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Ficha del Libro

BORGES EN EL CENTRO DEL INFINITO

D'Angelo, Biagio

TABLA DE CONTENIDO

Prólogo, por Lisa Block de Behar PDF

¿Borges neobarroco? PDF


El jardín de las versiones que se bifurcan. Una nota sobre la
PDF
traducción en la obra de Borges
Borges, Puig y los lenguajes comunicantes PDF
El Sur, Beowulf y el Azar. Una nota sobre el discurso
PDF
religioso en la obra poética de Borges
Per speculum in aenigmate. Reflejos y espejos en Borges y
PDF
Guimaráes Rosa
Elogio del caos (y de su orden). Brújulas, palomares y otros
PDF
barroquismos en Borges y Calvino
B(i)orges Dostoievskiano. Una posible resolución de un
PDF
problema de don Isidro Parodi
Antiguas posesiones. La memoria de Borges y el rostro de
PDF
Shakespeare
Dédalo ausente. Brodski al margen de Borges PDF

Dante, Borges y el libro PDF

Borges en el laberinto de Dante PDF

Bibliografía PDF

Ficha del Libro

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Prólogo

Lisa BLOCK DE BEHAR


Universidad de la República, Montevideo

Más allá de otros encomios, abundan los reconocimientos que in-


sisten en las anticipaciones estéticas y teóricas que prodiga la obra
de Borges y la constante incidencia que sus revelaciones continúan
produciendo en la imaginación de sus más leales lectores y de sus
no menos incansables estudiosos. No deja de llamar la atención
que las inspiradas presunciones de sus ficciones o las razonadas
profecías que ha especulado hayan coincidido con gran parte del
pensamiento del siglo XX así como con las doctrinas que —discon-
tinuas— lo formulan, con las tendencias literarias y artísticas, con
las invenciones de una tecnología dominante que las encauza o
determina. Tal vez, más que coincidencias, la inesperada confir-
mación de esas previsiones por las formas de un presente que las
convalida, sea una de las claves de su lectura que intriga a la vez
que más seduce.
Ajena a las certezas del vidente, la advertencia de tales conje-
turas no se limita ni atiene a los datos proporcionados por los sen-
tidos, vacilantes y precarios, aunque los atiende, ni se ajusta a las
argumentaciones, siempre parciales, de una lógica que niega a la
razón fundamentos de otro carácter y, por eso, tanto los dice como
los contradice. Entre esas fluctuaciones no se descarta que Borges
haya podido prever, en algún hueco de su tabla menos periódica
que arbitraria y de la inestabilidad deliberada de sus clasificacio-
nes, un compartimiento reservado para la imprevisibilidad de in-

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terpretaciones abstrusas y otro, igualmente imprevisible, para la


erudita devoción que le consagraría un estudioso de su obra, quien
entabla con ella una transacción respetuosa y responsable, capaz
de dar lugar al discurso fluido de Borges en el centro del infinito,
este libro que alude, desde el título, a la inconclusión desmesura-
da del mundo de Borges, donde, inabarcables, se encuentran Orien-
te y Occidente y todos los tiempos en un mismo lugar.
Desde Sicilia, Biagio D’Angelo llega al Perú. Previamente, sus
anhelos académicos habían encontrado en Venecia la calma lacu-
nar que canaliza la belleza y la duplica al mismo tiempo. Atraído
luego por el rigor estepario y poético de la lengua y las creaciones
de una Rusia inmemorial, ha atravesado —como en intrépidos tiem-
pos de aventuras y de descubrimientos no necesariamente azaro-
sos— continentes, océano y cordillera, para establecerse en Lima,
donde prosiguen, fervorosas, sus denodadas iniciativas institucio-
nales y multiplicadas las actividades literarias.
Lúcido estudioso de Borges, ubicado en el espacioso cruce cos-
mopolita y universal de culturas ancestrales y alejadas, entre las
intemporales tradiciones americanas, inseparables de sus varia-
das impresiones autóctonas más recientes, Biagio podría animar,
con fácil soltura, a algunos de esos inquietantes personajes de los
cuentos de Borges que no saben de fronteras, si interceptan cono-
cimientos recíprocos, ni de límites, si coartan su vaivén.
Tratándose de Borges, sería ocioso redundar sobre la concilia-
ción de coordenadas opuestas, sobre la confusión de los márge-
nes con el centro, el juego de espejos enfrentados, las palabras de
doble filo, las dualidades de una identidad en fuga a lo largo de
quebrados laberintos, las ambivalencias de la representación que
suspenden la referencia, la indistinción de los géneros y la asimi-
lación de las funciones literarias. Las expansiones ilimitadas de
su universo tientan las estrategias de la investigación comparatis-
ta y Biagio las admite y favorece. Sabe que Borges pone en escritu-
ra, como quien pone en escena, los abismos insondables del pen-
samiento y apuesta a la visibilidad de esas ideas que desbordan
el ensayo, desafiando la narración por medio de una reflexiva au-

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dacia epistemológica, tan temeraria como la que llevaron a cabo


los viajeros que, apartándose de los vestigios arqueológicos de sus
tierras de origen, celebran la novedad de vastas culturas tan anti-
guas como las que dejaron atrás.
De un océano al otro o de un lado y otro del mismo océano,
Biagio se propone encontrar las riquezas literarias y, como un ade-
lantado oriundo de otras tierras, transmite la fidelidad secular de
una revelación trascendente. Todo un mundo se concentra en cada
lectura, instancia a la que Borges dio carta formal de ciudadanía,
extraterritorial y fantástica. Biagio la suscribe en la fundamenta-
da felicidad de sus planteos.
Las notas de ese itinerario intelectual y geográfico entonan
—porque también dan vigor— un discurso a varias voces, propia-
mente coral, consolidado no sólo por las numerosas citas que Bia-
gio transcribe, siempre oportunas y bienvenidas, sino porque las
interpretaciones que las comentan logran modular ecos de Borges,
plurales y profundos, en un contexto de resonancias que no ate-
núa el registro inasible del autor. Al leer a Borges y al inscribir
sus lecturas en procura del «centro del infinito», Biagio da pie a
una especie coral distinta que, por medio de una voz que interme-
dia un armonioso acorde, releva la voz del escritor, con las cuer-
das de un instrumento bien temperado capaz de acompañar, su-
brayando, los motivos que cuentan, sin atenuar los desplazamien-
tos de un infinito vagamundo y vigente.
Todo lector intenta repetir en silencio los pasos alados de un
autor que lo precede y lo guía, aspirando a alcanzar la verdad de
un texto anterior, como el mítico manuscrito que, en lengua extra-
ña, narra las andanzas de un lector ejemplar, o de cualquier lec-
tor, que cree en la fluidez fantástica de la ficción, como en las pro-
fundidades de la poesía o en las verdades poéticas del ensayo y,
al creer en ellas, en realidad las crea.

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¿BORGES NEOBARROCO?*

La diferencia y la repetición sólo se oponen en apariencia.


No existe ningún gran artista cuya obra no nos haga decir:
‘la misma y sin embargo otra’.
(Gilles DELEUZE, Proust y los signos)

El sueño (autor de representaciones),


En su teatro, sobre el viento armado
Sombras suele vestir el bulto bello.

Síguele; mostraráte el rostro amado,


Y engañarán un rato tus pasiones
Dos bienes, que serán dormir y vello.
(GÓNGORA , Varia imaginación que, en mil intentos)

«Quise ser también un prosista barroco, quise ser Quevedo, Saave-


dra Fajardo y Góngora. [...] Entonces publiqué un libro titulado In-
quisiciones, escrito en español latinizado, en un español que trata-
ba de plagiar a Quevedo, digamos, y a Saavedra Fajardo, y a Gra-
cián»:1 son palabras pronunciadas por Jorge Luis Borges, casi
como una confesión, durante una de sus innumerables entrevis-
tas-conferencias. Nuestro propósito es ver el espacio que ocupa el
paradigma barroco y, sobre todo, neobarroco, conforme a las re-
cientes reflexiones críticas, en la obra borgiana. Es obvio que, por
ninguna razón, es posible encasillar la genialidad de la escritura
y del pensamiento del escritor argentino en una época determina-
da —lo que, en cambio, lo condenaría a un tiempo y un espacio
definidos, y no lo dejaría en su extraordinaria, olímpica, actual cla-
sicidad. Su barroco, y como veremos, eventualmente, su neobarro-
co, son mucho más que un mero Zeitgeist, o un reproductor de for-
*
El texto es parte del resultado de los trabajos presentados en el Coloquio
Internacional «Caribbean Interfaces caribeños», Katholieke Universiteit
Leuven, Campus de Kortrijk, 21 de mayo de 2005. Estoy agradecido, de
forma particular, a la colega Nadia Lie, de la Universidad Católica de Lovaina,
por el apoyo incondicionado y la amistad intelectual que me ha demostrado
durante el período de mi peregrinación europea.
1
Jorge Luis BORGES, «La belleza no es un hecho extraordinario», en Cuadernos
Hispanoamericanos. Homenaje a Jorge Luis Borges, 505-507 (julio-
septiembre, 1992), p. 59.

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mas, estilos, lenguajes que descubren la génesis artística de la obra:


se trata, más bien, de la percepción lucidísima de una época, como
aquella de los descubrimientos científicos y las «maravillas» del
siglo XVII, cíclicamente consustancial (aunque con variaciones,
como, por otro lado, en toda su obra artística) a la época contem-
poránea, en la que Borges realizó su actividad creativa. Si su es-
critura no será, naturalmente, la de un prosista barroco, como él
mismo había preanunciado, el narrador de aquel cuento genial que
es «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», sabrá esperar la invasión del mun-
do de Tlön, «revisando en los quietos días del hotel de Adrogué
una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la im-
prenta) del Urn Burial de Sir Thomas Browne» (BORGES 2005: I,
474).2 También Pierre Menard, escritor-transcriptor-repetidor ex-
tra tempo del Quijote, no quedará, naturalmente, sin fascinación por
el episteme barroco, ya que su obra «visible» contempla «una tra-
ducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, inti-
tulada La boussole des précieux» (2005: I, 476).

***

Las últimas décadas han propuesto un «renacimiento» de relec-


turas, reconsideraciones, revisiones de las categorías histórico-cul-
turales, presentando, así, en el paso (no demasiado obvio) de la
modernidad a la postmodernidad, un compacto universo creativo
y una nueva periodización cultural, denominados por el contro-
vertido término de «neobarroco».
Este término, «neobarroco», inaugurado por Omar Calabrese,
en su ensayo de 1987, L’etá neobarocca, ha sido corroborado por otros
aportes teóricos que han servido para fijar algunos fenómenos del
debatido mundo de la crisis de la modernidad. Así, de Christine
Buci-Glucksmann, con La raison baroque (1984), a Gilles Deleuze,
Le pli. Leibniz et le baroque (1988), hasta Poétique baroque de la Caraï-
be, de Dominique Chancé (2001), la postmodernidad ha releído la
2
Todas las referencias a la obra borgiana proceden de la edición siguiente: Jorge
Luis BORGES, Obras completas (en cuatro volúmenes). Buenos Aires: Emecé
Editores, 2005.

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cuestión neobarroca como correlato epistemológico de la crisis de


la fe, de la política, de los ideales. Calabrese entiende el neobarro-
co, por analogía al barroco, como una categoría del espíritu con-
temporáneo, constituido por «categorizaciones que ‘excitan’ fuer-
temente el orden de sistemas, y lo desestabilizan en algunas par-
tes, lo someten a turbulencias y fluctuaciones, y lo suspenden en
la decidibilidad de los valores» (1987: 30).3 Ya Michel Foucault ha-
bía intuido que el siglo XVII representa una de las épocas en la que
el cambio de mentalidad resultó tan radical que el crítico francés
interpretó este tránsito temporal como una fractura paradigmática
con el pasado. Otro ejemplo de esta relectura de la época barroca
nos proviene de Benito Pelegrín quien, en unas páginas dedica-
das a Baltasar Gracián, reconoce una novedad epistemológica.
Para él, más allá de una conciencia artística acentradora, típica de
aquel arte «moderno» que quisiera surgir pretenciosamente como
«universal», «el barroco ha devenido un valor refugio, plural, de
la singularidad [...] (un barroco) irracional y reaccionario cuando
la Razón era subversiva [...] Barroco es entonces lo irracional, lo
insensato, la disidencia, que devienen subversivos» (1983: 76-77).
Acerca de la discusión sobre la hispanidad de América Lati-
na, y al concepto de neobarroco, el cubano Severo Sarduy es pro-
bablemente el primer escritor latinoamericano en teorizar la reno-
vación del episteme barroco. En sus Ensayos generales sobre el ba-
rroco (1987), observa que los autores de la tradición literaria lati-
noamericana, en primer lugar Sor Juana Inés de la Cruz, han esta-
do siempre fascinados por una vocación «cosmológica» y «total».
La irreverencia característica de Sarduy, influenciada por las lec-
turas de Lacan y Derrida, en primer lugar, llega a una crítica de-
constructiva de la unificación o unidad del mundo («la violenta
pulsión de unificación, el feroz deseo del Uno» —SARDUY 1974: 24),
aunque la exigencia de tal necesaria justificación unitaria no es
nunca completamente censurada. Mucho antes de Sarduy, José Le-
zama Lima, otro extraordinario cubano, revindica la naturaleza
barroca del arte latinoamericano debido a un movimiento de prés-

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Versión nuestra al castellano.

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tamos y donaciones intercontinentales: las formas barrocas euro-


peas llegan a autonomizarse en Latinoamérica con el auxilio de
un programa o de un contenido «local», americano. La identidad
literaria nace, según Lezama Lima, dentro de este intercambio pro-
lífico y no beneficia a uno desfavoreciendo al otro. Esta búsqueda
del universal parangón forma parte del nuevo episteme barroco,
reconocido antes por Lezama Lima y luego, por otras vías, por Alejo
Carpentier. Lezama Lima, subrayando irónicamente que «el barro-
co es cosa nuestra», es decir cosa cubana y latinoamericana, no
tiene ninguna intención de desvincularse de la relación con el ori-
gen cultural europeo. Más bien, en un panfleto publicado en 1953,
precedente de su obra teórica maestra, La expresión americana (1957),
en la cual se concentra sobre la madurez barroca de Latinoaméri-
ca, Lezama Lima define la cultura barroca iberoamericana como
un connubio de creación y de dolor aceptado según los principios
de la fe católica de la cual él era ferviente participante. «Una cul-
tura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad [...]
sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado» (1953: 63).
El neobarroco, por lo tanto, no se presenta como un discurso
repetitivo, ni como una reproposición de fórmulas anacrónicas y
acríticas; por lo contrario, para lectores y teóricos de la cultura como
Sarduy o Carpentier, que acabamos de mencionar, el barroco re-
fuerza la comprensión de la postmodernidad, en un sorprendente
regreso cíclico, mediante el cual podemos interpretar algunas se-
ñales de crisis y desilusiones contemporáneas. La «re-apropiación»
de una poética barroca, a justo término, toma el nombre de neoba-
rroco, favoreciendo, de tal manera, nuevas investigaciones que
abarcan el continente latinoamericano, y, con éste, lugares de es-
critura puestos de lado, como, por ejemplo, la literatura francófo-
na y anglófona del archipiélago caribeño. Si bien este «nuevo» mo-
delo barroco de lectura filosófica del mundo huye de un mero re-
ciclaje de formas de la tradición, en realidad él acepta, por un lado,
y quebranta, por el otro, el pasado, reproponiendo temas, estilos,
ideologías, inconscientemente, a través del método fascinante
de la variación. De hecho, no es casual que el tema musical sea

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uno de los principios artísticos predilectos por los posibles auto-


res neobarrocos; en primer lugar, Alejo Carpentier, que en Los
pasos perdidos (1953) y en Concierto barroco (1974) ofrece sus esta-
dos visionarios neobarrocos en torno a la mezcla de culturas en
Hispanoamérica.
La pregunta que mueve nuestra reflexión acerca de una esti-
mulante conjetura de Borges neobarroco, proviene de una asom-
brosa semejanza entre, justamente, el autor cubano de El siglo de
las luces y el escritor de Ficciones. Durante una entrevista entregada
en Point-à-Pitre, de 1965, Carpentier, definiendo el mundo caribe-
ño y, en línea general, el continente latinoamericano entero como
complejo, caótico, extraordinario, declara que, en ese contexto, lo
barroco no puede ser reducido únicamente a un estilo: la desme-
sura, característica típicamente barroca y, al mismo tiempo, la re-
proposición de temas e imágenes de la historia, mediante juegos
lingüísticos y referencias insólitas, son «maravillosos» redescubri-
mientos de una verdadera poética que puede ofrecer una interpre-
tación de la disposición caótica del cosmos. El barroco, lejos de
ser un estilo histórico, cerrado entre los polos temporales y espa-
ciales del siglo XVII, entonces, se define, en la concepción de Car-
pentier, como un «estado de ánimo» que se manifiesta en autores
como Cervantes, Rabelais, en taxonomías culturales como el góti-
co o la arquitectura azteca, así como en el carácter visionario de la
imaginación de Rimbaud hasta llegar a la densidad de las pági-
nas de la Recherche proustiana. Es decir, lo barroco, como poética,
se encuentra allí donde la escritura se transforma, se renueva, se
abre a la mutación constante, con una capacidad combinatoria que
parece agotarse y saturarse. Lo barroco no se adhiere a épocas de
certezas científicas o espirituales; más bien, sería barroca toda for-
ma de arte que, inquietamente, hila y deshila, como Penélope, el
tejido que une la Verdad a cada manifestación de existencia, y en
este deshilvanarse le parece insuficiente y, sobre todo, inatendi-
ble, apoyarse sobre una sola verdad, mientras que la multiplici-
dad y la ambigüedad más corresponden a la enigmaticidad y, qui-
zá, incomprensibilidad del mundo. «El academismo es caracterís-

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tico de las épocas asentadas —afirma Carpentier—, plenas de sí


mismas, seguras de sí mismas. El barroco, en cambio, se manifies-
ta donde hay transformación, mutación, innovación» (1981).4
Confrontamos ahora esta declaración de Carpentier con la de-
finición que Borges consigna de «barroco», publicada en el prólo-
go de la edición de 1954 de la Historia universal de la infamia:
Yo diría que Barroco es aquel estilo que deliberadamente agota
(o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia
caricatura […] Barroco (Baroco) es uno de los modos del silogis-
mo; el siglo XVII lo aplicó a determinados abusos de la arquitec-
tura y de la pintura del siglo XVII; yo diría que es barroca la eta-
pa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios.
El barroquismo es intelectual y Bernard Shaw ha declarado que
toda labor intelectual es humorística. Este humorismo es invo-
luntario en la obra de Baltasar Gracián; voluntario o consenti-
do, en la de John Donne. […] Bajo los tumultos no hay nada.
No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes;
por eso mismo puede acaso agradar. (BORGES 2005: I, 307)

A partir de sus palabras, es evidente que Borges no puede ser


clasificado ni como barroco, ni como neobarroco, tout court. Para
Borges el barroco es una categoría mental permanente, una cons-
tante puesta en discusión de categorías rígidas o esquematizadas;
es una continua recuperación arquetípica de estilos y retóricas, en
el momento en el que el espíritu creativo siente la necesidad de
evadir su propia estaticidad; no es secundario que Borges abra su
«otra inquisición», «La esfera de Pascal», con la frase «Quizá la
historia universal es la historia de unas cuantas metáforas» y la
concluya con una ligera variación, justamente, barroca: «Quizá la
historia universal es la historia de la diversa entonación de algu-
nas metáforas» (2005: II, 16 y 18).
Es indicativo que Pascal representa una de las figuras, entre
los intelectuales barrocos, más próximas a la escritura o al siste-
ma estético borgianos: él sintetiza el paradigma de la duda, del
4
Léase la transcripción de la conferencia sobre lo barroco y lo real maravilloso
dada por el escritor cubano en Caracas el 22 de mayo de 1975, publicada en
CARPENTIER 1981: 111-135.

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escepticismo, de la inquietud que caracterizan al hombre de la


edad moderna y, por extensión, el hombre de la modernidad, «un
roseau pensant, esa infinita miseria que posee la grandeza de una
razón que se revela al cabo —si lo fundamental es conocer a Dios
y el mundo— frágil e insuficiente instrumento» (BUSQUETS 1992:
306). Borges nos ofrece una imagen de Pascal como intelectual «de-
construccionista», que percibe el «pensar» y el «sentir» (términos
pascalianos) en su fragmentariedad: el cosmos se le presenta a Pas-
cal (y a Borges, quizá) en su espectacularidad frenética, casi cir-
cense, y dentro de las luces psicodélicas de las estrellas interroga-
das, nace un sentimiento de aniquilación y reconstrucción, de in-
comprensibilidad y extravío:
En aquel siglo desanimado, el espacio absoluto que inspiró los
hexámetros de Lucrecio, el espacio absoluto que había sido una
liberación para Bruno, fue un laberinto y un abismo para Pas-
cal. Éste aborrecía el universo y hubiera querido adorar a Dios,
pero Dios, para él, era menos real que el aborrecido universo.
Deploró que no hablara el firmamento, comparó nuestra vida
con la de náufragos en una isla desierta. Sintió el peso incesan-
te del mundo físico, sintió vértigo, miedo y soledad, y los puso
en otras palabras: «La naturaleza es una esfera infinita, cuyo cen-
tro está en todas partes y la circunferencia en ninguna». Así pu-
blica Brunschvicg el texto, pero la edición crítica de Tourneur
(París, 1941), que reproduce las tachaduras y vacilaciones del
manuscrito, revela que Pascal empezó a escribir effroyable: «Una
esfera espantosa, cuyo centro está en todas partes y la circunfe-
rencia en ninguna». (BORGES 2005: II, 18)

La revalorización actual, postmoderna, del espacio y del tiem-


po barrocos se origina en la concepción desconsolada de un arte
junto a su nadir más inferior, a sus silencios, a sus necesidades de
parodiar, reciclar formas y conceptos e imágenes alegóricas que «ar-
tificiosamente» (es decir, por medio del artificio) nos conducen a
un gesto que no posee objetivo, a una ausencia de profundidad, a
una articulación de pensamiento contemporáneas como vanidad,
inutilidad, nulidad. En este aplastamiento ontológico, barroco y ne-
obarroco, Dios no es sino simplemente supuesto, obvio, necesario,

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tal vez, pero no influyente: no cabe duda de que el patetismo filo-


sófico de Baruch Spinoza, tenido en gran consideración por Bor-
ges y por las corrientes filosóficas postmodernas, cautiva porque
consiste en relativizar las cosas del mundo con una creación que
acaba por ser una «casualidad» intrínseca a la realidad (es el con-
cepto spinoziano de natura naturans). Spinoza atrae a Borges, men-
te profundamente dada al raciocinio, porque el filósofo holandés
propone una razón excelsa que domina las pasiones del mundo
hasta transformar, y recluir, el universo en un acto geométrico. El
patetismo desemboca finalmente en un dudoso pesimismo y una
atormentada laceración del sujeto («Borges y yo» en El hacedor): «Spi-
noza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la
piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de
quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy)» —2005: II, 197.
Se trata, por lo tanto, de un relativismo que en Borges provie-
ne de frecuentar a Leibniz, cuyo sistema de pensamiento sostiene
un mundo único y relativo, seleccionado entre una multiplicidad
de mundos posibles; así que el posibilismo se vuelve doctrina mo-
dernísima de negación (o indiferencia) de (o a) la solución del la-
berinto cósmico:
Búsqueda de una anterioridad o de una autoridad, una realidad
otra, una realidad alta, donde alteridad y altura se confunden en
otro mundo, por encima. Podría ser el mundo posible, el mun-
do elegido del que hablaba Leibniz elegido, leído, libros sobre
libros sobre libros que creen —sobre ese poco de realidad que
había una vez— una sobrerrealidad próxima a las estrellas,
próximo a los símbolos, antes de estrellarse y fracturarse en par-
tes. (BLOCK DE BEHAR 1999: 73)

Borges problematiza, y quizá anticipa, las teorías acerca de la


búsqueda de una poética común al tiempo crucial que histórica-
mente él vivió, entre la tradición angustiada de la modernidad y
la experimentación artística de la duda y de la negación de reve-
laciones metafísicas proveniente de la frecuentación de la filoso-
fía inglesa de Hume y Berkeley. La suerte misma del escritor pare-
ce ser definida por un curioso barroquismo: «Al principio [el es-

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critor] es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de años pue-


de lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es
nada, sino la modesta y secreta complejidad» (2005: II, 252), afir-
ma Borges en el prólogo a la recopilación poética El otro, el mismo,
donde parece entreverse la necesidad de la superación de un esti-
lo barroco a favor de una poética de mayor consistencia y perso-
nalidad, que no es opuesta al barroco, pero que de éste mantiene
la «complejidad», sutil, imperceptible, casi invisible. Borges declara,
además, haber «renunciado a las sorpresas de un estilo barroco»,
pero dejando entender su interés hacia una poética que le corres-
pondía, por lo menos, en cuanto a ars combinatoria, técnica de va-
riaciones, ansia de una respuesta prefabricada a las cuestiones
eternas del ser. En El informe de Brodie, hablando de dichas «re-
nuncias» barrocas, Borges se confiesa:
Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una bue-
na página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos
los setenta, creo haber encontrado mi voz. […] Es verosímil que
estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avan-
zada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges. (2005:
II, 428)

Ser Borges, justamente, o «desgraciadamente», como él mismo


amaba subrayar, bajo aquella ironía que fue su fuerza vital, deter-
minante en su poética artística y humana, es alcanzar un centro,
el del rostro propio, que se esconde, se desplaza, muda entre ho-
rrores, dolores e incertidumbres: este movimiento de vaivén, en for-
ma de espiral, en forma de fuego y aire, que representa, en un últi-
mo análisis, la búsqueda del otro, del yo, es aquella tensión dico-
tómica entre la finitud del hombre y la infinitud del gesto miste-
rioso que subyace a cada acción humana. Bastaría con proponer-
se, como se prefijó Borges, el arduo trabajo de dibujar el mundo,
igual que en el sueño de posesión de saber en el siglo XVII, «época
trágica», «arte de la crisis», «mundo como confuso laberinto», se-
gún las célebres expresiones de José Antonio Maravall (1985: 249-
254 ss):

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Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo


de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de
reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de
habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de per-
sonas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto
de líneas traza la imagen de su cara. (BORGES 2005: II, 248)

Bajo esta lectura, nos parece que Borges pueda considerarse


autor barroco, y más bien, neobarroco, en el sentido de una opera-
ción intelectual y artística que, como sostiene Gillo Dorfles, «indi-
vidualiza el abandono (o la caída) de todos los caracteres de or-
den y simetría, y entrevé el adviento (no siempre positivo, pero tam-
poco necesariamente negativo) de lo desarmónico y asimétrico».5
Se trata de la misma «oscilación», que en nuestro caso podríamos
definir como «neobarroca», que Eco otorga a la estructura básica
de la «obra abierta», una oscilación ineliminable, un «inestable
equilibrio entre la iniciativa del intérprete y la fidelidad a la obra»
(ECO 1999: 13).
La producción borgiana, entre otros y sí mismos, yo y espejos,
desenmascara un engranaje de juegos y laberintos que, parodian-
do, simulando, falsificando, construyen (o de-construyen) una ima-
gen de sí que continuamente se posee y se pierde, se agarra y se
re-encuentra trágicamente multiplicada.
Por ello, a Borges le interesa del barroco aquella «verdad de la
duda, que consiste en hacer de la verdad no una posesión, sino
una aspiración y una conquista», que «cuestiona la supuesta co-
incidencia entre el ser y el parecer, entre el objeto y la mente que
aprehende» (BUSQUETS 1992: 302). No obstante el método cartesia-
no se configure, según Borges, como una severa reducción de la
multiplicidad y de la diversidad a formas simples y geométricas,
el argentino dedica un poema, tal vez irónico, a Descartes (en La
cifra), sobre la duda benéfica que vuelve inaceptable todo esque-
ma maniqueo, toda subdivisión naturalística:

5
DORFLES, Gillo. Architetture ambigue, Bari: Dédalo, 1985, citado en CALABRESE
1987: 18.

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Soy el único hombre en la tierra y acaso no hay tierra ni hombre.


Acaso un dios me engaña.
Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión.
Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna. (2005: III,
323)

«Cambio violento» respecto de los estilos precedentes, según


Emilio Orozco en su capítulo sobre el barroquismo, «el Barroco pier-
de la confianza en lo natural incluso en la experiencia de los sen-
tidos. Recordemos una vez más la expresión, tan bien repetida más
de una vez en nuestro Barroco, de que ese cielo azul que todos
vemos ni es cielo ni es azul» (1975: 45 —en cursivas en el original).
Este juicio de Orozco resulta asombroso por su modernidad. La
duda sistemática y la incertidumbre de definición «lingüística»
(sobre objetos, acciones, pensamientos, opiniones) sorprenden, en
el ejemplo presentado, por su actualidad y, en cierto modo, repeti-
tividad. La vida es variadamente interpretable, parecen insistir los
artistas barrocos. Las luces y las sombras, como en las pinturas
de Caravaggio o de Rubens, iluminan y «desbordan», u oscure-
cen, zonas peligrosas u ocultas, silenciadas en precedencia.
En esta tensión entre finitud e infinitud que el Barroco propo-
ne como poética propia, original, autónoma, tensión de antónimos,
raramente resuelta y siempre entre pliegues, como sugiere Deleu-
ze, el Neobarroco descentra el centro armónico de las oposiciones,
transfiriéndolo hacia una utopía en la que reina el vacío, la impo-
sibilidad de la respuesta, la tragedia, el desmembramiento. Sarduy
insistía no sólo en el silencio de una presencia metafísica, sino tam-
bién en una configuración ya híbrida de cuerpos, rostros, respues-
tas, escrituras. De esa forma, al faltar el sentido que empuja lo exis-
tente a la realización de sí, el Neobarroco se propone como episte-
me subversivo, en definitiva como general incertidumbre, dentro
del cual la «violenta pulsión del Uno», según la frase de Sarduy,
se anula, o mejor, se abre a una escritura múltiple, différante, po-
dríamos decir con Derrida, desestabilizante.
Sin embargo Borges, como Calvino por otro lado, no puede ser
reconducido a una desmesura aniquiladora. La escritura de Bor-

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ges vive dentro de estas contradicciones y su juego laberíntico, que


abarca géneros, códigos, alterándolos, con la gracia y el implante
arquitectónico estructuradísimo de la variación barroca, se revela
como una abismal inquietud para la eternidad, la muerte, la vida
antes y después de la vida.
La descentración del género literario representa, a nuestro ver,
aquel «desequilibrio» fecundo que proviene de los artificios de una
escritura neobarroca que procura el asombro, la desmitificación de
cualquier esquema prefijado, y también la compañía inteligente del
lector.
De hecho, no hay nadie como Borges que, en lengua castella-
na, ponga en discusión la tradición del concepto mismo de géne-
ro literario. Maestro absoluto del palimpsesto, muchos de sus cuen-
tos parecen más bien ensayos y el lector no sabe con certeza a qué
atenerse. Tal cosa ocurre, por ejemplo, con Pierre Menard, autor del
Quijote. El mundo clasificatorio parece, en una atenta investiga-
ción, volverse flou, eliminando las barreras entre un género y otro,
entre una forma y otra. Los relatos en función utópica problemati-
zan con vehemencia la misma validez de la utopía como pensa-
miento y literatura; en esto, es discípulo de Wells y otros narrado-
res ingleses distópicos, y precursor de toda una atmósfera que los
escritores del siglo XX de Europa Central y Rusia (como Platonov y
Nabokov) han puesto en evidencia. El mundo rígido del relato po-
licial, que Stevenson definía como «ingenious but lifeless» (inge-
nioso pero sin vida), se revela en toda su artificialidad. Y esta afir-
mación, en principio demoledora, en cambio le resulta, si pensa-
mos en los Seis problemas para don Isidro Parodi, escrito en colabo-
ración con Adolfo Bioy Casares, o en La muerte y la brújula, extraor-
dinariamente constructora, proficua, feliz. Señalamos también la
oscura decisión de no escribir nunca novelas (con la conspicua
excepción de escribir, por lo menos, «sobre» Don Quijote), género,
como es notorio, detestado por el autor argentino, y de refugiarse,
más bien, en una forma narrativa en la frontera entre el cuento bre-
ve (casi una imitación contemporánea de los «exempla» medieva-
les) y el ensayo, cuyo ideal es la brevedad y la confusión de am-

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bos modelos de escritura. A través de la re-utilización de procedi-


mientos típicos de la poética barroca, como la paradoja y el placer
estético-intelectual suscitado por el uso de las palabras, Borges crea
un «principio narrativo» dominante en su narrativa, como bien
subraya Humberto Núñez-Faraco:
Through the use of irony, parody, and paradox, the reader is
left with an uncomfortable, yet intriguing taste of deceit. Such
a feeling generates, nevertheless, an intellectual and aesthetic
pleasure which is due to its intrinsic ambiguity. Borges’s tech-
nique consists, among other things, in mixing a number of in-
gredients that do not cancel each other but neither fuse in per-
fect accord. In fact, their effect is so overwhelming that they can
easily deceive the reader as to the essential nature of the narra-
tive. This disparity produces a semantic and logical tension that
is unresolvable as long as we remain within the boundaries of
the text, that is, within the author’s fabrication of lies and tric-
ks. We cannot leave this fabric, however, without losing the
story altogether. (2001: 226 —cursivas mías.)

Borges crea géneros nuevos, mundos nuevos, formas nuevas,


nuevos espejismos; finalmente, crea una nueva estética en que la
ficción parece más profunda que la realidad. De esta teatralidad
trompe-l’oeil, Borges crea así personajes que nunca existirían pero
que podrían existir, con una existencia absolutamente auténtica
(o ficticiamente real) aunque sea sólo en el papel. Entre palimpses-
tos y revisión (o, si se quiere, alteración) de los géneros literarios,
Borges cambia definitivamente las estructuras mentales del lector,
subvierte las categorías de la comunicación escrita, adopta una
postura marginal y en esta marginalidad construye una propia
epistemología. No por nada Borges convirtió el género periodísti-
co en un género literario: la conversación-entrevista. La más pro-
funda y humana de entre las múltiples que se le hicieron es la co-
lección de diálogos intitulada Borges el memorioso (CARRIZO 1986),
donde el placer intelectual y la ironía son puestos a la orden del
lector. Otra muestra de esta pasión por lo marginal es evidente en
las antologías de diversos temas, escritas en solitario o en colabo-

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ración. En modestos volúmenes, Borges hace una recreación de esos


discursos y les permite funcionar como artificios literarios. Toman-
do textos y tradiciones provenientes de diversas fuentes y cultu-
ras, los animales, el cielo, el infierno y los sueños pasan a ser «per-
sonajes». Manual de zoología fantástica (en colaboración con Mar-
garita Guerrero, 1957), El libro del cielo y del infierno (en colabora-
ción con Adolfo Bioy Casares, 1960) y El libro de sueños (1976) con-
forman una trilogía particular. La marginalidad de Borges consis-
te en una reconsideración del panorama teórico de la literatura
desde la ficción o la escritura literaria, en un cautivar la atención
sobre los peligros y beneficios del olvido y sobre lo que compone
la posibilidad de la eternidad aun en la experiencia de la tempo-
ralidad. Aunque esto pueda dar por resultado, desconsoladamen-
te, como Borges escribe en «Una rosa amarilla», de El hacedor, el
que los libros no sean nada, ni «un espejo del mundo, sino una
cosa más agregada al mundo» (2005: II, 184).
Borges, rompiendo con la tríada básica de la comunicación,
altera, con una filosofía que no pretende ser sistemática, la monó-
tona repetición de los hechos del universo y busca en éste una tras-
cendencia iluminadora. Los mundos nuevos y las formas nuevas,
los artificios y la recreación discursiva emergen de una influencia
decididamente barroca, casi como si Borges fuese un nuevo Co-
pérnico, en búsqueda de renovadas experimentaciones que, final-
mente, no hacen que decrezca la distancia entre las certezas cien-
tíficas y espirituales, y los fogosos deseos de conocimiento y de
muerte. El «texto» total de Borges se revela, según las investiga-
ciones de Umberto Eco, «potencialmente sin fin» (1999: 15). Eco
recuerda, además, que la naturaleza de un texto no puede basarse
en la idea de una significación definitiva y definitoria; a este pro-
pósito, conectándose con la práctica de la reconstrucción, Eco re-
fiere que la teoría de Derrida se apoya toda en «el poder del len-
guaje, y su capacidad de decir más de lo que no pretende decir
literalmente» (1999: 329). Esta capacidad subyacente al texto va-
ría y se adecua también a la obra «abierta» borgiana.
Borges oscila, perplejo, entre la nerviosa, pasiva aceptación de
la imposibilidad de un verdadero, último conocimiento, y la per-

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suasión de que la razón humana, por justificar su existencia, debe


reconocer una intervención divina, fuera de las capacidades inte-
lectivas. Por eso, el laberinto puede ser la morada del Minotauro
que, a pesar de su aspecto monstruoso, querido también por dio-
ses vengadores, se revele como casa de espera de un liberador; o
el abismo infernal de la biblioteca de Babel, en que no existe nin-
gún centro, y que se reduce geométricamente a «una esfera espan-
tosa, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en nin-
guna» (2005: II, 18). No es, entonces, ni escándalo, ni motivo de
incoherencia, presentar una contrapropuesta a esta línea famosa:
su revés podría destacarse de entre las palabras de la conferencia
de Borges intitulada «La inmortalidad»: «En cualquier momento
estamos en el centro de una línea infinita, en cualquier lugar del
centro infinito estamos en el centro del espacio, ya que el espacio y
el tiempo son infinitos» (2005: IV, 190).
Toda la obra de Borges vive justamente de esta tensión de
opuestos que, expresándose en géneros inseguros e intersecantes,
construye y de-construye una poética neobarroca sin garantía de
certezas, que se manifiesta en las imágenes barrocas de un espa-
cio arquitectural cerrado, pero abierto en todos lados, de un sueño
que concibe la vida y el arte, de un caos que es la verdadera apa-
riencia del universo, del laberinto donde el centro se desvanece,
por voluntad ajena.

