pecador a quienes le están confiados o a quienes están
unidos con él. Así, la división del pueblo de Dios en dos reinos es un ca
por la política de Salomón. Existe igualmente el proverbio: «Los hijos de los
adúlteros no llegarán a sazón, desaparecerá la raza nacida de una unión culpable»
(Sab 3,16). Encontramos, sin embargo, en la Escritura una solidaridad que no
reside sólo en el castigo, sino también en que los hijos imitan los pecados de sus
padres: «Han reincidido en las culpas de sus mayores» (Jr 11,10), «[Colmad tam
bién vosotros la medida de vuestros padres!» (Mt 23,32). También hay que hacer
notar aquí que nadie puede, pura y simplemente, hacer pecar a otra persona, ni
siquiera los padres a sus hijos. La persona no puede ser forzada por ningún in
flujo exterior a realizar acciones responsables que broten de su libertad, ni siquiera
por otra persona. Nuestra corporalidad está expuesta, ciertamente, al influjo de
una causalidad extraña; pero en nuestra libertad misma no estamos sometidos
a un influjo necesario. Existe, con todo, un tipo de influjo de una libertad sobre
otra: de la acción libre surge una llamada que puede ser respondida por la acción
libre de otra persona. Esta ñamada puede hacerse eficaz inmediatamente por medio
de las facultades cognoscitivas del otro, pero puede actuar también desde la
lejanía en el tiempo y en el espacio: el pecado de hoy puede arrastrar a otros con
su seducción no sólo en este instante, sino también, y con la misma eficacia, más
tarde; así los hijos que hacen lo mismo que sus padres y no saben actuar ya de
otra manera como consecuencia de los pecados de sus padres.
hasta el punto de que el sujeto se vea obligado a realizar una acción' buena o
mala, sino en cuanto que le obliga a dar una respuesta para el bien o para el mal,
o también a omitir esta respuesta, pero siempre en virtud de su propia decisión
libre. Así, pues, mi acción libre no realiza ni causa la reacción del otro, sino una
situación ante la que él, decidiendo libremente, d e b e reaccionar. El otro Úega a una
situación determinada en razón de mi acción libre (como, por lo demás, también
en razón de otras mil causas que muchas veces no son libres). La situación es
el lazo de unión de una decisión libre con otra, de modo que la historia se puede
definir como el intercambio de decisiones y situaciones. Así, lo que puede deno
minarse, junto con las acciones culpables, como segundo elemento constitutivo
del mundo es la situación pecaminosa que proviene del pecado e invita al pecado,
aunque la libertad del otro puede dar también a esa situación una respuesta para
el bien.
La situación es un conjunto de circunstancias en las que una persona o una
cosa se encuentra en un momento determinado. La situación está «alrededor» de
la persona determinada, pertenece a su «entorno». No negamos que esto implique
en la persona la facultad de darle un sentido y una forma. Sin embargo, hay que
insistir en que la situación está, en primer lugar, fuera de la persona y que viene
a su encuentro desde fuera. Por eso hay que examinar este punto más amplia
mente e investigar cómo queda afectada interiormente la persona por la situación.
N o se tra ta a q u í d e la situ a ció n a c tiv a d e la p erso n a , sino lo que en lenguaje esco
lástico se podría denominar su situ a ció n p a siv a (el «estar situado»). Lo que im
porta, finalmente, como elemento constitutivo del pecado del mundo no es un
lazo de unión entre los pecados personales, que es exterior al hombre (y en cuanto
es exterior al hombre), sino el hecho de estar determinado este mismo hombre.
El pecado del mundo, lo mismo que el pecado histórico de una determinada
comunidad familiar o cultural — se puede pensar, por ejemplo, en el antisemitismo
o en el colonialismo— , es una realidad en el hombre mismo. En algunos llega
a ser una autodeterminación culpable: una acción y, sobre todo, una actitud que
uno mismo ha tomado; en otros consiste en el estar situado, en el estar deter
minado en su propia libertad por los pecados de los antepasados. Este estar
situado en el pecado es lo que se debe añadir a los pecados personales, para que
con razón se pueda hablar del pecado de una comunidad, del pecado del mundo.
Ya se mostró antes que este estar situado no suprime la libertad en sí misma.
2. A c c io n e s q u e p e rte n e c e n al p e c a d o d e l m u n d o
a) Doctrina de la Escritura.
Ya se ha aludido a que, al menos desde la venida de Cristo, los pecados son
una negación de Cristo, aunque no lo sean más que de forma implícita. Sin em
bargo, se puede atribuir tal carácter anticristiano implícito a los pecados que se
cometieron en la humanidad antes de la venida de Cristo, en el camino que
llevaba a él. En la diatriba de Jesús contra los fariseos, en la que la expresión
«llenar la medida de vuestros padres» se aplica a la falta de fe que rechaza a los
«profetas, sabios y escribas» enviados antes de Jesús —y, en ellos, a él mismo— ,
se sugiere que los pecados anteriores alcanzan su punto culminante en la repulsa
de Cristo (M t 23,32-34). El asesinato de los profetas y de Jesús están unidos ex
presamente en el discurso de Esteban: « ¿ A qué profeta no persiguieron vuestros
padres? Ellos mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de
aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado» (Hch 7,52). Ya
ACCIONES DEL PECADO DEL MUNDO 689
hemos aludido a que, según Juan, «los judíos» y toda la humanidad se trans
formaron en «mundo», en el sentido peyorativo de la palabra, en la medida en
que, por falta de fe, rechazaron a Cristo. Los hombres han traicionado la luz,
más aún: la han rechazado, porque sus malas acciones pasadas no podían sopor
tarla (Jn 3,19s). Todo esto muestra claramente que la repulsa de Cristo, que se
concretó en la cruz, constituyó un punto culminante en la historia de los pecados
anteriores y un punto central en toda la historia del pecado. Romano Guardini
tenía razón al denominar a este acontecimiento «la segunda caída» l5; sin em
bargo, quizá tenía más razón al denominarla «caída» que al llamarla «segunda».
En todo caso, en contacto con los textos citados anteriormente, podemos esbozar
una historia de las acciones y actitudes culpables, cuyo punto culminante lo cons
tituye la repulsa de Cristo.
En el capítulo 23 del Evangelio según san Mateo, Jesús se enfrenta con el
endurecimiento, con la <xva[JLÍa de los escribas y fariseos; y esta actitud es la causa
más profunda de su muerte en la cruz (independientemente de la responsabilidad
jurídica que hayan podido tener estos partidos; esa responsabilidad parece caer
principalmente sobre los saduceos). La repulsa anterior de los profetas encuentra
su culminación en la repulsa del Mesías, como lo da a entender, aún más clara
mente, Esteban. Pero no solamente caerá sobre «esta generación» la sangre de
los profetas, sino también «toda la sangre de los justos derramada sobre la tierra,
desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías,
a quien matasteis entre el santuario y el altar». Así, pues, no sólo los pecados
cometidos contra los enviados de Dios, sino también los pecados contra el prójimo
(aunque en los dos casos mencionados el prójimo tiene un marcado carácter sa
grado), preparan la muerte del hombre Dios. Por lo demás, Pablo, en el capítulo
primero de la carta a los Romanos, dice que todos los pecados contra el prójimo
provienen de negar a Dios los honores debidos. Así, pues, estos pecados contra
el prójimo, del mismo modo que los pecados específicamente religiosos, el culto
a los ídolos y la repulsa de los profetas, pueden ser considerados como un camino
que sube — sería mejor decir como una bajada, un descenso— hacia la muerte
de Cristo. En una visión de conjunto de la historia de la humanidad, estos peca
dos se hacen cada vez más manifiestos. La decisión para el bien o para el mal
toma una forma cada vez más clara tanto en la vida de una persona privada como
en la de la humanidad entera. Cuando la humanidad empieza a organizar su
existencia y a expresarse por la cultura (sobre todo desde ese gran viraje de la
historia de la humanidad que tuvo lugar al comienzo del neolítico), aparecen
también los pecados contra el prójimo y contra la religiosidad. Particularmente
en las grandes culturas agrícolas, aparecen, junto a su organización social y polí
tica, guerras, pillaje, explotación de los vencidos, esclavitud, opresión de las
clases inferiores; y, al mismo tiempo, aparecen, junto a una religión organizada,
formas de idolatría.
b) Historia de la perdición.
Ciertamente, Dios quiere la salvación de todos los hombres; esta convicción
cristiana nos permite ver en las religiones paganas una ascensión hacia Cristo
y, por tanto, un principio de fe en la presencia salvadora de Dios 16. También
15 R. Guardini, Der Herr (Wurzburgo 121961) 105, 108 y passitn (trad. española:
El Señor, Madrid 61965).
16 Cf. A. Darlap: MS I, y B. Stoeckle: MS II; sobre todo, Vaticano II, Constitución
sobre la Iglesia II, 16.
44
690 EL PECADO DEL MUNDO
podríamos encontrarla en el culto a las imágenes; del NT deducimos que las vio
lentas condenaciones del culto a las imágenes hechas por los profetas del AT no
llegan a tener un valor definitivo. A pesar de ello, esta condenación de los profe
tas es verdadera. La religiosidad del paganismo es un diálogo confuso del hombre
con el Dios que quiere ser nuestra salvación. La invitación misericordiosa de Dios
al hombre se deja oír en la respuesta llena de fe, agradecida y humilde del hom
bre; pero, a la vez, el hombre cede también a la eterna tentación: «Seréis como
Dios», y trata de disponer, por la magia y la idolatría, de los dones de Dios
y, a fin de cuentas, de Dios mismo. Esto último tiene como consecuencia el poli
teísmo y el panteísmo de las culturas especulativas. Aun cuando Dios, en Israel,
proyecta su luz en este diálogo, la respuesta pecaminosa del hombre no des
aparece, sino que, por el contrario, su carácter de repulsa se manifiesta todavía
más claramente. Por una parte, en el AT vemos realizarse el gran milagro histó
rico de un monoteísmo que es profesado sin compromisos por un pueblo abierto
a todas las influencias seductoras del paganismo circundante. Dios se manifiesta
y es reconocido como Dios trascendente, santo, vivo, que se da a sí mismo, y el
hombre está ante él en una actitud de adoración, responsabilidad, fe, confianza
y, sobre todo, de amor. Pero, por otra parte, con esto no ha desaparecido la res
puesta pecaminosa del antiguo Israel, con sus inclinaciones paganas, ni del judais
mo posterior depurado. En Israel, los profetas lucharon continuamente contra el
culto a los dioses extranjeros, principalmente contra los dioses cananeos, pero
también contra un culto a Yahvé que ocupa el lugar de las obligaciones para con
el prójimo (Is 1) o que se convierte en un título al que se puede apelar, de tal
modo que el individuo se considera a salvo sólo en virtud del templo (Jr 7). Y el
judaismo posterior busca la misma autojustificación y la misma autoseguridad en
las relaciones cosificadas establecidas por el fariseísmo con Dios (en medio de
toda la seriedad moral y religiosa que le dio origen) y que contrasta tan mani
fiestamente con la espiritualidad de los «pobres de Yahvé», llena de fe y de
esperanza en la salvación. La fe de éstos recibió en María al Hijo de Dios, pero
la autojustificación de aquéllos lo rechazó y crucificó. Así, el pecado del mundo
nos presenta en el paganismo el aspecto de una idolatría usurpadora, mientras
que en el pueblo elegido adopta el aspecto de la repulsa de la salvación de Dios
en los profetas, la cual alcanza su punto culminante en la repulsa de Cristo. Hay
que añadir además que cada vez es mayor la gracia divina que se rechaza: pri
meramente, su presencia apenas manifestada, de la que el hombre llegó a hacerse
consciente por los dones de la creación: «lluvias y estaciones fructíferas y abun
dancia de comida y bebida» (Hch 14,17); luego, la gracia de su palabra en el AT,
que se revela y hace historia, y, finalmente, la gracia de la Palabra eterna hecha
carne. La repulsa de la gracia se ha convertido en la negación del Mediador y de
la fuente de la gracia. Y fue tan violenta esa repulsa, que tomó cuerpo en una
muerte fecunda: el Mediador y la fuente de la gracia de Dios han sido desterra
dos de nuestra existencia humana sobre la tierra; él ha muerto, lo que significa
la repulsa y la exclusión más radicales y más definitivas que hubiéramos podido
hacer de nadie. Por eso todos nosotros nos hemos convertido, en cuanto de nos
otros depende de una forma total y definitiva, en hambres sin gracia; esto fue
superado solamente por la gracia aún mayor de Dios en la resurrección de Cristo.
3. Situación causada por las acciones pecaminosas
El pecado toma cuerpo en una forma determinada de mal moral, y ya, según
este aspecto más exterior, puede limitar el ámbito de nuestra libertad mediante
un oscurecimiento notable de las normas y valores. Esto ocurre en cualquier mal
ejemplo que nos priva de un testimonio vital en favor del bien y ocupa su puesto,
pero que es, al mismo tiempo, una invitación al mal y, por ello, una ocasión
de caer, una «piedra de escándalo», un <rxávSaXov. La invitación al mal se hace
más intensa en la medida en que va unida a la presión social. El oscurecimiento
de normas y valores se hace tanto más funesto cuanto más se necesita del testi
monio de otro, es decir, cuanto más se está necesitado de una formación moral.
A un niño que en su casa no ha visto más que robar le será verdaderamente difí
cil no robar. Esto puede llegar hasta tal extremo, que el valor de la honradez sea
desde el primer momento inaccesible para el niño, puesto que ese valor falta
absolutamente en el medio ambiente en que el niño comienza su existencia. A esta
última situación nosotros no la llamamos existencialista, porque no es una situa
ción que nosotros encontremos en nuestro existir y a la que nosotros mismos
demos sentido, sino que la denominamos existencial porque precede a nuestro
existir y lo tiene dominado. Vamos a presentar ahora lo que significa para nuestra
libertad el estar situado, o situación pasiva, en una situación existencial.
Si es real el caso que acabamos de citar, el niño no puede llegar a la honradez,
y este «no poder» se toma en tal caso como absoluto. Repetímos una vez más que
por ello la libertad no deja de existir de ningún modo; solamente queda sustraída
a su radio de acción una zona determinada que le está vedada. No hay dificultad
en afirmar algo semejante de nuestra facultad cognoscitiva. Esta facultad está
siempre presente en el hombre y está siempre abierta a toda la realidad («anima
est quodammodo omnia»). Pero, por otra parte, no puede formarse en absoluto
el concepto de una realidad que no se haya visto o de la que no se haya oído
hablar; en resumen: no nos podemos formar el concepto de una realidad que no
hayamos tomado del mundo por medio de nuestros órganos sensoriales; quien
nunca ha tenido un conocimiento del oso blanco no puede formarse un concepto
de él; esto no significa en absoluto que con ello haya desaparecido su capacidad
cognoscitiva. Lo mismo pasa con nuestra voluntad libre. También por medio de
ella nuestra persona está abierta a toda la realidad para abrazarla en el amor
y darle forma (también, por lo que se refiere a la voluntad, el centro de nuestra
persona es «quodammodo omnia»). Pero en este caso sigue siendo verdad que la
voluntad sólo admite como valor lo que se le presenta, sea por las facultades
cognoscitivas, sea por las tendencias espontáneas de nuestras facultades apetitivas
corporales y espirituales (o mejor, de nuestras facultades completas de seres huma
nos). Si un valor no es presentado de esta manera, la voluntad no puede realizarlo
ni abarcarlo. Quien suponga que no tomamos la libertad en serio, debe pregun
tarse antes si comprende con toda seriedad lo que significa realmente el que nues
tra persona exista corporalmente en el mundo y, sobre todo, lo que supone esa
situación pasiva de nuestra libertad. Esta puede excluir en un caso determinado
una zona determinada de valores y hacer imposible que la libertad se realice en
esa zona. Y no se trata de una imposibilidad práctica, sino absoluta, como sucede
en el ejemplo antes descrito de nuestras facultades cognoscitivas. Según la termi
nología que ya hemos usado al hablar de las consecuencias del pecado en el indi
viduo, esta imposibilidad absoluta para realizar un valor podría también llamarse
impotencia moral (moralis impotentia); en ese caso, «moral» no tendría el signi-
692 EL PECADO DEL MUNDO
ficado de «aproximado», sino de algo que se encuentra dentro del orden moral,
causado por factores morales, con consecuencias en el orden moral (aunque en
este caso sin culpa moral propia).
SECCION CUARTA
EL PECADO ORIGINAL
Los argumentos sobre el pecado del mundo en la sección precedente han evo
cado con frecuencia el pensamiento acerca del dogma del pecado original. Entre
la doctrina del pecado original y la del pecado del mundo existe una estrecha
relación, y es probable que los estudios de ambos pecados se complementen el
uno al otro, y quizá hasta lleguen a coincidir. Para comprobar esto expondremos
en primer lugar la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original tal y como se
ha desarrollado por sí misma. Sólo entonces se podrá descubrir qué tipo de rela
ción existe entre el pecado original y el pecado del mundo. Con la denominación
de «pecado original» designamos el estado de pecado por el que el hombre está
afectado desde su origen. Se puede describir este pecado con más exactitud como
pecado original pasivo (peccatum origínale originatum) por oposición al pecado
original activo (peccatum origínale originans), es decir, al hecho por el que todo
hombre llega al mundo con el pecado original pasivo; este hecho puede designarse
más exactamente con el nombre de «caída».
a) Antiguo Testamento.
El capítulo 3 del Génesis puede servir como de resumen de todo lo que hemos
recopilado de la Escritura en las páginas anteriores sobre la esencia del pecado.
Aunque en ese capítulo se trata de un mandamiento, de una ley y aun de una
sanción — razón por la que Pablo habla de la «transgresión» de Adán (Rom 5,
14)— , sin embargo, el pecado se considera ante todo como una separación de
Dios. Empieza con la pérdida de la confianza en Dios y se pone de manifiesto no
sólo como desobediencia, sino también como un intento de alcanzar con las pro
pias fuerzas lo que está reservado a Dios y de hacerse semejante a él. Los hombres
EL PECADO ORIGINAL EN LA ESCRITURA 695
rompen la relación personal con el gran bienhechor, y por eso no es nada sor
prendente que él se convierta para ellos inmediatamente en un ser extraño y te
rrible. Se describe aquí en forma de narración popular el aspecto más profundo
de todo pecado y del pecado de cada uno en particular.
¿Es ésta la intención del autor o se fija en unas personas determinadas? Los
pecadores nombrados aquí son: aquel al que en hebreo se da el nombre de
ha'adám y «su mujer»; ésta solamente después del pecado recibe el nombre de
«Eva» (Gn 3,20: 'awwa* = vida). ¿Se trata aquí «del hombre» o de una persona
individual que lleva el nombre de Adán? Las antiguas traducciones hablan de
Adán. La exégesis moderna está de acuerdo en la opinión de que há'ádám — con
artículo— no es un nombre propio, y que en todo el relato de los capítulos 2 y 3
del Génesis hay que añadir siempre el artículo a 'ádam. Por eso las traducciones
actuales indican unánimemente que es «el hombre» el protagonista principal. Nos
encontramos aquí ante la figura literaria conocida con el nombre de «personalidad
corporativa». Ese personaje principal representa a todo el género humano; pero
se le considera al mismo tiempo como el padre común de la humanidad, pues
antes de él «no había todavía ningún hombre» (Gn 2,5), y su mujer es «la madre
de todos los vivientes» (Gn 3,20). El mismo estado al que llega este personaje
principal por culpa de sus pecados es, por una parte, un mundo de oposiciones
—entre Dios y el hombre, entre la naturaleza y el hombre, entre el hombre y el
hombre— al que nos arrastran los pecados; por otra, se deduce del contraste
entre estas consecuencias y la descripción del paraíso presentada en el capítulo
precedente que la misma humanidad como conjunto ha perdido algo a consecuen
cia de estos pecados.
En el relato yahvista de los capítulos 2 y 3 del Génesis la palabra «Adán»
es todavía ambivalente («el hombre» o «el primer hombre»); pero su carácter de
antepasado universal aparece en primer plano con toda nitidez cuando conside
ramos estos capítulos en relación con toda la Escritura. Ya en el capítulo 4 del
Génesis se menciona há'ádám, el hombre, como padre de Caín (v. 1), pero ádam,
Adán, es padre de Set (v. 25). En la genealogía sacerdotal del capítulo 5 del
Génesis se puede dudar sobre la primera palabra del primer versículo; en los ver
sículos 3, 4 y 5, sin embargo, se trata con toda seguridad de la persona de Adán.
Esto sucede igualmente en las otras genealogías de la Biblia (1 Cor 1,1; Le 3,38),
en los libros judíos extracanónicos y, finalmente, en Pablo (1 Cor 15,21s.45-49;
Rom 5,12-21). Debemos tener en cuenta esta reflexión historizante, al menos en
la medida en que se presenta en la Escritura. No debemos fijarnos solamente en
las fuentes ni examinar independientemente cada una de las unidades literarias,
sino que tenemos que buscar también su sentido en el conjunto de la Escritura,
ya que, al fin y al cabo, todo el conjunto es lo que ha sido dado a la Iglesia por
el Espíritu Santo. Aun cuando «Adán» sea un nombre que designa una colecti
vidad, ésta ha originado un estado de perdición no sólo para sí misma, sino tam
bién para toda la humanidad y para cada uno de los hombres.
El capítulo 3 del Génesis puede considerarse como un resumen de la visión
profética de Israel sobre lo que el pecado produce en todos nosotros. Esta visión,
como ya hemos puesto de manifiesto anteriormente, ha sido expresada en la Es
critura de muy diversas maneras. Por otra parte, este mismo capítulo 3 del Gé
nesis ha encontrado poca resonancia dentro de los libros canónicos del AT. El
libro de Tobías (8,8) ofrece una clara alusión a la creación de Adán y Eva, pero
no menciona su pecado. Hay, sin embargo, otros dos textos que sí lo hacen. En
ellos se habla del origen de la muerte en el mundo y se hace mención además del
pecado y del demonio: «Por la mujer tuvo lugar el comienzo del pecado, y por
causa de ella morimos todos» (Eclo 25,24); «porque Dios creó al hombre inco-
696 EL PECADO ORIGINAL
rruptibie, lo hizo a imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo
entró la muerte en el mundo» (Sab 2,23s). No se dice en ellos nada distinto de
lo expresado en los capítulos 2 y 3 del libro del Génesis; únicamente, el texto
del libro de la Sabiduría ve claramente en la serpiente al demonio, y en la muerte,
la separación culpable de Dios: «Los que le pertenecen (al demonio) experimen
tarán la (muerte)» (Sab 2,24). No se trata aquí exactamente de la transmisión
del pecado, como tampoco ocurre en el mismo relato del paraíso.
A lo largo de los dos últimos siglos antes de Cristo, y también en los primeros
siglos de nuestra Era, la culpabilidad universal de la humanidad constituye un
tema importante en los libros apócrifos del AT. Se la relaciona expresamente con
un pecado cometido en el principio; pero, en lo esencial, la reflexión no va más
lejos que en los libros canónicos. En contraposición con estos últimos, los apócri
fos acentúan en el relato sobre Adán y Eva el aspecto histórico, cosa que encon
traremos de nuevo en san Pablo.
b) Nuevo Testamento.
El NT acepta todo lo del AT, pero lo interpreta a la luz de Cristo. En los
libros neotestamentarios encontramos tres reflexiones sobre los capítulos 2 y 3
del Génesis, pero son más profundas que las ligeras reflexiones del libro de
Tobías, del Eclesiástico y de la Sabiduría. Según los evangelios sinópticos (Me 10,
1-11 = Mt 19,1-9), Jesús se remonta a Gn 2,24 para imponer la indisolubilidad
del matrimonio tal como existía «al principio». En el trasfondo de esta declara
ción de Jesús se entrevé confusamente el misterio de la caída y de la redención.
Entre la situación del principio y la que Jesús presenta ahora hay una legislación
imperfecta del matrimonio que era necesaria «a causa del endurecimiento de
vuestros corazones». Esto permite suponer que después de los tiempos del co
mienzo, la humanidad, o al menos Israel, se ha encontrado en una situación en
la que prevalecía esta dureza de corazón; además, que el Señor, que impone de
nuevo el ideal del principio — «pero yo os digo»— , ofrece también la posibilidad
de un corazón nuevo y dócil. La oposición entre la caída y la redención, que aquí
sólo aparece vagamente, se muestra con más claridad en las alusiones de Juan
y Pablo al relato del Génesis. Los dos contraponen enfáticamente a Cristo con
el que fue origen del pecado, el demonio según Juan, y Adán según Pablo. Las
palabras de san Pablo insisten mucho sobre este punto y siguen resonando clarí-
simamente a lo largo de la tradición; por eso hablaremos de ellas más detallada
mente. Juan no menciona a Adán, como tampoco Pablo menciona al demonio
en los textos sobre el pecado original. Y el libro de la Sabiduría 2,4 ve en la ser
piente del capítulo 3 del Génesis la imagen del demonio. El Apocalipsis de san
Juan (12,9; 20,2) habla expresamente de la «antigua serpiente, llamada diablo
y Satán». En el capítulo 12 del Apocalipsis se contrapone la serpiente a «la mu
jer», a la Iglesia descrita con signos marianos, como nueva Eva; la serpiente lu
chará contra su descendencia con todos los medios de los poderosos de la tierra.
El influjo pecaminoso que ejerce directamente el demonio — según el relato del
paraíso— sobre los hombres actuales es mencionado p#r Jesús en el cuarto evan
gelio. Aquí, como en Pablo, «domina» el pecado: «En verdad, en verdad os digo:
todo el que comete pecado es esclavo del pecado» (Jn 8,34). Lo mismo que en
Pablo, todo el que ahora peca tiene un modelo y un padre, pero éste no es Adán,
sino Satán. Jesús habla dos veces a «los judíos» de «vuestro padre» y contrapone
este «padre» con Abrahán (Jn 8,38-41). A continuación declara abiertamente:
«Vuestro padre es el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este
fue homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay
EL PECADO ORIGINAL EN LA ESCRITURA 697
verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es
mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Hay aquí una clara alusión al «co
mienzo», al paraíso, en el que el demonio introdujo la muerte (Sab 2,24), porque
por sus mentiras arrastró al hombre al pecado. Así, según Juan, el pecado es
transmitido a los hombres como herencia espiritual y dominio de Satanás.
Pero Pablo describe más claramente esta herencia. En la primera carta a los
Corintios, Adán y Cristo se contraponen el uno al otro como la fuente de la
muerte y de la vida, respectivamente: «Pues del mismo modo que en Adán mue
ren todos, así también revivirán en Cristo» (1 Cor 15,22; cf. 45-49). En la carta
a los Romanos, Adán y Cristo son, respectivamente, el origen del pecado y de la
justificación. Esto se explica principalmente en el capítulo 5, que evidentemente
es un canto de alabanza a la redención. El tema del pasaje de Rom 5,12-21 es:
Cristo se contrapone a Adán y a los que han pecado después de él y, al mismo
tiempo, supera su influjo, porque en lugar del pecado trae la justificación, y en
lugar de la muerte, la vida. No sólo el pecado de Adán, sino también los pecados
personales después de Adán se contraponen a la redención de Cristo. Esto es claro
en las contravenciones de la ley (vv. 20s), pero mirándolo más de cerca se ve
que incluso allí donde la exégesis de hace algún tiempo no veía más que el influjo
del pecado de Adán se dan también los pecados personales posteriores. Esto vale
sobre todo para los versículos 12-14: «Por tanto, como por un solo hombre entró
el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así la muerte alcanzó a todos
los hombres por cuanto todos pecaron; porque hasta la ley existía pecado en el
mundo, pero el pecado no se imputa no habiendo ley: con todo, reinó la muerte
desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron con una transgresión
semejante a la de Adán, el cual es figura del que había de venir». Generalmente
se acepta que el ¿cp’ cp del versículo 12 no significa «en el cual (todos han pe
cado)», como se insinúa en la traducción de la Vulgata. Antes bien, debe tradu
cirse: «porque, en consideración al hecho de que, en la suposición (que se ha
realizado) de q u e ...» 17. Así, pues, no hay en estos versículos una alusión clara
y distinta al pecado original. Ciertamente, el pecado original queda insinuado por
el hecho de que la muerte entre en el mundo y se propague a todos los hombres,
pero probablemente la muerte corporal no es aquí un signo de su presencia. En
Gn 3, la muerte va unida a un estado de alejamiento de Dios. En el libro de la
Sabiduría 2,24 (texto que nos recuerda Rom 5,12) la muerte es sólo por el mo
mento y casi sólo aparentemente la suerte de los justos; pero, en último término,
es la parte que les toca a los pecadores. Esto es lo que estaba en la mente de
Pablo. Por lo demás, él mismo presenta la muerte, sobre todo en la carta a los
Romanos (1,32; 6,16-21.23; 7,5; 8,6.13; cf. Sant 1,15), como salario, fruto y re
sultado final del pecado. Por otra parte, el enemigo definitivo al que Cristo ha de
aniquilar en su segunda venida no es el pecado mismo, sino la muerte (1 Cor 15,
56). Por ello está absolutamente justificado ver en «la muerte» algo más que la
sola muerte corporal. Se habla del conjunto pecados-muerte, incluyendo a «la
17 S. Lyonnet, Le sens de éq>’ a> en Rom 5,12 et Vexégése des Peres grecs: «Bíbli
ca» 36 (1955) 436-457; id., Le péché originel et Vexégése de Rom 5,12-14: RSR 44
(1956) 63-84. Entre los exegetas contemporáneos, L. Cerfaux (Le Christ dans la théo-
logie de Saint Paul [París 1951] 178) prefiere relacionar é<p* a> con Adán y traducirlo
no por in quo, sino por «á cause de celui par qui». Esta referencia a «Adán», que se
encuentra separado del e<p’ cp por algunos otros sustantivos, no parece muy aceptable.
Objetivamente, tanto la exégesis de Cerfaux como la que se base en el in quo de la
Vulgata es una idea bíblica a condición de que se considere a «Adán» como una «per
sona corporativa». Según nuestro parecer, la Escritura no dice nada parecido a una
«inclusión ontológica» de la humanidad en Adán.
698 EL PECADO ORIGINAL
segunda muerte». Esta muerte «alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos
pecaron». Aun en la traducción «por cuanto» podría referirse este sentido sola
mente al pecado original: por cuanto todos (en Adán) se han hecho pecadores.
Sin embargo, es muy razonable ver en las palabras «todos han pecado» una refe
rencia, al menos en primer lugar, a los pecados personales 18.
Exactamente las mismas palabras se emplean un poco antes (Rom 3,23) para
resumir los pecados personales de los paganos y de los judíos que el Apóstol
había descrito en los dos primeros capítulos de esta carta. Estos dos capítulos
muestran que Pablo no pierde tan fácilmente de vista los pecados personales
cuando habla «del pecado». Por lo demás, es el mismo caso del capítulo 5 de la
carta a los Romanos (3,12-21). Los versículos 16 y 20s hablan de muchas y nu
merosas faltas. Del mismo modo, las palabras que siguen inmediatamente al ver
sículo 12: «el pecado no se imputa cuando no hay ley», son solamente aplicables
a los pecados personales. Lo más probable, sin embargo, es que san Pablo, con
las últimas palabras del versículo 12, quiera decir que todos han pecado perso
nalmente. Pero en cuanto a los pecados que no van contra una ley expresa, que
no son «transgresiones», ¿puede decirse también que someten al dominio de la
muerte al que los comete? Esta es la pregunta que Pablo se hace en forma de
objeción: «El pecado no se imputa cuando no hay ley» (ibíd.).
Respecto a esta objeción y a la respuesta del versículo 14, las interpretaciones
exegéticas son notablemente divergentes. Muchos creen que el Apóstol admite
el principio: «sin ley, el pecado no es imputado», y que en el versículo siguiente
aduce el dominio de la muerte desde Adán hasta Moisés como prueba de que
en este pecado había algo más que pecados personales. Según esta interpretación,
la palabra «muerte» sería entendida exclusivamente como muerte corporal. El
hecho de que los hombres murieran también antes de la ley indicaría, según el
Apóstol, la existencia de lo que nosotros llamamos pecado original. Según esto,
se atribuye a san Pablo una de las dos conclusiones siguientes: los pecados per
sonales sin la ley no son imputados pura y simplemente y, por tanto, no se con
sideran como pecados objetivos; sin embargo, los hombres mueren; esto indica
que existe el pecado original. O bien: los pecados personales sin la ley no se
cuentan como causa de la muerte (solamente la prohibición del paraíso y la ley
mosaica hacen de la muerte un castigo del pecado); sin embargo, los hombres
mueren; esto es igualmente prueba del pecado original. Pero el atribuir al Apóstol
una de estas dos conclusiones trae consigo serias dificultades. Por lo que se refiere
a la primera, si Pablo quería argumentar a partir del hecho de que también
morían hombres que no habían cometido pecados personales, ¿por qué había de
referirse a aquel oscuro período anterior a Moisés y no al hecho de los niños que
mueren en todo tiempo? En lo que concierne a la segunda conclusión, hay que
observar que solamente determinados pecados, y no todos, son castigados con la
muerte en la ley mosaica, y aun entonces se trata de un «causar la muerte» y no
simplemente de una muerte natural ordinaria. Además, se puede objetar contra
ambas explicaciones que, como ya hemos notado, la muerte que ha entrado en el
mundo con el pecado es algo más que la simple muerte corporal. Finalmente, el
argumento más fuerte contra esto es que Pablo no puede admitir el principio:
«el pecado sin ley no es imputado», porque conocía sin duda por el Génesis que
ciertos pecados de la humanidad habían sido castigados muy severamente por
18 La opinión de que návxz<; fjpaptov de Rom 5,12 se refiere a los pecados perso
nales es también defendida con mucho ahínco por O. Kuss, Der Rómerbrief I (Ratis-
bona 1957) 231. Nos remitimos, además, al comentario bíblico-teológico que se encuentra
en esta misma obra de Kuss, Sünde und Tod, Erbtod und Erbsünde, 241-274.
EL PECADO ORIGINAL EN LA ESCRITURA 699
buenos y malos, no a la situación del niño que todavía no ha realizado ningún acto
moral personal. Pablo no alude a esta situación del niño en sus cartas más que
un vez, con más o menos claridad, y entonces dice precisamente que en él el peca
do está muerto: «Yo no conocí el pecado sino por la ley..., pues sin la ley el
pecado estaba muerto» (Rom 7,7s). Para expresar esto en conceptos actuales
diríamos que el Apóstol no tiene en cuenta el pecado original más que en la
medida en que éste se pone de manifiesto en los pecados personales; el estado de
pecado original en sí mismo es para él un pecado que todavía no existe
menciona aquí a Adán, escribe en otro lugar: «Si Leví, que nació en la cuarta
generación después de Abrahán, ya estaba en las entrañas de Abrahán (Heb 7,
9s), cuánto más todos los hombres que han nacido y nacerán en este mundo es
tarían en las entrañas de Adán cuando estaba todavía en el paraíso» (In Romanos
commentarii, 5, 1: PG 14, 1009s). Por lo demás, aplica las palabras ■ro¿VTE<;
'ftfJwxpTOV de Rom 5,12 a los pecados personales y dice que los niños son discí
pulos de sus padres y «que son impulsados a la muerte del pecado no tanto por
la naturaleza como por la educación» (In Romanos commentarii, 5, 2: PG 14,
1024). Sin embargo, esto no quiere decir que los Padres griegos no vean en
Rom 5 más que una sucesión de pecados personales, cuyo comienzo cronológico
sería únicamente el pecado de Adán. Cirilo de Alejandría, para quien «nosotros
hemos llegado a ser imitadores (yxpLTyraí) de la transgresión de Adán en la me
dida en que (x a 0 ’ o) todos hemos pecado» (In Rom., 5, 12: PG 74, 784), se
pregunta cómo nos ha alcanzado la «condenación» de Rom 5,19 a nosotros, que
todavía no habíamos nacido; y en su respuesta llega a una especie de pecado
original: «Nosotros hemos llegado a ser pecadores por la desobediencia de Adán
de la siguiente forma: Adán nació para la incorruptibilidad y para la vida... Pero
como él vino a caer en la corruptibilidad y en el pecado, los deseos impuros pe
netraron en la naturaleza de la carne, y así entró en vigor la inexorable ley de
nuestros miembros. De este modo, el pecado ha hecho enfermar a la naturaleza
por la desobediencia de uno solo. Así, la humanidad se convirtió en pecadora, no
porque todos los hombres hubiesen pecado a la vez —pues todavía no existían— ,
sino porque todos son de la misma naturaleza de aquel que cayó bajo la ley del
pecado» (loe. cit.: PG 74, 789). Encontramos también este concepto de estado
de pecado, que precede a los pecados personales de los descendientes de Adán,
en la segunda mitad del siglo v en el patriarca Genadio de Constantinopla;
habla incluso de los niños pequeños, y es el primero en relacionarlos con Rom 5
(Fragm. in Rom., 5, 13: PG 85, 1672).
Frente a la exégesis de los Padres griegos, la de los Padres latinos sigue
su peculiar camino, al menos a partir del siglo iv. La divergencia entre las exé
gesis latina y griega parece tener su punto de partida ya en la traducción de
é<p’ tu (Rom 5,12) por «in quo (omnes peccaverunt)» 21.
Probablemente esta interpretación proviene del «Ambrosiáster», un autor
desconocido del siglo iv cuyas obras fueron atribuidas durante mucho tiempo
a san Ambrosio. Pudo ser inducido a esta interpretación por las ideas antes
citadas de Ireneo sobre nuestros pecados en Adán. «Es, pues, claro que todos
han pecado en Adán masivamente (quasi in massa); él mismo fue corrompido
por el pecado; todos los que él ha engendrado, han nacido bajo el pecado;
puesto que todos descendemos de él, todos somos pecadores por su causa»
(Comm. in epist. ad Rom., 5, 12: PL 17, 92). El versículo 12, según el punto
de vista del Ambrosiáster, trata exclusivamente del pecado original; sin embargo,
exactamente igual que los Padres griegos, cuando quiere explicar más amplia
mente conceptos como «condenación» y el que «la multitud se convierta en pe
cadora», recurre de nuevo a los pecados personales. Con más penetración que
los Padres griegos, el Ambrosiáster distingue entre la muerte corporal y la
muerte eterna; con esta última cargan solamente aquellos que imitan personal
mente el pecado de Adán (In Rom., 5, 15: PL 17, 97). San Agustín fue el
primero que interpretó todo este pasaje de san Pablo aplicándolo exclusivamente
al pecado original. Pero entre el Ambrosiáster y él está la negación de Pelagio.
b) El pelagianismo.
Las ideas de Pelagio tienen su origen último en su ascetismo y en su filo
sofía estoica. En una carta que Pelagio escribió a la virgen Demetria hacia el
año 412 expresa bien a las claras su propio ideal. Dios, dice él, ha dado al
hombre el poder de su voluntad libre (líberum arbitrium) para que pueda ele
gir, de un modo natural, el bien y el mal. Esto se puede deducir de la consi
deración de las virtudes de los paganos. «Si los hombres, aun sin la ayuda de
Dios, pueden reconocer que él los ha hecho, piensa lo que pueden realizar los
cristianos, cuya naturaleza y vida fue formada por (per) Cristo para acciones
mejores (in melius... constructa est), y en las cuales son ayudados además por
el auxilio de la gracia divina» (Ad Demetriadem, 3: PL 30, 18; 33, 1101). Sigue
luego un argumento semejante en relación con el bien que era posible bajo la ley
judía. Pelagio admite la gracia lo mismo que el perdón de los pecados, pero la
gracia solamente facilita el bien que ya era posible en virtud de nuestra natu
raleza, y el perdón no es una transformación interior del hombre. El influjo re
dentor de Cristo sobre el hombre se reduce, para Pelagio, al influjo de su doc
trina verdadera y de su buen ejemplo, así como Adán nos causó daño sólo por
su mal ejemplo. Esto se deduce principalmente del comentario a la carta a los
Romanos que Pelagio escribió antes de su estancia en A frica22. Según esta
interpretación, Pablo nos muestra, en el capítulo 5, con su comparación entre
Adán y Cristo, que «nosotros, que siguiendo a Adán (sequentes Adam) nos
hemos apartado de Dios, nos reconciliaremos con él por medio de Cristo»
(loe. cit., 45). El pecado de los descendientes de Adán no es otra cosa que la
imitación de un ejemplo. A propósito de las palabras: «El pecado ha entrado en
el mundo», Pelagio anota: «A manera de ejemplo o modelo» (exemplo vel for
ma). Es evidente que con la frase «todos han pecado» alude a los pecados perso
nales. Si los Padres griegos no entienden frecuentemente «los muchos» del
versículo 19 como «todos», Pelagio comienza ya en el versículo 12 a hacer excep
ciones: Abrahán, Isaac y Jacob no murieron; según él, Pablo habla aquí sólo
de un modo general. Así, pues, Pelagio puede decir: «Como el pecado, cuando
todavía no existía, llegó por Adán, así también la justificación, cuando apenas
(paene) existía en nadie, fue devuelta por Cristo» (ibíd.). Pelagio explica de la
manera siguiente el que la gracia venga con más profusión que el pecado: «Adán
no encontró mucha justicia que pudiera destruir cgn su ejemplo, pero Cristo
por su gracia ha destruido el pecado de muchos; Adán sólo dio ejemplo de un
22 Este comentario fue considerado durante mucho tiempo, en forma refundida, como
obra de san Jerónimo (PL 30, 645-902) o de Primasio (PL 18, 431-686) y fue recons
truido principalmente por A. Souter a partir de un manuscrito del siglo ix: Pelagtus s
Expositions of thirteen Eptstles of St. Paul, II, en Text and apparatus criticas (Cam
bridge 1926).
DESARROLLO DE LA DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL 703
mal paso (so la m fo rm a m fe c it d e lic ti), mientras que Cristo perdonó gratuita
mente el pecado y dio ejemplo de justicia» (loe. c it., 47). Y a propósito del
versículo 19 sigue: «Como por ejemplo ( e x e m p lo ) de la desobediencia de Adán
muchos han pecado, así también por la desobediencia de Cristo muchos han
sido justificados» (loe. c it., 48).
Las conclusiones que se deducen de estas ideas fueron expuestas más clara
mente por su amigo Celestio. Este fue acusado por seis tesis sacadas de sus
escritos, tesis que podemos considerar como la expresión del pelagianismo clá
sico. San Agustín las cita dos veces en sus obras (D e g e stis P ela g ii XI, 23:
PL 44, 333s; D e p ecca to o n g in a li XI, 12: PL 44, 390), las dos veces de la
misma manera. Puestas en estilo directo dicen así: 1) «Adán fue creado como
mortal, y debía morir independientemente de que pecase o no». 2) «El pecado
de Adán sólo le causó daño a él, no al género humano». 3) «La ley lleva a los
hombres al reino de Dios, lo mismo que el evangelio». 4) «Antes de la venida
de Cristo había hombres sin pecado». 5) «Los niños recién nacidos están en el
mismo estado en que se encontraba Adán antes del pecado». 6) «Por la muerte
y el pecado de Adán no muere el género humano en su totalidad, como tampoco
resucita por la resurrección de Cristo». Mario Mercátor, contemporáneo de
san Agustín, cita las tesis 1, 2, 5 y 6 textualmente y añade lo siguiente: «Los
niños, aun los no bautizados, alcanzan la vida eterna» (L íb e r su b n o ta tio n u m in
v e rb a ]u lia n i, praef., 5: PL 48, 114s). Es verdad que sin el bautismo no se
puede entrar en el «reino de los cielos», como dijo el mismo Cristo (Jn 3,5),
pero se puede alcanzar la «vida eterna» y de esa manera escapar a la muerte
eterna. Así como la gracia de Cristo aquí en la tierra solamente facilita la prác
tica del bien, en el más allá no hace más que embellecer la vida eterna, que el
hombre puede conseguir por sus propias fuerzas (cf. Agustín, D e h a eresib u s, 88:
PL 42, 48). Es precisamente Agustín el que con más fuerza lucha contra esta
tesis.
c) Agustín.
La actitud de Agustín en la polémica sobre el pecado original está relacio
nada ante todo con su experiencia de haber estado dominado por el pecado
y haber sido liberado por la gracia de Cristo. En su exégesis está influido por la
interpretación que el Ambrosiáster da a la frase «in quo omnes peccaverunt».
Agustín atribuyó siempre a estas palabras el sentido de «en quien» o «en el cual».
Por otra parte, en su lucha contra Pelagio no le pareció perfectamente claro
desde el comienzo a qué palabra de Rom 5,12 se refería ese pronombre relativo.
El prefirió al principio la versión «el pecado... en el que todos han pecado»;
después eligió definitivamente esta otra versión: «un hombre... en el que todos
han pecado». Frases relativas a nuestros «pecados en Adán» aparecen con fre
cuencia en toda la obra de San Agustín y nos proporcionan una exégesis de
Rom 5 y de su doctrina sobre el pecado original. En contraste con el Ambro
siáster, Agustín no ve en todo este pasaje de Pablo más que un pecado, que se
transmite desde Adán hasta nosotros (cf. D e pecca to ru m m e r itis e t rem issio n e
I, 9-15: PL 44, 114-120; C o n tra ]u lia n u m P elagian u m VI, 4, 9: PL 44, 825;
O p u s im p e rfe c tu m co n tra Ju lian u m II, 35ss: PL 45, 1156ss). Aun cuando Adán
es denominado en el versículo 14 fo rm a fu tu ri, no se alude con esto a Cristo,
sino a los descendientes de Adán, a quienes él ha dado la forma (fo rm a ) por
su propio pecado (C o n tra Jul. P eí. VI, 9: PL 44, 826; D e pecc. m er. e t rem .
I, 13: PL 44, 116). El Ambrosiáster atribuía todavía a los pecados personales
la «condenación» y el que «la multitud se hubiese convertido en pecadora»;
Agustín dice simplemente: «Adán, por su único pecado, ha engendrado reos»
704 EL PECADO ORIGINAL
(e x uno su o d e lic to reo s g e n u it), y explica «la gran riqueza de la gracia» por el
hecho de que Cristo libera de todos los pecados «que los hombres han come-
tido libremente y que han añadido al pecado original en el que nacieron» (D e
pecc. m er. e t rem . I, 14: PL 44, 117). Para Agustín, el que «la condenación
pase de uno a muchos» se basa únicamente en que «también son condenados
todos los que han heredado por su nacimiento esta única falta» («qui unum
illud generatione traxerunt»: O p u s im p e rf. co n tra Jul. II, 105: PL 45, 1185).
Según Pablo, la muerte reina por causa de un so lo hombre, porque, como dice
Agustín, «los hombres están aprisionados con las cadenas de la muerte en ese
hombre único en el que todos pecaron, aun cuando ellos no hayan añadido
ningún pecado personal» (D e pecc. m er. e t rem . I, 17: PL 44, 118). Por eso,
los «muchos» de san Pablo son para Agustín simplemente «todos», aunque
no hayan pecado personalmente. Todo el pasaje de Rom 5,12-21 trata, por
tanto, del único pecado de Adán que se transmite por generación, y no de los
pecados que se cometen por imitación de Adán. «¿No veis —pregunta san
Agustín a los pelagianos— qué dificultades se os presentan cuando en el paralelo
que el Apóstol establece entre Adán y Cristo vosotros contraponéis imitación
a imitación y no nacimiento a renacimiento?» (O p u s im p erf. con tra Jul. II, 146:
PL 45, 1202).
Para Agustín, Adán se convierte de esta manera, dentro de la humanidad,
en el pecador por antonomasia. Eso ocurre ya en virtud de su estado en el pa
raíso, al que Agustín describe en sus propios escritos como altamente privile
giado: la presencia de Dios hacía que Adán fuese «justo, clarividente y feliz»
(D e G e n e si a d litte ra m V III, 1, 25: PL 34, 383). De ahí proviene la lucidez,
el orgullo y, por tanto, la gravedad del pecado de Adán: «La caída (a p o sta sia )
del primer hombre, en el que la libertad de su propia libertad alcanzó su grado
más alto y no fue impedida por ninguna deficiencia, fue un pecado tan grande
que, por su caída, la naturaleza humana cayó en su totalidad» (O p u s im p erf.
co n tra Jul. III, 57: PL 45, 1275). Más aún: esta naturaleza «no solamente
se ha convertido en pecadora (p e c c a trix ), sino que además ha engendrado peca
dores» (D e n u p tiis e t co n c u p isc e n tia II, 34, 57: PL 44, 471). Esto último se
debe a que, cuando pecó el padre del género humano, estaba en él presente
toda la humanidad. «Por la mala voluntad de Adán todos han pecado en él,
ya que todos estaban identificados coi! él (q u a n d o o m n e s tile u n u s fu e r u n t);
de él, por tanto, han heredado todos el pecado original («de quo propterea sin-
guli peccatum originali traxerunt»: D e n u p tiis e t con cu piscen tia II, 5, 15: PL
44, 444). «En Adán pecaron todos porque todos estaban identificados con él
en su naturaleza, en virtud de aquella fuerza interior por la que podía engen
drarlos» (D e pecc. m er. e t rem . III, 7, 14: PL 44, 194).