***

Quizá, detrás de estos espejismos barrocos y neobarrocos, de este


trabajo intelectual que desgasta y enaltece, que humilla y alegra la
razón y los sentidos, haya otra posibilidad, la última, aquélla del
retorno a la simplicidad del lenguaje, sin metáforas banales y aza-
rosas, ni vilipendios filosóficos y lingüísticos: quizá el poeta quie-
ra, como el Góngora arrepentido por tanta soberbia, de «Los con-
jurados», «volver a las comunes cosas: / el agua, el pan, un cán-
taro, unas rosas» (BORGES 2005: III, 534).

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EL JARDÍN DE LAS VERSIONES


QUE SE BIFURCAN.
UNA NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN
EN LA OBRA DE BORGES*

Savez-vous pourquoi j’ai si patiemment traduit Poe?


Parce qu’il me rassemblait.
Charles BAUDELAIRE

Aunque la bibliografía sobre Borges sea infinita, como lo es cual-


quier libro para él, existen siempre aspectos del escritor que se po-
drían abordar y en los cuales encontrar huecos u omisiones. Bor-
ges siempre se apresuró en declarar que su arte narrativo no con-
tiene ningún tipo de formulación estética ni la revelación de una
filosofía sistemática como principio subyacente a todo el proceso
creativo del escritor (cf. AGHEANA 1990). La dicotomía arte narrati-
vo / estética, o texto literario / teoría, corresponde, según Borges,
a una aberración: es contraponer el valor «ontológico», esencial
del gesto narrativo a una teorización que pretende explicar los dis-
tintos niveles de realización artística, como si esa pudiese ser de-
tallada abiertamente, sin violar la pureza fenomenológica de la
obra de arte. Todo texto (literario, artístico, fílmico) que intente «ex-
plicar» o «demostrar» carece de auténtica artisticidad o «literarie-
dad», para retomar una expresión cara a los formalistas rusos, y
decae en un mensaje ideológico que transformaría la obra de arte
en un pamphlet importuno y tendencioso. En Borges, este eje dico-
tómico se revela particularmente problemático, sobre todo si se
piensa en su creación de una forma narrativa al límite entre el cuen-
to breve y el ensayo, cuyo ideal es la brevedad y la confusión de
ambos modelos de escritura.

* El texto fue precedentemente publicado en Assumpta CAMPS (org.), Ética y


política de la traducción en la época contemporánea. Barcelona: Editora
PPU, 2004, pp. 95-110.

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En un trabajo sumamente estimulante y apasionado, titulado


significativamente «Borges o las ironías de un vidente ciego», Lisa
Block de Behar relata que el argentino amaba repetir un ejemplo
en el cual comparaba el álgebra y la literatura: si en álgebra los
signos más y menos se excluyen, en literatura pasa lo contrario:
estos signos se atraen recíprocamente e imponen a la conciencia
una sensación ambigua y, al mismo tiempo, auténtica:
Desde sus escritos de vanguardia, en los tiempos del ultraísmo
español y latinoamericano, Borges pasó de la perplejidad a la
fascinación al observar que las palabras no solo podían tener
varios significados sino que esa pluralidad podía abarcar signi-
ficados contrarios […]. En El informe de Brodie el cuento epóni-
mo de uno de sus últimos libros de cuentos, Brodie asimila la
peculiaridad del lenguaje de las tribus a la de nuestra lengua; el
texto está en español, sin embargo el informe dice: «No nos ma-
ravillemos en exceso; en nuestra lengua el verbo to cleave vale
por hendir y adherir». (BLOCK DE BEHAR 1994b: 81-82)

David Brodie es el autor de un manuscrito encontrado en un


ejemplar del primer tomo de la versión firmada por Edward Lane
de Las mil y una noches, que el autor Borges sostiene querer tradu-
cir «fielmente al castellano», deseando no modificar su extraño «in-
glés incoloro». El resultado es asombroso: la palabra del informe
se manifiesta en toda su ambigüedad y pluralidad, es decir, otros
nombres u otras versiones de la traducción, o sea de la introduc-
ción de un texto en otro contexto.
La paradoja borgiana del silencio (o rechazo) sobre la teoría
estética en favor de una observación nueva, casi perturbada, del
fenómeno literario que rompe la monótona repetición de los he-
chos del universo y busca en este una trascendencia iluminadora,
parece fortificarse con el lugar que ocupa la traducción dentro del
proceso creativo y artístico de Borges. Procedemos a investigar el
principio estético de la traducción en el autor argentino, recordan-
do su famosa afirmación, con que se abre «Las versiones homéri-
cas», según la cual «ningún problema es consustancial con la li-
teratura y con su modesto misterio como el que propone la traduc-

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ción» (2005: I, 252). Borges es consciente de que, excepto la lec-


tura, la segunda actividad central para el proceso creativo es la
traducción:
La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discu-
sión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto vi-
sible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la
acatada tentación momentánea de una facilidad. Bertrand Rus-
sell define un objeto externo como un sistema circular, irradian-
te, de impresiones posibles; lo mismo puede aseverarse de un
texto, dadas las repercusiones incalculables de lo verbal. Un parcial
y precioso documento de las vicisitudes que sufre queda en sus
traducciones. (2005: I, 252 —cursivas mías.)

Emerge así el concepto de traducción como labor incansable


de variaciones posibles, un «hecho móvil», considerado en distin-
tas perspectivas, según las mismas palabras de Borges: «Un largo
sorteo experimental de omisiones y de énfasis» (2005: I, 252), ya
que el único texto definitivo correspondería «a la religión o al can-
sancio»: la traducción es trabajo creativo de lectura y relectura, de
interpretación, de sondeo intelectual, de reproposición de virtudes
o vicios ajenos, de gozo y conmoción, que permite dialogar, más o
menos fielmente, con la imaginación (o las imaginaciones, como
sostiene Borges) del autor-creador.
No es inútil citar las obras y los autores que Borges tradujo a
lo largo de su existencia, ya que ellos mismos representan una
puerta privilegiada para comprender al argentino y, sobre todo,
para averiguar el estatus del trabajo del traductor como concien-
cia teórica y práctica.
La primera obra traducida por Borges es probablemente el
cuento de Oscar Wilde, El príncipe feliz, publicada en El País de
Buenos Aires el 25 de junio de 1910. Sus mejores trabajos pertene-
cen a la merecidamente celebérrima antología de Los mejores cuen-
tos policiales, escrita a cuatro manos con Adolfo Bioy Casares. En
la colección que tanto influyó sobre el problema epistemológico que
encierra la novela policial como género y poética, se encuentran
las traducciones del estimadísimo G.K. Chesterton, «El honor de

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Israel Gow» y «Los tres jinetes del Apocalipsis»; el cuento de Na-


thaniel Hawthorne, «Las muertes repetidas»; y, finalmente, dos re-
latos de Edgar Allan Poe, entre los más apreciados por nuestro
autor, «La carta robada» y «La verdad sobre el caso de M. Valde-
mar». No falta un curioso G. Apollinaire con «El marinero de Áms-
terdam» y «Las muertes concéntricas» de Jack London, de quien
Borges tradujo para la Revista Multicolor también el cuento «Las
muertes eslabonadas» nueve años antes (B IOY CASARES y BORGES
1943). Mencionamos también las Fabulas de R.L. Stevenson, que
Borges consideraba una pequeña y secreta obra maestra; el quinto
capítulo del Urn-Burial de Sir Thomas Browne, publicado en Sur
de 1944 y que será citado en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» como la
única lectura-pasatiempo del mundo tlönizado.
Otras traducciones son los Cien dísticos del viajero querubínico
de Ángelus Silesius, cinco poemas de Hermann Hesse, «La esperan-
za» de Villiers de l’Isle Adam, la última hoja del Ulises joyciano,
un cuento de Giovanni Papini insertado en la famosa Antología de
la literatura fantástica («La última visita del caballero enfermo»), un
raro Henri Michaux («Un bárbaro en Asia»). Además, la excep-
cional versión de Hojas de hierba de Walt Whitman, publicada en
1969; una controvertida y «borgiana» interpretación de la Meta-
morfosis kafkiana; una parte de las sagas nórdicas de Snorri Stur-
luson, «La alucinación de Gylfi», de la que Borges fue un confeso
propulsor en una época de problemático nacionalismo universal.
Finalmente, un cuento de Las mil y una noches, «Historia de Abdu-
la, el mendigo ciego», con el que Borges elige un tema relacionado
a la ceguera y traduce a Antoine Galland, quien tradujo el origi-
nal árabe, según un juego singular de cajas chinas o, mejor dicho,
de textos que se bifurcan.
En las brillantes páginas de su reflexión sobre la práctica de
la traducción, George Steiner brinda una imagen de Borges que,
más allá de la excesiva y entusiasta predilección por el autor ar-
gentino, enfoca el problema de la traducción en la dirección de una
vida metaforizada por la traducción misma. Borges es, en las pa-
labras de Steiner, «the most acute, most concentrated commentary

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anyone has offered on the business of translation» (1992: 73 —


cursivas mías). Más adelante, defiende la percepción de Borges de
ser un auténtico traductor por saber conscientemente que «his
labor belongs “to oblivion” (inevitable, each generation retransla-
tes), or “to the other one”, his occasion, begetter, and precedent
shadow» (1992: 76).
De hecho, si —como sostiene Claudio Guillén— un acto de tra-
ducción es «la tentativa de comprender una lengua diferente de la
propia, puesto que las significaciones, las alusiones, las tonalida-
des, los ritmos cambian inexorablemente» y que «una lectura com-
pleta requiere la comprensión de un mundo verbal que difiere del
nuestro» (1985: 346), entonces, en Borges, esto se vuelve comenta-
rio metafórico por extensión, forma de diálogo con el mundo (o
los mundos), tentativa de alcanzar un lenguaje único y universal
que es, a su vez, metáfora de la verdad.6
Con estas premisas epistemológicas se entiende la peculiar fas-
cinación de Borges por el trabajo utópico, inventivo, imaginario
de un lenguaje universal como el pseudosistema propuesto por el
obispo John Wilkins, inmortalizado en Otras inquisiciones:
Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no son tor-
pes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que las integran
es significativa, como lo fueron las de la Sagrada Escritura para
los cabalistas. Mauthner observa que los niños podrían apren-
der ese idioma sin saber que es artificioso; después en el cole-
gio, descubrirían que es también una clave universal y una en-
ciclopedia secreta […]. Notoriamente no hay clasificación del
universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy
simple: no sabemos qué cosa es el universo […]. Cabe ir más
lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgáni-
co, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta
conjeturar su propósito; falta conjeturar las palabras, las defini-
ciones, las etimologías, las sinonimias, del secreto diccionario
de Dios.

6
Recuérdese que en un ensayo sobre la traducción, Die Aufgabe des Übersetzer
(1923), Walter Benjamin proponía su idea visionaria y mesiánica de un proceso
que permitía superar la innumerable variedad lingüística del mundo.

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La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no


puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos,
aunque nos conste que estos son provisorios. El idioma analítico
de Wilkins no es el menos admirable de esos esquemas. Los gé-
neros y especies que lo componen son contradictorios y vagos;
el artificio de que las letras de las palabras indiquen subdivisio-
nes y, divisiones es, sin duda, ingenioso. (BORGES 2005: II, 90-92)

De cierta forma, la traducción vive de este proyecto utópico y


lleno de esperanzas que posee, al mismo tiempo, una naturaleza
de signos arbitrarios y un orden «esquemático» que intenta justi-
ficar el caos del mundo. Para Borges, la traducción es paráfrasis
posible de un mundo que, de otra forma, como toda la literatura,
sería difícilmente detectable, y a pesar de este esfuerzo, permane-
ce en su misterio. Borges percibe al traductor (y, por ende, la tra-
ducción) como relación de un poeta que intenta conciliar polos pa-
ralelos. Se trata de una pluralidad de mundos (recuérdese aquí el
polisistema cultural inaugurado por la escuela israelí y el trabajo
de Itamar Even-Zohar) que introduce, transpone, recrea una re-vi-
sión del mundo como propia:
Traducir es introducir. Traducir es trasladar verbalmente, de un
espacio a otro, no sólo textos sino muestras, miembros, cosas,
retazos de culturas dispares. Se trata de una acción, una iniciati-
va cultural, tan innovadora como cualquier otra, en lo que se
refiere al público receptor. (Guillén 1985: 352)

El reclamo de Guillén al hecho de que «se trata de [...] una ini-


ciativa cultural» encaja magistralmente con la versión que es consi-
derada como la obra maestra de las traducciones borgianas: la Edda
de Snorri Sturluson; sin el aporte de Borges, que trasladó el imagi-
nario de las sagas nórdicas al hemisferio austral, con dificultades
evidentes hubiéramos tenido acceso al original mundo fantástico
de Islandia, con aquel sistema poético de metáforas, las kenningar, a
las que Borges dedicó uno de sus estudios más modernos y asom-
brosos en el campo de la poética de la literatura anglosajona.
De acuerdo con Steiner, según el cual el traductor es, en últi-
ma instancia, un hermeneuta que recoge y reelabora temáticas, va-

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lores éticos, posturas sociales o contenidos culturales, Borges pro-


puso, con su versión de la mitología islandesa al castellano, otra
versión del cuestionamiento del universo, de la presencia-ausen-
cia de Dios, del dinamismo y poder de la libertad humana. En su
libro Antiguas literaturas germánicas, escrito en colaboración con
Delia Ingenieros, Borges afirma que, para él, la historia de la alu-
cinación de Gylfi, episodio central de Edda, se revela como un en-
gaño perpetrado al hombre de parte de los dioses; más aún, los
dioses mismos son «engaño», ilusión (BORGES e INGENIEROS 1951:
104). Borges elige, además, traducir «erróneamente» el término is-
landés antiguo ginning (de aquí el nombre originario de Gylfagin-
ning) como «alucinación» y descarta la versión literal «decepción».
Es probablemente una elección que manifiesta una sensibilidad y
una inquietud de parte de Borges, una profundización del mundo
religioso transmitido por las sagas escandinavas, y una percep-
ción de su extraordinaria modernidad. La condición del hombre
es desesperante y él no es más que un fantoche en las manos de
una presumida divinidad. Léase, una vez más, el trágico resumen
que Borges retoma del pesimismo humano en «El idioma analíti-
co de John Wilkins»:
El mundo —escribe David Hume— es tal vez el bosquejo rudi-
mentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio ha-
cer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios
subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la con-
fusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya
se ha muerto. (2005: II, 91)

Es obvio que la traducción no es un acto de pura transcrip-


ción, inocua, inocente: la escritura borgiana está siempre dispues-
ta a brindarnos una perspectiva aguda sobre la práctica traducto-
ra, aunque no simplifique el cliché, abusado por su naturaleza,
del viejo adagio italiano de traduttore/traditore. Idealmente, el tra-
ductor no quiere traicionar a nadie, trátese de autores u obras, pero
no siempre resulta consciente de la imposibilidad de ofrecer un
texto igual al original. Es el caso planteado en uno de los cuentos
más famosos y discutidos de nuestro autor: Pierre Menard, autor
del Quijote. ¿O sería mejor escribir «traductor» del Quijote?

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Lisa Block de Behar descarta las lúcidas y lícitas interpreta-


ciones de Maurice Blanchot, en Le livre à venir, y de George Steiner
en el ya mencionado y célebre After Babel. Para la estudiosa uru-
guaya, sería un error confundir a Pierre Menard con «el» traduc-
tor ideal porque, de esta manera, se desvía «así, por un desplaza-
miento sobreinterpretativo, la oposición (identificación) autor-lec-
tor, más legítima, que nos interesa: el texto de Cervantes y de Pie-
rre Menard son verbalmente idénticos» (1987: 115). Sin embargo,
no obstante las pertinentes y sugestivas reflexiones de la autora
citada, el caso de Pierre Menard se presenta como extraordinaria-
mente liminal y admite ambas posiciones: la traducción es escri-
tura y reescritura, y Menard «vigila» la «gran memoria literaria»
(retomo aquí otras expresiones utilizadas por Block de Behar) trans-
formándose en un lector-elector-selector-traductor. De esa forma se
cumplen las palabras de Haroldo de Campos quien define la tra-
ducción como un acto de «transcreación», mientras que Genette
habla de «transtextualidad» y de «transposición» (GENETTE 1989:
264), es decir una modalidad de lectura, de apropiación, de amis-
tad y rivalidad entre los textos que componen la historia de la lite-
ratura. Concordamos con las palabras de Daniel-Henri Pageaux:
«el texto traducido es una especie de utopía, de no-lugar […], ni
del todo semejante al texto original, no totalmente asimilable a un
texto directamente escrito en su misma lengua o lengua meta. La
actividad traductora transforma un texto meta en una especie de
intertexto» (2003: 129).
Borges afirma en el prólogo de Ficciones que el verdadero autor
de «Pierre Menard, autor del Quijote» es «el destino que su prota-
gonista se impone» (2005: I, 457), y ese destino se configura como
obra de ambición, la obra «subterránea, la interminablemente he-
roica, la impar» (2005: I, 477). Releamos «el» párrafo explicativo:
No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Qui-
jote. Inútil agregar que no encaró nunca una trascripción mecá-
nica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambi-
ción era producir unas páginas que coincidieran —palabra por
palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes. (2005:
I, 478)

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Borges nos recuerda que la metodología de trabajo utilizada por


Pierre Menard es la más sencilla de todas, y la más imposible: «ser»
Miguel de Cervantes, operación que rechaza por tratarse de una
«disminución»: decide, entonces, como es evidente, «seguir siendo
Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de
Pierre Menard» (2005: I, 478). El resultado, según Borges, y con él
concuerda sin duda el lector, es que ambos textos son «verbalmen-
te» idénticos, pero el texto de Menard es definido, con provocación,
«casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores;
pero la ambigüedad es una riqueza)» (2005: I, 480). La labor de Me-
nard se realiza, finalmente, en «una empresa complejísima y de an-
temano fútil» (2005: I, 481). Su traducción, que Borges llama (ma-
gia de lo literario) de «palimpsesto», representa, bajo forma de me-
táfora, la asombrosa «vanidad que aguarda todas las fatigas del
hombre» (2005: I, 481). Además, detrás de la técnica traductora in-
augurada por Menard, la lectura puede revelar un universo miste-
rioso y complejo, una renovación de cánones insólitos, como la atri-
bución a Céline o a Joyce de la Imitación de Cristo, como se sugiere
en el final del cuento, que nos brindaría otra luz frente a autores,
culturas, mundos. La traducción, en Borges, admite la posibilidad
(quizá puramente utópica o banal) de ser, una vez más, lectura de
la realidad, investigación, puente o coyuntura de polos o versio-
nes por lo general aislados o sin conexión potencial alguna.
Que la traducción sea diálogo infinito a través de tiempos y
espacios, que sea reescritura y relectura es lo que supone Borges
decretando, más allá de la mera práctica traductora, a autores como
Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chester-
ton, Léon Bloy dentro de «el censo heterogéneo» (2005: I, 517) de
sus lecturas preferidas.
Pierre Menard no es sólo un autor del Quijote, sino el autor, el
lector, el traductor de la obra cervantina. En Borges, el traductor es
lector, autor, recreador de textos. Para él, traducir es un problema
delicado, primordial en la historia de la literatura. Relacionada con
l’affaire Pierre Menard, una de las más constantes preocupaciones
borgianas reside en la irresuelta reflexión sobre el acto de la tra-

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ducción como práctica que exalta la individualidad del traductor


o como fórmula arquetípica de considerar los textos literarios como
variantes de un Ur-text, primigenio, irreducible y sagrado. Borges
levanta esta cuestión en una de las más importantes Otras inquisi-
ciones. En «La flor de Coleridge», Borges vuelve a proponer ideas
de otros autores como Paul Valéry, Emerson, Shelley. Sus conside-
raciones son aplicables a una nueva dimensión de la traducción
como práctica intertextual en que el hombre posee un papel nada
desdeñable:
Hacia 1938, Paul Valéry escribió: «La Historia de la literatura
no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de
su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espí-
ritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia
podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor» […].
Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del pre-
sente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poe-
ma infinito, erigido por todos los poetas del orbe. (2005: II, 19)

Esta especie de panteísmo literario resulta provocador si se


piensa que la literatura —y con ella la traducción, a menudo des-
prestigiada como práctica ancilar—, es el producto de variantes y
variantes y más variantes de un texto fijo, último, sagrado, y que
dichas variantes representan metafóricamente un laberinto de ten-
tativas en búsqueda del Texto:
En el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que
no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial
de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Cole-
ridge está la general y antigua invención de las generaciones
de amantes que pidieron como prenda una flor. (2005: II, 19)

Para Borges, la literatura es —indudablemente— orden, como


en el fragmento aquí mencionado; pero es también caos de elemen-
tos que buscan febrilmente un punto de síntesis impersonal, atem-
poral, que supere las diatribas entre posturas clásicas y románti-
cas, como el mismo Borges parece aludir en su «inquisición»:
Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen imper-
sonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la li-

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teratura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un


punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante mu-
chos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hom-
bre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman,
fue Rafael Cansinos Assens, fue De Quincey. (2005: II, 21)

Copiar minuciosamente, estando de acuerdo con la práctica


otorgada por Pierre Menard, podría ser sinónimo de traducción.
No siempre la copia debe ser necesariamente fiel o precisa, buena.
La participación temporal, histórica de los autores-traductores en
búsqueda de una presumida —pero deseada— inmortalidad per-
mite traicionar, violentar o superar al texto «visible» traducido: es
la inquietud que Borges demuestra y desnuda desenmascarando
las técnicas utilizadas por los traductores de Las mil y una noches,
en el célebre y extenso estudio incluido en Historia de la eternidad.
Borges parece reproponer, a través de las labores de los traducto-
res de una obra «superior al Alcorán», la misma forma circular de
múltiples traductores que se intersecan violentamente en una com-
petición desenfrenada, se imitan casi por querer re-escribir una obra
ya realizada, se superan en una lucha de dioses y gigantes. La
traducción de Richard Burton fue la versión que permitió a Bor-
ges conocer el mundo árabe y la fascinación de un libro que inclu-
ye mil y una historias que pueden ser infinitas e interactuantes
gracias al poder de la palabra escrita y oral. Burton, por ejemplo,
logra aumentar su reputación de arabista en el ámbito internacio-
nal y suplanta la versión del orientalista Eduardo Lane, «que ha-
bía suplantado a otra de Galland» (BORGES 2005: I, 424), la difun-
dida versión afrancesada de la obra árabe, «la peor escrita de to-
das, la más embustera y más débil, pero fue la mejor leída» (2005:
I, 425), reconoce Borges. Para entender la conquista de Burton, es-
cribe el autor argentino, «hay que entender esa dinastía enemiga»
(2005: I, 424): Burton, de hecho, mejora largamente la versión pú-
dica y edulcorada de Lane, que repudia las presumidas obsceni-
dades textuales, las referencias y alusiones eróticas, y «las rebus-
ca y las persigue como un inquisidor» (2005: I, 426). A esas versio-
nes se añade la operación «literal y completa» del Dr. Mardrus,
que tradujo el árabe Quitab alif laila uâ laila con Livre des milles nuits

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et une nuit… Borges se maravilla por la riqueza imaginativa, más


allá del texto original, que Mardrus infunde en su versión, proba-
blemente por cautivar al público y recrear un mundo árabe fan-
tasmagórico e inexistente, más de fábula que verídico, si esto fue-
ra posible dada la naturaleza de la obra. Asimismo, si dicha tra-
ducción resulta la más legible de todas, para Borges aquella ver-
sión, que «no traduce las palabras sino las representaciones del
libro» (2005: I, 438) es metáfora de una gran libertad narrativa y
artística, y de la creación de un excesivo orientalismo visual de
cliché. Borges no ahorra su propio comentario, índice de una mez-
cla curiosa de admiración y placer documental del sabio:
Mardrus es el único arabista de cuya gloria se encargaron los
literatos con tan desaforado éxito que ya los mismos arabistas
saben quién es […]. Celebrar la fidelidad de Mardrus es omitir
el alma de Mardrus, es no aludir siquiera a Mardrus. Su infide-
lidad, su infidelidad creadora y feliz, es lo que nos debe impor-
tar. (2005: I, 438)

La última traducción de la que se ocupa este imprescindible


ensayo borgiano es la alemana, realizada por Enno Littmann, de-
finida por Borges como insípida y, al mismo tiempo, tesonera, de
estilo «lúcido, legible, mediocre» (2005: I, 440): su tranquilidad
asombra a Borges, por su ausencia de riesgo intelectual y poético,
por sus raras incursiones en la materia auténtica del texto tratado.
Sin embargo, Borges sigue consciente de que la traducción es un
terreno fundamental en el desarrollo del fenómeno literario y cul-
tural; no por casualidad este ensayo entra, de pleno derecho, en la
«eternidad» histórica y contingente, e incluso aspirando a más.
Para Borges, en definitiva, no hay sino una traducción literal (que
recupera la presuntuosa ideología romántica de la importancia sa-
grada del escritor que, con su voz profética, desea alcanzar al mun-
do tangible y no tangible) y una traducción parafraseada (que, en
realidad, reafirma la configuración de todo el mundo único, artís-
tico, riquísimo del escritor-traductor, su pensamiento, su mentali-
dad, su fantasear, su «traición», volcando así las nociones, a ve-
ces estáticas, de texto y autor).

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La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más memo-


rable que sus dos interlocutores, ha razonado extensamente las
dos maneras generales de traducir. Newman vindicó en ella el
modo literal, la retención de todas las singularidades verbales:
Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o de-
tienen. Esta conducta puede suministrar los agrados de la uni-
formidad y la gravedad; aquella, de los continuos y pequeños
asombros. Ambas son menos importantes que el traductor y que
sus hábitos literarios. Traducir el espíritu es una intención tan
enorme y tan fantasmal que bien puede quedar como inofensi-
va; traducir la letra, una precisión tan extravagante que no hay
riesgo de que la ensayen. (2005: I, 427)

En definitiva, estamos de acuerdo con las conclusiones de Efraín


Kristal (2002) cuando sostiene que la traducción es para Borges con-
tar la «misma historia» de una forma ligeramente diferente.
For him, as for so many characters in his own fictions, the crea-
tor of a literary work is inevitably a recreator or an editor who
changes the emphasis or recombines elements of other works.
If, as Borges believed, the themes, stories, and metaphors that
can be rehearsed in a work of literature have probably already
been exhausted, translation is not only a privileged vantage po-
int from which to appreciate a literary practice; it is perhaps
the only one. Borges’s achievements as translator are a tribute
to his humility and craftsmanship; they are like the masterpie-
ces of Pierre Menard —invisible. (2002: 138-139)

Precisamente, la figura de Pierre Menard asume la connota-


ción paradigmática de ser el referente y la referencia de todas las
funciones literarias, aquel autor que no existe (tampoco su obra) y
que, sin embargo, él celebra, glorifica en su obra invisible. Borges
es Menard o Menard es «por» Borges, como afirma Lisa Block de
Behar con la habitual lectura poética que caracteriza su escritura:
Menard es un lector, un crítico, autor, traductor, según algunos,
un personaje, en todos los casos. Existe por Borges, y la preposi-
ción vale como causa, como sustitución y como multiplicación:
Borges por Menard, un autor por otro autor que no existe; como
si multiplicara por cero, la cifra que reúne todas las cifras, lo
agota, lo suprime. (1999: 87)

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Si Blanchot afirma que la traducción es una actividad dúplice


porque la misma obra se presenta bajo las especies de un doble
lenguaje, con razón Lisa Block de Behar advierte el peligro que ocu-
rre con la obra de Menard: «Ocurre justamente lo contrario: se du-
plica la obra, pero el lenguaje permanece exactamente el mismo, el
español de Cervantes no aparece modificado en ningún detalle»
(1994a: 74).
«La traducción es la expresión de una diferencia», sugiere Pa-
geaux en una perspectiva antropológica y es una operación «so-
bre el pensamiento del Otro» (2003: 130). A pesar de la homoni-
mia pragmática que, según Block de Behar, practicaría Menard con
su Quijote coincidente, Menard es un traductor sui géneris, fronte-
rizo, excepcionalmente fiel (¡falso problema de la fidelidad!). La
obra invisible de Menard no es la obra visible de Cervantes: él opera
en una identidad regeneradora de textos: «El traductor dobla un
texto pero, en tanto que doblaje, es otra cosa, otro texto: no coincide
con el original y, todavía más, lo sustituye; no lo borra pero lo des-
figura, lo transfigura, en el mejor de los casos» (1994a: 74 —cursi-
vas mías).
La realización de Menard no es un caso aislado: su obra invi-
sible no está muy distante de la obra visible de otro traductor re-
conocido (de la cultura persa), aquel Edward Fitzgerald, que, pa-
rafraseando a Borges, colaboró en las Rubaiyat de Umar Khayyán y
para el cual «las vicisitudes y el tiempo sirvieron para que […] [los
dos] fueran un solo poeta» (BORGES 2005: II, 72 —cursivas mías).
Borges rehuye metódicamente la propuesta de una teoría de la
traducción; sin embargo, como siempre ocurre en sus escritos, la
falta de pretensión de sistematicidad se revela, por lo contrario, y
deja entrever, misteriosamente, para el crítico y el lector apasiona-
do, una filosofía de la traducción iluminadora y, a veces, contra
toda esperanza, contra toda apariencia, sistemática y fiel.

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BORGES, PUIG Y LOS LENGUAJES


COMUNICANTES*

a Ana Lúcia

Nené agregó que la entusiasmaban, le parecían letras escritas para


todas las mujeres y a la vez para cada una de ellas en particular. Mabel
afirmó que eso sucedía porque los boleros decían muchas verdades.
(Manuel PUIG, Boquitas pintadas)

En dos insólitas películas como La rosa púrpura del Cairo (1985) y


Deconstructing Harry (1997), Woody Allen, genial atravesador de
puentes fílmico-literarios, no sólo plantea brillantemente la con-
flictiva problemática entre la realidad y la ficción, sino que pre-
senta un original metadiscurso sobre el cine: mediante las cons-
tantes invasiones de personajes ficticios que salen de la película
para refugiarse en el mundo real y de mujeres, dignas reconstruc-
ciones de Madame Bovary, que aspiran a entrar en el rígido cua-
drado de la pantalla, la realidad aparece privilegiada, situada por
encima de la ficción, y el blanco y negro del ficticio mundo del
cine se colorea cuando se cruza con lo real. Allen, meticuloso y
ácido, cuando no «deconstruccionista», nuevo Pirandello del grand
écran, demuestra hábilmente cómo el cine y la literatura han deve-
nido lenguajes comunicantes, incorporándose recíprocamente te-
mas, funciones, weltanschaaungen. «Tout film est un film de fiction»,
sentencia Christian Metz (1977: 63). El cine, según su propia eti-
mología, tiene la pretensión de proponer una imagen (o miríadas
de imágenes) en movimiento que, más que el texto literario, fun-
ciona como filtro entre la mirada del sujeto y la realidad. Presen-
tando una realidad menos mediatizada que el lenguaje literario y

* El texto transcribe la conferencia presentada en el Departamento de Ciencias


de la Comunicación, Universidad de la República, Montevideo, Uruguay, el
22 de julio de 2004.

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gracias al «juego» ficcional de una distancia con la realidad mis-


ma, aparentemente más reducida, el «texto» cinematográfico se
muestra así como herramienta mimética más verosímil, gloriándo-
se, por ende, de representar o figurar la verdad: «All coincide in a
textual proximity: the text assimilates them into an affinity which
is proximity and similarity. The text makes the “próximo prójimo”»
(BLOCK DE BEHAR 1991: 612). Y una vez más, nos alcanza e inquieta
la pregunta de qué cantidad de verdad hay en la «exhibición» de
la ficción y qué se oculta, qué se abandona, qué se selecciona. Lisa
Block de Behar sugiere que la ambivalencia de los lenguajes lite-
rario y cinematográfico, («comunicantes», porque comunican un
discurso y «se» comunican), representa, en síntesis, el signo dis-
tintivo, la marca de identificación de dos signos que comparten la
misma mirada, la misma acepción metafórica:
Las imágenes se encuentran y se apartan en una encrucijada de
transformaciones: una exterioridad que se interioriza, un inte-
rior que deja de serlo. El film es otra cinta sin fin de Escher o
Moebius que da lugar a un infinito estético donde la oposición de
espacio es aparente, las visiones se confunden, porque visión es
lo que se ve y también lo que se imagina: la verdad-ficción, el afue-
ra-adentro, el blanco, el negro, donde termina empieza. (1987:
136 —cursivas mías.)

Con el advenimiento de la industria cinematográfica en los


años veinte del siglo pasado, la crítica rusa había ya intuido, gra-
cias a los estudios formalistas, la importancia del gesto o de la co-
municación no culta, que no había registrado, en cambio, interés
de estudio en los ámbitos literarios. Sería suficiente dar algunos
ejemplos de este cambio de rumbo: la atención brindada por Sklo-
vski a la evolución de un género capital como la novela y su deu-
da con el folletín decimonónico; los estudios de Lotman relativos
a una cultura no exclusivamente literaria que abarca siempre más
vastos ámbitos de investigación hasta transformar el patrimonio
de una civilización en una «semiosfera», un conjunto interactuante
de signos; la tentativa de Todorov de ennoblecer un género mal
entendido y, hasta sus trabajos, no suficientemente investigado,

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como el fantástico, y que representa la entelequia de cualquier apor-


te literario; y finalmente, Bajtín con su proceso de carnavalización
de la literatura y el estudio de la cultura popular como valioso y
genuino ejemplo de descanonización del lenguaje áulico, culto.
Bajtín, en su celebérrimo y, a veces, abusado ensayo sobre el car-
naval, advierte que en las representaciones artísticas siempre el
individuo parece «dotado de una segunda vida que le permit[e]
establecer nuevas relaciones, verdaderamente humanas, con sus
semejantes» (1990: 15) y en su espacio privilegiado, como en este
entre-espacio que se obtiene de la confluencia de los lenguajes ci-
nematográfico y literario, «el carnaval ignora toda distinción en-
tre actores y espectadores [...] Los espectadores no asisten al car-
naval, sino que lo viven» (1990: 12-13). ¿Verdad o ficción? ¿Quién
auténticamente está representando, reflejando la realidad, en todo
su utópico capturar del instante eterno con forma definitiva?, ¿el
cine, mediante imágenes aparentemente más concretas o la litera-
tura, con su polisemia variamente interpretable? Afirma Lisa Block
de Behar que el enunciado ‘la vi con mis propios ojos’ evidencia
sólo una «parte de verdad, es ver en parte(s); de esas partes, se
forma la ficción».7 Los personajes del cine y de la literatura son
como los bufones descritos por Bajtín, cuyo valor es, en esencia,
fronterizo y se presentan semióticamente intercambiables:
Los bufones y payasos [...] no eran actores que desempeñaban
su papel sobre el escenario. Por el contrario, ellos seguían sien-
do bufones y payasos en todas las circunstancias de su vida.
Como tales encarnaban una forma especial de la vida, a la vez
real e ideal. Se situaban en la frontera entre la vida y el arte (en
una esfera intermedia), ni personajes excéntricos o estúpidos ni
actores cómicos. (BAJTÍN 1990: 13)

La contribución de la crítica rusa es fundamental en esta di-


rección y es lamentable que se olviden las participaciones de otros
estudiosos como Eijenbaum, Tynianov (frecuentemente mal tradu-
cidos, añadiendo así mal sobre mal) en relación con la forma pa-
7
Lisa BLOCK DE BEHAR, «Recuerdos de cine y variaciones sobre notas al pie»,
en <http://www.querencia.psico.edu.uy/revista_nro5/lisa_block.htm>.