Así, pues, precisamente por el hecho de ser engendrados, todos los hom
bres se convierten en pecadores. Pero de la misma manera que el pecado de
Adán no es un suceso puramente natural, así tampoco el hombre que acaba de
ser engendrado se hace pecador por el hecho de ser engendrado, puesto que
éste es un suceso simplemente natural, sino porque este hecho depende de un
movimiento culpable de la voluntad, es decir, de la concupiscencia (D e nu pt-
e t con cu p. II, 21, 36: PL 44, 457). Incluso los padres cristianos que no tienen
ya el pecado original lo transmiten también, porque ellos engendran a sus hijos
en la concupiscencia (D e pecc. m er. e t rem . II, 9, 11: PL 44, 158). Esta con
cupiscencia de la carne que lucha contra el espíritu (Agustín se refiere sobre
todo a la concupiscencia del cuerpo, a la sexualidad, que se opone al alma espi"
ritual) existe en nosotros no en virtud de la creación, sino en virtud del pecado
y conduce al pecado; es hija y madre del pecado, castigo del pecado y siempre
DESARROLLO DE LA DOCTRINA DEL PECADO ORIGINAL ?05
d) La Escolástica.
Hemos expuesto tan detalladamente la opinión de san Agustín porque hasta
hoy ha sido, sin ningún género de dudas, la opinión dominante en la teología
de la Iglesia católica (que también en este punto ha abandonado, desgraciada
mente, el diálogo con Oriente). Esta visión de Agustín ha sido corregida por la
reflexión de los teólogos posteriores sólo en algunos puntos; pero entre éstos
figura sobre todo el que se refiere al castigo del pecado original en los niños
que mueren sin el bautismo. Es cierto que se ha aceptado siempre con razón
la opinión de Agustín según la cual ninguno que tenga el pecado original, aun
que no tenga más pecados, puede entrar en la felicidad del cielo. Por tanto,
el pecado original lleva al niño al «infierno»; pero los «castigos más suaves» de
san Agustín se convertirán en mucho más suaves todavía y acabarán perdiendo
totalmente su carácter de castigo. También el pecado original en sí mismo se con
cibe como menos activo, pero a esto se llega muy lentamente. San Anselmo acen
túa fuertemente la carencia de justicia original (De conc. virg., c. 27); por eso
aparece más claramente que en Agustín que la concupiscencia no constituye el
pecado original por sí misma y que en los bautizados no es culpable. A pesar de
eso, para Anselmo, el hecho de que experimenten la concupiscencia los que
no han recibido el bautismo debe calificarse de culpable (De conc. virg., c. 27).
Tomás de Aquino sitúa el estado de pecado original en la categoría de babitus
(S. Th. I-II, q. 8, a. 1). Según él, no se trata de un hábito consistente en una
inclinación hacia acciones pecaminosas, sino en una disposición (dispositio)
perversa, que por eso puede denominarse «enfermedad de la naturaleza» (lan
guor naturae). Este hábito tampoco proviene de las acciones propias de aque
llos en quienes él se da, sino del acto de Adán. El hecho de que Tomás, en
otro pasaje (In I I Sent., d. 33, q. 2, a. 1 ad 2), atribuya al pecado original en
los descendientes de Adán una voluntarietas, aunque sea mínima, puede con
siderarse como un ejemplo de la fórmula según la cual el pecado original es
vóluntarium ex volúntate Adami.
45
706 EL PECADO ORIGINAL
ginal»24 querida por Dios. Por lo demás, nosotros hacemos constar el hecho
de que los teólogos, tanto los que ven sólo en Dios el lazo de unión entre Adán
y nosotros como los que admiten una comunidad real de tipo categorial, distin
guen cada vez con más claridad el pecado original de los pecados personales
y lo describen como un estado de pecado, evitando frecuentemente calificarlo
de voluntario.
Flacio Ilírico definiese esta actitud como sustancia del hombre, en total oposi
ción con otros teólogos protestantes, que, en opinión de él, entienden el pecado
original como algo demasiado accidental. Esa estrecha relación seguirá existiendo
aun cuando el carácter culpable del pecado original conduzca más tarde a una
interpretación más existencialista. El pecado original se convierte en el pecado
primordial, en el pecado por antonomasia25. Su procedencia de la acción his
tórica de un primer hombre y su transmisión por la generación humana fueron
siempre menos acentuadas en la teología protestante que en la católica. Más
tarde, con la negación del historicismo y del fisicismo, estos puntos pierden im
portancia o son negados. Así, para Karl Barth, el concepto de pecado original
es una contradictio in adiecto. Bien entendido, este pecado no se hereda, sino
que procede del sujeto mismo; es «la acción vital de cada hombre que se va
realizando de una manera plenamente voluntaria y responsable» (KD I V /1,
558). La teología protestante más reciente acerca del pecado original intenta
mantener, con la ayuda de categorías personalistas y existencialistas, el pecado
fundamental y la bondad de las cosas creadas sin caer en una contradicción26.
ello su falta de libertad. Citaremos ahora solamente el tercer canon del Concilio
de Cartago (DS 224), que afirma con Agustín contra Celestio que para los niños
sin bautizar no existe un medius locus, un estado intermedio entre el cielo y el
infierno en el que ellos puedan ser felices. La autenticidad de este canon es du
dosa; sin embargo, es defendida por muchos.
El papa Zósimo aprobó y ratificó la decisión de Cartago (DS 231). Final
mente, el Concilio ecuménico de Efeso, del año 431, añadió a sus definiciones
cristológicas un anatema contra quienes defendiesen a Celestio, el discípulo de
Pelagio mejor conocido de Oriente y que se expresaba con mayor fuerza (DS
267s). El Concilio de Efeso, sin embargo, no hizo ninguna formulación dogmá
tica con relación a este problema.
Todavía podemos encontrar en la época que va del Concilio de Cartago al
de Trento algunas declaraciones importantes del magisterio acerca del pecado
original, como los cánones del Concilio de Arausica, actual Orange, en la Galia
meridional, del año 529. Se trata de un sínodo provincial aprobado por el papa
(DS 398s). Nos remitimos a los dos primeros cánones, que afirman una vez más,
como el Concilio de Cartago, la existencia del pecado original, considerada
ahora como falta de libertad y muerte del alma (DS 371s). El Concilio de Tren
to hizo también suya esta doctrina. El pecado original aparece descrito indirec
tamente, con más claridad aún, como una realidad incluida en nuestra historia
terrestre, cuando la Iglesia rechaza la concepción dualista según la cual nuestras
almas habrían existido antes que nuestros cuerpos y habrían sido unidas a los
cuerpos a causa de un pecado cometido en esta preexistencia (DS 403). El carác
ter pecaminoso del pecado original en los descendientes de Adán, tan acentuado
por Agustín, vuelve al primer plano cuando, en los años 1140 y 1141, fueron
condenados por el Concilio provincial de Sens en Francia, de acuerdo con el
papa Inocencio I I (DS 721), algunas tesis de Abelardo, y entre otras, las si
guientes: «De Adán no contrajimos la culpa, sino solamente la pena» (DS 728).
Que el pecado original es una culpa y, por tanto, merece un castigo, es el punto
de partida de una carta del papa Inocencio I I I , en la que distingue con toda
claridad esa culpa y ese castigo de la culpa y el castigo de los pecados personales:
«El pecado original, que se contrae sin consentimiento, se perdona sin consenti
miento en virtud del sacramento; el actual, en cambio (peccatum actúale), que se
contrae con consentimiento, no se perdona en manera alguna sin consenti
miento... La pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la
pena de los pecados actuales, en cambio, es el tormento del infierno eterno»
(DS 780; NR 434). El II Concilio ecuménico de Lyon, en el año 1274, al tratar
de las postrimerías, dice lo mismo y llama, como san Agustín, «infierno» (infer-
num) a la privación de la visión beatífica. «Las almas de aquellos que mueren
en pecado mortal o sólo con el pecado original descienden inmediatamente al
infierno, donde reciben penas distintas» (DS 858; NR 843). Lo mismo leemos en
una carta de Juan X X II a los armenios (DS 926). En otra carta parecida, Bene
dicto V II (DS 1002) no menciona el pecado original, pero rechaza la opinión
de los armenios según la cual los hijos de padres cristianos que mueren sin el
bautismo son recibidos en el paraíso terrenal (DS 1008); igualmente rechaza el
que el pecado original no se dé propiamente en los niños (DS 1011; cf. tam
bién DS 1073) y el que el acto de procreación sea un pecado de los padres (DS
1012). El Concilio ecuménico de Florencia repite, en su decreto para los grie
gos, la declaración del Concilio de Lyon referente al castigo del infierno para
aquellos que mueren en pecado mortal o sólo con el pecado original (DS 1306),
y en el decreto para los jacobitas (DS 1347) insiste de nuevo en el pecado
original. Por último, el Concilio ecuménico de Trento repite principalmente
710 EL PECADO ORIGINAL
dicen esto en un «canon», pero en ambos casos después del anatbema sit. Eviden
temente, se trata, por tanto, más bien de la justificación de la condenación pre
cedente que de una interpretación auténtica impuesta bajo anatema. Posible
mente, los padres de ambos Concilios pensaban que la Iglesia universal aceptaba
la interpretación agustiniana del «in quo omnes peccaverunt» (en este caso no
habrían conocido la exégesis griega). Pero lo que ellos dicen expresamente se
reduce a afirmar que en Rom 5,12 (que se puede considerar como un resumen
del pasaje comprendido entre los versículos 12-21) se contiene una enseñanza
sobre el pecado original. No se toma ninguna decisión sobre si tal enseñanza
aparece precisamente en la frase subordinada «in quo omnes peccaverunt», sobre
si san Pablo enseña explícita o implícitamente la doctrina del pecado original,
o sobre si esta doctrina se encuentra solamente en el capítulo 5 de la carta a los
Romanos 28.
0) En las declaraciones del Concilio de Trento, como en todas las demás
decisiones del magisterio, se presupone siempre que la caída y el pecado original
están situados en el plano religioso-moral; por tanto, allí donde entra en juego
nuestra libertad. No se trata aquí de un presupuesto que pueda separarse de las
mismas declaraciones, sino de una implicación esencial sin la cual el lenguaje de
la Iglesia sobre el pecado, la culpa, la redención, la justificación, etc., estaría
desprovista de contenido. La teología clásica ha prestado gran atención a todos
los cambios que, según ella, se han podido dar en la «naturaleza» del hombre,
aun sin su intervención, como consecuencia de la caída. Así se comprende que
estos cambios hayan determinado, gracias a la predicación ordinaria, y sobre todo
al modo de entenderla los creyentes, una visión unilateral del dogma del pecado
original. Y por eso sucede que aquellos que, bajo una concepción evolucionista,
ven estos cambios como propios de un mundo que se está haciendo quieran re
ducir también el mismo pecado original a una imperfección de nuestra naturaleza
en evolución. La sobriedad con la que el Concilio de Trento habla de los dones
del paraíso y de su pérdida puede enseñarnos a fijar toda nuestra atención en el
carácter religioso-moral de la caída y del pecado original.
y ) El Concilio de Trento, en los cánones 2, 3 y 4, al estado de pecado origi
nal lo llama «pecado», y en el canon 5 lo llega a llamar «culpa». De lo dicho en
el párrafo 3) se puede concluir que la palabra peccatum no tiene en este caso el
significado de «carencia de belleza», «malformación» o algo semejante; ya desde
los tiempos de Agustín, al pecado original se le llama en latín teológico no sólo
malum, sino también (en los no bautizados) peccatum. El concepto de «culpa»
hace que nos fijemos en que el pecado original no puede ser reducido simple
mente a un castigo por una acción culpable ni a una consecuencia de esta acción
culpable, sino que él mismo pertenece al orden moral (cf. Sínodo de Sens, DS
721).
<5) Por otra parte, el carácter pecaminoso y culpable del pecado original se
distingue del de los pecados personales. El Concilio de Trento acepta en esto la
doctrina expuesta por el Concilio de Cartago y en una carta del papa Inocencio I II
(DS 780). Por tanto, según el Concilio de Trento, no se puede atribuir al estado
de pecado original del niño, al menos según su esencia individual, el carácter de
un acto o de un «hábito activo» o de una «voluntariedad» propia. Queda sin
solucionar el problema de la estrecha relación existente entre el estado de pecado
original y la decisión libre de los hombres, así como las categorías que hay que
emplear para explicar esta relación; lo único que no podemos negar es la conexión
que se da entre el pecado original y la caída y la existencia de dicho pecado en
el niño (ambos puntos serán tratados con mayor detalle más adelante).
e) Al estado de pecado original están asociadas la muerte y la concupiscencia
del hombre. La existencia de la concupiscencia no es objeto inmediato de ense
ñanza por parte del Concilio de Trento, sino que más bien es un presupuesto, ya
que lo que pretende es distinguirla del pecado original (adecuada o inadecuada
mente); la concupiscencia permanece después de que el pecado original ha sido
perdonado (c. 5). En el canon, la «muerte», o el hecho de que el hombre sea
mortal, se presenta como una consecuencia inmediata de la caída y, por tanto,
unida al estado de pecado original. Del canon 2, en el que se contrapone la
muerte «al pecado mismo, que es la muerte del alma», se deduce que aquí la
palabra «muerte» no se entiende en el sentido amplio que le da la Biblia, sino
en el sentido concreto de «muerte corporal». El Concilio de Trento está así de
acuerdo con el primer canon del Concilio de Cartago, al que hemos aludido antes
(DS 222). Sin embargo, es necesario notar que el Concilio de Trento, al hablar
de la naturaleza inmortal y mortal de Adán, no menciona otros detalles más con
cretos del primer canon del Concilio de Cartago. No se presentó a debate una
explicación detallada de los dones correspondientes a la inocencia primitiva y a su
pérdida. La investigación teológica sigue abierta a la discusión sobre este punto
todavía en nuestros días.
<;) El pecado original es un pecado propio del sujeto y existe también, por
tanto, en el sujeto como un estado propio de él: «Omnibus inest unicuique pro-
prium» (c. 3). Esto va contra la doctrina de Pighius y de otros que afirman que
el pecado original sólo es imputado por Dios. Si hoy alguien defendiera que el
pecado original está sólo en el medio en que vivimos, no se vería condenado
directamente por esta declaración del Concilio de Trento, ya que no se trató en
él de ese problema. Pero se puede decir que este modo puramente extrínseco de
considerar el pecado original va contra una de las implicaciones esenciales del
Concilio de Trento y de toda la doctrina de la Iglesia, pues de lo contrario
el pecado original no tendría ninguna consecuencia para la otra vida. Pero
cuando los teólogos consideran el «estar situado» como una determinación in
trínseca y explican el pecado original de esa manera, no se oponen a la doctrina
del Concilio de Trento, que piensa del mismo modo, al menos en lo referente
a la relación entre el pecado original y aquel a quien afecta.
■q) Este estado de pecado original es universal. El Concilio de Orange ha
blaba ya de la posteridad de Adán y de «todo el género humano» (DS 372). El
Concilio de Trento se adhiere a esta idea en el canon 2 y da más detalles sobre
la universalidad del pecado original, dejando, por una parte, abierta la posibilidad
de la concepción inmaculada de María (c. 6), y por otra, enseñando que el pecado
original existe también en los niños, «aun en los nacidos de padres bautizados»
(c. 4). ¿Se habla aquí de una universalidad absoluta del pecado original? Tal vez
se pueda decir que toda la doctrina sobre el pecado original está definida en fun
ción del bautismo: así, el canon 4 dice que los niños nacidos de padres cristianos
deben ser bautizados para obtener el perdón de losf pecados. Esta declaración,
según algunos, no dice nada sobre el tiempo en que no existía el bautismo. Pero
contra esta opinión es preciso notar que el pecado original existía, ciertamente, en
el tiempo de María, porque de lo contrario su concepción inmaculada no hubiera
sido una excepción. Sin embargo, es evidente que la universalidad del pecado
original está delimitada por la caída tanto en el Concilio como en todo el pensa
miento de la Iglesia. Lo mismo que Adán, Eva entró en el mundo sin mancha:
nadie interpreta esta afirmación como una negación de la universalidad del pecado
DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE EL PECADO ORIGINAL 715
original. Por tanto, si alguien concibe el pecado original de otra manera —por
ejemplo, como un desarrollo histórico progresivo— su opinión no puede ser
rechazada sin más a causa de la universalidad del pecado original tal como la
enseña el Concilio de Trento (ni tampoco a causa del fundamento que pueda
encontrar en el capítulo 5 de la carta a los Romanos). Es muy posible que tal
afirmación esté en conflicto con el dogma del pecado original por otros motivos,
pero no porque vaya contra la universalidad del pecado original, al menos direc
tamente, ya que ha sido concebida siempre como una u n iversa lid a d q u e sig u ió
a la caída.
0) El hombre contrae el pecado original g e n e ra tio n e (c. 4); por tanto, es
«propagatione, non imitatione transfusum» (c. 3). Se transmite, pues, por la pro
creación. Aunque en el canon algunas palabras, como, por ejemplo, la que acaba
mos de citar, «transfusum», tienen un matiz bastante físico, el Concilio de Trento
no enseña formalmente que exista un influjo físico y, por tanto, tampoco una
causalidad directa del acto de la procreación. Se habla de la procreación para
explicar la existencia del pecado original como anterior al influjo de los malos
ejemplos y anterior a toda decisión personal: en la procreación comienza el hom
bre a existir. Afirmar que la procreación sólo trae consigo un nuevo ser humano,
pero que su estado de pecado original hay que atribuirlo a una determinación
concreta de la humanidad histórica, es una opinión que ciertamente discrepa con
la de muchos autores escolásticos, pero que no está en contradicción con la doc
trina del Concilio de Trento, porque éste no ha determinado con más precisión
la dependencia causal que se da entre la procreación y el pecado original.
1) El pecado de «Adán» es la fuente del pecado original. En las enseñanzas
del Concilio de Trento no se encuentra ese tipo de especulaciones escolásticas
según las cuales solamente el primer pecado de Adán — no el pecado de Eva ni
los que después cometió Adán— es la causa del pecado original. Es verdad que
el Concilio habla sólo de Adán. El problema de si existieron una o más primeras
parejas no se discutía en aquel tiempo; por eso sigue siendo posible que la exis
tencia de un solo primer padre no sea nada más que una suposición disociable de
la doctrina que defiende que los niños vienen al mundo con la mancha del pecado
y con la necesidad de ser redimidos. Pero ¿no dice el Concilio de Trento algo
más, en virtud de lo cual el monogenismo se convierte en un elemento esencial
del pecado original? ¿Cómo se deben entender las palabras origin e u n u m (uno
en su origen) que se mencionan en el canon 3 al hablar del pecado original? Con
estas palabras el Concilio quiere rechazar la teoría de Pighius, que defendía que
el pecado original era uno numéricamente, y no múltiple, porque en los descen
dientes de Adán no tiene ninguna realidad, sino que a ellos solamente les es
imputado. «En el canon 3 únicamente se condena... la doctrina defendida por
Pighius sobre la unidad numérica del pecado original»29. «La fórmula dice: el
pecado original no es numéricamente uno de los distintos hombres; su unidad
está más bien en su origen. El Concilio no habla sobre la naturaleza de esta uni
dad de origen»30. Por tanto, la afirmación de que también los pecados de otros
antepasados ha influido en el pecado original de los niños — opinión que, según
creían los padres del Concilio de Trento, se encontraba en Agustín— no está
de ningún modo en contradicción con el origin e unum . La influencia de más de
un primer padre y, por tanto, el poligenismo queda fuera del campo de visión
de los padres conciliares; pero, puesto que sólo querían decir que la unidad del
pecado original debe buscarse únicamente en su origen, no proponían como un
dato estricto de fe la imagen que ellos tenían de este origen. Cuando la encíclica
Humani generis cita la doctrina de Trento como claramente favorable al mono
genismo, no menciona textualmente la fórmula origine unum; además, se limita
a concluir que no se ve cómo pueda conciliarse el poligenismo con la doctrina
del pecado original del Concilio de Trento (por tanto, no dice que ambas doctrinas
sean abiertamente irreconciliables). No se encuentra en el Concilio de Trento
ninguna razón directa para hacer del monogenismo una doctrina de fe.
Tampoco encontramos ninguna razón en las declaraciones del siglo pasado,
época en que surgió por primera vez la cuestión del «monogenismo» y «polige
nismo». El Concilio Vaticano I había preparado un canon que condenaba sin más
el poligenismo: «Si quis universum genus humanum ab uno pro toparen te ortum
esse negaverit: anathema sit». Este canon no llegó a promulgarse, de modo que
el magisterio extraordinario no se expresó tampoco en aquella ocasión contra el
poligenismo 31.
Consideremos ahora el texto de la encíclica Humani generis: «Mas cuando se
trata de otra hipótesis, la del llamado poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan
de la misma libertad. Porque los fieles no pueden abrazar la sentencia de los que
afirman o que después de Adán existieron en la tierra verdaderos hombres que
no procedieron de aquél como del primer padre por generación natural, o que
'Adán* significa una pluralidad de primeros padres. No se ve, en efecto, cómo
puede esta sentencia conciliarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y los
documentos del magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original, que
procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que, transmitido
a todos por generación, está presente en cada uno como pecado propio» (DS
3897; NR 205b).
En este texto se prohíbe, ciertamente, considerar el poligenismo como una
opinión libre; pero, por otra parte (quizá a causa de una posterior modificación
del texto en este pasaje), no se da como razón que el poligenismo y el pecado
original sean irreconciliables, sino que se expresa con una fórmula que deja abierto
el problema: no se ve cómo puedan conciliarse ambas cosas. De hecho, existe la
posibilidad de que lleguen a aparecer como irreconciliables; pero es igualmente
posible que el monogenismo llegue a verse como un elemento no esencial del
pecado original. Ciertamente, la presunción está en favor del monogenismo, ya
que desde siempre estuvo íntimamente relacionado con la doctrina de la Iglesia
sobre el pecado original. El que quiera separar ambas cosas debe enfrentarse con
la dificultad de probarlo; pero no es imposible que se pueda llegar a presentar tal
prueba, y no hay ninguna razón para impedir de antemano a nadie que realice
esta tarea.
31 Cf. P. Smulders, Theologie und Evolution, 250, nota 228: «Ha habido quien ha
opinado que el monogenismo es doctrina de fe, basándose para ello en la autoridad
de los obispos que tomaron parte en el Concilio Vaticano I. Se propuso, en efecto, que
se definiera que todo el género humano desciende de un úni$o Adán (Mansi 53, col. 236),
y de los sesenta obispos que dieron su parecer sobre este proyecto ninguno formuló
objeciones contra esta proposición: prueba impresionante de la convicción de los
obispos. Pero si se considera más de cerca surge una duda. Los obispos querían enseñar
que el género humano es uno contra las concepciones que no consideraban a los negros
o a los indios como verdaderos hombres: 'El tercer dogma que se establece es la unidad
del género humano’ (col. 212; cf. también DS 2123). Ellos expresaron esta doctrina
lisa y llanamente con la fórmula de un antepasado único. Quizá una discusión más
a fondo habría llegado a distinguir entre la doctrina y el modo de expresarla».
SECCION QUINTA
La historia del pensamiento católico acerca del pecado original que hemos
esbozado en la sección precedente nos muestra un cuadro bastante coherente, al
que podríamos denominar, sencillamente, la doctrina clásica sobre el pecado ori
ginal. Nadie nos impide ahora renovar esta doctrina clásica de acuerdo con el
horizonte de los problemas teológicos de hoy, mientras quede a salvo el dogma
de la Iglesia, que puede brillar con una nueva luz después de tal renovación,
como corresponde a la historia de toda verdad revelada. Esta renovación puede
originarse a partir de una reflexión filosófica profunda sobre las relaciones inter
humanas; pero está más de acuerdo con el pensamiento teológico si, al mismo
tiempo, se recurre a los conceptos de la revelación. En este sentido vamos a rea
lizar aquí un intento de renovación de la doctrina sobre el pecado original, intento
que se basa sobre todo en las explicaciones de la sección tercera sobre el pecado
del mundo. Según nuestra concepción, puede darse una explicación teológica del
pecado original si tenemos en cuenta lo que dijimos acerca del influjo que ejerce
el pecado de los otros en el estar situado. Queda pendiente todavía el problema
de si lo que hemos dicho sobre el pecado del mundo debe meramente añadirse
a la doctrina clásica sobre el pecado original o si debe absorberla por completo.
Trataremos aquí de las dos posibilidades.
«pecado» y «culpa». Sin embargo, hay que pensar que este pecado y esta culpa
se distinguen claramente del pecado y de la culpa personales que proceden de una
decisión. Cuando al pecado original lo denominamos estar situado, sólo negamos
su voluntariedad (voluntarietas). Pero el término «voluntariedad», usado para
describir el pecado original, no es eclesiástico, sino teológico. Por lo demás, al
menos después de que cesó el realismo exagerado con relación a los universales,
que influyó durante mucho tiempo en la doctrina sobre el pecado original, tam
poco la teología atribuyó al pecado original una voluntariedad en el sentido pleno
de la palabra. El pecado original del niño, según los teólogos, es solamente «vo
luntario por la voluntad de Adán» (voluntarium ex volúntate Adami), pero no
por la decisión del mismo niño. Esta fórmula, sin embargo, emplea el concepto
de voluntariedad en un sentido análogo, hasta tal punto que el concepto pierde su
sentido, de manera que se debería hablar más propiamente de carencia de volun
tariedad que de un mínimo de voluntariedad. Así se puede comprender que al
gunos autores, al presentar el estado de pecado original, no hablen de la volun
tariedad del pecado original. Pero cuando nosotros interpretamos el pecado ori
ginal como un estar situado, no solamente negamos su voluntariedad en sentido
propio, sino que al mismo tiempo admitimos su relación con una decisión volun
taria que ha tenido lugar en la historia de la humanidad. Así se conserva lo que
en el fondo quiere decir esa fórmula poco afortunada de voluntarium ex volúntate
Adami —e incluso mejor que en esa misma fórmula—, si se entiende el pecado
original como una forma de existencia situada que procede de la decisión libre
de Adán.
La explicación del pecado original como estar situado puede valer como un
intento de mediación entre una visión naturalista o esencialista y una visión per
sonalista o existencialista. En nuestra explicación, la existencia del pecado original
se distingue claramente de todo tipo de pecado personal. Como ya hemos indi
cado, algunas declaraciones del magisterio eclesiástico distinguen entre peccatum
origínale y peccatum actúale. Esto es lamentable en la medida en que se pasa
por alto el peccatum habitúale, pues el pecado habitual pertenece al pecado per
sonal, no al original. Se puede, pues, describir el estado de pecado original como
un hábito pasivo; pero esta terminología es problemática, puesto que el hábito
debe ser concebido ontológicamente como el elemento de la acción que perma
nece en el sujeto y, por tanto, como algo siempre activo. Pero todo hábito activo
lleva consigo una actitud personal y voluntaria, y precisamente el pecado original
no es nada de esto. Así se ha trazado una línea divisoria entre la concepción del
pecado original tal y como se ha desarrollado en la teología católica, a pesar del
punto de partida agustíniano y a pesar de los términos «pecado» y «culpa», y la
concepción, tanto reformada como existencialista, del pecado original como una
actitud fundamental pecaminosa. Lo que estas concepciones afirman acerca de la
actitud fundamental pecaminosa en el hombre debería ser reconocido por el pen
samiento católico más de lo que se ha hecho hasta ahora. Sin embargo, sigue
siendo problemática la unión que los reformadores ponen entre esa actitud
fundamental pecaminosa y el pecado original, así como también la interpretación
que hacen de la coexistencia del pecado original con 1$ justificación del hombre.
En explicaciones de la sección segunda tratamos de tener en cuenta los puntos
fundamentales de la teología reformada. Aquí debemos acentuar solamente que
el dogma del pecado original tiene una ventaja con relación a esa teología: en
él no se habla sólo de una actitud fundamental del hombre pecador, sino también
de un estado, de una forma de existencia que precisamente precede al nacimiento
de una actitud activa propia y abarca todas las decisiones personales. Esto es justa
mente lo que se expresa al describir el pecado original como un estar situado.
EL PECADO ORIGINAL COMO UN ESTAR SITUADO 719
evita los dos extremos, sino que satisface las exigencias de ambos. Evita, por una
parte, reducir el pecado original al pecado personal habitual y permite, sin em
bargo, considerarlo como parte del ámbito personal; por otra, evita reducir el
pecado original a un suceso natural y permite, al mismo tiempo, considerarlo
como una realidad que precede a la actitud personal de cada uno. De este modo
estaríamos, fundamentalmente, en un buen camino de interpretación. Por lo de
más, el estar situado del pecado original puede explicarse ahora de dos maneras
distintas: es posible conservar la doctrina clásica sobre el pecado original en cuanto
contiene el influjo cualitativo propio de un pecador (Adán) cronológicamente
primero y completar así lo que hemos dicho sobre el pecado del mundo. Pero
también es posible incluir la doctrina clásica sobre el pecado original en la expo
sición ya desarrollada del pecado del mundo. Vamos a hacer un bosquejo de
ambas posibilidades sin inclinarnos necesariamente por ninguna (aun cuando nece
sariamente se pondrá de manifiesto alguna preferencia).
La doctrina del pecado original figura en la teología clásica junto a una con
sideración de los pecados personales del individuo que la mayor parte de las
veces sólo se presenta en la teología moral. Fuera de eso, apenas se añade nada
esencial para la teología del pecado. Sobre todo se prescinde de una teología de
la historia del pecado. La teología escolar ordinaria tiene demasiado poco en
cuenta la voluntad salvífica universal de Dios; desatiende casi por completo su
realización histórica fuera de Israel y de la Iglesia, y por ello tampoco tiene en
cuenta la historia del pecado en ese ámbito. Aquí se impone ya el primer com
plemento: entre Adán y Abrahán tiene lugar una historia de salvación y de per
dición; frente al continuo ofrecimiento de la salvación por parte de Dios, tam
bién el pecado, una vez introducido en el mundo, ha ganado en poder, «pues
todos han pecado» (Rom 5,12). Esta historia de salvación y de perdición se des
arrolla no sólo en el tiempo que precede a la solicitud de Dios por la salvación
de Israel, sino también ahora fuera del ámbito del cristianismo. Además, la re
flexión teológica debe extenderse a los pecados cometidos en el mismo Israel,
que suceden «de un modo semejante a la transgresión de la ley por Adán» (Rom 5,
14) y que han precedido como «muchas transgresiones» a la justificación efectua
da por uno solo (Rom 5,16). En la muerte de Cristo en la cruz se hace visible
de este modo, en primer lugar, el pecado de los que le rechazaron, y por ello el
significado redentor de la muerte y de la resurrección tiene un aspecto todavía
más paradójico que si, como generalmente sucede, encontrara su contraposición
solamente en el pecado de la primera pareja. El que con el pecado de Adán se
transmitan también a los niños los pecados de los antepasados es una opinión de
la que dudó san Agustín, que se defendió en la Edad Media, fue mencionada en
el Concilio de Trento y nunca fue objeto de una condenación 33. Se puede com
pletar la doctrina clásica sobre el pecado original con esta teoría con tal de que
no se reduzca el influjo de los pecados posteriores solamente a los descendientes
biológicos. Nos parece que incluso se debe completar la doctrina del pecado ori
ginal de esta manera. Si el influjo de Adán causa en sus descendientes un estado
que no sólo pertenece al orden natural, sino también al moral, tal influjo debe
3. E l p e c a d o origin al in c lu id o en e l p e c a d o d e l m u n d o
creación respecto al estado de pecado original o bien este estado tiene su origen,
de la misma manera que el estar situado, en el pecado histórico del mundo?
c) ¿Hay, por tanto, un influjo específico de un primer padre o queda incluido
ese influjo en el influjo de todo el «mundo» pecador? A cada una de estas pre
guntas hay que buscarle una respuesta, que no es necesario considerar, sin em
bargo, como definitiva.
mienzos del género humano, se halla en estrecho parentesco con la vida de los
animales. Quizá sea posible, sin embargo, interpretar la doctrina clásica sobre el
pecado original y entender las declaraciones doctrinales del Concilio de Cartago
de manera que la muerte biológica del hombre tuviera otro significado: habría
que concebirla antropológicamente de una manera distinta, como una despedida
del mundo, como un abandono del mundo y del prójimo necesario para que el
hombre pecador, sometido a la concupiscencia y a la esclavitud, pueda volver
a encontrar por toda la eternidad al «Dios todo en todos»34. Si esta interpreta
ción de la inmortalidad primitiva (que no tiene por qué incluir necesariamente
la carencia de la muerte biológica) y su pérdida por la caída no contradicen al
dogma, tampoco hay en este punto ninguna oposición entre lo que operan en
nosotros el pecado de Adán y el pecado del mundo.
creto cualificado que haya producido una situación irreversible no sólo para la
humanidad entera, sino también para cada hombre. Los representantes de la doc
trina clásica sobre el pecado original encontrarán aquí un nuevo argumento en
favor del influjo único del pecado cometido por una sola pareja de progenitores.
Pero para quien acepte la descripción del pecado del mundo que hemos ofrecido
antes se ofrece otra posibilidad. El pecado por el que Cristo ha sido rechazado
del mundo y de nuestra existencia terrena es el hecho que hace inevitable para
todos los hombres la situación de pecado original, tal y como expusimos en
relación con el pecado del mundo. Esa «segunda caída» es más bien en esta pers
pectiva la consumación de una historia de perdición que puede ser considerada
en su totalidad como caída. Quizá esta teoría explique el carácter que, según
Pablo, tiene el bautismo (Rom 6,3-7; Col 3,1-4) de con-morir y con-resucitar con
Cristo. En todo caso, tal consideración sigue siendo muy hipotética. Pero quizá no
sea absolutamente necesario buscar un pecado particular entre muchos que cause
la universalidad de la situación producida por el pecado original, ya que cada
hombre está situado existencialmente de tal modo que tiene que encontrar, alguna
vez y de alguna manera, el pecado en su vida. A esto se une el hecho de que el
bautismo, como todos los dones de la redención, no sólo borra el pecado, sino que
también previene contra el pecado, y la necesidad del bautismo de los niños está
fundamentada también en esta salvación preventiva 35.
Con todo, estas reflexiones muestran claramente que la separación entre el
monogenismo y el dogma del pecado original tiene sus dificultades36.
P l E T SCH OO NENBERG
BIBLIOGRAFIA
Tennant, F. R., The Source of the Doctrines of the Fall and Original Sin (Cambridge
1903).
Vanneste, A., La préhistoire du décret du Concile de Frente sur le pécbé originel:
NRTh 86 (1964 ) 355-386, 490-510.
— Le décret du Concile de Frente sur le peché originel: NRTh 87 (1965) 688-724; 88
(1966) 581-602.
Volk, H., Emil Brunners Lehre vom Sünder (Münster 1950).
A N G E L E S Y D E M O N IO S
E N SU R E L A C IO N C O N E L H O M B R E
SECCION PRIMERA
CUESTIONES PREVIAS
1. L a p ro b le m á tic a
Una mirada al uso todavía vigente en la Iglesia puede hacer creer que no
tiene sentido que suscitemos la cuestión que acabamos de plantear. De los ángeles
habla hasta hoy la Iglesia como cosa obvia en sus oraciones, les dedica fiestas
propias, en la celebración eucarística une a diario su alabanza a Dios con la acla
1 Todos los trabajos de fecha reciente relacionados con el tema hablan de la actual
problemática. Cuestiones de tipo general baraja sobre todo J. Wagner, Der Engel im
Leben des modernen Menschen: LuM 21 (1957) 7-17. Sobre el nuevo planteamiento
teológico, cf. K. Rahner, Angelologie: LThK I (1957) 533-538; del mismo, Damonologie:
LThK III (1959) 145-147; id., Angelología: SM I (Barcelona 1972) 162-171; A. Darlap,
Demonios: SM II (Barcelona 1972) 143-149.
LA PROBLEMATICA 729
2 Cf. W. Grenzmann, Die Gestalt des Engels in der modernen Literatur: LuM 21
(1957) 18-37; D. Záhringer, Der Mensch und der Teufel in heutiger Sicht: BM 29 (1953)
285-305; Th. Bogler, Der Engel in der modernen Kunst: LuM 21 (1957) 110-121.
3 Cf. J. Michl, Angel, en Conceptos fundamentales de la teología I (Madrid 1966)
113-128.
4 «Para tener un conocimiento objetivo faltan hoy en gran medida las auténticas
experiencias existenciales» (H. Schlier, Die Engel nach dem Neuen Testament, en Besin-
nung auf das Neue Testament [Friburgo de Br. 1964] 161). «Un tercer momento, el
principal de todos, entra en juego en sentido negativo. Todo creyente cristiano, a base
del testimonio bíblico, tiene una experiencia personal, un encuentro real y duradero con
Jesucristo y con el Dios que por medio de Jesús entra en relación con nosotros. Pero
l quién de todos esos creyentes podría asegurar que sabe personalmente de la existencia
de los ángeles?... No decimos que la respuesta a esta pregunta sea: nadie. Pero sí sos
tenemos que quienes pueden dar una respuesta positiva son la gran excepción» (E. Brun-
ner, Dogmatik II [Zurich 1960] 146s).
730 ANGELES Y DEMONIOS
Santo» 14. Igualmente, como ya hemos recalcado, la acción de Satanás y sus án
geles contra el reino de Dios es algo que no puede eliminarse del testimonio de
la revelación.
Aun cuando en lo tocante a la Sagrada Escritura afloran dificultades especia
les, con todo sus afirmaciones sobre ángeles y demonios no son tan oscuras que
no puedan dar lugar de modo convincente a una exposición teológica sistemática.
Observando las reglas válidas de hermenéutica, se puede reunir un número sor
prendentemente grande de detalles en orden a una valiosa imagen de conjunto.
Se trata, en primer lugar, de tener en cuenta el estilo literario de los textos 15. Al
examinar, por ejemplo, los textos escriturísticos neotestamentarios que hablan de
ángeles hay que distinguir si se trata de la simple notificación de un hecho (Heb 1,
14, por ejemplo, habla de los ángeles como de auxiliares de los cristianos) o de
las visiones simbólicas del Apocalipsis (cuyas afirmaciones auténticas no se obtie
nen sino desprendiéndolas de su envoltura de imágenes simbólicas). Ideas del
tipo de la enumeración paulina de los grupos angélicos pierden hoy significado
por ir vinculadas a la imagen antigua del mundo, hoy superada. Sobre todo, con
relación al AT, no hay que detenerse en el hecho incuestionable de que los
contextos en que aparecen los ángeles son una y otra vez contextos legendarios
o decididamente poéticos 16. Aun prescindiendo del género literario, a menudo
basta el contexto inmediato para esclarecer la línea de afirmación de una deter
minada palabra de la revelación.
Una doctrina de los ángeles y los demonios es además posible si se ve a estas
potencias espirituales en el contexto de la historia universal de la salvación, ya
que aparecen incluidas con el hombre en la historia de la alianza de Dios como
testigos o como mensajeros y antagonistas. Dios mismo ha incluido a sus ángeles
y a los demonios en el acontecimiento de su venida a este mundo en Jesucristo.
Los poderes angélicos sirven al Dios de la alianza, quien se manifiesta en Cristo,
por medio de su obediencia; los poderes demoníacos, por medio de su negativa.
Ambos sirven según la voluntad de aquel que, como Señor de la historia, quiere
establecer definitivamente en su Hijo hecho hombre su señorío universal. Angeles
y demonios están integrados en la única historia sobrenatural de salvación que
procede de Cristo y conduce a Cristo. Por tanto, la dimensión histórico-salvífica
de la angelología es fundamentalmente cristológica. La angelología no es, como
la antropología, una consecuencia intrínseca de la cristología; pero es el epílogo
y el apéndice complementario y esclarecedor de la teología de la acción de Dios
en Jesucristo. Así, pues, desde la cristología recibe la angelología su justificación,
su orientación y su fundamentación complexiva. De ahí se deducen también con
secuencias sobre la naturaleza de los ángeles: si la manifestación absoluta de Dios
en la dicción de su palabra es el fundamento de la creación, lo será también de
la creación de los ángeles. Si Dios no se vuelve amorosamente hacia las criaturas
personales más que en su Hijo, la gracia de los ángeles habrá de ser también gracia
de Cristo. Si la revelación de Dios en virtud del Hijo es una palabra que llama
e interpela, la existencia de los ángeles estará también abocada por naturaleza
a la respuesta, el diálogo y la alabanza. En resumen: también los ángeles tienen
14 Barth, KD III/3, 603.
13 Esto sobre todo lo destaca J. Michl, art. cit.} p. 125.
16 Sobre este problema, cf. sobre todo Barth, KD III/3, 432-434. Entre otras cosas
dice lo siguiente: «Existe historia real, es decir, historia acontecida en el espacio y en
el tiempo; historia que reviste esa forma o la forma de tránsito hacia esa forma. El que
tenga esa forma no es un argumento inconcuso contra el hecho de que sea historia real;
no es un argumento que obligue a tomarla por irrelevante ni a considerar como faltos
de valor sus relatos de sagas o leyendas».
734 ANGELES Y DEMONIOS
salvífica no se quiere decir de ningún modo que haya que renunciar a las afir
maciones que sobre todo los Padres hicieron acerca de la naturaleza de los án
geles 21. Si a base de la revelación ha podido el hombre hacerse una idea de Dios
como el Espíritu simplemente sobrenatural y absolutamente autónomo, podrá
también lograrse una comprensión cuando menos aproximativa de la naturaleza
de los seres espirituales creados por Dios. No se ve por qué la esencia natural del
ángel no pueda distinguirse de su ser sobrenatural de gracia. Lo que hoy resulta
de todos modos evidente es que el problema de la naturaleza, el número y la
jerarquía de los ángeles ha de abordarse con mucha precaución y nunca debe
colocarse en el proscenio de una exposición teológica de la salvación. Un tratado
de los ángeles no debiera «ir más allá de lo que afirman una sana exégesis de la
Sagrada Escritura y de la liturgia, un examen clarividente de la historia de la
angelología de la Iglesia y el propio magisterio eclesiástico» 22.
El testimonio de la Biblia, la confesión eclesial y el tratado teológico de los
ángeles y demonios no cesan de indicar al creyente que su vida se mueve en un
contexto de historia de salvación y condenación que sobrepasa las coordenadas
de la humanidad en conjunto. Esta idea hace que hoy siga teniendo sentido una
angelología y una demonología. En el Vaticano I I ha quedado claro que la Iglesia,
por la tarea salvadora a ella encomendada, debe comprometerse en este mundo
más que hasta la fecha. Pero para que no olvidara con ello que el reino de Dios
es algo más amplio que la realidad cognoscible por el hombre, se le reveló que
los ángeles son su contexto y concomitancia en la historia de la salvación. La
visión del reino supraterreno de poderes angélicos, su existencia y su intervención
en la historia humana equilibran la balanza, que, si no, se inclinaría fácilmente
del lado de la existencia material. Brilla aquí una unidad complexiva del cosmos,
que supera todos los conocimientos puramente científicos. Sobre todo, el cristiano
sabe que también este ámbito de seres espirituales, vivos y personales, forma
parte de la historia de alianza y salvación en la que el hombre está enmarcado 23.
Cuando se trata de los demonios, esta participación de seres espirituales en la
historia del hombre es temible y destructora. Sólo Dios puede salvar de tal pe
ligro; sólo Dios puede salvar del pecado y de la muerte. Pero como «Dios de
los ejércitos» que es, Dios ha convocado también a los ángeles que le sirven, con
el fin de llevar a término, contra todo el poder de Satán, la alianza entablada con
el hombre. El tratado de los ángeles debiera aproximar al hombre creyente al
misterio mismo de Dios, al misterio de que Dios está en todo tiempo con los que
él ha llamado. Los ángeles constituyen en la antigua alianza un testimonio antici
pado de que Dios mismo vendrá a salvar a su pueblo. En la nueva alianza escla
recen y confirman que la venida de Dios se ha hecho realidad definitiva en Jesu
cristo. Resulta así que los ángeles y demonios, a pesar de toda su marginalidad,
no pueden darse de lado, como elementos que son del acontecimiento Cristo
atestiguado por la Escritura. Pero la acción de Dios en Jesucristo es un hecho
que atañe al hombre hoy y aquí, a su fe, a su idea del mundo, a su existencia
cotidiana. El acontecimiento Cristo, que sigue actuando en y por la Iglesia en
el mundo, libera de una servidumbre que no puede explicarse por la sola culpa
del hombre, ya que tiene su fundamento en la maldad diabólica. Este aconteci
miento Cristo lleva a la total libertad de los hijos de Dios, puesto que los
ángeles, subordinados al Hijo, están al servicio de aquellos que deben alcanzar la
salud (Heb 1,14). Esto deben destacarlo con claridad la angelología y la demono-
logía.
Michael Seemann
SECCION SEGUNDA
LO S A N G E L E S
1. L o s án geles en la E scritu ra
a) Antiguo Testamento.
.a) Para el justo de la antigua alianza, todo acontecer salvífico entre Dios
y el hombre tiene una dimensión espacio-temporal y es a la vez un acontecer
celeste y terrenol. Sea cual fuere la validez de la imagen física del mundo en
la Antigüedad, el hecho es que para el hombre piadoso de aquel tiempo se des
prende de esa imagen la idea de «arriba» y «abajo»; y esa idea refleja la relación
Dios-criatura. No es que el cielo — concebido como una amplia serie de estratos—
se identifique con Dios: el cielo, al igual que el hombre y que todo lo visible, es
obra de las manos de Dios (Sal 101 [102], 26), es una criatura hecha por la pala
bra del Señor, por el aliento de su boca (Sal 32 [33], 6). El cielo al que se refiere
la Escritura no es idéntico a Dios. Pero no es tampoco idéntico al firmamento
de los astros desplegado en bóveda sobre la tierra, puesto que el lenguaje bíblico
incluye el mundo de «los celestes» (Zac 14,3; Sal 29 [30], 1), de los espíritus
sujetos al señorío de Dios. Por eso, más acertado que hablar de un «lugar» es
hablar de un «reino de los cielos». En este sentido cósmico y supracósmico, que
incluye también el mundo de los ángeles, el cielo está «más cerca» de Dios que
la tierra; es, juntamente con Dios, el «polo opuesto» del hombre terrestre. Desde
el cielo da Dios sus beneficios, amenaza y castiga, envía su palabra (cf. Ex 16,4;
2 Re 1,10; Sab 18,15). Al actuar Dios desde los cielos, el reino mismo de los
cielos colabora en esta actuación; Dios hace que los ángeles tomen parte en este
acontecer múltiple y ordenado, celeste y terrestre. De los ángeles se sirve Dios
como mensajeros suyos.
En el lenguaje hoy día en uso, impuesto definitivamente a comienzos de la
Edad Media, la palabra «ángel» designa a espíritus supraterrenos, y designa pri
mariamente no su esencia, sino su tarea al servicio de Dios. El hebreo no tiene
una expresión específica del mismo alcance conceptual que nuestra palabra «án
gel». M a l’ak, usado frecuente pero no exclusivamente en el AT, procede quizá
de la raíz árabe la ’aka («enviar a alguien con una misión») (cf. H. Gross, D e r
E n g el im A lte n T e s ta m e n t : ALW V I / 1 [1959], 28). El sustantivo m a l’a k tiene
originariamente un sentido abstracto, el «envío», el «mensaje»; pero pasa luego
a tener un sentido concreto, el «enviado», el «mensajero». En este sentido general
se aplica también al sacerdote (Mal 2,7), al rey (2 Sm 14,17.20) y hasta al hombre
(1 Sm 29,9) el apelativo de m a l’ak. Cuando designa a un ángel en sentido restrin
gido y específico, se trata precisamente de una excepción en el uso general de la
palabra. La palabra del griego profano áyyeXoq tiene más o menos el mismo
sentido general. En el NT se restringe ya más claramente el alcance de la palabra,
pero sólo con la Vulgata se logra una distinción terminológica precisa: n u n tiu s
designa al mensajero ordinario y án gelu s al mensajero celeste. El mensajero inde
terminado se convierte en mensajero de Dios, en ángel, cuando el contexto incluye
indirectamente a Dios, en cuanto que es Dios quien envía, o cuando la palabra
va unida con el nombre de Dios por medio de un genitivo o por pronombres
posesivos (cf., por ejemplo, Gn 28,12: «ángel de Dios»; Sal 33 [34], 8: «ángel
del Señor»; Gn 24,7: «su ángel»). Todo ángel pertenece a Dios, y existe única
mente en cuanto su yo , en cuanto ángel santo d e D io s ; y es Dios quien hace que
el ángel participe en su expresión y en su acción sobre la tierra.
Además de m a l’ak, denominación fundamental determinada totalmente por
la función y la actividad, existen en el AT otros nombres relativos a los ángeles.
Por proceder de Dios se llaman «hijos de Dios» (Gn 6,2; Job 1,6; 2,1; 38,7;
Sal 28 [29], 1; 88 [89], 7), son los «santos» (Job 5,1; 15,15; Sal 88 [89], 6.8),
los «poderosos» (Sal 102 [103], 20). Residen con Dios en el cielo (Gn 21,17;
22,11; según una concepción más temprana, residen también en la tierra: Gn 32,
2). Por la forma de su manifestación, a veces se les denomina «hombres» (Gn 18,
2.16; 19,10.12).
Los ángeles en conjunto forman el «ejército de Yahvé» (Jos 5,14), el «ejército
del cielo» (1 Re 22,19); Dios mismo es el «Dios de los ejércitos» (Os 12,6; Am 3,
13), «Yahvé de los ejércitos» (1 Sm 1,3.11; Sal 23 [24], 10; Is 1,9; 6,3; Jr 7,3;
9,14). En 1 Sm 17,45 esta formulación caracteriza a Dios como supremo jefe mili
47
738 LOS ANGELES
tar del pueblo, en cuyo nombre se alzan los ejércitos. Esto indica que la palabra
puede tener un sentido muy amplio, ya que «ejército» puede referirse incluso a los
astros (Jr 33,22; Is 40,26). Cf. sobre este tema M. Rehm: EB II (1956), 14,
nota sobre 1 Sm 1,3.
Tanto el nombre maVak como todas las demás denominaciones de los ángeles
que hallamos en el AT coinciden en ver a éstos totalmente referidos a Dios. A pe
sar de todas las transformaciones que a lo largo del AT experimentó la idea de
los ángeles, desde el tiempo de los patriarcas hasta el período posexílico, la afir
mación de que los ángeles tienen una radical y total dependencia de Yahvé, Dios
del cielo y de la tierra, es una afirmación constante. El ángel tiene una indepen
dencia inferior a la relativa independencia que tiene el hombre. Siempre que
entran en juego el ser y el obrar de un ángel, se oye la palabra de Dios, se reconoce
la realización de su voluntad, se exige fe y obediencia a Dios. «Lo único decisivo
es la acción auxiliadora, salvadora, protectora, la cercanía orientadora y vigilante
de Dios en situaciones de abandono y en callejones sin salida; estos mensajeros
no son sino vehículo y transparencia de esa acción y de esa cercanía de Dios. El
ángel no es primariamente más que un mensajero que, como servidor y esclavo,
lleva a cabo un encargo de su Señor. El ángel es expresión del hecho vivido una
y otra vez por Israel y por los justos de Israel de que el hombre confiado y cre
yente cuenta siempre en este mundo con la ayuda de Dios» 2.
La personificación de la protección de Yahvé sobre Israel es el án gel d e Y a h v é ,
atestiguado sobre todo en los primeros textos veterotestamentarios (Gn 16,7-14;
18,2s; 21,17-19; 22,11-14; 31,11-13; Ex 3,2-6 y otros)3. En estas tempranas
tradiciones destaca el misterio de la original cercanía entre Dios y ángel: el «ángel
del Señor» es una especial manifestación de Dios. Esto explica el cambio intencio
nado y a menudo abrupto entre la palabra de Yahvé y la del ángel en los textos
citados. Como ejemplos, destaquemos los textos citados en primero y en último
lugar. En Gn 16,7-13 aparece sin preámbulos el «ángel de Yahvé». A Agar, que
vaga por el desierto, se le aparece como un conocido auxiliar y mensajero de Dios,
ante el cual ella no tiene por qué temer. La promesa del ángel parece nacer de
la propia capacidad del ángel, pero Agar reconoce en ella el poder y la autoridad
que sólo a Dios corresponden. Así, es un ángel quien aparece; pero, tras la com
prensión de Agar, es Dios quien pronuncia la palabra de promesa. En el relato de
Ex 3,2-6 aparecen aún más implicados el «ángel de Yahvé» y Dios: quien aparece
es el «ángel de Yahvé», pero quien ve y habla es Y ahvé4. Los demás textos colo
can al «ángel de Yahvé» en una tal cercanía de Dios, que es difícil establecer entre
ellos una distinción clara.
Exegetas y teólogos han pretendido una y otra vez explicar la figura del
«mal’ak Yahvé». Enumeraremos brevemente las principales teorías, cada una de
las cuales tiene sus pros y sus contras:
La te o r ía re p r e se n ta tiv a entiende que el «ángel de Yahvé» es una criatura
angélica que aparece como representante de Yahvé en virtud de un encargo
especial y con autoridad divina. A modo de comparación, se suele aludir al oficio
del mensajero y diplomático que, dotado de plenos poderes, representa al sobe
rano. Ya en Jerónimo y Agustín se encuentra una interpretación de estos textos
en la línea de la representatividad. En tiempos recientes, fue sobre todo J. Ry-
binski quien en su obra D e r NíaVakh Jah ivé (Paderborn 1930) abogó por la teoría
representativa. Es la teoría que hasta hoy sigue contando con más partidarios.
A pesar de que F. Stier piensa que no puede secundarla, creemos que su con
cepción, según la cual el «ángel de Yahvé» es el visir celeste, va en la misma línea
(F. Stier, G o tt u n d sein E n g el im A lte n T estam en ta Münster 1934). Lo positivo
de la teoría representativa consiste en que, según ella, el ángel es un ángel de
verdad, sin lo cual no tendría pleno sentido la formulación misma de m a l’a k de
Yahvé. Pero con la idea de representatividad no parece que queden suficiente
mente explicados los textos. El embajador, el diplomático, puede representar con
plenos poderes a su soberano y hablar por comisión suya, es cierto. Pero no
puede situarse simplemente al nivel de quien le comisionó sin presentar unas cre
denciales que le den atribuciones para ello. En cambio, en los textos que aquí
barajamos, palabra y acción se intercambian entre Yahvé y el «ángel de Yahvé»
de modo incontrolable y gratuito. De una comisión especial no se dice palabra.
Al paso de esta dificultad pretende salir la te o r ía d e la id e n tid a d equiparando
al «ángel de Yahvé» con Yahvé. Más de un Padre de la Iglesia tendió a identificar
al «ángel del Señor» con el Logos (teoría del Logos). B. Stein, tras haber anali
zado sobre todo los textos del libro del Exodo, llega al siguiente resultado: «El
ángel del éxodo no es un ángel creado, sino el Omnipresente mismo, que se hace
presente y actúa con preferencia en un determinado lugar» (D e r E n g e l d e s A u s -
zugs: «Biblica» 19 [1938] 307). A esta teoría hay que oponerle que los textos
posteriores ven claramente en el «ángel de Yahvé» un mensajero creatural de Dios.
Esto significaría que la idea de los ángeles no experimenta una evolución en conti
nuidad, ya que con el paso de Dios a la criatura se produciría una ruptura brusca,
con lo cual necesitaríamos de una nueva explicación que diera razón de este
hecho. Si anteriormente se hablaba de una auténtica teofanía, ¿por qué posterior
mente no sigue siendo Dios el único que habla y actúa? ¿A qué viene el que los
autores bíblicos añadan la aparición de un ángel? No podría tratarse sino de
correcciones posteriores en el texto.
Admite tal solución la te o r ía d e la in terp o la ció n (llamada también teoría de la
interpretación). En el «ángel de Yahvé» ve el resultado de la reflexión y especu
lación teológica posterior. A medida que fue progresando la conciencia de la
absoluta trascendencia de Dios, que no deja lugar a un contacto inmediato con
Dios, se fueron introduciendo cambios en los primitivos relatos de teofanías. En
este sentido se pronuncian, entre otros, J. M. Lagrange, U a n g e d e Jah ivé: RB 12
(1903) 212-225, y G. v. Rad, T h e o lo g ie d e s A lte n T e sta m e n ts I (Munich 1957)
284-286. En contra se sitúan V. Hamp, E n g el Jah ivés: LThK I I I (1959) 879,
quien considera que una interpolación así «no es demostrable y es apenas proba
ble», y H . Gross, D e r E n g el im A lte n T e sta m e n t, 34s. De hecho, parece incon
secuente admitir tales interpolaciones si nos fijamos en las añadiduras que los
LXX introducen en Ex 4,24 y Jue 6,14.16. H . Gross, o p . c it.} 35, piensa que esa
«reflexión teológica», hipótesis totalmente correcta, hay que atribuírsela al reco
pilador primero de las antiguas tradiciones y no a escribas posteriores. Es evi
740 LOS ANGELES
dente que el deseo de conservar la originalidad de los relatos no hizo que el primer
recopilador realizara una simple yuxtaposición de las distintas capas de tradición.
Es muy probable, por tanto, que el «ángel de Yahvé» pertenezca también al acervo
no elaborado de tradición.
La discusión sobre los referidos intentos de explicación no se ha concluido
aún. De ahí que tanto antes como ahora se pueda seguir manteniendo que el
«ángel de Yahvé» es un ángel de verdad, un ángel creatural. La idea de represen
tación necesita, de todos modos, un estudio más profundo. En este sentido, son
valiosas las aportaciones de H. Junker en su comentario a Gn 18-19 (EB I [1955]
76s). Explicando su hipótesis de revelación, dice entre otras cosas: «El 'ángel de
Yahvé’ anuncia el mensaje no de alguien concebido como ausente, sino de Yahvé
presente. La idea que más cerca nos coloca de la concepción del narrador y la que
mejor da razón de sus diversas afirmaciones es la de que el 'ángel de Yahvé’, como
acompañante y portador de la gloria de Yahvé, al hacerse visible manifiesta a los
hombres la presencia de Yahvé, quien sigue siendo misterioso e invisible» (77).
De modo similar, H. Gross, op. cit., 35, explica: «La mejor calificación del ángel
de Yahvé es la de forma manifestativa de Yahvé... Tras el ángel de Yahvé, o me
jor, en el ángel de Yahvé, está invisiblemente presente Yahvé, a quien él mani
fiesta; desde él obra y habla Yahvé... Su rasgo distintivo es que Dios se une
muy estrechamente a él como medio de manifestación, pero sin entrar del todo
en él al modo, por ejemplo, de unión hipostática. Esto da al ángel de Yahvé una
relevancia que sólo a modo de excepción puede otorgarse a una criatura».
Es probable que la figura del «ángel de Yahvé» no pueda nunca precisarse del
todo, lo cual no tiene por qué contrariarnos. Es precisamente ese carácter multi
forme e indeterminado de su imagen el que expresa acertadamente la convicción
básica del pueblo elegido: «El ángel de Yahvé expresa en su sentido exacto lo
que quiere decir el nombre, o mejor, el título de ángel como tal: el mensajero
comisionado por Dios con plenos poderes, cuyo obrar se agota en la realización
de esa comisión. En todo caso, es el Dios de la alianza quien propiamente actúa.
El es quien dirige al hombre la palabra salvadora. De ahí que no deba sorprender
a nadie el que el interpelado, aquel a quien se dirige la palabra prometedora de
Dios, identifique prácticamente la palabra y la acción del mensajero con la actua
ción salvadora de Dios. Lo que en el fondo reconoce es que Dios ha manifestado
su misericordia al transmitir su mensaje por boca o por obra del ángel» 5. Todos
los posteriores relatos de acciones o palabras de ángeles no son sino variantes del
único tema que resuena ya en las primeras páginas de la Sagrada Escritura.
3) A medida que fue progresando la revelación histórico-salvífica se fue
profundizando y ampliando la idea de ángel en estrecha relación, como es obvio,
con la transformación misma de la idea de Dios. En un principio, el pueblo ele
gido entendió que Yahvé era antes que nada un Dios nacional; pero ya en la
época de la monarquía fue tomando conciencia progresiva de que su Dios era
un Dios universal. Yahvé había elegido Sión como morada suya, es cierto — en
Sión tenía puesto Yahvé su trono entre querubines— , pero su presencia no estaba
vinculada en exclusiva al templo. El Dios universal, el Señor de cielo y tierra,
se va haciendo a la vez el Dios lejano. Es ya el majestuoso Rey del cielo, rodeado
de una corte de espíritus servidores (cf. 1 Re 22,19), situado por encima de todo
lo creado por él. Esta distancia creciente entre Dios e Israel es más esencial que
espacial. Cuanto mayor se va haciendo esta distancia a medida que va variando la
idea de Dios, tanto más se necesita de los ángeles para anunciar en la tierra la
voluntad de Dios.
5 K. Delahaye, op. cit., 13s (con omisiones). Cf. Barth, KD III/3, 574s.
LOS ANGELES EN LA ESCRITURA 741
Esa mutación en la idea de Dios repercute antes que nada en la idea del «ángel
de Yahvé». Su figura sigue apareciendo en la escena, pero ahora se le ve ya de
lleno como mensajero creatural. Es típico en esta línea un hecho de la vida del
profeta Elias narrado en 1 Re 19,5-11. La intervención del ángel (vv. 5-8) es
diferenciada claramente de la manifestación misma de Dios (vv. 9-11), y esto no
sólo de modo espacial, sino incluso funcional: el envío del ángel a Elias tiene
un fin únicamente auxiliar y preparatorio y ya no manifiesta a Yahvé, como era
el caso referente a Moisés. No pueden ser más claras las pruebas de que se ha
dado una evolución.
Un segundo momento de esta evolución de la idea de ángel consiste en el
hecho de que el número de los ángeles aumenta. Junto al único «ángel de Yahvé»
entran ahora en escena muchos espíritus serviciales, cuya función es auxiliar y pro
teger a Israel. Ponen la salvación de Dios al alcance del hombre, pero son también
anunciadores y ejecutores de sus sentencias. Es indudable que desde la época
monárquica los ángeles van ganando en importancia como instancia intermedia
entre Dios y el hombre. Esto sería incompatible con la idea de que el único que
obra es el Dios de la alianza si a la vez no se hubiera ido imponiendo en el pueblo
elegido la conciencia de que los ángeles son criaturas. Total creaturidad y mayor
intervención servicial son perfectamente compatibles.
Es evidente que el influjo de elementos extrabíblicos en la idea de los ángeles,
sobre todo en relación con los querubines y serafines, se hace entonces creciente.
Los querubines (también querubes)6 están frecuentemente atestiguados en el AT.
Su nombre procede probablemente del acádico karábu ( = orar, bendecir). El sus
tantivo kdribu o karübu ( = orante, intercesor) indica ordinariamente a una divi
nidad protectora que lleva la oración de los creyentes ante la divinidad suprema.
Representados originariamente en figura humana, fueron más tarde dotados de
alas y de las características de un águila, de un león o de un toro. En esta repre
sentación pueden haber influido las imágenes de las esfinges egipcias, erguidas
como vigías en los accesos de templos y palacios. La similitud con las figuras de
querubines en el arca de la alianza (Ex 25,18-22; representados de modo algo
distinto en el sancta sanctorum del templo de Salomón: 1 Re 6,23-28) y con las
imágenes de la visión de Ezequiel es evidente (Ez 1,4-13; cf. 10,8-17) 1. Pero esta
analogía terminológica y figurativa no significa identidad de conceptos. Según
el AT, los querubines son seres creaturales pertenecientes a la corte del Dios único
y absoluto cuyo trono está por encima de todos ellos (1 Sm 4,4; 2 Sm 6,2; 2 Re
19,15; Sal 79 [80], 2; 98 [99], 1). Gn 3,24 los pone de vigías a la entrada del
paraíso (cf. Ez 28,14.16). En las teofanías son ellos los portadores de Dios, cuya
presencia revelan (2 Sm 22,10; Sal 17 [18], 11). En las visiones de Ezequiel (1;
10), la carroza de la gloria de Dios es llevada por cuatro querubines de aspecto
ígneo con cuatro rostros. El profeta no intenta una descripción exacta de cada
uno de los elementos de la imagen: en conjunto, los querubines deben, en último
término, revelar a Dios mismo, su sabiduría, su dignidad y majestad, su fuerza
y su poder protector 8. A pesar de toda su peculiaridad, que los distingue de todos
los demás ángeles conocidos, son también ellos seres serviciales.
Los serafines, seres de seis alas con rostro, manos y pies, semejantes a los
querubines, no se nombran más que en la visión de la vocación de Isaías (6,2s.6).
9 J. Michl, Angel: CFT I, 115. Hay que tener en cuenta el testimonio de la liturgia,
pues muchos prefacios hablan de los querubines y serafines (cf. Th. Bogler, Der Engel
in der modernen Kunst: LuM 21 [1957] 114, n. 4).
10 Prolija documentación sobre las concepciones del judaismo tardío y del rabinismo
se encuentra en J. Michl, Engel: RAC V (1962) 64-97; en breve resumen: del mismo
Angel: CFT I, 115-118. ♦
11 En muchos textos en los que según el texto hebreo es Dios mismo quien actúa,
en los LXX no se habla sino de un ángel (cf., por ejemplo, Ex 4,24; Job 20,15; Sal 8,6)!
En Job 1,6 se sustituye «hijos de Dios» por «ángeles»; y lo mismo ocurre con «dioses»
en Sal 96 (97), 7, y 137 (138), 1. Repercusiones en el NT se observan en Le 12,8s y
15,10, donde igualmente podría hacerse referencia a Dios.
12 Según Dn 7,10, los que sirven a Dios son «miles de millares». Con ello alcanza el
autor los extremos últimos del sistema numérico hebreo-arameo, según las decenas de
millares. El número que así resulta es mayor que todo lo imaginable (cf. H. Gross, Der
LOS ANGELES EN LA ESCRITURA 743
Engel, 38). Los ángeles aparecen cada vez más como corte de Dios, pero su función
principal viene a ser la liturgia celeste. El AT raras veces se refiere a ella. La razón es
que las fuentes primitivas de la revelación no han de desviarse demasiado del tema cen
tral, la acción salvadora de Dios en el hombre.
13 J. Michl, Engel: RAC V, 200-239, enumera 269 nombres, sin que este catálogo
suyo pretenda ser completo. En cuanto a nombres propios, el NT no registra más que
Miguel (Jud 9; Ap 12,7) y Gabriel (Le 1,19.26). Estos y Rafael son los únicos corrobo
rados por la Iglesia. El nombre de Uriel, citado a menudo (4 Esd 4,1; 5,20; 10,28;
Hen[et] 9,1; 10,9; 20,2) no fue oficialmente reconocido.
14 Los textos aducidos parecen indicar que cada uno de los nombres se refiere personal
y exclusivamente a un solo ángel. La liturgia de la Iglesia al menos se ha apropiado esta
concepción. Y, sin embargo, puede decirse con K. Barth que los elementos individuales
incluidos en esos nombres son también propios del ser del ángel como tal. «El nombre
744 LOS ANGELES
b) Nuevo Testamento.
a una objetiva sobriedad acorde con la revelación 1718. Los escritores del NT, al
igual que sus antecesores, dan por supuesta como algo obvio la fe en los ángeles
y hablan de ellos como de mensajeros celestes ante los hombres (cf. Mt 1,20;
Le 1,11.26; 2,9s; Hch 8,26); pero, al hablar de ellos, los sitúan plenamente en
el contexto de las acciones salvíficas de Dios.
Ya las denominaciones «ángel de Dios» (Le 12,8s; 15,10; Jn 1,51 y passim)
y «ángel del Señor» (Mt 1,20.24; 2,13; 28,2; Le 1,11; 2,9; Hch 5,19; 8,26
y passim) indican claramente que dichos mensajeros pertenecen originariamente
a Dios. Son seres del mundo de Dios y son por eso «ángeles del cielo» (Le 22,43;
Gál 1,8; cf. M t 24,36; Me 13,32). A veces se encuentra la denominación sencilla
de «ángel» (Mt 4,11; 13,39; 26,53 y passim). Por estar especialmente cerca de
Dios, son «santos ángeles» (Me 8,38; Le 9,26; Hch 10,22; Ap 14,10), «ángeles
elegidos» (1 Tim 5,21) o «los santos» sin más (Ef 1,18; Col 1,12; 2 Tes 1,10).
En resumidas cuentas, su esencia se sitúa en «la dimensión de la santidad de Dios
de la cual proceden y a la cual comportan» (H. Schlier, op. cit., 161).
El hecho decisivo de Dios que fundamenta la nueva alianza es la encarnación
de su Hijo en Jesús de Nazaret. A este inaudito mensaje gozoso está, por consi
guiente, totalmente ordenado y subordinado el mensaje referente a los ángeles de
Dios. Todo lo que el NT dice de los ángeles ha de verse en esta estrecha conexión
con el hecho de Cristo, en conexión con su venida y con su marcha, con la conti
nuidad de su obrar en la Iglesia, con su vuelta gloriosa. Si todo lo que los ángeles
hacían en la antigua alianza era dar fe de la cercanía protectora de Dios, ahora
atestiguan que la presencia de Dios se ha hecho en la persona de Jesucristo rea
lidad corpórea, escatológica e inabrogable. El servicio de los ángeles «es para
los evangelistas atestiguar y expresar el ser y la misión de Jesús» Y dado que
la actuación salvadora de Dios se acuña siempre en palabras, como manifiesta
definitivamente la encarnación de su p a l a b r a en Jesucristo 19, el NT no pone el
énfasis tanto en describir la apariencia externa de los ángeles20 cuanto en destacar
lo que los ángeles han de anunciar a los hombres: por su palabra se acreditan los
ángeles como mensajeros celestes, como servidores del evangelio de Cristo.
Es obvio, como ya hemos indicado, que para la mentalidad neo testamentaria
los ángeles no sólo están ordenados, sino incluso ¿a&ordinados a Cristo, con lo
cual su papel vuelve a pasar a segundo plano. De ahí también que siempre que
el NT habla de los ángeles no lo haga sino de pasada; nunca es su naturaleza
y acción tema propio de la revelación; nunca se encuentra una reflexión amplia
sobre su servicio, ni siquiera en las cartas a los Hebreos y a los Colosenses, a pesar
de que dichas cartas pretenden refutar la cristología angélica y el culto gnóstico
de los ángeles 21. La conocida afirmación de Gregorio Magno de que casi cada
17 Sobre la angelología neotestamentaria, cf. sobre todo H. Schlier, Die Engel nach
dem Neuen Testament, en su libro Besinnung auf das Neue Testament (Friburgo de Br.
1964) 160-175; J. Michl, Engel: RAC V, 109-115; del mismo, Engel, en Bibeltheol.
Wdrterbuch I (Graz 21962) 236-239.
18 G. Kittel, vAyyeXoc: ThW I, 83.
19 Cf. M. Seemann, Wort und Sakrament ais Ókumenische Frage: «Lebendiges Zeug-
nis» 2-3 (1964) 119s.
20 Siempre se tiene la impresión de que la aparición de un ángel es una incursión
misteriosa desde lo invisible. Por eso para caracterizarla se usa de cuando en cuando el
término de co<pdr| (Le 1,11; 22,43; Hch 7,35), término que normalmente se refiere a las
apariciones del Resucitado (Le 24,34; Hch 13,31; 1 Cor 15,5), del Elevado (Hch 9,17;
26,16) y del que viene (Heb 9,28). Otras denominaciones de apariciones angélicas cf. en
H. Schlier, op. cit., 167.
21 No podemos aquí tratar la angelología del gnosticismo. Sobre este tema, confrón
tese J. Michl, Engel: RAC V, 97-109.
746 LOS ANGELES
la actio Dei, la acción de Dios, sino también la reactio hominis, el proceder del
hombre. Dios no obró el milagro sin que María lo supiera y lo aceptara. Por
tanto, Dios hubo de manifestarle su plan. Esto dice también el relato y esto quie
re enseñar autoritativamente el evangelista, puesto que ha de hacer una exposición
histórico-salvíficamente correcta de la encarnación del Hijo de Dios. Pero el relato
precisa aún más; dice cómo hizo Dios llegar a María su mensaje: no inmediata
mente por inspiración divina, sino por medio de un ángel... Por consiguiente, no
se es, a mi parecer, fiel al texto si se explica el envío del ángel Gabriel a María
como pura forma literaria para expresar que Dios dio a conocer a la Virgen su
plan, pero sin precisar cómo ocurrió esto» (Der Weg des Wortes Gottes in die
W elt, en Die Bibel in Deutschland, edit. por J. Schildenberger y otros [Stuttgart
1966] 80).
Un juicio así, que es el juicio de toda la tradición anterior de la Iglesia, es
sostenible en tanto la interpretación contraria no demuestre su validez y sea apro
bada por el magisterio.
El ángel aparece allí donde la acción misma de Dios no es aún visible o no
lo es inmediatamente. En el acontecimiento mismo no toma el ángel parte alguna:
él no está más que para anunciar la acción salvadora de Dios. Esto no disminuye
en nada la personalidad de la respuesta y la decisión de la persona interpelada
(Le 1,38; 2,15; cf. M t 1,24; 2,14.21). La aparición del ejército celeste referida
en Le 2,13s demuestra además que, amén de la misión angélica individual, se da
una participación colectiva de los ángeles en la proclamación 7A>proclamación que
no puede ser sino alabanza a Dios por su condescendencia y anonadamiento en la
encarnación de su Hijo. Los hombres, una vez que se han percatado de esta hazaña
de Dios, deben ellos mismos ser pregoneros del gozoso mensaje, en concordancia
expresa con la palabra del ángel (Le 2,17s; cf. v. 20). Las narraciones de la in
fancia de Jesús suponen la más acertada expresión de que los ángeles están orde
nados y subordinados al acontecimiento Cristo, acontecimiento que conmueve
cielos y tierra.
Lo mismo puede decirse de las apariciones angélicas narradas por los evange
listas a propósito del acontecimiento pascual — que comprende la resurrección y la
ascensión2425— . Tampoco aquí se habla de los ángeles cuando es el Resucitado
mismo quien aparece en escena. A los ángeles, testigos celestes del acontecimiento
pascual, se les ve y se les oye antes y después de que el Señor mismo se mani
fieste a los suyos como viviente y elevado. La tarea de los ángeles que aparecen
el día de Pascua es notificar el hecho salvador de la resurrección de Jesús26
y transmitir a las mujeres el encargo de que sean ellas quienes comuniquen a los
discípulos el mensaje pascual (expresamente, M t 28,7 y Me 16,7; implícitamente,
Le 24,7). El hecho de que, según Mt 28,9 y Jn 20,14, el Señor mismo se haga
ver inmediatamente después, corrobora que lo único que el ángel tiene que hacer
24 Hay que notar que también esta aparición de otra serie de ángeles hace referencia
a los pastores, como confirma expresamente el v. 15. Las representaciones navideñas
usuales con los ángeles en la cueva no pueden remitirse a este texto nuestro. Sin duda
que el Dios hecho hombre estaba también rodeado de sus ángeles, pero sin que nece
sariamente esta presencia angélica fuese visible o audible.
25 No faltan diferencias entre los relatos a la hora de describir la aparición misma
(cf. Mt 28,2 y Me 16,5; Le 24,4; Jn 20,12), el lugar (cf. Mt 28,4 y Le 24,4 con Me 16,5
y Jn 20,1 ls) y las mujeres testigos de ella (cf. Jn 20,1; Mt 28,1; Me 16,1; Le 24,10).
26 En ninguno de los evangelistas es la tumba vacía y abierta lo que provoca esta
confesión de fe. Es un signo que precisa de interpretación. La interpretación la dan los
ángeles. Ver aquí nada más que una forma literaria no facilita de ningún modo la com
prensión del texto.
748 LOS ANGELES
esta idea, familiar a los lectores de su carta, Pablo toma pie no para subrayar la
superioridad de la ley, sino para destacar su imperfección frente al evangelio de
Cristo. La función de los ángeles en el AT va unida al sentido preparatorio del
mismo AT. En el NT, Dios obra inmediatamente por Jesucristo. El alcance de la
acción de los ángeles se reduce o, cuando menos, se subordina a la obra salvadora
de C risto34.
No parece que esté claro todavía entre los exegetas hasta qué punto Pablo,
en Gál 4,3.9 y Col 2,8.20, hace suyas ciertas ideas de su tiempo y qué entiende
él por (TroiX&w* tou xoapiou. Z toixeÍov puede significar muchas cosas: los fun
damentos primeros de una ciencia, los elementos primarios componentes del cos
mos, los astros e incluso seres espirituales puestos al frente de la creación
(cf. W. Bauer, Griechisch-deutsches Wdrterbuch zu den Schriften des Neuen Tes-
taments [Berlín 51958, 1523]). Según K. Staab, un análisis comparativo de los
textos paulinos citados «hace pensar que se trata más de seres espirituales perso
nales que de objetos elementales» (Die Gefangenschaftsbriefe, excurso Die Welt-
elemente = RNT V II [31959] 90). G. Kurze, en cambio, hace notar que cnot,-
XEtov con el sentido de ser espiritual no fue conocido hasta pasada la época neo-
testamentaria (op. cit., 131). Es, pues, muy probable que Pablo se refiera a «los
componentes básicos del mundo» «considerados desde un punto de vista ético-
religioso» (ibíd., 137), «las fuerzas astrológicas de las cuales se pensaba que de
pendía el propio destino» (O. Karrer, Nenes Testament [Munich 21954] 542, nota
sobre Gál 4,3). Pablo quiere decir que quien cree en Jesucristo está liberado de
estos condicionamientos naturales, cósmicos.
He aludido repetidas veces a que las potencias espirituales celestes están or
denadas al misterio de Cristo. Esta es la línea en la que Pablo prolonga y pro
fundiza la angelología del NT. Lo que los evangelios sinópticos y los Hechos de
los Apóstoles aducen como simple hecho, lo fundamenta y desarrolla Pablo en
conexión con sus perspectivas cristológicas.
Todo el misterio de la persona y de la obra salvadora de Cristo se resume
para Pablo en el hecho pascual. Pablo predica a Cristo como el crucificado (1 Cor
1,23; cf. 2,2), como el resucitado de entre los muertos, entronizado en el cielo
a la derecha de Dios, por encima de todas las dominaciones, potencias, virtudes
y potestades (Ef l,20s). En este último texto precisamente habla Pablo en primer
plano de la elevación de que Cristo ha sido objeto en el cielo. Su intento es pre
sentarle como aquel que está por encima de todas las potestades del más allá.
Sin duda que ahí van incluidas todas las potestades espirituales, tanto benignas
como demoníacas. «Grande es el misterio de la piedad», dice Pablo en otro lugar;
el misterio de aquel que «ha sido manifestado en la carne, justificado en el Es
píritu, visto por los ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levan
tado a la gloria» (1 Tim 3,16). Hasta entonces los ángeles no conocían al Dios-
hombre más que anonadado. Con la resurrección (su justificación en el Espíritu)
comenzó a manifestarse como el elevado por encima de todas las criaturas. Por
haber sido obediente hasta la muerte en cruz, el Padre lo ha exaltado y le ha
dado un nombre superior a todo nombre, «para que al nombre de Jesús toda
provoca a él. Los textos paralelos aducidos por nosotros hacen pensar también en ánge
les buenos, a mi parecer. Por lo demás, sigue pendiente el problema de si el Apóstol
asume esa concepción sin reflexionar sobre ella o si acepta como hecho histórico la
idea en ella expresada. Según Gál 1,8, Pablo considera como posible que los ángeles
puedan transmitir a los hombres revelaciones divinas (cf. Hch 27,23s).
34 A pesar de todo, Pablo tiene a los ángeles en gran estima. 1 Cor 13,1 parece pre
suponer que los ángeles están en posesión de dones del Espíritu correspondientes a la
glosolalia. Cf. Kurze, op. cit., 13.
LOS ANGELES EN LA ESCRITURA 751
rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos» (Flp 2,8-10). El que
Jesús ocupe un puesto superior incluso al de los ángeles se basa, según Pablo, en
la obra salvadora, en la muerte y resurrección de Cristo. La proclamación del
Apóstol, el servicio misional de la Iglesia notifica además a las dominaciones
y potestades del cielo que la redención de Cristo alcanza incluso a los gentiles,
situados hasta entonces fuera de la vocación (Ef 3,8-10; cf. 1 Pe 1,12). Los ángeles
conocen y reconocen que entre Cristo y su Iglesia se da una unidad indisoluble.
Finalmente, Cristo es «la cabeza de todo poder y dominación» (Col 2,10) no
sólo en virtud de su obra redentora, sino por ser «la imagen del Dios invisible,
el primogénito de toda la creación» (Col 1,15). A él en cuanto Hijo se le atribuye
la creación de todo lo que existe en el cielo y en la tierra, «lo visible y lo invisible,
los tronos, las dominaciones, los principados y las potestades: todo fue creado
por él y para él, él existe con anterioridad a todo y todo tiene en él su consisten
cia» (Col l,16s). No cabe una pintura más amplia ni más enfática de lo incom
parable que es el puesto de Cristo frente a toda criatura y, en especial, frente
a los ángeles. Cristo es para Pablo la imagen irrepetible de Dios, en todo igual
al Padre, tan inmediato a él que del Padre recibe la vida y la gloria divina. Como
primogénito precede a toda la creación, es el origen y el fin de todos los seres
creados, principio y fin incluso del mundo de los ángeles.
s) Con palabras similares pinta la Carta a los Hebreos la superioridad de
Cristo por encima de los ángeles35: una prueba más de lo cerca que esta carta,
con su angelología, está de la ideología de Pablo. Parece que los destinatarios
colocan la ley veterotestamentaria transmitida por medio de ángeles y a los án
geles mismos por encima de Cristo y de su evangelio. El autor de la carta quiere
explicarles que Cristo, como Hijo de Dios (Heb 1,2a), «es tanto más superior
a los ángeles cuanto más los supera en el nombre que ha heredado» (1,4). De
Cristo volvemos a oír que es «resplandor de la gloria» de Dios (1,3a), creador de
los mundos (1,2c), soporte de todo con su palabra poderosa (1,3b), redentor del
mundo (1,3c), entronizado a la derecha de la majestad de Dios en el cielo (l,3d),
heredero del universo (1,2b). Mientras los ángeles no tienen sino un papel ser
vicial (1,7.14) 36, Cristo es dominador, rey y Dios de toda criatura (l,8s). Es cierto
que al anonadarse en la encarnación y en la muerte de cruz estaba Cristo por de
bajo de los ángeles (2,7.9; cf. Sal 8,6: LXX), era en todo semejante a sus herma
nos (2,7.lis ) ; pero ahora está coronado de gloria y honor (2,7b.9), es heredero
y señor del mundo futuro (2,5). En el mundo futuro llegarán a plenitud la reden
ción del hombre y todo servicio salvífico: la Jerusalén celeste reunirá hombres
y ángeles en asamblea festiva ante el rostro de Dios y de Jesucristo para siempre
(12,22-24).
Z) Con más frecuencia que todos los escritos neotestamentarios examinados
hasta ahora trata de los ángeles el Apocalipsis37.
No todos los textos que entran en juego están del todo dilucidados. Así, por
ejemplo, en los «siete espíritus» aludidos en Ap 1,4; 3,1; 4,5 y 5,6, unos autores
quieren ver ángeles (cf. J. Michl, Die Engelvorstellungen, 112-192; del mismo,
Engel: RAC V, 114; H. Schlier, Die Engel, 163) y otros la plenitud del Espíritu
Santo (cf. J. Schildenberger, Durch Gericht zum Heil: «Sein und Sendung» 30
2. En la historia de la teología
que la fe en los ángeles se mantuviese acorde con la Escritura, hizo que la atención
se centrara cada vez más en problemas que en la Escritura no estaban tan en
primer plano. La angelología de los Padres siguió siendo específicamente cristiana,
es cierto, como demuestran todas las monografías de historia de los dogmas. Pero
los problemas referentes a la esencia de los ángeles fueron ganando cada vez más
terreno y llegaron a predominar por largo tiempo 434.
La idea de que los ángeles son seres puramente espirituales no logró imponerse
sino al cabo de bastante tiempo Las apariciones descritas en la Escritura hicie
ron que hasta el siglo iv se atribuyera a los ángeles un cuerpo de naturaleza
etérea y sutil. Incluso Padres que designaban a los ángeles como inmateriales no
pensaban más que en una inmaterialidad relativa, ya que sólo a Dios se le catalo
gaba como espíritu absoluto. Fue el Pseudo-Areopagita, guía de toda la angelo
logía posterior 45, el primero que desarrolló claramente la idea de la espiritualidad
pura. En cambio, nunca fue entre los Padres objeto de seria discusión la crea-
turidad de los ángeles atestiguada por la Escritura. Los herejes sí negaron que
los ángeles fuesen creados. Contra ellos reaccionó el Lateranense IV (1215), expli
cando que está revelado como de fide tenenda que Dios, origen único de todo,
«creó al principio del tiempo, del mismo modo, ambos órdenes de la creación de
la nada: el mundo espiritual y el corporal, es decir, el mundo angélico y el terreno,
para crear después el mundo humano, que abarca en cierto modo a ambos por
constar de espíritu y cuerpo» (DS 800/NR 171).
Al igual que todos los textos conciliares,, también el que acabamos de citar ha
de interpretarse estrictamente. Dado que esta definición del magisterio extraordi
nario se dirige, sin lugar a duda, contra el dualismo cátaro, ha de referirse, en lo
que toca a los ángeles, a su creaturidad. Es un error afirmar, como a veces se hace,
que en este texto es «de fide» la existencia de los ángeles. La existencia de los
ángeles es «de fide ex magisterio ordinario», y nuestro texto a este respecto no
hace sino darla por supuesto como algo en lo que hay que creer. Tampoco a la
espiritualidad de los ángeles se refiere directamente la definición del Lateranen
se IV. Lo mismo puede decirse del texto del Vaticano I (1870), que se limita
a repetir la formulación de 1215 (DS 3002/NR 191) y, a fin de cuentas, no hace
sino desarrollar el símbolo niceno (DS 125/NR 829: «por quien todo fue hecho,
tanto lo del cielo como lo de la tierra»).
Los textos del magisterio ordinario relativos a los ángeles son muy escasos.
El sínodo de la Iglesia en Braga, de Portugal (563 [¿560?]), estableció frente
a los maniqueos y priscilianistas que los ángeles no son emanaciones de la sustan
cia de Dios (DS 455/N R 164). El papa Benedicto X II,. en relación con algunos
errores atribuidos a los armenios, rechazó el que un ángel proceda de otro (DS
1007/NR 204), de modo que puede concluirse que cada ángel ha sido creado
directamente por Dios. A propósito de ciertas tendencias modernas de la teología,
puso Pío X II de relieve en su encíclica Humani generis (1950) que tanto antes
como ahora hay que admitir que los ángeles son criaturas personales (DS 3891).
Todos los demás textos aducidos de cuando en cuando en los manuales aluden a los
ángeles más bien per accidens (cf., por ejemplo, DS 475, 633, 1078, 1901-1905,
2800, 2856, 3815). Relativamente poca cosa podemos^sacar del magisterio extra
43 Cf. A. Vacant, Angélologie dans VÉglise latine deputs le temps des Peres jusqu’h
saint Tbomas: DThC I (1903) 1222-1227, s. y. Ange.
44 De ello hablaremos más en el apartado siguiente.
45 Cf. J. Turmel, Uangélologie depuis le faux Denys VAréopagite: «Revue d’histoire
et de littérature religieuse» 4 (1899) 217-238, 289-309, 414-434, 537-562. Más sobre
el Pseudo-Dionisio en el apartado siguiente.
EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGIA 155
ordinario en relación con los ángeles. La Sagrada Escritura sigue siendo también
en este punto la fuente preferente de la teología.
0) La decisión del Lateranense IV siguió siendo determinante para el tiempo
ulterior. Aun cuando no pretendía hacer dogma de la pura espiritualidad de los
ángeles, la fórmula aludida contribuyó en gran medida a clarificar este punto.
Tomás de Aquino pudo construir todo el tratado de los ángeles en su Summa
Tbeologica sobre la base de la tesis de que la naturaleza de los ángeles es total
mente espiritual (I, q. 50, a. 1).
El tema lo desarrolla en las cuestiones 50-64 y 106-114 de la primera parte
y en el libro segundo de la Summa contra gentiles, capítulos 91-101. Para Tomás
es obvio que los ángeles, como «formas sin materia» (cf. S. Tb. I, q. 50, a. 2),
son individuales e incluso de distinta «especie» (species) (ibíd., a. 4). Del ser de
los ángeles se derivan ciertas conclusiones relativas a su conocimiento (qq. 54-58)
y voluntad (qq. 59 y 60). Tomás trata también de la gracia y del pecado de los
ángeles (qq. 61-64). Pero son problemas más bien filosóficos los que ocupan
decididamente el primer plano, incluso cuando Tomás trata de la existencia y de
la actividad de los ángeles (qq. 106-114). El «Doctor Angélico» no logró en todo
la armonía entre principios filosóficos y afirmaciones teológicas (cf. R. Haubst, Die
Engellehre seit 1215: LThK I I I [1959] 869s; s. v. Engel).
Duns Scoto no sigue a Tomás en la determinación homogénea de la vida
cognoscitiva y volitiva de los ángeles derivada de su espiritualidad. Scoto no las
distingue en la misma proporción de la vida cognoscitiva y volitiva del alma huma
na, ya que atribuye también a los ángeles un pensar discursivo. Por lo demás, toda
la angelología de los escolásticos parte de la base puesta y asegurada por Tomás:
los ángeles son «intellectus separati»46. Hasta la Edad Moderna no se produce
una vuelta a las afirmaciones bíblicas mismas.
En este esbozo de historia de la teología deben aducirse aún algunos proble
mas concretos de la teología patrística.
b) Problemas concretos.
a ) Como ya hemos dicho, la Escritura y la tradición de la Iglesia atestiguan
nítidamente que los ángeles han sido creados por Dios. Los Padres se han pro
nunciado siempre unánimemente en este sentido y, prácticamente, han presentado
a los ángeles como creados por el Logos (cf. Ireneo, Adv. H a e r 2, 2, 4: PG 7,
714 B; Juan Damasceno, De fide orth., 2, 3: R 2352). Dificultades propiamente
tales las ocasionó únicamente el problema del momento en que los ángeles fueron
creados, puesto que de la Escritura no se deduce sino que fueron creados antes
que los hombres. Esta es la razón por la cual las opiniones de los Padres presentan
matices diversos: unos aceptaron que los ángeles fueron creados antes que todo
el cosmos material (cf., por ejemplo, Ambrosio, Hexaem., 1, 5, 19: R 1315); otros
pensaron que los ángeles fueron creados inmediatamente después de serlo el
cielo y la tierra (cf. Agustín, De civ. Dei, 11,9: PL 41, 325; Gregorio Magno,
Moralia, 28, 34: PL 76, 467 D). El Lateranense IV no dirimió definitivamente
este problema 47. Es obvio, por tanto, que hoy sigan difiriendo las opiniones de
los teólogos. Según A. Winklhofer, Dios «llamó a la existencia al mundo pura
48 Traktat, 19.
49 D. Feuling, Katholische Glaubenslehre (Salzburgo 1950) 207.
50 Un resumen de los principales textos patrísticos re fe rees a este tema lo ofrece
P. Glorieux, Autour de la spiritualité des anges, Dossier scripturaire et patristique
(Tournai 1959). Muchos de estos textos se basan en una interpretación de Gn 6,2.4
existente ya en el judaismo tardío y considerada hoy día incorrecta; cf. A. Winklhofer,
Die Welt der Engel (Ettal 1961) 146, n. 6, y J. Michl, Angel: CFT I, 119s. Véase
también nuestra nota 36.
51 Los textos en Glorieux, op. cit., 41-48.
52 Cf. E. Kleineidam, Das Problem der hylomorphen Zusammensetzung der geistigen
Substanzen im 13. Jabrhundert, behandelt bis Tbomas von Aquin (Breslau 1930).
EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGIA 757
de una especie única (como sostuvieron entre otros Alberto Magno, Scoto y Du
rando [cf. H . Amschl, en DThA IV, 568]).
Algunos Padres interpretan las apariciones de los ángeles diciendo que éstos
tienen una corporeidad etérea propia, o que para ser visibles asumen un cuerpo
material extraño. Las opiniones hoy corrientes difieren en la interpretación de
esas apariciones: influjo espiritual en los sentidos externos del hombre, conoci
miento espiritual inducido en el hombre y traducido en imágenes de la fantasía...,
suponiendo que no se les atribuya un modo corporal de existencia (cf. H. Lais,
Erscheinungen: LThK I II, 1047-1049, y D. Feuling, Katholische Glaubenslehre,
20ls). R. Haubst: LThK III, 872, piensa que de la Escritura se puede unas veces
concluir que se trata de fenómenos corpóreos visibles (Le 2,9; Mt 28,2) y otras
de visiones imaginarias (Mt 1,20; 2,13). Las apariciones angélicas, sea cual fuere
su explicación, dejan bien en claro que los ángeles, como mensajeros de Dios,
pueden intervenir en la esfera de existencia humana a todos los niveles y que
pueden hacerse perceptibles.
y ) En lo tocante al problema del conocer y del querer de los ángeles coin
ciden los grandes teólogos de la Edad Media en afirmar que los ángeles, por su
naturaleza espiritual, pueden tener un conocimiento detallado de sí mismos y de
todas las cosas creadas, al igual que un querer totalmente orientado a su fin.
Los escolásticos intentaron precisar el modo como los ángeles conocen53 y deci
den. Pero nosotros, en último término, hombres atados a la tierra, no podemos
hacernos idea de cómo conocen y quieren unos seres puramente espirituales como
los ángeles. Lo único que podemos hacer es sospechar que sus facultades han de
tener un grado de intensidad y actualidad que supera los límites del conocer y
del querer humanos. El destino supremo de los ángeles, al igual que el de los
hombres, es conocer a Dios (Gregorio Magno, Mor alia, 4, 3, 8: R 2307). Este
conocimiento sería mediato y análogo si el Dios trino no se hubiera revelado
a los ángeles. Pero, puesto que se reveló a ellos, «la razón de los ángeles pende
por puro amor de la p a l a b r a de Dios» (Agustín, De gen. ad litt., 4, 32, 49:
R 1691). Pero tampoco esta visión, hecha posible por la gracia, toca el fondo
del misterio de Dios: los ángeles siguen siendo criaturas y nada más que cria
turas.
S) La Escritura indica a veces (cf. Ap 5,11)54 que es elevado el número
de ángeles creados por Dios. Esto y los diversos nombres angélicos utilizados
por Pablo hizo que los Padres se preocuparan del problema de una posible orde
nación jerárquica del mundo de los ángeles. En un principio, las opiniones a este
respecto no fueron unitarias. Es muy corriente la distribución en nueve coros.
Esta distribución se remonta al Pseudo-Dionisio Areopagita, quien la expone
en su tratado ÜEpl Trjq oúpavíccq iepapxía ^ (hacia el 500). Según él, los nueve
coros se subdividen en tres «jerarquías», de tres coros cada una (ángeles, arcán
geles, principados / virtudes, dominaciones, potestades / tronos, querubines,
53 Según la teoría tomista, los ángeles lo conocen todo a base de imágenes cognos
citivas infusas (species impressae); cf. R. Haubst: LThK III, 870s, s. v. Engel. A.
Winklhofer postula además para los ángeles «un conocimiento condicionado creatural-
mente, adquirido por percepción espiritual» (Die Welt der Engel, 148, n. 8).