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ródica, o Jakobson respecto de la incidencia de la lengua en la cul-


tura. Sin embargo, estas últimas décadas, que llevan el sello de era
de la comunicación, permiten reconsiderar las lecturas críticas de
la escuela rusa, así que se asiste hoy a un fenómeno curioso: la
cultura popular lentamente se ha metamorfoseado en cultura cul-
ta, sustituyéndola, a veces, con propuestas violentas y perentorias.
En la narrativa del siglo XX, a partir de la pérdida de la centrali-
dad del texto literario strictu sensu, las formas de lo culto parecen
haberse desvanecido en una nebulosa coloración popular que par-
ticipa de aquella postmodernidad, cuya definición taxonómica si-
gue todavía en discusión. Mediante el derribamiento de los angos-
tos cánones tradicionales, donde ‘tradicional’ era sinónimo de oc-
cidental y eurocéntrico, y la desjerarquización de una literatura
supuestamente «alta», es decir, autocelebrante, nacionalista y glo-
riosa, la comunicación literaria ha discutido su propia dinámica
original. La crítica formalista y la contribución de la escuela se-
miótica francesa resultan indispensables modelos de lectura del
mundo, a través de la mediación del discurso deconstruccionista.
La marginalidad en lo literario, o la disposición culturológica de
nuevos centros, permite percibir la naturaleza de hibridismo y de
reciclaje de géneros y formas que, detrás de un confuso orden de-
finitorio, representan una clave de lectura del mundo, un modelo
epistemológico que, utilizando elementos triviales, cómicos o a-li-
terarios, se eleva como tentativa hermenéutica de la actual condi-
ción antropológica.
Desde su nacimiento oficial, en 1895, el cine comparte con la
literatura una complicidad antigua y placentera que no concierne
exclusivamente a los realizadores del séptimo arte, sino también a
los autores. Autores y realizadores revitalizan recíprocamente el
sistema de la narración, aunque con lenguajes y recursos distin-
tos (la temporalidad, la disposición espacial, la difícil —y mila-
grosa— obtención de la simultaneidad, su posible y plausible re-
lectura o adaptación, «transposición» según el término acuñado
por Genette). El cine se interesa por la literatura, y viceversa, por-
que ellos son lenguajes o, mejor dicho, manifestaciones privilegia-
das de lenguajes con objetivo epistemológico. La crisis del sujeto

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de la modernidad y la confusión acerca de la condición existen-


cial de alcanzar la verdad encuentra en el cine un arte ambiguo, a
veces deletéreo, constantemente amenazante por la pretensión de
exhibir una realidad ficticia que utiliza la mimesis como única ope-
ración objetiva y representativa de lo real.
A través de la influencia del cine en sus trabajos de ficción,
Jorge Luis Borges y Manuel Puig lograron renovar la tradición li-
teraria insertando textos de la cultura popular y modelos despres-
tigiados, como por ejemplo milongas (famoso, a este propósito, el
poemario borgiano Para las seis cuerdas), en guiones de películas
(los guiones de «Los orilleros», «El paraíso de los creyentes», «In-
vasión» y «Les autres», realizados por la excepcional dupla Bor-
ges-Bioy Casares, y los diversos guiones escritos por Puig durante
toda su carrera artística, del Centro Experimental de Cinematografía
de Roma a la adaptación de su novela El beso de la mujer araña).
No es del todo azarosa la afirmación de Miguel Arias quien, du-
rante la «Semana de Autor» organizada por el Instituto de Coope-
ración Iberoamericana, en abril de 1990, declaró que Puig es un
escritor borgiano, «porque él también tiene su biblioteca babélica
donde están, si no todos los libros del mundo, sí todos los folletos,
todas las aleluyas, todos los álbumes de familia, todas las cartas
íntimas de la anónima humanidad» (GARCÍA-RAMOS 1991: 18).
La interrelación del lenguaje del cine y el sentido literario que
este lenguaje opera, en el ámbito epistemológico, en las poéticas
de Borges y Puig, representan una auténtica declaración de amor
al séptimo arte. Es bien sabido que Borges, siempre gran apasio-
nado del cine, también durante la ceguera, escribió, bajo el insóli-
to disfraz de crítico cinematográfico, ocasionalmente reseñas y ar-
tículos, como aquellos dedicados a Citizen Kane, King Kong y City
Lights, sin olvidar las numerosas películas «olvidadas» por la his-
toria y las modas. De hecho, por boca del protagonista de «El Ale-
ph», la vindicación del hombre moderno debería evocar un ser
«provisto», entre los demás comforts, «de cinematógrafos y linter-
nas mágicas» (BORGES 2005: I, 659). Para Puig, consumado cinéfilo
que llegó a contar con una videoteca de no menos de tres mil vo-

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lúmenes, el cine representó la mejor forma de escapar de un mun-


do vetusto y apoético, a tal punto que sus obras viven de un len-
guaje literario novedoso que podríamos llamar «cinematográfico».
Los ensayos y artículos de crítica cinematográfica de Borges
fueron publicados, en su mayor parte, en la revista Sur, entre los
años 1931-1943, y han sido recopilados en el importante volumen
de Edgardo Cozarinsky, Borges y el cine (1974). Borges afirmó, ade-
más, en el prólogo a la primera edición de su Historia universal de
la infamia que su cuento «Hombre de la esquina rosada» era un
«ejercicio de prosa narrativa» con «propósito visual» (2005: I, 305):
el cuento-guión de Borges, visualmente épico, existencialmente trá-
gico, sería objeto de la película homónima del cineasta argentino
René Mugica, cuyo texto era apreciado por Borges como superior
al suyo. Hay también dos artículos que aparecieron en Discusión,
«Films» y «Sobre el doblaje». En este último, la abierta aversión
borgiana por el doblaje, que escondería en realidad «la conciencia
general de una sustitución, de un engaño» (BORGES 2005: I, 300),
representa las espantosas posibilidades que posee el arte de com-
binar elementos, signos, funciones: «Sight-seeing is the art of disappo-
intment, dejó anotado Stevenson; esa definición conviene al cine-
matógrafo y, con triste frecuencia, al continuo ejercicio imposter-
gable que se llama vivir» (BORGES 2005: I, 300). La conclusión in-
tensísima y significativa demuestra cuánto había penetrado el cine
metafóricamente en el discurso poético borgiano. Por otro lado, en
«Films», Borges expresa sus opiniones a propósito de ciertas pelí-
culas de los años treinta y, al mismo tiempo, propone temerarios
juicios que aluden a su poética. Empezando con una crítica feroz
contra Charles Chaplin, «uno de los dioses más seguros de la mi-
tología de nuestro tiempo», cuyo filme Luces de la ciudad es para
Borges un «acto personal, presuntuoso» (2005: I, 234); el autor de
Ficciones rescata sólo La quimera del oro, «lánguida antología de pe-
queños percances, impuestos a una historia sentimental» (2005: I,
235). Borges detesta el atroz y postizo sentimentalismo, maniobra-
do por medio de una «fotografía superficial» y por una «espectral
velocidad de la acción». En el largo diálogo-entrevista con Richard
Burgin, Borges reafirma, después de treinta años, su preferencia

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por Buster Keaton, caballero del cine mudo, y su pasión cinemato-


gráfica por Greta Garbo, protagonista de Ninotchka (Ernst Lubitch,
1939) y de Anna Christie (Clarence Brown, 1930). Sin embargo, este
artículo brilla por la predilección hacia las películas de Josef von
Sternberg, «pero no las tonterías que hizo con Marlene Dietrich,
cuando ya se abandonó exclusivamente al arte fotográfico, y se ol-
vidó del cinematógrafo, sino las películas que hizo con Bancroft,
con Kohler» (VÁZQUEZ 1999: 98). Más que la novedosa dirección
de Eisenstein, Borges declara preferir de Sternberg el uso lacónico,
inmediato y formalmente perfecto de las imágenes, que le recorda-
ba el estilo rápido y esencial de Séneca y, al mismo tiempo, el sen-
tido de la fatalidad y de lo épico, género que Borges jamás consi-
deró como anacrónico y saturado. En un fragmento de una apasio-
nante y reveladora conversación con Antonio Carrizo, Borges ma-
nifiesta, a través del gusto por el cine, una preocupación poética
peculiar:
—Cuando yo frecuentaba el cinematógrafo, cuando mis ojos po-
dían ver, a mí me gustaban mucho dos tipos de películas: los
western y las películas de gangsters. Sobre todo las de Josef von
Sternberg. Yo pensaba: Qué raro, los escritores han olvidado que uno
de sus deberes es la épica y aquí está Hollywood que, comercial-
mente, ha mantenido la épica. En una época que está olvidada
por los escritores; o casi olvidada. Y Hollywood ha salvado ese
género: ese género que la humanidad necesita, además. Usted ve que
las películas de cowboys son populares en todo el mundo. ¿Por
qué? Bueno, porque está lo épico en ellas. Está el coraje, está el
jinete, está la llanura también. Todo eso los acerca, y sobre todo
a nosotros, sobre todo a los argentinos.

—¿Por qué necesita el hombre de lo épico?

—Bueno… ¿Por qué necesita el hombre el amor? ¿Por qué ne-


cesita el hombre la felicidad? ¿Por qué necesita la desventura?
Es un apetito elemental yo diría el de la épica. La prueba está en que
todas las literaturas empiezan por la épica. No se empieza por
la poesía personal y sentimental. Se empieza por la loa del
coraje. Se empieza por el elogio del coraje, por la alabanza.
(CARRIZO 1986: 17 —cursivas mías.)

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El subrayado de Borges relativo a la necesitad antropológica


de leer o ver «épica» es más actual que nunca. Bastaría pensar en
el estudio de Franco Moretti sobre la persistencia de la forma épi-
ca en la novela del siglo XX y reflexionar sobre el hecho de que, en
estos tiempos de desecados cerebralismos literarios, se manifieste
siempre más fuertemente que el lector (y el espectador) necesita de
«historias». La frase clave del cuento «El Sur», «Ciego a las cul-
pas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distraccio-
nes» (BORGES 2005: I, 562), podría resonar en una tragedia clásica
de Sófocles o Eurípides. Con un movimiento de «transvaloriza-
ción», según la definición de Genette (1989: 459), que afecta un
sistema de valores antiguo dándole validez contemporánea, Bor-
ges interpreta la épica como un deber moral del escritor y una exi-
gencia estructural del individuo porque, más que un género está-
tico y rígido, el epos coincide con un desafío narrativo al destino:
el cuento es primordial para exorcizar la angustia y, quizá, la fal-
ta de coraje para encarar la muerte y el más allá. En este sentido,
la cita siguiente, expresa sutilmente la simbólica alusión a la vida
como fotograma de un filme:
Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos
metros de la casa de Irigoyen) había un enorme gato que se de-
jaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. En-
tró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la en-
dulzó lentamente, la probó […] y pensó, mientras alisaba el ne-
gro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como
separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la
sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad
del instante. (BORGES 2005: I, 564 —cursivas mías.)

Manuel Puig había intuido que la novela estaba en un calle-


jón sin salida y que, si no se podía decretar la muerte, su enferme-
dad senil era muy grave. Puig vislumbra en la aplicación del mé-
todo del folletín a la novela, la posibilidad teórica de renovar el
discurso novelesco y la necesitad poética de redescubrir historias,
de contar (y recontar) hechos, como lo viene haciendo la telenove-
la desde los años sesenta. Dos citas de El beso de la mujer araña

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revelan la exigencia de «narratividad» psicológica, ya que la pelí-


cula, aunque cree un espectador «pasivo», lo «activa» en una re-
creación de escape de una cotidianidad gris y alarmante, donde
reina la falta de aire puro y de comunicación:
—Me había olvidado de esta mugre de celda, de todo, contán-
dote la película.

—Yo también me había olvidado de todo. [...]

—Entonces me estás inventando la mitad de la película.

—No, yo invento, te lo juro, pero hay cosas que para redon-


deártelas, que las veas como las estoy viendo yo, bueno, de al-
gún modo te las tengo que explicar. [...] Y si no quieres, pacien-
cia, me la cuento yo a mí mismo en voz baja. (PUIG 1976: 23)

Puig, a través del personaje de Molina, transmite una inquie-


tante sinceridad: las narraciones de las películas derrotan la inco-
municabilidad del espacio cerrado y hórrido de la cárcel y tendrán,
como resultado, una siempre más creciente intimidad con Valen-
tín. El narrador, además, explotando las posibilidades narrativas
y temáticas de las películas, llega a establecer distintos discursos
que, en un momento, se desarrollarán paralelamente y se mezcla-
rán. De esta manera, la línea que separa la ficción de la realidad
se va debilitando para dejar que aumenten las correspondencias
y las deudas entre una y otra. Ya Sklovski, en 1929, profetizaba el
retorno de la novela-folletín con el auxilio del cine, que lo vio, ade-
más, como colaborador y guionista de numerosas películas:
El folletín contemporáneo es una tentativa de unificar el material,
no por medio de un héroe, sino del narrador. Es una de-noveli-
zación del material. El método del escritor de folletines consiste
en transferir el objeto sobre otro plan no con los medios del
siuzhet. [...] El folletín parangona objetos grandes a objetos pe-
queños, les atraviesa con una sola palabra, cuenta un caso, acon-
tecido en Occidente, parangonándolo a uno ocurrido aquí.

El folletinista hace con su folletín aquello que deberían hacer


un redactor ideal: no solo ideal, sino también un redactor real.
(1979: 299 —traducción mía.)

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Entre los pioneros de un cine de vanguardia que transponía


el lenguaje literario en el lenguaje cinematográfico, Sklovski, ene-
migo de una concepción de un cine «literario» en que la historia
lineal sufre las convenciones narrativas, afirmaba la exigencia de
que el arte (cine o literatura es igual) debía reconstruir la vida, la
realidad en devenir, no tanto la banal representación de lo coti-
diano, sino la sinuosidad de las sensaciones reales, la libertad crea-
tiva, la fragmentada dinámica de los acontecimientos que rigen las
cosas y buscan una percepción unitaria del mundo. La operación
lingüística-narrativa de Puig se funda, malgré lui, en la ruptura de
modelos predeterminados y en el hallazgo de formas épicas (como
el cine con sus mitologías, inmortalizadas por la pluma sarcásti-
ca de Roland Barthes) desacralizadas y parodiadas. Como sinteti-
za Bella Jozef, Puig, con sinceridad y desilusión, «señala la incon-
gruencia de ese mundo de pasiones, de aventuras y los sentimien-
tos desmesurados en contraste con la vida cotidiana, sin riesgo ni
pasiones», y añade:
Puig no aplica enteramente la fórmula del género: supo elabo-
rar su obra sin el rígido esquematismo de situaciones ni la es-
trecha univocidad de sentido común en los productos de masa.
Si la psicología es buscadamente folletinesca, lineal, las catego-
rías que usa para organizar el universo ficcional son antirro-
mánticas. La atmósfera, cursi, brota de las mismas cosas, y el
tono narrativo, de implacable objetividad, es de precisión do-
cumental. Puig, a través de la enunciación que permite al relato
cierta ambigüedad, se acerca a la literatura «culta» y al lector
más intelectualizado. Arranca las raíces más positivas de este
modo de novelar, imprimiéndole personalidad y estilo, confi-
riéndole verdad y valor, la historia del hombre medio de nues-
tros días. Muestra la inautenticidad de ciertos modos de vivir y
la alienación debida a los medios de comunicación de masa. La
apertura del discurso se hace, así, en un rasgo de ironía y de
humor. 8

8
Bella JOZEF, «Manuel Puig: las máscaras y los mitos en la noche tropical», en
<http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v1n1/ens_06.htm>.

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La cultura de masas opera, de un lado, con formas ya conoci-


das y, del otro, con elementos neomitológicos, incluyendo en su
universo la novela policial, la science fiction y, obviamente, la tele-
novela. Esta homologación obtenida de un reciclaje de estilos, pas-
tiches y crisis del sistema de valores afecta también el mundo del
cartoon, sagazmente puesto en pole position por Eco, que ve en la
no aceptación de sí mismo del simpático Snoopy (de los Peanuts
de Charles B. Schultz) una forma de revelación velada de la inco-
municabilidad del siglo XX:
Contrapunto continuo a la congoja de los humanos, el perro
Snoopy conduce a la última frontera metafísica las neurosis de
adaptación fracasada. Snoopy sabe que es un perro; ayer era pe-
rro; hoy es perro; mañana será quizá todavía un perro; para él,
en la dialéctica optimista de la sociedad opulenta que consiente
ascensos de status en status, no existe esperanza de promoción.
A veces intenta el extremo recurso de la humildad [...], se une
tiernamente a quien le promete estima y consideración. Habi-
tualmente, no obstante, no se acepta e intenta ser lo que no es.
(ECO 1968: 308-309)

Condicionados de esa forma por la lectura epistemológica de


nuestro tiempo, los lenguajes «comunicantes», como les hemos lla-
mado, se multiplican, se perpetúan, se ramifican. Borges y Puig
han abierto un camino que es ahora una verdadera «epidemia»
de signos polifuncionales: gracias a ellos, ahora lo literario o es
interacción de imágenes o no es. El texto fílmico —por la fuerza
de su misma naturaleza— es, más que el texto literario, «el resul-
tado del inicio y acabamiento de una mirada» (TALENS 1991: 205)
o, parafraseando al cantante brasileño Tom Jobim, una práctica
«pela luz dos olhos teus», de la que Borges y Puig se han perfecta-
mente apropiado. Los personajes de Puig, por ejemplo, afirma con
certitud Cristina Fangmann, «miran la realidad a trasluz, como se
mira el negativo de una foto. La visión del mundo está filtrada por
un celuloide, por una transparencia que lejos de mostrar la vida
real tal cual es, la deforma y la transforma en un mundo de fanta-
sía y de ilusiones» (en AMÍCOLA y SPERANZA 1998: 121). Parece la

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didascalia crítica de las películas de Woody Allen. En particular,


si pensamos en su primera novela, La traición de Rita Hayworth
(1968), Manuel Puig juega con el cinematógrafo también en la cons-
trucción misma del relato, montaje de discursos fílmicos, donde el
cine incide en la vida más que la realidad, construyendo identi-
dades falsas a través del contenido filosófico de las imágenes. De-
leuze, de hecho, con su idea pseudovirtuosa de que la «historia
del cine es un largo martirologio», tiene razón en afirmar, en las
primeras páginas de su escrito sobre el cine, que «les grands au-
teurs de cinéma nous ont semblé confrontables non seulement à
des peintres, des architectes, des musiciens, mais aussi à des pen-
seurs. Ils pensent avec des images-mouvement, des images-temps
au lieu de concepts» (1983: 7-8). Sin embargo, los códigos y los
préstamos de la gran pantalla han indudablemente florecido en el
ámbito literario, modificando, mejor dicho, «transmodificando» el
aburrido lenguaje de la oficialidad textual.
En el ensayo «El arte narrativo y la magia», incluido en Discu-
sión, Borges distingue una narrativa «realista» de una «mágica»:
si la primera consiste en una representación mimética de la cau-
salidad que el individuo comúnmente vive como experiencia de
su finitud, problema aparentemente central de la novelística, la se-
gunda configura un orden «lúdico, atávico» que rige el mundo
mediante un principio de «simpatía», gracias al que hechos acon-
tecidos en lugares distintos y geográficamente lejanos, y bajo las
circunstancias más disparatadas, pueden poseer un vínculo «má-
gico», figuración que prevé afinidades, ecos, sorpresas en el ámbi-
to auténticamente artístico. Las novelas de aventuras, las detective
fictions, «la infinita novela espectacular que compone Hollywood
con los plateados ídola de Joan Crawford» (BORGES 2005: I, 243) re-
presentan aquella «teleología de palabras y de episodios […] om-
nipresente también en los buenos films» (2005: I, 244). Fragmentos
de cuentos famosísimos como «El Sur» y «El jardín de senderos
que se bifurcan» son justamente considerados reelaboración de es-
cenas de directa imitación de las secuencias de montaje típico del
cine hollywoodiano de aquellos tiempos. En la aproximación (me-

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tafóricamente) cinematográfica de Borges, el montaje es una técni-


ca de control de sentimientos, una objetivización de hechos que
pertenecerían sólo al individuo y, finalmente, una manera de blo-
quear el instante en una eternidad fotográfica para intentar su im-
posible posesión. La llegada de Stephen Albert al laberinto-jardín
de Ts’ui Pên es descrita como la secuencia de una cámara que vi-
gila con prudencia y complicidad la existencia desde un espacio
onírico:
Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de per-
seguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abs-
tracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de
la tarde, obraron en mí […]. La tarde era íntima, infinita. El ca-
mino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una
música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba […].
Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres pero
no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de
agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. En-
tre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón.
(BORGES 2005: I, 509)

Los personajes de Puig, en cambio, de Valentín Arregui en El


beso de la mujer araña, a Pozzi en Pubis angelical, de Larry en Maldi-
ción eterna a quien lea estas páginas son individuos de vidas reales a
las que el autor se deleita contraponiendo una voz ficcional dialo-
gante, teatral, fílmica, en otras palabras, «guionesca», como Moli-
na; Ana, la muchacha que se muere de cáncer en Pubis angelical o,
finalmente, el viejo enfermo y paralítico en Maldición eterna a quien
lea estas páginas. El cine, la radio, el cómic «nivela[n] los géneros y
las clases sociales. De esta manera, finalmente, todos se encuen-
tran bajo el manto de estrellas de la cultura de masas» (SANTOS 2002:
80). Para Puig, el cine era la realidad, o mejor: él veía, de esa for-
ma, el mundo, con los elementos de verosimilitud e hipocresía, de
bovarismo y de sueños imposibles, de goce y de infiernos, de per-
sonajes reales que se confunden con los imaginarios y de perso-
najes inventados que parecen melancólicamente auténticos. «Nada
es realista, todo es estilizado», indica Puig al final del primer acto

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de Bajo un manto de estrellas. Puig, además —quizá malignamen-


te— se preguntaba si el cine y la televisión podrían terminar con
la literatura, y su impresión —obviamente negativa— se revela in-
teresante para nuestro objetivo:
En el cine la atención se ve requerida por tantos puntos de atrac-
ción diferentes que resulta muy difícil, o directamente imposi-
ble, la concentración en un discurso conceptual complicado. En
el cine la atención tiene que dividirse entre el reclamo de la
imagen, el de la palabra, el de la música de fondo. Además, el
reclamo de la imagen en movimiento es algo que tiene que ser
especialmente tenido en cuenta. No es lo mismo que el reque-
rimiento de un cuadro, donde se cuenta con el estatismo de la
imagen. En cambio, la concentración que permite la página im-
presa da margen al narrador a otro tipo de discurso, más com-
plejo en lo conceptual especialmente. Además, el libro puede
esperar, el lector puede detenerse a reflexionar, la imagen cine-
matográfica no. (En Klahn y Corral 1991: 290)

Para Puig, en definitiva, es la «naturaleza de la atención hu-


mana» la que decide cuáles historias pueden ser abordadas por
la literatura, y cuáles los límites impuestos por la objetividad de
la realidad, es decir, el hombre tendrá que considerar la determi-
nación de una lectura específica. Cine, televisión y, ¿por qué no?,
música («ella cantaba boleros», repetiría aquí Cabrera Infante) son
lenguajes que necesitan de «posturas» heterogéneas:
La lectura del espectador cinematográfico es otra que la del lec-
tor de novela, y que esa lectura cinematográfica, si bien tiene
algo de la lectura literaria, tiene también mucho de la lectura
de un cuadro. Sería entonces una tercera lectura, que participa
de características de la lectura literaria y de la plástica, pero que
es en fin de cuentas diferente. (En Klahn y Corral 1991: 290)

Retomando una apodíctica definición de Rodríguez Monegal,


para Borges y Puig, el cine es «instrumento de análisis» (1972: 379),
discurso que desanida la crisis de la representación artística y abre
las puertas a la reincorporación de lo marginal en lo supuesta-
mente canónico. Proust, acérrimo enemigo de una vulgar literatu-

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ra «realista», así como de cada forma de arte «popular» o «nacio-


nal-popular», en su sentido más detractor y aristocrático, refiere
que esta literatura:
Est la plus éloignée de la réalité, celle qui nos appauvrit et nous
attriste le plus, car elle coupe brusquement toute communica-
tion de notre moi présent avec le passé, dont les choses gar-
daient l’essence, et l’avenir, où elles nous incitent à la goûter de
nouveau. (PROUST 1954: 887)

Sin embargo, el cine, como metalenguaje, por su competición


afanosa y constante con la realidad, «imita» y «limita» la percep-
ción de lo real, colocándose como espejo engañoso y «deforman-
te», fácil e «informante» al mismo tiempo. Quién sabe si por esa
razón los holandeses llaman al cinematógrafo «bioscoop», así
como los finlandeses lo llaman «elokuva»: la lengua, a veces, se
divierte con trampas, mentiras, ilusiones: en los términos (y no sólo)
«bioscoop» o «elokuva», la vida sigue (o precede) a las imágenes,
las miradas, lo que incesantemente se observa («kuva» = ilustra-
ción). Se recae en la falacia, otra vez, quizá menos inconsciente-
mente, de que detrás del ojo de la cámara («scoop»), de sus direc-
tores, de los actores se exponga, como en un museo, la vida («bio»
o «elo») con su inaprensible desarrollo o devenir. Si como sostie-
ne Milan Kúndera, «la vida está en otra parte», el cine y la litera-
tura comunican (y se «entrecomunican») una filosofía de la per-
cepción y de lo vivido que reenvía a otro lugar (metalenguaje-me-
taespacio). En esta dimensión «bioscópica», no sería azaroso in-
cluir a dos «fil(m)ósofos» como Borges y Puig en una hipotética
lista de autores comunicantes.

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EL SUR, BEOWULF Y EL AZAR.


UNA NOTA SOBRE EL DISCURSO RELIGIOSO
EN LA OBRA POÉTICA DE BORGES*

Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la


unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren).
El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor,
hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa.
Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás,
ni a los lados, sino en todas partes, aun tiempo. […] Entretejidas, la
formaban todas las cosas que serán, que son y que fueran, y yo era una
de las hebras de esa trama total… […] Ahí estaban las causas y los efectos
y me bastaba ver esa Rueda que la de imaginar o la de sentir!
Vi el universo y vi los íntimos designios del universo.
J. L. BORGES (El Aleph, «La escritura del dios»)

En una entrevista con María Esther Vázquez, Borges ofrecía una


definición personal que ha sido siempre considerada la etiqueta
convencional con que el mundo literario ha mirado la concepción
metafísica y religiosa del autor de Ficciones:
Yo no tengo ninguna teoría del mundo. En general, como yo he
usado los diversos sistemas metafísicos y teológicos para fines
literarios, los lectores han creído que yo profesaba esos siste-
mas, cuando realmente lo único que he hecho ha sido aprove-
charlos para esos fines, nada más. Además, si yo tuviera que
definirme, me definiría como agnóstico, es decir, una persona
que no cree que el conocimiento sea posible. (VÁZQUEZ 1977: 107)

Junto al presumido traje de escritor agnóstico, Borges, malgré


lui, se esconde de los críticos en una vestal del escepticismo, un
método negativo que conduce a la negación de la realidad, aun-
que eso represente, en definitiva, el fracaso de la razón o del pen-
samiento, medidas de todas las cosas, que se encierran así en el
resultado que ofrece el análisis de la realidad a los sentidos. La
crítica se ha afanado en determinar qué tendencia abrazó Borges
como escritor filosófico. Jaime Rest (1976) ha escrito que Borges era

* El texto fue anteriormente publicado en Todas as Letras. Revista de Língua


e Literatura, Universidade Mackenzie, año 5, n.º 5, 2003, pp. 49-63.

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un autor nominalista, repetidor literario de la filosofía de Guiller-


mo de Occam y, luego, de Berkeley; Juan Nuño (1986) ha preferido
convertirlo en un seguidor del platonismo y del reino de las Ideas,
hasta parafrasear el refrán cartesiano a un «Recuerdo, ergo sum»
(luego existo);9 Ana María Barrenechea (1967) lo consideró siem-
pre un panteísta nihilista, que ha declarado insuficiente la estruc-
tura rígida del lenguaje; en tanto que Jaime Alazraki (1974) lo cre-
yó un panteísta spinoziano, que leyó el sistema del universo como
una sustancia única o una unidad independiente en la que Dios
no es sino una fuerza impersonal inmanente en la naturaleza, y
que no trasciende el universo. O, en fin, la lectura de Zulma Ma-
teos (1998), quien ve en Borges un firme trasfondo pesimista, de
derivación schopenhaueriana, que surca (y, tal vez, compromete)
la hermenéutica poética borgiana. Otra vez, el total conocimiento
de Dios sería imposible, a menos que no se utilicen ni construyan
complejos teoremas geométricos que «labra(n) / a Dios con geo-
metría delicada» (BORGES 2005: III, 166) —«Baruch Spinoza». Estas
críticas revelan, sin duda, sus parcialidades. Si el escéptico, en úl-
tima instancia, niega porque nada coincide con su afán de bús-
queda metafísica dentro de lo real, y si tampoco las palabras le
permiten pasar por alto (como el neti, neti —«no esto, no esto»—
de los Upanishads) la finitud de los actos e intenciones del hom-
bre, la afirmación borgiana de ser agnóstico o la definición de es-
cepticismo son esquemáticas y no respetuosas de la interpretación
de la obra del autor argentino.
Es injusta la estima (o desestima) bajo la que se ha leído y re-
leído el trabajo poético de Borges, quizá debido al irónico comen-
tario del mismo autor, quien declaró una vez haber escrito sus
cuentos para que se le soportase su poesía. Más que en la obra
narrativa, la poesía permite la exploración del tema religioso o me-
tafísico en la concepción borgiana. Lo reconoce también Saúl Yur-
9
Véase, sobre todo, el capítulo IX del libro de Juan Nuño, «Refutación del
tiempo» (1986: 114-136). A propósito del idealismo de los instantes y las
fugacidades, que alimenta, según Nuño, la inspiración metafísica de Borges,
en el epílogo se lee: «La memoria, única garantía de la identidad del yo [...]
salva no tanto porque recupera, cuanto porque mantiene» (1986: 138).

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kievich afirmando que la originalidad poética de Borges se asien-


ta justamente:
En su discurso mental, en un excepcional poder de asociación,
en sus procesos lógicos que parten de premisas inhabituales […]
[Borges] imprime a lo circunstancial y contingente un salto me-
tafísico. Por anhelo de permanencia, desdeña lo novedoso, idea-
liza la realidad empírica e irá eliminando de su poesía todo sig-
no de contemporaneidad. (YURKIEVICH 1971: 137)

En Borges, la poesía es la confesión íntima, casi memorialista,


reservada, «misteriosa», por la naturaleza misma de la poesía,
según el prólogo a la edición de las Obras completas 1923-1977,
donde el autor se confiesa así:
Yo querría sobrevivir en el Poema conjetural, en el Poema de los
dones, en Everness, en El Golem y en Límites. Pero toda poesía es
misteriosa; nadie sabe del todo lo que ha sido dado escribir. La
triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconciencia o,
lo que aun es menos hermoso, de lo subconsciente; los griegos
invocaban la musa, los hebreos el Espíritu Santo; el sentido es
el mismo. (BORGES 1977: 22)

En el prólogo de Elogio de la sombra, unos años antes, Borges


hubiera añadido unas afirmaciones que, leídas en el conjunto de la
cita ya mencionada, reflejan una particular afinidad con una poe-
sía que sí es trabajo, casi labor medieval, pero también instrumento
de revelaciones ocultas y profundas, brindando al lector una lectio
humilitatis que no es difícil encontrar en los espíritus de letras:
La poesía no es menos misteriosa que los otros elementos del
orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos, por-
que es don del Azar o del Espíritu; sólo los errores son nues-
tros. Espero que el lector descubra en mis páginas algo que pue-
da merecer su memoria; en este mundo la belleza es común.
(BORGES 2005: II, 380)

Agnosticismo y escepticismo son definiciones excepcionalmen-


te fragmentadas, hasta incompletas, del complejo mundo del pen-
samiento borgiano. De hecho, si el agnosticismo es la conciencia
de la imposibilidad de que el conocimiento de Dios sea realizable,

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y si el escéptico percibe la derrota de la razón como medida de


conocimiento de lo absoluto en lo real, en Borges se establece, más
bien, una postura de humildad y de reconocimiento de la insufi-
ciencia de la razón en la investigación metafísica. Su poesía, como
por otro lado toda su obra, incluyendo la vasta y originalísima pro-
ducción ensayística, revela, no obstante, la persistencia de la ne-
gación de un ens perfectissimus, una sorprendente y conmovedora
apertura, casi un punto de fuga, que revela no tanto una negación
desesperada y sin salida, cuanto una apasionada y seria reflexión
sobre los enigmas últimos de la realidad.
Es muy significativo que Borges haya intentado explicar sus
preferencias e influjos filosóficos en el género por él inventado, la
entrevista. Como en las páginas entregadas a la escritura de Ma-
ría Esther Vázquez, Borges justifica sus gustos, sus incursiones en
las culturas más dispares y, al mismo tiempo, tan profundamente
relacionadas entre ellas, durante sus conversaciones con Richard
Burgin, en las que admite su espontánea inquietud metafísica, na-
tural y, por lo tanto, genuina (1974: 29 ss).10 La obra poética es
extraordinariamente representativa de esa inquietud religiosa, si
tenemos sobre todo cuenta del valor etimológico de la palabra «re-
ligión» que se asocia con el aspecto de relación, amistad (o quizá
enemistad) con lo Último, pertenencia. Borges, efectivamente, ha-
bla a partir de conceptos más que por sus impresiones, evitando
así la caída en lo visionario y lo místico, tan lejos de su concre-
ción y concepción poéticas:
Borges poeta no busca, él lo dice, la ebriedad, la hybris o el der-
vichismo, caer en trance, ni en el poeta […] ni en el receptor del
poema […]. No parece intentar llegar a lo sublime, a lo inefa-
ble, que es una de las metas de casi todos los poetas, ni traspa-
sar los límites de la comunicación ordinaria mediante secretas
e informulables asociaciones emotivas, por una misteriosa do-
sificación de sensaciones. (GARCÍA DE ENTERRÍA 1992: 31)

10
«[Unos] dan por supuesto el universo. Dan todo por supuesto. Incluso se
dan por supuesto ellos mismos. Es así. Jamás se preguntan nada, ¿verdad?
No piensan que sea extraño el hecho de vivir» (BURGIN 1974: 29).

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En el prólogo a su obra poética, escrito en 1976, Borges decla-


ra que su poética bien podría «denominarse» una aplicación de
la estética de George Berkeley:
El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de
la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (di-
ría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no
en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro.
Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física
que suscita cada lectura. Esto acaso no es nuevo, pero a mis años
las novedades importan menos que la verdad. (BORGES 1977: 21)

En ese sentido se puede concordar con la interpretación de Cer-


vera Salinas, según el cual:
La lírica de Borges es un himno a la razón, al pensamiento re-
flexivo, a la palabra como logos. Desde el «principio» hasta el
«testamento», cumple ese arcano dictamen en la continua trans-
formación de su naturaleza poético-filosófica «hermosamente
fatal» […] y termina dibujando la historia de una eternidad. (CER-
VERA 1992: 218)

El axioma filosófico de Berkeley, «esse est percipi», fascina al


joven Borges con la negación de que la existencia de lo material
no depende de nuestra percepción y, de acuerdo con el obispo ir-
landés, Borges admite que la realidad no es autónoma, sino cons-
tantemente creada y poseída por Dios, que la percibe continua e
infatigablemente. Si el ser existe o se reduce sólo a un ser percibi-
do, el mundo es, en el sistema de Berkeley, ordenado y regulado
por Dios, coherente a causa de su fundamento último. Borges acep-
ta en un primer momento, y luego rechaza, la postura de un dios
«espectador oblicuo», en cuya imagen está ausente la existencia
de un hombre que insatisfactoriamente sigue buscando un senti-
do, único ser en la naturaleza consciente de su propia existencia
y de la existencia de las cosas. Dios podría ser, en una alternancia
de dudas y convicciones, una conjetura, posibilidad de conocer
nuestro destino, o un ser ajeno o indiferente a la constitución de
la realidad. En un fragmento de su conversación radiofónica con
Antonio Carrizo, Borges declara: «He dudado de Dios, pero no de

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su cara […] Tendrá que parecerse a mi padre […] Y tendrá que pa-
recerse a alguna mujer también» (CARRIZO 1986: 136).
Borges instaura entonces un diálogo especial con el lector, «una
confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas
que le ocurren a un hombre les ocurren a todos» (1977: 17). Ya el
primer poema que abre Fervor de Buenos Aires, escrito a poco me-
nos de sus veinticinco años, es una meditación sobre la muerte,
con su origen y herencia barroca, con su intimismo ya no moder-
no, que «no es retiro, ni soledad, sino búsqueda de una intimidad
más vasta, más compartida, quizá perdida», como sugiere Paoli
(1992: 46), y representa la apertura a la posibilidad de un «mila-
gro incomprensible», a veces perturbante, a veces refutado:
Vibrante en las espadas y en la pasión
y dormida en la hiedra,
sólo la vida existe.
El espacio y el tiempo son formas suyas,
son instrumentos mágicos del alma,
y cuando ésta se apague,
se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte
como al cesar la luz
caduca el simulacro de los espejos
que ya la tarde fue apagando. («La Recoleta» —1977: 29-30)

En este espacio privilegiado que ayuda al poeta en la reflexión


metafísica y lo sumerge en el pensamiento de muerte, el Sur fun-
ciona como metáfora lingüístico-poética y existencial, punto con-
clusivo y punto de partida, lugar del imaginario y lugar del anhe-
lo, mundo exterior que es doméstico y, berkeleyanamente, univer-
sal: «En un confín del vasto Sur persiste / Esa alta cosa, vaga-
mente triste» («Coronel Suárez» —1977: 473)
Sin ser abstracto, pues está bañado por el flujo de la memoria
benéfica de los espacios queridos y, por ende, sagrados, el Sur se
vuelve un punto nuevo en la brújula y en la búsqueda del autor,
en el cual se pueden ver aquellas estrellas que su «ignorancia no
ha aprendido a nombrar / ni a ordenar en constelaciones» («El
Sur» —1977: 31). El deseo de llenar la ignorancia con un sistema
filosófico o poético se pone de manifiesto en el poema «Final de

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año». Borges reconoce la ardua tarea del hombre seriamente apa-


sionado en el encuentro con algo «que buscaba», en la insistencia
de que «perdure algo en nosotros» (1977: 43), que quizá ni siquie-
ra los sistemas filosóficos pueden revelar al poeta. Del peligro de
que Dios pueda destruir el mundo («actividad de la mente, un sue-
ño de las almas, sin base ni propósito ni volumen»), como se lee
en «Amanecer» (1977: 51), pasa de inmediato a la contemplación
feliz y casi infantil del regreso de la luz, día tras día, como tam-
bién se denota significativamente en el poema «Benares»:
(Y pensar
que mientras juego con dudosas imágenes,
la ciudad que canto, persiste
en un lugar predestinado del mundo,
con su topografía precisa,
poblada como un sueño,
con hospitales y cuarteles
y lentas alamedas
y hombres de labios podridos
que sienten frío en los dientes). (1977: 54)

La pregunta que cierra el poemario es indicativa de una meto-


dología que el autor utilizará desde entonces en todas sus formas:
«¿soy yo esas cosas y las otras / o son llaves secretas y arduas
álgebras / de lo que no sabremos nunca?» («Líneas que pude ha-
ber escrito y perdido hacia 1922» —1977: 67).
Es una pregunta oscilante entre angustia metafísica y deseo
de comprensión profundo, radical, pacificante. De acuerdo con
Paoli, se puede admitir que la lectura y hermenéutica del universo
no se manifiestan en el arte borgiano como un angustiante o trági-
co sentimiento de la vida:
La metafísica es, por el contrario, para el intelecto y la fantasía
de Borges, un terreno de aventura y de descubrimiento, de ex-
periencia y de recreación: aunque vea la raíz maligna y la factu-
ra imperfecta del mundo, él se deja involucrar en el estupor y
júbilo que se experimentan frente al enigma. (PAOLI 1992: 61 —
traducción mía.)

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Ya en el poema «Final de año» (a pesar del azar, que esconde


«la causa verdadera« y el fluir del tiempo, enigmático e indistinto,
que corre infinitamente como el río de Heráclito), Borges no puede
evitar «el asombro ante el milagro» ni renunciar al estupor y a la
alegría que el universo, misterioso ajedrez, pero sumamente regla-
do por la necesaria justicia mortal, lleva consigo. Borges es cons-
ciente de que la muerte, como la pampa argentina, «está en su pe-
cho» («Al horizonte de un suburbio» —1977: 75) como un tesoro
incorruptible y único («vasta y vaga y necesaria muerte», escribe
en «Blind Pew» —1977: 140), y marca la existencia para evitar que
el hombre enloquezca detrás de una presumida inmortalidad va-
nidosa (BURGIN 1974: 96-97). Una muerte justa, casi franciscana,
inevitable, como aquella recordada en la última batalla del gene-
ral Quiroga en el poema homónimo, y que, sin embargo, humana-
mente «desgasta, incesante» («Límites» —1977: 166). La muerte
rige el gobierno del mundo, pero no tiene derecho a la palabra de-
finitiva. Dentro esa perspectiva, el individuo (y, por ende, el poe-
ta) intenta descifrar mezquinamente el universo, otorgándole una
propia lectura, una visión parcial, de forma que pueda parecer que
«el mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones» («Manuscrito
hallado en un libro de Joseph Conrad» —1977: 82) y que «el mar
es un antiguo lenguaje que yo no alcanzo a descifrar» («Singladu-
ra» —1977: 83). Así que la vida del poeta, sus jornadas, sus no-
ches, «se igualan en pobreza y en riqueza a las de Dios y a las de
todos los hombres» («Mi vida entera» —1977: 87) y se desarrolla
en una restitución de los «centavos del caudal infinito que [Dios
le] pone en las manos» (1977: 89). Dentro del marco de la percep-
ción gozosa y dramática de su propia existencia, Borges encuen-
tra lugares geográficos que prefiguran zonas eternas como la trans-
figuración poética de Buenos Aires en «Cuaderno San Martín»
(1929), y más adelante en «El otro, el mismo» (1964), o en las mi-
longas hermosísimas de «Para las seis cuerdas» (1965), en que ca-
sas, patios, aguas, árboles y nombres representan descripciones
minuciosas de una realidad que subyace a la voluntad de un «mis-
terio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad no abarcamos»

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(«La noche que en el Sur lo velaron» —1977: 103), en una geogra-


fía mítica y mística, «declaración de la maestría de Dios» (1977:
119), como Borges escribe en el Poema de los dones, reconocido por
el mismo autor como una de sus composiciones predilectas. En
efecto, se trata de una de las composiciones más significativas del
discurso religioso borgiano, en la que no sólo se reúnen todos los
símbolos de su arte poética, enciclopedias, atlas, cosmogonías, bi-
bliotecas, sub specie paradisi, parafraseando al mismo Borges, sino
porque es, sobre todo, una reivindicación de la aceptación exis-
tencial de su ceguera como un don divino que lo une a las figuras
proféticas de la literatura clásica, en primer lugar, Homero, y de la
búsqueda metafísica que, aquí, llega a repetir con atrevimiento que
el hacedor del universo solamente puede nombrarse como azar.
Es la fantasmagórica reproducción de espejos y ajedreces, de sue-
ños y olvidos, del mundo como teatro cristalino y engañoso:
Cuenta la historia que en aquel pasado
Tiempo en que sucedieron tantas cosas
Reales, imaginarias y dudosas,
Un hombre concibió el desmesurado

Proyecto de cifrar el universo


En un libro y con ímpetu infinito
Erigió el alto y arduo manuscrito
Y limó y declamó el último verso.

Gracias iba a rendir a la fortuna


Cuando al alzar los ojos vio un bruñido
Disco en el aire y comprendió, aturdido,
Que se había olvidado de la luna […].

Siempre se pierde lo esencial. Es una


Ley de toda palabra sobre el numen […].
Y, mientras yo sondeaba aquella mina
De las lunas de la mitología,
Ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
La luna celestial de cada día.

Sé que entre todas las palabras, una


Hay para recordarla o figurarla.

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El secreto, a mi ver, está en usarla


Con humildad. Es la palabra luna.

Ya no me atrevo a macular su pura


Aparición con una imagen vana,
La veo indescifrable y cotidiana
Y más allá de la literatura. («La luna» —1977: 131-132)

Es notorio que Borges, al igual que la escuela de Viena, consi-


deró a la metafísica como una rama de la literatura fantástica, y
que él mismo, sin intención alguna de formular un sistema filosó-
fico preciso y puntual dentro del marco literario, utiliza la filoso-
fía casi con el mismo objetivo. Por esta razón, Borges se justifica
con una famosa afirmación en la cual admite «Yo soy un lector,
simplemente. A mí no se me ha ocurrido nada. Se me han ocurri-
do fábulas con temas filosóficos, pero no ideas filosóficas. Yo soy
incapaz del pensamiento filosófico» (CARRIZO 1986: 143).
No cabe duda de que la filosofía es en Borges el instrumento y
la posibilidad con que el autor puede explorar, indagar en lo fan-
tástico, es decir, aquel mundo al que se dirigen las reiteradas y
constantes interrogantes de la existencia humana:
Yo he compilado alguna vez una antología de literatura fantás-
tica [...], pero delato la culpable omisión de los insospechados y
mayores maestros del género: Parménides, Platón, Juan Escoto
Erígena, Alberto Magno, Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bra-
dley. En efecto, qué son los prodigios de Wells o de Edgar Allan
Poe [...] confrontados con la invención de Dios, con la teoría la-
boriosa de un ser que de algún modo es tres y que solitaria-
mente perdura fuera del tiempo? («Notas» —2005: I, 296)

No obstante, Borges se obstina en proclamar que no hay afir-


mación filosófica o religiosa seriamente sostenida en su obra y que
la filosofía parece limitarse a la imitación de una «técnica literaria
mal elaborada». En la óptica de Borges, eso corresponde a verdad:
la búsqueda se acerca más a un «sistema de palabras» que a una
postulación rígida, y no creativa o poética. Así, la búsqueda va
más allá de las palabras, más allá del signo que ellas representa-
rían mediante el lenguaje:

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Un tercer tigre buscaremos. Éste


Será como los otros una forma
De mi sueño, un sistema de palabras
Humanas y no el tigre vertebrado
Que, más allá de las mitologías,
Pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
Me impone esta aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
El otro tigre, el que no está en el verso.
(«El otro tigre» —1977: 139)

En la obra de Borges se reitera la afanosa búsqueda del senti-


do de la realidad; no obstante, ese sentido se revela inalcanzable
para el hombre por causa de su débil capacidad cognitiva: en esa
dirección, Borges posee una fe irrefutable y cierta en reconocer que
los acontecimientos del universo y los acontecimientos de la vida
del hombre necesitan de explicación y tienen un propio sentido, a
veces inescrutable. En la filosofía cristiana medieval tomista, Agus-
tín afirmaba que Dios conoce cada acción del hombre, desde la
eternidad, incluso la acción que libremente elige el hombre. Para
Borges, esta hipótesis no necesita absolutamente de un supuesto
orden del mundo, ya que el universo podría darse dentro de los
caprichos, arbitrios, o dentro de un azar decidido por un Dios ju-
gador y espectador al mismo tiempo, gozador eterno de su misma
creación («No hay una cosa de Dios en el sereno ambiente / que
no lo exalte misteriosamente, / el oro de la tarde o de la luna», se
lee en la lírica «Jonathan Edwards» —1977: 236). Sin embargo,
Borges no acepta siempre y constantemente esta propia idea de
Dios, característica que una crítica destructiva ha observado en su
sistema poético-literario: la aceptación de la realidad como azar o
como orden se coloca a pleno derecho en una lucha existencial,
personal, casi íntima, en la persuasión de que «la batalla es eter-
na y puede prescindir de la pompa de visibles ejércitos con clari-
nes», como dirá en su poema «Página para recordar al coronel Suá-
rez, vencedor en Junín» (1977: 193). De hecho, en otros textos, como
«El idioma analítico de John Wilkins», Borges incurre en la mis-

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ma lectura filosófica del mundo: «La imposibilidad de penetrar el


esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos
de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son
provisorios» (2005: II, 91-92).
Los esquemas humanos, en una cierta forma, le dan prestigio
a la condición existencial del individuo y también un sentido a
aquel sinsentido que parece involucrar los objetos, las existencias,
en el largo fluir inexorable del tiempo («y ansiosa y breve cosa que
es la vida», concluye el poema «Texas»).
Todas las cosas son palabras de
Idioma en que Alguien o Algo, noche y día,
Escribe esa infinita algarabía
Que es la historia del mundo. En su tropel

Pasan Cartago y Roma, yo, tú, él,


Mi vida que no entiendo, esta agonía
De ser enigma, azar, criptografía
Y toda la discordia de Babel.
(BORGES 1977: 196)

Detrás de la agonía del mundo y del ser se percibe también


la imposibilidad de ser felices, aunque la única vía de salvación
—según la tesis de Schopenhauer (reconocido como el filósofo más
citado por Borges, y que más lo habría influenciado en ciertas caí-
das pesimistas de su concepción existencial)— consista en la vida
vivida como compasión, a través de la filosofía o del arte y, en par-
ticular, a través de la negación de la voluntad.
El único error innato que albergamos, es el de creer que hemos
venido al mundo para ser felices. Hay que reconocer que es in-
nato, porque se identifica con nuestra existencia misma, nues-
tro ser es su paráfrasis y nuestro cuerpo su monograma, pues
no somos más que voluntad de vivir, y lo que entendemos por
felicidad es precisamente la satisfacción sucesiva de la volun-
tad. (SCHOPENHAUER 1960: 247)

No se quedaría nada más que la muerte, «otro mar, esa otra


flecha / que nos libra del sol y de la luna y del amor» (1977: 248),
en que el único goce es el de «estar triste, esa vana costumbre que

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me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina» (1977: 248).


No sólo el caos prevalece alternativamente sobre el orden, sino que
la incertidumbre reina soberana, y no hay ningún espacio de co-
nocimiento cierto:
¿Fluye en el cielo el Rhin? ¿Hay una forma
universal del Rhin, un arquetipo,
que invulnerable a ese otro Rhin, el tiempo,.
dura y perdura en un eterno Ahora […]?
(«Correr o ser» —2005: III, 354)

El pesimismo innato se revela, más que una desesperante pos-


tura nihilista que transformaría al poeta en un ideólogo, en un
asombrante realismo dictado por la conciencia de la fragilidad hu-
mana y de su condición de inevitable dependencia de un Dios,
cuyo nombre, pronunciado, no ayuda a orientarse en el laberinto
del mundo:
[…] Quizá el destino humano
De breves dichas y de largas penas

Es instrumento de otro. Lo ignoramos.


Darle nombre de Dios no nos ayuda.
Vanos también son el temor, la duda

Y la trunca plegaria que iniciamos.


¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?
(1977: 447)

En ciertas páginas, el poeta contestará diciendo ser «eco, olvi-


do, nada» («Soy» —1977: 434) o «soy el que no conoce otro con-
suelo / que recordar el tiempo de la dicha» («The thing I am» —
1977: 550). Sin embargo, no se trata, en estas líneas, de un aniqui-
larse, de un rechazo de la existencia hasta el suicidio moral, sino
de una ceguera real y metafísica al mismo tiempo («sólo puedo
ver para ver pesadillas», o «pienso que si pudiera ver mi cara sa-
bría quién soy en esta tarda rara» —1977: 450-451), o de una ma-
yor percepción del ser, como se puede leer en las íntimas revela-
ciones, «The Unending Rose», dedicadas a Susana Bombal:

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Soy ciego y nada sé, pero preveo


Que son más los caminos. Cada cosa
Es infinitas cosas. Eres música
Firmamentos, palacios, ríos, ángeles,
Rosa profunda, ilimitada, íntima,
Que el Señor mostrará a mis ojos muertos.
(2005: III, 130)

No se trata, entonces, de un «bel morir», como irónicamente


afirmaría Mutis, sino de un realismo ontológico, de una afirmación
de consciente finitud, de reiteración de gestos y pensamientos, de
imposibilidad manifiesta en el «ejecutar un acto nuevo», de «tejer
la misma fábula», de «repetir un repetido endecasílabo», de soñar
con la misma pesadilla cada noche, de ser «la fatiga de un espejo
inmóvil, o el polvo de un museo», como se expresa en el poema
«Eclesiastés I, 9» (2005: III, 328). Así, Borges invita al lector a pen-
sar en la propia muerte, antes deseada, ahora cáusticamente pre-
figurada («Te espera el mármol que no leerás» —1977: 253), ya que
el hombre no es más que sombra (aquí el castellano permite esa aso-
nancia, parafraseando un verso borgiano) y observa la putrefac-
ción y la disgregación de cada día, el temor de pensar que se está
de alguna forma muerto, de ser errante siempre, eterno wanderer,
sin posada, de desear el mortal traspaso con el fin de entender por
fin el universo. El pedido de conocer sus rasgos últimos, verdade-
ros, ante el entretejido de mitologías y cosmogonías, permanece
como grito constante, «algo que ya padece. Algo que implora. /
Después de la historia universal. Ahora» (1977: 422), fórmula poé-
tica de oración que, como está escrito en «El mar», se repite «antes
que el tiempo se acuñara en días»: «¿Quién es el mar, quien soy?
Lo sabré el día / Ulterior que sucede a la agonía» (1977: 275).
Hay evidentemente crisis y dudas, decepciones por el engaño
que la realidad promete. Borges no se sustrae a esta humana an-
gustia: uno de los poemas dedicados al laberinto indica una des-
esperación por un camino que nunca tendrá fin ni respuesta («no
habrá nunca una puerta» es el célebre incipit del poema), ni la triste
pero justiciera esperanza de encontrar «en el negro crepúsculo la

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fiera» (1977: 332). Es uno de los momentos más obscuros y tene-


brosos que Borges transmite a sus lectores, aunque en el centro de
otros laberintos, el autor encontrará su redención terrenal a través
del amor de su amada y fiel María Kodama.
Sin embargo, en uno de los poemas que Borges más amaba y
con el cual quisiera que los hombres lo recordaran después de su
muerte, «Everness», el autor argentino inventa un nuevo término
que se lanza hacia una eternidad suntuosa de «arduos corredo-
res» y puertas que se cierran para dejar entrever que: «Sólo del otro
lado del ocaso / Verás los Arquetipos y Esplendores» (1977: 258).
El rostro del Misterio que la razón desesperadamente busca,
con la conciencia de que esa búsqueda explica todo el afán inago-
table del hombre, se encontrará en un everness más allá de lo per-
ceptible, de lo tangible, de lo humanamente doloroso o esclavizan-
te: «Libre de la metáfora y del mito / Labra un arduo cristal: el
infinito / Mapa de Aquél que es todas Sus estrellas» (1977: 261).
En Borges, la posibilidad de abarcar, es decir, comprender el ig-
noto universo y su sistema, encuentra en el correlativo objeto del
perdido tiempo anglosajón el otro motivo recurrente de nostalgia, ese
arduo deseo de un bien ausente, para retomar la definición tomista.
Desvelando una verdad superior, la poesía de Borges se con-
figura, más bien, como tentativa de coparticipación a la imagen
y forma de la totalidad y de lo infinito, llámese eso Dios o Aleph.
En un comentario a la fuerza misteriosa de esa letra primigenia,
Lisa Block de Behar modifica el motivo de «nostalgia» con el tér-
mino intenso y sugestivo de «aspiración»: «La aspiración se ex-
tiende a otra forma de la realización, se entiende como un anhelo,
el aliento de un deseo, la aspiración profunda, la “inspiración”
que anima» (1999: 39).
Esa «aspiración» es sumamente perceptible en uno de sus poe-
mas más conmovedores, «Composición escrita en un ejemplar de
la gesta de Beowulf», en el que Borges intuye, con admirable efica-
cia poética, la inmortalidad del alma y, sobre todo, la validez del
afán existencial, aunque el universo persista en un misterioso e
inagotable silencio, sin revelación, sin puertas terrenas abiertas.

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El poema se presenta como un escolio, casi idéntico a aquellos que


los hombres de la Edad Media utilizaban para comentar los tex-
tos sagrados, y que, ocasionalmente, se convertían en auténtico y
novedoso lenguaje crítico-poético.
A veces me pregunto qué razones
Me mueven a estudiar sin esperanza
De precisión, mientras mi noche avanza,
La lengua de los ásperos sajones.
Gastada por los años la memoria
Deja caer la en vano repetida
Palabra y es así como mi vida
Teje y desteje su cansada historia.
Será (me digo entonces) que de un modo
Secreto y suficiente el alma sabe
Que es inmortal y que su vasto y grave
Círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
Me queda inagotable el universo.
(1977: 225)

Las historias antiguas de Inglaterra, de la saga de Islandia, de


los temerarios navegadores, de sus misioneros cristianos y de sus
divinidades, que expresaban la oculta cara de los dioses, fascinan
a Borges, quien, nuevo escolástico medieval, re-escribe la historia
misma a través de su poética (no en el sentido de una estética, que
el autor siempre refutó). Esa reescritura salva del olvido, es fuerza
sagrada de la memoria; por eso, la traslada «tan lejos de esos ma-
res y de ese ánimo» (1977: 493), como se aprecia en «Einar Tam-
barskelver (Heimskringla, I, 117)». En otros poemas, el alba en Is-
landia es descrita, por ejemplo, como el instante más «suspendi-
do» del universo, edénico, perdido para siempre. La Edad Media,
especialmente la anglosajona, «tan calumniada y compleja», como
escribe Borges en las primeras páginas de Siete noches, dedicadas
a la Comedia dantesca, funciona como aquel «dilatado imperio que
los Vikings no quisieron fundar» («Things that might have been» —
1977: 540), como el reino que pudiera ser y no fue, como todas las
obras inconcebibles que nos fue dado sólo entrever. En este arca-

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no blank space, en el que todo lo no ocurrido reenvía a la percep-


ción de un misterio u orden que todo lo contiene, y también lo no
realizado pero aún deseado, la postura del poeta está lejos de ser
etiquetada como negación incrédula y nihilista, o panteísmo spi-
noziano de un «hombre que engendra Dios» en la penumbra. Bor-
ges es hombre de otros tiempos y sin embargo les trasciende pro-
féticamente: «No en vano fui engendrado en 1899. Mis hábitos re-
gresan a aquel siglo y al anterior y he procurado no olvidar mis
remotas y ya desdibujadas humanidades» (1977: 470).
Por un juego del destino o por una ficción divina, Borges bus-
ca un lugar que abarca estepas y mares, los confines de la Última
Thule y de la pampa sureña; él es el auténtico homo religiosus, ema-
nación de aquella cultura medieval de la cual Dante representaba
la figura más sugestiva y común a la conciencia poética del autor
argentino. Borges, homo religiosus post litteram, percibe la religiosi-
dad como relación reconocida y vivida con el Misterio, como evi-
dencia en el hombre de una «realidad» que no deriva directamen-
te de donde el individuo fenomenológicamente proviene, sino de
su dramática y exclusiva dependencia del Misterio. En las antípo-
das de Dante, Borges se reconoce deudor de otro gran autor y homo
religiosus que expresó en sus obras la lucha por la libertad autén-
tica del hombre: Herman Melville. En la poesía dedicada al crea-
dor de Moby Dick y, al mismo tiempo, al mutilado capitán Ahab,
Borges se dirige a aquel semblable que «siempre se dio a los mares
del planeta» para entrar «en aquel otro mar, que es la Escritura»
(1977: 484). Junto a Dante, Borges dialoga dignamente con Mel-
ville en una fructífera y prodigiosa hermandad poética11 (que
incluye, entre los múltiples nombres, a Browning y Whitman,
los evangelistas y los Borges), y viajando por Islandia, pampas del
Sur y otros «mares que largamente surca», puede esperar, a fuer-
za de una obstinada seriedad con los aspectos más ásperos de lo
real, «los eventuales dones de la busca, / no el fruto sabiamente
inalcanzable» (1977: 410).

11
Debo esta hermosa definición a Emir Rodríguez Monegal; véase su apasionado
volumen Borges. Una biografía literaria (1987: 130-135).

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PER SPECULUM IN AENIGMATE.


REFLEJOS Y ESPEJOS EN BORGES
Y GUIMARÃES ROSA*

A Tania Carvalhal,
prodígio de juventude e beleza:
Non t’ho perduta. Sei rimasta, in fondo
all’essere. Sei tu, ma un’altra sei:
senza fronda né fior, senza il lucente
riso che avevi al tempo che non torna,
senza quel canto. Un’altra sei, piú bella.
(Ada NEGRI, «Mia giovinezza»)

Give me the glass, and therein will I read


(William SHAKESPEARE, Richard II)

La mitología griega, inmortalizada en el tercer libro de la Metamor-


fosis de Ovidio, ha transmitido por largas generaciones la notoria
preocupación y funesta profecía de Tiresias, el cual había predi-
cho a Narciso que, para vivir, él no hubiera tenido que verse nun-
ca. Presagio mortal que, desde entonces, asocia el espejo con el ob-
jeto mortífero o la engañosa manufactura de desdoblamientos y
enfermedades, de locuras y percepciones de enigmas.
En su excepcional trabajo dedicado a la literatura europea y
la Edad Media latina, Ernst Robert Curtius (1955) relata un signi-
ficativo episodio desarrollado en Ricardo II, donde el Rey, que
Shakespeare inmortalizó en uno de sus mejores dramas históri-
cos, manda traer un espejo para que, viendo su rostro reflejado,
pueda considerar todos sus pecados. El espejo es uno de los te-
mas y motivos más recurrentes de la literatura universal, y no sólo
occidental: Curtius enumera muchos autores que han utilizado la
metáfora del espejo, desde el riquísimo imaginario bíblico hasta
Esquilo; desde Aristóteles, que injustamente la despreciaba por no

* El texto aquí presentado fue publicado con el mismo título en Eduardo


COUTINHO, Lisa BLOCK DE BEHAR y Sara VIOLA RODRÍGUES (orgs.), Elogio da
Lucidez. A comparação literária em âmbito universal, Porto Alegre: Editora
Evangraf, 2004, pp. 327-334.

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comunicativa desde el punto de vista de la retórica, hasta la


poesía barroca.
Un cuento de João Guimarães Rosa, «El espejo», de la colec-
ción Primeras historias, nos permite entrever y construir puentes crí-
tico-estéticos entre la poética del autor brasilero y Borges, quien con-
sideró el motivo del espejo como un modelo estructural a su con-
cepción hermenéutica del mundo y del hombre, y por ende del ar-
tista. Jaime Alazraki (1977), que ha dedicado páginas muy pene-
trantes y detalladas a la presencia de este motivo en los cuentos de
Borges, reconoce que el espejo representa en el argentino, y sobre
todo a lo largo de su escritura poética, «la dimensión de una obse-
sión personal a la que su obra dota de sentidos varios» (1977: 132),
y avisa que «como Borges-poeta, los personajes de sus relatos bus-
can ese otro que habita en el fondo de un espejo» (1977: 144).
El cuento de Guimarães Rosa parece ser un homenaje discreto
y personal a la obra de Borges; si no, por lo menos, en este relato
el escritor brasilero manifiesta el interés por una confrontación con
una materia, de antiguo origen, y que no dejó de fascinar a los au-
tores del siglo XX. Fuera del continente brasilero y de los estudio-
sos de la obra rosiana, «El espejo» es un cuento no muy conocido,
a diferencia de la novela Grande sertão: veredas o de otros cuentos
como «La tercera orilla del río», más frecuentemente antologados
y, curiosamente, incluidos en la misma colección de cuentos de
donde proviene «El espejo».12 Guimarães Rosa advierte al lector,
por medio de su narrador, que su relato no es simplemente una
aventura, ni una «historia», de acuerdo con el título de la colec-
ción, sino una experiencia provocada por una serie de «racioci-
nios e intuiciones», a la que el espejo revela no sólo las leyes ópti-
cas, físicas, de la reflexión, sino aquella misteriosa y concreta «tras-
cendencia» que ya Merleau-Ponty había destacado.
En su ensayo Le visible et l’invisible, el pensador francés decla-
ra que «la visibilité comporte une non-visibilité» (MERLEAU-PONTY
1964a: 300). Más bien, el sujeto percibe la ontología de la cosa, no
12
Todas las referencias al cuento «El espejo» se darán a partir de la edición
española: João GUIMARÃES ROSA, Primeras historias, traducción de Virginia
Fagnani Wey, Barcelona: Seix Barral, 1969, pp. 113-124.

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tanto en su mera apariencia, sino en aquel «invisible» que consti-


tuye su «parte total» y, por ende, su «misterio». Presencia y au-
sencia no se contradicen. Privilegiando lo visible, Merleau-Ponty
añade: «La vision n’est pas un certain mode de la pensée ou pré-
sence à soi : c’est le moyen qui m’est donné d’être absent de moi-
même, d’assister du dedans à la fission de l’Etre» (1964b: 81).
Guimarães Rosa parece seguir las reglas de esta filosofía de la
visión, en la que «ver» es siempre «más» que ver lo perceptible, lo
visible; es como subrayar que, de una cierta manera, existe un «in-
visible» de lo visible y que la visión no se puede nunca reducir a
lo que el sujeto ha visto: «Me reporto a lo trascendente. Pero, todo
es la punta de un misterio. Incluso los hechos. O la ausencia de
ellos. ¿Duda? Cuando nada pasa hay un milagro que no estamos
viendo» (1969: 115).
En las primeras páginas del cuento, Rosa reflexiona sobre los
«reflejos» que causarían los espejos, a diferencia de las fotogra-
fías, que retraen siempre un momento «posterior» y, por ende, nun-
ca reproducirán el ser en su instante absoluto, perfecto, contem-
poráneo. El narrador añade, además, que quien no se da cuenta
de eso, «es porque vivimos, de modo incorregible, distraídos de
las cosas más importantes» (1969: 116). Naturalmente, recuerda
el narrador, hay una infinidad de espejos que se unen a los tipos
planos, de uso cotidiano: ¿qué (o quién) se ve reflejado en espejos
cóncavos, convexos, parabólicos? Los espejos de esos géneros nos
hacen reír, «nos reducen a monstruos estirados o globosos» y po-
drían, además, aterrorizar diabólicamente «a horas avanzadas de
la noche alguna [por] otra pavorosa visión» (1969: 117). En pocas
líneas, entramos en la trama del cuento: en el lavabo de un edifi-
cio público, lugar que corresponde a la vanidad del ser y a la ca-
sualidad casi banal de gestos cotidianamente repetidos, el narra-
dor se fija en un juego de espejos que asustan y amenazan, ya que
este yo reconoce otro que lo está mirando en el mismo instante:
Le explico: dos espejos —el uno de pared, el otro de puerta la-
teral, abierta en ángulo propicio— hacían juego. Y lo que vi,
por un instante, fue una figura, perfil humano, desagradable al

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último grado repulsivo, si no hediondo. Me dio náuseas, aquel


hombre, me causaba odio y susto, erizamiento, espanto. Y era
—en seguida descubrí…; era yo, de veras. ¿Le parece a usted que,
algún día, iba yo a olvidarme de esa revelación? Desde entonces
empecé a buscarme —el yo por detrás de mí—. (GUIMARÃES 1969: 115
—cursivas mías.)

El descubrimiento es doble: el yo «de veras» y el comienzo de


la búsqueda de aquel «yo por detrás de mí» («eu por detrás de
mim») como sencilla y poéticamente relata el narrador del cuento.
Esta segunda fase o percepción es inevitablemente más importan-
te e involucra al narrador en una serie de desenvolvimientos téc-
nicos pacientes y temerosos que le abren enigmas «en tremendas
multiplicaciones» con la constatación asombrosa y aterradora: «los
ojos de uno no tienen fin. Sólo ellos paraban inmutables, en el cen-
tro del secreto. Más allá de una máscara, si es que de mí se burla-
ban. Porque el resto, el rostro cambiaba permanentemente». (GUI-
MARÃES 1969: 119). Empiezan así ciertos «ejercicios espirituales»,
según la imagen misma utilizada por el narrador, a través de los
que el objetivo se reduce a una reeducación de la mirada y a un
bloqueo de los ojos, hasta anular la «máscara» de su rostro. Evi-
tando fielmente el encuentro con espejos o similares objetos refle-
jantes, llega el momento en que el narrador afirma haberse mirado
en un espejo y no haberse visto. El horroroso acontecimiento lo
hace reflexionar sobre la ausencia en él de una «existencia cen-
tral, personal, autónoma» y llega a la conclusión de ser una cria-
tura «des-almada»:
¿Entonces, lo que se me fingía de un supuesto yo, no era más
que, sobre la persistencia del animal, un poco de herencia, de
sueltos instintos, energía pasional extraña, un entrecruzarse de
influencias, y todo lo demás que en la permanencia se indefi-
ne? Me decían eso los rayos luminosos y la faz vacía del espejo
—con rigurosa infidelidad. Y, ¿sería así con todos? Seríamos no
mucho más que los niños —el espíritu del vivir sin pasar de
ímpetus espasmódicos relampagueados entre espejismos: la es-
peranza y la memoria. (GUIMARÃES 1969: 122)

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Cuando se ve de nuevo, su rostro es un «todavía-ni-rostro»,


una «carita de niño, de menos-que-niño, solo» (GUIMARÃES 1969:
123-124). La búsqueda, que acaba con una sumaria reconciliación
y un regreso a la pureza infantil, coincide finalmente con un «sal-
to mortal», ya que «la vida consiste en experiencia extrema y se-
ria» (1969: 124). Son espacios, cuestiones, interrogantes que Gui-
marães Rosa coloca en una zona semitransparente del discurso,
una verdadera tercera margen en donde la duda no es ni cruel ni
sádica: más bien, el narrador, figura mítica y atormentada, encuen-
tra en el diálogo ficticio con el lector una dimensión renovada de
la existencia entre aquellos indispensables espejismos, como la es-
peranza y la memoria, que se entreven en la búsqueda del otro (dra-
máticamente ficticia y auténticamente humana). Se trataría, según
Davi Arrigucci Jr., de un esquema artístico que Rosa utiliza en otros
textos como A hora e vez de Augusto Matraga y Meu Tio o Iauaretê. El
otro, que se puede condensar en un simple (aparentemente) espe-
jo de un lavatorio, representa siempre un desafío razonable a lo
misterioso, a lo imponderable. Es una búsqueda que revela «pro-
fundas afinidades» y sorprendentes diferencias. Con su generosa
y atenta memoria Emir Rodríguez Monegal, recordando un en-
cuentro con Rosa, afirma que éste creía, sí, en lo sobrenatural, pero
cuyo misterio no era necesariamente doloroso: «Su espíritu reli-
gioso no espera sólo las sombras en el más allá» (en GUIMARÃES
1969: 16). De aquí probablemente su auténtica pasión para la re-
presentación literaria de niños y discapacitados, de criaturas to-
davía no corrompidas por la duda devastadora y nihilista. En
Rosa, como en Borges, no se trata de la «sorpresa» del filósofo, de
la sistematicidad del pensamiento, sino de un movimiento puro,
infantil, libre que el contacto con la realidad provoca, así como su-
braya muy justamente Davi Arrigucci Jr.:
Se establece una especie de antropología poética, en la que la in-
mersión en el alma del hombre rural queda representada, al mis-
mo tiempo, como proceso dialógico del esclarecimiento. En rea-
lidad, de este modo, se abre una especie de escenario dramático
propicio para la confrontación y el debate de ideas, donde el

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mythos se vuelve logos, escenificación dramática en la que la tra-


ma narrativa se traduce en el discurso intelectual.13

La pregunta con la que se concluye la extraordinaria epifanía


del episodio del espejo («você chegou a existir?») quizá podría ser
colocada como exergo de la obra borgiana: resulta particularmen-
te interesante el paralelo o, mejor dicho, el asombroso espacio co-
mún a Borges en un breve escrito (¿cuento, reflexión, sueño?) de
El hacedor («Los espejos velados»), en que el yo narrante declara
haber conocido «de chico ese horror de una duplicación o multi-
plicación espectral de la realidad, pero ante los grandes espejos»
(2005: II, 174). La confesión de sus «insistidos ruegos a Dios y al
ángel de [la] guarda» que «era el de no soñar con espejos» acaba
con la inquietud de reconocerse reflejado, quizá también «existi-
do», en la «aciaga servidumbre» de su rostro, «una de mis caras
antiguas».
La «antropología poética» considerada por Arrigucci se mueve
en las oscilaciones de temores y apariencias, de verdades ocultadas
y no re-conocidas, «los miles de reflejos / que entre los dos crepús-
culos del día / tu rostro fue dejando en los espejos» (BORGES 2005: II,
326), que podrían enloquecer o dudar atrozmente de que todo con-
sista en definitiva en una «ciega máscara impersonal»:
Yo temo ahora que el espejo encierre
El verdadero rostro de mi alma,
Lastimada de sombras y de culpas.
El que Dios ve y acaso ven los hombres.
(«El espejo» —BORGES 2005: III, 211)

Los Arquetipos y los Esplendores que, de derivación platóni-


ca, esconden la auténtica versión cosmológica, y que tanto fasci-
naron a la poética borgiana, revelan que este mundo, con sus ha-
bitantes, con sus individualidades razonables, sus sentimientos,
sus esperanzas y miedos, no es sino el espejo de un orden divino
inescrutable. Tal reconocimiento filosófico, fideístico, que casi iró-
13
Véase el ensayo de Davi ARRIGUCCI Jr., Mestizo y paradójico Guimarães
Rosa, en «Proyecto Patrimonio. Archivo João Guimarães Rosa»:
<http://www.letras.s5.com/rosa201102.htm>.