54 Todos los Padres y teólogos están de acuerdo en que el número de los ángeles
supera la capacidad ponderativa humana, puesto que las indicaciones de la Escritura
no dan puntos de referencia suficientes (cf. M. Schmaus, Teología Dogmática II [Ma
drid 1961] 257). No es unánime tampoco la opinión cuando se relaciona el número de
los ángeles con las jerarquías aludidas a continuación. No es preciso seguir aquí la pista
a este problema, puesto que no es posible elaborar a este respecto una hipótesis teo
lógica coherente.
758 LOS ANGELES
55 Cf. K. Staab, Die Gefangenschaftbriefe, excurso Die Chore der Engel: RNT VII
(T959) 79s. # ♦
56 La diversa intensidad de gracia (no puede hablarse de diferencia «cualitativa»
en la comunicación de Dios otorgada por amor), así como la diversa concesión de dones
de la naturaleza, constituyen la «individualidad», la personalidad irrepetible de cada
ángel (cf. S. Th. I, q. 108, a. 4): «Distinctio ergo ordinum in angelis est non solum
secundum dona gratuita, sed etiam secundum dona naturalía». Pero pienso que la perso
nalidad no lleva consigo necesariamente el que cada ángel sea una especie distinta, como
afirma A. Winklhofer (Die Welt der Engel, 151, n. 12).
57 B. Dietsche, op. cit., 619.
EN LA OBRA DE LA SALVACION 759
reducirlos a esa medida sana que — también por razones ecuménicas— se im
pone a la vista de la Sagrada Escritura.
e) Como seres dotados de razón y libertad (cf. Ireneo, Adv. Haer., 4, 37, 1:
R 244; Agustín, De civ. Dei, 22, 1: R 1782), los ángeles también están destina
dos a la comunicación de vida con D ios58. Los Padres nunca dudaron de que la
Escritura atestigua que los ángeles están inmediatamente cercanos a Dios y de
que a veces da fe de que antes se les presentó la alternativa de decidirse por o
contra el Creador. Pero quedaron pendientes los problemas de cuál fue esa
prueba a la que se vieron sometidos 59 y cuándo fueron agraciados 60. Sobre este
último punto logró abrirse paso desde Tomás de Aquino (cf. S. Tk. I, q. 62, a. 3)
la opinión sostenida por muchos Padres (por ejemplo, Basilio, Gregorio Nazian-
ceno, Jerónimo, Agustín, Gregorio Magno, Anselmo): ya al crearlos, Dios otor
gó a los ángeles la vida de la gracia sobrenatural. Después de la prueba, este
don de la grada encontró su plenitud con la visión inmediata de Dios, de acuer
do con lo que, en el sentido de la Escritura, enseñan todos los Padres: los ángeles,
como los hombres, tienen su origen y su meta en Dios.
En la Biblia se funda la afirmación de que los ángeles son criaturas y han
recibido la gracia. Estas dos tesis fundamentales son la clave de todas las afir
maciones enunciadas hasta aquí. Los Padres, al igual que los grandes teólogos
de la Edad Media, fueron siempre conscientes de lo difícil que es en todos estos
problemas ir más allá que las escasas indicaciones de la Escritura (cf., por ejem
plo, Orígenes, De principas, 1, Praef., 10: R 448; Agustín, Enchiridion, 15:
BKV2 V III, 446-448; Tomás de Aquino, 5. Tb. I, q. 108, a. 3). En todos los
problemas de la naturaleza y la gracia de los ángeles, los Padres nunca se olvida
ron del encuadre histórico salvífico en la antigua y nueva alianza.
3. En la obra de la salvación
Como criaturas que son, los ángeles están además en relación con todo el cos
mos. Todo hombre es centro del mundo, intersección del macrocosmos y del
microcosmos. De igual modo, todo ángel está en el centro del universo, relaciona
do servicialmente con la totalidad de lo creado por Dios. De todos modos, no
hay que exagerar la importancia de los ángeles para la creación material, exage
ración en la que cayó la teoría de los «elementos del mundo» propia del judais
mo tardío y de los Padres. Los ángeles son seres totalmente sujetos a obediencia
(Sal 102 [103], 20) que sólo por encargo especial de Dios actúan en el cosmos
(protegiendo, conservando o aniquilando)67.
@) Agustín observa atinadamente que el nombre fundamental dado por la
Escritura a los seres espirituales celestes está indicando cuál es su tarea principal
en el espacio y el tiempo del cosmos: servir a la alianza entablada por Dios con
los hom bres68. Angeles y hombres confluyen en su carácter de criaturas, pero
confluyen también en el mismo y único fin sobrenatural. «A pesar de nuestra
carga corporal, lo que nos determina también a nosotros, en último término, es
que somos espíritu, trascendencia abierta hacia lo infinito, que es Dios. Esto nos
emparenta esencialmente con los ángeles. Entre ángeles y hombres no se da una
diferencia del tipo de la que existe entre lo inanimado y lo vivo. Angeles y hom
bres coinciden ya de entrada: no sólo por la única gracia sobrenatural, sino por
la trascendencia abierta hacia el mismo y único fin » 69. La semejanza existente
entre la naturaleza de los ángeles y la de los hombres llega a su colmo en la
igualdad de la gracia y en la unidad de su especial vocación.
Quien peca sigue, no obstante, llamado a la alianza. Y es Dios mismo quien
de palabra y obra vuelve a encarrilarle hacia su destino eterno. Al servicio de
esta obra salvadora de Dios se ponen los ángeles; y hablan cuando él lo quiere,
y actúan cuando él lo permite. Al prestar este servicio, son del todo idénticas
su libertad de criatura y su obediencia. En los sucesos salvíficos vinculados en
el AT a su presencia y acción entra en juego siempre la palabra y la obra misma
de Dios 70. Dios es el único que obra la salvación; pero por benévola condescen
dencia confía a menudo a sus ángeles la tarea de anunciar y explicar de palabra
a los hombres la salvación, así como la misión de ayudarles de obra a alcanzarla.
En este sentido, la salvación de Dios es ya en la antigua alianza un suceso que
engloba el cielo y la tierra; en él intervienen los ángeles como testigos y mensa
jeros que manifiestan la cercanía salvadora de Dios mismo.
67 Cf. A. Winklhofer, Traktat, 22-24; J. Daniélou, Les anges et leur mission..., 13s.
68 «Spiritus autem angeli sunt; et cum spiritus sunt, non sunt angelí; cum mittuntur,
fiunt angeli. Angelus enim officii nomen est, non naturae» (En. in Ps., 103, 1, 15:
R 1484). Más citas de los Padres en J. Michl, Angel: CFT I, 122s.
69 K. Rahner, Betrachtungen zum ignatianischen Exerzitienbuch (Munich 1965) 50.
70 Según los Padres, los ángeles tienen también una función servicial para con los
pueblos extrabíblicos y paganos; cf. las indicaciones de J. Daniélou, Les anges et leur
mission..., 26-37.
71 Cf. Ch. Journet, Uunivers de création ou Vunivers antérieur á VÉglise: RThom 53
(1953) 439-487; 54 (1954) 5-54.
762 LOS ANGELES
73 «Sed sanctificatio, quae est extra substantiam illorum [scil, angelorum], perfectio-
nem illis affert per communionem Spiritus» (Basilio, De Spiritu Sancto, 16, 38: R 950).
La similitud del ángel con el Espíritu Santo hay que buscarla en el ámbito de la gracia
y no en el de su naturaleza espiritual como tal, que está en relación de imitación con
Cristo.
74 H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit I (Einsiedeln 1961) 649.
75 Cf. H. Schlier, Die Engel, 169.
76 No podemos aquí entrar en el problema de si eso implica que todos los hombres
estén más altos que los ángeles en el orden de la gracia. Afirmativamente responden
G. Kurze, op. cit., 148s; H. Schlier, Die Engel, 175.
764 LOS ANGELES
los tronos puede contemplar el rostro de Dios, sus ángeles están en la presencia
inmediata de Dios. Y ellos mismos, los pobres y pequeños discípulos, con esa
contemplación de que gozan sus ángeles, están en su esencia protegidos y am
parados en Dios... En el ángel está lo pequeño y débil abierto a Dios y situado
en su presencia» (H. Schlier, Die Engel, 172).
Decisión extraordinaria del magisterio no existe en el problema de los án
geles de la guarda. En cambio, la proclamación ordinaria habla a menudo del
ángel de la guarda de cada creyente e incluso de cada hombre. Esta doc
trina puede considerarse, ciertamente, como una concreción de la voluntad
salvífica general de Dios y de su relación con el servicio angélico. Una apli
cación mesurada de los principios hermenéuticos a la angelología hace que
hoy se manifieste una cierta reserva frente a tal comprensión individual de la
doctrina del ángel de la guarda. Es muy posible que la afirmación de fe según
la cual los hombres estamos bajo la protección de los ángeles «comprenda a
todos los hombres, aun cuando no hubiera destinado para cada hombre un ángel
particular» (O. Semmelroth, Schutzengel: LThK IX, 524; cf. Barth: KD III/3 ,
607s).
El servicio que los ángeles prestan a cada hombre tiene dos vertientes: inter
cesión ante Dios y protección inmediata garantizada por su presencia. Parece
ser que la esfera de lo corpóreo del hombre es la que más precisa de protección
angélica®. El hombre, como ser corpóreo, «está expuesto, previamente a su
decisión personal, a una influencia creatural independiente de su decisión: la
influencia de fuerzas materiales y de otras criaturas personales»828384. Pero la fun
ción del ángel se refiere a todo el hombre: se trata de preservar a todo el hom
bre del terrible poder de lo diabólico (cf. Ef 6,10-13} u . A los ángeles les pro
porciona un gran gozo el poder servir a la salvación de aquellos que llevan el
nombre de Cristo.
y ) El lazo más profundo que une a los ángeles con la Iglesia es, sin duda,
la alabanza, que resuena tanto en el cielo como en la tierra. Dios otorga la gracia
a los hombres no sólo para que la transmitan al mundo con la proclamación y
con la vida, sino, en primer lugar, para que correspondan a Dios con la alabanza
y la adoración85. Nos quedaríamos muy cortos si de los ángeles dijéramos que
toda su existencia se agota en su mensajería. Están en la presencia de Dios y
contemplan cara a cara su rostro: el gozo y la adoración son inseparables de esta
M ic h a e l S e e m a n n
BIBLIOGRAFIA
86 Cf. H. Schlier, Die Engel, 166; E. Peterson, op. cit., 169-171. Textos patrísticos
en J. Michl, Angel: CFT I, 121.
87 Prescindiendo de cómo se explique en la historia de la liturgia la introducción del
«Sanctus» en la plegaria eucarística, está lleno de sentido que la comunidad de la ala
banza angélica y eclesial se ponga de manifiesto en la celebración eucarística, es decir,
en el momento en que la alabanza de la Iglesia llega a su suprema realización por la
presencia de Cristo crucificado y glorificado.
768 LOS DEMONIOS
Pelz, K., Die Engellehre des heiligen Augustinus. Ein Beitrag zur Dogmengeschichte
(Münster 1913).
Peterson, E., Das Buch von den Engéln. Stellung und Bedeutung der heiligen Engel im
Kultus (Munich 121955; trad. española: Sobre los ángeles, en Tratados Teológicos,
Cristiandad, Madrid 1966, 159-192).
Rahner, K., Angelólogie: LThK I (1957) 533-538 (bibliografía).
— Angelologta: SM II (1972) 162-171 (bibliografía).
Recheis, A., Engel, Tod und Seelenreise. Das Wirken der Geister beim Heimgang
des Menschen in der Lehre der Alexandrinischen und Kappadokiscken V'áter
(Roma 1958).
Rybinski, J., Der MaVakh Jahwe (Paderborn 1930).
Schlier, H., Machte und Gewalten im Neuen Testament (Friburgo 31963).
— Machte und Gewalten nach dem Neuen Testament, en Besinnung auf das Neue
Testament (Friburgo 1964) 146-159.
— Die Engel nach dem Neuen Testament, en ibid., 160-175.
Schmidt, K. L., Die Natur- und Geistkráfte im paulinischen Erkennen und Glauben:
«Eranos-Jahrbuch» 14 (1946) 87-143.
Stein, B., Der Engel des Auszugs: «Biblica» 19 (1938) 286-307.
Stier, F., Gott und sein Engel im Alten Testament (Münster 1934).
Turmel, J., Histoire de Vangélologie des temps apostoliques a la fin du cinquiéme
siécle: «Revue d’histoire et de littérature religieuse» 3 (1898) 289-308, 407-434,
533-552.
— Uangélologie depuis le faux Denys VAréopagite: ibíd., 4 (1899) 217-238, 289-309,
414-434, 537-562.
Vacant, A.; Bareille, G.; Petit, L. [y otros], Ange: DThC I (1903) 1189-1271.
Winklhofer, A., Traktat über den Teufel (Francfort del M. 1961).
— Die Welt der Engel (Ettal 1961).
SECCION TERCERA
LO S D E M O N I O S
1 En lo que sigue hablaremos a menudo del diablo, del demonio en singular. In
cluso cuando hablamos así nos referimos a todo el reino de los demonios, puesto que
«el poder diabólico es único y a la vez múltiple; pero no sabemos en qué sentido
es uno y en cuál múltiple» (E. Brunner, Dogmatik II [Zurich 1960] 157).
1 Cf. A. Winklhofer, Traktat über den Teufel (Francfort del M. 1961) 225-280;
D. Zahringer, Der Mensch und der Teufel in heutiger Sicht: BM 29 (1953) 285-305.
1. Existencia de Satán y de los demonios
Más de una vez se ha dicho, y no sin razón, que la primera y mayor argucia
del diablo consiste en negarse a sí mismo; que el mejor presupuesto para que él
logre sus objetivos es poner en duda o negar su existencia. Por eso dejemos ante
todo bien sentado que la revelación no da explicación ninguna sobre el origen, la
especie, la esencia y la actividad del diablo, sino que afirma llanamente su exis
tencia y la acepta como cosa obvia, sin comentar lo fundado o no fundado de la
misma. La Escritura enseña desde un principio y con una precisión progresiva la
existencia de espíritus malignos3.
a) Antiguo Testamento.
La primera vez que en la Sagrada Escritura se habla del diablo como de un
ser personal es en el libro de Job (1,6-12; 2,1-7). Este texto encierra un breve
pero compendioso resumen de las principales afirmaciones bíblicas sobre el diablo.
Satán se diferencia inconfundiblemente de la verdadera corte de Dios. Es más que
los ángeles exterminadores que a menudo aparecen en el AT. De todo el contexto
se puede concluir que, por su situación y su postura, destaca del séquito de Dios
y se caracteriza con rasgos acusados como el antagonista del hombre. Es más que
un ángel de perdición. El quiere perjudicar a los hombres para apartarlos de
Dios 4. El texto en cuestión presenta de modo inequívoco al diablo como al ene
migo de toda piedad humana y de todo temor de Dios. Su interés no es otro
que el de arrastrar al hombre a la desesperación y azuzarle así para que niegue
a Dios 5. Pero tan indudable como esto es que aparece como alguien que está bajo
el poder de Dios. Su acción se mueve claramente en total dependencia de Dios 6.
Si Satán consiguiera arrastrar al hombre a rechazar a Dios, es obvio que ello su
pondría una degradación de la gloria de Dios. En este sentido, aunque nuestro
texto no lo destaca sino débilmente, la naturaleza de Satán está también integrada
por el antagonismo contra Dios. Esa naturaleza no puede ser sino oposición anti
divina.
demoníaco. «Fuera del Dios único de Israel no existe ningún poder al que el
hombre pueda recurrir en cosa alguna» (W. Foerster, Aaiixcov: ThW II, 12).
Todo lo que ocurre en la tierra y sobre todo en el pueblo de Israel se atribuye
en última instancia a Dios, y cuando aparecen instancias intermedias, éstas no
tienen poder autónomo alguno: están bajo Yahvé. «Esta incorporación positiva,
ajena en absoluto a todo dualismo, a la corte divina y al gobierno divino, es la
característica de la idea veterotestamentaria de Satanás frente a la literatura pos
canónica» (G. v. Rad, Aux$oXo<;: ThW II, 74).
No se demuestra con claridad que en las concepciones judías se haya dado un
influjo exterior y extraño que luego pasase a los documentos bíblicos. Pero aun
prescindiendo de esto, ocurre que las concepciones veterotestamentarias y las pa
ganas son contradictorias en puntos esenciales. Se puede afirmar con razón que la
demonología del AT, tal como la tenemos referida desde el libro de Job hasta el
libro de la Sabiduría, es unitaria y se puede resumir así: Satanás existe como ser
personal bajo el señorío de Dios e intenta perjudicar al hombre para azuzarle
a la negativa contra Dios y desviarle hacia la apostasía. Y, sin embargo, con la
fuerza de Dios es el hombre capaz de resistir a Satanás y seguir fiel a Dios.
b) Nuevo Testamento.
El NT hace tal hincapié en el tema del demonio y destaca su figura de tal ma
nera en la doctrina y vida de Cristo, que no deja lugar a duda sobre su existen
cia 101. Esta nunca se discute. En todo momento se cuenta con ella como un dato.
«El NT está fundamentalmente en la línea trazada por el AT» n . Tampoco aquí
predomina el terror pagano a los demonios sobre la fe inconmovible en el poder
y la protección de Dios que se manifiestan en la persona de Jesucristo. «Es evi
dente la reserva del NT frente a las especulaciones sobre los demonios. Ello tiene
su razón de ser, en primer lugar, en el hecho de que el NT no reflexiona en abso
luto sobre los poderes tenebrosos, como hacen con evidente interés los seudo-
epigráficos. La otra razón es que los demonios han perdido la relativa autonomía
que tenían durante todo el judaismo tardío. El NT da fe de la victoria obtenida
por Jesús contra los espíritus malignos, victoria de la que se beneficia la comuni
dad y que hace que la comunidad atraviese con éxito las tentaciones excepcionales
de los últimos tiempos» 12. Todo ello nos indica el punto crítico de referencia para
entender y explicar la demonología del NT en sí misma y en cuanto prolongación
y esclarecimiento de la revelación del AT.
Sobre esta base no vendrá mal destacar los nombres del diablo y su modo de
existencia, tal como aparecen en los libros del NT.
En muchos lugares habla el NT de Satán o del adversario, del diablo y del
demonio. No existe diferencia objetiva entre dichas denominaciones. En la narra
ción de las tentaciones, el evangelista Marcos utiliza la expresión Satán (Me 1,13),
mientras que los paralelos hablan del diablo (Mt 4,1; Le 4,2). La sinonimia con
tinúa con toda naturalidad (Ap 12,9). Más raramente aparecen los títulos de Bel-
cebú (Mt 10,23; 12,24.27; Me 3,22) y Belial (2 Cor 6,13). Aparecen también en
el NT los nombres de tentador (Mt 4,3; 1 Tes 3,3), enemigo (Mt 13,23.28.39;
Le 10,19; Hch 13,10), espíritu impuro, maligno (Hch 19,12.13; Ef 6,12 y passim),
el maligno (1 Jn 2,13s; 3,19; M t 13,19.38; Ef 6,16), el gran dragón (Ap 12,3;
13,2), la antigua serpiente (Ap 12,9; 20,2), el anticristo (1 Jn 4,3), el príncipe de
este mundo (Jn 12,31; 14,30; 16,11; Le 4,6), el dios de este mundo (2 Cor 4,4
y passim; Ef 2,2), el fuerte armado (Me 3,27 par.).
Las formas como el demonio aparece en los escritos del NT son diversas. Su
aparición está descrita en categorías clásicas en la tentación del Señor (Mt 4,
1 par.). El modo de hablar con Cristo da derecho a pensar que el diablo le salió
al paso en figura humana con la intención de influirle con sus palabras y hacerle
caer. En las palabras de Cristo a Pedro (Mt 16,23; Me 8,33) podría verse una
confirmación de esa suposición. El título de «Satán» se puede también aplicar
a un hombre. Esto hace más probable que el tentador pueda presentarse en figura
humana. Según Pablo, Satán se disfraza de ángel de luz (2 Cor 11,14). Igualmente
habla Pablo de un «ángel de Satán» o de un «enviado de Satán» que le golpea
con los puños para que no se sobreestime (2 Cor 12,7). El diablo tiene, pues, para
Pablo una figura angélica que ha de ser semejante a la figura humana. 1 Pe 3,8
agudiza simbólicamente la peligrosidad del enemigo. La comparación utilizada en
ese texto permite representarse también al diablo en figura de animal. En esta
misma línea van también las expresiones de «dragón» y «serpiente» utilizadas en
otros momentos por el NT. Estas son las únicas figuras de animal que se atribuyen
al demonio.
En general, el modo de existencia de Satán en los evangelios no es figurativo.
El NT habla sobre todo del poder de Satán. Su realidad y eficacia se encuentran
descritas en diversos grupos de afirmaciones. El poder de Satán se manifiesta, en
primer lugar, en la lucha contra Cristo. Frente al reino de Dios está el reino de
Satán. Satanás intenta difundir y consolidar su reino, y para ello se esfuerza en
situar a los hombres bajo su señorío. Esta perniciosa influencia la lleva a cabo por
diversos caminos. El NT registra con especial claridad la actividad perniciosa de
Satanás en forma de tentación y de «posesión». Satanás ofrece a Cristo darle todos
los reinos del mundo (Le 4,6). Ello indica que Satanás se atribuye a sí mismo un
señorío universal y tiene la pretensión de ser el príncipe de este mundo (cf. Jn 12,
31; 14,30; 16,11). Añádase el otro texto que caracteriza al diablo como el «mayor
de los espíritus malignos» (M t 12,24) y le atribuye un reino que no puede estar
en discordia consigo mismo (Mt 12,23s par.). Satanás actúa sin descanso. Toda su
actividad va contra Cristo y, por consiguiente, contra los hombres. El es quien
siembra cizaña en el trigal (Mt 13,23.38s par.); él es quien roba de los corazones
la palabra de Dios (Mt 13,19). Su poder es, sin duda, sobrehumano. No se arredra
ante los apóstoles, como tampoco se arredró ante el Señor (Le 22,3ls).
Pero el poder de Satanás tiene frente a sí un poder aún mayor: el de Cristo:
«El Hijo de Dios se manifestó para dar al traste con las obras del diablo» (1 Jn
3,8). Con una palabra así se tambalea desde su raíz todo el aparente señorío de
Satanás. Para redimir a sus hermanos, Cristo asumió la misma carne que ellos,
«para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo,
y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a escla
vitud» (Heb 2,14s). En su Hijo hecho hombre, Dios «desarmó a los principados
y potestades y los expuso a la ignominia pública haciéndoles desfilar como ven
cidos en su cortejo triunfal» (Col 2,13). Por eso Cristo puede decir que el prín
cipe de este mundo ha sido ya juzgado (Jn 16,11). Es claro, pues, que la revela
ción atestigua que en la lucha con los poderes de la tiniebla Cristo es ya de entrada
el más fuerte y el que acaba venciendo. En consecuencia, cuando el NT habla de
EXISTENCIA DE SATAN Y DE LOS DEMONIOS 773
Satanás y de los demonios, lo hace antes que nada en esta perspectiva económico-
salvi fica. Sólo en este marco se habla del destino y del proceder del hombre indi
vidual.
Satanás pone en peligro a quien cree en Cristo no sólo con perjuicios corpo
rales, sino ante todo con el fracaso eterno. Este peligro no puede subestimarse.
Por eso a todos se dirige la exhortación insistente a la vigilancia, a la resistencia
decidida y a decidirse por Cristo contra Satanás. Cristo ha aparecido «para quitar
los pecados, y en él no hay pecado... Pero quien comete el pecado es del diablo...
Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado» (1 Jn 3,5-9). Así, pues, la
Escritura atestigua sin lugar a duda que el pecado es la vía de acceso y la victoria
de Satanás; que todo aquel que sucumbe al pecado, se aparta de Dios y de Cristo.
Los creyentes saben que proceden de Dios; en cambio, el mundo está en poder
del maligno (1 Jn 5,19).
Además del pecado, el NT conoce otro tipo de señorío del diablo sobre el
hombre: es lo que llama posesión. Para todo este problema hay que acudir a la
controversia en la cual los fariseos echan en cara a Jesús que está poseído (Jn 8,
48-53). Tener un mal espíritu o estar poseído no implica evidentemente, ya de
entrada, que ese estado se manifieste del modo corporal determinado al que nos
otros vinculamos hoy casi exclusivamente la expresión «poseso». Posesión genui-
na se considera la blasfemia (Jn 8,52s): es ésta una impiedad tan inaudita, que
para la mentalidad de entonces no podía proceder sino del impulso del demonio.
El demonio es aquel por medio del cual «está en acción el misterio de la impie
dad» (2 Tes 2,7). Si la palabra 8iá$oko<z se deriva de que significa
«trastrocar», entonces el diablo es aquel que intenta trastrocarlo todo.
Este poder del desorden afecta a unos hombres más en lo anímico, a otros
más en lo corpóreo. La malicia y la enfermedad entran básicamente en la misma
categoría de «desorden», aun siendo cualitativamente diversas. Antes de examinar
cada uno de los fenómenos de posesión corporal es preciso tener en cuenta este
trasfondo más amplio. La posesión es una manifestación especialmente drástica del
desorden del mundo. Pero con esa manifestación tiene también que ver lo que en
la Escritura se anuncia sobre la victoria de Cristo. Los posesos de los evangelios,
una vez curados, se convierten también en testigos de la impotencia del diablo
y de la victoria de Cristo.
La victoria radical de Cristo no impide que la lucha vuelva a entablarse al
final de los tiempos y con ardor nuevo. El riesgo de esta última prueba consistirá
en que «el hombre impío, el hijo de perdición, el adversario, que se eleva sobre
todo lo que lleva el nombre de Dios» (2 Tes 2,3s), estará aliado con el diablo.
«La venida del impío estará señalada por el influjo de Satanás, con toda clase
de milagros, señales, prodigios engañosos y todo tipo de maldades, que seducirán
a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les
hubiera salvado» (2 Tes 2,9s). Pero quien escucha la voz de Cristo y le confiesa
como la verdad viva (Jn 14,6), ése estará a salvo del poder de Satanás, incluso en
trance tan difícil como será el de los últimos tiempos. Frente a esta amenaza
mortal del diablo se alza la garantía: «El Señor Jesús le destruirá con el soplo de
su boca y le aniquilará con la manifestación de su venida» (2 Tes 2,8). Todas estas
indicaciones de la Escritura sitúan la relación del hombre con el diablo en el
terreno de la decisión personal interna, es decir, en el terreno ético y religioso.
Todo el mundo está llamado, todo el mundo está situado ante la decisión: Cristo
o Satanás, gracia o pecado, traición o fidelidad.
Contemplando en una visión de conjunto la proclamación del NT sobre el
tema de Cristo y del demonio, el demonio y el hombre, salta a la vista que la
existencia del adversario de Dios es un hecho atestiguado por el NT sin lugar
774 LOS DEMONIOS
2. De ángel a demonio
13 Cf. a modo de ejemplo las reflexiones de Barth, KD III/3 (1950) 609-612 y 622s,
que han de entenderse desde el punto de partida dialéctico. Lo que Barth pretende,
que es poner de relieve lo absolutamente antidivino que €S el diablo y los demonios,
es legítimo; pero algunas de las consecuencias deducidas de ahí —por ejemplo, pági
nas 465s— no las considero válidas. P. Althaus, Die christliche Wakrheit II (Güters-
loh 21948) 157, y E. Stauffer, Die Theologie des Neuen Testamentes (Stuttgart 31947)
47s, se pronuncian por la caída de los ángeles.
14 Con relación a temas como «espiritualidad pura», etc., remitiremos a las refle
xiones correspondientes de la angelología precedente. Aquí nos ceñiremos al pecado de
Satanás y de sus ángeles.
15 Cf. A. Wikenhauser, Die Offenbarung des Johannes: RNT IX (31959) 96s.
DE ANGEL A DEMONIO 775
16 Cf. A. Winklhofer, Traktat, 33-53; del mismo, Die Welt der Engel (Ettal 1961)
97-104, así como la amplia colaboración de Ph. de la Trinité, Du peché de Salan et
de la destinée de Vesprit, en el volumen Satan de «Études Carmélitaines» (París 1948)
44-85.
17 La idea de que el pecado de los ángeles fue un pecado carnal se basa en una
exégesis equivocada de textos bíblicos y es incapaz de aducir a su favor una prueba
correcta de Escritura; cf. Diekamp-Jüssen, Kath. Dogmatik II (Münster 1952) 75.
Sobre el pecado de soberbia, cf. las reflexiones de Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 63,
a. 2 y 3.
776 LOS DEMONIOS
Cuando el ángel peca, cuando se alza contra Dios, lo hace con una mayor
energía y libertad de decisión que el hombre. La razón de esta diferencia de inten
sidad es que los ángeles son espíritus puros y poseen una naturaleza más perfecta
que el hombre. Por eso es la prueba de los ángeles única e irrepetible. La negativa
contra Dios se traduce en los ángeles en un total endurecimiento y en una total
fijación negativa de su voluntad. Ello excluye toda posibilidad de conversión. El
hecho y la conciencia de estar eternamente relegados e indisolublemente encade
nados al mal refuerzan este estado y lo convierten en una tortura inimaginable.
En lo tocante a las potencias cognoscitivas, volitivas y activas, podemos concluir
que el ángel caído, el demonio, sigue teniéndolas, aunque obnubiladas y des
viadas.
A consecuencia de su pecado, los ángeles fueron arrojados al infierno. En el
juicio final se escuchará: «¡Id, malditos, al fuego eterno preparado para el demo
nio y sus ángeles!» (Mt 25,41). Este fuego es perdición eterna (Mt 10,28), ruina
(Mt 7,13), castigo eterno (Mt 25,46; Ap 20,10), tiniebla donde habrá llanto y re
chinar de dientes (Mt 8,12; 13,42.50). La teología ha intentado una y otra vez
pintar la situación de marginación eterna aludida por las palabras de la Escritura.
Pero ni la imaginación ni el lenguaje humanos cuentan con medios para expresar,
siquiera aproximativamente, lo que debe ser la condenación. Todo lo que la teo
logía hace por conocer la caída de los ángeles no son más que precarios intentos
de explicación.
De cuando en cuando vuelve a surgir quien se pregunta por el número de
los ángeles caídos (cf., por ejemplo, Agustín, De civ. Dei XI, 23; Tomás de Aqui
no, S. Tb. I, q. 63, a. 9). Pienso que todo lo que sea barajar números está fuera
de lugar. El problema de la predestinación es un misterio tan privativo de Dios,
que nosotros no podremos nunca conseguir un saber preciso sobre el destino con
creto de nadie. Más justificado me parece preguntarse por la caída común de los
ángeles. La frase del fuego preparado para el demonio y sus ángeles (Mt 25,41),
la acusación de los fariseos de que Cristo expulsa los malos espíritus por Belcebú,
príncipe de los demonios (Mt 12,24), y la expresión «el dragón y sus ángeles»
(Ap 12,7) inducen a concluir que existe un jefe supremo a quien los demás ánge
les secundaron en su caída. Tomás de Aquino dice acertadamente: «El pecado
del primer ángel fue causa del pecado de los demás. Pero no fue causa en cuanto
que influyera en ellos por necesidad, sino que les extravió por persuasión» (S.T h.
I, q. 63, a. 8: DThA IV, 373s).
La afirmación de la Escritura según la cual los demonios son también criatu
ras de Dios, y como tales, buenos, está corroborada por el magisterio extraordi
nario. El Lateranense IV, del año 1215, se vio en la obligación de establecer lo
siguiente: «Creemos firmemente y confesamos con sincero corazón... que Dios es
el único origen de todas las cosas, el Creador de lo visible y de lo invisible, de lo
espiritual y de lo corpóreo... El diablo y los demás espíritus malignos fueron crea
dos por Dios buenos por naturaleza, pero por sí mismos se hicieron malos» (DS
800/NR 171). Con ello se rechaza todo dualismo, toda explicación del mundo
a base de dos principios: uno originalmente bueno y otro originalmente malo.
Conviene resaltar, por otra parte, que ninguna criatura personal, aunque creada
por Dios, está por su mismo ser confirmada en el bien. Las criaturas espirituales
todas, tanto los ángeles como los hombres, no quedan confirmadas en el bien sino
por la gracia, y supuesta la cooperación de la criatura, hecha posible por la gracia.
Por eso, ni ángeles ni hombres están eximidos de la decisión, por o contra Dios.
El ángel que se trocó totalmente en antagonista de Dios intenta desde entonces,
sin descanso, hacer que el hombre, que todavía está en la etapa de decisión, se
revuelva también contra Dios y contra Cristo.
3. Los demonios y el mal en el mundo
a) Tentador y seductor.
1 Pe 3,8 atestigua que en el tiempo de la Iglesia sigue ejerciendo el diablo
en el mundo una labor de tentación y perversión. El apóstol Pablo, de acuerdo
con las concepciones del judaismo tardío, piensa que las regiones aéreas o espa
cios celestes están habitados y dominados por los poderes demoníacos (Ef 2,2;
6,12). Lo decisivo en esta afirmación no es la localización, sino la posibilidad de
un influjo amplio y potente de lo demoníaco en todo el mundo 18.
Los preliminares más bien especulativos de nuestra afirmación histórico-salví
fica no podemos tratarlos aquí más que a grandes rasgos. Para determinar más
exactamente la influencia del diablo en el hombre es necesario preguntarse antes
qué cualidades tiene el diablo que le hagan capaz de una actividad así. Sus poten
cialidades sobrenaturales y éticas han quedado eliminadas con el pecado. No le
quedan, por tanto, más que las potencias naturales. Son ellas lo único que, con
permisión de Dios, puede poner en juego a la hora de tentar al hombre. Nunca
puede un ser espiritual creado influir en el hombre como influye Dios. Dios capta
al hombre, lo mueve y lo toca con su gracia desde dentro. Un espíritu creado no
tiene más medios para influir en otro espíritu creado que el adoctrinamiento o la
persuasión, así como el influjo en su apetito sensible provocando determinados
afectos. Pero es prácticamente imposible describir exactamente un influjo interno
de este jaez. Sobre lo que sucede en el interior del hombre no podemos emitir
más que enunciaciones muy precarias, y más si se trata de describir el influjo
ejercido por los demonios. Normalmente no nos es siquiera posible analizar el
influjo ejercido por un hombre sobre otro hombre. Cuanto más intensa es la
corriente unitiva que circula entre un hombre y otro, tanto más difícil es por lo
general diseccionar e identificar lo que allí está ocurriendo. A pesar de todas esas
dificultades, hay que intentar una explicación. Y un elemento de esa explicación
es que sólo a través de la fantasía se puede influir en el interior del hombre. Los
sentidos externos son el factor primario de todo el conocimiento humano. La fan
tasía, en cambio, es el sentido interno que asume el objeto exterior y lo traslada
al interior del hombre. La fantasía trabaja con una multitud de imágenes que
pueden relacionarse entre sí y provocarse mutuamente. Y, a su vez, de la cap
tación de la sensibilidad interna se sigue el apetito sensitivo. Es, por tanto, en
el campo de la fantasía donde se dan en el hombre los influjos del diablo, ya que
la fantasía es el ámbito natural del influjo externo y la «combinación» entre in
terior y exterior. Pero la influencia de Satán en la libertad agraciada del hombre
tiene siempre sus límites.
18 Sobre este influjo, cf. A. Winklhofer, Traktat, 71-103, 105-169; del mismo, Die
Welt der Engel, 107-116.
778 LOS DEMONIOS
19 «En este sentido, Satanás no es la única causa de todo pecado, ya que no todos
los pecados se cometen por iniciativa del diablo, sino que muchos lo son por libre
autodeterminación y por corrupción de la carne» (S. Th. I, q. 114, a. 3: DThA VIII,
225).
20 Ni siquiera la psicología más rigurosa puede arriesgar comprobaciones últimas.
Pero existe el peligro de que una psicología menos científica atribuya la influjo demo
níaco hechos anímicos normales y anormales que no hay por qué considerar de origen
diabólico.
LOS DEMONIOS Y EL MAL EN EL MUNDO 779
y con ello una postura deficiente en el plano de la relación con Dios. Existía una
sensibilidad extremadamente viva para ese tipo de defectos y se intentaba darles
una interpretación ética. Enfermedad y posesión no diferían gran cosa. En ambas,
sobre todo tal como las presentan los evangelios, se trasluce la postración y el
estado de indefensión desnuda y terrible del hombre falto de redención. El NT
atestigua que de Cristo se pedía que curase tanto la posesión como la enfermedad,
y aun hoy día sigue la Iglesia con el exorcismo y la unción de los enfermos asig
nando al hombre la victoria de Cristo (cf. en el volumen conjunto titulado Satan
de «Études Carmélitaines» la colaboración de F. X. Marquart, Uexorciste devant
les manifestations diaboliques (París 1948) 328-348; además, A. Rodewyk, Die
dámonische Besessenheit in der Sicht des Rituale Romanutn (Aschaffenburg 1963).
A pesar de que constan consignados rasgos auténticos de posesión (cf. T. K. Oes-
terreich, Dámonische Besessenheit [Langensalza 1921] 5, con enumeración de
ejemplos de todos los siglos), es en extremo difícil comprobar irrebatiblemente
este hecho. El examen del hecho prescrito por el Ritual Romano (R it. Romanum,
tít. X II: De exorcizandis ohsessis a daemonio [Roma 1952] 839) exige conoci
mientos especiales de medicina. Por eso es imprescindible que en casos así cola
boren el médico y el pastor.
Es decisivo para la teología el problema de si en nuestros días sigue habiendo
casos de auténtica posesión. La respuesta ha de ser muy precavida. Parece demos
trable en casos de magia pagana y de dependencias inexplicables, del tipo de las
que se refieren abundantemente en los territorios de misión. Lo cierto es que
nuestro conocimiento de muchos fenómenos naturales se ha hecho más hondo
y que la psicología, el conocimiento del hombre, de sus fuerzas corporales y aní
micas, y de su patología se han ampliado tanto, que podemos explicar e interpre
tar de otro modo fenómenos sobre los cuales en otros tiempos habría recaído sin
lugar a duda el diagnóstico de posesión. Además de la posesión misma, que con
sidero posible, son mucho más frecuentes los fenómenos no genuinos de posesión.
La historia de la demonología conoce una serie de ejemplos muy notables de ese
tipo de estados de neurosis. Pero al hablar de posesiones aparentes no hay por
qué diluir ni considerar irrelevante el influjo del diablo. El hecho de que sucedan
ese tipo de trastornos del proceder humano se debe, en último término, a una
fisura de la naturaleza humana, fisura que no tiene su razón de ser primaría en
el orden de la creación, sino que nace del pecado. Y puesto que el pecado entró
en el mundo por el demonio, tales trastornos de la personalidad humana pueden
traslucir algo del señorío indirecto del diablo. Por tanto, cuando en un caso
concreto se niega que se dé posesión en el sentido teológico estricto del término,
eso no quiere decir que se niegue que el orden natural está trastornado por el
demonio. Lo único que se hace es establecer otro tipo de comprobación.
Se da, pues, la tentación y se da el señorío interno del diablo sobre un hombre
en caso de que la tentación tenga éxito y en tanto dure el estado pecaminoso.
Existe también la posesión de un cuerpo humano por el demonio. Pero la reve
lación registra además un tercer camino por el que el demonio intenta arrastrar
a la negativa contra Dios: produciendo desde fuera, de modos diversos y en di
verso grado, males, taras y perjuicios físicos. La Escritura atestigua estos hechos,
y el modo como los describe da derecho a afirmar que el diablo, como criatura
perteneciente al cosmos, se sirve para sus propósitos de elementos creados. Tam
bién aquí es extraordinariamente difícil determinar en cada caso si algo que sucede
dentro del cosmos (una catástrofe natural, por ejemplo) se explica por sí mismo
o ha de atribuirse a influjo demoníaco. En este punto, gracias al progreso de las
ciencias, nuestro tiempo piensa con más objetividad que nuestros predecesores.
Y, sin embargo, hay que seguir afirmando que Satanás y sus ángeles, como cria
780 LOS DEMONIOS
turas que son, entran en el conjunto del cosmos y pueden ejercer un influjo per
nicioso sobre las criaturas no humanas en la medida en que Dios se lo permita.
Con todo nuestro tema estamos, en el fondo, tocando el problema del sentido
histórico-salvífico del mal en el mundo 21. La revelación enseña que Dios creó el
mundo y lo conduce hacia el fin último de su propia glorificación, fin para el
cual lo creó. En el conjunto del acontecer del mundo, la actividad del diablo no
es constructiva, sino destructiva; pero está totalmente enclavada en el marco de
la soberanía de Dios, lo cual hace que incluso ella esté determinada por una orien
tación teleológica superior. Esta es, en resumen, la respuesta que de muchos mo
dos suele darse. Pero no basta. La teología tiene que dar respuesta a un «por
qué» más hondo. Hay que remitir al juicio que Dios pronunció sobre el mundo
desde el primer pecado. Esta sentencia (y el mal como resultado de la misma)
se cumplió al ser ajusticiado Jesús en la cruz. El castigo quedó radicalmente levan
tado, pero están aún pendientes la sentencia final y la redención definitiva. Entre
tanto seguirá, pues, gravitando sobre cada hombre y sobre la humanidad en su
conjunto el juicio de Dios, pero un juicio que tiene la gracia como meta. En este
gran plan salvífico de Dios se enmarca la acción de Satanás, y el mal que de él
procede es una parte del juicio de Dios. Si Dios no reduce definitivamente el mal
en el mundo, si no traba la actividad de Satanás y de sus demonios, es por la
redención definitiva, en interés de un orden en el cual Dios sabe sacar bien
incluso del mal.
b) Discreción de espíritus.
Además de los tipos aludidos de influjo demoníaco en el hombre, suceden en
el mundo cosas que al hombre le resultan terribles y peligrosas y a las cuales se
suele atribuir de modo específico el carácter de lo demoníaco. A este orden de
cosas pertenecen multitud de fenómenos ocultos, hechos en los que están en juego
cierto tipo de fuerzas desconocidas, no perceptibles para la mirada normal e in
explicables (aún) por métodos científicos y psicológicos, y donde no es raro que
se produzcan efectos del todo extraños (por ejemplo, magia, encantamientos, adi
vinación, espiritismo, etc.). No es preciso que tales fenómenos produzcan perjui
cios; basta que provoquen intranquilidad, desconcierto y miedo. El hombre del
siglo xx, ese hombre que pretende ser tan sobrio, muestra por esos fenómenos
mágicos y ocultistas un interés asombrosamente variado y candente. Por eso pa
rece necesario que precisamente en este terreno se precise con claridad el campo
de las fuerzas naturales y el de las demoníacas.
Es posible que un hombre produzca un perjuicio a base de fuerzas diabólicas.
Pero eso sólo hay que admitirlo como hecho cuando falla toda otra explicación
natural de dicho fenómeno. La parapsicología nos da hoy una explicación satis
factoria de muchos hechos hasta ahora inexplicables. El hecho de que la para
psicología comience a desplazar términos como ocultismo y espiritismo es un
signo de que estos problemas han comenzado a abordarse con seriedad científica.
La parapsicología tiene muy viva conciencia de que no todas las oscuridades, ni
mucho menos, están ya explicadas, sino que es ahora cuando se está empezando
a dilucidar ese tipo de fenómenos. La parapsicología comprueba que los hombres,
unos más y otros menos, y algunos en grado notable, llevan en sí ocultas fuerzas
que pueden no conocer ellos mismos (telepatía, telestesía, telequinesis y teleplas-
tia) (cf. R. Tischner, Ergebnisse okkulter Eorschung [Stuttgart 1950]; R. B. Rhí-
ne, y R. Tischner, Die Reichweite des menschlichen Geistes [Stuttgart 1950]).
23 El Señor mismo se valió del medio de la oración (Le 22,31; cf. Mt 26,41). La
liturgia pide frecuentemente protección contra la intervención del diablo. Así, por
ejemplo, en la colecta del domingo XVII después de Pentecostés. Cf. E. v. Peters-
dorff, De daetnonibus in Liturgia memoratis: «Angelicum» 19 (1942) 324-339.
784 LOS DEMONIOS
liturgia, art. 67]), como muerte y resurrección con Cristo que es (Rom 6,3-14),
es ya en sí mismo un rechazo del influjo demoníaco.
Unido a las palabras que se pronuncian en tales acciones va el uso del signo
de la cruz. Esto atestigua que la Iglesia no puede llevar adelante la lucha contra
Satanás y los demonios más que con la fuerza de Cristo, fuerza cuya manifestación
más poderosa fue la impotencia del Gólgota, La pertenencia a Cristo en la en-
trega de una fe responsable, la comunicación sacramental de la redención, la con
fianza en la virtud vencedora de la cruz son la mejor defensa contra toda tenta
ción diabólica e incluso contra toda superstición y contra todo miedo injustificado
a los demonios.
Como resumen de las ideas expuestas a lo largo de esta sección de forma
meramente esquemática, diremos que la enseñanza de la revelación y de la teología
acerca del diablo es muy sencilla y clara, ciertamente seria, pero no alarmante.
Sin embargo, debido a la múltiple debilidad física, psíquica y moral de la natura
leza humana, esa enseñanza a menudo se ha entendido y aplicado equivocada
mente y ha llevado a omisiones, exageraciones y deformaciones condicionadas por
el momento histórico. Nuestro tiempo ha superado muchos de esos defectos. Pero,
además de no estar del todo liberado de los mismos, ignora o relega muchas veces
la implacable seriedad ético-religiosa que constituye el verdadero núcleo de la
existencia y eficacia del diablo. En primera plana aparecen determinados fenóme
nos demoníacos con un sentido sensacionalista y acrítico. Pero las consecuencias
religiosas y morales que proceden del hecho de que nuestra existencia cristiana
esté amenazada por una connivencia con el diablo no se ponderan suficientemente.
Para defendernos contamos no sólo con medios concretos, sino con el poder de
Cristo a través de la fe. Esta situación exige del cristiano una postura de repulsa
incondicional al diablo y a los demonios. Tal repulsa será más necesaria que
nunca en los últimos tiempos.
D a m a su s Z a h r in g e r
BIBLIOGRAFIA
50
HISTORIA DE LA HUMANIDAD
ANTES DE CRISTO
CAPITULO XII
Tres son las cuestiones que habrán de barajarse en este capítulo final de
este volumen. En primer lugar trataremos el punto fundamental de por qué se
puede teológicamente decir que el hombre necesita ser redimido y que la reden
ción tiene una eficacia anticipada. Estudiaremos seguidamente la situación de la
«humanidad extrabíblica» — en realidad, la mayor parte de los hombres— y de
las religiones en el ámbito de la revelación. Finalmente hablaremos de la historia
de la salvación y del orden salvífico del AT. De este modo trazaremos material
mente, y en cierto sentido a posteriori, las líneas que en la teología formal y fun
damental del primer volumen no pudieron quedar más que insinuadas, ya que
entonces el planteamiento fue el de una reflexión trascendental destinada a des
entrañar la historicidad, y en concreto la historicidad salvífica del hombre. Resulta
así que la temática de este capítulo final aboca al hecho central de la historia
de la salvación, al acontecimiento Cristo, al que se consagra el tercer volumen.
Eso será lo que ilumine definitivamente todo lo que digamos en este capítulo.
SECCION PRIMERA
1 M. Scheler, Vom Ewigen im Menschen, en Ges. Werke IÍI (Berna 41954) 232.
790 LA HUMANIDAD ANTES DE CRISTO
rre que no basta con elaborar correctamente la idea teológica realmente fundamen
tal de que el hombre necesita de redención. Poderosas dificultades surgen en
contra de esta idea.
Ahí tenemos la actitud de nuestro presente profano: el mundo actual, lleno de
confianza en sí mismo, piensa que, gracias a la movilización exhaustiva de sus
propias energías inmanentes, camina a un perfeccionamiento tal de la existencia
que resulte absolutamente inútil toda intervención de un Dios salvador. Esta es
la sensibilidad básica general, que ha ido ganando terreno desde que despuntó la
era técnica: la idea de que no estamos más que al comienzo, de que el mundo
puede organizarse con una estabilidad cada vez mayor... De ese clima nace un
optimismo de progreso. Impresionado por los logros inauditos del progreso en el
terreno científico-técnico, el hombre piensa que ha llegado el momento en que
será posible sustituir el sistema de seguridad de la fe por otras seguridades creadas
por él mismo. Ya no se muere tanto como antes. Una buena parte de los aspectos
onerosos e insoportables de la existencia humana, que hicieron que épocas pasadas
vivieran con la conciencia de estar atrapadas en una miseria que sólo Dios puede
eliminar, ha sido ya abordada y superada. Ni siquiera el vacío interior puede ya
en toda hipótesis colmarse con una fe religiosa preñada de esperanza de salvación.
Del resto se encarga el culto al self-respect, que hace desaparecer por arte de magia
la angustia y las quiebras cordiales. Y todo lo que aún habla de desvalimiento
humano se interpreta pura y simplemente como signo de que la existencia lleva
aún el estigma de lo inacabado, de que está aún en camino hacia el «mundo
nuevo y bello». Esta concepción recibe un apoyo decisivo desde dos frentes. Cier
tas formas muy extendidas de psicoanálisis (incluyo también a C. G. Jung) hablan
del yo «divino y verdadero» al estilo de un mito redentor desacralizado. Para
vivir sano y salvo, el hombre no tiene más que volver a ese yo. El instrumento
para esa integración o individuación es el análisis genético de los complejos repre
sivos de culpabilidad 2. El otro frente es la conocida tesis dp historia de las reli
giones según la cual las religiones de redención no surgen más que en las culturas
de superestructura donde la situación desesperada de los oprimidos despierta el
deseo incontenible de liberación3.
La cosa se complica más por el hecho de que la teología católica, hasta el
momento, ha tratado el tema de la indigencia de salvación de un modo franca
mente pueril, hasta tal punto que no ha sido capaz aún de proponer una explica
ción autónoma y completa del tema. Esta laguna es mucho más grave a la vista de
las tendencias actuales que acabo de pergeñar. Responsables de esta laguna son:
el concepto tradicional de revelación, unilateralmente intelectualista (al interpre
tarse la revelación como comunicación de verdades divinas supratemporales queda
en cierto modo olvidado que la existencia de aquel cuya voluntad asiente a tales
informaciones —las «tiene por verdaderas»— se transforma y debe transformarse
intrínsecamente)4; la apoyatura en una visión demasiado supranaturalista del pe
cado original y del trastorno por él provocado en todo el estado del hombre (si la
concepción escolástica que se remite a Tomás de Aquino tiene razón al afirmar
que el pecado original ocasiona la pérdida de la vida de gracia sobrenatural, de
existe una quiebra abism al18. En estrecha relación con ello, se ha puesto de relie
ve lo intrínsecamente demoníaco de la naturaleza humana, encadenada en un mal
hipostasiado y cósmico a la vez 19.
como presupuesto fundamental de la soteriología que todos los hombres son pe
cadores y, en consecuencia, pervierten absolutamente siempre su auténtico se r37.
No caben tonos más fuertes para describir la desesperada situación de la humani
dad y su ilimitada indigencia de salud38. En el resumen intensivo que es 3,23
vuelve con énfasis esta afirmación: «Todos pecaron y están privados de la gloria
de Dios». Mirando más a la situación del hombre no redimido en cuanto indi
viduo, explican el mismo hecho las reflexiones de 7,5-25. Los mismos tonos vuel
ven a sonar: el hombre está vendido al poder del pecado (v. 14), el poder del
mal le ha arrebatado su ser de sujeto; de su existencia, como un fruto orgánico,
brota la muerte (v. 5 ) 39. Pero el intento primario del Apóstol es destacar y probar
que el hombre así esclavizado conoce su extravío pecaminoso y su tendencia
hacia lo malo y perverso (experiencia de desgarrón interno), y que de ahí surge en
él la idea de que, aun precisando necesariamente de liberación, no tiene a mano
nada que pueda ayudarle. El resultado final de esta experiencia es la queja: «¡Po
bre de mí! ¿Quién me librará de esta existencia de muerte?» 40. 8,18-25 da a
entender claramente que la indigencia de redención es un existencial de todo
el cosmos y no sólo un estigma del hombre: la creación está sometida a la vacui
dad y a la servidumbre. Sufre. A una con el hombre suspira por la «gloria».
e) Reflexión teológica.
a ) Problemática de una «analogía entis». Para precisar teológicamente la
necesidad de redención es decisiva la idea filosófica del hombre y del mundo que
se utilice como auxiliar. No todas las concepciones filosóficas tienen cabida. Sche-
ler indica el patrón por el cual hay que valorar los diversos intentos: «Si se quiere
que la idea de redención despliegue toda su intensidad y profundidad, es preciso
que el mundo esté abocado desde su misma raíz a una redención, es decir, hacia
la intervención de una fuerza que no brota del mundo, sino de una existencia
superior» 41. Lo primero que se impone desde la situación de la teología católica
es revisar hasta qué punto la filosofía griega puede sernos útil en este tema. Hay
razones de peso en contra: la idea optimista de que el hombre es capaz de llegar
por sí mismo a la perfección; la sublimación contemplativa del espíritu al reino
del ser intemporal; la concepción de la paideia como un proceso que conduce a
la plenitud a base de educar progresivamente al hombre en la línea de una ima
gen ideal que siempre poseimos y que nada pone en contingencia radical; la con
sideración de la muerte como acontecimiento natural, indiferente, que el hombre
debe convertir (de la mano de la idea de que los ritmos cósmicos siguen un ca
mino preestablecido) en la acción consciente del «yccÚMC, á'JtoGvfiO’XCiv» dán
dole así un sentido al hacerla intervenir en la configuración de la vida 42. El
Welt nach dem Urteil der Bibel, en Glauben und Verstehen III (Tubinga 1962)
151-156.
43 Recuérdese el análisis de la existencia cotidiana en M. Heidegger, Sein und
Zeit I (Tubinga 71953) 167ss, así como las reflexiones de K. Jaspers sobre la abismal
conciencia de culpabilidad del hombre. Sobre todo ello, L. Scheffczyk, Adams Sünden-
fa^'44 Cf. las atinadas observaciones de W. Lohff, Glaube 4tnd Freibeit, 98.
45 Pormenorizadamente, L. Scheffzcyk, 765.
46 Sein und Zeit, 179s; similarmente, K. Jaspers: según él, no existió momento ini
cial ninguno en que el hombre fuese todavía inocente. Cuando el hombre entró en el
mundo era ya culpable; W. Lohff, op. cit., 95.
47 Cf. Ph. Bohner, Das Problem der Erbsünde im modernen Denken: «Cathoii-
ca» 5 (1936) 73-81, donde se investiga la relación entre ser culpable y hacerse cul-
oable (en el sentido de Heidegger) y la enseñanza cristiana sobre el pecado original;
L Scheffczyk, op. cit., 165.
EL HOMBRE NECESITA SER REDIMIDO 799
como una liberación de las cadenas de lo terreno y material. Motivos dualistas en
traron así a formar parte de la explicación de la necesidad de redención. Con
admirable penetración manifestó K. Jaspers la insuficiencia de este planteamiento:
saltar por encima del mundo para verse liberado del mundo es un salto en el
vacío; aquello que se pretende conseguir —el acceso a un segundo mundo de ob
jetividad metafísica, donde pueda sestear contemplativamente el yo desmunda-
nizado— no ofrece una auténtica trascendencia: lo único que hace es proporcionar
otro tipo de cautiverio mundano. Si se da redención, ésta sólo puede darse por
el camino de una vuelta al mundo y de una transformación de la existencia desde
dentro de la mism a53.
El análisis positivo de cara a las afirmaciones de la Escritura habrá de des
arrollar los elementos constitutivos de la necesidad de redención desde una pers
pectiva más bien cósmica y mundana y preponderantemente antropológico-perso-
nal. Al analizar el primero de los aspectos citados se descubre que lo que hace
que el mundo (y también el hombre, por pertenecer al mundo por su corporeidad)
esté necesitado de redención es un «movimiento irrefrenable de los valores más
altos a los más bajos»54, una tendencia hacia abajo que aparece como la causa
de que «la perversión vaya siempre en aumento y las naturalezas espirituales su
fran cada vez más intensamente la tentación hacia lo m alo»55. Ya los mismos
fenómenos cotidianos del chismorreo, la envidia, las ambigüedades dejan traslucir,
según Heidegger, esa misma dinámica de degradación56. Lo que para Jaspers
manifiesta ese movimiento de descenso son las situaciones límite de la v id a57.
H. Kuhn habla de que en el ser creado se manifiesta cierta seducción y amor
por la nada 58. Para que este impulso se aquiete se precisa una inundación de
fuerzas divinas, es necesaria una redención59. Considerado en su cara antropo-
lógico-personal, aquello de lo que el hombre debe ser redimido es la emboscada
del monólogo consigo mismo y la autoalienación que de ahí b ro ta 60. Este erra
do intento de ser uno mismo — los psicólogos lo llaman fijación61— contiene
siempre una pérdida de fuerza personal y requiere la «curación por encuentro»
(H. Trüb).
La comprobación de que existe una necesidad de redención no dice aún nada
de si de hecho se da redención o no, pero indica el único camino que hay para
llegar a una liberación o curación. No basta para esa curación apelar a la voluntad
y al intelecto propio62. Tampoco dan la solución un proceso de individuación,
en el sentido de C. G. Jung, o una toma de conciencia de la libertad incondicio
nada en el progreso de la existencia (Jaspers). Porque necesidad de redención es,
en el fondo, necesidad de diálogo. Pero el tú que llama a un diálogo salvador y
liberador no puede ser en última instancia más que el tú divino; sólo ese tú, dado
que el espíritu humano es inmediato a Dios, puede agarrar por su raíz más honda
al yo necesitado de redención63.
b) Teologumenos espinosos.
Se habla a veces, sin precisar, de «Cristo como centro del tiempo». Esta ex
presión se convierte a menudo en un cierto claroscuro, como si la cesura estable
cida por la encarnación dividiera la historia en un tiempo anterior de tiniebla
y en un tiempo ulterior de luz. Con ello se cierra más o menos el paso a la posi
bilidad de percibir que la fase oscura no es intrínsecamente opaca, sino que posee
una luz incipiente64. A la misma consecuencia lleva la concepción tradicional
de que el prototipo de la acción salvadora sobrenatural es la gracia «tal como se
comunica 'ahora’, después de C risto»65, y que, por consiguiente, los actos de
valor redentor inmediato no comienzan hasta el nacimiento virginal. Estas dos
c) Testimonio de la revelación.
a ) Referencias indirectas: la voluntad salvífica universal. Acerca de Dios
nos dice la revelación que él «quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad» 68. A la vista de esta afirmación es difícilmente con
cebible que haya habido nunca un hombre no afectado por la voluntad salvífica
de Dios por el simple hecho de haber vivido en una zona previa a la revelación de
Cristo. Si Dios nos hace saber que quiere la salvación de todos, esto tiene mucho
más peso que el que puede tener una idea en sí buena, pero no convertida aún
en realidad. Esto indica que la voluntad salvífica de Dios, a pesar de su origen
trascendente, constituye en el hombre un existencial intrínseco de gracia: que esa
voluntad salvífica se traduce en un dinamismo que dirige a la tendencia humana
desde su raíz, subterráneamente, hacia la salvación69.
La paciencia de Dios. Este tema es familiar a los dos Testamentos 70. De este
tema se trasluce con seguridad que el proceder de Dios frente a la situación
previa a la redención, denominado antropomórficamente «paciencia» o «espera»,
está aludiendo a un expreso don de gracia. Este proceder de Dios no es un espe
rar con los brazos cruzados; no es que Dios, con la vista en el futuro, renuncie
de momento a intervenir punitiva y correctivamente. Lo que ese proceder sig
nifica es que Dios se pronuncia por el amor y que ese amor de Dios, al margen de
toda expresividad temática, se convierte en fuerza del hombre mismo: «Bondad
de Dios que quiere llevar al hombre a la conversión» 71, «abono echado en la
tierra» 72, gracia impulsora «desde abajo y desde dentro».
La «plenitud de los tiempos» 73. Cristo tiene una relación indisoluble con el
tiempo y los tiempos. Por eso el NT presenta a Cristo como «plenitud» y «cum
armas) tienen su origen en el mundo mítico extraisraelita 81. Sea que en ellos per
dure el recuerdo de la edad original o que sean la expresión de la convicción de
que el estado actual no es el querido originariamente por Dios, el caso es que
expresan la añoranza del paraíso perdido82. Lo mismo ocurre con otro aspecto
de la conciencia religiosa universal; de esa añoranza descrita nace la espera de un
salvador, espera que se plasma en la idea del nacimiento sobrenatural y en la
idea del reino de Dios 8384.
Si se profundiza teológicamente, se descubrirá la relación existente entre las
indicaciones del Génesis sobre la eficacia anticipada de la gracia redentora y la
idea hoy casi unánime de que el estado de gracia original del hombre paradisíaco
(iustitia originalis) no quedó del todo suprimido por el pecado; quedó un resto,
una tenue llama, pero una luz, al fin y al cabo, auténtica M. La doctrina del estado
original llama «residuo» a este elemento de gracia. En una panorámica de la his
toria de la salvación y con vistas al futuro, no es, por tanto, incorrecto decir que
ese «residuo» es la primicia de la restauración prometida. La anticipación de la
redención y la repercusión de la justicia original serían exactamente lo mismo.
Pero igualmente decisivo que todo lo anterior es el hecho de que el hombre,
tras la caída, sobrevive como pecador. Este hecho suele darse por supuesto como
algo obvio, tanto que parece como si el misterio de la redención no tuviera que
ver con la pervivencia del hombre como hombre. Es tradicional la idea de que
la naturaleza humana no fue directamente dañada por el pecado y sus secuelas. En
este caso, su conservación se debe a que quedó indemne la entelequia de lo crea-
tural como expresión y resultado de la providentia Dei naturalis. Sin embargo,
una valoración teológica de la decisión en la que, según la Sagrada Escritura, se
basa la pervivencia del hombre pecador deberá ver el primer fruto de la gracia
redentora en el hecho de que se suspenda la ejecución de la pena de muerte.
Según esto, el permanecer en la existencia y el seguir siendo hombre a pesar del
pecado se lo debe el hombre a la redención y no a que la subsistencia óntica de
su naturaleza no haya sido afectada por el pecado 85. En esta misma línea va la
observación de Karl Barth: «Dios creador afirma a la criatura: eso quiere decir
que la ha justificado»86.
y) Cristo desde el principio. En Col 1,25 describe Pablo el mensaje de la
salvación como el misterio «escondido desde siglos y generaciones y revelado
81 W. Eichrodt, Teología del AT I (Madrid 1976) 421; Haag, Dic. Bíbl., art. Espe
ranza mesiánica.
82 E. Dacqué, Das verlorene Paradles - Zur Seelengeschichte des Menschen (Tu-
binga 31952). La apetencia del paraíso, en su forma secularizada, la describe con el
máximo énfasis Th. Wolfe: «Pierde la tierra que has vivido por una vivencia mayor.
Encuentra una tierra mejor y más bella que el hogar, mayor que la tierra: una tierra
donde están hincadas las columnas de esta tierra» (tomado de You Can't Go Home
Again, Nueva York 1940, 743).
83 Véase A. Jeremías, loe. cit. Las referencias de C. G. Jung al arquetipo de un
salvador, localizado en el subconsciente colectivo, aportan un apoyo no desestimable;
cf. R. Hostie, op. cit., 270-273; según H. Thielicke, Theólogische Ethik II, 1, 1626,
la idea clásica del alma buena puede decirse que es un* forma secularizada de la
«unidad original recuperada en la redención».
84 B. Stoeckle, Desiderium persónate - Erwagungen zur Problematik des Natur-
verlangens nach der Gottesschau: TThZ 72 (1963) 15ss.
85 H. Küng, op. cit., 162: «Por el hecho de que el pecador sobrevive, y sobrevive
como hombre, está ya participando en la gracia de la redención».
86 Kirchlicbe Dogmatik III, 1 (Zurich 1947) 418; a partir de aquí se entiende
que todos los hombres estén obligados a la religión de la creación; cf. Sab 13; Haag,
Dic. Bíbl., art. Conversión de los gentiles.
EFICACIA ANTICIPADA DE LA REDENCION 805
ahora a sus consagrados» 87. Dos cosas se dicen en este texto; Ja palabra de Dios
a los hombres pronunciada en Cristo tiene un «antes», una prehistoria tal que
esa palabra puede considerarse como producto de lo precedente. No comienza con
el nacimiento histórico de Jesús, ni siquiera con la caída original. Comienza mucho
antes: tiene su origen inmediato ya en el misterio mismo de la creación88. Pero,
durante su prehistoria, el misterio de la salvación permanecía «escondido», no
estaba aún tematizado con total explicitud. Sin embargo, esto no quiere decir que
durante ese estado de anonimato fuese un objeto muerto e inerte. Si no, ¿cómo
podría afirmar Pablo que los gentiles son «recipientes de la misericordia» y que
Dios los ha «preparado» para la gloria? 89. Finalmente, el prólogo del Evangelio
de Juan manifiesta la idea de que el misterio de Cristo comunica a todos los hom
bres sin excepción algo así como una «filiación provisional»90. Por consiguiente,
todo el inmenso ámbito humano que radica fuera del pueblo consagrado y elegido
está incluido en el amor redentor de Dios, «está radicalmente iluminado por la
luz de Cristo y de su palabra» 91.
1. La humanidad extrabíblica
a) Reflexiones previas.
Para evitar equívocos, precisemos ante todo la diferencia entre humanidad
extrabíblica y humanidad prebíblica. Solemos hablar de humanidad prebíblica al
referirnos al espacio de tiempo que va desde Adán a la vocación de Abrahán. Esta
precisión estrictamente temporal no es satisfactoria. Desde el punto de vista obje
tivo, hay que encuadrar en el eón prebíblico tanto a la humanidad exterior a la
alianza abrahamítica e israelita cuanto a todos los hombres que después de Cristo
no han llegado o no llegarán nunca a encontrarse con la revelación acaecida en
Jesucristo. Ya Tomás de Aquino sostuvo la opinión de que los paganos poscris
tianos están en la misma situación de los paganos precristianosl . Según eso, el
término de «humanidad prebíblica» se refiere también de lleno al presente, y no
sólo a los actuales pueblos primitivos, históricamente retrasados, con sus religiones
primitivas, prebíblicas desde el punto de vista temporal, sino también a los hom
bres contemporáneos nuestros, quienes, aun estando «muy al día», no son alcan
zados por el mensaje revelado ni tienen acceso a un conocimiento de sus conte
nidos. Por eso será mejor hablar en conjunto de «humanidad extrabíblica». Por
otra parte, para decantar el juicio revelado sobre la situación histórico-salvífica de
este ámbito humano habrá que comenzar en primera línea por allí por donde la
Escritura, en una mirada retrospectiva, intenta determinar los diversos estadios
de la humanidad precedente, es decir, los diversos estadios de la época anterior
a Abrahán.
La elaboración de este tema es algo francamente urgente y actual. El cristiano
moderno no quiere seguir en la idea de que la humanidad extrabíblica está reclui
da en un paganismo tenebroso y extraño a Dios, y que sólo por una puerta trasera,
difícilmente accesible, puede llegar a la salvación. Tampoco le suena a nada
la explicación conciliadora de anteriores teólogos (Billot y Guthberlet). Según
ellos, los paganos adultos son niños desde el punto de vista religioso y moral:
incapaces de auténtica responsabilidad personal, capaces únicamente de una situa
ción salvífica semejante a la de los niños muertos sin bautismo. El careo con los
indudables valores humanos y religiosos del paganismo, así como con las insufi
ciencias de la propia religión, hace que el creyente de hoy rechace todo lo que
desde el punto de vista cristiano pueda catalogar al hombre extrabíblico como
«ciudadano de segunda» y todo lo que pueda condenarle a unas oportunidades
muy limitadas de salvación.
1 Comentario a la carta a los Romanos 2,14; además, J. Riedl, Das Heil der Nicht-
evangelisierten nach Bonaventura: ThQ 144 (1964) 276; del mismo, Rom 2,14ss und
das Heil der Heiden bei Augustinus und Tbomas: «Scholastik» 40 (1965) 189-213.
b) Providencia salvífica de Dios.
de gracia para con los gentiles sea un reclamo para llevar a la humanidad extra
bíblica al recinto del pueblo elegido.
6 Gn 6,6.
7 2 Pe 3,6; H. U. v. Balthasar, Theologie der Geschichte, 32 (trad. española: p. 49).
8 G n 4.
9 En relación con la exégesis reciente sobre la enseñanza veterotestamentaría del
yeser hara, cf. B. Stoeckle, Erbsündige Begierlichkeit - weitere Erwagungen zu ihrer
theologischen und anthropologischen Gestalt: MThZ 14 (1963) 240s.
10 Gn 4,17.
11 Gn 6-8.
12 Gn 6,5.
810 LA HUMANIDAD EXTRABIBLICA Y SUS RELIGIONES
que ni la misma tierra le puede soportar ya. Las narraciones babilónicas, en cam
bio, atribuyen la ruina de la humanidad provocada por las aguas preferentemente
al capricho incontrolable de los dioses 13.
La torre de Babel. El diluvio no frenó seriamente la carrera hacia la deca
dencia: tal es el tema de la narración simbólica de la torre de Babel. A la vista
de todo lo precedente, es claro que este episodio pretende exponer cómo la línea
marcada por el fratricidio de Caín y el diluvio desemboca en un ateísmo de pro
porciones globales, en una absoluta divinización del poder humano inmanente. Lo
indican ya las líneas maestras del relato: la condena recae sobre la fundación mis
ma de la gran ciudad y no sólo sobre la construcción de la torre. Los «arquitectos»
y constructores pretenden cobrar fama y «no desperdigarnos por toda la faz de la
tierra» 14. Esta inauguración de una especie de centro de la humanidad no le
gusta a Dios, porque pone al descubierto la raíz de toda la hybris humana: el
rechazo del reino de Dios, el intento de apoderarse del cielo por la fuerza y reba
jarlo a la tierra, es decir, el intento de cargar las dimensiones del ser mundano
con los atributos de lo divino y absoluto 1S.
3) Intervenciones de la gracia. Junto a las maniobras humanas de decadencia,
asumiéndolas, superándolas y traspasándolas, se mueven en el ámbito de la huma
nidad extrabíblica las iniciativas de la providencia salvífica de Dios, dando a en
tender que Dios no está dispuesto a perder la iniciativa, lo cual significaría aban
donar a los hombres a la ruina absoluta.
A raíz del fratricidio, Dios puso a Caín una señal. Esto da a entender que el
pecador, aunque condenado a muerte por sí mismo, puede también contar con el
perdón, la seguridad y la salvación 16.
El modo como procede Dios con una humanidad no apta más que para la ruina
habla también de gracia y renovación: el pesar que el Creador siente por haber
creado al hombre no significa una reprobación definitiva, sino que está transido
por una vinculación inabrogable e indisoluble con la criatura, por la voluntad de
seguir haciendo que la historia humana transcurra bajo el signo de la salvación.
Visto así, el diluvio adquiere el carácter fundamental de purificación 1718. La alianza
con Noé demuestra lo decidido que Dios está a una regeneración. Esa alianza apa
rece como la base permanente de toda salvación humana ls. Se falsea el sentido
propio de este hecho si -—como ha ocurrido durante mucho tiempo en la teología
católica— se ve en él el esiatuto de una religión «natural», sin relación ninguna
con la revelación sobrenatural. Todos los elementos escriturísticos de la alianza
de Noé demuestran inequívocamente que se trata de un auténtico acontecimiento
salvífico en el orden de la gracia. El hecho de basarse en el orden creacional no
lo contradice en absoluto. Desde este punto de vista, merecen especial atención
el elemento de elección divina expresa, cuya envergadura va creciendo a medida
que avanza el proceso revelador, y la aclaración de que la alianza lleva consigo la
prosperidad del aliado y nunca debe ser anulada 19. El pacto con Noé aparece así
como el anteproyecto de las alianzas con Abrahán y Moisés. En la figura de Mel-
quisedec se hace patente la estrecha unión existente entre el pacto de Noé y la
20 Gn 14,18ss.
21 H. Gross, op. cit., 52.
22 T. Daniélou, Les Saints Váiens de VAnden Testament (París 1956).
23 M. Vereno, Von der Allwirklichkeit der Kirche: ThQ 138 (1958) 396.
24 W. Bartz, Heroische Heiligkeit, en J. Ratzinger y H. Fríes (eds.), Einsicht und
Glaube (Friburgo 1962) 329. Esto no pudo menos de suscitar el problema de si los
justos y santos del mundo pagano tenían las mismas posibilidades de santidad habitual
antes y después de la obra salvadora de Cristo. Sobre la postura oscilante de los teólo
gos a este respecto da cuenta A. J. Backes, Der Universalismus des Heils: TThZ 73
(1964) 153-160. Hay que tener también en cuenta el testimonio de la tradición: cf., por
ejemplo, la idea de Anselmo de Canterbury sobre la «Ecclesia ab Adam» en Cur Deus
humo, 2, 16 (ed. Schmitt, 2, 119).
25 Según M. Vereno, op. cit., 39, el responsable de ello es Agustín.
26 Así, L. Elders, Die Taufe der Weltreligionen: ThGl 55 (1965) 127.
27 Rom 2,14.
28 Rom 2,13. Sobre todo ello, cf. también Heb 11,6; F. Schuon, De Vunité trans-
cendante des religions (París 1948) 136.
812 LA HUMANIDAD EXTRABIBLICA Y SUS RELIGIONES
la «ley del corazón» no coincide totalmente con lo que más tarde, por influjo
estoico, se llamará «conciencia natural». Esta ley, al igual que la de los judíos,
aboca inmediatamente al juicio; con lo cual está indicando que, de raíz, tiene una
finalidad sobrenatural, que puede incluso desempeñar el papel de la misma ley
revelada. Sin embargo, desde el punto de vista histórico-salvífico, es una ley meta-
histórica: le falta la «explicitación» temática. De esta propiedad de la ley de la
humanidad extrabíblica toma pie Pablo en 3,2 para una reflexión muy exacta;
a la pregunta de cuál es la ventaja de los judíos sobre los gentiles, Pablo responde:
«Grande, de todas maneras. Ante todo, a ellos les fueron confiados los oráculos
de Dios». Es claro: lo que distingue a los judíos y les da un rango superior al de
los paganos es el hecho de que los judíos han conocido la voluntad de Dios, su
ley, como acontecimiento orgánico, históricamente articulado, y se han visto así
llevados a un compromiso histórico directo.
d) Reflexiones sistemáticas.
La amplitud de sentido del concepto «humanidad extrabíblica» hace que los
datos de la existencia humana aducidos por los escritos de la revelación en rela
ción con las épocas que preceden a la acción salvadora histórica de Dios digan
algo que hoy sigue siendo válido. Es urgente intentar captar el sentido de ese
testimonio de la Biblia.
a ) La corrupción. La proclividad hacia lo malo y la maldad misma, así como
las sombras que tal circunstancia proyecta sobre toda la vida humana, es sin duda
en la Escritura el rasgo primario de la humanidad extrabíblica. Por todo lo que
se nos dice sobre las concreciones históricas de esa proclividad, nos vemos obli
gados a concluir que está en juego un auténtico «existencial negativo», una infec
ción interna al paganismo, con tendencia a extenderse. La temática que de ahí
surge no puede ser más aterradoramente meridiana: está hablando de «disocia
ción». La disensión se hace constante de la existencia, la convivencia personal
amorosa se va a pique y se impone la negación destructora del tú del hermano
y del tú de Dios. Una vez decapitada la existencia dialogal, el hombre se encuentra
ineludiblemente sin hogar, se ve desterrado y condenado al aislamiento. Aparece
entonces necesariamente la tendencia a emigrar a sistemas de seguridades autó
nomas, el deseo de recuperar a base de creaciones individuales y colectivas de
poder la salvación perdida al abandonar el diálogo. Esto encuentra su expresión
apropiada en el símbolo de la ciudad, cuya dimensión horizontal está guarnecida
por una muralla que cierra el paso a los hombres y cuya dimensión vertical es la
torre que pretende acabar con la trascendencia de Dios. Es así comprensible por
qué la Escritura habla de las «tendencias pasionales» como rasgo típico del pa
gano 29.
0) La gracia divina. A la vista del testimonio de la revelación, no hay incon
veniente en pensar que las fuerzas sobrenaturales otorgadas por Dios a los hom
bres del ámbito extrabíblico son una especie de estructura espiritual inmanente,
una especie de dinamismo estable. A esta «irradiación» permanente se le da el
nombre de «revelación general», para distinguirla de 1§ revelación histórica30. No
hay inconveniente en admitir esta denominación de «revelación general», con tal
que se precise que desde el punto de vista formal es «atemática y trascendental»
31 Das Religióse in der Menschheit und das Christentum (Francfort 41949) 252.
32 Según A. Róper, Die anonymen Christen (Maguncia 1962) 15; K. Rahner, loe.
c i t del mismo, Existential, übernatürliches: LThK III (1959) 1301; especial relieve
adquiere un artículo más reciente de Rahner: Cristianos anónimos, en Escritos VI; en
él precisa Rahner algunos aspectos de su primer planteamiento y sale críticamente al
paso de malentendidos; una buena visión de conjunto la proporciona K. Riesenhuber,
Der anonyme Christ, nach Karl Rahner: ZKTh 86 (1964) 286-303. Rahner mismo resu
me así (Escritos VI, 544) la afirmación básica de la teoría de los cristianos anónimos:
«Si queremos coordinar ambos principios, la necesidad de la fe cristiana y la voluntad
salvífica universal del amor y del poder divinos, no hay más remedio que decir: de algu
na manera deben poder todos los hombres ser miembros de la Iglesia; y este poder no
hay que entenderlo como posibilidad abstracta y lógica, sino real, concreta, histórica.
Esto quiere decir que ha de haber diversos grados de pertenencia a la Iglesia no sólo
en sentido ascendente, desde el estar bautizado, pasando por la confesión de toda la
fe cristiana y por el reconocimiento de la dirección visible de la Iglesia, hasta la comu
nión eucarística de vida, e incluso hasta la santidad realizada, sino también en sentido
descendente, desde el estar expresamente bautizado hasta un cristianismo no oficial,
es decir, anónimo, que puede o debiera llamarse cristianismo en sentido válido, aun
cuando él mismo no pudiera e incluso no quisiera llamarse así. Si es cierto que el hom
bre a quien alcanza el esfuerzo misionero de la Iglesia es o puede ser ya de antemano
un hombre que camina hacia su salvación y que incluso en circunstancias la consigue
aun sin ser alcanzado por la predicación de la Iglesia, y si es al mismo tiempo cierto
que esa salvación es la salvación de Cristo por ser la de Cristo la única salvación que
existe, entonces será posible ser no sólo ‘teísta* anónimo, sino incluso ‘cristiano’ anó
nimo...». Para evitar malentendidos, Rahner (op. cit., 552) hace notar que la teoría de
los «cristianos anónimos» no es un principio hermenéutico reductor de la dogmática
tradicional. Destaca también que la constitución Lumen gentium del Vaticano II (n. 16)
enseña el contenido de la tesis de los «cristianos anónimos».
814 LA HUMANIDAD EXTRABIBLICA Y SUS RELIGIONES
darse un cristianismo que no aparezca externamente como ta l37. Es, además, con
cebible que, en ciertos casos especiales, un no explícito al cristianismo concreto
de un determinado momento o época de la historia pueda coexistir con un autén
tico sentido cristiano, inconsciente de su propio valor y significado.
Estos dos caminos hacia un cristianismo «anónimo» no son transitables para
el hombre extrabíblico más que si cumple un presupuesto importantísimo: debe
dar un sí explícito a la religión (en el sentido más amplio de la palabra). Dicho
de otro modo: un sí implícito a Cristo no parece que pueda darse juntamente con
un no explícito a la religión (no digo «a las religiones»); es decir, un sí implícito
no parece compatible con una decisión radical y consciente contraria a todo tipo
de trascendencia y favorable a una inmanencia absoluta.
Es preciso explicar brevemente qué bases mínimas contiene este postulado
formulado positiva y negativamente. Religión quiere decir: sobre la base de un
conocimiento personal, comunicarse con D ios en cuanto estrato profundo de toda
genuina experiencia, como aquello que está a la vez dentro y más allá de todo
lo esencial, de todo el amor, de toda la amistad, de toda la fidelidad y de toda la
bondad38. Cuando tiene lugar esa comunicación, tiene lugar desde el punto de
vista teológico algo más que una simple apertura creyente hacia el fundamento
trascendente y personal de nuestro ser; asumida en el dinamismo sobrenatural,
esa fe personal del no cristiano se convierte en un encuentro, previo a la concien
cia refleja, con el Dios 'de la revelación que se dice a sí mismo en C risto39.
Dada la factura concreta del hombre, y dada su proclividad a quedarse atra
pado en lo periférico, a oponerse a su connaturalidad con la trascendencia autén
tica la absolutización de los componentes inmanentes de la existencia, el elemento
de cambio y conversión — la jjuerávoia bíblica— será el punto neurálgico por
el que se decida si puede hablarse o no de «cristianismo anónimo».
a) Cuestiones previas.
Lo que sigue no trata de la religión en sí ni de los sistemas religiosos de la
historia universal de la religión. Trata única y exclusivamente de las religiones
surgidas al margen de la revelación histórica. Desde un punto de vista exclusiva
mente teológico, intentaremos determinar su posición respecto de la religión bí
blica. Cada vez se siente más la necesidad de emprender una consideración así
partiendo de la palabra de Dios. N o es extraño. Las religiones con las que el cre
yente de tiempos pasados tenía, cuando más, una relación histórica de vecindad
marginal y de las cuales se sentía a muy buen recaudo, se han hecho muy cerca
nas: la revolución técnica ha acortado las distancias y ha comprimido los espacios.
Todos pueden ya conocer qué son y qué pretenden las demás religiones. De aquí
nace, para el cristiano especialmente, una tentación de primer orden: amenaza
con venirse a tierra la convicción heredada de que su fe es la única válida. Ve el
cristianismo como una posibilidad más entre otras muchas y muy diversas. Ocu
rre, además — y eso todos lo podemos ver— , que las demás religiones, al crecer
37 Habría que barajar también la descripción del juicio en Mt 25,31-46. Este texto
no ha sido aún objeto de una valoración teológica de conjunto.
38 L. Boros, Der ankommende Gott: «Orientierung» 29 (1965) 249; C. Cirne-Lima,
Der personale Glaube (Innsbruck 1959); L. Ríesenhuber, loe. cit., 302.
39 Desde este punto de vista, aparece con una impresionante nitidez la importancia
de Mt 25,31-46 y Sant 1,27.
816 LA HUMANIDAD EXTRABIBLICA Y SUS RELIGIONES
la conciencia propia de los pueblos, dejan de tener una postura pasiva ante el
cristianismo y, atentas a sus propios valores, comienzan a criticar abiertamente
la fe cristiana y pasan incluso al ataque y a la «contramisión»40. Es evidente que
la teología, aunque sólo desde hace muy poco, se ha hecho cargo de esta situación.
Prueba de ello es la multitud de trabajos que intentan encuadrar y valorar las
religiones en el marco de la historia de la salvación41. En conjunto, se inclinan
a una perspectiva fundamentalmente irenista y tienden por ello a reconocer a las
religiones no cristianas una cercanía intrínseca a la revelación bíblica y a darles
la calificación de medios de salvación ordinarios y legítimos dentro de la historia
universal de la humanidad.
rior. Pero, desde el punto de vista cristiano, esta ampliación explícita del hori
zonte religioso no es un tanteo desvalido en busca de algo hipotéticamente supe
rior, sino un encuentro implícito, inconsciente aún, con el Dios que se ha hecho
accesible en el mensaje de salvación. Por eso se puede decir: «Lo que adoráis sin
conocerlo, eso os vengo yo a anunciar»47. Esta valoración de una determinada
religión histórica extrabíblica no desentona en absoluto con la concepción funda
mental de la teología paulina, como se ve por las reflexiones de 2 Tes 2,4 sobre
la aparición del anticristo en los últimos tiempos. Como «hombre impío» e «hijo
de perdición», el anticristo se elevará sobre todo «lo que lleva el nombre de Dios
o es objeto de culto religioso». Esto último es extraordinariamente interesante,
pues define la catástrofe personificada del fin de los tiempos como antagonista
no sólo de la religión cristiana, sino de todas las religiones. Ya en el AT es corrien
te la idea de que existe un poder perverso cuya idea es extirpar a todos los dioses
de la tierra48. Pero continúa en pie la pregunta de por qué éste, que en el NT
«se empina sobre todo», pretende algo más que acabar con la fe revelada. ¿Por
qué no transige con las demás religiones y por qué no se alía con ellas? Si el
anticristo reconoce la necesidad de lanzar su poder destructor contra toda religión,
esto sólo puede ser así porque ve que en las religiones no cristianas está en el
fondo interviniendo la fuerza de esa realidad contra la cual primaria y exclusiva
mente se dirige su oposición: la gloria de Dios plenamente manifiesta en Cristo.
Si en las demás religiones no tuviera nada que ver el Dios de la salvación, el
anticristo podría renunciar tranquilamente a considerarlas como blanco de su acti
vidad destructora. En este contexto adquiere un relieve especial el hecho de que en
el Apocalipsis de Juan no son las religiones paganas el gran antagonista del men
saje de Cristo. Lo anticristiano tiene su representación original en la bestia del
abismo, en el poder mundano que se diviniza a sí mismo y no tiene nada que
ver con lo religioso49.
3) El no a las religiones. Sobre las religiones pronuncia la revelación no sólo
una palabra de consuelo y confirmación, sino también una palabra de juicio y con
dena. Decir hoy con claridad que el cristianismo incluye una negación de las
religiones tiene inconvenientes no pequeños. Vivimos en una época que, en el
sector religioso como en otros muchos ámbitos de la vida, intenta destacar con
mucho más énfasis lo que une que lo que separa y sabe percibir lo bueno hasta
dentro del desvarío y la perversión declarada, llegando incluso a ignorar completa
mente lo destructivo. Todo ello ha cuajado significativamente dentro de la teología
católica en el intento de «bautizar las religiones»50. A la vista de todo ello es
obvio que sea de suma importancia desarrollar el aspecto negativo que, sin lugar
a duda, se encuentra en la Escritura.
El tono de las afirmaciones del apóstol Pablo en 1 Cor 10,19-22 es decidido,
brusco e implacable. Ante la pregunta de si «la carne inmolada a los ídolos es
algo» o si «los ídolos son algo», los creyentes reciben la respuesta siguiente: «Lo
que inmolan los gentiles, lo inmolan a los demonios y no a Dios». El carácter
incontestable de la afirmación no admite paliativos ni permite en absoluto pensar
que las acciones cultuales paganas se refieran en el fondo al Dios verdadero. Las
antítesis subsiguientes lo acentúan aún más: entre el «£áliz del Señor» y el «cáliz
de los demonios» no existe mediación alguna, no se da relación intrínseca; a los
cristianos no les une absolutamente nada con los «comensales de los demonios».
47 Hch 17,23b.
48 Cf. Jdt 3,8.
49 Ap 13.
50 Sobre los reparos más recientes en contra, cf. L. Elders, op. cit., 124-131.
TEOLOGIA DE LAS RELIGIONES 819
En el mismo tono habla 1 Cor 12,2: Pablo recuerda a los hermanos que, en su
período precristiano («mientras erais gentiles»), se dejaban «arrastrar ciegamente
hacia los ídolos mudos». Dos cosas aparecen, pues, como típicas de la religiosidad
pagana: no permite un auténtico diálogo, pues el interlocutor divino del hombre
es mudo, incapaz de decir nada y de responder nada. Propio de esa religiosidad
es el elemento fatídico: estar entregado a ella es estar «perdido». Con esto con
cuerda el que ya 1 Tes 4,5 pone como típico de los paganos, que «no conocen
a Dios», el estar prendidos en apetitos pasionales. Ef 2,12 describe la vida de
estilo pagano como existencia «sin Cristo, sin esperanza y sin Dios» 51. No pode
mos pasar por alto, finalmente, Rom 1,18-32; este documento afirma la revela
ción de Dios en la creación, la incapacidad del hombre para secundar el ofreci
miento incluido en esa revelación, y pinta también con colores tenebrosos las
realizaciones religiosas de los hombres; sin duda que, cuando afirma que «troca
ron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre
corruptible, de aves, de cuadrúpedos y reptiles» 52, Pablo está pensando en deter
minadas formas religiosas que él conoce. El déficit de las religiones frente al
cristianismo no se reduce, pues, a una articulación deficiente de la fe en Dios,
a una simple ignorancia superable. Las religiones en las que piensa Pablo (cultos
mistéricos) son engañosas porque lo han trastrocado todo, están de arriba abajo
transidas por las «pasiones del corazón» 53. A la vista del TOxpéSoxEV del ver
sículo 24 se podría casi decir que estas religiones degeneradas son a la revelación
lo que la prostitución al amor matrimonial.
51 Cf. también Flp 2,15, donde de los paganos se dice que son una generación tor
cida y perversa; también Ap 2,13.
52 1,23.
53 Rom 1,24.
820 LA HUMANIDAD EXTRABIBLICA Y SUS RELIGIONES
altar al «Dios desconocido» era un signo de estar abierta a «algo más». Ese mis
mo sí debe alcanzar a toda religión que, sea de la época que sea, responda a ese
mismo modelo y reserve un «espacio» interno para los contenidos implicados en
el concepto de áyvuxrro<; Igualmente, el «no» bíblico a la «religión» se
opone tajantemente a las formas de la theologia mythica (en el sentido de la tri
partición estoica), que, por su depravación interna y externa, no presentaron a la
consideración cristiana nada de una interrogación abierta hacia el misterio. En
esta misma línea se encuentran todas las religiones que, ancladas en su auto
suficiencia, hayan perdido toda disponibilidad para aceptar una crítica trascen
dente. En resumen: la aparente contradicción de la postura de la Escritura frente
a las religiones parece resolverse observando que existen religiones próximas y re
ligiones lejanas al cristianismo, y que la revelación, que no emite nunca sus juicios
al margen de las realidades históricas, tiene en cuenta esas diferencias tan objeti
vamente como es posible.
Pero el problema no queda resuelto. Hay algo irresuelto e irresoluble. No po
demos evitar la impresión de que esta divergencia de los testimonios bíblicos está,
en última instancia, dejando traslucir una dialéctica no desentrañable por la razón
humana. Hay dos elementos que acuñan y mueven toda religión extrabíblica: la
tendencia hacia el Dios verdadero y la infección demoníaca, la disponibilidad para
la salvación y la proclividad a lo «vacuo». Esto no excluye el que en la exposición
histórica concreta se desplace el acento unas veces hacia un extremo y otras veces
hacia otro.
3) Intento de interpretación. Lo primero que hay que hacer es tomar en
consideración el aspecto positivo destacado por la Escritura e intentar responder
con qué derecho y en qué sentido hay que atribuir a las religiones elementos de
relación válida y salvadora con Dios. Para cumplir este cometido hay que revisar,
en primer lugar, ciertas explicaciones usuales y muy extendidas; según estas ex
plicaciones, las «religiones naturales» están al margen de toda revelación verbal
positiva y entroncan únicamente con la llamada «revelación natural» 54. Se da por
supuesto en esta explicación que esa «revelación natural» se circunscribe total
mente al «conocimiento natural de Dios»; o dicho en categorías escolásticas: la
«revelación natural» se agota en el acto de conocimiento racional discursivo, que
da a todo hombre la oportunidad de concluir por las realidades creadas que Dios
es primer principio y autor de todas las cosas. Las consecuencias de esta explica
ción se ven fácilmente: el margen de iniciativa propia que le resta a Dios en una
religión así fundamentada no supera el marco de una ayuda indirecta al desarrollo;
consiste exclusivamente en que Dios ha dotado al hombre de una razón deductiva
y le ha dado así la posibilidad de tomar un contacto espiritual con la creación55.
A consecuencia de esta equiparación entre «revelación natural» y «conocimiento
natural (filosófico) de Dios», todas las demás religiones no afectadas por la revela
ción histórica no son, en último término, más que realizaciones exclusivamente
humanas. No tienen ni rastro del don de una revelación inmediata, personal e in
trínsecamente salvadora de Dios. Con ello concuerda incluso un teólogo tan libre
de prejuicios filosóficos como J. Daniélou; es cierto que nadie de los no cristianos
tiene por qué renunciar a la presencia de la palabra divina — esto quiere Daniélou
mantenerlo firmemente— , pero explica las cosas de tal modo que esta palabra
accesible a los paganos lo es únicamente por vía del conocimiento racional de lo
54 En esta línea van, entre otros, J. Riedl, D as H eil der N icbtevangelisierten nach
Bonaventura, 276; sobre todo ello: B. Stoeclde, Das O ffenbarungsverstandnis in der
Glaubensunterweisung heute: «Erbe und Auftrag» 38 (1962) 475-478.
55 Así, W. Bulst, Offenbarung (Düsseldorf 1960); véase B. Stoeckle, op. c i t 475s.
TEOLOGIA DE LAS RELIGIONES 821
divino. De ahí que las religiones no cristianas no puedan conocer de D ios más
que lo que alcanza la razón humana por sí misma: lo «exterior» de Dios, su
existencia y la perfección que se manifiesta por su acción en el m undo56.
N o es nada difícil percatarse del mal lugar en que esta concepción deja aquello
precisamente que pretende defender y fundamentar: el valor cualitativo propio
de las religiones no cristianas. Recordemos a K. Barth. Su idea de las religiones
concuerda al detalle con la interpretación que pasa por ser católica: la religión
marginal al mensaje de salvación es obra humana. Pero mientras la teología católi
ca tradicional no encuentra nada que oponer a ese hecho, Barth considera que una
religión natural, cuyo distintivo es el conocimiento de D ios basado en la inteli
gencia humana, además de ser impracticable y absolutamente inválida, es un
intento siniestro del hombre por justificarse y asegurarse frente a Dios. N o hay
duda: contra un veredicto así no puede aducirse nada teológicamente convincente
mientras no se encuentre otra interpretación del contenido y del significado de
las religiones. Pero no harían falta ni siquiera estas indicaciones para demostrar
que el concepto de «religión natural» está pidiendo una revisión. E l impulso
propiamente decisivo para esa revisión lo dieron las afirmaciones de la teología
actual sobre la dimensión cósmica del acontecimiento Cristo y sobre la vigencia de
su gracia desde el principio; pero lo dieron además y sobre todo las comprobacio
nes efectuadas por la ciencia de la religión en la estructura de la experiencia de
D ios p ro p ia de la s religiones. Esas c o m p ro b a cio n es arrojaron el siguiente resulta
do: la distinción abstracta y teórica entre conocimiento natural y sobrenatural de
D ios (en sentido tradicional) no es válida para interpretar lo que distingue a las
religiones extrabíblicas de la religión bíblica. La creación ha sido proyectada hacia
Cristo. Lleva, por tanto, un dinamismo radical sobrenatural. De ahí que en los
notables valores humanos de las religiones paganas se esté trasluciendo algo in
comparablemente mayor que el influjo de un «primer motor»; se está trasluciendo
en ellos una genuina gracia de Cristo, una auténtica comunicación sobrenatural de
salvación 57. Esta misma reflexión es la que llevó a Agustín a emitir su conocida
observación: «Lo que hoy llamamos religión cristiana existió siempre en tiempos
antiguos, sin ser nunca desconocida, desde el principio de la humanidad hasta que
Cristo apareció en carne. Desde entonces se comenzó a llamar cristiana a la reli
gión que hoy tenemos» 58. Queda aún mucho por hacer en la tarea de trazar una
fina línea divisoria entre el carácter revelado del A T y el de las religiones extra
judaicas 59. Pero mucho más importante que esa delimitación es la idea misma de
que todas las religiones convergen ineludiblemente hacia Cristo.
Este modo de considerar el problema no carece de fundamento, como lo de
muestra el hecho, comprobado por la historia de las religiones, de que el hombre
ha sentido desde siempre en las religiones no sólo la insuficiencia de la criatura
abandonada a sí misma, sino también la comunicación de la salvación como algo
otorgado desde «arriba». Basta con leer el Bagavadgita indio, el Brahma-Sutra
hindú, las oraciones del Budismo-Amida o las oraciones penitenciales del antiguo
Egipto para descubrir que incluso en las religiones distantes de la Biblia se deja
56 Vom Heil der Vólker (Francfort 1952, 27; trad. española: Trilogía de la Salva
ción, Ed. Cristiandad, Madrid 1964, 290-429).