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nicamente nos conecta con la concepción rosiana del mundo (y la


ironía es otro rasgo de la filosofía clásica que ambos escritores han
compartido) fluctúa entre el eje del terror, de la pesadilla, de la abs-
tracción, que formas esenciales generarían en los hombres que las
registran (como, por ejemplo, en el poema «Los espejos», de El ha-
cedor), y el eje del estupor, de la maravilla para con la perfección
de formas e intenciones, de la intuición de estar participando de
un milagro (como se puede leer en «El sueño de Coleridge»). Pero,
así se trate del mito del doble y de su magia, de la deformación
horrorosa de los cuerpos, o de la infinita persecución de sus actos
multiplicadores, el espejo revela «un germen de aventura sobre-
natural», como sostiene Ana María Barrenechea: «insinúe o no
cualquiera de estos aspectos, siempre basta su sola presencia para
sentir la disolución que nos amenaza» (1967: 175).
El espejo, en Rosa y en Borges, denuncia «públicamente» el
desdoblamiento del individuo como imagen sospechada, creada
y convertida en fantástica por el yo mismo, porque el mito del do-
ble no puede realizarse sin el hombre, sin su imaginación y capri-
chos filosóficos.
Si es verdad que la «disolución nos amenaza» y que la muerte
estaría velada detrás de «la cifra de las cosas / que somos y que
abarcan nuestra suerte» («El espejo» —BORGES 2005: II, 545), con-
dición no irreal sino, quizá, «hiperrealista», el espejo es también
«a sacred fount», para retomar el título de una obra de Henry Ja-
mes sumamente apreciada por Borges, de creaciones y re-creacio-
nes literarias. Aunque Daniel Balderston, autor del diccionario de
frecuencias de Borges, haya declarado que entre las palabras más
utilizadas en las obras de Borges figuran «Dios» y «Borges», la
palabra «espejo», junto con su metáfora, permanece siempre como
una de las más repetidas y laberínticas. Resulta indispensable, por
lo tanto, detenerse en un solo ejemplo creativamente derivado de
aquella «fuente sagrada»: el fatigoso recorrido que se incluye en
el cuento «El acercamiento a Almotásim».
La obra es doblemente laberíntica y llena de espejismos: se pasa
de ediciones críticas a alusiones interpretativas relativas al géne-

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ro de la novela en cuestión, de rocambolescos capítulos a «peripe-


cias» y «vertiginoso pulular de dramatis personae»: no es casuali-
dad que su «feliz subtítulo» sea «A Game with Shifting Mirrors»,
un juego de espejos que se desplazan.
Esquemáticamente, el argumento de la novela trata del viaje-
peregrinación de un joven estudiante de Bombay, «musulmán»,
«librepensador», que ha refutado «la fe islámica de sus padres».
En una noche de luna de muharram se encuentra en el centro de
un tumulto entre musulmanes e hindúes. Este «protagonista visi-
ble […] mata (o piensa haber matado) a un hindú» (2005: I, 444).
El devenir de la novela y, por ende, del cuento es la huida del jo-
ven estudiante hasta que la peregrinación se transforma en re-
flexión, homicidio, sentido de culpa, etapas laberínticas y discon-
tinuas de una nueva odisea disimulada. En este recorrido angus-
tiante y contradictorio, el protagonista «visible» se abre a la posi-
bilidad de la búsqueda metafísica:
Repensando el problema llega a una convicción misteriosa. En
algún punto de la tierra hay un hombre de quien procede esa claridad;
en algún punto de la tierra hay un hombre igual a esa claridad. El es-
tudiante resuelve dedicar su vida a encontrarlo. (2005: I, 445)

El encuentro con Almotásim es toda una narración de reen-


víos y pseudoencuentros, que aluden al verdadero encuentro que
acontece, por lo menos, ficcionalmente, pero que el lector no pue-
de directamente conocer, porque la novela de Bahadur termina en
este punto fatídico.
Se trata, entonces, de espejos y reflejos que contienen, en un
calidoscopio de variaciones cóncavas y convexas, la misma apre-
miante pregunta que animaba la escritura de Guimarães Rosa:
«você chegou a existir?»; el argumento general de la novela de Ba-
hadur y de su «glosa» borgiana es platónico:
La insaciable busca de un alma a través de los delicados reflejos
que ésta ha dejado en otras: en el principio, el tenue rastro
de una sonrisa o de una palabra; en el fin, esplendores diversos
y crecientes de la razón, de la imaginación y del bien. A medi-
da que los hombres interrogados han conocido más de cerca a

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Almotásim, su porción divina es mayor, pero se entiende que son


meros espejos. (2005: I, 445 —cursivas mías.)

Difícilmente se puede concordar con la lectura que sostiene que


los espejos (no sólo en Borges) son —junto con sueños, utopías y
corredores obscuros, sin salida y sin sentido— símbolos de la irrea-
lidad. En Borges y en Guimarães Rosa, los espejos son manifesta-
ciones poéticas, inquietantes, contradictorias, como el descubri-
miento de Uqbar, o de la propia cara incompleta o ausente del
cuento rosiano, que reconfiguran la creación estética y, con ella,
los signos interrogantes de la humanidad.
Los espejos revelan una dúplice llamada identitaria: la memo-
ria del individuo, que se observa y se encuentra (o re-encuentra)
en ellos, y el recorrido laberíntico que es indispensable enfrentar,
entre obscuridades y aniquilamientos, revelaciones y hallazgos,
para responder a la exigencia estructural humana del «quién soy».
Esta pregunta, esencial y mítica al mismo tiempo, no acepta en
ambos escritores una réplica cómodamente adquirida, sino un
constante desarrollo dinámico que vibra por dramaticidad y no se
contenta con rígidas dicotomías que eliminarían tensiones y cues-
tionamientos discursivos ligados a la creación literaria.
Por eso, Almotásim, cuando «la novela decae en alegoría»,
se vuelve «emblema de Dios» y sus «puntuales itinerarios […]
son de algún modo los progresos del alma en el ascenso místico».
Dios también se ve reflejado en un espejo y escandalosamente
está buscándose:
Esas declaraciones quieren insinuar un Dios unitario que se aco-
moda a las desigualdades humanas. La idea es poco estimulan-
te, a mi ver. No diré lo mismo de esta otra: la conjetura de que
también el Todopoderoso está en busca de Alguien, y ese Al-
guien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e
igual) y así hasta el Fin —o mejor, el Sinfín— del Tiempo, o en
forma cíclica. (2005: I, 446)

El espejo borgiano y rosiano no concibe resolver el problema


de pertenencia existencial del hombre, como si la respuesta fuese
mágicamente el conejo que el mago extrae de su chistera. En otras

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palabras, quien se refleja (el estudiante de Bombay, el narrador de


«El espejo», Borges, Rosa, el lector) no se ve por completo; las iden-
tidades del buscado y del buscador se confunden ambiguamente;
el vértigo que lleva al conocimiento (anagnórisis) —tema con va-
riaciones de amplia literatura— se resume en una tentativa antro-
pológica dramática: en la ficción, al lector no le es dado saber si
las revelaciones del espejo son culminadas con un feliz coup de
théâtre final. El cuento de Rosa termina con aquella pregunta que
reabre el camino a una perenne inquietud y a la búsqueda ince-
sante, como si el afán humano fuese compreso solamente dentro
de estos dos polos vividamente abiertos, que rechazan cualquier
lógica de clausura aquiescente. La vicisitud del protagonista de la
pseudonovela de Bahadur se concluye con el auténtico y sorpren-
dente «acercamiento»: la «increíble voz» de hombre existe; Almo-
tásim, él mismo «buscador de amparo», invita al estudiante a avan-
zar y entrar. El lector, quizá como el mismo creador, como el artis-
ta, se acerca un poco más a un fragmento del mosaico que compo-
ne el enigma total, y tantea, él también, «per speculum in aenig-
mate», porque el misterio, que Rosa y Borges ya conocen, se des-
vela sine speculo in aeternitate.

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ELOGIO DEL CAOS (Y DE SU ORDEN).


BRÚJULAS, PALOMARES Y OTROS
BARROQUISMOS EN BORGES Y CALVINO*

A Nadia Lie

Que me quereis, perpétuas saudades?


Com que esperança ainda me enganais?
Que o tempo que se vai não torna mais,
e se torna, não tornam as idades.

Razão é já, ó anos!, que vos vades,


porque estes tão ligeiros que passais,
nem todos para um gosto são iguais,
nem sempre são conformes as vontades.

Aquilo a que já quis é tão mudado


que quase é outra causa: porque os dias
têm o primeiro gosto já danado.

Esperanças de novas alegrias


não mas deixa a Fortuna e o Tempo errado,
que do contentamento são espias.
(Luis de CAMÕES, Soneto CVII)

El señor Palomar, el más borgiano (y quijotesco) de los personajes


calvinianos, cree que si tuviera un telescopio, herramienta barro-
ca por antonomasia —«alegórico instrumento… borroso», lo defi-
ne Borges en «El reloj de arena» en El hacedor (2005: II, 200)—, «le
cose sarebbero più complicate sotto certi aspetti e semplificate so-
tto altri; ma, ora come ora, l’esperienza del cielo che interessa a lui
è quella a occhio nudo, come gli antichi navigatori e i pastori erran-
ti» (CALVINO 1983: 44-45 —cursivas mías).
Lo que sigue es, más bien, la «declaración amorosa» de algu-
nos tópicos que suscitan, desde algunos años, nuestra atención: el
estudio de dos genios literarios del siglo XX (y en este caso, no nos
arrepentimos de utilizar superlativos excesivos en el ámbito de la
crítica literaria); la rediscusión de ciertas periodizaciones cultura-
les; finalmente, la «especial disposición de ánimo» del compara-
* El texto transcribe la conferencia (Staff Seminar) presentada en la Katholieke
Universiteit Leuven, el 24 de mayo de 2005, como conclusión de mi estadía
como Postdoctoral Visiting Fellow (Coimbra Group Scholarship Programme).

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tista que se atreve a «percer des frontières», como sugiere Julien


Gracq. La «comparabilidad» de cualquier texto independientemen-
te de su contexto social, económico, político o cultural, teorizada
por Claudio Guillén (1985: 138), y que representa una característi-
ca única, intrínseca al discurso literario, casi una especie de «meta-
naturaleza» de los objetos de la comparabilidad, ha apoyado nues-
tros pensamientos. La comparabilidad, además, se refuerza con
aquella «operación de la mente del lector» que es la acertada defi-
nición de Michael Riffaterre en lo que concierne la intertextualidad:
Intertextuality necessarily complements our experience of tex-
tuality. It is the perception that our reading of the text cannot
be complete or satisfactory without going through the intertext,
that the text does not signify unless as a function of a comple-
mentary or contradictory intertextual homologue. (1984: 142-143)

Este preámbulo justificativo tiene su razón de ser. Para John


Barth, defensor combativo de la literatura de la exhaustion y del
replenishment, palabras que se colocan más allá de su misma sig-
nificación originaria de cansancio espiritual y satisfacción lúdi-
ca, Borges y Calvino representan autores «paralelos», no obstante
presenten características comunes como «a clear, straightforward,
unmannered, nonbaroque, but rigorously scrupolous style». 14
Nuestra reflexión sobre estos autores parte justamente de la frase
mencionada de Barth con la que nuestra lectura no coincide. De-
tengámonos en el adjetivo «nonbaroque». Sólo una interpretación
«clásica» podría encasillar el barroco en una forma estereotipada
que en nada estaría relacionada con las formas y recorridos de la
postmodernidad. Ya lo recordaba José Antonio Maravall, quien
definía el barroco como «época trágica», «arte de la crisis», «mun-
do como confuso laberinto» (1985: 249-254 ss). Como es sabido,
los últimos decenios han asistido a un renacimiento de relecturas,
reconsideraciones, revisiones que han observado, en el paso (no
demasiado obvio) de la modernidad a la postmodernidad, un com-
14
John BARTH, «“The Parallels!” Italo Calvino and Jorge Luis Borges», en
Context. A Forum for Literary Arts and Culture. n.º 1, edición electrónica.
<http://www.centerforbookculture.org/context/no1/barth.html>.

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pacto universo creativo, una nueva periodización cultural, que ha


encontrado su justificación en el término «neobarroco». Éste, in-
augurado por Omar Calabrese, en su ensayo de 1987, L’etá neoba-
rocca (La edad neobarroca), ha sido corroborado por otros aportes
teóricos que han servido para fijar algunos fenómenos del contro-
vertido mundo de la crisis de la modernidad. Así, de Christine
Buci-Glucksmann, con La raison baroque (1984) a Gilles Deleuze,
Le pli (1988), Europa ha releído la cuestión neobarroca como co-
rrelativo epistemológico de la crisis de la fe, de la política, de los
ideales. A propósito de Gracián, Benito Pelegrín afirma que más
allá de una conciencia artística acentradora, típica de aquel arte
«moderno» que quisiera surgir pretenciosamente como «univer-
sal», «el barroco se ha vuelto un valor refugio, plural, de la singu-
laridad... (un barroco) irracional y reaccionario cuando la Razón
era subversiva [...] barroco es entonces lo irracional, lo insensato,
la disidencia, que se vuelven subversivos» (1983: 76-77).
Oscilando entre «prolongaciones» y «transgresiones», de las
que, sin embargo, está tejida toda la historia del pensamiento hu-
mano, la literatura presenta un marco neobarroco muy rico y va-
riegado. De Robert Coover a Carlos Fuentes, de Thomas Pynchon
a Guillermo Cabrera Infante, de Haroldo de Campos a Oswald de
Andrade, la vegetación literaria que ha sido identificada con el tér-
mino «neobarroco» es lujuriosa. Encima de todos sobresale, escri-
tor y teórico neobarroco par excellence, Severo Sarduy.
El barroco, en la lectura visionaria de Sarduy, resulta ser una
«copia» de la crisis de la modernidad. Neobarroco es modernidad,
crisis de un sistema cultural que consideraba la verdad última
como transmisión de una fe cierta, invencible, orgullosa. El barro-
co era arte de propaganda, arte didáctico y de moraleja, arte casi
catequista, profundamente religioso, pero al mismo tiempo, dra-
máticamente dudoso. El neobarroco se sitúa en una postura de asi-
milación y rechazo, aculturación y regeneración, en una posición
de paso de una verdad afirmada a una verdad cuestionada, si no
negada. Escribe Sarduy:

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El barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la inar-


monía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto abso-
luto, la carencia que constituye nuestro fundamento epistémi-
co. Neobarroco del desequilibrio, reflejo estructural de un de-
seo que no puede alcanzar a su objeto, deseo para el cual el lo-
gos no ha organizado más que una pantalla que esconde la ca-
rencia […] Neobarroco: reflejo necesariamente pulverizado de
un saber que sabe ya que no está «apaciblemente» cerrado so-
bre sí mismo. Arte del destronamiento y la discusión. (1972: 183)

Resulta siempre fastidioso deber encanalar autores, períodos


o estilos dentro de un cauce que necesita de clasificaciones; es, ade-
más, difícil poder pensar en la producción de los autores antes
citados, sin la referencia culturológica del episteme barroco. El tér-
mino «neobarroco», tal como lo declara Omar Calabrese, es pro-
bablemente más cómodo y à la mode que el de «postmanierismo»,
pero los dos términos están de alguna manera fuertemente rela-
cionados entre sí por ser vectores de una crisis de valores en acto
en los dos últimos siglos de pertenencia histórica.
Quizá, entonces, sería mejor tener en cuenta también la expre-
sión «postmanierismo», determinada por una fuerte crisis del hu-
manismo, debida a la negación de la naturaleza como guía «ma-
terna» de los afectos y de los destinos humanos, y negación de la
relación armoniosa entre el cosmos y el hombre; negación del alma
como receptáculo del bien y posibilidad de la trascendencia; ne-
gación de Dios como ente sumamente bueno; negación de la fe en
la Encarnación del Verbo divino y negación, finalmente, de la pro-
pia salvación. Respecto a la justificación de la importancia del ma-
nierismo y su asombrosa cercanía con los cánones estéticos revuel-
tos del arte del XX, Arnold Hauser ha dedicado algunas páginas
penetrantes a la cuestión de la problemática manierismo-barroco
y la revalorización de aquél:
En el nuevo arte, que rompe con los principios del Renacimien-
to y del humanismo, lo espiritual se expresa desfigurado, ha-
ciendo saltar, disolviendo lo material, la forma sensible, la fe-
nomenalidad inmediata; es decir, por la deformación de lo ma-

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terial. Cuando, al contrario, hay que subrayar lo material, la


belleza corporal, la armonía ornamental, la forma se indepen-
diza y entonces es el espíritu el que es violentado, encadenado
y esquematizado. (1969: 27-28)

El síndrome barroco llega, por ende, hasta nuestros tiempos.


El barroco pasa al estadio «neobarroco» a través de una nueva fun-
ción que Sarduy detalla de la siguiente manera:
Espacio de dialogismo, de la polifonía, de la carnavalización, de
la parodia y la intertextualidad […] Red de conexiones, de suce-
sivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimen-
sional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica. (1972: 175)

No resultan, por lo tanto, sin sentido las famosas palabras de


Borges que declaraba en «La belleza no es un hecho extraordina-
rio», quizá con espíritu irónico: «Quise ser también un prosista
barroco, quise ser Quevedo, Saavedra Fajardo y Góngora. [... ] En-
tonces publiqué un libro titulado Inquisiciones, escrito en español
latinizado, en un español que trataba de plagiar a Quevedo, diga-
mos, y a Saavedra Fajardo, y a Gracián» (BORGES 1992: 59).
Llamaremos «barroquismo» a aquella percepción lucidísima
de una época, como aquella de los descubrimientos científicos y
las «maravillas» del siglo XVII, cíclicamente consustancial (aunque
con variaciones) a la época contemporánea, en la que Borges y Cal-
vino realizaron su actividad creativa. Es barroca en ambos auto-
res la confluencia de ciencia y literatura, así como barroco resulta
siempre, en ambos, el procedimiento constante de estilización, iro-
nía, parodia, repetición tal vez como homenaje o como crítica, se-
gún lo que Beatriz Sarlo ha teorizado como «estrategia típica de la
escritura» del siglo XX: «Roland Barthes y Julia Kristeva pensaron
al texto como un tejido cuyos hilos vienen de otros textos. En el
límite, la literatura es la práctica de escribir sobre lo escrito antes,
en otra parte, en otras circunstancias».15
El barroquismo de Borges y Calvino tiene origen en dos aspec-
tos interrelacionados: por un lado, una preferencia por la parodia
15
Beatriz SARLO, «Lectura, cita, reescritura», en Revista Clásica: Arte & Cultura,
en <http://www.revistaclasica.com.ar/99-12/nota02.htm>.

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como acto consciente y voluntario del autor (lo que hace la paro-
dia «más impresionante que la involuntaria», según la aserción
de Harold Bloom —1975: 38); por el otro, la naturaleza filosófica
de la escritura de ambos autores, que se basa sobre el fundamento
de la repetición como tradición y transgresión. Apunta Lisa Block
de Behar a este propósito: «Las repeticiones no difieren pero al mis-
mo tiempo nunca son las mismas, las copias apuntan hacia una
inmortalidad melancólica, y la eternidad al claro de las estrellas,
o en clave de luna» (1999: 70). Calvino reconocía, por ejemplo, la
influencia (otra variante de la repetición) que el autor argentino
tuvo en la creación literaria italiana de la posguerra, en un retrato
justamente célebre que parece, más bien, un «autorretrato» elabo-
rado sobre el tópico de la cita y de la estilización, en el estilo pro-
vocativo de Rembrandt o Rubens.
Calvino afirma registrar en Borges «una idea de literatura como
mundo construido y gobernado por el intelecto». Esta frase puede
ser leída como el autorreconocimiento que Calvino percibe como
factor consustancial de «su propia» idea de literatura:
È questa un’idea controcorrente rispetto al corso principale de-
lla letteratura mondiale del nostro secolo, che tende invece nel
senso opposto, cioè vuol darci l’equivalente del coacervo mag-
matico dell’esistenza, nel linguaggio, nel tessuto degli eventi,
nell’esplorazione dell’inconscio. Ma c’è pure una tendenza de-
lla letteratura del nostro secolo, certamente minoritaria, che ha
avuto il suo sostenitore più illustre in Paul Valéry — e penso
soprattutto al Valéry prosatore e pensatore — che punta su una
rivincita dell’ordine mentale sul caos del mondo. Potrei cercare di
rintracciare i segni d’una vocazione italiana in questa direzio-
ne, dal Duecento al Rinascimento al Seicento al Novecento,
per spiegare come scoprire Borges sia stato per noi veder reali-
zzata una potenzialità vagheggiata da sempre: veder pren-
dere forma un mondo a immagine e somiglianza degli spazi
dell’intelletto, abitato da uno zodiaco di segni che rispondono
a una geometria rigorosa. (2001: 1293-1294 —cursivas mías.)

La reivindicación (y ya éste es un término particularmente


borgiano) del «orden mental sobre el caos del universo» no sólo

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reenvía a Borges, Calvino y Valéry sino también a aquel barroco


que ya no es desmesura, masa informe y caótica, sino, más bien,
forma perfectamente geométrica que se mueve en su interior me-
diante serpentinas, laberintos, sinuosidades, concatenaciones infi-
nitas, y busca constantemente un orden unitario, sofocado a me-
nudo por la misma forma rígida que lo compone. Así, Borges inter-
preta a Valéry como la personificación de «los laberintos del espíri-
tu»; además, su muerte sería, antagónicamente, una «vida» sensi-
ble a todo hecho, a todo «estímulo que puede suscitar una infinita
serie de pensamientos» (BORGES 2005: II, 69 —cursivas mías). Calvino
inserta a Borges en el proceso de la tradición cerebral de aquellos
barrocos post litteram que saben sugerir en la dureza del cristal «aber-
turas vertiginosas al infinito, e ideas, ideas, ideas» (2001: 1294).
El criticismo ético, la filosofía de la literatura, las reflexiones
sobre el acto de la literatura permiten observar que ambos autores
abren la puerta a una semiconsciente «filosofía de la metaficción»16
(semiconsciente porque nunca en Borges o en Calvino la filosofía
es percibida como instancia sistemática y definitoria). Si la meta-
ficción es «una polivalente problematización de la perspectiva crí-
tica, reflexiva, analítica o lúdica de lo que se narra refleja sobre sí»
(KRYSINSKI 2002: 186 —traducción mía), entonces, en las obras de
Borges y Calvino, la metaficción, «instrumento heurístico que fa-
cilita el descubrimiento de un complejo sistema de signos» (K RY-
SINSKI 2002: 189), representa, conforme el pertinente juicio de Wla-
dimir Krysinski: «A specific worldview, thereby defining the
writer’s epistemological position vis-à-vis narration and represen-
tation as well as toward the general or particular meanings of a
given literary work» (2002: 189). Por lo tanto, según Krysinski, si
el concepto básico de la escritura borgiana reside en su «infinito
hermenéutico» (2002: 192), mediante sus modelos y objetos que
poseen posibilidades interpretativas múltiples (el laberinto, la rosa,
el tigre), para Calvino, los mismos símbolos y las estructuras pro-
puestas son ya, autónomamente, «un modelo epistemológico para

16
Es la sugerencia de Deborah KNIGHT, «Intersections», en GARCÍA, KORSMEYER
& GASCHÉ 2002: 25.

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entender y desafiar el mundo» (2002: 199): la filosofía calviniana


de la metaficción presupone, entonces, «realizar un conocimiento
práctico de la literatura para ejercerla como síntesis de retóricas,
modelos narrativos, mosaico de estilos» (2002: 198). Quizá, esta
dimensión cognoscitiva de la escritura, que maneja la literatura y
las ideas, la ciencia y el deleite en un único goce estético, se pro-
duce en Borges y Calvino como mecanismo de una enseñanza
«contrarreformista» para disolver la idea de una literatura estáti-
ca, inmóvil, tan sólida y áspera que no admitiría la «intercambia-
bilidad de los escenarios metafísicos» (CALVINO 2001: 1293).
La epistemología se transfigura en Calvino en un verdadero
«emblema» barroco, un conjunto de cristal y flama, es decir, de lo
racional y lo vital, de lo biológico-científico y lo sensible-afectuo-
so. El rigor geométrico, que Calvino representa a través de la me-
táfora del cristal en varios momentos de Ti con zero (1967: 41 ss),
no se resuelve en una provisoria «jaula racional de elementos in-
definidamente combinables» (1997: 293), sino que postula la ab-
soluta necesidad del elemento sensible-afectuoso de aquella fla-
ma que, en términos tomistas, permite el golpe del conocimiento
auténtico.
También en Borges se refleja barrocamente el emblema del cris-
tal y de la flama, antes mencionado: la forma mentis borgiana, atraí-
da por una razón especulativa absoluta, se relaciona más con Spi-
noza que con Tomás de Aquino. Sin embargo, su tentativa de en-
jaular el universo en un acto geométrico nunca se demuestra sólo
«cristalizada»; más bien, como en Calvino, la «flama», que ambos
autores intentan esconder o simular, reaparece como un Ave Fénix,
en brújulas, orbis tertius, palomares y en viajeros de invierno, que
representan infatigables puntos de indagación sobre la realidad.
El more geometrico spinoziano (es decir, aquella percepción del
divino universo o del universo como divinidad dentro de los an-
gostos y rigurosos perímetros de la metodología geométrica) es, por
así decir, deconstruido en la lectura borgiana y calviniana. La geo-
metría del filósofo holandés no es negada (el mundo puede siem-
pre constituirse como una variación literaria de Dios), sino que es

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puesta en jaque su absoluta funcionalidad. La geometría se alter-


na a una inquieta, posible búsqueda de un centro afectivo que ex-
plique lo que está detrás del espacio geométrico del universo. Lo
explica bien uno de los últimos poemas de Borges en el que el au-
tor admite que existe un centro en el laberinto de Cnosso, y este
punto no es su salida, sino su mismísimo centro, podríamos decir
con Cortázar, en el que reside María Kodama; también el primer
episodio de la fenomenología cotidiana del señor Palomar, la vis-
ta de las ondas, puede prefigurar esta imposibilidad de cerrar las
puertas de la sensibilidad individual. En ambos autores, de los
que daremos dos ejemplos enseguida, el barroquismo se enlaza con
la percepción artística de un quid que, simplificando los mecanis-
mos de la realidad, vivifica la experiencia y pone en duda los es-
quemas filosóficos recorridos. He aquí el episodio de la observa-
ción de las ondas y su contrapartida borgiana:
Comunque il signor Palomar non si perde d’animo e a ogni
momento crede d’essere riuscito a vedere tutto quel che poteva
vedere dal suo punto d’osservazione, ma poi salta fuori sempre qual-
cosa di cui non aveva tenuto conto. Se non fosse per questa sua im-
pazienza di raggiungere un risultato completo e definitivo de-
lla sua operazione visiva, il guardare le onde sarebbe per lui
un esercizio molto riposante. [...] E forse potrebbe essere la chia-
ve per padroneggiare la complessità del mondo riducendola al
meccanismo più semplice. (CALVINO 1983: 8 —cursivas mías.)

Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos


las dos contrarias caras que serán la respuesta
de la terca demanda que nadie no se ha hecho:
¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?
Miremos. En el orbe superior se entretejan
el firmamento cuádruplo que sostiene el diluvio
y las inalterables estrellas planetarias.
Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.
La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
En ese laberinto puro está tu reflejo.
Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
que es también un espejo magnífico. Su reverso

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es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.


De hierro las dos caras labran un solo eco.
Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
Dios es el inasible centro de la sortija.
No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
en el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.
(BORGES 2005: III, 176)

Cristal y flama representan las oposiciones barrocas que pro-


curan un lugar de síntesis, lo que Severo Sarduy llama «la violen-
ta pulsión de unificación, el feroz deseo del Uno» (1974: 24). Jus-
tamente Sarduy reconoce la existencia de dos períodos barrocos y
ambos están relacionados con los cambios del concepto de «uni-
verso». El primer «barroco» es aquello «galileiano», en que se des-
taca no sólo la crítica cosmológica (la tierra al centro del univer-
so), sino también la idea según la cual el aspecto perceptible de
un fenómeno o de un objeto no explica la ontología del fenómeno
o del objeto. La observación y la existencia de fenómenos «invisi-
bles» son las estrategias filosóficas que Sarduy aplica, irreverente-
mente, a su lectura del arte neobarroco:
La cosmología actual y su posible retombée en un neobarroco
[se repite con] la misma estrategia discursiva de Galileo: la sub-
versión, o la desintegración de una imagen coherente del uni-
verso, tal y como la acepta en un momento dado la humanidad
entera, en algo tan abrupto e inaceptable que no puede reali-
zarse más que bajo los auspicios de una demostración legal, de
una demanda jurídica basada en la eficacia de los signos y en su
mayor alcance: la nueva ley como teatralidad. (1974: 20)

De la misma manera que el mecanismo escénico utilizado por


Calderón, cuyos personajes ponen en severa discusión (si no en
duda) el eje vertical hombre-Dios, criatura-creador, el cual se des-
estabiliza. El paralelo con el mundo de la crisis de la modernidad
está claro: el mundo barroco es un mundo descentralizado, que
refleja alegoría, ilusión, sueños, en que el Sol no es el centro del
universo y la naturaleza «revuelta» del universo se expresa en el

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modelo neobarroco adaptado al siglo XX, en el lenguaje inquieto


de Borges, Calvino y otros herederos de la tradición del siglo XVII.
Con razón, las perplejidades propuestas por Borges y Calvi-
no, la estrategia discursiva que enfatiza la racionalidad y la geo-
metría de la realidad, el juego de la paradoja, de la cita y otros
espejismos, representan la oscilación entre el orden buscado y el
desorden proclamado, una «especie de viaje a la fuente de la mul-
tiplicidad», según la sugestiva lectura de Starobinski (1993: XXX).
¿No es quizá barroca la solución borgiana según la cual «La bi-
blioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en
cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mis-
mos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que repetido, se-
ría un orden: el Orden)»? (BORGES 2005: I, 505). Y Calvino, ¿no pa-
rece multiplicar las apariencias de las finitudes a través de su via-
jero, en una noche de invierno, que intenta ordenar un libro des-
ordenado, desorden que compone, en última análisis, el Orden del
Libro? ¿Por qué no pensar en la muerte casi subitánea y «biográfi-
ca» del señor Palomar, que parece ser un homenaje a Borges y una
alusión directa a las últimas líneas de algunos cuentos borgianos,
entre los más célebres, como Funes el memorioso, El milagro secreto,
La muerte y la brújula?
Ambos autores perciben del mundo su versión provisoria, frag-
mentada, incompleta, y tejen el elogio de este descubrimiento. Sin
embargo, la literatura se repropone en ellos como lugar de la re-
composición del caos, un punto de observación, un auténtico «pa-
lomar», que, podríamos decir con Paul Valéry, se eleva más allá de
lo sensible, de las emociones inmediatas, de las jaulas generadas
por los retorcidos pensamientos humanos. La literatura de Borges
y Calvino es sólo aparentemente proyectada hacia el vacío. El va-
cío funciona como acumulador y papelera de reciclaje de átomos,
brújulas, espejos, células; pero eso permite que se especule, se juz-
gue, se opine sobre la forma del mundo, y permite, sobre todo, que
entre vacío y plenitud estética se entable una red de relaciones que
posibilitan nuevos paradigmas y, por lo tanto, nuevas lecturas del
mundo. En estos jardines de senderos que se bifurcan y castillos
de destinos cruzados, ambos autores eligen la imaginación como

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amalgama de cristal y flama, el ensayo (o ficción) pseudocientífico


sobre Pierre Menard, casi más famoso que el mismo Cervantes, y la
reflexión sobre el origen primigenio de la vida, en las historias de
Priscilla («Mitosi», «Meiosi», «Morte»), en Ti con zero.
El punto de contacto principal entre Borges y Calvino es reco-
nocerse en aquel espíritu melancólico que rige las observaciones y
especulaciones de ambos. La melancolía consiste no tanto en un
estado de ánimo que gobernaría psique y escritura (eso sería con-
tradecir las intenciones mismas de ambos autores), cuanto en una
reiteración estética de la nostalgia del origen, un Sensucht que in-
volucra niveles mitológicos y cuestiona temáticas como la vida, la
evolución y repetición del hombre, la intercambialidad de los des-
tinos, las metodologías filosóficas que paradójicamente intentan
explicar (o sea, simplificar) la complejidad del universo por me-
dio de la razón humana. Es a este propósito que Calvino recono-
cía en Dante y Galileo una pasión cognoscitiva consustancial a la
misma operación estética, «l’opera letteraria come mappa del mon-
do e dello scibile, lo scrivere mosso da una spinta conoscitiva che
è ora teologica ora speculativa ora stregonesca ora enciclopedica
ora di filosofia naturale ora di osservazione trasfigurante e visio-
naria» (2001: 233). Es suficiente pensar en los personalísimos Nue-
ve ensayos dantescos para entrever que Borges hubiera, sin duda,
subrayado esta afirmación de Calvino. Además, Borges recuerda
en «Del culto de los libros» que «en las obras de Galileo abunda
el concepto del universo como libro», concepto que él mismo ha
imitado y revigorizado, y añade los nombres de aquellos autores,
como sir Thomas Browne, Mallarmé, para los cuales la lengua de
este libro (que es el universo) es matemática, y el mismo universo,
el «justificante» de un solo Libro; o como Bacon, el cual «pensaba
que el mundo pudiera ser reducido a formas esenciales (tempera-
turas, densidad, pesos y colores), que componían, en número li-
mitado, un abecedarium naturae o serie de letras con las que se es-
cribe el texto universal» («Otras inquisiciones» —2005: II, 99).
Spinoza, en cambio —al que Borges dedicó dos sonetos, res-
pectivamente en El otro, el mismo (1964) y en La moneda de hierro

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(1975)—, además de comprometerse toda su vida a escribir, sin éxi-


to, un ensayo sobre la filosofía del judío, aparece como un perso-
naje ficcional más que como el filósofo cuyo sistema fascina e in-
quieta a Borges. Spinoza representa un doble, un alter ego en la
poética borgiana, el resultado personalizado de aquella «ficción»
que el argentino observaba en las aproximaciones filosóficas, de-
finidas, evidentemente, como «literatura fantástica». A diferencia
de la filosofía de Hume, Berkeley y Schopenhauer, Spinoza fue para
Borges un autor «incomprensible» (en RUFFINELLI 1974).17 En Spi-
noza, la ciencia es siempre un instrumento de satisfacción porque,
según él, no hay ninguna otra sustancia que no sea Dios o la Na-
turaleza: además, el hombre, participando de esta «sustancia» úni-
ca, no posee alguna ruptura original que le empuje a necesitar de
Dios. He aquí un resumen puntual de los factores centrales de su
filosofía:
Spinoza comienza por su causa (causa sui), que es Dios. Y la di-
vinidad de Spinoza no es el Dios creador personal y trascen-
dente de las religiones reveladas, ni es el ser superior que está
fuera del orden de la naturaleza, ni es un Ser que muestra in-
dignación, siente compasión, opera milagros o causa Su hijo para
que muera por nuestra salvación. Deus sive natura, dice Spino-
za: Dios que es Naturaleza. Dios es la única realidad; fuera de
Dios no hay nada. Pero, entonces, la Naturaleza es la única sus-
tancia e fuera de ella no hay nada.18

Las obras de Borges y Calvino, sin embargo, no admiten que


la ciencia, racional o empírica, pueda compensar la búsqueda cons-
tante de respuestas a las interrogantes últimas del hombre. En eso,
ambos se orientan todavía hacia una modernidad estética, proba-
blemente nunca superada.

17
Según algunas conversaciones como la sostenida con Ruffinelli (1974), es
probable que Borges hubiera titulado su ensayo Clave de Spinoza o Clave de
Baruch Spinoza.
18
Marcelo ABADI, «Spinoza in Borges’ looking glass», en Borges Studies on
Line, J. L. Borges Center for Studies & Documentation:
<http://www.hum.au.dk/romansk/borges/bsol/abadi.htm>.