57 Esto se desprende inequívocamente de la ya aludida declaración del Vaticano II
sobre las religiones no cristianas: todo lo que tienen de verdadero y santo se lo deben
a la luz que todo lo ilumina (n. 2); véase K. Rahner, op. cit., 143; M. Vereno, Von
der Allwirklichkeit der Kirche, 397.
58 Reír., 1, 13, 3 (PL 32, 603), con respecto a De vera reltgione, 10, 19 (PL 34,
131); cf. también Clemente Alejandrino, Stromata, 6, 7 (PG 9, 279-282).
59 E. Benz, op. cit., 437.
822 LA HUMANIDAD EXTRABIBLICA Y SUS RELIGIONES
extrabíblicas no son inválidas por el simple hecho de ser muchas. Lo que indujo
a este error fue la concepción, inspirada en las categorías del pensamiento griego,
de que la pluralidad de individuos es el resultado de una decadencia de la unidad.
Lo que determina el veredicto bíblico contra las religiones no es tampoco la idea
de que frente al cristianismo en cuanto religión definitiva y plenamente evolu
cionada todas las demás formas religiosas son «provisionales», «estancadas», «in
maduras»; ni es tampoco lo determinante de la postura bíblica la idea de que la
deficiencia de las religiones se concentra en la incapacidad de atravesar las barre
ras de la legalidad externa y de poner el mundo al servicio de una vida superior 65.
Es inválida, finalmente, la explicación de K. Barth. A pesar de la rigurosa orienta
ción histórico-salvífica de su teología, la idea clave que formula su postura nega
tiva ante las religiones no es teológica, es más bien el resultado coherente de su
veredicto sobre la analogía entis, resultado del presupuesto filosófico de que
«ens finitum non capax est infiniti». El testimonio de la Escritura afirma,
sin lugar a duda, que las religiones extrabíblicas tienen una perversión po
sitiva que no admite paliativos y que, en última instancia, manifiesta un in
flujo demoníaco. Esta perversión se percibe preferentemente en un rasgo tan
típico como la tendencia a atajar situando la trascendencia absoluta en realidades
mundanas creadas, que para unos ojos no viciados no son más que indicativos de
la transparencia de la trascendencia. Por culpa, en cierto modo, del mysterium
iniquitatis, en las religiones anida un «no» a la religión revelada. Pero, por lo que
toca al problema de cómo se engarza este existencial negativo con los impulsos
positivos de la gracia, la indicación siguiente podría ser útil para una primera
reflexión fundamental: los elementos del misterio de Cristo, elementos aprióricos
infundidos en las religiones paganas, son, a pesar de su propia dinámica, factores
que han de actualizarse, integrarse y concienciarse en consonancia con las coorde
nadas que rigen en el ámbito psíquico del individuo. Pero así como la experiencia
muestra que la persona corre siempre el peligro de reprimir una u otra de sus
potencialidades importantes por falso instinto de seguridad, así la gran tentación
de las religiones es la de «reprimir la verdad de Dios» 66y negar a esa verdad la
integración justa y obligada y negársela por la tiranía de la tendencia al auto-
enclaustramiento. El «no» a las religiones deberá, por tanto, depender del grado
en el que cada religión haya secundado esa tendencia funesta.
Grande es en conjunto la ambivalencia del cuadro de las religiones precristia
nas y paracristianas esbozado por la revelación neo testamentaria. Es claro que se
nos presentan como despliegues de la impotencia humana (aunque esto no lo afir
me el hombre mismo). Y es claro también que se nos presentan como exponentes
de la misericordia divina. Condena y bendición, carga y esperanza del hombre.
B ernhard Stoeckle
II HUMANIDAD EXTRABIBLICA
SECCION TERCERA
Nociones previas
1 Cf vol I, cap I
2 Para el concepto de «historia de la salvación» en la exégesis actual E Baumgartel,
Das atl Geschehen ais heilsgescbichtl Geschehen, en Geschichte u AT (Festschr A
Alt, Tubinga 1953) 13 28, K G Steck, Dte Idee der Heilsgeschichte (Zunch 1959),
R Schnackenburg y A Darlap, Heilsgescbichte LThK V (1960) 148 156, P Blaser
y A Darlap, Historia de la salvación CFT II (Madrid 1966) 213 235 J M Robinson,
Heihgeschicbte und Licbtungsgeschichteí EvTh 22 (1962) 113 141, E C Rust, Salva
tion History (Richmond 1963), M Sekine, Vom Versteben der Heilsgescbicbte ZAW
75 (1963) 146 154, J A Soggin, Geschtchte Historie und Hedsgeschicbte im AT
826 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
Cada uno de los transmisores estaba separado por un largo espacio de tiempo de
los acontecimientos que él mismo atestiguaba. Por tanto, nunca podían elegir más
que una parte de los hechos. Tal selección se realizaba desde determinados puntos
de vista, sobre todo religiosos, y desde una perspectiva determinada, desde la
cual el transmisor o el círculo de transmisores miraban retrospectivamente los
hechos pasados. Así, la tradición bíblica participa de los modos propios y también
de las deficiencias de toda tradición y en particular de la tradición oriental anti
gua. Es deficiente en la medida en que tuvo que hacer elección entre unos hechos
determinados, simplificar, acortar el curso de la historia e incluso, en parte, des
cribirla de un modo desfigurado («historia emocionada»). Es inexacta, porque en
el proceso de transmisión existían lagunas que daban lugar a omisiones, tras
trueques y anacronismos. Es unilateral, porque los transmisores sólo se fijaron en
aquel aspecto de los hechos que atañía a sus intereses predominantemente religio
sos. Es, finalmente, «tendenciosa» 5, porque la Antigüedad no conoció en absoluto
ninguna tradición histórica que no estuviese al servicio de objetivos determina
dos. Ahora bien: la tradición bíblica en cuanto tal es a su vez un hecho histórico-
salvífico en el que se encuentran Dios y el hombre. La tradición bíblica, a pesar
de todas las imperfecciones que tiene en común con los demás tipos de tradición,
es el resultado de la acción conjunta de Dios y del hombre; es — en su forma
canónica— definitiva pala b ra d e D io s. En cuanto tal, garan tiza la verdad histórica
al menos de los hechos que muestran la voluntad salvífica de Dios para con el
hombre y la fidelidad de Dios a sus promesas, y, sobre todo, garantiza la verdad
de la in te rp re ta c ió n por la que descubre el sentido religioso global del desarrollo
de la historia6.
3. La in te rp re ta c ió n d e l se n tid o glo b a l del acontecer histórico debe enseñar
al hombre a comprender su propio presente y ayudarle a configurar su futuro en
orden a una meta. La Biblia quiere, por tanto, instruir al hombre, por medio de
la interpretación de los hechos histórico-salvíficos, sobre su situación actual y sobre
los posibles caminos hacia una meta que le espera en el futuro. Puesto que la
Biblia es palabra de Dios, la interpretación que da de los hechos histórico-salví
ficos es una revelación divina7 que enseña al hombre a comprender su relación
Scripture: CBQ 20 (1958) 299-326; G. Windengren, Oral Tradition and Written Lite-
rature among the Hebrews (Copenhague 1958-59) 201-262; A. H. J. Gunneweg, Mündl.
und schriftl. Tradition der vorexil. Prophetenbücher (Gotinga 1959); I. EngneÜ, Metho-
dological Aspects of OT Study (Leiden 1960) 13-30; R. Gerhardson, Mündliche und
schriftliche Tradition der Prophetenbücher: ThZ 17 (1961) 216-220; R. C. Culley, An
Approach to the Problem of Oral Tradition: VT 13 (1963) 113-125; R. de Vaux,
Method in the Study of Early Hebrew History, en The Bible in Modern Scholarship,
editado por J. P. Hyatt (Nashville 1965) 15-29; G. W. Ahlstrom, Oral and Written
Transmission: HarvThR 59 (1966) 69-81. Cf. también MS I, 304-312, 409-414.
5 La expresión «tendencioso» no debe entenderse de ningún modo en un sentido
peyorativo, sino que significa: «algo que persigue un fin determinado».
6 Cf. O. Loretz, Die Wahrheit der Bibel (Friburgo de Br. 1964); N. Lohfink, Die
Irrtumslosigkeit, en Das Siegeslied am Schilfmeer (Francfort 1965) 44-80; J. Scharbert,
Einführung, 66-73; del mismo autor, Das Sachbuch zur Bibel, 148-154; Constitución
conciliar Dei Verbum, 11.
7 Para la discusión sobre el carácter revelado de las tradiciones históricas del AT,
cf. W. Eichrodt, Offenbarung und Geschichte im AT: ThZ 4 (1948) 321-331; R. Herr-
mann, Offenbarung, Wort und Texte: EvTh 19 (1959) 99-116; R. Rendtorff, «Offen
barung» im AT: ThLZ 85 (1960) 833-838; G. von Rad, Teología del AT (en el índice,
véase Revelación); W. Pannenberg (véase la nota 3); W. Zimmerli, Offenbarung
im AT: EvTh 22 (1962) 15-31; J. Barr, Revelation through History in the OT and
in Modern Theology: «Interpretation» 17 (1963) 193-205; H. Haag, Offenbarung und
828 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
presente con Dios y le muestra el fin al que Dios encamina a la humanidad. Pero
Dios da la interpretación de la historia de la salvación por medio de hombres
que hablan en su nombre y, concretamente en la tradición bíblica, por medio de
personas elegidas por él; luego por medio de recopiladores y autores que fijan la
tradición bíblica en nuestros libros canónicos y, finalmente, por medio de los
órganos oficiales del pueblo de Dios, fundado y elegido por él mismo.
La interpretación de la historia salvífica es siempre, por tanto, profecía, si se
entiende esta palabra no en el sentido, hoy corriente, de «predicción», sino en su
significado primigenio de «hablar en nombre de Dios». La Biblia llama «profetas»
a un grupo determinado de personas que actúan en la historia de Israel: aquellas
que con especial énfasis interpretaron para sus contemporáneos israelitas la historia
y el presente como un don de la misericordia de Dios y como juicio divino y anun
ciaron el «día de Yahvé» como meta final de la historia. Sin embargo, toda la
interpretación bíblica de la historia de la salvación se realizó en categorías profé-
ticas: a) La Biblia ve en los hechos históricos una llamada de Dios y una res
puesta de hombre. En ella aparece Dios, a lo largo de la historia, manifestando su
voluntad a los hombres, directamente o por medio de sus elegidos, y los hombres
aparecen respondiendo con su obediencia o desobediencia. La historia, según la
interpretación profética, sitúa al hombre ante unas decisiones, b) La historia
significa para el hombre un don de la gracia o un juicio, siendo característico, en
esta interpretación de la historia, que incluso el juicio aparezca como un don de
la gracia misericordiosa de Dios. De tal modo, todos los sucesos, instituciones
y situaciones que Israel experimenta en el correr de su historia son para este
pueblo signos en los que puede reconocer la gracia y la fidelidad de Dios o su
cólera, c) Según que el hombre experimente en los acontecimientos históricos la
gracia y la fidelidad o la cólera de Dios, experimenta también salvación o perdi
ción. Toda época de la historia es tiempo de salvación o de castigo, pero incluso
el castigo tiende únicamente a despertar el anhelo de salvación y originar una
actitud consecuente de conversión. La visión histórico-salvífica que Israel tiene
del pasado, el presente y el futuro se caracteriza por el hecho de que la salva
ción se va presentando sólo como una primicia, como un primer paso para una
salvación futura mayor y más sublime. Nunca se da en la historia la salvación
perfecta, nunca encuentra Israel su «descanso» total, sino que debe seguir espe
rando una nueva salvación solamente prometida y un «descanso» que todavía
está por llegar8. Finalmente, Israel no debe ser el único poseedor de la salva-
religióses Erleben im AT, en Religión und Erlebnis (Festschrift Fr. X. von Hornstein;
Olten 1963) 101-119; R. Rendtorff, Die Entstehung der tsraelit. Religión ais religions-
geschichtl. und theolog. Problem: ThLZ 88 (1963) 735-746; G. Muschaíek y A. Gamper,
Offenbarung in Geschichte: ZKTh 86 (1964) 180-196; G. Klein (véase la nota 3); H.
Gross, Zur Offenbarungsentwicklung im AT, en Gott in Welt (Festschr. K. Rahner I,
Friburgo 1964) 407-442; H. J. Stoebe, Das Verhaltnis von Offenbarung und religióser
Aussage im AT: «Acta Trópica» 21 (1964) 400-414; P. Benoit, Inspiración y Revelación:
«Concilium» 10 (1965) 13-32; K. Rahner y J. Ratzinger, Offenbarung und Überlieferung
(Friburgo 1965); J. Scharbert: MThZ (véase la nota 4).
8 La palabra hebrea salóm se traduce generalmente por#«paz», pero significa también
bienestar, seguridad y salvación; cf. H. Gross, Die Idee des ewigen und allgemeinen
Weltfriedens im Alten Orient und im AT (Tréveris 1956); del mismo autor, Paz, en
Diccionario de teología bíblica (Barcelona 1967) 778-783; E. Biser, Paz: CFT III, 380-
387. Para el concepto de «descanso» (menuháh, wtxámtvov;): G. von Rad, Es ist noch
eine Rube vorhanden dem Volke Gottes (Munich 21962) 101-108; J. B. Bauer, Descanso,
en Diccionario de teología bíblica, 255-259; O. Bauernfeind: ThW III, 629s; R. A.
Carlson, David the Chosen King (Estocolmo 1964) 102s; J. Frankowski, Requies, bonum
promissum populi Dei in VT et in Judaismo: VD 43 (1965) 124-149, 225-240.
NOCIONES PREVIAS 829
ción, sino que todos los pueblos participarán de ella algún día. d ) Dios ofrece
la salvación a Israel y a los pueblos paganos p o r m e d io de personas e institucio
nes. Su comportamiento, el cumplimiento o incumplimiento de su misión, sig
nifican e le c c ió n 9 o repulsa. Dios nunca elige o rechaza a personas importantes
de la historia de Israel, ni incluso al mismo Israel, en razón de sí mismos, sino
siempre en razón de otros a quienes ellos deben dar acceso a la salvación10.
e) Cada uno de los hechos, personas, grupos y generaciones que forman la his
toria están en una íntima — aunque no del todo racionalizable— relación de
so lid a rid a d 11; por lo cual, toda decisión religioso-moral de un individuo o de
toda una comunidad origina b e n d ic ió n o m a ld ició n 12 como fuerzas constitutivas
de la historia, que, ciertamente, nunca actúan de modo puramente fatal, sino
que se actualizan o, al menos, son influidas por la voluntad de Dios o también
por la correspondiente decisión del hombre, f) Según la concepción bíblica de la
historia, ésta c o m e n zó con la creación y encontrará su fin y su meta cuando,
en el «día de Yahvé» 13 o — expresado con palabras de NT— en el «retorno de
Cristo», alcance su plenitud el se ñ o río d e D io s 14. De ahí que la historia vaya
en busca de su meta y no se desarrolle en un plano horizontal, sino que, vista
en conjunto, siga una línea ascendente, aunque a veces experimente algún re
troceso. Por eso la historia significa promesa y cumplimiento15. Precisamente
9 Para el concepto de elección: K. Galling, Die Erwdhlungstraditionen Israels (Gies-
sen 1928); W. Staerk, Zum atl. Erwdhlungsglauben: ZAW 55 (1937) 1-36; G. Quell y
G. Schrenk: ThW IV, 147-197; F. M. de Liagre-Bohl, Missions- und Erivahlungsgedanke
in ALt-Israel (Festschr. A. Bertholet; Tubinga 1950) 77-96; H. H. Rowley, The Biblical
Doctrine of Election (Londres 1950); Th. C. Vriezen, Die Erwáhlung Israels nach dem
AT (Zurich 1953); K. Koch, Die Geschichte der Erwáhlungsvorstellung in Israel: ZAW
67 (1955) 205-226; R. Martin-Achard, La signification de Vélection dTsrael: ThZ 16
(1960) 333-341; P. Altmann, Erwdhlungstheologie und Universalismus (Berlín 1964).
10 Más detalladamente en J. Scharbert, Heilsmittler; R. Martin-Achard, Israel et les
nations (Neuchátel 1959).
11 Para el concepto de solidaridad: J. Scharbert: Diccionario de teología bíblica,
861-870; del mismo autor, Heilsmittler; del mismo autor, Solidaritát; J. de Fraine,
Adatn et son lignage (Brujas 1959); L. López, El mundo solidario del hombre en el AT:
«Studium» 5 (1965) 217-271. La solidaridad en el judaismo: L. Wáchter, Gemeinschaft
und Einzelner im Judentum (Berlín 1959). La solidaridad en el NT: A. V. Strom,
Vetekornet (Estocoímo 1944).
12 Para los conceptos de «bendición» y «maldición»; J. Scharbert: Diccionario de
teología bíblica, 135-143, 607-614 (con bibliografía); H. Ch. Brichto, The Próbleme
of Curse in the Hebrew Bible (Filadelfia 1963).
13 H. Gross, Día del Señor, en Diccionario de teología bíblica, 271-273 (con biblio
grafía); E. Kutsch, Heuschreckenplage und Tag Jahivés in Joel 1 und 2: ThZ 18 (1962)
81-94; K. D. Schunck, Strukturlinien in der Entwicklung der Vorstellung vom «Tag
Jahivés»: VT 14 (1964) 319-330; P. Verhoef, Die Dag van die Here (La Haya 1956);
J. Schreiner, Das Ende der Tage: «Bibel und Leben» 5 (1964) 180-194; P.-E. Langevin,
Sur Vorigine du «Jour de Jahvé»: «Se. Eccl.» 18 (1966) 359-370.
14 R. Schnackenburg, Reino y reinado de Dios (Madrid 1967); del mismo autor:
Diccionario de teología bíblica, 888-907; H. Gross y R. Schnackenburg, Eschatologie:
LThK III (1959) 1084-1093; J. H. Gronbaek, Zur Frage der Eschatologie in der Ver-
kündigung der Gerichtspropheten: «Svensk Exeg. Ársbok» 24 (1959) 5-21; O. Ploger,
Theokratie und Eschatologie (Neukirchen 1959) 21962; G. Fohrer, Die Struktur der atl.
Eschatologie: ThLZ 85 (1960) 401-420; G. W. Buchanan, Eschatology and the «End
of Days»: «Journal of Near Eastern Studies» 20 (1961) 188-193; J. Moltmann, Exe-
gese und Eschatologie der Geschichte: EvTh 22 (1962) 31-66; H. P. Müller, Zur Frage
nach dem Ursprung der bibl. Eschatologie: VT 14 (1964) 276-293.
15 Cf. J. Scharbert: CFT III, 545-554 (con bibliografía); F. F. Bruce, Promise and
Fulfilment in PauVs Presentation of Jesús, en Promise and Fulfilment (Festschrift S. H.
830 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
porque toda la historia es para los hombres una promesa de salvación, una
dicha imperfecta y una simple imagen de una salvación futura más perfecta, la
Biblia enseña a entender todo éxito o fracaso histórico como cumplimiento de
una promesa o de una amenaza divina, pero también como promesa de una feli
cidad futura mayor, que algún día será definitiva y perfecta, o como aviso que
precede a un castigo aún más grave y que puede llegar a ser definitivo.
Los teólogos caracterizan la visión bíblica de la historia de la salvación
que acabamos de esbozar como tipológica 16. Ya en la tradición veterotestamen
taria, y sobre todo en la neotestamentaria, los acontecimientos, personas, institu
ciones y otros contenidos de la tradición que proceden de épocas anteriores tie
nen el valor de prefiguraciones dispuestas y queridas por Dios, de proyectos o,
si se quiere, de sombras de sucesos posteriores más henchidos de salvación. Apo
yándose en Rom 3,14 y en 1 Cor 10,6.11, esas figuras antiguas reciben el nombre
de tipos (t Út o i ), y los hechos posteriores son llamados antitipos (ávrÍTircwi),
de acuerdo con Heb 9,24 y 1 Pe 3,21; de todas formas, sería más adecuada la
denominación de «teleotipos» (de T;éX,o<; = fin), porque constituyen el punto
final hacia el que Dios ha encaminado los hechos salvíficos precedentes como
proyecto provisional17. A causa de las relaciones existentes dentro del único
plan salvífico de Dios, entre los «tipos» y «antitipos» o «teleotipos» existe una
relación de analogía. La analogía supone, al mismo tiempo, diferencia y seme
janza. Ambos órdenes salvíficos, el vetero testamentario y el neotestamentario, se
diferencian no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamente: las realida
des salvíficas neotestamentarias son algo nuevo; por lo cual, ya el AT emplea
constantemente el término badas = «nuevo», y así habla de la «nueva alianza»,
de «los nuevos corazones», del «nuevo canto» o, simplemente, de «lo nuevo»
que Yahvé creará 18. El NT asume este término (xoavó*;) y proclama la «nueva
Hooke), editado por F. F. Bruce (Edimburgo 1963) 36-50; C. Westermann, The Way
of Promise through the OT, en The OT and Christian Faith, editado por B. W. An-
derson (Londres 1964) 200-224; F. Hesse, Das AT ais Buch der Kirche (Gütersloh
1966) 72-97.
16 Para el concepto de tipología: L. Goppelt, Typos (Gütersloh 1939; Darmstadt
21966); R. Bultmann, Ursprung und Sinn der Typologie ais hermeneutischer Methode:
ThLZ 75 (1950) 205-212; J. Daniélou, Sacramentum futuri (París 1950); R. C. Dentan,
Typology - Its Use and Abuse: «Anglican Theol. Rev.» 34/5 (1952) 211-217; S. Amsler,
Prophétie et typologie: RThPh III/3 (1953) 139-148; W. Eichrodt, Ist typologische
Exegese sachgemdsse Exegese? (Leiden 1957) 161-180; St. Hermanskf, Principales
problemas de la tipología bíblica (Praga 1959, en checo); O. Schilling, Hat das AT ein
TVJioQ-Verstándnis seiner selbst? (Universitas. Festschrift A. Stohr), editado por L. Len-
hart (Maguncia 1960); P. Grelot, Les figures bibliques: NRTh 94 (1962) 561-578;
L. Goppelt, Apokalyptik und Typologie bei Paulus: ThLZ 89 (1964) 321-344; H. Zirker,
Die kultische Vergegenwartigung in den Psalmen (Bonn 1964) 123-135; R. Schnacken-
burg, Zur Auslegung der Heiligen Schrift in unserer Zeit: «Bibel und Leben» 5 (1964)
220-236; K. Galley, Altes und neues Heilsgeschehen bei Paulus (Stuttgart 1965). Tam
bién tratan el tema los trabajos sobre la hermenéutica (véase, al final del tomo, la lista
bibliográfica, I). Cf. MS I, 480-483.
17 P. Grelot: NRTh 94 (1962) 681s. Propiamente habría que distinguir entre anti
tipos y teleotipos, según que la «figura» veterotestamentaria alcance plena realización en
Cristo (por ejemplo, Moisés, los reyes, los sacerdotes) o esté en cierto contraste con
Cristo (por ejemplo, Adán en Rom 5; el sumo sacerdote del AT en Heb 7); cf. J. Schar-
bert, Einführung, 127s, y Sachbuch, 212s.
18 Is 42,9s; 43,19; 48,6; Jr 31,22.31; Ez 11,19; 36,29. Para el tema «viejo-nuevo»,
cf. J. Behm: ThW III, 450-456; C. H. North, «The Former Thing» and «the New
Things», en Studies in OT Prophecy (Homenaje a Th. H. Robinson), editado por H. H.
Rowley (Edimburgo 1950) 111-126; M. Haran, The Literary Structure and Chronolo-
LA HISTORIA DE ISRAEL COMO HISTORIA DE LA SALVACION 831
gical Frame Work of the Prophecies in Is 40-48 (Leiden 1963) 127-155, especialmente
137-141; A. Schoors, Les choses antérieures et les choses nouvelles dans les oracles
deutéro-isáiens: EThL 40 (1964) 19-47; K. Galley (véase la nota 16).
19 Para el concepto hebreo málé>y el griego jdiriQoúv = «completar» o «cumplir»,
cf. Diccionario de teología bíblica, 821-828; G. Delling: ThW VI, 283-309; St. Her-
mansk£ (véase la nota 16), 84-86.
20 P. Grelot: NRTh 94 (1962) 506.
21 Cf., en la lista bibliográfica I, los trabajos mencionados de S. Amsler, P. Grelot
y C. Larcher.
22 Cf. Gn 5,24; 6,8; 9,9-17.26s.
23 Cf. Gn 4; 6,1-7; 11,8.
24 Cf. J. Scharbert, Solidaritát, 173; del mismo autor, Heilsmittler, 74-81, 300-302;
H. Junker, Aufbau und theol. Hauptinhalt des Buches Génesis: «Bibel und Kirche» 17
(1962) 70-78, especialmente 70s; H. Gross, Motivtransposition ais Form- und Tradition-
prinzip im AT, en Exegese und Dogmatik, editado por H. Vorgrimler (Maguncia 1962)
135; H. W. Wolff, Das Kerygma des Jahwisten: EvTh 24 (1964) 73-78 ([Theol. Bücherei,
22] Munich 1964, 345-373).
832 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
(Gn 12,1). Así aparece por primera vez el tema de la tierra hacia la que deben
ponerse en camino 25 los elegidos por Dios. A la llamada sigue inmediatamente
la promesa: «De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nom
bre, que servirá de bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré
a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gn
12,2s). Con estas palabras se formula el plan salvífico de Dios de forma insu
perablemente concisa: Dios elige para sí un mediador, al que bendice tan plena
mente que de esa bendición pueden participar todos los hombres con tal de
que se muestren en solidaridad con él, reconociéndole como el bendecido por
Dios. La verdad es que también el reverso del plan salvífico se manifiesta in
equívocamente: quien no quiere entablar comunidad con este mediador se sitúa
bajo la maldición de D ios2526.
Este mismo estrato de la tradición enlaza con Abrahán un tercer tema: la
gracia indebida de Yahvé y la fe del hombre son los presupuestos de la alianza.
Cuando Yahvé prometió a Abrahán, que no tenía hijos, el nacimiento de
un heredero, «él creyó en Yahvé, el cual se lo reputó en justicia» (Gn 15,6). La
palabra hebrea fdákah, que nosotros — de acuerdo con los LXX (Swcouooúvn)—
solemos traducir por «justicia», significa propiamente en el AT una postura
y un comportamiento derivados de la alianza27. Por eso no es una casualidad
que el narrador yahvista hable, acto seguido, de la conclusión de la alianza,
por la que Yahvé se compromete a dar la tierra a la descendencia de Abrahán
(Gn 15,8-12.17s); a la conducta misericordiosa de Dios debe corresponder la
«justicia» (fd á ka h ) por parte del hombre.
La presentación elobísta de la historia salvífica no comienza hasta Abrahán,
y precisamente comienza con la consoladora interpelación de Dios al patriarca
sin hijos: «No temas, Abrahán. Yo soy para ti un escudo», tras lo cual sigue
la promesa de una descendencia numerosa (Gn 15,lb.3.5). Este estrato de la
tradición no menciona la promesa de bendición para todos los pueblos, sino
solamente la promesa de la tierra y la descendencia (Gn 15,5.13-16; 22,15-19).
Este transmisor acentúa con más fuerza que el yahvista que la fe de Abrahán
se manifiesta en un proceder consecuente: Abrahán está dispuesto incluso a de
volver a Dios, sin reservas, el hijo nacido de la promesa (Gn 22,1-14).
El estrato de la tradición al que la crítica designa con el nombre de sacerdo-
es mencionado expresamente sólo una vez más en el AT (en Sal 110,4), sin
embargo, en relación con el NT, esta unión histórico-salvífica es de gran im
portancia. Sal 110,4 deduce la dignidad sacerdotal del rey davídico-mesiánico
del hecho de que el rey de Sión de la dinastía de David es el legítimo sucesor de
aquel rey-sacerdote de El-eljón, del Dios altísimo de Salón33. Dentro de este
contexto histórico-salvífico hay que encuadrar la elección de Jerusalén como
capital en tiempo de David (2 Sm 5,9), el traslado del arca a Sión (2 Sm 6) y el
ejercicio de funciones sacerdotales por David y Salomón34.
Los judíos contemporáneos de Jesús se llamaban con orgullo «hijos» y «here
deros de Abrahán». Consideraban las promesas hechas a los Padres y la alianza
como garantía de su propia salvación. En general, consideraron a los patriarcas
como los grandes modelos de Israel e incluso como los fundadores de la ley 35.
Es curiosa la concepción de la akfdat yishdk, «la atadura de Isaac» 36: ciertos
círculos rabínico-farisaicos consideraban de tanto mérito la atadura de Isaac,
mencionada en Gn 22,9ss, que Dios habría perdonado por su causa los pecados
de Israel. Pero, por lo demás, también la teología judía acentúa el mérito de los
patriarcas, que favorecen a Israel ya en este mundo, pero todavía más en el
mundo futuro, desempeñando en ello la ascendencia corporal un papel esencial.
El judaismo helenístico describe a los patriarcas principales como modelos de
auténtica virtud. En el NT. la interpretación de la historia de los patriarcas no
es uniform e37.
Los sinópticos mencionan a los patriarcas porque ven entre ellos y Cristo
una estrecha relación histórico-salvífica. Ya por su genealogía, Jesús está unido
con Abrahán, Isaac y Jacob (Mt l,lss; Le 3,34). Con su nacimiento empiezan
a cumplirse las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia; ahora recuerda
Dios su palabra a Abrahán (Le 1,54), su «juramento que juró a nuestro padre
Abrahán» (Le 1,73). Jesús mismo se sabe llamado para ofrecer la misericordia
de Dios a sus compatriotas, necesitados y pecadores, porque son «hijos» o «hijas
de Abrahán» (Le 13,16; 19,9). Por otra parte, también los sinópticos evitan el
malentendido de que sólo la descendencia natural de Abrahán garantice a los
judíos su salvación. Ya Juan el Bautista previene contra esta falsa interpretación
de la filiación de Abrahán (Mt 3,9; Le 3,8). Jesús indica que «el Dios de Abrahán,
Isaac y Jacob», como «Dios no de muertos, sino de vivos» (Me 12,26 par.), ha
otorgado a los patriarcas el reino de los cielos como tierra prometida; no queda
ninguna duda de que muchos «hijos del reino», es decir, quienes por la promesa
de Abrahán eran los más calificados aspirantes a la herencia de los patriarcas,
fueron excluidos, mientras que otros «se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac
y Jacob» (Mt 8,1 ls; Le 13,28s); entonces ya a nadie podrá ayudar su «padre
Abrahán» (Le 16,22-31).
Según el Evangelio de Juan, Jesús formula este mismo pensamiento todavía
más tajantemente: sólo son «hijos de Abrahán» los que «hacen las obras de
Abrahán», quienes son solidarios con los patriarcas en fe y vida, mientras que
los que rechazan a Jesús y a su evangelio, aun cuando se vanagloríen de su
descendencia de Abrahán, de hecho tienen por padre al demonio (Jn 8,30-44).
Juan entiende la promesa de Abrahán (Gn 12,lss par.) en conexión con el naci
miento de Isaac (Gn 17,17; 21,2s), de manera que Abrahán, con el nacimien
to inesperado del hijo de la promesa, recibió la garantía de que también él
llegaría a ver al «descendiente» en el que recibiría la plenitud de la promesa;
de ahí que Jesús diga: «Vuestro padre, Abrahán se regocijó pensando ver mi
día; lo vio y se alegró» (8,56).
La predicación de la Iglesia primitiva llama a los judíos «hijos de Abrahán»
(Hch 3,25; 13,26), pero recordándoles que deben tener presente la analogía que
hay entre el proceder salvífico de Dios con los patriarcas y con Jesús (Hch 7,
2-16). «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres,
ha glorificado a su siervo Jesús» (3,13); el «descendiente» por el que son ben
decidas todas las familias (Gn 22,18; 28,14) es Jesús; pero los mismos judíos
deben previamente obtener la bendición por medio de este mismo Jesús, puesto
que «vosotros sois los hijos de los profetas y de la alianza que Dios estableció
con vuestros padres al decir a Abrahán: En tu descendencia serán bendecidas
todas las familias de la tierra. Para vosotros, en primer lugar, ha suscitado Dios
a su siervo y le ha enviado para bendeciros, con tal de que os apartéis cada
uno de vuestras iniquidades» (Hch 3,25s).
Pablo considera la historia de los patriarcas desde distintos puntos de vista.
En Rom 9 se le ve especialmente impresionado por la libertad con que Dios
eligió misericordiosamente a Abrahán, Isaac y Jacob sin ningún mérito por su
parte, excluyendo, por el contrario, a Ismael y Esaú; esta idea hace pensar que
Dios puede, también hoy, elegir a los paganos y pecadores y rechazar, por el
contrario, a aquellos que se llaman descendientes de Abrahán. En Gál 3 recoge
el Apóstol el pensamiento, ya anteriormente expresado por el Bautista y por
Jesús, de que Dios no justifica al hombre por su parentesco con Abrahán, sino
por su conformidad con Abrahán en la fe, pues solamente «los que viven de la
fe son hijos de Abrahán» (v. 7). Profundiza en este mismo pensamiento haciendo
referencias a Gn 12,3 en conexión con Gn 22,18 (cf. también 28,14), donde
interpreta la expresión «en tu descendencia» no colectivamente, sino individual
mente, y la ve cumplida en la persona de Jesús: «Pues bien: las promesas fueron
dirigidas a Abrahán y a su descendencia..., que es Cristo» (3,8s.l6). En Rom 4,
9-22, en cambio, se interesa menos por el cumplimiento de las promesas en
Cristo y más por Abrahán como tipo de los justificados por la fe sin la ley 38.
Naturalmente, Pablo no niega que Abrahán haya realizado también «obras bue
nas», si por esta expresión se entiende un obrar originado por la fe, como, por
ejemplo, en Gn 22. Pablo no se refiere a estas obras cuando habla de la justi
ficación sin obras, sino que habla de las «obras» prescritas por la ley mosaica,
a las cuales precedió — y ya las contenía como en germen— la circuncisión
(Gn 17), practicada por Abrahán. A continuación acentúa el hecho de que
Abrahán fue justificado por Dios solamente por la fe, antes de realizar las obras
de la ley, es decir, la circuncisión (cf. Gn 15,6 en contraposición con Gn 17).
Pero como Abrahán consiguió la justificación por medio de la fe sin los ritos
de la ley, del mismo modo pueden todos los demás ser justificados siguiendo
el mismo camino: «A fin de que la promesa quede asegurada para toda la pos
teridad, no tan sólo para los de la ley, sino también para los de la fe de Abrahán,
padre de todos nosotros» (Rom 4,16).
La carta de Santiago parece querer corregir a Rom 4 cuando insiste en que
Abrahán no fue justificado sólo por la fe, sino también por sus «obras». Para
ello, el autor remite, sobre todo, al sacrificio de Isaac, al que siguió la promesa
(Gn 22), y saca la conclusión de que «la fe cooperaba con sus obras, y por las
obras la fe alcanzó su perfección» (Sant 2,21ss). Sin embargo, la aparente con
tradicción de este texto con Rom 4 se esclarece, como ya se ha indicado, por
el hecho de que los autores de ambas cartas entienden por «obras» cosas dis
tintas 39.
Finalmente, la carta a los Hebreos ve en los patriarcas modelos de fe y de
confianza en Dios (Heb 11,8-22); del mismo modo ve en las promesas de Dios
a Abrahán, ratificadas con juramento, un tipo de la acción salvífica de Dios en
Jesús: así como Dios se ligó con juramento al cumplimiento de las promesas
y Abrahán dio pruebas de una confianza paciente, del mismo modo Dios se ha
comprometido por medio de la acción redentora de Jesucristo a darnos la salva
ción prometida: por ello el cristiano puede esperar confiadamente la salvación
(Heb 6,13-20). La voluntad salvífica de Dios se manifiesta, por tanto, en Abrahán
y en Cristo con la misma fidelidad40. El autor de la carta a los Hebreos establece
otra relación entre Cristo y Melquisedec. Al igual que los LXX (xaruéc t A^w ),
ve al sacerdote-rey de Salén y al rey mesiánico de Jerusalén unidos no por una
sucesión jurídica, sino por una analogía. El sacerdocio de Cristo-Mesías no es
un sacerdocio como lo era el sacerdocio hereditario de Leví, sino un sacerdocio
«según el orden de Melquisedec» (Heb 5,6.10; 6,20). La dignidad sacerdotal
de Melquisedec no está unida a ningún árbol genealógico, sino que es otorgada
por el don libérrimo de Dios. Pero Abrahán, al ofrecer a Melquisedec los
diezmos y al recibir de él la bendición, reconoció —y por su calidad de patriarca
también en nombre de Leví— el sacerdocio de Melquisedec (Heb 7,1-10). Ahora
bien: Dios, análogamente, ha confiado a Jesús, que no pertenecía a la tribu de
Leví, el sacerdocio eterno y ha sustituido el sacerdocio levítico por un nuevo
orden de salvación (Heb 7,11-28).
a quien se revela como el «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob» 42, y añade un nuevo
apelativo divino, que constituye al mismo tiempo una nueva promesa: el Dios
de los padres es Yahvé, el que siempre «estará presente» para Israel (Ex 3,14s;
6 ,3 )43. Aunque los estratos de tradición del libro del Exodo difieren unos de
otros en algunos detalles, sin embargo, al describir la acción salvífica de Yahvé,
todos coinciden en lo fundam ental44: el Faraón, obligado por las terribles «pla
gas», debe dejar salir a Israel, pedirle además la bendición y reconocerle, por
tanto, como portador de bendiciones (Ex 12,32). En el Mar de los Juncos, Yahvé
debe intervenir de nuevo salvadoramente en favor de Israel y destructoramente
contra el Faraón (Ex 14 y 15). Ahora el pueblo se ha liberado definitivamente
de la esclavitud y debe emprender la peregrinación hacia la tierra prometida.
El segundo gran hecho salvífico de esta época es la alianza establecida en
el Sinaí-Horeb. Las distintas tradiciones difieren, también aquí, unas de otras
en la descripción de algunas particularidades, pero están de acuerdo en lo fun
damental: Yahvé no condujo a Israel directamente a la tierra prometida, sino
antes a un monte santo, al que una parte de las tradiciones denomina Sinaí
(así, J y P), y la otra, Horeb (E y Dt). Allí Yahvé ofrece a Israel una alianza
en estos términos: Yahvé será Dios y protector de Israel, e Israel será propiedad
de Yahvé y el pueblo elegido por él entre todos los pueblos45. Yahvé impone
a Israel unas estipulaciones en forma de mandamientos morales, leyes sociales
y orden cultual46. El pueblo, por su parte, se obliga a la alianza (Ex 19,8; 24,3).
Moisés desempeña el papel de mediador, representando al pueblo ante Yahvé
y recibiendo la palabra divina47, poniendo por escrito las actas de la alianza48
y ratificándola con un rito solemne49. Según la tradición P, ya en la misma
salida, Dios «aceptó a Israel como pueblo suyo y se convirtió en su Dios», por
42 Ex 3,6 (E); 3,16 (J); 6,3 (P). Acerca de Moisés en el Pentateuco y acerca de
los problemas históricos de la historia de Moisés: H. Cazelles y A. Gelin: Moses in
Schrift und Überlieferung (Düsseldorf 1963); J. Scharbert, Heilsmittler, 81-99, 238-
250 (con bibliografía).
43 Sobre el nombre de Yahvé: M. Alland, Note sur la formule Ehyeh aser ehyeh:
RSR 45 (1957) 79-86; R. Mayer, Der Gottesname Jahwe im Lichte der neueren For-
schung: BZ NF 2 (1958) 26-53; R. Abba, The Divine Ñame Yahtoeh: JBL 80 (1961)
320-328; S. Mowinckel, The Ñame of the God of Mose: HUCA 32 (1961) 121-133;
F. M. Cross, Yahtoeh and the God of the Patriarchs: HThR 55 (1962) 225-259;
E. C. B. Maclaurin, YHWH. The Origin of the Tetragrammaton: VT 12 (1962) 438-
463; H. Kosmala (tres artículos): «Annual of the Swedish Theol. Institute» 2 (1963)
103-111; N. Lohfink: Gott in Welt I, 429; J. Lindblom, Noch einmal die Deutung
des Jahwenamens in Ex 3,14: AnSwedTheolInst 3 (1964) 4-15; W. von Soden, Jahwe
«Er ist. Er erweist sich»: «Welt des Orierfs» 3 (1966) 177-187.
44 G. Auzou, De la servidumbre al servicio (Madrid 1967); D. Daube, The Exodus
Pattern in the Bible (Londres 1963); G. Fohrer, Überlieferung und Geschichte des
Exodus (Berlín 1964); J. Wijngaards, HWSIy and HCLH, A Twofold Approach to
the Exodus: VT 15 (1965) 91-102.
45 Ex 19,4ss; Dt 7,6; 14,2. Para el concepto de Israel como «pueblo de Dios»:
H. Wildberger, Jahwes Eigentumsvolk (Zurich 1960); J. Scharbert, Pueblo de Dios,
en Diccionario de teología bíblica, 861-870 (con bibliografía).
46 Ex 20,1-16; 21ss; 34,11-26; Dt 5,1-21.
47 Ex 19; 20,18-21; 24,2s; Dt 5,24-28.
48 Ex 24,4; 34,27. Según Dt 5,22, es Dios mismo quien lo pone por escrito y luego
se lo entrega a Moisés.
49 Según Ex 24,5-8, la alianza se ratifica por medio de un sacrificio unido a la
aspersión con la sangre, y según 24,9ss, por medio de un banquete sagrado. Su ubica
ción en un estrato determinado del Pentateuco es dudosa. Acerca de la forma de la
conclusión de la alianza, véanse más detalles en 2, a), y en la nota 145.
LA HISTORIA DE ISRAEL COMO HISTORIA DE LA SALVACION 839
que recordó su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob (Ex 6,5ss). Todo lo que Yahvé
hizo con Israel desde la salida de Egipto hasta la concesión de la tierra prometida
no es sino la actualización de la alianza con A brahán50. El Sinaí tiene, sin em
bargo, una significación especial, porque en él Dios dio a Israel un orden cultual
que «hace santo» al pueblo, es decir, que lo separa de entre todos los demás
pueblos, reservándolo para Yahvé, y que, cuando Israel peca, le ofrece la posi
bilidad de expiar su pecado por medio del ritual del sacrificio (Lv 11,44). De
este modo, todo el relato del Sinaí desde Ex 19,1 hasta Nm 10,10 (tradición P)
comprende fundamentalmente las disposiciones de Yahvé para el culto, la fun
dación del sacerdocio, la fabricación del santuario (la tienda y el arca) y de los
utensilios sagrados y la disposición del campamento según un nuevo orden.
El tercer tema importante de la reflexión histórico-salvífica del tiempo de
Moisés es la providencia misericordiosa de Yahvé 51 y la rebelión del pueblo en
el desierto. Yahvé se dispone a cumplir, según lo estipulado en el Sinaí, la pro
mesa hecha a los padres acerca de la tierra (Ex 33,1; Nm 10,29.32). Durante
la peligrosa y molesta peregrinación por el desierto, Yahvé se manifiesta como
el que «está presente» para Israel. Ya en el camino hacia el Sinaí ofreció al
pueblo un alimento, codornices y maná, hasta que Israel alcanzó su m eta52.
Cuando el pueblo se estaba muriendo de sed, Yahvé le dio agua para beber 5354. Lo
protegió y le hizo salir victorioso de sus enemigos M. Bendijo a Israel por medio
de Balaam (Nm 22ss), acción en la que vemos como una repetición de la ben
dición de Abrahán en Gn 12,2: «Bendito el que te bendiga. Maldito el que te
maldiga» (Nm 24,9). Sin embargo, la estancia en el desierto corre peligro de
convertirse, para Israel, en juicio por la ingratitud del pueblo y por su ruptura
de la alianza. Mientras en el camino hacia el Sinaí —por tanto, todavía antes
de concluir la alianza— Yahvé deja impune la murmuración del pueblo y res
ponde ofreciéndole su ayuda (Ex 16,2ss.lls; 17,2), después de la conclusión de
la alianza considera como ruptura de la misma la desobediencia del pueblo y su
protesta. La tradición elohísta, ya inmediatamente después de la conclusión de
la alianza, es decir, con motivo de la fabricación y adoración del becerro de
oro, habla de una rebelión vergonzosa del pueblo (Ex 32). Las otras tradiciones
hablan de rebeliones contra el constituido o los constituidos por Dios como
mediadores de la alianza; hablan de la desconfianza y desobediencia contra
Y ahvé55, de las dudas sobre si Yahvé tenía poder para cumplir las promesas,
pecado que el AT califica como la más grave blasfemia contra Dios (Nm 14;
Dt 1,26-45) 56. Al estar sancionada la ley de la alianza con la bendición y la
maldición (Lv 26; Dt 28), Israel no tenía ninguna disculpa de esta rebelión
y merecía por ello el juicio. Yahvé determina empezar de nuevo la historia de
la salvación, como en otro tiempo con Abrahán, es decir, reducir la línea here
ditaria de las promesas a un único descendiente de Abrahán — o sea, a Moi
sés— , como en otro tiempo las redujo a Isaac y Jacob: «Los heriré de peste
y los desheredaré. Pero a ti te convertiré en un gran pueblo más poderoso que
ellos»57.
El cuarto hecho salvífico decisivo del tiempo del desierto, es decir, la inter
vención de Moisés como mediador, libra a Israel del peor castigo: la repulsa.
El mismo Yahvé dio a Israel un mediador no sólo para que transmitiera su
palabra y condujera al pueblo, sino también para que apartara su cólera del
pueblo transgresor de la alianza. En este importante tema histórico-salvífico en
contramos de nuevo ciertas matizaciones en los diversos estratos del Penta
teuco 58.
La tradición yahvista caracteriza a Moisés precisamente como «salvador».
Moisés habla con Dios sobre los asuntos del pueblo con una familiaridad que
choca a los actuales lectores de la Biblia (Ex 5,22ss; Nm 11,11-15). En todas sus
necesidades «clama a Yahvé» (Ex 15,25; Nm 12,13), «levanta sus manos» en
oración (Ex 17,11) e «intercede»59 (hitpallél) en favor de Israel (Nm 11,2; 21,7).
Pero, sobre todo, asedia apasionadamente a Yahvé para que perdone al pueblo
que ha roto la alianza. Hasta desea morir si Yahvé no quiere perdonar al pueblo:
«Ahora perdona su pecado; si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex 32,
32s). En favor de su pueblo, Moisés rechaza la oferta honrosa de Yahvé de
hacer de él un pueblo nuevo y grande en lugar del pueblo pecador de Israel
(Ex 32,10ss; Nm 14,12-19). Mientras Moisés mantiene extendidas sus manos
protectoras sobre Israel, Yahvé no rechaza al pueblo (cf. Ex 32,10ss); pero si
Moisés abandona a los sacrilegos al juicio de Yahvé, están perdidos (Nm 16,
15.25-32). Solamente a unos cuantos abandona a la cólera de Yahvé; al pueblo
en su conjunto, nunca. Aun cuando en los pecados más graves de Israel no puede
evitar completamente un castigo penoso, logra que el pueblo no sea rechazado
del todo, sino que, al menos en la siguiente generación, Yahvé le conceda la
tierra prometida (Nm 14). La narración yahvista resalta tanto la función sal
vadora de Moisés, que la penitencia por los pecados parece desempeñar sólo un
papel subordinado. Hay que notar, sin embargo, que precisamente aquí se men
ciona con bastante frecuencia un prerrequisito esencial para el perdón: la vuelta
de los que están amenazados por el juicio hacia el mediador, vuelta que se
expresa en la petición de intercesión; de esa manera, el pueblo se adhiere
a Moisés como al garante de la salvación (Nm 11,2; 12,1 ls; 21,6s). Hasta el
mismo Faraón, pagano, debe reconocer a Moisés como mediador puesto por
Yahvé, e incluso podría alcanzar el perdón si no lo impidiera su reincidencia
(Ex 8,4.24; 9,28; 10,16s).
La tradición elohísta considera a Moisés como mediador de la alianza (Ex 18,
19ss; 19,3-8; 24,3-11) y como juez (Ex 18), pero apenas menciona su función
de intercesor.
El papel de Moisés como intercesor retrocede notablemente en el estrato P.
Ciertamente, también en él Moisés, a solas, pide algunas veces ayuda a Yahvé
para el pueblo (Ex 14,15; Nm 27,16ss). Pero cuando se trata del perdón de los
pecados, aparece junto a él el sacerdote Aarón (Nm 16,20ss), o bien Aarón debe
realizar un rito litúrgico expiatorio además de la oración de Moisés (Nm 17,
10-13). La única vez en que una persona privada, sin recurrir al culto, «apartó
la cólera de los hijos de Israel y expió sus pecados», no se trataba de Moisés,
sino de un sacerdote aarónico, Fineés, cuando castigó con la pena de muerte,
mediante una intervención tajante, a un adorador de los ídolos (Nm 25,7-13).
Esta misma tradición habla también de un pecado común de Moisés y Aarón,
de la duda acerca del poder auxiliador de Dios con ocasión del milagro del agua
en la roca del desierto (Nm 20,10ss). Este pecado no influye en el destino del
pueblo; los que han pecado son los únicos que deben pagar: tampoco ellos en
trarán en la tierra prometida. La historia yahvista de Moisés no dice nada
de un pecado de los dos hermanos; la elohísta habla únicamente de la compli
cidad de Aarón en la ruptura de la alianza al fabricar el becerro de oro (Ex 32,
21), pero no menciona en absoluto el castigo.
El Deuteronomio, lo mismo que el estrato yahvista (J), reconoce sólo a Moi
sés como mediador. Dios lo trataba «cara a cara», y nunca existió un tal media
dor en Israel (Dt 34,10). En el Deuteronomio, Moisés aparece también como
intercesor que lucha con Yahvé en favor del pueblo y aparta el juicio divino
o al menos lo mitiga esencialmente (Dt 9,19; 10,10). Como en la narración
yahvista, este mediador rechaza la oferta de Dios, quien le propone convertirlo,
tras la repulsa de Israel, en padre de un pueblo nuevo (Dt 9,14). Después de la
ruptura de la alianza en el episodio del becerro de oro, incluye expresamente
a Aarón en la petición de perdón (Dt 9,20). El deuteronomista explica, de modo
totalmente distinto a como lo hace la narración P, la muerte de Moisés antes de
alcanzar la tierra prometida: Moisés no ha pecado personalmente, sino que carga
con la cólera de Yahvé por los pecados de Israel: «Por culpa vuestra se irritó
Yahvé también contra mí» (Dt 1,37; 3,26; 4,21). La única vez que Moisés no
ruega por su pueblo, sino por sí mismo, cuando pide que se le permita entrar
en la tierra prometida, es rechazado bruscamente (Dt 3,23-28).
Fuera de los libros del Pentateuco, la liberación de Israel de la esclavitud
de los egipcios y el milagro en el Mar de los Juncos (llamado habitualmente por
los LXX «Mar Rojo») son considerados como los grandes hechos salvíficos de
Yahvé para con Israel60. El historiador deuteronomista, ante sucesos decisivos
o situaciones difíciles en la posterior historia de Israel, recuerda la ayuda que
el pueblo experimentó por parte de Yahvé en la salida de Egipto y en el paso
del Mar de los Juncos 61. Los salmos ensalzan la manifestación de poder de Yah
vé al castigar a Egipto con las plagas y las acciones maravillosas que realizó con
el pueblo en la salida de E gipto62. La literatura sapiencial ve en estas obras
maravillosas de Dios la sabiduría divina en acción (Sab 11,6-16; 16-19). Pero
son, sobre todo, los profetas los que recuerdan a su pueblo la actuación mise
ricordiosa y poderosa de Dios en aquellos acontecimientos. La época del éxodo,
del peregrinar por el desierto y de la conclusión de la alianza en el Sinaí fue el
tiempo del noviazgo de Israel, cuando Yahvé salvó al pueblo de una miseria
profunda63 y lo eligió como esposa suya (Jr 2,2; Ez 16); por eso es tan repro
bable la posterior conducta del pueblo al romper la alianza.
La salida de Egipto, la salvación en el Mar de los Juncos y la bondadosa
dirección de Yahvé en el desierto son tipos de posteriores acciones salvíficas de
Dios. Lo mismo que entonces Yahvé ayudó a Israel, lo seguirá protegiendo en
adelante (Miq 7,15). Especialmente los profetas del tiempo del exilio abrigan
cioso la puede afirmar con suficiente certeza 70. En la transfiguración, Jesús habla
con Moisés y Elias del fe'£o8o<; que deberá «cumplir» (7r)uT)poí3v) en Jerusalén
(Le 9,31). Hay aquí un juego de palabras que alude, sobre todo por intervenir
Moisés como interlocutor, a la acción redentora de Dios para con Israel en el
Exodo, pero dando a entender que esa redención está todavía por cumplirse.
Cuando Jesús, «comenzando desde Moisés», explica a los discípulos de Emaús
el significado de su muerte en la cruz, tiene sin duda ante sus ojos la liberación
de Egipto (Le 24,27).
También Juan considera los portentos de Dios en el desierto en analogía con
los hechos salvíficos de Dios en Jesucristo; pero esta analogía, a diferencia de
Mt y Le, es de tipo puramente formal. La serpiente de bronce levantada en el
desierto (Nm 21,8) y el maná (Ex 16,4.13s) — a los que, según el evangelista,
alude Jesús— dieron a Israel solamente la vida terrena; la elevación de Jesús
(Jn 3,14) y el pan que él dará dan la vida eterna (Jn 6,27-50).
Pablo habla del tiempo de Moisés en 1 Cor 10,1-11. Sin embargo, describe
las acciones salvíficas de Dios y la ingratitud del pueblo solamente para poner
en guardia a los cristianos ante su mal proceder. Al hacerlo indica que el paso
por el mar significa el bautismo cristiano, y el maná y el agua, los dones espi
rituales que Cristo da. Pero como los padres en el desierto murieron a pesar de
estos dones y no agradaron a Dios, así también puede suceder a los cristianos
que menosprecian los dones misericordiosos de Dios otorgados por Jesús.
De un modo totalmente semejante, el autor de la carta a los Hebreos recuerda
el juicio de Dios sobre el pueblo ingrato, que había roto la alianza en el de
sierto, para prevenir contra el pecado (Heb 3,8-11).
La imagen de Moisés que el NT ofrece es relativamente concorde. En él, lo
mismo que en el judaismo, Moisés aparece como el salvador dotado de poder
milagroso y como mensajero de Dios 71. Sobre todo, es el transmisor de la le y 72.
Pero también es tenido por profeta que anunció de antemano a Cristo y su
pasión73, lo mismo que su resurrección (Le 20,37) y la conversión de los paganos
(Rom 10,19; cf. Dt 32,21). Por su fe y su confianza en medio de los sufrimien
tos llegó a ser un ejemplo para los cristianos (Hch 7,17-44; Heb 11,23-29). Pero,
sorprendentemente, no se menciona en absoluto su oficio de expiador e inter
cesor. El que Jn 5,45 atribuya a Moisés el papel de acusador de la incredulidad
de los judíos en el juicio final se debe a que él es sencillamente el legislador
por antonomasia y también a que el judaismo del tiempo de Jesús esperaba su
intercesión en el juicio divino.
Con más frecuencia aparece Moisés en el NT como tipo del Mesías. Jesús
mismo se presenta frente a Moisés como transmisor de la auténtica y definitiva
voluntad de Dios, es decir, de la nueva ley (Me 10,1-12) y como mediador de
la nueva alianza (Me 14,24 par.). La primitiva predicación cristiana aplica D t 18,
15.18 a Cristo (Hch 3,22), Mesías doliente, quien, como Moisés, fue rechazado
por el pueblo como salvador enviado por Dios (Hch 7,17-44; cf. también Heb
11,26). Pablo, por el contrario, en 2 Cor 3, considera a Moisés no como tipo
de Cristo, sino como antitipo de la comunidad cristiana y de sus ministros: Moi
sés debió cubrirse porque era «ministro de la muerte y de la condenación»; los
jefes de la comunidad cristiana, por el contrario, no necesitan cubrirse porque
70 Cf. J. Mánek, The New Exodus in tbe Books of Luke: NT 2 (1957) 8-24;
R. Le Déaut (véase la nota 35), 316-319; N. Füglister (véase la nota 69), 168.
71 Jn 3,14; 6,32; Hch 7,33-38.
72 Me 1,44; 7,10; 10,3ss; Le 16,29ss; Jn 1,17.45; Hch 7,38; Rom 10,5.
73 Le 24,27.44ss; Jn 1,45; 5,46; Hch 3,22; 7,37; 26,22s; 28,23.
844 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
c) De Josué a David.
David no debe hacer de intermediario para con el pueblo pecador, como en otros
tiempos lo hizo Moisés, sino que debe confesar su culpa y descargar al pueblo
inocente (2 Sm 24,17).
En tiempo de Salomón 77y la dinastía, el reino y la religión experimentan un
florecimiento como Israel no lo volverá a conocer desde entonces. La Biblia con
sidera el tiempo en que gobernó este rey como un tiempo en el que Yahvé obse
quió a Israel y al rey con una misericordia especial y con una plenitud de ben
dición extraordinaria (1 Re 5,5). Dentro del reino imperial, el bienestar y el
orden; hacia fuera, la paz. Desde el punto de vista religioso, esta época se ca
racteriza por la construcción del templo, que da cima al nuevo orden del culto
de la alianza comenzado por David. El deuteronomista y el cronista describen las
relaciones de Salomón con Dios incluso como más entrañables que las de David.
Salomón es obsequiado con especiales apariciones de Dios (1 Re 3,4-15; 9,2-9).
No solamente recibe una confirmación de la promesa de Natán (1 Re 9,3ss), sino
que es dotado de una sabiduría extraordinaria (1 Re 5,9-14). Pero también Sa
lomón recibe esta preferencia misericordiosa de Yahvé a causa de Israel, como
la reina de Sabá formuló llena de admiración: «A causa del amor de Yahvé
a Israel, te ha puesto como rey» (1 Re 10,9). La conciencia de responsabilidad
de Salomón y, al mismo tiempo, su íntima unión con el pueblo se traslucen en
la bella oración de intercesión que dirige a Yahvé con ocasión de la consagración
del templo (1 Re 8,22-53). Como su padre, desempeña funciones típicamente
sacerdotales. No sólo construye el templo (1 Re 5,15-6,38), sino que además lo
consagra (1 Re 8,1-9,9), ofrece sacrificios con sus propias manos (1 Re 3,4.15;
9,25) y bendice al pueblo (1 Re 8,14.55). Ni siquiera el cronista se escandaliza
de los sacrificios de Salomón9798.
El cronista escribe en un tiempo en que Israel vive bajo el dominio extran
jero y posee, en el culto del templo ordenado por Salomón, el último recuerdo
visible de aquel tiempo de bendición. Por eso idealiza a Salomón, mientras que
el deuteronomista ve precisamente en aquel florecimiento el comienzo de la des
gracia que descarga como una terrible tormenta sobre su generación, con la caída
del reino de Judá. Inmediatamente después de la consagración del templo, el
deuteronomista pone en boca de Yahvé, junto con la renovación de la promesa,
una seria advertencia a Salomón y a sus descendientes: «Pero si vosotros dejáis
de ir detrás de m í..., yo arrancaré a Israel de la superficie de la tierra que les
he dado; arrojaré de mi presencia esta casa que yo he consagrado a mi nombre,
e Israel quedará como proverbio y escarnio de todos los pueblos. Todos los que
pasen ante esta casa sublime quedarán estupefactos» (1 Re 9,6-9). Al final de su
reinado, Salomón se hizo un déspota: abrumó al pueblo con fuertes impuestos
y prestaciones personales, y lo que es todavía peor, admitió numerosas mujeres
paganas, dio entrada a costumbres paganas e incluso a dioses extranjeros. El his
toriador pone por eso en boca de un profeta este juicio: «Salomón me ha aban
donado (a Yahvé)... y no ha seguido mis caminos... como hizo su padre David»;
y anuncia como castigo la división del reino inmediatamente después de la
muerte de Salomón (1 Re 11,31-39).
Bajo Roboán, sucesor de Salomón, comienza la decadencia de la dinastía y
del reino. Nada más cambiar de rey se produce la sublevación de las tribus del
99 Sobre la crítica de los reyes de Judá e Israel hecha por el deuteronomista y por
el cronista: J. Scharbert, Solidaritát, 196-200, 204-208; del mismo autor, Heilsmittler,
130-133, 146-149.
100 Así, o de un modo semejante, 1 Re 14,22ss; 2 Re 8,18; 16,2s; 21,2s.20ss; 23,
32.37; 24,9.19.
101 1 Re 15,4; 2 Re 8,19; cf. 19,34; 20,5s; F. Asensio, El Salmo 132 y la «Lámpara»
de David: Gr 38 (1957) 310-316.
102 Así, o de un modo semejante, 1 Re 14,15s; 15,26.30.34; 16,2.13.19.25s.30;
22,53; 2 Re 10,31; 13,2-6.11; 15,9.18.24.28; 17,2. Para el juicio del deuteronomista
sobre los reyes del reino del Norte: J. Scharbert, Heilsmittler, 133-136.
LA HISTORIA DE ISRAEL COMO HISTORIA DE LA SALVACION 853
107 Sobre la exigencia de conversión pedida por los profetas: E. K. Dietrich, Die
Umkehr (Bekehrung und Busse) im AT und im Judentum (Stuttgart 1936); E. Würth-
wein, Busse und Umkehr im AT: ThW IV, 976-985; H. W. Wolff, Das Thema «Um
kehr» in der atl. Prophetie: ZThK 48 (1951) 129-148 ([Theolog. Bücherei, 22] Mu
nich 1964, 130-150); J. Fichtner, Die Umkehrung in der prophetischen Botschaft:
ThLZ 78 (1953) 459-466.
108 Sobre el juicio como ofrecimiento de gracia: Th. C. Vriezen, Theologie, 235s;
J. Scharbert, Der Schmerz im AT (Bonn 1955) 153-157.
109 Cf. nota 13.
110 Aquí hay que hacer constar dos matices: sólo un resto, en Is 7,21ss; 10,21s;
30,17; Ez 14,20; Am 3,12; 5,15; al menos un resto, en Is 4,3; 6,13; 11,lis; Miq 2,
12; 4,6s; 5,6s; Sof 3,12s; Jr 31,7. Cf. R. de Vaux, Le reste dTsrael d’aprés les pro-
phétes: RB 42 (1933) 526-539; W. E. Müller, Die Vorstellung vom Rest im AT, Dis.
(Leipzig 1939); V. Herntrich: ThW IV, 200-215; F. Dreyfus, La doctrine du reste
dTsrael chez le prophéte Isáie: RPhTh 39 (1955) 361-386; J. Morgenstern, The Rest
of the Nations: «Journal of Semitic Studies» 2 (1957) 225-231; H. Gross, Resto, en
Diccionario de teología bíblica, 907-909.
1,1 Los profetas no aluden directamente a la profecía de Natán; véase, sin embar
go, Am 9,11; Is 9,1-16; 11,1-9; Miq 5,1; Jr 17,24s; 23,5; cf. J. Scharbert, Heilsmittler,
158-177, 256-268.
112 Is 2,1-5; 4,5s; 16,1-5; Miq 4,1-5; Abd 17; Sof 3,14-20; Jr 3,14-18; 31,6; cf., ade
más, Sal 9,12; 48,2; 76,3; 99,2; 110,2; 125,1; 132,13-18 y otros.
113 Is 65,6s; Ez 2,3ss; 20,24-33; Zac 7,7-13; Mal 3,7; Sal 106,6.43; Lam 5,7.16.
LA HISTORIA DE ISRAEL COMO HISTORIA DE LA SALVACION 855
grandes 114 se apropian del juicio del deuteronomista y del cronista: después de
David, los reyes y el pueblo se han hecho indignos de la elección divina y de la
promesa salvífica y por ello todo el pueblo ha sido alcanzado por el castigo de
Dios, no sin que él, en su bondad paternal, les hubiera avisado sin cesar por
medio de sus profetas (Neh 9,26.29). El mismo Sirácida, que ensalza tan apa
sionadamente el pasado de su pueblo en su «alabanza de los padres», sólo puede
hacer referencia a unos pocos ejemplos del tiempo de los reyes —David, Eze-
quías, Josías y algunos profetas (Eclo 47-49)— , viéndose obligado a escribir so
bre aquella época: «Sus pecados se hicieron gigantescos y frecuentaron toda clase
de maldades» (Eclo 47,24s).
En el tiempo del exilio y del posexilio los piadosos no se atreven, al pedir
la ayuda divina, a recurrir al mérito de los patriarcas: sólo son capaces de apelar
al Dios misericordioso y perdonador. Pero su esperanza se apoya en un hecho
salvífico del tiempo de los reyes: en la promesa hecha a David, a pesar de todos
los desengaños sufridos con los reyes de la dinastía davídica. En el destierro,
Ezequiel espera, confiado en el cumplimiento de aquella promesa, que Yahvé
suscitará de nuevo algún día a David para que apaciente a su pueblo (Ez 34,23s).
El profeta desconocido al que debemos la segunda parte del libro de Isaías anun
cia una renovación de la alianza de David con una plenitud de bendición todavía
mayor que la de la edad de oro de la historia de Israel (Is 55,3). Una añadidura
posexílica al libro de Jeremías habla de un nuevo tiempo salvífico en el que
Dios hará brotar el «germen justo» al que se refirió Natán en su profecía (Jr 33,
14-17). Los documentos escriturísticos exílicos y posexílicos consideran como uno
de los hechos salvíficos del pasado que determinan decisivamente toda la historia
salvífica la promesa hecha a David: en ella se apoya la confianza en la fidelidad
de Dios a su alianza 115.
Junto a David, los libros posexílicos del AT mencionan dos personajes del
tiempo de los reyes a los que atribuyen un significado presente e incluso futuro:
los profetas Elias y Jeremías. Aquél volverá un día para salvar a su pueblo del
juicio divino en el fin de los tiempos (Mal 3,23s; Eclo 48,10); éste aparece como
intercesor celeste en las necesidades presentes de Israel, como «el que ama a
sus hermanos, el que ora mucho por su pueblo y por la ciudad santa» (2 Mac 15,
12-16).
También la literatura extracanónica de los judíos, los apócrifos, los escritos
rabínicos y los textos de Qumrán, consideran la profecía de Natán a David como
el suceso histórico-salvífico más importante del tiempo de los reyes. En ella se
basa la esperanza mesiánica de los judíos 116. Por lo demás, también el judaismo
considera el tiempo de los reyes como el tiempo de la infidelidad y de la ruina,
como el tiempo en el que Israel despreció las incesantes advertencias de los pro
fetas, hasta que Dios emitió su juicio sobre el pueblo y sobre la dinastía.
El NT juzga de un modo totalmente semejante el tiempo de los reyes. A aque-
114 Esd 9,6-15; Neh l,6s; 9,2.24-37; Dn 9,6-19; Bar 1,15-3,8; Tob 3,2-5; Jdt 7,28.
Sobre el reconocimiento de los pecados de los patriarcas: J. Scharbert, «Unsere Sünden
und die Sünden unserer Váter»: BZNF 2 (1958) 14-26.
115 Cf. J. Scharbert, Heilsmittler, 167-177, 180, 213-224.
116 Acerca del Mesías davídico en el judaismo: Billerbeck IV, 799-1015 (cf. tam
bién en el índice la palabra «Mesías»); O. Cullmann, Die Christologie des NT (Tu-
binga 21958) 114-117; S. Mowinckel, He that Cometh (Oxford 1959); otras aporta
ciones en: L’Atiente du Messie (Brujas 1958); E. Lohse, Der Kónig aus Davids Gesch-
lecht, en Abraham unser Vater (Festschr. O. Michel; Leiden 1963) 337-345. Sobre
el Mesías en Qumrán: A. S. van der Woude, Die Messianiscben Vorstellungen der
Gemeinde von Qumrán (Assen 1957).
856 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
lia época se alude cuando Jesús y la primitiva predicación cristiana acusan a Is
rael de la muerte de los profetas, de la persecución de los hombres de Dios y del
menosprecio de las advertencias divinas 117. El NT se interesa principalmente por
h profecía de Natán y por las predicciones salvíficas de los profetas que se cum
plieron con Jesucristo. Este es aquel a quien aludían los profetas al anunciar
la salvación futura 118. Este es el hijo de David a quien aludía Natán al hablar
de un sucesor de David cuyo trono será eterno 119.
profetas y a escuchar su mensaje. Tanto los desterrados como los que se queda
ron en la patria m se entregaron afanosamente a la recopilación de materiales de
la tradición preexílica: la fijación de la tradición veterotestamentaria y la forma
definitiva de los llamados libros preexílicos se las debemos, en gran parte, a los
círculos transmisores exilíeos y posexílicos m . Pero el tiempo exílico y posexílico
es también una época sumamente creadora literaria y religiosamente, que no sólo
recopiló lo antiguo, sino que produjo cosas nuevas.
La profecía alcanza en el exilio y en la primera década de la vuelta del des
tierro su última cima. Ezequiel, los profetas desconocidos a quienes debemos más
de la mitad del libro de Isaías, así como Malaquías, Zacarías y quizá también
Joel, alientan al pueblo desanimado y le anuncian la misericordia de Yahvé. La
esperanza mesiánica se espiritualiza. Junto al salvador davídico, el llamado Deu-
tero-Isaías (Is 40-55) y el «Deutero-Zacarías» (Zac 9-14) hacen que su pueblo
espere en un mediador sufriente que reconciliará, por su sufrimiento y su muerte,
a Dios con Israel e incluso con toda la humanidad 12123124567. El pensamiento profético
del resto santo da ánimo a los piadosos para perseverar en los sufrimientos y en
las pruebas del duro presente m .
El Espíritu de Dios suscita cantores y les inspira la composición de canciones
que se adosan a los salmos del tiempo preexílico y que han sido aceptadas en las
colecciones canónicas (Salmos)125. Los maestros de sabiduría 126 dan al pueblo
instrucciones para el desarrollo de la vida práctica y le ponen en condiciones de
enfrentarse con la mentalidad helenística, que paulatinamente va influyendo en
todo el Próximo Oriente. La literatura edificante 127 pone a los piadosos como
modelo ante los ojos del pueblo y muestra que Dios no abandona a los suyos ni
siquiera en situaciones aparentemente desesperadas (Dn 1-6; Tob; Jdt; Est).
Hacia el final de la época persa, la literatura profética y edificante se trans
forma en apocalíptica; ésta caracteriza al judaismo tardío: ya apunta en ciertos
121 E. Jannsen, Juda in der Exilszeit (Gotinga 1956) ha probado que no sólo los
judíos que fueron al exilio, sino también los que se quedaron en la patria experimen
taron una significativa conmoción religiosa.
122 Cf. J. Scharbert, Einführung, 25-29, y Sachbuch zur Bibel, 112-117.
123 Is 52,13-53,12; Zac 12,10ss. La bibliografía sobre el «Siervo de Yahvé» es
amplísima; cf., entre otros, H. Haag, Ebed-Jahwe-Forschung 1948-1958: BZNF 3
(1959) 174-204; H. Cazelles: Diccionario de teología bíblica, 988-992; H. Gross:
LThK III, 622-624. Sobre el pasaje de Zac 12,10ss: P. Lamarche, Zacharie IX-XIV
(París 1961). Bibliografía sobre ambos pasajes: G. Fohrer: ThR 28 (1962) 236-249,
267-273; además: J. Scharbert, Heilsmittler, 178-212, 220-222, 294-300.
124 Is 24,13ss (ciertamente posexílico); 65,8ss; Zac 8,1 ls; 13,9; 14,2ss. Sobre los
profetas exilíeos y posexílicos: Cl. Schedl, Geschichte des AT, V: Die Ftille der Zeiten
(Innsbruck 1964), donde hay bibliografía más abundante.
125 Ciertamente, es difícil diferenciar los salmos preexílicos de los posexílicos;
véase, sin embargo, Sal 89; 137 y Lam.
126 Acerca de la literatura sapiencial bíblica: CL Schedl, Geschichte des AT III
(Innsbruck 1959) 457-477; V (1964) 217-299; además: H.-J. Kraus, Die Verkündigung
der Weisheit (Neukirchen 1951); H. Cazelles, Bible, Sagesse, Science: RSR 48 (1960)
40-54; R. E. Murphy, The Concept of Wisdom Literature, en The Bible in Current
Catholic Thought, editado por J. L. McKenzie (Nueva York 1962) 46-54; más apor
taciones en: Les Sagesses du Proche-Orient Anden (París 1963); W. Zimmerli, Ort
und Grenze der Weisheit im Rahmen der atl. Theologie (Munich 1963) 300-315;
L Fichtner, Gottes Weisheit (Stuttgart 1965); J. Chr. Lebram, Die Theologie der
spdten Chokma: ZAW 77 (1965) 202-211; W. McKane, Prophets and Wise Men
(Londres 1965); R. Murphy, La literatura sapiencial del AT: «Concilium» 10 (1965)
121-133.
127 Cl. Schedl, Geschichte des AT V, 93-123, 137-185, 369-375.
858 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
trozos del libro de Isaías 128 y alcanza su cima religiosa en el libro de Daniel, es
pecialmente en la visión del Hijo del hombre, para degenerar pronto, en los apó
crifos, en fantasmagorías y en literatura vacía. Incluso este tipo de literatura re
ligiosa ayudó a los piadosos a dirigir su mirada al fin de los tiempos, a la im
plantación futura del señorío de Dios y a perseverar animosamente en los apuros
del presente 129130.
Sin embargo, la ley es lo que más ha modelado al judaismo hasta nuestros
días 13°. Ya en el exilio y luego bajo Esdras y Nehemías, la ley, heredada de los
tiempos de Moisés, y ya seguramente completada y redactada en la época preexí-
lica, fue sometida a una revisión detallada y acomodada, en parte, a las nuevas
circunstancias. Así alcanzó el Pentateuco su forma actual. La ley, crecida en otro
tiempo en la tradición viva y acomodada continuamente a las nuevas circuns
tancias, quedó fijada en un código legal, cuyo texto, en adelante, fue considerado
como intocable. Tras Nehemías surgió un grupo especial de maestros de la ley
que velaban por ella y que, por medio de la interpretación, trataban de ponerla
en consonancia con las circunstancias del momento. Pero fue haciéndose cada
vez más perceptible la tendencia no a acomodar la ley a las circunstancias por
medio de interpretaciones minuciosas, sino a reglamentar anacrónicamente la vida
de la comunidad y de cada uno de sus miembros, según la ley, desfasada ya. La
ley elaborada por los llamados maestros de la escritura o rabinos contribuyó, en
gran manera, a dar a los judíos que vivían dispersos por todo el Oriente su con
figuración y cohesión; pero ello trajo consigo el peligro del nacionalismo, el ais
lamiento frente a los otros pueblos y el estancamiento religioso. Diferencias en
las ideas escatológicas, en la interpretación de la ley y en la práctica cultual
llevaron poco a poco a un debilitamiento e inmediatamente a una desaparición
de la unidad religiosa. Especialmente en el tiempo de los Macabeos y en el de
sus inmediatos sucesores los Asmoneos, es decir, aproximadamente desde el
año 150 antes de Jesucristo, surgen constantemente grupos particulares con ten
dencias sectarias; este movimiento alcanza su punto culminante en tiempo de
Jesús. El hallazgo de los textos de Qumrán nos permite asomarnos a tales co
munidades sectarias. Pero el mismo judaismo llamado oficial u «ortodoxo», reuni
do alrededor del templo y de su culto, no formaba en tiempos de Jesús una co
munidad homogénea, sino que se desintegró en varios «partidos» y en grupos de
distintos intereses m .
Pero precisamente el estancamiento del judaismo oficial y del nacionalismo
pseudomesiánico de la mayoría de los judíos palestinos fue incluido por Dios en
128 Especialmente en el llamado Apocalipsis de Isaías* Is 24-27.
129 Sobre escatología y apocalíptica: O. Ploger, Theologie und Eschatologie (Neu-
kirchen 21962); H. H. Rowley, The Relevance of Apocalyptic (Londres 1963); del
mismo, Apokalyptik (Einsiedeln 1965); D. S. Russel, The Method and Message of
Jewish Apocalyptic (Londres 1964); B. Frost, Apocalyptic and History, en The Bibel
in Mod. Schol. (véase nota 4), 98-113; L. Hartmann, Prophecy interpreted (Lund 1966);
K. Koch, Die Apokalyptik und ihre Zukunftserwartungen: «Kontexte» 3 (1966) 51-58.
La bibliografía apócrifa apocalíptica está reunida en R. H. Charles, The Apocrypha
and Vseudepigrapha of the OT (Oxford 1913); P. Riesslej, Altjüdisches Schrifttum
ausserhálb der Bibel (Augsburgo 1928, 21966); E. Kautzsch, Die Apokryphen und
Pseudepigraphen des AT (Tubinga 31962).
130 Acerca del concepto posexílico y posbíblico de ley: D. Rossler, Gesetz und
Geschichte (Neukirchen 21962).
131 Sobre los grupos religiosos existentes en el judaismo en tiempos de Jesús:
K. Schubert, Die Religión des nachbiblischen Judentums (Friburgo de Br. 1955) 69-97;
J. Bonsirven, Le Judaisme palestinien au temps de J.-C., 2 vols. (París 1934-35; edi
ción abreviada: 1950).
INSTITUCIONES SALVIFICAS DEL AT 859
sus planes salvíficos: por una parte, el judaismo se convirtió en la tierra materna
del Nuevo Israel, puesto que siguió existiendo un pequeño grupo de judíos pia
dosos como «resto santo» que podía constituir el núcleo del «nuevo Israel»; por
otra, Dios se valió precisamente del rechazo y la condena a muerte de Jesús por
el judaismo oficial para dar a la historia de la salvación su eje en el hecho sal-
vífico más grande, la muerte y la resurrección del Mesías-Cristo, y para cumplir,
por medio de la misión a los paganos, la promesa hecha a Abrahán. Pero Pablo,
primero fariseo y luego apóstol de los gentiles, piensa que para el Israel del AT,
para el judaismo, no ha quedado por ello cancelada la historia de la salvación,
sino que llegará un día en que también con él cumplirá Dios sus promesas
(Rom 11).
Dios), los últimos de los cuales sólo relativamente tarde llegan a convertirse en
objeto de esperanza salvífica. Pero el hecho de que Dios otorgue «bendición» y
«salvación» es precisamente el alegre mensaje del AT a Israel e incluso a los
pueblos paganos. Es importante darse cuenta de que, en este contexto, la «salva
ción» y la «bendición», por terrenas que puedan parecer, se encuentran en estre
cha relación con la amistad de Dios, con el perdón de los pecados y con la con
versión a la voluntad divina, mientras que el castigo, la maldición y la muerte
están en la misma estrecha relación con el pecado del hombre y con la ira y el
juicio de Dios. En relación con los conceptos correspondientes del NT, los del
AT han de entenderse como conceptos análogos, de contenido tipológico. Salva
ción no significa lo mismo en el AT que en el NT, pero en ambos casos es un
don del mismo Dios y un resultado de la misma voluntad salvífica y misericor
diosa. De este modo, las instituciones salvíficas dadas por Dios al pueblo de la
antigua alianza ponen ya de manifiesto la voluntad auxiliadora de Dios, su in
dulgente benevolencia y su amor misericordioso, aunque no con la misma cla
ridad que en el orden salvífico fundado con Jesucristo.
a) Alianza y ley.
El AT sabe —y también lo atestigua expresamente— que Dios, en la con
cesión de la bendición y la salvación, no está comprometido con ninguna insti
tución ni con ninguna norma que le obligue. El bendijo al primer hombre (Gn 1,
28); inmediatamente después de la caída anunció la superación del mal (Gn 3,15),
se «llevó» a Henoc (Gn 5,24), salvó a Noé y a su familia (Gn 6-8) y eligió a
Abrahán (Gn 12,lss) sin que para ello tuviera que establecer un orden salvífico
o comprometerse previamente con una institución. Por otra parte, el AT ates
tigua que Dios también ha establecido un orden de salvación, en el que él mismo
se compromete y al que remite al hombre cuando quiere hacerle partícipe de la
salvación; este orden salvífico lo denomina alianza135.
Los libros del AT hablan de varias «alianzas» de Dios con los hombres. El
estrato de tradición del Pentateuco que hoy generalmente llamamos Código sacer
dotal (P) considera la certeza de la pervivencia de la humanidad, que propia
mente había merecido la muerte por causa del pecado, como un don salvífico y
misericordioso de Dios y la pone en relación con una alianza: la entablada por
Dios con Noé (Gn 9,1-17).
Prescindiendo del uso metafórico del concepto de alianza, el AT habla de
una alianza de Dios con los patriarcas136, con el pueblo de Israel y con determi
nados órganos de este pueblo (con la dinastía davídica con la tribu sacerdotal
de L ev ílja) y, finalmente, de una «nueva alianza» 139. Si consideramos el concep
to de alianza más en particular, veremos que tiene una larga y complicada his
toria y que ha experimentado diversos cambios. La alianza aparece, según el mo
delo del «pacto de vasallaje» de los antiguos pueblos orientales, como un esta
tuto que el Dios soberano impone a su pueblo; tal es el caso de la alianza del
Sinaí. Pero pronto la alianza es casi equiparada a una promesa unilateral, desig
nada con frecuencia como juramento de Dios; en ella Dios promete algo al hom
bre sin poner ninguna condición, como sucede en el caso de Abrahán y en el de
David, según los antiguos estratos de tradición. Sin embargo, se pueden establecer
algunas características esenciales de la alianza.
a ) La conclusión de la alianza se realiza bajo formas determinadas, tomadas,
la mayor parte de las veces, de la vida jurídica humana. La más sencilla es la
promesa solemne de Dios a su aliado humano, a la cual la tradición posterior
llama sencillamente juramento 14°. Formas más desarrolladas son la realización
de determinadas acciones simbólicas, como, por ejemplo, el hecho de descuarti
zar las víctimas (Gn 15,7-21 141; cf. Jr 34,18s 142), la aspersión con la sangre
(Ex 24,8 143), la comida comunitaria (Ex 24,11 144). A veces el AT nos describe
la conclusión de la alianza totalmente como un contrato formal: proposición de
contrato, discusión de los términos, ratificación y, finalmente, redacción de las
actas (Ex 19 y 24; Jos 24) 145.
¡3) Los dos signatarios de la alianza no son del mismo rango. Dios es siem-
136 L. A. Snijders, Génesis XV. The Covenant with Abraham: OTS 12 (1958)
261-279; S. Grill, Die religionsgesckichtl. Bedeutung der vormosaischen Bündnisse:
«Kairos» 1 (1960) 17-22; A. Caquot, LAlliance avec Abraham (París 1962) 51-66;
D. J. McCarthy, Three Covenants in Génesis: CBQ 26 (1964) 179-189; P. E. Testa,
De foedere Patriareharum: «Studii Bibl. Francisc. Liber Annuus» 15 (1964-65) 5-73.
137 L. Rost, Sinaibund und Davidbund: ThLZ 72 (1947) 129-134; M. Sekine,
Davidsbund und Sinaibund bei Jeremía: VT 9 (1959) 47-57; H. Gese (véase nota 95).
138 J. Scharbert, Solidaritát, 147s, 227, 234s, 261s; del mismo autor, Heils-
mittler, 279.
139 St. Porúbcan, II patío nuovo in Is 40-66 (Roma 1958); R. Martin-Achard, La
Nouvelle Alliance selon Jérémie: RThPh (1962) 81-92; B. W. Anderson, The New
Covenant and the Oíd, en The OT and Christian Faith, editado por B. W. Anderson
(Londres 1964) 225-242.
140 De un «juramento» de Dios hablan, por ejemplo, 2 Sm 3,9; Sal 89 (passim);
132,11; en el NT, Le 1,73; Hch 2,30 y Heb 6,13.17. También el giro «Yahvé ha le
vantado su mano» es en la tradición sacerdotal (P) (passim), en Neh 9,15 y en Ez
(passim) una fórmula de juramento.
141 Cf. nota 136.
142 P. J. Henninger, Was bedeutet die rituelle Teilung eines Tieres in zwei Half-
ten?: «Bíblica» 34 (1953) 344-353; M. Noth, Das atl. Bundschliessen im Lichte eines
Mari-Textes (Munich 21960) 142-154; W. Eilers: Welt des Orients II (Wuppertal 1953)
467s; J. F. Priest, <OPKIA in the Iliad and Consideration of a Recent Theory: «Journ.
of Near Eastern Studies» 23 (1964) 48-56.
143 N. Füglister, Die Heilsbedeutung des Pascha (Munich 1963) 84-88 (con bi
bliografía).
144 N. Füglister (véase nota 143), 122-124.
145 K. Baltzer, Das Bundesformular (Neukirchen 1960); G. E. Mendenhall, Recht und
Bund in Israel und dem Alten Vorderen Orient (Zurich 1960); W. Moran, Moses und
der Bundesschluss am Sinai: StdZ 87 (1961-62) 120-133; J. D. McCarthy, Treaty
and Covenant (Roma 1963); N. Lohfink, Das Hauptgebot (Roma 1963); Fr. Nótscher,
Bundesformular und «Amtsschimmel»: BZ NF 9 (1965) 181-214.
862 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
b) El culto de la alianza.
Dios realiza en el culto la salvación a la que está dirigida la alianza. En con
traste con otras religiones del Antiguo Oriente, el AT adopta, con respecto a la
magia, una actitud decidida de rechazo. La salvación no puede arrancarse por
medio de personas y ritos mágicos, sino que Yahvé mismo entrega a Israel un
orden de salvación. En este orden, Dios vincula libremente su garantía de sal
vación a determinados símbolos, ritos y personas 159, pero reservándose siempre
el dar su gracia a quienquiera fuera de este orden salvífico. La mentalidad má
gica logró penetrar a veces en la fe popular e incluso en ocasiones pervertir el
culto, en el sentido de que se atribuía eficacia salvífica al cumplimiento de las
prescripciones sin los sentimientos exigidos por Yahvé: Dios enviaba entonces
a los profetas para que combatieran decididamente contra tal deformación del
136 Las grandes colecciones de la ley están sancionadas con una bendición: Libro de
la alianza: Ez 23,25-33; Ley de santidad: Lv 26,3-12; Deuteronomio: Dt 28,1-14.
157 Lv 26,13-39; Dt 4,25-28; 28,15-68; en el libro de la alianza falta la sanción de
maldición en el texto actual, pero pudo haber existido antes. D. R. Hillers, Treaty Cur
ses and the OT Propbets (Roma 1964).
158 Mt ll,22ss; 25,41-46; Me 12,40 par.; 16,16; 2 Cor 5,10; 2 Pe 2,9 entre otros mu
chos; cf. también Ap.
159 Por eso, desde Ex hasta Nm se pone en boca de Yahvé, como entregada a Moi
sés, toda la ley cultual; por ejemplo, Ex 40,1; Lv 1,1; Nm 5,1. En el Deuteronomio ha
bla ciertamente Moisés, pero por mandato de Yahvé; por ejemplo, 12,1.
55
866 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
culto 16°. Nos es imposible aquí exponer la historia detallada del culto mismo
y de las ideas con él relacionadas 160161. Vamos a entresacar solamente algunas carac
terísticas esenciales del culto veterotestamentario.
a ) El culto es anamnesis y representación de la historia de la salvación 162.
Ya en los diversos estratos de tradición del libro del Génesis encontramos la
tendencia a relacionar ciertos hechos salvíficos del tiempo de los patriarcas con
importantes lugares cultuales que quizá habían servido ya a la población cananea
como centros de su religión n atu ral163. Así, determinados lugares de culto, sus
nombres o sus especiales características —por ejemplo, un árbol antiguo o una
estela— bastaban para hacer recordar a Israel el encuentro de Yahvé con los
padres, de quienes derivaba su propia elección. También las narraciones del en
cuentro de Abrahán con Melquisedec (Gn 14,17-20), de la erección de un altar
por David en la era de Om án y del traslado del arca a Sión (2 Sm 6) tienen
la intención de recordar a los peregrinos llegados a Jerusalén que, ya en el pa
sado, Yahvé se había manifestado en aquel lugar donde ahora se levantaba el
templo como un Dios poderoso y salvador164. Además, la tradición cultual del
AT hace constar con frecuencia y expresamente que Dios o los órganos oficiales
del pueblo de la alianza han establecido o determinado ciertos días al año como
días festivos con el fin preciso de recordar hechos salvíficos. Así, la fiesta de
los Acimos y la Pascua recuerdan la liberación de Israel de la esclavitud 165; la
fiesta de las Semanas (Pentecostés), así como la de las Primicias de los frutos,
recuerdan la concesión de la tierra o la conclusión de la alianza 166; y la fiesta de
los Tabernáculos 167, el modo maravilloso en que Yahvé condujo a Israel por el
desierto (Lv 23,42s). También en tiempos posteriores la comunidad estableció
nuevas fiestas para recordar la ayuda que el pueblo recibió de Dios en unas
horas oscuras de su historia: por ejemplo, la fiesta de los Purim (Est 9,19; 16,21
según la numeración de la Vulgata) y la fiesta de la Dedicación del templo en
tiempos de los Macabeos (1 Mac 4,59; 2 Mac 10,8). No pocas de las fiestas an
tiguas pudo Israel haberlas tomado de otros pueblos, entre los cuales esas fiestas
eran quizá días en que se celebraban los ritos de la fecundidad y se festejaba
a los númenes de la naturaleza. Pero Israel les dio un nuevo sentido al «histo-
160 Véase nota 106. G. Fohrer, Prophetie und Magie: ZAW 78 (1966) 25-47.
161 Véase la bibliografía al final de este capítulo, apartado IV.
162 El AT emplea para ello la constante zakar = «conmemorar»: J. Sykes, The
Eucharist as Anamnesis: «Expository Times» 71 (1959-60) 114-118; H. Gross, Zur
Wurzel zkr: BZNF 4 (1960) 227-237; E. P. Blair, An Appeal to Remembrance: «In-
terpret» 15 (1961) 40-47; P. A. H. de Boer, Gedenken und Geddchtnis in der Welt
des AT (Stuttgart 1962); B. S. Childs, Memory and Tradition in Israel (Londres 1962);
W. Schottroff, Gedenken im Alten Orient und im AT (Neukirchen 1964); H. Zirker,
Die kultische Vergegenwártigung der Vergangenheit in den Psalmen (Bonn 1964).
163 Mambré-Hebrón: Gn 18; 23. Berseba: 26,23ss. Bethel: 28,10-22; 35,9-15. Maja-
náyim: 32,lss. Penuel: 32,23-32.
164 2 Sm 24,18-24; 1 Cr 21,15-30; cf. W. Fuss, II Sam 24: ZAW 74 (1962) 145-164;
J. Schreiner, Sion-]erusalem (Munich 1963) 19-91.
165 Ex 12s; 23,15; Dt 16,1-8. Acerca de la Pascua y los ^Acimos: N. Füglister, Die
Heilsbedeutung des Pascha (Munich 1963); R. Le Déaut, La nuit pascale (Roma 1963);
J B. Segal, The Hebrew Passover (Londres 1963).
166 Dt 16,9-12.16; 26,1-11. Por lo demás, en esta fiesta Israel conmemora también
la liberación de la esclavitud. B. Noack, The Day of Pentecost in Jubilees, Qumran,
and Acta (Leiden 1962) 73-95; M. Delcor, Das Bundesfest in Qumran und das Pfingst-
fest: «Bibel und Leben» 4 (1963) 188-204.
Ié7 E. Kutsch, Das Herbstfest in Israel (Maguncia 1955); G. W. MacRae, The
Meaning and Evolution of the Feast of Tabernacles: CBQ 22 (1960) 251-276.
INSTITUCIONES SALVIFICAS DEL AT 867
168 G. J. Botterweck, Der Sabbat im AT: ThQ 134 (1954) 134-147, 448-457; R.
North, The Derivation of Sabbat: «Bíblica» 36 (1955) 182-201; E. Jenni, Die theolog.
Begründung des Sabbatgebots im AT (Zurich 1956); W. Eichrodt, Der Sabbat bei
Hesekiel, en Lux tua veritas (Festschr. H. Junker), editado por H. Gross y F. Mussner
(Tréveris 1961) 65-74; N. A. Barack, A History of the Sabbath (Nueva York 1965);
J. H. Meesters, Op Zoek naar de oorsprong van de Sabbat (Assen 1966).
169 Ex 23,14-17; 34,23; Lv 23,4; Dt 16,16.
170 Este término ha sido introducido en la literatura especializada por G. von Rad,
Das formgeschichtl. Problem des Hexateucb (Stuttgart 1938 [Theol. Bücherei, 8]
Munich 1962) 9-100; cf. C. H. W. Brekelmans, Het «historiscbe Credo» van Israel, en
Tijdschr. voor Theol. (Roma 1963); J. N. M. Wijngaards, The Formulas of the Deutero-
nomic Creed (Tilburgo 1963); L. Rost, Das kleine Credo und andere Studien zum
AT (Heidelberg 1965) 11-25; H. B. Huffmon, The Exodus, Sinai and the Credo:
CBQ 27 (1965) 101-113; J. Schreiner, El desarrollo del «credo» israelita: «Concilium»
20 (1966) 384-396.
171 Cf. Sal 22,23-28; 26,12; 35,18; 40,10s y otros.
868 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
patriarcas y había tratado con ellos en sitios determinados, que tal vez sirvieron
ya a los cananeos y más tarde a las tribus israelitas como lugares de culto, eligió
también, en el tiempo anterior a David, un sitio en el que «Yahvé hace memorable
su nombre» Cazkir: Ex 20,24), y, finalmente, en tiempo de David, un lugar
cultual estable, Sión, en el que «pone la morada de su nombre» y en el que Israel
«comerá (los sacrificios) en presencia de Yahvé, su Dios, y se regocijará» (Dt
12,5ss). Aun cuando se diferencien en sus detalles, todas las tradiciones del Pen
tateuco relatan que Israel, en el Sinaí-Horeb y después en la posterior peregrina
ción por el desierto, poseyó un santuario móvil en el que Yahvé o su nombre es
taban presentes en medio de su pueblo, de modo estable o al menos durante
tiempos determinados (cf. Nm 10,35s); sólo Moisés, como mediador de la alianza,
tenía acceso inmediato a ese lugar («a la tienda de la reunión»: Ex 33,7-11) o
solamente los sacerdotes podían acercarse (al arca: Nm 3,38) m . Desde el traslado
del arca de la alianza (2 Sm 6), en la que se pensaba que Yahvé tenía su trono
(1 Sm 4,4; 2 Sm 6,2), pero especialmente desde la construcción del templo en
tiempos de Salomón, Sión fue el trono y la morada de Yahvé 172173174.
Participar en el culto del santuario central significa en el AT tanto como
«ver el rostro de Yahvé» m . Yahvé mismo determina que todos los israelitas
adultos deben «presentarse ante su rostro» tres veces al año 175. Allí, en aquel
lugar cultual, recibe el homenaje y los dones de su pueblo. Allí manifiesta su
voluntad por medio de los lectores e intérpretes litúrgicos de la ley, pero también
en oráculos privados. Allí le exponen sus deseos cada una de las personas piadosas.
Israel sabía que en todas partes se puede llegar a Yahvé por medio de la
oración y que Yahvé oye a su pueblo y a los particulares por doquier. La idea
de que a Yahvé no se le puede adorar fuera de su tierra aparece muy raras veces
en el AT y nunca en boca de los piadosos (1 Sm 26,19). Pero, según la concep
ción del AT, en el culto es donde Dios está más cerca de Israel y de las perso
nas piadosas; por eso, en el culto sobre todo, espera ser escuchado y bende
cido (cf. 1 Re 8), y por eso, en el sacrificio, los piadosos se sienten impulsados
a manifestar, ante la comunidad reunida, su agradecimiento por los beneficios
recibidos. En el NT, Jesús se funda, según parece, en esta ideología cúltica vete-
rotestamentaria, cuando promete a sus discípulos que él estará en medio de ellos
siempre que se reúnan (para la oración comunitaria: M t 18,19s).