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El orden geométrico propuesto por Spinoza es incomprensible


para ambos autores: el señor Palomar, observando playas, quesos,
lunas, nuevo Góngora que cuestiona los símbolos y las realidades
de las que tiene experiencia, queda víctima de su duda sobre la
percepción fenomenológica de su mirada; el mago Tzinacán, pro-
tagonista de La escritura del Dios, percibe que aunque no haya dife-
rencia entre las palabras divinidad y universo, debe admitir el échec
de todo lenguaje en demostrar y «responder» de la realidad: «Som-
bras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuan-
to puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres vo-
ces humanas, todo, mundo, universo» (BORGES 2005: I, 639).
El barroquismo de Borges y Calvino es, por ende, melancólico,
como ya mencionamos, nostálgico de un orden que el caos escon-
de o revela a través de crueles espejismos, de vanidades ilusorias,
de trompe-l’oeil, de engañosas perspectivas, que «con»-forman la
materia de lo vivido. El universo barroco de Spinoza atenúa la com-
plejidad inextricable de la realidad: nada de más lejos y contro-
vertido en las experiencias estéticas de Borges y Calvino. Este últi-
mo, en su ensayo sobre la «multiplicidad» de las Lecciones america-
nas, refiriéndose a la obra de otro gran «neo-barroco» italiano de
la posguerra, Carlo Emilio Gadda, habla de la cultura científica
del autor de La cognizione del dolore y de su esfuerzo logrado de
representar «la presencia simultánea de los elementos más hete-
rogéneos que concurren a determinar cada acontecimiento» (1988:
104). Spinoza, con su Deus sive natura, suprime la heterogeneidad,
pero, al mismo tiempo, deja en el lector un extraño deseo: que la
realidad encuentre un punto en el que converjan todas las dife-
rencias, todas las incongruencias e incoherencias del mundo. Bor-
ges y Calvino son, a nuestro parecer, lectores spinozianos de su
consecuencia moderna del deseo. La imagen de Spinoza, retraído
por Borges como «libre de la metáfora y del mito» mientras que
«labra un arduo cristal: el infinito / Mapa de Aquel que es todas
sus Estrellas» (El otro, el mismo —2005: II, 329), corresponde a la
solución última de la visión divina, en el momento en que Borges
y Calvino sean desprovistos de carne mortal.

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El barroquismo, que Borges y Calvino divisan como una supe-


ración de las formas clásicas tradicionales de la literatura, se ads-
cribe no sólo con un recorrer las huellas de la tradición científica,
galileiana de la literatura, sino que también aclara las exigencias
contemporáneas de proponer el discurso literario como nueva (es
decir, igual y diferente) posibilidad epistemológica. La reafirmación
de la duda sistemática, de origen renacentista y manierista, que el
proceso científico fortalece en sus plataformas éticas y morales, ra-
tifica la pulsión neobarroca de Borges y Calvino, en el sentido de
«una letteratura elevata al quadrato e nello stesso tempo una lette-
ratura come estrazione della radice quadrata di se stessa» (CALVI-
NO 2001: 1295), de acuerdo con la célebre expresión calviniana a
propósito de Borges; es decir, una literatura que potencialmente se
reconoce, por un lado, limitada y, no obstante, necesaria a la exis-
tencia, y por el otro, capaz de creación y de competición con el ri-
gor aparentemente silencioso y cristalizado del mundo.
En ambos autores, los textos literarios, embebidos de imitacio-
nes científicas y modelos culturales ya transitados, de elogios y
escepticismos, que parodian, renovándola, la categoría mental del
barroco, no reclaman profundizaciones psicológicas, sino el reco-
nocimiento de la palabra escrita, en su plano ontológico. Así, la
palabra literaria se conecta a la experiencia y se lanza al mundo,
nostálgica de un Espacio en que, sin erudición y sin necesidad de
duplicaciones, de espejos o engaños de variada naturaleza, el len-
guaje pueda finalmente indicar las esencias de la realidad.
Indicativo, para concluir, nos parece un fragmento de Theo-
dor Adorno: «La verdad no es separable de la obsesión que pueda
emerger de las figuras y de los símbolos de la apariencia, no obs-
tante todo, libre de toda traza de apariencia, la imagen real de la
salvación» (1979: 140-141). Borges y Calvino «enseñan», en el do-
ble aspecto pedagógico y visual del verbo, que, más allá de brúju-
las y palomares, instrumentos inevitables y símbolos de aparien-
cia de lo real, se desvela, como detrás de un telón, el Orden que
gobierna el teatro caótico del cosmos.

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ANTIGUAS POSESIONES.
LA MEMORIA DE BORGES Y
EL ROSTRO DE SHAKESPEARE*

Cielos si es verdad que sueño / Suspendedme mi memoria /


Que no es posible que quepan / En un sueño tantas cosas […] /
¿Qué pasado bien no es sueño? / ¿Quién tuvo dichas heroicas /
que entre sí no diga, cuando / las revuelve en su memoria: /
«Sin duda que fue soñado / cuanto vi»? Pues si esto toca /
mi desengaño, si sé / que es el gusto llama hermosa /
que la convierte en cenizas / cualquiera viento que sopla:
acudamos a lo eterno, / que es la fama vividora /
donde ni duermen las dichas / ni las grandezas reposan.
(Calderón DE LA BARCA, La vida es sueño, acto III)

A modo de parodia de los grandes cantares de la épica clásica, no


sería arriesgado, justificando nuestra elección como una manifes-
tación irónica de la postmodernidad, empezar una reflexión sobre
la memoria en la literatura (en este caso específico, latinoamerica-
na) con la invocación a la madre de todas las musas, la titánica
Mnemosina, hija del Cielo y de la Tierra, como relata Antonia S.
Byatt en su Possession (1990), una de las novelas más sugestivas
de estas últimas décadas: «O Memory, who holds the thread that
links / My modern mind to those of ancient days».
En la literatura latinoamericana, el tema de la memoria, con
su persistencia colectiva (en la expresión típica del barroco, según
Lezama Lima) o en su alternancia de recuerdo y olvido (dicoto-
mía sin la que, probablemente, no existiría el término mismo de
«memoria»), se presenta como recurrente, habitual y obsesivo. Un
continente que trata de recorrer las sendas de su propio origen,
que analiza, destruye y recompone, no encuentra sosiego sino en
la forma artística, en la realización literaria que exorciza dudas,
expectativas, temores, olvidos. Si es verdad que «toda narración,
autobiográfica o novelesca, histórica o inventada depende de la
memoria de alguien» (VERNON 1989: 429), no cabe duda que cual-

* El texto transcribe la conferencia presentada en el Departamento de Lenguas y


Literaturas Extranjeras, de la Universidad de Bolonia, el 3 de marzo de 2004.

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quier relato ficcional imita y re-escribe una forma de memoria sub-


jetiva, atestándose en la contribución de la colectiva y determinan-
do, a través de la escritura, y de sus simbologías y metáforas, un
metarrelato que es una metamemoria. Escribir es hacer memoria,
recordar, «mnemonizar» actos, gestos, pasiones, en un binomio que
casi choca hasta la identificación. Literatura es memoria, escribir
un relato es convertir la memoria en un gesto eterno, como la ne-
cesidad, la urgencia que empujaba a los antiguos egipcios a dejar
huellas mnemónicas en una tablilla de cera aproximativa, cadu-
ca, fragilísima, pero fijada por la eternidad. La relación —o la ecua-
ción— subyacente entre memoria y literatura es que el fenómeno
literario necesita basarse en lo mnemónico, en lo «memorioso»; y
del otro lado, la memoria para «autorrealizarse», es decir, para per-
manecer al fluir del tiempo, tiene que ser transformada por la poé-
tica autorial, para no caer en el olvido debe convertirse en acto li-
terario. Kathleen Vernon define la memoria como una concepción
de orden que
[...] impone un orden en el pasado de lo contado, establece vín-
culos entre recuerdos e imágenes que, si no son los de la crono-
logía «histórica» ni de la lógica aristotélica, poseen una lógica
subjetiva, propia de un logos rememorante, con su particular fuer-
za expresiva. (VERNON 1989: 429)

En ciertas culturas, cuya identidad ha sido puesta en discu-


sión (aun malignamente) por un fuerte componente de lucha euro-
céntrica, la memoria representa un lugar específico de rescate, co-
nocimiento, quizá, salvación. Nadine Gordimer, Premio Nobel de
Literatura, ha manifestado públicamente su preocupación por una
época telemática que ha rechazado casi la importancia vital y or-
gánica de la palabra escrita (y, por ende, del libro) como perdurar
eterno de la memoria histórico-colectiva.
Ahora bien, la memoria posee una característica básica, discu-
tida por el arqueólogo francés André Leroi-Gourhan, y que él llama
«externalización»:24 la memoria necesita ser externalizada, mani-
24
Es uno de los conceptos fundamentales de su obra colosal. Véase L EROI-
GOURHAN 1964-65.

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fiesta, para que otros la vean, la admiren, la critiquen. La externali-


zación de la memoria posee un valor pedagógico porque enseña y
libera un mensaje de la prisión del tiempo: a eso se refieren las in-
vestigaciones llevadas sobre los dibujos paleolíticos de Lascaux y
Altamira, que representarían elementos de información social trans-
misibles y, entonces, usufructuables. Una memoria que perdura en
la escritura y que tiene valor ideológicamente útil y precioso.
El proceso literario se ha convertido, con el pasar de los tiem-
pos, en una demarcación (siempre más consciente) de líneas dis-
cursivas en que la ficción y la mimesis se alternan, proponiendo
nuevos paradigmas literarios y culturales, en que la ficción revis-
te la función de indicar lo verdadero al interior del traje arlequi-
nesco de una realidad que parece ilusoria o modificada por facto-
res inteligibles y, ahora, virtuales, a tal punto que Juan José Saer,
definiendo la ficción como antropología especulativa, afirma que «La
ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verda-
dero como de los eufóricos de lo falso» (1997: 13).
Esta absoluta decadencia de cada forma de revelación proféti-
ca o de mensaje educativo, que podría significar un regreso atem-
poral, despoja la ficción de cualquier utilización metafísica. Bas-
taría pensar en expresiones típicas —y exquisitamente latinoame-
ricanas— como las novelas de testimonio, en las que el discurso
literario se acerca, con poder camaleónico, al lenguaje y a la escri-
tura periodística, a la crónica cotidiana del pueblo, casi a buscar
un sujeto colectivo que deje espacio al romántico «yo» de las le-
tras de un tiempo: obras como Hasta no verte Jesús mío, o La noche de
Tlatelolco o Nadie, nada. Las voces del temblor, de una autora recono-
cida como la mexicana Elena Poniatowska, buscan construir una
narración a partir de un sujeto que se multiplica en una miríada
de voces, intenciones, acciones, siempre plural, nunca subjetivo.
La insistencia sobre la memoria, y sobre la identidad cultural,
representa un aspecto «abierto» de la literatura latinoamericana
de las últimas décadas. Borges nos pone en guardia frente a los pe-
ligros y riesgos de una memoria constante, en las entrañas de un
individuo que, bajo la figura ya mitológica de Funes, «recalca[ba]
su condición de eterno prisionero». La memoria de Funes es, por

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ejemplo, un «vaciadero de basuras», a pesar de su infalibilidad.


La historia, con su despliego temporal que conduce a la desapari-
ción de lo existente, acontecimientos e individuos, objetos y, tal vez,
deseos, tendría, según ciertas versiones mitológicas, el poder de
aliviar las angustias de los hombres mediante la virtud del olvi-
do. La «balbuciente grandeza» de Funes reside en su sufrimiento
de no poder dormir («Le era muy difícil dormir. Dormir es distraer-
se del mundo»), no tanto en su memoria; el olvido ayuda a vivir y
permite, de una cierta forma, que la memoria sea memoria, es de-
cir, la persistencia de un acontecimiento pasado como presente; y,
ya que la historia revela una automática jerarquización de sus he-
chos, el olvido permite realizar el proceso ontológico de la memo-
ria, humanizándolo, para que el hombre sea el hombre de siem-
pre, débil, desmemoriado, imperfecto:
Él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sor-
do, un abombado, un desmemoriado. (BORGES 2005: I, 522)

Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la co-


rrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la
muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de
un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente pre-
ciso. (BORGES 2005: I, 524)

El mundo de Funes, recto por la precisión implacable de una


memoria extraordinaria, se alimenta de dos factores interactuan-
tes: de un lado, la memoria participa de la escritura, consolidán-
dose así en un plano artístico; del otro, la memoria parece operar
una división entre la verdad histórica, memoria auténtica de he-
chos pretéritos, y la verdad del relato que autónomamente se sus-
tenta en la historia para obtener su propia veracidad. Ese inter-
cambio es, sobre el plano creativo, el discurso ontológico de la obra
de arte, que no puede exonerarse del ámbito contextual histórico
ni del juego dinámico que la literatura sostiene con la existencia.
Montserrat Ordóñez expresa la dificultad de la escritura y su co-
nexión estrechísima con el fenómeno de la memoria en líneas muy
penetrantes:

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Como le decía Milena Jesenská a Kafka, creo que dos horas son
muchísimo más que dos páginas escritas. Pero escribo porque
lo que quiero decir no aprendí a trasmitirlo con la danza, ni el
silencio, ni con el gesto, ni siquiera con el amor, y si no lo escri-
bo lo olvidaré y sin memoria me quedaré sin vida, sin esa única vida
de azar en contra del azar, tan vulnerable, tan prescindible.25

La memoria se representa literariamente según formas y dis-


cursos que son acciones «miméticas» de lo real, siempre en fuerte
relación con gestos creativos, posturas rituales. Últimamente, al-
gunos historiadores como Raphael Samuel han definido la memo-
ria con el binomio de «memoria-imagen»: la memoria resultaría
ser «la representación de un hecho o de una situación mediante
una acción interiorizada en el sujeto» (cf. SAMUEL 1995). A la me-
moria artística, o a la «memoria-imagen», no le interesa la mera
representación repetitiva del pasado, sino cómo esa imagen se con-
vierte en memoria y en memoria colectiva. Esta última, en la lectu-
ra de Paul Connerton, es siempre una representación porque per-
tenece a un determinado grupo social que selecciona lo que nece-
sita recordar y preservar del olvido, y lo representa de forma con-
memorativa —es por eso que para Connerton (1989), lo conmemo-
rativo es siempre representación, y toda representación incluye la
noción de «hábito».
Si es verdad que, de acuerdo con Borges, el olvido es necesario
y que todo recuerdo, por su naturaleza, implica el olvido, la me-
moria actúa de forma extraordinaria porque en su poética, como
brillantemente sostiene Ricardo Piglia, no «asistimos a la destruc-
ción del recuerdo personal»,26 a diferencia de lo que acontece en
la producción narrativa de algunos contemporáneos de Borges,
como Burroughs, Pynchon, Gibson, Philip Dick, citados por Piglia.
La comparación entre dos autores como Borges y Shakespeare
es indudablemente atrevida, exagerada, multiplicadora de tenta-
25
ORDÓÑEZ VILÁ, «El oficio de escribir», en Women Writers in Twentieth Century
Spain and Spanish America, Catherine DAVIES (ed.), Edwin Meller Press,
Lewiston, Nueva York, 1993. Citado en 17 Narradoras latinoamericanas,
ed. Peisa, 2002, p. 139.
26
R. PIGLIA, «Shakespeare y el último relato. La memoria ajena», en:
<www.clarin.com/diario/especiales/ Borges/html/Piglia.html>.

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ciones intelectuales: Borges mismo tuvo una especie de pudor en


tratarlo y en consumirlo, adecuándose a la convicción de que el
inglés es un universo poético, humano, filosófico, una unidad com-
puesta de miles, infinitas facetas, uno de los clásicos borgianos de
su predilección. En una declaración dejada a Osvaldo Ferrari, Bor-
ges dedica algunas reflexiones tímidas, evanescentes y, asimismo,
púdicas sobre el genio de Stratford:
Tratándose de Shakespeare, uno siempre piensa que no ha di-
cho bastante, ¿no?; que uno hubiera debido decir más. Qué raro,
es como si el nombre de Shakespeare fuera infinito. Y yo a veces he
usado ese nombre y no el de otro poeta, porque he sentido esa
connotación de infinito que hay en su nombre, y que puede no
darse en el caso de otros poetas quizá no inferiores a él. Por
ejemplo, si yo digo John Donne, bueno, menciono un gran nom-
bre, pero no es un gran nombre para la imaginación del lector.
En cambio, si digo Shakespeare sí, y Hugo ha contribuido tam-
bién al hecho de dar una connotación infinita al nombre de
Shakespeare. (FERRARI 1987: 203-204 —cúrsivas mías.)

Shakespeare es el inspirador de varios cuentos de Borges, sus


personajes pueblan la imaginación del argentino, jugando en una
poética misteriosa y fructuosa de shifting mirrors, donde el uno no
deforma al otro, sino que lo multiplica, lo aumenta desmesurada-
mente, lo enriquece de nuevos y hábiles cambios de percepción an-
tropológica. A propósito de «Everything and nothing», Borges su-
braya más la intención de Shakespeare en buscar argumentos ya
conocidos y adaptarlos, modificarlos, bajo la «necesitad de un es-
tímulo», y en esa vinculación de lo real («el estímulo»), tan tan-
gente, ineludible, quizá inoportuno, Borges ve la «elección de un
destino extraño, para mí algo incomprensible». En el cuento,
Shakespeare, personaje recreado y argumento ya buscado, identi-
dad históricamente vieja y renovada —o actualizada— por el pro-
digio autorial, conversa o, más bien, pide a Dios el milagro de la
unidad del ser («Yo que tantos hombres he sido en vano, quiero
ser uno») o sea, revestirse para siempre de su verdadera identi-
dad, ser aquel Shakespeare que huye de su comprensión definiti-
va, totalizadora. En ese paralelo, Shakespeare «peca» de divini-

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dad: la búsqueda de un dominio unitario de su propio ser revela


el propósito de compararse con Dios, «lo cual sería el más alto elo-
gio», afirma Borges. Y Dios, como a menudo ocurre en las obras
de Borges (recordemos sólo el célebre cuento «El milagro secreto»
de Ficciones), no se esconde en vertiginosas delaciones temporales
o en oráculos délficos ininteligibles: su respuesta es un volver a
tomar conciencia de una posesión antigua: «Yo tampoco soy; yo
soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare». ¿Otra
versión nihilista de un Borges desesperanzado? Ana María Barre-
nechea, en su ya clásico ensayo La expresión de la irrealidad en la
obra de Borges, afirma que Shakespeare y, curiosamente, Shaw son
«una manifestación casi divina de sus condiciones de escritores,
creadores de universos dramáticos, a Borges le seduce por enla-
zar en una frase la fuerte oposición todo-nada, por pasar brusca-
mente de una plenitud a un vacío completo» (1967: 125). La se-
ducción del nihilismo, que desembocaría, según Barrenechea, en
un inexplicable panteísmo, revelaría finalmente «una sugestión
mágica de complicidad y unión de todos los destinos humanos»
(1967: 127), como aparece en «La forma de la espada» («Shakes-
peare es de algún modo el miserable John Vincent Moon»). La pa-
radoja con la que Dios sería aniquilado, por medio de la afirma-
ción divina («Yo tampoco soy»), podría hacer reflexionar sobre la
concurrida hipótesis nihilista borgiana sólo a una lectura superfi-
cial; y, en cambio, Dios se revela en su suma e imprevisible miseri-
cordia y modestia: la aserción con que Dios se acerca a Shakes-
peare no confuta su bíblico y veterotestamentario «Soy-el-que-Soy».
Dios opera, en el caso de Shakespeare, una especie de «memoria
selectiva», una selección que es una elección. Como Borges mismo
declara, «Shakespeare es una de sus criaturas, y él la reconoce en-
tre los millares de criaturas». La reconoce, es decir, la ama, la pre-
fiere, la «memoriza»; y su afecto personal, de predilección (porque
la memoria es una operación de predilección) reside todo en el im-
perioso y divinamente tierno «mi Shakespeare», que divino-huma-
niza la figura y la identidad, la obra y la historia de Shakespeare
mismo.

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La originalidad de Shakespeare está, según la lectura borgia-


na, en su (s)elección de parte del Omnipotente. Si nos quedamos
en la metáfora, variamente utilizada por Shakespeare, del juego
de los espejos que se intersecan o se desplazan, el inglés maneja-
ría sus criaturas divinamente, o como sustituyendo en el trabajo a
Dios; o quizá, en el juego especular del teatro barroco isabelino,
Dios se arriesga en consustanciarse en un empresario y actor, que
«escribió para su hoy, que es el ayer y que será el mañana», como
declara Borges en Sur, dedicándole un número entre los más ori-
ginales de la hermenéutica borgiana:27
Poco le interesaban los argumentos, que remataba casi de cual-
quier modo, con sus parejas de amantes afortunados o con su
retahíla de muertos; mucho los caracteres, las diversas maneras
de ser hombre de que la humanidad es capaz, y las casi infinitas
posibilidades del misterioso idioma inglés, con su ambiguo y
doble registro de palabras germánicas y latinas. Ahí están Ha-
mlet y Macbeth, para siempre, y las brujas, que son asimismo
las parcas, las hermanas fatales, y el bufón muerto Yorick, a quien
unas líneas bastan para entrar en la eternidad. (1999: 70-71)

Ni en Borges ni en Shakespeare la eternidad es constante re-


petición al infinito, procedimiento estático y fijo, sino una repeti-
ción siempre renovada donde la práctica literaria (así como otras
formas artísticas como la música o la pintura) forma un cantar pa-
ralelo e intenso que rescata del olvido las cenizas de un inevitable
pasado y, probablemente, asevera la necesidad de liberación del
horror de lo real. Ricardo Piglia lee y unifica el proceso borgiano
de simbiosis entre eternidad y memoria en una de sus páginas más
penetrantes:
La literatura reproduce las formas y los dilemas de ese mundo
estereotipado, pero en otro registro, en otra dimensión, como
en un sueño. En el mismo sentido la figura de la memoria ajena
es la clave que le permite a Borges definir la tradición poética y
la herencia cultural. Recordar con una memoria extraña es una

27
Me refiero a Sur, Buenos Aires, n.° 289-290, julio-agosto-septiembre-octubre
de 1964.

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variante del tema del doble pero es también una metáfora per-
fecta de la experiencia literaria. La lectura es el arte de construir
una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos aje-
nos. Las escenas de los libros leídos vuelven como recuerdos pri-
vados. (Robinson Crusoe retrocede ante una huella en la arena;
la menor de los Compson se desliza al alba por la ventana del
piso alto; Johannes Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo,
que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.) Son aconteci-
mientos entreverados en el fluir de la vida, experiencias inolvi-
dables que vuelven a la memoria, como una música.28

En el breve ciclo «Quince monedas», cuyo estilo recuerda tal


vez la iluminación poética fulgurante del haiku, Borges conecta a
la eternidad la facultad redentora de la memoria, ya que «sólo per-
duran en el tiempo las cosas / que no fueron del tiempo»; y Shakes-
peare representa al «memorioso» por excelencia, es decir, aquel que
se ocupa de memoria para eternizar el universo paralelo y de sue-
ño, de ficción y de asombrosa realidad que la literatura evoca. Lee-
mos significativamente en otra «moneda», titulada «Macbeth»:
«Nuestros actos prosiguen su camino, / que no conoce término. /
Maté a mi rey para que Shakespeare / urdiera su tragedia» (BOR-
GES 2005: III , 103). Matar es la metáfora necesaria a la eternidad de
la obra y del autor porque, como Borges revela en otro poema,
«siempre estaba(s) matando al mismo tigre / inmortal. No te asom-
bre demasiado / su destino. Es el tuyo y es el mío» («Simón Car-
vajal» —2005: III, 105).
Hay un cuento borgiano, entre los más hostiles, complejos y
misteriosos de su producción narrativa, en el que se entrelazan la
dimensión de la eternidad y de la memoria, la continuidad de ges-
tos y acciones teatrales con el recuerdo y la imitación del pasado,
de una historia que quiere desarticularse de un mero acto pasado
que se queda congelado en un pretérito sin relación concreta con
la actualidad, en que la ficción es más transparente que lo real y,
asimismo, más engañadora, más perturbadora, porque actúa en
paralelo, y sus intersecciones son peligrosas desventuras: se trata
28
PIGLIA, loc. cit. Una vez más, considero indispensable la breve lectura original
de R. Piglia, ya citada.

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del «Tema del traidor y del héroe». La trama narra la historia de


Fergus Kilpatrick, venerado conspirador de una rebelión popular;
contemporáneamente, se produce el hecho de que alguien está trai-
cionando los secretos del Estado. Kilpatrick ordena que se busque
al traidor y el encargado, James Nolan, descubre que el mismo Kil-
patrick es el delator: el héroe debe ser ajusticiado ahora como trai-
dor. Nolan, nuevo «noble» Brutus, que parece apropiarse de unas
líneas del mismo Julius Caesar («He would be crown’d / How that
might change his nature, there’s the question»)29 y temiendo, qui-
zá, el semejante sentimiento que probó Brutus (aquel «abuse of
greatness» que éste le reprochaba al emperador) proyecta una ex-
traña ejecución: la conversión de héroe en traidor merecía el pla-
gio de «otro dramaturgo, el enemigo inglés William Shakespeare»
y, así, organiza la repetición de escenas del Macbeth y del Julius
Caesar, con la participación de centenares de actores, algunos de
ellos principales y otros de colaboración «momentánea»: lo que se
dijo y se produjo perdura «en los libros de historia» y «en la me-
moria apasionada de Irlanda»: «Kilpatrick fue ultimado en un tea-
tro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los actores fue-
ron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días
y muchas noches» (BORGES 2005: I, 532-533).
La imitación de la tragedia shakespeariana del Julius Caesar
sirve para que el teatro de la vida confunda y mezcle las cartas
del juego, para que la realidad, cuya línea de separación de la fic-
ción es muy opaca, se moldee a partir de lo literario en una réplica,
sugeriría Ricardo Piglia, que ocupa y «pre-ocupa» el espacio de la
verosimilitud. Como Ion Agheana afirma en sus Conversaciones con
Carlos Cañeque, «esta nueva obra literaria, esta peculiar pieza dra-
mática que surge de la imitación de Shakespeare, deja de ser lite-
ratura para convertirse en una forma de realidad» (CAÑEQUE 1995: 75).
Kilpatrick no muere como personaje de ficción o de teatro: «los he-
chos son de Kilpatrick, aunque las palabras sean de Shakespeare»
(1995: 77). ¿Puede la historia poseer rasgos de eternidad? Si la eter-
nidad no tiene inicio, a diferencia de la historia, ¿cuál es el anillo
29
William SHAKESPEARE, Julius Caesar, II, 1, vv. 12-13.

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de conjunción entre historia y eternidad? La repetición del acto


vital de Kilpatrick, que misteriosamente se consuma en el obvio
detalle de la muerte, es la novedosa y asombrosa posibilidad de
que la historia pueda repetirse, y con ella también la literatura, que
ya participa de la historia, a pesar de sus ficciones y fantasías. Es
sorprendente leer un valioso comentario de Sergio Perosa, quien
observa en Julius Caesar un argumento codificado reinterpretado
por Shakespeare:
Shakespeare descubre el aspecto problemático de la historia y
de la experiencia individual en la historia. Y es justamente este
«descubrimiento» que le desencierra la vía de la concepción trá-
gica, por su naturaleza íntimamente conexa a lo problemático.
(1968: 9 —traducción mía.)

También Borges reinterpreta a Shakespeare y lo lee casi en una


prodigiosa simbiosis de intenciones y visiones. Es la experiencia
individual, elemento estructural en un contexto histórico preciso
y siempre renovado, que fascina al autor de Ficciones; sobre todo,
el «dédalo de posibilidades continuamente volcadas», diría Pero-
sa, que permite vivir una tensión nunca resuelta entre historia y
tragedia individual, tensión que la literatura exalta y sublima.
Escribe Borges, no sin la ironía admirable que lo prefiguraba
como «vidente ciego», según la expresión de Lisa Block de Behar:
«Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficiente-
mente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebi-
ble…». La aparente circularidad es interrumpida por la memoria
literaria (en el contexto shakespeariano) que funciona de trasfon-
do poético, político y cultural, además de histórico, a la sublime
muerte (extrañamente heroica, y no de auténtico traidor de la pa-
tria) de Kilpatrick. La memoria de Shakespeare actúa como con-
tacto profético con lo humano (la muerte del héroe), lo prevé y asi-
mismo lo ennoblece porque su «actor» especial no es un actor, por
esta vez, y lo imprevisto está todo cerrado en su no-ficción, en su
no-fingimiento. Así, en un marco inusitadamente neobarroco,
que propone sorprendentes configuraciones y espacios comparti-
dos entre Shakespeare y Borges, la transfiguración de Kilpatrick-

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Caesar, héroe y / o traidor, se obtiene del pasaje del nivel interior


e individual del hombre al definitivo momento escénico-dramáti-
co, aún siempre existencial, que se lleva a cabo en el «gran teatro»
del universo.
La memoria de Shakespeare regresa triunfante y contradicto-
ria en el último cuento homónimo de Borges, escrito en 1983. El
dramaturgo inglés funge como correlativo objetivo, como en la poé-
tica de Robert Browning, o sea, como voz extraordinaria que re-
presenta el pilar de la construcción de la identidad y de la estética
borgianas. Dos famosas expresiones podrían ser identificadas con
la búsqueda retórica del significado de la memoria: «¿Los fervoro-
sos que se entregan a una línea de Shakespeare no son literalmen-
te Shakespeare?30 y «Todos los hombres que repiten una línea de
Shakespeare son William Shakespeare».31 En otras palabras, leer
o repetir es un acto de posesión de la facultad profunda de la me-
moria del otro.
Borges, por el cual Shakespeare es «el escritor que iguala al
Señor en su poder creador, como le gusta repetir recordando jui-
cios de Coleridge y de Hazlitt» (BARRENECHEA 1967: 158), intenta
mostrar con su último relato, «en la confluencia de tiempo y espa-
cio, el privilegio humano de la memoria, a la vez racional y miste-
riosa, caótica y mágica» (GERTEL 1999: 96).
Shakespeare ha sido el «destino», no sólo la devoción, del al-
ter ego de Borges, Hermann Soergel, narrador, crítico y profesor
emérito de literatura, frecuentador de congresos internacionales,
autor de una Cronología de Shakespeare y una versión incompleta e
inédita de Macbeth. El texto presenta también algunas notas de eru-
dición, con referencias a ciertos autores, como siempre en Borges,
existentes y no; finalmente, la presencia-ausencia de Shakespeare,
que permite la serie de cuestionamientos sobre las limitaciones de
la identidad y el rol de la memoria en el individuo.
Soergel narra que un melancólico Daniel Thorpe, «que acaba
de morir en Pretoria», que podía «simular muchas cosas pero no

30
En «Nueva refutación del tiempo», en BORGES 2005: II, 149.
31
En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», BORGES 2005: I, 468 (en nota).

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la felicidad» (BORGES 2005: III, 431), le ofrece, después de una con-


versación en una taberna, «la memoria de Shakespeare desde los
días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de
1616» (BORGES 2005: III, 432). A una pregunta tímida, curiosa y jus-
tificada de Soergel, Thorpe contesta que posee ahora «dos memo-
rias», «la mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmen-
te soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen» (BORGES 2005: III, 433 —
cursivas mías).
Soergel, que declara haber consagrado su existencia a la labor
shakespeariana, acepta el don de la doble memoria entre esperan-
za, ilusiones e inquietud:
Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería
mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amis-
tad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespea-
re. No escribiría las tragedias ni los intricados sonetos, pero re-
cordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que
también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas
las vastas líneas:

And shake the yoke of inauspicious stars


From this worldweary flesh. (BORGES 2005: III, 434)

La cara de Shakespeare se introduce en la conciencia y en la


mente del narrador auditivamente, más que visualmente, sorpren-
diendo la imaginación y la espera del posesor. De acuerdo con De
Quincey, quien afirmaba que el cerebro del hombre es un pa-
limpsesto que constantemente acoge una nueva escritura cubrien-
do las anteriores, Soergen sostiene que «la todopoderosa memoria
puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya
sido, si le dan el estímulo suficiente» (BORGES 2005: III, 434). Empe-
zando a reconocerse con la memoria de Shakespeare, Soergen casi
anota el delicado, pero fundamental descubrimiento por el que la
lectura y la relectura son operaciones que despiertan y evocan la
memoria:
A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de
su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su

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parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hom-


bre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San
Agustín, si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de
la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas caver-
nas entré. Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas,
grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. (B OR-
GES 2005: III , 434 —cursivas mías.)

Soergen anota otros descubrimientos: «deliberadas ausencias


en lo infinito», culpas en el fondo de la memoria de Shakespeare,
revelaciones de circunstancias inexplicables de otra forma:
El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terri-
bles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas,
en personajes mucho más vividos que el hombre gris que los
soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música
verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué redu-
cir a las módicas proporciones de una biografía documental o de
una novela realista el sonido y la furia de Macbeth? (BORGES 2005:
III, 436)

Sin embargo, la «dicha de ser Shakespeare» se transforma en


pesadilla («el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi
modesto caudal») por el olvido de su propia lengua, «ya que la
identidad personal se basa en la memoria»: se trata de la glosa
fundamental de la reflexión de Soergen-Borges. La carga de la me-
moria es agobiante porque presupone inevitablemente el escena-
rio de la historia.
En el recrear lugares de preservación del pasado y del olvido,
Borges sufre «su» pasado (y aquel de Shakespeare, y del conjunto
de autores apreciados, amados, dialogantes con él). El sufrimien-
to informa dramáticamente sobre el eje temporal-espacial que, des-
de Auschwitz, como sostiene Dominick La Capra, siempre infor-
ma sobre un pasado que no se quiere remover, pero que duele re-
cordar (1998: 19). Borges conoce bien este aspecto dúplice de la
historia y la memoria, en su oscilación entre muerte y regenera-
ción, como lo demuestra, valga un solo ejemplo, «El milagro secre-
to», en sus conexiones con el contexto político, cultural, social que
genera la relación historia-memoria.

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Si Pierre Nora (1991) reconoce la interacción entre historia y


memoria, en sus «lugares de memoria» donde ésta se impone fuer-
temente sobre los dolorosos recorridos históricos, si Eric Hobsbawm
ha podido referirse a «invención de tradiciones», o si Benedict An-
derson habla de «comunidad imaginaria», donde la tradición y la
imaginación justifican el valor del territorio memorialístico en el
presente vivido, sufrido al mismo tiempo; Borges, por su parte, ope-
ra una verdadera poética de la memoria de la cual Shakespeare
representa la distancia y la proyección en la actualidad.
Julio Pimentel Pinto sintetiza brillantemente la cifra de la
memoria en la obra borgiana con reflexiones que nos acercan a
nuestra conclusión:
Borges abre un campo de diálogo entre historia y memoria y
configura la trayectoria de una poética que insiste en el aborda-
je de los tiempos idos, constituidos individualmente, pero reve-
lados con la textura de lo colectivo. Pasa del historiador al me-
morioso, pero no solamente al memorioso expresado en sus ojos
perdidos en el horizonte no visto, no solamente al memorioso
que repone mediante imágenes al aedo ancestral, que penetra
en el Hades al costo de su visión terrena. Un Borges memorioso
que, por medio de una crítica histórica alusiva, redefine límites
entre historia y ficción y cifra, en esa frontera porosa, el lugar
posible de la memoria. (2000: 157)

La memoria consiente (en el dúplice, ambiguo y fascinante sig-


nificado de su verbo, con-siente, sentir, percibir con) la relectura,
si no la reescritura, de la historia gracias al horizonte poético que
emanan los textos literarios, por su misma naturaleza y constitu-
ción, como habíamos ya rescatado de la interpretación de Ricardo
Piglia:
La memoria es lugar de refugio, medio historia, medio ficción,
universo marginal que permite la manifestación continuamen-
te actualizada del pasado. Más que adoptar la memoria como
tema, la obra de Borges es, como un todo, el ejercicio de la me-
moria, de la voluntad de recordar, del orden irrefutable de re-
tomar referencias pasadas. (PIMENTEL 2000: 158)

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Si la reescritura de la memoria se presenta en Borges a través


de la recuperación de una Buenos Aires perdida en el tiempo y
ahora mítica, o de guerras y batallas que sirven casi exclusivamente
para medir el coraje del individuo frente a la repetitiva operación
del destino o, finalmente, de tigres y rosas ya vistos, percibidos,
vividos en un pasado misterioso de sueño, lo es también a través
de toda una red de autores que marcan la representación de la me-
moria en un texto poético constantemente «reubicado», «recontex-
tualizado». Shakespeare es «el rostro», la cara predilecta de Bor-
ges, probablemente debido a que sea el único genio intelectual por
encontrar y palpar en los ciclos históricos, tan ocultamente ines-
crutables, y de los cuales «la meta es el olvido» (como se lee en
«Un poeta menor»), aquella dimensión existencial de la cotidiani-
dad que, sublimada en la literatura, entra en la espera definitiva
del universo que «tiene / que haber ejecutado una infinita / serie
de actos concretos».32
Si nos es consentido jugar con las representaciones del gran
teatro shakesperiano, Borges es como el portero de Macbeth que,
de acuerdo con las lúcidas palabras de Giorgio Melchiori, «ins-
taura una nueva dimensión histórica: la de la historia como eter-
no presente, no crónica de eventos sepultados en el pasado, sino
constante actualidad» (1983: 846). La identificación es milagrosa
y la memoria sirve para no olvidar (como pide el portero de Ma-
cbeth), aunque sea necesario (como Funes «no» sabe), ya que «todo
es una parte del diverso / cristal de esa memoria, el universo» (BOR-
GES 2005: II, 326).33

32
En «La espera», Historia de la noche (BORGES 2005: III, 210).
33
El poema aquí citado es el espléndido «Everness» que transcribo integralmente:
«Sólo una cosa no hay. Es el olvido. / Dios, que salva el metal, salva la escoria
/ y cifra en Su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido. / Ya
todo está. Los miles de reflejos / que entre los dos crepúsculos del día / tu
rostro fue dejando en los espejos / y los que irá dejando todavía. / Y todo es
una parte del diverso / cristal de esa memoria, el universo; / no tienen fin sus
arduos corredores / y las puertas se cierran a tu paso; / sólo del otro lado del
ocaso / verás los Arquetipos y los Esplendores.»