172 En la investigación actual son dudosas las relaciones existentes entre el arca
de la alianza y la tienda; cf. J. Scharbert: LThK IX, 1075-1077 (con bibliografía);
además, A. Miller: LThK II, 780; H.-J. Kraus, Gottesdienst in Israel (Munich 21962)
149-159; J. Dus, en varios artículos: ZAW 72 (1960) 107-134; ThZ 17 (1961) 1-16;
20 (1964) 241-251; VT 13 (1963) 126-132; «Communio Viatorum» 6 (Praga 1963) 61-
80; R. Randellini, La Tenda e VArca nella tradizione del VT: «Studii Bibl. Franc. Líber
Annuus» 13 (1962-63) 163-189; G. H. Davies, The Ark in the Psaltns, en Promise and
Fulfilment (Homenaje a S. H. Hooke), editado por F. F. Bruce (Edimburgo 1963)
51-61; J. Maier, Das altisraelit. Ladeheiligtum (Berlín 1965); S. Lehming, Erwágungen
zur Zelttradition, en Gottes Wort und Gottes Land (véase nota 150), 110-132; B. A.
Levine, The Descriptive Tabernacle Texts of the Pentateuch: «Journ. of the Am. Dr.
Soc.» 85 (1965) 307-318; M. H. Woudstra, The Ark of the Govenant (Filadelfia 1965);
J. de Fraine, La royauté de Yahvé dans les textes concernant VArche (Leiden 1966)
134-149; V. W. Rabe, The Identity of the Priestly Tabernacle: «Journ. of Near Eastern
Studies» 25 (1966) 132-134.
173 1 Re 8,1-11; Is 8,18; 18,7; 24,23; J1 4,17.21; Sal 9,12; 20,3; 24,7-10; 65,2
y otros; cf. J. Schreiner, Sion-Jerusalem (Munich 1963).
174 Dt 16,16; Is 1,12; Sal 42,3; cf. Fr. Nótscher, «Das Angesicht Gottes schauen»
nach bibl. und babylonischer Auffassung (Würzburgo 1924).
175 Ex 23,17; 34,23; Dt 16,16.
INSTITUCIONES SALVIFICAS DEL AT 869
176 Acerca de los conceptos bíblicos de pureza: F. Hauck y R. Meyer: ThW III,
416-434; J. B. Bauer: Diccionario de teología bíblica, 870-874 (con bibliografía).
177 Acerca de las ideas bíblicas sobre la expiación: L. Moraldi, Espiazione sacrifícale
e riti espiatori nelVambiente bíblico e nelVAntico Testamento (Roma 1956); del mismo
autor, Espiazione nelTAT e nel NT: RivBibl 9 (1961) 289-304; 10 (1962) 3-17; St. Lyon-
net, De notione expiationis: VD 37 (1959) 336-352; 38 (1960) 65-75, 241-261; L. Sa-
bourin, Rédemption sacrificielle (Montreal-Tournai 1961); más bibliografía en
J. B. Bauer: Diccionario de teología bíblica, 384-386.
178 Sobre los sacrificios en el AT: L. Sabourin (véase nota 177); H. Ringgren, Sa-
crifice in the Bible (Londres 1962); L. Siraud, Sacrifices et Rites sanglants dans TAT:
«Sciences Ecclésiastiques» 15 (1963) 173-197; R. J. Thompson, Penitence and Sacri-
fice in Early Israel outside the Levitical Law (Leiden 1963); R. Schmid, Das Bundesopfer
in Israel (Munich 1964); R. de Vaux, Les sacrifices de VAT (París 1964).
179 Cf. Lv 1-9; 12-16; sobre los ritos de sangre: J. Scharbert: LThK II, 538s, y
Diccionario de teología bíblica, 964-970 (con bibliografía); N. Füglister, Heilsbedeutung
des Pascha (Munich 1963) 77-105; L. Sabourin, Nefesh, sang et expiation: «Se. Eccl »
18 (1966) 25-46.
180 J. Scharbert, Fleiscb, Geist und Seele im Pentateuch (Stuttgart 1966) 71-75.
8 70 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
181 Sal 15; 24,3-6; Is 33,14ss; Miq 6,6ss; cf. Kl. Koch, Tempeleinlassliturgien und
Vekaloge, en Studien zur Theol. atl. Überheferungen, editado por R. Rendtorff y
Kl. Koch (Neukirchen 1961) 45-60.
182 Gn 35,2ss; Dt 32,15-18; Jos 24,14-20; Jue 5,8; 1 Sm 7,3ss; sobre la «abjura
ción»: A. Alt, Wallfahrt von Sichem nach Betbel (Riga 1938) 218-230 = A. Alt,
Kleine Schriften I (Munich 1953) 79-88; A. Weiser, Samuel (Gotinga 1962) 18-20, 36.
INSTITUCIONES SALVIFICAS DEL AT 871
concedía entonces no era propiamente más que promesa del perdón que única
mente el sacrificio expiatorio de Cristo podía realizar y por el que nosotros «hemos
sido santificados de una vez para siempre» (TQYtaoTJLévoi écpá7ra^:
10,10). Por eso los medios de purificación previstos por la ley de la antigua
alianza no contienen más que «una sombra de los bienes futuros» (10,1).
Ya el AT reconoce que el culto organizado casuísticamente en la ley mosai
ca tiene una importancia relativa, limitada en el tiempo, y que la voluntad sal-
vífica de Dios no se ha maniatado con el ritual. Por eso la religión veterotesta-
mentaria pudo, en el exilio, superar relativamente bien el colapso del culto.
Ya se sabía desde siempre que también se podía venerar a Dios sin un culto
reglamentado y que Dios concede el perdón también, y precisamente, por el
arrepentimiento y la conversión personales183 o por la mediación extracúltica
de un hombre que tiene amistad con Dios I84. Después del exilio hay hombres
— que, por lo demás, se hallan en la tradición levítico-sacerdotal— que expresan
la idea de que Dios mismo romperá las barreras del culto israelítico y hará que
algún día todos los pueblos le sirvan sin vinculación a un lugar cultual deter
minado y abolidas todas las prescripciones (Mal 1,11). El autor del cuarto «Canto
del Siervo de Yahvé» anuncia que un «siervo» enviado por Dios tomará un día
sobre sí la carga de los pecados de los hombres y los expiará (Is 53). Con la lle
gada del Mesías quedan superados los ritos expiatorios y el culto mismo de la
antigua alianza. Ahora ya no tiene ningún valor el culto divino de los samaritaños
en el monte Garizim, pero tampoco el culto en el templo de Jerusalén, porque el
Padre celestial quiere ser adorado «en espíritu y en verdad» (Jn 4,21-24). Pero
el mismo Juan manifiesta, en alusiones muy claras a los sacrificios expiatorios
sangrientos del AT, que Cristo murió como cordero sacrificial, ofrecido precisa
mente por el legítimo sumo sacerdote de los judíos, en analogía con los sacrificios
veterotestamentarios: Caifás no sospechó que con la entrega de Jesús a la muerte
realizaba el último acto sacrificial válido del sacerdocio veterotestamentario y
que el «cordero sacrificial» ofrecido por él sellaba la nueva alianza 185.
183 2 Sm 12,13; Sal 51; cf. J. Scharbert: CFT III, 434-444, con copiosa documenta
ción y bibliografía.
184 Gn 20,3-7; Ex 32,10-14; Nm 12,11-14 y passim. Cf. J. Scharbert, Die Fürbitte
in der Theol. des AT: ThGl 150 (1960) 321-338; J. B. Bauer: Diccionario de teología
bíblica, 515-517.
185 M. Miguens, Salió sangre y agua: «Studii Biblici Franciscani Liber Annuus» 14
(1963-64) 5-31, ha probado que hay relación ideológica entre Jn 1,29.36; 11,51; 18,13s;
19,34 y las ideas veterotestamentarias y judías sobre el sacrificio expiatorio.
186 Sobre el concepto de mediador en el AT y en el NT: C. Spicq: Diccionario de
teología bíblica, 623-631; J. Scharbert, Heilsmittler, obra que citaremos de una vez
por todas en este apartado (con bibliografía), y Der Messias im AT und im Judentum,
en Die religióse und theol. Bedeutung des AT (véase nota 135) 47-78.
872 HISTORIA DE LA SALVACION EN EL AT
cribe acertadamente el papel de mediador cuando hace que Jetró diga a Moisés
que él debe ser el «portavoz» (mül) que hable a Dios en lugar del pueblo y el
que lleve ante Dios sus asuntos (debárim) (Ex 18,19s). El mediador debe recibir
la manifestación de la voluntad de Dios y sus dones y transmitírselos a Israel;
pero también debe escuchar los deseos del pueblo y exponérselos a Dios. Tan
pronto está en lugar y en favor del pueblo como en lugar y en favor de Dios.
Pero, por ser él mismo un miembro del pueblo, su posición de mediador puede
dar lugar a conflictos cuando el aliado humano rompe el compromiso y Dios urge
las sanciones correspondientes. Debe entonces entregar a su pueblo a la cólera
de Yahvé o declararse solidario con el pueblo y oponerse a la cólera de Dios aun
con riesgo de atraer sobre sí la indignación divina. El AT le atribuye precisamente
como su deber más grave, al que no se puede sustraer sin hacerse culpable, «el
de construir un muro, y mantenerse en la brecha ante mí para proteger la tierra
e impedir que yo la destruya» (Ez 22,30; cf. 13,5). Según eso, la tarea más im
portante de los mediadores de la salvación es abogar por el pueblo culpable: así
deben «justificar» (hisdtk; cf. Is 53,11; Dn 12,3) a los pecadores. Junto con la
transmisión de la voluntad de Dios a su pueblo y a sus contemporáneos, o vice
versa, con la comunicación de los asuntos humanos a Dios, junto con la interce
sión y la expiación, el AT considera también como hechos salvíficos, que Dios
realiza a través de mediadores humanos y de los órganos de la alianza, la direc
ción sabia y poderosa y especialmente la salvación del pueblo de manos de los
enemigos exteriores. Mientras en los tiempos primitivos de Israel todas las tareas
del mediador estaban unidas en la persona de un solo hombre, sobre todo en
Moisés, desde el tiempo de los reyes tuvo lugar un paulatino desdoblamiento de
las funciones del mediador y, a la vez, un debilitamiento de su figura. Así, se
pueden distinguir varias «funciones» u «órganos» a los cuales se confiaba el en
cargo de velar por la alianza entre Yahvé e Israel.
-a) Los carismáticos de los primeros tiempos (Moisés, Josué, los Jueces, Sa
muel) y los profetas quedan perfectamente englobados bajo la expresión «hom
bres de Dios» 187, tomada del mismo AT. Son hombres a los que Yahvé llama de
en medio de su pueblo, a veces con gran resistencia por su parte 188189, para que,
en situaciones críticas — de peligro ante los enemigos o ante la mentalidad pa
gana— , poseídos de su espíritu, sean salvadores de Israel y de la alianza de Dios.
Mientras la misión de la vida de Josué y de los Jueces del AT es ante todo la
de salvar al pueblo de la opresión de los enemigos, los profetas son salvadores de
las bases espirituales de la alianza, de la religión de la alianza; pero son también,
con su intercesión, salvadores de Israel ante la cólera divina.
Todas las funciones del mediador se unen en la persona de Moisés. Es sal
vador de la esclavitud (Ex 3,10) y de la opresión de los enemigos (Ex 17,8-13),
es poderoso y humilde conductor de su pueblo (cf. Nm 12,3). Transmite la vo
luntad de Dios (Ex 24,3) y la impone como legislador y juez (Ex 18). Ejercita el
oficio sacerdotal (Ex 24,8). Expone a Dios los deseos de su pueblo y no teme
luchar con Dios en apasionada intercesión ni hacerle a veces amargas recrimina
ciones con una franqueza que nos sorprende m . Así, se convierte en salvador de
su pueblo ante el juicio de la cólera de Yahvé, y, poniéndose en lugar del pueblo,
toma sobre sí la cólera de Yahvé — al menos según el testimonio del Deutero-
nomio 190— , y adopta así totalmente los rasgos de un redentor. D t 34,1 Os resume
187 Cf. Dt 33,1; Jos 14,6; 1 Sm 2,27; 9,6ss; 1 Re 13,1 y otros.
188 Ex 4,1.10.13; Jr 1,4-7; Jon 1.
189 Ex 5,22s; 32,31s; 33,12-17; Nm ll,lls s ; acerca de Moisés, véase anteriormente,
pp. 840ss.
190 Dt 1,37; 3,26; 4,21.
INSTITUCIONES SALVIFICAS DEL A l 873
el relevante papel mediador de Moisés con estas palabras: «No ha vuelto a surgir
en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahvé trataba (yedfró) cara a cara, a
quien Yahvé mandó realizar señales y prodigios».
Sólo Samuel se aproxima a Moisés, puesto que también él reúne en sí las
funciones de salvador, juez, mensajero de la voluntad divina, sacerdote e inter
cesor 191. Josué aparece todavía como mediador en la renovación de la alianza en
Siquén (Jos 24), pero en las demás ocasiones figura principalmente como celador
de la ley de la alianza (8,30ss; 24,26), salvador de la opresión de los enemigos y
guía hacia la tierra prometida. También los Jueces hacen de celadores de la ley,
pero su calidad de salvadores apenas se refiere a todo el pueblo, sino solamente
a alguna tribu en particular o a algunos grupos de tribus.
Cuando el Moisés deuteronomista anuncia un profeta futuro, en cuya boca
pondrá Yahvé también sus palabras y a quien Israel deberá escuchar (Dt 18,
15-19), hace referencia a la función que más tarde ejercerán los Nebiim, los profe
tas. Su misión no es en absoluto guiar al pueblo con poder y salvarle del poder
de los enemigos —es verdad que en ocasiones intervienen también muy decisi
vamente en la política, pero sólo para apoyar o espolear a los jefes políticos— 192,
sino particularmente la de anunciar la voluntad de Yahvé y recordar al pueblo
las obligaciones de la alianza. En tiempo de los reyes, al ser amenazada la alianza
por el sincretismo, actúan preferentemente como censores y anunciadores de jui
cio. Por el contrario, en el exilio y después de él, cuando el pueblo corría el pe
ligro de disolverse bajo el peso de la cólera divina, se comportan como trans
misores de la voluntad salvífica divina. Frecuentemente actúan como interceso
res en favor de Israel ante Yahvé y no desisten de esa tarea sin más ni más 193.
Hacia el final de la época veterotestamentaria, cuando la religión de la alian
za degenera cada vez más en una religión de la ley, Dios quita a Israel la pro
fecía (cf. 1 Mac 9,27). Pero ya antes se empezó a temer que Dios pudiera privar
totalmente a su pueblo de la inspiración profética, y los tiempos en los que el
pueblo no se podía dirigir a los profetas para conocer la voluntad de Dios y
conseguir su intercesión, fueron tenidos por tiempos especialmente calamitosos 194.
Confiando en la promesa de D t 18,15-19, se esperaba, sin embargo, que Yahvé
enviaría nuevos profetas (1 Mac 4,46; 14,41) o incluso a los profetas famosos
del pasado (Mal 3,23; Eclo 48,10). En tiempo de Jesús esta esperanza experimen
ta una reactivación especial en relación con el movimiento mesiánico, puesto que
se esperaba un profeta que preparase el camino al Mesías, fundándose tal vez
en que también la monarquía veterotestamentaria había sido legitimada por un
profeta, es decir, por Samuel (1 Sm 8), y en que un profeta había ungido a Da
vid, antecesor del Mesías (1 Sm 16,13).
3) Los sacerdotes son, en los estratos más antiguos de la tradición, trans
misores de la voluntad de Dios por medio de sortilegios 195. En cambio, el culto
sacrificial no parece haber sido su tarea principal, según los textos más antiguos
e incluso según el mismo Deuteronomio. De todos modos, son los que cuidan de
los santuarios y vigilan la realización del culto (1 Sm 1-4). Como encargados del
arca de la alianza, están especialmente cerca de Yahvé. La ley cultual de los
libros del Exodo, Levítico y Números les asigna el culto, y en relación con él, la
función de intercesores cúlticos en la expiación. Deben realizar ritos expiatorios
por sí mismos 196; pero sus conciudadanos no pueden alcanzar la expiación cul
tual sin su cooperación 197. Se duda de si los sacerdotes ocupaban, ya en tiempos
de los reyes, este lugar destacado en el culto. Según el Deuteronomio y otros es
critos posteriores del tiempo de los reyes, parece que entonces eran considerados
ante todo como celadores e intérpretes de la ley y como jueces 198. De todos mo
dos, después del exilio desempeñan ambas funciones: la de celadores de la ley y
la de mediadores cúlticos, ambas del mismo nivel; ahora, sin embargo, deben
asumir también tareas políticas: la dirección de la comunidad, su representación
frente a las autoridades de los Estados paganos e incluso, en tiempo de los Ma-
cabeos y de los Asmoneos, el puesto de jefes del pueblo, que entonces había
logrado momentáneamente la independencia. Según el ritual levítico, los sacerdo
tes no llevan a cabo ritos cultuales de expiación más que en favor de miembros
aislados de la comunidad, y sólo el sumo sacerdote aparece, una vez al año, como
mediador de expiación en favor de todo el pueblo (en el rito del día de la Ex
piación) (Lv 16). Llama la atención lo poco que se habla de la oración y de la
intercesión de los sacerdotes en favor del pueblo. Aparte del ritual de expiación,
sólo se menciona como función propia del mediador la de bendecir al pueblo
(Dt 10,8; Eclo 50,20s), y para ello el ritual prevé una fórmula litúrgica especial
mente solemne (Nm 6,23-26). Pero las narraciones de los episodios de Aarón y
de su nieto Fineés (Nm 17,10-13; 23,7-13) muestran que también se podía atri
buir a los sacerdotes el alejar del pueblo el juicio. Así, lo mismo que Moisés
(cf. Sal 106,23) y los profetas (Ez 22,30), los sacerdotes se colocan «en la brecha»
y «obtienen el perdón para los hijos de Israel» (Eclo 43,23). Como ungido 199, el
sacerdote, y especialmente el sumo sacerdote, está muy cerca de Dios; por la
unción está «consagrado a Yahvé» (Ex 28,36; 39,30; Lv 21,6); es también, por
otra parte, representante del pueblo; más aún: la tribu sacerdotal vale de res
cate por todos los primogénitos (yo, Yahvé, «he elegido a los levitas de entre
todos los demás hijos de Israel, en lugar de todos los primogénitos... Los levitas
serán, pues, para mí porque todo primogénito me pertenece») por el hecho de
que Yahvé perdonó a los primogénitos israelitas cuando hirió a los egipcios
(Nm 3,12s). Esta idea de vicariedad no alcanzó en el AT gran resonancia. La
idea de un Mesías-sacerdote de la tribu de Leví o de la familia de Sadoc que ha
bría de venir al fin de los tiempos pertenece solamente a la literatura judía ex
tracanónica 20°. Sal 110,4 no tiene nada que ver con esto, sino que procede
de una ideología anterior, del tiempo de los reyes.
y ) El rey representa en la tierra la soberanía, la justicia y la voluntad sal-
del sacerdocio veterotestamentario: A. H. J. Gunneweg (véase nota 29, con más biblio
grafía). «
196 Lv 4,3-7; 9,7; 16,6-14.
197 Lv 4.31; 5; 12,8; 14,18ss.29ss; Nm 6,11 y passim.
198 Dt 17,8-13; 21,3; 24,8; 31,9s; 2 Cr 19,8.
199 Ex 28,41; 29,7; 30,30; 40,13ss; Lv 4,3; Zac 4,14.
200 Esta literatura puede, ciertamente, fundarse en Zac 3s; cf. K. Schubert, Der
atl. Hintergrund der Vorstellung von den beiden Messiassen von Chirbert Qurnran:
«Judaica» 12 (1936) 24-28; A. S. van der Woude, Die messianischen Vórstellungen
der Gemeinde von Qumran (Assen 1937) 226-247.
INSTITUCIONES SALVIFICAS DEL AT 8 75
vífica de Yahvé201. Como ungido 202, está cerca de Dios y lleno de su espíritu.
Pero ha sido tomado del pueblo y elegido sólo por causa del pueblo para comu
nicarle paz, seguridad y bendición 203, por lo que es responsable de Israel y debe
interceder por él vicariamente ante Yahvé (1 Re 8,22-53). Por eso el rey realiza
un oficio sacerdotal al ofrecer el sacrificio y bendecir al pueblo 204. Así, el rey
llega a asumir tareas que son propiamente de mediador. Debe ser mediador de la
bendición para Israel, e incluso la personificación de la bendición divina en la
tierra (2 Sm 23,3s; Sal 21,7). Por esta función de mediador de la bendición se
convierte él mismo en destinatario de una promesa especial (2 Sm 7), y su íntima
relación con Yahvé se presenta, igualmente, como una alianza entre Dios y el
fundador de la dinastía 205.
Pero, en realidad, la monarquía no cumplió de forma duradera su función
de mediadora de la bendición ni en el reino de Israel, en el Norte, ni en Judá.
Por el contrario, los reyes se hicieron mediadores de la maldición, porque rom
pieron la alianza con Yahvé y dieron entrada en la tierra a la corrupción pagana.
«Llevaron a Israel al pecado» y, por ello, fueron los culpables de ambos reinos 206.
Sin embargo, Dios no rechazó por completo a la dinastía davídica, sino que
quiso seguir siendo fiel a las promesas hechas a David. Por eso hace que la es
peranza de los piadosos se dirija, por medio de los salmistas y profetas, a un
«ungido» (masiah; LXX: futuro, a quien él hará surgir, algún día, de
la familia de David. Los rasgos predominantes de este Mesías en el AT son los
de rey y salvador que administra justicia en Israel y juzga a los malhechores y a
los enemigos del pueblo de la alianza 207. Como descendiente de David, es suce
sor legítimo del rey-sacerdote Melquisedec y, por tanto, es también sacerdote
(Sal 1 1 0 ,4 )» Como portador de una salvación sin límites, es, por lo menos,
signo del perdón, aun cuando el AT no le atribuya expresamente una función
expiatoria. Aunque algunos exegetas quieren descubrir en el Siervo doliente de
Is 53 —e incluso en el «traspasado» de Zac 12,10— rasgos regios, sin embargo,
la idea del Mesías davídico que sufre y que expía por medio de sus sufrimientos
es tan extraña al AT como a los escritos extracanónicos del judaismo del tiempo
de Jesús.
8) El mediador doliente desempeña, según el AT, cierto papel en el plan
salvífico de Dios ya desde los tiempos más antiguos. Pero lo que ocupa el primer
plano es la idea de que Dios permite el sufrimiento de sus elegidos sin que esto
tenga un especial significado salvífico o una función vicaria. Moisés, Jeremías y
muchos otros piadosos deben cargar con sufrimientos, oposiciones, incompren
siones y persecuciones porque los hombres ponen resistencia a su actuación o no
quieren reconocer su misión divina209.
Pero los profetas Oseas y Ezequiel deben aceptar de la mano de Yahvé el
210 Is 42,1-7; 49,1-9; 50,4-9; 52,13-53,12. Sobre el «Siervo de Yahvé», véase nota 123.
211 Véase nota 123.
INSTITUCIONES SALVIFICAS DEL AT 877
d) El pueblo de la alianza.
El pueblo de Israel es para el AT el aliado de Yahvé214. Dios eligió a los
patriarcas y estableció una alianza ya con Abrahán pensando en el pueblo de
Israel y en orden a la alianza del Sinaí. Es dudoso para los historiadores, y difícil
mente podrá explicarse del todo, dónde y cómo pudo resultar el pueblo histórico
de Israel de la unión de tribus y grupos emparentados sociológica, lingüística,
cultural y religiosamente, pero independientes en sus orígenes. La tradición
histórico-salvífica del AT afirma, sin embargo, que Israel se constituyó en pueblo
por la elección divina y por la alianza en el Sinaí-Horeb; allí se constituyó en
«pueblo de Yahvé».
El objetivo de la alianza divina es, en último término, la salvación de cada
uno de los miembros de este pueblo. Según la fe del AT, el pueblo es objeto
inmediato de la acción salvífica de Dios; pero el individuo, por su pertenencia
a Israel, espera conseguir bendición, vida larga y feliz, la benevolencia de Yah-
ve; en una palabra: lo que el AT llama salóm 215. Sólo a través del pueblo,
por su pertenencia a Israel, puede el individuo esperar bendición, salvación
y acceso a Dios. Pueblo y miembros forman una unidad orgánica. Todos los
miembros están unidos por la solidaridad en la sangre, el pensamiento, la vo
luntad, las leyes, la moral, los usos y el derecho, pero sobre todo en el culto
y en el reconocimiento de Yahvé como Dios de la alianza.
Por lo general, al pueblo pertenece quien desciende, según la sangre, de los
que recibieron la promesa: Abrahán o Jacob-Israel. Pero no por el hecho de
descender de los patriarcas participan ya todos en la promesa y en la bendición;
es más: hay quienes sin pertenecer a la «descendencia de Abrahán» pueden
heredar la promesa y recibir la bendición. Así, pues, a la descendencia hay que
añadir otras características constitutivas de la pertenencia a Israel. Una de
ellas es la circuncisión, signo de la alianza que significa reconocimiento de Yahvé
y distingue al miembro perteneciente al pueblo de la alianza (Gn 17,10-14;
Jos 5,2-9).
Otro signo externo de la pertenencia a Israel es la participación en el culto
y la observancia de las normas cultuales: el israelita guarda el sábado (Ex 31,
13-17), se abstiene de determinados manjares (Lv 11; 17,10-14), celebra solem
nemente con todo el pueblo las grandes fiestas anuales 216 y observa las normas
de pureza (Lv 12-15). Quien no observa este orden cultual es «apartado (nikrat)
de Israel»217. Pero estos signos externos deben completarse con la fidelidad
a Yahvé y a su alianza, compendiada en la «ley fundamental» de Israel, el
decálogo (Ex 20,1-17; D t 5,1-21) y la llamada sem(f (Dt 6,4s). Todas estas
condiciones exteriores e interiores hacen de los que las cumplen, de todos ellos
en conjunto, un «pueblo santo»218, y de cada uno de ellos en particular hace
«santos» 219. Quien rompe la alianza de Dios y actúa contra el orden establecido
por ella es, a pesar de descender de Abrahán, un «hijo de Canaán», prototipo
de toda depravación (Dn 13,56).
Israel no es mera comunidad de sangre; es una comunidad de fe. Por eso
pueden también incorporarse a él otras personas que no desciendan de Abrahán
si se circuncidan, aceptan la ley cultual y se adhieren a Yahvé 220. Ello implica
el que jurídicamente sean descendientes de Abrahán e hijos adoptivos de los
que recibieron la promesa.
Finalmente, Israel aparece en el AT como mediador salvífico de los pueblos
paganos. Ya la promesa hecha a Abrahán en Gn 12,lss, con sus paralelos, anun
cia que todos los pueblos de la tierra alcanzarán la bendición al adherirse a
Abrahán y a su «descendencia». Yahvé colma a los que reciben su promesa
con tal plenitud de bendición que también los extranjeros aspiran a participar
de esa bendición. Por tanto, los que han recibido las promesas, Abrahán y su
«descendencia» — es decir, el pueblo de Israel— , deben ser entre los pueblos un
signo de la voluntad salvífica de Dios para despertar en los paganos el deseo
de participar en esta plenitud de bendición. Esta bendición se les promete con la
condición de que reconozcan a los que recibieron la promesa como «benditos
de Yahvé» y manifiesten su solidaridad con ellos.
pletamente la promesa (Rom 9ss) Un día Dios le dará, también a él, la salvación
mesiámca, pero sólo cuando reconozca, como los paganos, que Jesús es el «ben
dito» que realiza la voluntad salvífica de Dios Pablo afirma que no se cansará
de proclamar ante los judíos sus éxitos entre los paganos y la obra salvífica de
Dios en ellos, para así «despertar celos en mi carne», es decir, en sus com
patriotas, «y (al menos) salvar a algunos de entre ellos» (Rom 11,14)
Ya en tiempos de Jesús y de los apóstoles se cumplieron, por lo demás, los
vaticinios proféticos de un «resto», pues algunos «elegidos» de Israel se adhirie
ron ya entonces al Mesías, y como en tiempos de Elias hubo siete mil hombres
que permanecieron fieles a Dios, «del mismo modo también en el tiempo
presente subsiste un resto elegido por gracia» OvEÍjapia o ta r’ áxXoyqv
(Rom 11,1-15)
La idea de vicanedad, que algunos exegetas creen encontrar en Ex 19,6 e
Is 61,172A, no está justificada con segundad ni en el AT m en el NT en lo tocan
te a la relación entre el pueblo de Dios y los paganos 24225 Israel no representa
a los paganos ante Dios, sino que es un signo de Dios entre los paganos, signo
que éstos deben reconocer y al cual deben adherirse si ellos mismos quieren
alcanzar la salvación
JOSEF SCHARBERT
BIBLIOGRAFIA
I H E R M E N E U T IC A , T IP O L O G IA
Mildenberger, F , Gottes Tat im Wort Erwagungen zur atl Hermeneutik ais Frage
nach der Einheit der Testamente (Gutersloh 1964)
Robmson, J M , y Cobb, J B , Die neue Hermeneutik (Zurich 1965)
Scharbert, J , Einfuhrung m die Heihge Schnft (Aschaffenburg 31965), Das Sachbuch
zur Bibel (Wurzburgo 1965)
Schildenberger, J , Vom Geheimnis des Gotteswortes (Heidelberg 1950)
Smart, J D , Hermeneuttsche Frobleme der Schnftauslegung (Heidelberg 1965)
Tresmontant, C1, Ensayo sobre el pensamiento hebreo (Madrid 1962)
Westermann, C1 (ed ), Frobleme atl Hermeneutik (Munich 21963)
II H IS T O R IA DE ISRA EL
ZAM «Zeitschrift für Aszese und Mystik» (desde 1947: GuL; Wurzburgo
1926ss).
ZAW «Zeitschrift für die alttestamentliche Wissenschaft» (Berlín 1881ss).
ZEvE «Zeitschrift für Evangelische Ethik» (Gütersloh 1957ss).
ZKTh «Zeitschrift für Katholische Theologie» (Viena 1877ss).
ZMR «Zeitschrift für Missionswissenschaft und Religionswissenschaft»
(Münster 1950ss).
ZNW «Zeitschrift für die neutestamentliche Wissenschaft und die Kunde
der alteren Kirche» (Giessen 1900ss; Berlín 1934ss).
Zorell F. Zorell y L. Semkowski, Lexicón Hebraicum et Aramaicum Ve-
teris Testamenti (Roma 1940ss).
ZSTh «Zeitschrift für systematische Theologie» (Berlín 1923ss).
ZThK «Zeitschrift für Theologie und Kirche» (Tubinga 1891ss).
INDICE ONOMASTICO
Buber, M.: 213, 222, 394, 396, 398, Conrad-Martius, H.: 525, 551.
416, 533, 534. Conzelmann, H.: 486, 497, 500, 502.
Biickers, H.: 863. Copérnico: 454.
Buchanan, G. W.: 829. Coppens, J.: 862.
Büchel, W.: 435. Coreth, E.: 409.
Büchner, L.: 455. Cornelius a Lapide: 551.
Budde, K.: 560. Cox, H.: 519.
Buenaventura: 39, 185, 270, 271, 273, Cramer, W.: 517, 753.
310, 393, 405, 408, 409, 410, 412, Cremer, H.: 256.
436, 628, 639. Crisipo: 444.
Bujtendijk, F. J. J.: 554, 556. Cross, F. L.: 179.
Bulgakow, S. N.: 406. Cross, F. M.: 838.
Bulst, W.: 820. Culley, R. C.: 826.
Bultmann, R.r 88, 89, 90, 91, 102, 103, Cullmann, O.: 99, 102, 103, 104, 125,
105, 108, 111, 116, 117, 118, 236, 439, 440, 496, 523, 635, 826, 855,
237, 244, 407, 497, 498, 499, 500, 856.
502, 658, 730, 795, 797, 830. Curtius, E. R.: 393, 425.
Bürger, M.: 544.
Bürke, G.: 628. Charles, R. H.: 858.
Burkitt, F. C.: 501. Chauchard, P.: 450.
Buschan, G.: 557. Chavasse, A.: 129.
Bussche, H. van den: 850. Chenu, M.-D.: 450, 510.
Childs, B. S.: 866.
Caird, G. B.: 748. Christ, F.: 826.
Calvez, J. Y.: 619.
Calvino: 173, 396, 399, 405, 420, 629, Dacqué, E.: 804.
707. Dahl, M. E.: 500.
Callahan, J. F.: 506. Dahl, N. A.: 879.
Camelot, P.-Th.: 422. Daim, W.: 799, 800, 806.
Campenhausen, H. v.: 504. Dalman, G.: 382, 383.
Cantor, G.: 437. Dalmau, J. M.: 274, 306, 312.
Capréolo: 255. Dámaso (papa): 161.
Caquot, A.: 861. Daniélou, J.: 77, 125, 637, 753, 761,
Carlson, R. A.: 828, 845, 849, 850. 811, 820, 830.
Castellio, S.: 173. Darlap, A.: 20, 49, 302, 343, 351, 439,
Catharinus: 706. 440, 442, 584, 592, 689, 825.
Cayetano: 255, 460, 461. Darwin, Ch.: 452, 476.
CazeUes, H.: 202, 228, 838, 857, 863. Daub, K.: 175.
Celestio: 703, 709. Daube, D.: 838, 841, 850.
Celso: 440. Dautzenberg, G.: 489, 494, 496, 497.
Cerfaux, L.: 102, 105, 113, 114, 116, David, J.: 598, 609, 620.
697, 764. Davies, G. H.: 868.
Cerinto: 149. Davies, W. D.: 110, 488, 494, 499.
Cicerón: 444. Déaut, R. Le: 835, 842, 843, 866.
Cilleruelo: L.: 505. Deissler, A.: 70, 71, 213, 217, 221, 222,
Cipriano: 131, 700. 224, 226, 246, 401.
Cirilo de Alejandría: 171, 423, 459, Deissmann, A.: 242.
637, 701. Delahaye, K.: 738, 740.
Cirilo de Jerusalén: 128, 162. Delcor, M.: 866.
Cirne-Lima, C.: 815. Delling, G.: 698, 831.
Clemente de Alejandría: 141, 147, 148, Demant, V. A.: 587, 593.
408, 434, 445, 447, 459, 504, 627, Demócrito: 490.
628, 632, 637, 638, 805, 821. Dempf, A.: 617.
Clemente Romano: 126, 139. Dentan, R. C.: 830.
Clements, R. E.: 860. Descartes, R.: 174, 348, 394, 448.
Colombo, C.: 256. Dessauer, F.: 612, 615, 616.
Comte, A.: 579. Dhorme, E.: 769.
Congar, Y. M.-J.: 586, 596, 597. Dhorme, P.: 741.
894 INDICE ONOMASTICO
Schleiermacher, F.: 175. Seckler, M.: 95, 253, 292, 407, 409,
Schlette, H. R.: 77, 85, 488, 507, 594, 411, 412, 430, 439, 440, 442, 509,
816, 822, 826. 510, 590, 814, 822.
Schlier, H.: 71, 72, 88, 287, 363, 390, Seeberg, R.: 161, 178, 502.
419, 440, 499, 502, 563, 564, 729, Seemann, M.: 745, 759, 766.
745, 748, 749, 752, 753, 760, 763, Segal, J. B.: 866.
766, 767, 879. Seifert, J. L.: 429.
Schmaus, M.: 25, 179, 270, 274, 307, Sekine, M.: 825, 861.
312, 403, 417, 418, 640, 648, 757, Sellin, E.: 351.
760. Semmelroth, O.: 77, 266, 395, 541, 766,
Schmid, H.: 833. 797.
Schmid, J.: 65, 107, 492, 496, 497, Séneca: 444.
498, 860, 864. Serapión: 129, 130.
Schmid, R.: 869. Sertillanges, A.-D.: 439, 450, 482, 483.
Schmidt, K. L.: 748. Servet, M.: 173.
Schmidt, M.: 407. Seuse, H.: 270.
Schmidt, W. H.: 360, 391, 392, 397, Sevenster, J.: 486.
426, 427, 447, 451, 453, 491, 492, Severo de Antioquía: 162.
493, 552, Sforza Pallavicino, P.: 641.
Schmithals, W.: 113, 502. Siegmund, G.: 484.
Schmitt, G.: 845. Siewerth, G.: 39, 395, 421.
Schmitz, C.: 835. Siger de Brabante: 436.
Schmuck, K. D.: 846. Simón, M.: 850.
Schnackenburg, R.: 88, 90, 98, 117, Simón de Tournai: 507.
125, 234, 245, 246, 497, 499, 501, Simplicio: 436.
502, 782, 825, 829, 830, 879. Sinesio de Cirene: 445.
Schneemelcher, W.: 100. Siraud, L.: 869.
Schneider, G.: 388, 389, 396. Sjoberg, E.: 107.
Schneider, H.: 856. Smend, R.: 847, 860.
Schneider, J.: 183. Smising, T.: 174.
Schniewind, J.: 658. Smulders, P.: 482, 715.
Schoeps, H. J.: 389, 501, 835. Sócrates: 52, 496.
Scholz, H.: 414. Soden, W. von: 838.
Schoneveld, J.: 851. Soggin, J. A.: 825, 826, 847.
Schoonenberg, P.: 439, 447, 451, 476, Sóhngen, G.: 44, 55, 252, 395, 396,
482, 808. 430.
Schoors, A.: 831. Soloviev, W. S.: 32, 406.
Schottroff, W.: 866. Sommers, H.: 505.
Schrader, C.: 188. Souter, A.: 702.
Schreiner, J.: 374, 492, 493, 495, 829, Sozzini, F.: 173, 174.
832, 839, 849, 851, 866, 867, 868. Spadafora, F.: 713.
Schrenk, G.: 829. Spaemann, R.: 414.
Schubert, K.: 495, 858, 874. Spencer, H.: 476, 579.
Schücking, E.: 435. Spicq, C.: 871.
Schuler, B.: 410. Spinoza: 174, 448.
Schulte, R.: 277, 289. Splett, J.: 406, 411, 433.
Schulz, B.: 410. Staab, K.: 750, 758.
Schulz, S.: 501. Stachel, G.: 419.
Schuon, F.: 811. Stade, B.: 391.
Schurr, V.: 180. Staerk, W.: £29.
Schütz, P.: 395. Stáhlin, G.: 655.
Schvalle, F.: 391. Stamm, J. J.: 630.
Schwartz, E.: 147. Staudenmaier, F. A.: 189, 406, 414,
Schwarz, R.: 505. 447.
Schwegler, Th.: 357, 563. Stauffer, E.: 88, 244, 774.
Schweitzer, A.: 498. Steck, G.: 825.
Schweizer, E.: 115, 487, 489, 490, 495, Steenberghen, F. van: 255,
497, 499, 500, 502, 503. Steinbüchel, Th.: 538.
INDICE ONOMASTICO 903
Stenzel, A.: 127. 401, 405, 407, 408, 419, 437, 440,
Stephan, H.: 407. 443, 449, 450, 452, 454, 460, 469,
Stephens, W. N.: 357. 481, 484, 489, 507, 508, 509, 510,
Stier, F.: 97, 739. 511, 516, 519, 532, 547, 550, 560,
Stoebe, H. J.: 828. 576, 577, 581, 639, 640, 645, 662,
Stoeckle, B.: 50, 681, 689, 799, 804, 663, 675, 678, 705, 706, 721, 755,
806, 820, 822. 756, 759, 775, 776, 790, 807.
Stohr, A.: 184, 830. Tomasino: 273.
Stolz, A.: 274, 312, 650. Tónnies, F.: 601.
Strasser, S.: 515, 516. Tournay, R.: 227.
Stráter, C.: 275, 280, 300. Toynbee, A.: 432.
Strathmann, H.: 879. Trembla, R.: 403.
Strauss, D. F.: 174. Tresmontant, C.: 250, 354, 395, 423,
Strom, A. V.: 829. 427, 429, 438, 447.
Stufler, J.: 462. Trilling, W.: 879.
Stuhlmacher, P.: 497. Trimborn, H.: 557.
Stuhlmueller, C.: 826. Trinité, Ph. de la: 775.
Stuiber, A.: 126. Troeltsch, E.: 433.
Stummer, F.: 744. Troisfontaines, R.: 664, 683.
Suárez, F.: 649, 759, 775. Trüb, H.: 800.
Sykes, J.: 866. Trütsch, J.: 280.
Tsevat, M.: 850.
Taciano: 145, 402, 415, 419, 428, 454. Tüchle, H.: 782.
Tales de Mileto: 432. Turmel, J.: 753, 754.
Taylor, A. E.: 488, 497.
Taymans d’Eypernon, F.: 270. Ulrico de Estrasburgo: 185.
Teilhard de Chardin, P.: 439, 452, 454, Ulrich, F.: 39.
472, 589, 617, 666, 791. Utz, A. F.: 581, 585, 601, 604.
Teodoreto de Ciro: 445.
Teodoro de Mopsuestia: 125, 127. Vacant, A.: 754.
Teodoro: 147, 149, 156. Vagaggini, C.: 125, 127, 130, 584.
Teodulfo de Orleáns: 171. Valentín: 147, 422.
Teófilo de Antioquía: 145, 147, 401, Vandeur, E.: 270.
419, 427. Vanneste, A.: 710.
Teresa de Jesús: 132. Varrón: 36.
Tertuliano: 99, 125, 131, 136, 140, Vaux, R. de: 214, 353, 354, 827, 847
144, 147, 148, 152, 153, 154, 158, 854, 869.
163, 165, 170, 171, 251, 402, 415, Vawter, B.: 853.
422, 423, 428, 481, 503, 504, 521, Veatch, H.: 415.
531, 566, 627, 700, 756, 797. Vella, J.: 832.
Teunissen, M.: 394, 398, 516, 519, 530, Vereno, M.: 811, 814, 821.
537. Verhoef, P.: 829.
Thielicke, H.: 397, 589, 590, 594, 598, Verpaalen, A. P.: 581, 587.
603, 605, 793, 797, 804, 806. Verschner, O. v.: 569.
Thierry de Chames: 183, 404, 411. Vetter, A.: 410, 588, 599.
Thils, G.: 585, 596, 597. Viallet, F. A.: 791.
Thomas, J.: 428. Vicedom, G.: 816.
Thomassin, L.: 188, 406. Víctor de Marsella: 451.
Thompson, R. J.: 869. Vincent, H. L.: 741.
Thurnwald, R.: 556, 557. Virgilio: 36.
Thüsing, W.: 235, 242. Virgulin, O. St.: 862.
Tillich, P.: 177, 398, 708, 816. Vischer, W.: 379, 401.
Tischner, R.: 780. Vlastos, G.: 488.
Tolomeo: 147, 148. Vodopivec, M.: 452.
Tomás de Aquino: 31, 39, 40, 42, 43 Vogt, H.: 435.
184, 185, 253, 254, 263, 265, 266, Vógtle, A.: 238, 439, 596.
274, 275, 291, 292, 293, 323, 325, Volk, H.: 328, 407, 453, 541, ^
328, 331, 393, 394, 396, 399, 400, 640, 708. *
904 INDICE ONOMASTICO
gracia de Cristo y gracia del estado orí tro del hombre con Dios 826
gmal 637s, 643 la historia como promesa y cumplien
gracia (hesed) en el AT 862 to 829
gracia increada 285, 345 sentido teleología) de los acontecimien
gracia santificante y justicia original tos 590s
639, 642
gracia y libertad humana 667s Historia primitiva 216s
gracia y persona 541, 674
gratuidad de la gracia 464 Historia de la salvactón
la gracia como autocomunicación libre el pecado como obstáculo contra la his
de Dios 521 tona de la salvación 658s
la gracia como inmediatez ante el mis enfoque cristológico 842ss
teño absoluto de Dios 345 exposición bíblica 825 831
la gracia como participación en la vida historia de la salvación y Trinidad (eco
de Dios 458 nómica) 313, 315
la gracia como realización absoluta de la historia como acontecer terreno celes
la trascendentalidad del hombre 345 tial 749
la gracia como última condición «a la palabra de Dios como clave de la
prion» del conocimiento teológico historia de la salvación 827s
343 la salvación en la historia del AT 831
la gracia en san Pablo y en san Juan 880
458 los ángeles en la historia de la salva
la gracia santificante «antes» de la re ción 735
dención de Cristo 801 806 peculiaridad de la historia de la salva
necesidad de la gracia 675s ción en el AT 61
¿observancia de la ley natural sin gra relación entre historia universal y par
cia> 678 ticular de la salvación 78s
pérdida de la gracia 673s
Trinidad y doctrina de la gracia 27ls, Historicidad 590ss
313, 334s
triple comportamiento de Dios respecto historicidad del destinatario de la auto
a nosotros en el orden de la gracia comunicación de Dios 318
285 287
Hombre (cf antropología, comunidades,
«Habitación» de Dios 285 cuerpo y alma, hombre y mujer, ima
gen de Dios en el hombre, palabra,
Hermenéutica trabajo)
cuestiones hermenéuticas de la angelo apertura de la naturaleza espiritual del
logia 733, 746s hombre 464
interpretación de los presupuestos del autoconocimiento del hombre por la
magisterio 712 palabra 394
problemas hermenéuticos de las expre concepción dualista del hombre 487
siones protológicas 341, 356 489, 494
creaturalidad del hombre 468
Hijo (de Dios) (cf Logos) 301 ss decisión del hombre ante el orden mo
diferencia entre la filiación de Jesús y ral 663
la de los demás hombres 301 decisión en la muere 663s
el Hijo como «salvador absoluto» 302 diferencia entre la acción buena or
«Hijo inmanente» 302 diñaría y la acción vital moral
preexistencia del Hijo 303 663
diferencia entre pecado mortal y peca
Hilemorfismo 489, 507 509 do venial 663
Historia el hombre como libre interlocutor de
Dios 470
historia y autocomunicación de Dios el hombre como meta y sentido del
318, 319s 322 mundo 453
la historia como escenario del encuen el hombre como nexo entre el macro
918 INDICE ANALITICO
Sabehanismo 149s, 156, 170, 173, 287 Ser (cf analogía, palabra)
sabelianismo económico 287 contingencia del ser individual 31
sabelianismo modalista 148 diferencia entre ser y ente 31
horizonte del ser 31
Sabiduría participación en el ser 519
ser ontológico de la persona 537ss
la sabiduría en el AT 72s, 378s ser para la muerte 798
tendencia a la personificación 73,
362 Símbolo 518
la sabiduría en Teófilo de Antioquía Situación (cf pecado del mundo peca
145 do original)
Sacramentales 129, 783 concepto de situación 687s
doble forma del «estar situado» 691
Sacramentos 129s el pecado original como un «estar si
tuado» 717 720, 723
Sacrificio la carencia de gracia como situación
sacrificio de Cristo 870 existencial en virtud de la repulsa
sacrificio en el AT 868ss de Cristo 690
la situación como vínculo de las libres
Salvación (cf historia de la salvación, decisiones 688
necesidad y eficacia anticipada de la «situación» y «estar situado» 687s
redención)
Socimanos 150, 173s
carácter encarnatorio 521
concepto veterotestamentario de salva Soledad 580, 674, 793, 806
ción 859
individualismo de la salvación 580s Solidaridad (cf comunidades, hombre,
la justicia como acción salvífica 228 relación yo tú) 587, 589, 594, 599,
la salvación y la esencia trascendental 604, 829, 832, 878
del hombre 344 personalidad corporativa 587 600,
aspecto trascendental del acontecí 685, 695
miento concreto 344
el acontecimiento salvífico no es de solidaridad en el pecado 594, 684
rivable de la posibilidad «a pno solidaridad humana 48, 492 536, 540
n» del hombre 344 #
mediación de la salvación 829, 845 Sotenología 165s
naturaleza social de la salvación 591 Subordinaciomsmo 145, 151ss, 164,
relación entre la salvación y la necesi 402
dad de redención 794ss
salvación de los no cristianos (cf bu subordinacionismo amano 152, 158
mamdad extrabtbhca, religiones) subordinaciomsmo de los apologetas
universalidad de la salvación 854, 878 144 146
INDICE ANALITICO 929