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DÉDALO AUSENTE.
BRODSKI AL MARGEN DE BORGES*

Una vez más a Lisa Block de Behar,


siempre al margen de Borges.

¿Era posible que él, Stephen Dédalus,


hubiera realizado tales cosas?

Y reza, dice, para que sea capaz de aprender,


al vivir mi propia vida y lejos de mi hogar y de mis amigos,
lo que es el corazón, lo que puede sentir un corazón.
Amén. Así sea. Bien llegada, ¡oh vida! Salgo a buscar
por millonésima vez la realidad de la experiencia
y a forjar en la fragua de mi espíritu
la conciencia increada de mi raza.

Antepasado mío, antiguo artífice,


ampárame ahora y siempre con tu ayuda.

(James J OYCE, Retrato del artista adolescente)

Una de las imágenes más preponderantes de la cultura moderna


y postmoderna es, sin duda, la reinterpretación y la revitalización
del mito del laberinto, asociado usualmente con su tradicional ha-
bitante, el Minotauro. Junto con él, otros personajes como Teseo,
Ariadna o Dédalo participan de la representación arquetípica de
la genial y, al mismo tiempo, monstruosa construcción que escon-
de el secreto de una unión bestial y culpable. Martha Canfield lo
ha definido como un «recorrido tortuoso» que, asociándose con el
reino de la muerte en el mundo clásico, puede leerse como «metá-
fora de la tortuosidad del mundo contemporáneo» (1999: 69).
En el marco de la literatura latinoamericana, el arquetipo del
laberinto ha fascinado a casi todos los mayores escritores, desde
Cortázar hasta García Márquez, que han re-escrito no sólo el mito
clásico, sino demostrado la validez de esta imagen asociándola a
la metáfora del caos del mundo moderno, como Octavio Paz ha
* El texto fue precedentemente publicado en Interlitteraria 8/2003, Revista de
Literatura Comparada, Universidad de Tartu, Estonia, 8-2003, pp. 266-276.
Agradezco a Juri Talvet, editor de la revista.

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teorizado en su célebre ensayo El laberinto de la soledad. Si Paz ve


al mexicano como representante ejemplar del hombre encerrado
en su soledad —concepto que García Márquez ha enfatizado— no
cabe duda de que la soledad y el laberinto no representarían sólo
los conceptos poéticos de la «mexicanidad», sino la condición uni-
versal de la existencia del hombre moderno. Paz reitera inquietan-
tes interrogantes como la ausencia de Dios, la orfandad universal
y la opción del gnosticismo para detectar un sentimiento de terror
y lucha interior hacia un espacio cósmico que se caracteriza por
la imposibilidad de encontrar la salida. Dentro de un sentimiento
de culpa y, por consiguiente, de expiación, el hombre «sensible» y
«razonable» siente y percibe, como máxima dimensión de su bús-
queda humana, la nostalgia de un espacio sagrado, de un santua-
rio donde recomponer sus propias carnes heridas ab origine y ad-
quirir aquella satisfacción (en su sentido etimológico de satis = sa-
cio y factum = hecho, hecho sacio) que es, en definitiva, su anhela-
da plenitud. En una amarga y realista consideración, Paz revela
que de este antiguo espacio (que las creencias universales habían
identificado con un mítico ombligo del mundo, centro unitario en
el que convergen todas las direcciones del ser) hemos sido expul-
sados. El exilio que ex valle amara el hombre está obligado a acep-
tar, si no prefiere destruir su prisión corporal, lo empuja a la «con-
dena» (o la «aventura») de la incansable búsqueda de su «san-
tuario», «por selvas y desiertos o por los vericuetos y subterráneos
del Laberinto» (PAZ 1959: 227), repetición ritual y peregrinaje lai-
co sin el que el hombre dejaría su esencia ontológica de buscador
o, con una imagen romántica, de wanderer.
Borges es indudablemente el escritor que más se considera vin-
culado a la relectura del discurso laberíntico; él utiliza infinitas
veces la imagen del laberinto como cronotopo central en cuentos
celebérrimos como «La casa de Asterión», «Abencaján el Bojarí,
muerto en su laberinto» y «Los dos reyes y los dos laberintos», y
en innombrables poemas en que el escritor parece perderse y
voluntariamente «re-perderse», expresando así la búsqueda meta-
física, problemática, cognoscitiva de sus eternas inquietudes, como

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la identidad humana, la muerte, la posibilidad de elección, ínti-


mamente vinculadas con el espacio laberíntico. Inicialmente, Bor-
ges adopta el laberinto, según el criterio gnóstico, como metáfora
de un universo que abarca una pluralidad de mundos. Según los
gnósticos, cada sección del laberinto correspondería a un mundo
distinto donde el alma, perdiendo su camino, vaga incesantemen-
te, y no obstante busque una salida, dentro de las posibles, se ve
condenada a pasar de un mundo a otro, sin una real oportunidad
de huida de su condición. Sin embargo, la búsqueda de la salida
es en la percepción borgiana una asombrante inquisición (podría-
mos decir con palabras de su preferencia) y Borges, «homme dé-
sertique et labyrinthique», según una expresión querida por Blan-
chot,34 es consciente de que, como en el caso de Teseo, es posible
encontrar una pseudo Ariadna que rige el ovillo y la salvación.
Sin embargo, es curioso que, aparte rapidísimas incursiones o
alusiones, Borges parezca no nombrar al ingenioso arquitecto de
esta monstruosa y misteriosa creación que es el laberinto. De he-
cho, el personaje de Dédalo en Borges no viene citado sino en una
ocasión, precisamente en un cuento de El Aleph, «Deutsches Re-
quiem», en que el constructor de este edificio de galerías infinitas
es definido como «hechicero que teje un laberinto y que se ve for-
zado a errar en él» (2005; I, 622). Se trata obviamente de una alu-
sión a la decisión de Minos de encarcelar a Dédalo y su hijo Ícaro,
por miedo de que éste revele el secreto que está en el centro del labe-
rinto. Además, no es secundario que, pocas veces mencionado en
Borges, el personaje de Dédalo no parezca interesarse en la recrea-
ción artística moderna del mito del laberinto y del Minotauro, que
ha preferido subrayar poéticamente la vehemencia de Teseo o el
gesto de la escritura como recorrido laberíntico: con la gloriosa ex-
clusión del Dedalus de James Joyce, autor predilecto del argentino,

34
La cita completa no es sin interés por la lectura antropológica de la imagen
laberíntica: «Pour l’homme mesuré et de mesure, la chambre, le désert et le
monde sont des lieux strictement déterminés. Pour l’homme désertique et
labyrinthique, voué à l’erreur d’une démarche nécessairement un peu plus
longue que sa vie, le même espace sera vraiment infini même s’il sait qu’il en
l’est pas et d’autant plus qu’il le saura». Véase BLANCHOT 1959: 116.

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de quien admiraba sus «arduos laberintos, / infinitesimales e in-


finitos» como se expresa en Invocación a Joyce.35
Un poema de Iosif Brodski, escrito en 1993, intitulado Dedal v
Sicilii (Dédalo en Sicilia) e indudablemente borgiano en sus inten-
ciones metafísicas,36 podría representar una explicación posible
de una remarcable ausencia mitológica en Borges y en el imagina-
rio literario de la modernidad. Las agudas observaciones de Lisa
Block de Behar sobre las aproximaciones teóricas o interpretati-
vas que se multiplican a lo largo de la obra borgiana pueden con-
siderarse un punto de partida privilegiado, ya que «no hay lectu-
ra ni escritura que pueda sustraerse a la marca (otro margen) que
Borges imprime. Es por eso que todo texto, lo aborde o no, se ins-
cribe al margen de Borges» (1987: 11). A continuación, las dos ver-
siones del poema, compuesto inicialmente en ruso y luego tradu-
cido por el mismo autor al inglés:

ÄÅÄÀË Â ÑÈÖÈËÈÈ

Âñþ æèçíü îí ÷òî-íèáóäü ñòðîèë, ÷òî-íèáóäü èçîáðåòàë.


Òî äëÿ êðèòñêîé öàðèöû èñêóññòâåííóþ êîðîâó,
÷òîá íàñòàâèòü ðîãà öàðþ, òî — ëàáèðèíò (óæå
äëÿ ñàìîãî öàðÿ), ÷òîá ñêðûòü îò äîñóæèõ âçîðîâ
ñêâåðíûé ïðèïëîä; òî — ëåòàòåëüíûé àïïàðàò,
êîãäà öàðü íàêîíåö äîçíàëñÿ, êòî ýòî ó íåãî
ïðè äâîðå òàê ñóìåë îáåñïå÷èòü ñåáÿ ðàáîòîé.
Ñûí âî âðåìÿ ïîëåòà ïîãèá, óïàâ
â ìîðå, êàê Ôàýòîí, òîæå íåêîãäà ïðåíåáðåãøèé
íàñòàâëåíüåì îòöà. Òåïåðü íà ïðèáðåæíîì êàìíå
ãäå-òî â Ñèöèëèè, ãëÿäÿ ïåðåä ñîáîé,
ñèäèò ãëóáîêèé ñòàðèê, ñïîñîáíûé ïåðåìåùàòüñÿ
ïî âîçäóõó, åñëè íåëüçÿ ïî ìîðþ è ïî ñóøå.
Âñþ æèçíü îí ÷òî-íèáóäü ñòðîèë, ÷òî-íèáóäü èçîáðåòàë.
Âñþ æèçíü îò ýòèõ ïîñòðîåê, îò ýòèõ èçîáðåòåíèé
35
A Joyce, en Elogio de la sombra (1969), Borges le reconoce una espléndida
salida de su perdida generación: «Habremos muertos sin haber divisado / la
biforme fiera o la rosa / que son el centro de tu dédalo» (2005: II).
36
«There is, without doubt, a sense of teleological conclusion or epilogue that
pervades Brodsky’s final prose and poetry» (MACFADYEN 1998: 164).

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ïðèõîäèëîñü áåæàòü, êàê áóäòî èçîáðåòåíüÿ


è ïîñòðîéêè ñòðåìÿòñÿ îòäåëàòüñÿ îò ÷åðòåæåé,
ïî-äåòñêè ñòûäÿñü ðîäèòåëåé. Âèäèìî, ýòî — ñòðàõ
ïîâòîðèìîñòè. Íà ïåñîê íàáåãàþò ñ æóð÷àíüåì âîëíû,
ñçàäè ñèíåþò çóáöû ìåñòíûõ ãîð — íî îí
åùå â ìîëîäîñòè èçîáðåë ïèëó,
èñïîëüçîâàâ âíåøíåå ñõîäñòâî ñòàòèêè è äâèæåíüÿ.
Ñòàðèê íàãèáàåòñÿ è, ïðèâÿçàâ ê ëîäûæêå
äëèííóþ íèòêó, ÷òîáû íå çàáëóäèòüñÿ,
íàïðàâëÿåòñÿ, êðÿêíóâ, â còîðîíó öàðñòâà ìåðòâûõ.
[1993]

All his life he was building something, inventing something.


Now, for a Cretan queen, an artificial heifer,
so as to cuckold the king. Then a labyrinth, this time for
the king himself, to hide from bewildered glances
an unbearable offspring. Or a flying contraption, when
the king figured out in the end who it was at his court
who was keeping himself so busy with new commissions.
The son on that journey perished falling into the sea,
like Phaeton, who, they say, also spurned his father’s
orders. Here, in Sicily, stiff on its scorching sand,
sits a very old man, capable of transporting
himself through the air, if robbed of other means of passage.
All his life he was building something, inventing something.
All his life from those clever constructions, from those inventions,
he had to flee. As though inventions
and constructions are anxious to rid themselves of their blueprints
like children ashamed of their parents. Presumably, that’s the fear
of replication. Waves are running onto the sand;
behind, shine the tusks of local mountains.
Yet he had already invented, when he was young, the seesaw,
using the strong resemblance between motion and stasis.
The old man bends down, ties to his brittle ankle
(so as not to get lost) a lengthy thread,
straightens up with a grunt, and heads out for Hades.37
37
Inicialmente publicado en The New York Review, (7 de octubre de 1993, p. 14),
ahora incluido en el cuarto volumen de la colección de obras poéticas de BRODSKI,
publicado por la Pushkinski Fond de San Petersburgo entre 1992 y 1996.

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La lectura de los dos poemas invita a reflexionar sobre un as-


pecto tal vez olvidado o puesto al margen y, sin embargo, extraor-
dinariamente importante. En la dicotomía centro-periferia, donde
la periferia se presenta según una múltiple y variada bifurcación
«que tercamente se bifurca en otra», el laberinto siempre se ha con-
siderado, dibujado, representado o vivido como un conjunto de lí-
neas directivas de salidas: un variable sistema de semirrectas que
desde un centro obscuro, enigmático y tal vez aterrorizador, se
mueve en perspectiva de una vía que desemboque afuera, a otro
lugar que, no obstante la huida, podría ser igualmente obscuro,
enigmático y quizá, también, aterrorizador. Sin embargo, una fuer-
za misteriosa empuja al prisionero del laberinto a irse, a despla-
zarse del centro. El laberinto posee un margen y éste es excepcio-
nalmente su centro. El hombre (o el monstruo) del laberinto huye
del espacio céntrico, según una decisión misteriosa de la libertad:
si huye del horror o del miedo del misterium profundum que escon-
de el centro, podría ser porque el acto de encontrarse cara a cara
con un divino misterio provocaría la muerte; si huye, quizá es por-
que tiene miedo de conocer el punto original de su propia mons-
truosidad (o humanidad). En su inagotable significación arquetí-
pica, la lectura del laberinto de Borges y Brodski se revela dentro
del marco de esa dicotomía centro-periferia. El poeta, nuevo Teseo,
sin la conformación del héroe aventurero o de la soberbia arrogan-
cia del especulador filosófico, acepta el desafío de este lugar mag-
mático y opera al revés, es decir, actuando à rebours, en una espe-
cie de re-subida de la corriente, y busca el centro, olvidado, elimi-
nado, no enfrentado. Cristina Grau (1997) ha dedicado un trabajo
a la tradición del modelo laberíntico en la arquitectura: la inser-
ción de un «mapa» o de una «figura» laberíntica como en ciertas
formas de Gaudí o en ciertos recorridos técnicos (como las esca-
las, en las realizaciones de Le Corbusier o de Wright) introducen
un orden dentro de otro aparente: no siempre la suma de estos dos
órdenes es de «orden» clásico; así, en la concepción moderna del
arte, el laberinto casi propone un desorden, un «gesto» in-forme y
magmático que coexiste con el orden riguroso de las cosas. El des-

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orden nace del desconocimiento del centro, como en los cuadra-


dos o reticulados sin centro de Piet Mondrian, cuyos colores per-
fectamente derramados en la tabla representan en verdad visio-
nes laberínticas de una realidad en la que predomina el caos bajo
la forma ilusoria de la regla, arbitrariamente de-centralizada. El
poeta es el único maestro genial dispuesto a conocer el centro y a
no rehuirlo penosamente. El poeta es el dáidalos, el genio que co-
noce las estructuras de la construcción y que se arriesga a enfren-
tar al misterioso habitante del centro, o el sancta substancia que él
sabe no totalmente decodificable. El poeta está vinculado al centro
y a sus miles de metamórficas imágenes, incluso cuando el centro
se propone como misteriosa monstruosidad. Tal es el caso de As-
terión, cuyo mito repropuesto por Borges es la representación de
un orden metafísico perturbado por una obscura culpa y una trai-
ción de las reglas «naturales» del mundo. «El hombre es nostalgia
y búsqueda de comunión. Por eso cada vez que se siente a sí mis-
mo se siente como carencia de otro, como soledad» (PAZ 1959: 211);
en esta expresión de Octavio Paz está encerrada toda la poética
del laberinto.
El laberinto posee una doble identidad entre realidad y ficción:
aunque sea una construcción inexistente en la naturaleza, eso
«existe» como mito o arquetipo, o sólo en el universo imaginario
del que se sirve el poeta. Del laberinto, que probablemente el mis-
mo bardo desalmado ha creado para desafiar la naturaleza (otra
«unión» innatural y, por lo tanto, meritoria de castigo y purifica-
ción), hay que buscar la salida. Si el laberinto «existe», también la
salida: en la poética de Paz, las opciones estéticas posibles son el
amor y la poesía, términos que traspasan la soledad humana por-
que permiten reunir los lazos de un pasado ordenado, edénico,
que habitan el cosmos (según su acepción etimológica de «armo-
nía», estado de perfección). La dialéctica de la soledad y de la co-
munión («the two fold motion of withdrawal and return», en la
idea ilustrada por Toynbee y retomada por el autor mexicano) no
esconde una derrota existencial o un amargo pesimismo de impo-
sibilidad de conocimiento, sino la lucha por una auténtica sabi-

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duría, como aquella de los primitivos, los cuales no interpolaban


maniobras «innaturales» entre la realidad y su «centro» emana-
dor. En los laberintos detectados, re-inventados por Borges y Brods-
ki, la vía de salida del monstruoso trabajo ingenierístico es el des-
cubrimiento de quién (o de qué) es el centro. El Minotauro, en Bor-
ges; el vacío y la desesperación, en el laberinto del Dédalo de
Brodski, que por miedo a la réplica y a la repetición, «siempre ha
inventado algo».38 El modelo del laberinto repite siempre esta mis-
ma dicotomía: de un lado, el aislamiento, la soledad y la angustia,
como condiciones del mal de vivre; del otro, la percepción del mis-
terio, como una presencia inquietante, silenciosa, alternativamen-
te conocible. La prueba que esconde el laberinto es la otra cara de
la moneda; como en el caso de Asterión, podría ser el deseo de
una revelación, el estremecimiento por una salvación que él espe-
ra, quizá, «con cabeza de toro». El centro del laberinto no puede
ser descentrado sin perder de vista el objetivo del recorrido mismo
de la construcción: este centro, si verdaderamente lo es, presenta
una figura que pretende mostrarse como el rostro primigenio, ver-
dadero de quien lo fija, su sentido y significación, su complemen-
to final; diversamente, el centro se ofuscaría en una indefinida va-
guedad, aniquilando así también la idea laberíntica en sí. El labe-
rinto existe sólo porque hay un centro, y no únicamente por sus
salidas posibles. El poeta que acepta el laberinto como imagen me-
tafórica del mundo reconoce la tentativa de conocimiento del Otro
que encierra la dedálica construcción. Esa tentativa es un movi-
miento centrípeto, no necesariamente centrífugo, como a menudo
se han representado las tablillas icnográficas del laberinto. Este
palacio artificial de calles, ladrillos, espejos, escondites, revelacio-
nes (monstruosas o no), desemboques al mar y otras «clever cons-
tructions» (como sugiere Brodski) está caracterizado por el habi-
tante de su centro. El movimiento es hacia el centro, o mejor, hacia
la figura del centro. El encuentro entre el prisionero del laberinto,
«an unbearable offspring», y el misterio «centralizado» represen-

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«All his life he was building something, inventing something» (MACFADYEN
1998: 166).

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tarían la conclusión del movimiento, la «gracia» o la «comunión»


alcanzadas, según las palabras de Paz.
El laberinto se presenta con una tríada de personajes. En pri-
mer lugar, el habitante-prisionero, Asterión, el «mexicano», el
«hombre contemporáneo [que] ha racionalizado los Mitos, pero no
ha podido destruirlos», como sugiere Paz en «La dialéctica de la
soledad» (1959: 211 ss). En segundo lugar, el habitante-céntrico,
objeto de la búsqueda, otro elemento viviente del laberinto, pero
escondido, otro con «O» mayúscula y no otro prisionero como
aquella invención lúdica del triste Minotauro borgiano, la Rosa o
el Tigre del imaginario del escritor argentino. Finalmente, el cons-
tructor de la maquinación laberíntica (que sea el eterno cíclico nie-
tzscheano o el laberinto del tiempo de William James o el laberin-
to de la escritura, poetizado por Paul Valéry, poco importa): un
arquitecto que asombra por su compleja personalidad, a caballo
entre el prisionero de su misma excéntrica obra («ex-céntrica»: pa-
labra indicativa de la bipolaridad creación-recreación poética) y
la justificación de su construcción, que al esconder el fruto de una
culpa descubre la posibilidad de una belleza última y definitiva:
tal es la Rosa o el Tigre, ya mencionados.
El poema de Brodski señalado al principio, en el que Dédalo
es esbozado como el hombre «responsable» de los efectos caóticos
de su bizarra invención, es también una narración «didáctica» so-
bre las consecuencias éticas del arte. Es un poema sobre Dédalo,
es decir, metafóricamente sobre el poeta y su concepción de la mi-
sión artística en el mundo. Brodski parece haber construido un poe-
ma al margen de la estética borgiana: es curioso que el personaje
de Dédalo en Borges casi nunca sea citado directamente. Dédalo
es Borges mismo, él es el constructor del laberinto, mientras la poe-
sía de Brodski logra expresar, como una nota «marginal», esta iden-
tificación a través de la imagen del «poeta» moderno. Se trata de
la misma interpolación-intertextualidad presente en el tratamien-
to del mito de Dédalo que ya en Joyce y en Musée des Beaux Arts de
Auden se había encontrado como significación mítica de la acti-
tud subjetiva del poeta.

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Brodski representa una cita al margen de Borges, una explica-


ción posible de una remarcable ausencia mitológica en la obra bor-
giana. No es necesario que Dédalo aparezca: se trataría más bien
de un autorretrato, ya que el ingeniero y el poeta se fusionan en
un único genio artístico. En el poema de Brodski encontramos to-
dos los riesgos (y todas las vanas tentativas) que subyugan al Dé-
dalo-poeta y, dentro de nuestra interpretación, a Dédalo-Borges.
Los corredores del laberinto brodskiano, designados sin que se
destaque un centro al que alcanzar, poseen en cambio el poder
«diabólico» (en su sentido originario de «división») de enjaular al
mismo constructor, que ahora se presenta como «a very old man,
capable of transporting himself through the air» (MACFADYEN 1998:
166). Sin embargo, ni siquiera esta «salvación por el aire» repre-
senta una verdadera redención: siempre en búsqueda de nuevas
construcciones, nuevas comisiones, con el constante pensamiento
en la muerte desventurada de su hijo Ícaro, cegado por la vehe-
mencia y la hybris del artista, «from these inventions he had to flee»
(MACFADYEN 1998: 166). El Dédalo brodskiano es víctima de la mis-
ma naturaleza laberíntica, inevitablemente tautológica. Cada mo-
vimiento, al estar ausente el centro de la construcción, se revela
perdido, desordenado, inútil. Con la reflexión en las miles de ga-
lerías posibles, el nomadismo físico brodskiano, hecho por exilios
repetidos, viajes sin patria, imagen especular de su mismo ciclo
de vida, asume la configuración de un nomadismo espiritual, siem-
pre en búsqueda de pruebas, tentativas y experimentos para des-
embarazarse de ellos una vez constatada sus ineficacias. Brodski
entra dentro del laberinto que él mismo construye pero, a diferen-
cia de Borges, ninguna María Kodama logra presenciar el centro
de este lugar confuso y perfectamente engañoso. El Dédalo de
Brodski no asciende al cielo para salvarse de su laberinto, sino
que su imagen es la de un hombre cansadísimo, esperando la
muerte en una playa de Sicilia, con un hilo que no lo deje perder-
se en el reino de los muertos, nuevo Teseo, trágicamente condena-
do a la derrota y a la soledad. Como Dédalo, el poeta intenta huir
y comprender al mismo tiempo la dinámica cruel de su misma

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construcción cerebral, pero la filosofía del nomadismo, de ese «es-


piritual y especulativo zigzaguear», según la sugestión de MacFa-
dyen (1998: 171), es un movimiento de desesperación donde la qui-
mera de la fantasía poética atrapa al poeta en una sensación, a
veces, de sabroso y enfermizo olvido, y otras, de malas imagina-
ciones suicidas y aniquiladoras. Venecia y San Petersburgo son
las ciudades-metáforas de la geografía laberíntica del nomadismo
de Brodski.
El nomadismo de Brodski corresponde a la tentativa de salida
«centrífuga» del laberinto, y contrasta con la imagen de la rosa
que ofrece Borges, que es otra tentativa laberíntica de contrastar la
desolación, otra intención (y tentación) borgiana «que profunda-
mente se bifurca en otra que profundamente se bifurca en otra» has-
ta el advenimiento de la visión de la creación original.

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DANTE, BORGES Y EL LIBRO*

A questo punto il racconto potrebbe ricordare che le virtù degli


specchi di cui discettano i libri antichi comprendono quella di mostrare le
cose lontane e occulte...
(Italo CALVINO, Se una notte d’inverno un viaggiatore)

En una época telemática, caracterizada por la velocidad de la co-


municación a través de la Internet, la naturaleza original del libro
—y su acción comunicativa lenta, mesurada y sugestiva— ha sido
puesta seriamente en discusión. Nadine Gordimer, Premio Nobel
de Literatura, en una reciente intervención en el Congreso Inter-
nacional de la Asociación Internacional de Literatura Comparada
(agosto de 2002, Universidad de Sudáfrica, Pretoria) ha sostenido
la importancia casi vital, orgánica, de la palabra escrita y del libro
como documento indispensable para la perduración eterna de la
memoria histórico-colectiva.39 Según lo confirma por escrito el pri-
mer versículo del Evangelio de San Juan: «En el principio era el
Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios», definitiva-
mente ratificado en la Biblia, no tendríamos hoy aquella fuerza
única de la escritura, tanto para ser temida como evitada, censu-
rada y alterada, abusada y violentada. No se puede olvidar a pro-
pósito la importancia que la escritura ha poseído en la sociedad
oriental (recordemos la historia ad salvationem de Sherezade en las

*
La versión original de este texto está en italiano y fue publicada originalmente
en Revista Eletrônica Memorandum: Memória e História em Psicología,
octubre de 2002, Memorandum, 3, 5-13, Universidade Federal de Minas
Gerais, Belo Horizonte, en <http://www.fafich.ufmg.br/ ~memorandum/
artigos03/ dangelo01.htm>.
39
Véanse, entre los ensayos clásicos sobre el tema, los de FLORÈS 1972; LE GOFF
1979: 347-400 y YATES 1966.

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Mil y una noches o la pseudofábula recogida de la memoria colecti-


va del Extremo Oriente y recopilada por Marguerite Yourcenar, o
incluso la impresionante analogía temática en los mitos encontra-
dos en el gran bloque cultural este/oeste como el mito de Ariadna
que es posible ubicar nada menos en un cuento japonés).
El deleite y el beneficio de la escritura han sido ampliamente
comentados poéticamente por Italo Calvino, que ha dejado, en Se
una notte d’inverno un viaggiatore (1979), un ensayo de su verve iró-
nica y de su aptitud de maestro de la teoría sin nunca caer en la
aridez de la literariedad, riesgo usual de cierto academicismo.
Según el autor de uno de los libros-capítulos que forman el tex-
to calviniano, los libros antiguos conocían la virtud de los espe-
jos: mostrar las cosas lejanas y ocultas. En este capítulo, significa-
tivamente intitulado «In una rete di linee che s’intersecano», un
evidente homenaje a Borges, el libro se revela como un Aleph que
capta las imágenes del todo (los sueños, la totalidad del real, el
universo entero, la sabiduría divina). Bajo el influjo de Plotino, el
libro restituiría la esencia del alma, potencia de los tratados (otros
libros) de ciencias ocultas. Asimismo, las páginas deberían, a su
vez, reflejar los movimientos opuestos de los espejos:
Insieme all’irradiarsi centrifugo che proietta la mia immagine
lungo tutte le dimensioni dello spazio, vorrei che queste pagi-
ne rendessero anche il movimento opposto con cui dagli spec-
chi m’arrivano le immagini che la vista diretta non può abbrac-
ciare. (CALVINO 2002: 193)

Calvino, que era antes que nada un apasionado lector, soste-


nía la «necesidad» de vivir la experiencia de la lectura como un
momento irrepetible, único, del enriquecimiento espiritual del in-
dividuo. No exageraba al requerir al lector que procurase un lu-
gar cómodo para poder abandonarse al placer del texto, es decir,
de la lectura: seguir la palabra escrita, entregar todo su ser al rela-
to propuesto, dejarse fascinar por la trama, por los personajes, tal
vez identificarse con uno de ellos. No por nada, además, la lectu-
ra es expresión perceptiva y visual como un viaje íntimo, corajoso,
dentro del texto, que debe ser afrontado por la posibilidad inigua-

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lable de transformarse en otro personaje, quizá un héroe, y que per-


mite, a través del conocimiento del otro, el volverse más uno mis-
mo. La famosa expresión flaubertiana, «Madame Bovary, c’est
moi!», replantea la atención consciente del autor/lector que vive y
se esconde en el vestido del personaje que ha creado. El libro es
entonces una hipótesis noble y privilegiada del trabajo personal
siempre que, objetivo de tal labor, vaya más allá de un banal pla-
cer epicúreo y desprovisto de razones.
El libro no es separable de la acción de la lectura, a la que si-
gue inevitablemente el proceso hermenéutico, consciente o no; pero,
sobre todo, el libro se encuentra simbióticamente ligado al verbo
«contar». Un libro cuenta cualquier cosa, más bien, debe contar una
historia, de la que está tejida la vida de cada individuo. El relato
es una forma ancestral de comprensión del porvenir (poco impor-
ta la dimensión del suceso) que compone la vida. Si por una par-
te, el relato es el instrumento que permite participar de la vaste-
dad y la complejidad de la experiencia humana, por otra, es el ins-
trumento privilegiado mediante el que es posible para los otros ac-
ceder a un mundo personal, también al más privado e íntimo. Cada
cuento, cada forma de contar, cada libro reproponen aquella mis-
ma función que cumplía el mito antiguamente. Bajo forma de libro
y de cuento (mantengo como unidad la doble naturaleza formal y
material) se conserva y se transmite nuestra memoria colectiva, es
decir, la memoria de una sociedad entera y, en un ámbito incluso
superior, la de toda una civilización (HALBWACHS 1950). Basta pen-
sar en la singular forma de narración que es el mito (con la que
los pueblos de la antigüedad han transmitido su modo de obser-
vación y conocimiento del mundo, por ejemplo, los mitos griegos
sobre el nacimiento del universo, de los dioses y de la humanidad
son el ejemplo más descontado) y otro «recipiente» cultural como
el habla, que ha, frecuentemente, sintetizado las costumbres y la
creencia de una sociedad tradicional bajo la forma de poesía líri-
ca o del imaginario colectivo.
Entre los autores que han reflexionado sobre la naturaleza
del libro y de su uso depositario de los valores culturales y es-
tructurales del hombre, tendremos en consideración únicamente

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a dos: Borges y Dante, que aunque muy diversos entre ellos y dis-
tanciados temporalmente, han otorgado al discurso sobre el li-
bro y, en consecuencia, su lectura, un metadiscurso ético, o si se
quiere, didáctico-moralizante. Borges y Dante representan de un
modo similar la figura ejemplar de aquella conciencia y memo-
ria colectiva de la que el mundo occidental, aunque no sólo éste,
es depositario.
Tanto para Borges como para Dante, la metáfora representati-
va del universo es el libro. El valor absoluto y dado del deseo del
hallazgo del libro primero es el motor de los libros «acabados», y
de los que todavía no lo son, y de la existencia cierta del libro pri-
mero, que Dante, medieval, tomista, cristiano, contemplará al tér-
mino de su viaje.
Borges escribe en «La biblioteca de Babel» que, como todos los
hombres habitantes de la Biblioteca del mundo, aunque él haya
viajado, ha «peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo
de los catálogos» (2005: I, 499). Una tarea, ésta, motivada por la a
la inalcanzable exigencia de encontrar la Verdad, aunque el viaje
se encuentre dentro y a través de un número de volúmenes inter-
minable, infinito:
La biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad, cuyo corolario in-
mediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente ra-
zonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario,
puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el uni-
verso, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enig-
máticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrina para
el bibliotecario sentado, solo puede ser obra de un dios. Para
percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta
comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano
garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del
interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente si-
métricas. (2005: I, 500)

Borges invita aquí a la lectura, porque la experiencia inalcan-


zable de esta puede provocar una extraordinaria «felicidad men-
tal», por llamarla con palabras de Maria Corti, que no es fácil re-

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vivir en los actos imperfectos a que está sometida la existencia. Así,


una lectura saludable y terapéutica.
Borges no teme absolutamente ser considerado casi anacróni-
co cuando afirma que un libro (o un texto) literario no puede ser
considerado como un sistema cerrado, donde su autor es el único
descifrador y el único poseedor de la clave para acceder a él. Con-
siderar un libro como un sistema de lógica cerrada, perimetral, equi-
vale a destruir el libro en su esencia de obra abierta, siguiendo la
terminología de Eco; lo que es incluso más fascinante es que la
operación de la lectura provoca «repercusiones incalculables»
(PAOLI 1992: 9) en las que el lector añade nuevos granos interpre-
tativos para la búsqueda constante y nunca satisfactoria del libro:
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros,
la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los
hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No
había problema personal o mundial cuya elocuente solución no
existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el
universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la
esperanza. (BORGES 2005: I, 502)

Según Borges, el hombre ha de intentar aferrar y poseer aquel


libro, sin que lo haga posible, oscureciendo y eliminando aquellas
«repercusiones incalculables» que el proceso de la lectura desen-
cadenaría, hasta la blasfema identificación de sí con el libro. «La
Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano re-
sulta infinitesimal» (2005: I, 503), sostiene el autor argentino. Por
lo tanto, la búsqueda de un libro es una operación fundamental,
pues es estructural para el hombre, aunque la Biblioteca perdura-
rá incorruptible y secreta como siempre:
La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la
atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los
siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo des-
orden (que, repetido, sería un orden: el Orden). (2005: I, 505)

Dentro de la maciza metáfora de la Biblioteca, Borges nos in-


dica que el camino necesario y casi impelente del individuo a la
búsqueda del dios nacido en los pliegues de los libros es el acto

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sacro de la lectura. La satisfacción y la gratificación del vivir po-


drían confluir en la lectura. Paoli recoge una afirmación «didácti-
ca» de Borges, cuando enseñaba literatura inglesa, una de las lite-
raturas mejor conocidas y preferidas por el escritor de Ficciones:
«En la lectura el placer debe ser predominante. Cuando un libro
no te interesa, debes dejarlo inmediatamente, aunque su autor sea
famoso» (PAOLI 1992: 24).
Es interesante que esta búsqueda a través de la lectura sea no
sólo placentera, sino al mismo tiempo útil: ésta corresponde al pro-
ceso del conocimiento de la realidad que, aunque nunca resulte
totalmente indoloro, debe ser revestida de un valor y del sentido
de la aventura que la lectura de Stevenson, Kipling y Chesterton
habían indudablemente estimulado en Borges. La felicidad borgia-
na, como lo recuerda sugestivamente Paoli, «yace primeramente
en el vivir y, solo sucedáneamente, en el seguir algunos inciertos
reflejos de la vida que son los libros» (1992: 26).
El libro se presenta en la poética de Borges como un universo
de citas infinitas, repetidas, pero siempre nuevas, de modelos que
se suceden, de influencias que se perciben: un libro es una copia
de los libros en los que se han afirmado o se han refutado los te-
mas eternos de la humanidad. El modelo de comunicación bor-
giana, que encuentra en el laberinto y en la biblioteca la metáfora
más notoria, consta de un corolario esencial. El libro, por su natu-
raleza de elemento concluso y, quizá, definitivo, vive de y en la me-
moria, es decir, de un acto necesario sin el cual el libro no puede
considerarse eterno: el recuerdo de libros infinitos, leídos y releí-
dos, abiertos y luego cerrados, se transforma en memoria y permi-
te volver presente y actual un universo poético creado, por ejem-
plo, durante el Medioevo.
La lección ética de Borges es que el libro es inseparable, así
como la lectura, de la misma vida en una misteriosa interacción
que es posible volver a hallar en este fragmento dejado algunos
años antes de su fallecimiento:
Todos los autores que he leído, los del pasado de las letras y de
la lengua, todo ha influido en mí. Yo diría que en un escritor

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han influido no solo todos los libros que ha leído sino ¿tam-
bién? aquellos que no ha leído, también aquellos que le gusta-
ron menos; en otras palabras, la vida influye en cada momento.
Un hombre, especialmente un escritor, está expuesto a todo tipo
de influencia. ¿Qué es uno escritor, de hecho, si no, antes que
nada, un ser particularmente sensible a los hechos, a las circuns-
tancias de la vida? (En PAOLI 1992: 170-171)

El libro, la Biblioteca y el escritor participan de la facultad de


la memoria, facultad que se encuentra entrelazada en muchos es-
critos borgianos y que representa la responsabilidad ética y espi-
ritual del hombre, no sólo del hombre de letras. El libro no permite
el olvido de la obra de justicia del individuo y es a esta obra «jus-
ta» a la que Borges se refiere cuando, por ejemplo, en un poema
suyo, describiendo la Biblioteca de Alejandría («Alejandría, 641
A.D.»), recuerda que los volúmenes contenidos en ella superaban
en gran número al número de los astros o a la arena del desierto:
Aquí la gran memoria de los siglos
Que fueron, las espadas y los héroes,
Los lacónicos símbolos del álgebra,
El saber que sondea los planetas,
Que rigen el destino, las virtudes
De hierba y marfiles talismánicos,
El verso en que perdura la caricia,
La ciencia que descifra el solitario
Laberinto de Dios, la teología,
La alquimia que en el barro busca el oro
Y las figuraciones del idólatra.
(Historia de la noche —2005: III, 183)

La Biblioteca y, con ella, su objeto más precioso y necesario


—ya que sin ese objeto ella no tendría razón de existir—, el libro,
favorecen entonces a la duración inmortal de la dignidad del hom-
bre, de sus acciones, de sus búsquedas, de su tentación de saber el
origen de la concepción del mundo.
En Dante, hombre ejemplarmente medieval, la memoria posee,
justamente, esta conciencia: se trata del hecho de que cada acto vi-

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vido en la plenitud del referente divino último, conserva un valor


eterno; por ello, el libro asume, en Dante, la importancia del gesto
ético, de la responsabilidad civil y política, del ser «guía espiritual»,
investido de una fuerza trascendente que llama a la salvación.
El triángulo existencial dantesco es así compuesto de tres vér-
tices del yo poético, del libro en el que el yo encuentra realización
y, finalmente, de la memoria que unifica y ordena. Es un proceso
que purifica en el yo la tensión entre lo existente y su creación fi-
nita, el libro.
Dante es consciente, como entonces lo era toda la cultura de la
que era heredero, del hecho de que la memoria sea principio y fin
de cada acción, punto de partida de cada etapa existencial; como
se puede leer en el incipit de la «Vida Nueva»:
En aquella parte del libro de mi memoria, antes de la cual poco
podría leerse, se encuentra un título que dice: Incipit vita nova.
Bajo ese título están escritas las palabras que tengo intención de
transcribir en este librito; y si no todas, al menos su significa-
do. (1986: 19)

Así como Dante encuentra escritas sus propias expresiones en


la memoria, de la misma manera, Guido Cavalcanti adquiere fuer-
za y dimensión de participación en los advenimientos existencia-
les gracias al efecto de permanencia eterna y objetiva de la memo-
ria: «En aquella parte donde esta memoria / adquiere su estado»
(1996: 116).
En Dante, la memoria representa, entonces, la capacidad de
conservar determinadas informaciones que le permiten ofrecer im-
presiones o informaciones actuales del pasado, pero resulta tam-
bién objetivar la permanencia de Dios dentro de la historia de la
humanidad, lo que resultaba claro para un hombre de conciencia
medieval. La posibilidad de testimonio y de transmisión de la Ver-
dad de la Encarnación era explicitada en el libro, objeto sublime
destinado a no perderse en el tiempo y quedar preservado en la
Biblioteca.
La memoria cristiana tiene como discurso imperativo el per-
durar en el tiempo del advenimiento de Cristo como presente. La

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memoria colectiva, en cambio, es la permanencia y, al mismo tiem-


po, la transformación de un discurso mítico a través del cual la cul-
tura popular ha procurado transmitir valores, nociones, ejemplos
vitales para la supervivencia y por la constante pulsión del Ser
(DAHL 1948; SCHONEN 1974).
André Leroi-Gourhan distingue cinco fases en el proceso de
la memoria colectiva: la transmisión oral, la transmisión escrita
mediante códices o índices; aquella de las «fichas simples», la me-
canografía y la clasificación electrónica en serie (1964-65: 303-304).
Durante el Medioevo, las primeras tres fases eran consideradas
como fundamentales para el proceso de la memoria: si la transmi-
sión oral representaba la gran memoria histórica, antigua, que
ahondaba sus propias raíces en el mito, los códices escritos la per-
petúan ad maioram Gloriam Dei, mientras las fichas, o las glosas,
consignaban el texto en su proceso hermenéutico final. Se obtiene
así, en síntesis, la tríada de aquellos elementos necesarios para fi-
jar, a través del gesto definitivo de la escritura, el conjunto imagi-
nario y mimético que opera como mediador de conocimiento entre
la realidad y el hombre (BARTHES 1970: 172-229). Los medievales, y
Dante en primer lugar, habían intuido que el estudio de la memo-
ria colectiva era el punto crítico para afrontar los problemas del
tiempo y de la historia, y excepcionalmente, en toda aquella cultu-
ra, en su aspecto propiamente europeo, la memoria colectiva coin-
cidía con la memoria cristiana.
Por ello, a Dante le fue posible concebir una obra como la Co-
media, cuyo valor objetivo es el de tener la pretensión de ser «el
libro», una Biblia no escrita por profetas o evangelistas, sino por
un hombre de letras que ha sido favorecido por la época en que
ha visto revivir y unificar la memoria individual y la memoria co-
lectiva en la forma milagrosa del repetirse del Hecho cristiano.
La Comedia o el libro, tan soñado y perseguido por Borges, nace
de la misión de salvar la humanidad de la perdición e indicarle el
camino de la redención. Como libro, cumple una función educati-
va precisa, que es también un intento que podríamos definir como
casi sacramental: la historia del viaje ultraterreno de Dante (del mal
castigado a la expiación, mediante la fe, y a la contemplación del

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Bien perfecto) no es sólo la redención individual del autor (algo


que lo reduciría a un libro más entre tantos), sino que es la invita-
ción a la redención para la humanidad entera por medio del ejem-
plo de un individuo. Tal redención, aunque encontrará su verda-
dera satisfacción en la vida beata del Paraíso, se inicia aquí en la
tierra, según la bellísima fórmula dantesca del beatitudo huius vitae.
El libro, entonces, posee en Dante el valor eterno y universal,
como el mismo poeta italiano lo expresa en la Epístola XIII a Can
Grande della Scala:
El sentido de esta obra no es único, más bien puede decirse de
polisemia, es decir de más sentidos; de hecho, el primer senti-
do es aquel que está a la letra, el otro es aquel que se ha signifi-
cado a través de la letra. Y el primero se llama literal, y el se-
gundo alegórico o moral o anagógico. (1965: 343 —traducción
mía.)

No solo la Comedia prevé esta lectura, ya que Dante es toda la


obra, o sea, la «concepción» general del libro que se asesta en torno
al sistema polisémico y anagógico del ser un libro escrito dentro del
libro divino. Del mismo modo, la historia en su totalidad resulta
anagógica, puesto que ella también resulta ser una peregrinación
hacia la Historia en una ontología de construcción típicamente me-
dieval que había impresionado Borges en el planteamiento de sus
interrogantes existenciales. Como metáfora de la peregrinación te-
rrestre, Borges empleará la experiencia «polisémica» de la ceguera,
así como Dante había utilizado la metáfora del exilio:
¿Quivi si vive e gode del tesoro
che s’acquistó piangendo nello essilio
di Babilon, ove si lasció l’oro?40

Dante, así, al igual que Borges, se permite reconsiderar el libro


como un objeto vivo, actual, un fragmento del mundo dotado de
una personalidad propia, que es la extensión de la memoria y tam-
bién de la imaginación y del olvido, dado que de ella está com-
puesta la memoria, como afirmaría Borges sugestivamente.
40
Paradiso, XXIII, 133-135 (en ALIGHIERI 1965: 697).

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En los albores del siglo XXI, el libro debe ser reconsiderado como
único, original, vigente transmisor de cultura y memoria auténti-
ca. Como escribe Alfredo Bryce Echenique: «Ver la versión del Qui-
jote en una computadora me hace estar mal. ¡Cómo se puede su-
brayar, anotar y personalizar ese texto!» (2002: 10-11).

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BORGES EN EL LABERINTO DE DANTE*

En un sueño, Dios le reveló el secreto propósito de su vida y de su


labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo
sus amarguras.
(J. L. BORGES, El hacedor, «Inferno I, 32»)

Borges, como sabe la mayoría de los críticos y lectores borgianos,


fue un infatigable lector y admirador de Dante. Sus recuerdos, a
propósito, están descritos en una conmovedora prosa autobiográ-
fica introducida por el nombre general y genérico de «historia de
mi comercio personal con la Comedia». Es una referencia curiosa,
señal de un compartir con el lector que participa así de la expe-
riencia de un maestro. Merece la pena escudriñar otra vez en la
memoria del escritor argentino en «La Divina Comedia»:
Vivía en Las Heras y Pueyrredón, tenía que recorrer en lentos y
solitarios tranvías el largo trecho que desde ese barrio del Nor-
te va hasta Almagro Sur, a una biblioteca situada en la Avenida
La Plata y Carlos Calvo. El azar (salvo que no hay azar, salvo
que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja
maquinaría de la casualidad) me hizo encontrar tres pequeños
volúmenes en la Librería Mitchell, hoy desaparecida, que me
trae tantos recuerdos. Esos tres volúmenes (yo debería haber traí-
do uno como talismán, ahora) eran los tomos del Infierno, del
Purgatorio y del Paraíso, vertidos al inglés por Carlyle... Eran
libros muy cómodos, editados por Dent. Cabían en mi bolsillo.
En una página estaba el texto italiano y en la otra el texto en
inglés, vertido literalmente. Imaginé este modus operandi: leía
*
Una primera versión de este trabajó fue publicada en «Borges en el laberinto
de Dante». Cuadernos literarios, Fondo Editorial UCSS, Lima, 2003-1, pp.
38-49.

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primero un versículo, un terceto, en italiano; iba siguiendo así


hasta llegar al fin del canto. Luego leía todo el canto en inglés y
luego en italiano. [...] Leí así los tres volúmenes en esos lentos
viajes de tranvía. Después leí otras ediciones. (Siete noches —2005:
III , 228-229)

Lo que nos deja sin palabras (y es una afonía de maravilla y


estupor que el mundo de Borges nos ofrece) es que el texto citado
es de 1980. Borges anota los mínimos detalles, confirmando la rei-
teración de la lectura de la Comedia, en distintas ediciones, y go-
zando de los comentarios, de que, aun más, se distraía. No es un
savant que nos está académicamente derramando encima su sabi-
duría intelectual, su amplitud de conocimiento, sino un hombre
que ha aprovechado la lectura, se ha emocionado, como repetirá a
lo largo de sus ensayos dantescos.
Borges se pierde en el laberinto de Dante, como si fuera un nue-
vo Teseo que ha ganado el Minotauro, como en «La casa de Aste-
rión». Sin embargo, hay algunas diferencias sustanciales que per-
miten al escritor una humilde toma de conciencia del interlocutor
que Dante representa. Parafraseando a Carlyle, Borges reconoce
que el poeta italiano pertenece a un mundo que su literatura in-
tenta recrear ya que, definitiva y nostálgicamente, ha sido fragmen-
tado en una miríada de visiones. Dante, en cambio, es habitante
«de un mundo riguroso» en «que hay un orden. Ese orden corres-
ponde al Otro», a Dios (2005: III, 234).
Para Borges, el placer que emana la lectura del poema dantes-
co está relacionado con el placer de una confrontación casi místi-
co-espiritual con una obra que «durará más allá de nuestra vida»,
que «encierra infinitos sentidos y que puede ser comparado con el
plumaje tornasolado del pavo real» (2005: III, 228), afirma citando
a Escoto Erígena. Lore Terracini ha escrito que los ensayos de Bor-
ges sobre Dante:
Están relacionados en su propio interno por relaciones circula-
res. Se trata de varias intervenciones (conferencias, artículos pe-
riodísticos, entrevistas, etc.) que tienen —la una con las otras—
múltiples encrucijadas, se entrecruzan casi infinitamente en re-

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impresiones, aparecen, entre lo hablado, lo escrito y lo reescri-


to, desaparecen, se reconstruyen de modo infinito [...]. El dan-
tismo de Borges constituye, entonces, un discurso continuo, cuya
fragmentación en unidades discretas es, a menudo, ocasional, y
se vuelve un terreno seduciente, aunque si accidentado, para la
reconstrucción biográfica y editorial. (TERRACINI 1985: 126)41

Aunque sea justificado el juicio de Terracini, confirmado tam-


bién por Roberto Paoli, no cabe duda de que se trata de un Borges
distinto, no dividido, otro tallado peculiar de su personalidad, que
sirve para completar su inmensa figura. Es un Borges más cerca
de su lírica poética, más familiar, intenso y, quizá, más atento a
un discurso que pueda llegar a un público amplio que podría no
conocer los escritos que le han dado celebridad. Este Borges se nos
presenta de una forma particular, afabulatorio, deseoso de comu-
nicación por medio de un pathos vívido y re-vivible:
En Dante, como en Shakespeare, la música va siguiendo las emo-
ciones. La entonación y la acentuación son lo principal, cada fra-
se debe ser leída y es leída en voz alta [...]. El verso siempre
recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, re-
cuerda que fue un canto. (2005: III, 229-230)

A Borges le impresionan dos factores teóricos de la poética


dantesca. El primero es que Dante no pretende ofrecernos una ima-
gen real del mundo de ultratumba, ni horrorosa ni negra, ni di-
chosa ni perfecta, sino una experiencia de conocimiento íntimo,
personal, directo, espontáneo, así como lo es el clima de relación
que establece el poeta con su lector. Se diría, más bien, que Dante
nunca se presenta como visionario, en el sentido estrecho del tér-
mino, porque «una visión es breve», afirma Borges, «es imposible
una visión tan larga como la de la Comedia». El segundo factor
que Borges destaca es que el rasgo principal y característico de toda
la obra consiste en la «delicadez»: «la obra está llena de delicias,
de deleites, de ternuras», dice Borges en una amorosa y amistosa
conversación (2005: III, 230). Amistosa, ya que uno de los temas
41
Ahora también en TERRACINI, I codici del silenzio. Alessandria, 1988, pp. 53-
69. La traducción es nuestra.

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que Borges reconoce en la poesía de Dante es la amistad. Se obtie-


ne la impresión de que Dante representa para Borges el autor máxi-
mo, el autor de los autores, el poeta que logra profundizar los mis-
terios humanos. Si Borges oscila entre la piedad y la admiración
hacia Virgilio, «alma perdida», «réprobo», «figura esencialmente
triste», en realidad está contemplando la misteriosa elección de
Dios, que ha elegido, para salvarlo, a un hombre cualquiera, a un
hombre-poeta a quien le es permitido ver a Dios mismo y compren-
der el universo.
En la biblioteca de Borges, el «divino poema» parece, algunas
veces, el «libro», en que se encuentran multiplicados todos los li-
bros posibles y las tentativas humanas de alcanzar la Verdad, como
si la fórmula equivalente fuera Comedia = biblioteca. No es casual
la descripción de la visión de todos los objetos del mundo, de to-
das las citas y de todos los libros en «El Aleph», que ha sido cu-
riosamente considerado como el texto que más difusamente con-
tiene algunas interesantes referencias intertextuales con la Divina
Comedia. Los nombres de los personajes de este cuento son Beatriz
Viterbo y Carlos Argentino Daneri. No es difícil percibir e indivi-
dualizar los motivos que establecen un sutil juego de identifica-
ción entre el yo poético, que se presenta bajo la identidad de Bor-
ges y el otro escritor del cuento, Daneri, ganador del «Segundo Pre-
mio Nacional de Literatura». Es irónico el descubrimiento del Ale-
ph por mano del personaje Borges y no por Daneri (en cuyo ape-
llido se esconde el principio del nombre de Dante); ni siquiera se
puede evitar la referencia a la mujer amada por Dante mismo. En
lugar de referencia, sería más correcto recordar aquí las poéticas
expresiones de Lisa Block de Behar, según la cual la palabra «cita»
en español contiene una dualidad especial y muy significativa, ya
que no sólo designa un encuentro textual, sino también una re-
unión sentimental, amistosa, en que se funden otras pasiones. La
repetición, también fónica, de palabras y sonidos, que podrían ha-
ber existido tiempo atrás como un poema, es un fenómeno esen-
cial en la poética borgiana:

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Si para Borges las citas revelan que los autores son lectores que
vuelven a escribir lo que ya ha sido escrito, esas vueltas que
fundan y conforman su poética, se aproximan a la doctrina que
Borges compartía, según la cual el Paraíso exista bajo especie de
biblioteca. (1999: 15)

La contemplación de este Paraíso tiene dos elementos que se


entrelazan en el texto borgiano: de un lado, la lectura del «Paraí-
so» dantesco, al que Borges dedica los últimos tres de los Nueve
ensayos dantescos: «El Simurgh y el Águila», «El encuentro en un
sueño» y «La última sonrisa de Beatriz»; del otro, la visión del Ale-
ph, versión moderna de la contemplación de Dios y de su empí-
reo. Como Dante, Borges ve el Aleph después de la muerte de Bea-
triz Viterbo, su amada; como Dante, él ni siquiera logra describir
la tensión suscitada por esta milagrosa visión de un momento, ni
siquiera la sensación de perfección y bienestar que la contempla-
ción del Aleph deja en su alma:
Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, su-
cesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una peque-


ña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la
creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilu-
sión producida por los vertiginosos espectáculos que encerra-
ba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero
el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada
cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo
claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el
populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de
América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pi-
rámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos
inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, [...] vi el Ale-
ph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y
mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos
habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usur-
pan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el in-
concebible universo. (2005: I, 666-667)

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Este largo pasaje representa, a nuestro parecer, la transcrip-


ción en prosa de la visión divina de Dante; las semejanzas son
notables. La escritura parece vaciarse o casi perder todo el sentido
de existencia en la contemplación de una imagen tan inalcanza-
ble como la imagen del fuego en Génesis. Sin embargo, la escritu-
ra no puede callarse e intenta una casi imposible representación
mimética de un puro espíritu. Borges se identifica, de una cierta
forma, con Dante, abarcando toda la imaginación de Dante como
suya, considerando la Comedia un libro cristalino, así como el Ale-
ph y el Cristal Egg de Wells, uno de los textos que más ha influi-
do, según el autor, en la composición de su cuento. Además, con-
sideramos toda la serie de objetos reales, concretos, que forman par-
te del imaginario borgiano, en este caso, relacionado con el mun-
do medieval, época hacia la que tenía una predilección particular,
sobre todo por su experiencia cultural nórdica: la escalera, que
simboliza la presumida salvación; la esfera que muta, cambia (y
no olvidemos que son representadas bajo forma de esferas los cie-
los en que está dividido el paraíso dantesco); un «intolerable ful-
gor», que produce un movimiento casi celestial, ilusión produci-
da por «los espectáculos que encerraba». La fantasmagórica serie
de «vi» con que el protagonista admira y contempla «el objeto se-
creto [...] que los hombres usurpan» termina con los mismos argu-
mentos con que se concluye el poema dantesco: Borges, alter ego
de Dante, siete siglos después, deforma y pierde los elementos vi-
tales, olvidando las imágenes eternas y transformando su expe-
riencia liminar en una auténtica visión.
Dante es el maestro con quien Borges puede dialogar en una
especie de aprendizaje humilde, manso, y al mismo tiempo rico,
proficuo. Dante es el compañero de un viaje metafórico y espiri-
tual cuyo tema de fondo es la amistad. Justamente, Roberto Paoli
ha subrayado cuán importante resulta el motivo de la amistad en
la literatura borgiana y cuánta influencia receptiva existe en la obra
de Borges a partir de parejas de amigos en la literatura universal,
sobre todo inglesa, americana y argentina. Son éstos los ámbitos
culturales en los que Borges se mueve fácilmente y, según Paoli, la

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recepción de literaturas que han preferido el realismo objetivo, de-


tallado, minucioso, al lirismo subjetivo, contemplativo, en él ha fa-
vorecido el merito «di non aver scambiato Dante per un visiona-
rio» y de haber interpretado el Infierno dantesco como «un luogo
dove avvengono fatti atroci, non un luogo propriamente atroce»
(1992: 15).
Toda la obra de Borges está invadida por un espíritu dantes-
co, no sólo cuando presenta infiernos, laberintos y sueños que son
siempre pesadillas, sino también cuando intenta reproducir esti-
lísticamente unos rasgos típicos de Dante. Como en el «Poema con-
jetural», donde a partir del monólogo dramático, a la manera de
Robert Browning, presenta, sub specie poesiae, las últimas reflexio-
nes sobre la vida, la guerra y el mal del mundo, de Francisco La-
prida, antepasado del poeta, asesinato «el día 22 de septiembre
de 1829 por los montoneros de Aldao». A través de Browning, Bor-
ges se fija sobre el procedimiento dantesco de presentar unas al-
mas ya fallecidas o en punto de muerte que cuentan sus propias
vicisitudes existenciales, especialmente aquellas relativas a las úl-
timas horas antes del deceso. El «Poema conjetural» forma parte
del «fervor» de Borges hacia el poeta de la Comedia; Borges ni si-
quiera esconde referencias intertextuales evidentes, como en las
primeras líneas, cuando parangona la vida de su antepasado (el
yo narrante poético): «aquel capitán del Purgatorio / que huyen-
do a pie y ensangrentando el llano, / fue cegado y tumbado por la
muerte / donde un oscuro río pierde el nombre, / así habré de
caer. Hoy es el término» (2005: II, 261). El héroe del Purgatorio, aquí
citado, no es de difícil reconocimiento: se trata de Buonconte da
Montefeltro («Purgatorio» V, 85-129), comandante del ejército are-
tino en la guerra contra Florencia, asesinado durante la batalla de
Campaldino, cuyo cuerpo «gelato in su la foce / trovó l’Archian
rubesto, e quel sospinse / nell’Arno, e sciolse al mio petto la croce
/ ch’i’ fe’ di me quando ‘l dolor mi vinse» (V, 124-27). Y los dos
personajes reencuentran en la hora fatal «la recóndita clave de mis
años [...] la letra que faltaba, la perfecta / forma que supo Dios
desde el principio» (2005: II, 262). Si para el antepasado de Borges

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se trata del descubrimiento del «secreto latinoamericano» (es de-


cir, de la lucha por la independencia y de la unidad intrínseca de
las tierras del continente), para Buonconte, la experiencia no es
disímil: el secreto de su propia vida terrena se le desvela gracias a
otra «letra que faltaba» y que correspondía al pronunciamiento de
la palabra de «perdón» que le será extraordinariamente salvífica:
«quivi perdei la vista e la parola; nel nome di Maria fini’, e quivi /
caddi e rimase la mia carne sola» ( V, 100-102). La muerte revela,
entonces, para ambos un «insospechado rostro eterno» que se da
a quien percibe que todo ha sido ya decidido y tejido «desde un
día de la niñez». Es una experiencia posible también sólo «per una
lacrimetta» que rescata el coraje perdido, la voluntad heroica ma-
nifestada durante la batalla, la derrota por obra de la muerte. El
poema de Borges es ejemplar por la unión casi milagrosa del mun-
do ético y de la concepción política y metafísica de Borges y Dan-
te, como si el poeta argentino reencontrara su propia identidad en
una imagen especular de Dante.
Más allá de la abierta intertextualidad con el «Purgatorio», na-
turalmente, otros momentos de la Divina Comedia atraen el interés
y el comentario borgiano, revelando así interpretaciones origina-
les y especiales actitudes poéticas que ofrecen una nueva luz para
los exegetas de la obra de Borges. El episodio de Paolo y Frances-
ca es uno de los más famosos y más poéticos.
Borges inmortaliza dicho episodio en un poema y en un co-
mentario de los Nueve ensayos dantescos. El poema, intitulado «In-
ferno, V, 129» (2005: III, 353), empieza con una lectura típicamente
borgiana, en la que Paolo y Francesca se identifican con los perso-
najes del libro que están leyendo, porque son ellos mismos. En la
repercusión especular que el libro provoca en los lectores, «han
encontrado al otro». Borges está de acuerdo con Dante, piadoso
con el destino infeliz de Francesca: los dos amantes «no han trai-
cionado a Malatesta, / porque la traición requiere un tercero / y
sólo existen ellos dos en el mundo». La fascinación de Borges por
estos dos personajes consiste en el juego de espejos que puede re-
velar la literatura: ensimismarse con Tristán e Isolda es, al mismo

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tiempo, ser los dos antiguos amantes, repitiendo así el mismo ca-
mino áspero y trágico. En la mirada de Borges, Paolo y Francesca
son «formas de un sueño que fue soñado / en tierras de Bretaña»,
pero se trata de espejos infinitos, de ecos de la imaginación que se
entrelazan con la realidad: «Otro libro hará que los hombres / sue-
ños también, los sueñen». También Borges está siendo reflejo de
«un libro tan infinito como la Comedia» (2005: III, 390); a su vez, él
se ve sumergido en el proceso de identificación intertextual con la
obra dantesca e interpreta la postura de Dante, viajero infernal,
como una lectura poética y filosófica de su propia weltanschaaung:
Dante comprende y no perdona, tal es la paradoja insoluble. Yo
tengo para mí que la resolvió más allá de la lógica. Sintió (no
comprendió) que los actos del hombre son necesarios y que asi-
mismo es necesaria la eternidad, de bienaventuranza o de per-
dición, que éstos le acarrean. (2005: III, 392)

Para Borges, Dante comprende y no perdona, siente y no com-


prende. Esta conjetura ilógica le parece la verdadera porque él con-
sidera a Dante como un libro o una hipóstasis de Dios. Dante, en-
tonces, no puede perdonar por su misma naturaleza humana y
no divina, pero puede percibir que cada acto sea indiscutiblemen-
te eterno y precisamente necesario porque en esto acepta, como
buen discípulo criado por la filosofía tomista, la lógica ilógica, es
decir, misteriosa, de Dios.
Que Borges admire a Dante es destacable también en la perso-
nalización del motivo dantesco del viaje y del sueño: «excesiva-
mente» borgiana es la noción de que los personajes y el viaje a
ultratumba representen formas del incipiente sueño de Dante don-
de figuras como Homero, Horacio, Ovidio, Lucano, que Dante mis-
mo encuentra en el IV canto del Infierno, no son sino «proyeccio-
nes o figuraciones de Dante, que se sabía no inferior a esos gran-
des, en acto o en potencia. Son tipos de lo que ya era Dante, para
sí mismo y previsiblemente sería para los otros. Un famoso poeta»
(BORGES 2005: III, 382).
Dante posee la bendición celeste de ver a quienes, por volun-
tad de Otro, no han podido reconocer a Cristo y seguir sus hue-

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llas; es decir, que, con su obra, él percibe en un acto mágico y mi-


lagroso la intersección entre la causalidad y el destino, y desde
este momento, se le otorga el conjunto de las posibilidades de lo
que habría podido ser en una hipótesis remota pero posible.
En los Nueve ensayos dantescos existe otro problema enfrentado
por Borges entre hermenéutica textual y reflejo de su propia poéti-
ca: la actitud de Dante (de cada lector y de Borges mismo) frente al
conde Ugolino. La lectura de Borges es fascinante; él afirma que,
considerando la narración dantesca, el problema histórico del ca-
nibalismo del conde queda insoluble, enigmático. Sin embargo, el
problema estético tiene «otra índole». El genio de Borges, que es-
candalla todas las posibilidades de la razón humana en un vórti-
ce caleidoscópico, nos convence de que Ugolino della Gherardes-
ca no comió la carne de sus hijos, pero que Dante quiso «sí que lo
sospechemos». Borges nos advierte, además, que la sospecha que
Dante provoca en sus lectores es en realidad la misma que el poe-
ta tuvo ya que, según la lectura borgiana, «Pienso que Dante no
supo mucho más de Ugolino que lo que sus tercetos refieren» (2005:
III, 385).
En definitiva, afirma Borges, Dante soñó la imagen nefanda,
cruel de los prisioneros en la Torre del Hambre, pero sobre todo
soñó la «ondulante imprecisión», es decir, la incertidumbre del he-
cho ocurrido.
En otro ensayo, Borges se plantea el problema de que Dante
conociera o no las visiones del diácono Beda el Venerable, autor
de la Historia Eclesiástica Gentis Anglorum, y que se encuentra en el
canto X del «Paraíso» (X, 130-132) y en la «Epístola» XI (parte 7),
dedicada a los cardenales de Florencia.42 En este caso Borges se
revela, una vez más, como autor universal, un «Pastor del Ser»,
para decirlo con las palabras de Heidegger, que concibe la forma

42
Dante cita a Beda como uno de los teólogos más apasionados de la fe cristiana
y lamenta su olvido en la nueva tendencia cardenalicia a preferir la avidez y la
usura en lugar de la caridad, «madre de la piedad y de la justicia». Así: «Iacet
Gregorius tus in telis aranearum; iacet Ambrosius in neglectis clericorum
latibulis; iacet Augustinus abiectus, Dionysius, Damascenus et Beda». Véase
ALIGHIERI 1965: 339.

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de la literatura como la metáfora de la sabiduría y revelación divi-


na (léase también el maravilloso cuento «La Biblioteca de Babel»).
Borges cree que Dante nunca tuvo la oportunidad de leer la obra
monumental de Beda y, aún más, que nunca pudo sentirse atraí-
do por la historia de un país como Inglaterra, lejano y poco esti-
mulante desde el punto de vista cultural. El tipo de trabajo que
cuestiona Borges es un acto literario comparatista, es la defensa
de la literatura como espíritu puro; por lo tanto, «[i]nvestigar sus
precursores no es incurrir en una miserable tarea de carácter jurí-
dico o policial; es indagar los movimientos, los tanteos, las aven-
turas, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano»
(2005: III, 397).
Así, las investigaciones de Borges son el ejemplo de un cuestio-
namiento auténtico frente a la lectura, una invitación al trabajo in-
telectual como operación saludable y terapéutica. En Borges, la ex-
periencia inalcanzable, mística de la lectura puede, de hecho, pro-
vocar una extraordinaria felicidad mental que no es fácil revivir den-
tro de los actos imperfectos bajo los que subyace la existencia. Cada
texto (o en este caso, cada verso de la Comedia) reenvía a otro, en
una dinámica universal que es la perspectiva de curiosidad e inte-
ligencia que caracteriza a Borges. Un breve itinerario fantástico, por
ejemplo, nos concede Borges comentando el celebrado verso «Dolce
color d’oriental zafiro» («Purgatorio», I, 13); después se detiene en
la consideración del «águila» como una de las figuras memorables
de la literatura occidental y oriental. Borges nos hipnotiza revelan-
do la extraordinaria coyuntura de dos culturas consideradas aje-
nas: el águila como emblema común a ambas culturas (y al mundo)
compuesto de un ser que contiene otros seres. Borges describe que
un siglo antes de que Dante concibiera este emblema, símbolo ma-
nifiesto del Imperio (véase «Paraíso», XVIII, 106-108 y XIX, 1-12), un
persa, Farid al-Din Attar, inventó el extraño Simurgh, un pájaro he-
cho de treinta pájaros, que son el Simurgh mismo, que a su vez es
en cada pájaro. Hay una similitud entre el águila y el Simurgh: am-
bos emblemas representan a los hombres que, «peregrinos buscan
una meta ignorada» (BORGES 2005: III, 403). La belleza, la compleji-
dad y la enigmicidad de los emblemas prefiguran que «esa meta,

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que sólo conoceremos al fin, tiene la obligación de maravillar y no


ser o parecer una añadidura» (2005: III, 403).
«Los buscadores son lo que buscan», concluye Borges, por eso
Dante logra contemplar a Dios y perderse en la mirada de Beatriz.
Esta figura, junto con su «adoración idolátrica, se presenta a los
ojos de Dante como castigadora, en el sentido etimológico del tér-
mino, purificadora. Es bastante obvio subrayar el carácter severo
de Beatriz, sin embargo, en Borges, la explicación se debe a lo que
registró Dante en la Vita nuova:
Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con
la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para
mí que edificó la triple arquitectura de su poema para interca-
lar ese encuentro [...]. Negado para siempre por Beatriz, soñó
con Beatriz, pero la soñó severísima, pero la soñó inaccesible,
pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y
que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz lo
esperaban («Purgatorio, XXXI, 121). [...] Infinitamente existió Bea-
triz para Dante. (BORGES 2005: III, 406-407)

Según Borges, Dante viajó y soñó con el triple y fatigosísimo


viaje, y creó todo el excepcional andamio geográfico y formal-es-
tructural de la Comedia por una mujer (signo real de otra y más
profunda realidad) a quien él «reza como a Dios, pero también
como a una mujer anhelada» (2005: III, 410) —véase el maravillo-
so pasaje «Paraíso», XXXI, 79-93. Beatriz, que aparece en los dos
últimos ensayos, es percibida por Borges como protagonista de una
escena imaginaria. Afirma Borges que mientras que a nosotros la
figura de Beatriz parece y permanece real, para Dante desaparece
en la rosa dichosa de los santos. La imaginación poética rinde este
encuentro paradigmático y eterno.
Hemos dejado para el final el análisis de Ulises. Este persona-
je ocupa un lugar muy peculiar en los escritos y poemas de Bor-
ges; Ulises retorna incesantemente en el imaginario-cosmos del
poeta argentino y funciona como imagen especular y arquetípica
del hombre y de su deseo de conoscenza y de su sed implacable de
saber. Este tema en Borges es tan vasto que merece, sin duda, un
estudio particularmente detallado. Intentamos en este lugar ofre-

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cer un breve excursus de las composiciones más significativas en


que Dante y Ulises se mezclan, ya que Borges es uno de los auto-
res del siglo pasado que ha elaborado una relectura del mito odi-
seico filtrándolo del complejo mundo dantesco, más que de la fi-
guración original homérica.
En el ensayo «El último viaje de Ulises», Borges plantea una
equivalencia entre Dante y Ulises: ambos son aventureros y pre-
tenden, como sugiere Ruegg, citado por Borges, alcanzar «las me-
tas más difíciles y remotas». Escribe Borges:
La acción de Ulises es indudablemente el viaje de Ulises, por-
que Ulises no es otra cosa que el sujeto de quien se predica esa
acción, pero la acción o empresa de Dante no es el viaje de Dan-
te, sino la ejecución de su libro […]. Dante era teólogo: muchas
veces la escritura de la Comedia le habrá parecido no menos ar-
dua, quizá no menos arriesgada y fatal, que el último viaje de
Ulises. (2005: III, 387-388)

Borges quiere decir, en una lectura apasionante y moderna del


mito de Ulises, que Dante se identifica con el temerario desafiador
del universo, aquel que había superado las columnas de Hércu-
les; Dante, de una cierta forma, no condena a Ulises porque no
puede, ya que sería condenarse a sí mismo, a su viaje y a su ope-
ración textual e intelectual. La carga emocional que el fandi factor
Ulises transmite en Dante observador es la de verse reflejado y con-
denado si hubiera nacido en otros tiempos, en otra época. Conclu-
ye Borges que «Dante fue Ulises y de algún modo pudo temer el
castigo de Ulises» (2005: III, 388). Sin embargo, si él temió el casti-
go divino por tan grande atrevimiento, habría contradicho su pro-
funda fe religiosa y el mandamiento de purificación de los bienes
materiales terrestres. Dante compone un poema donde mística y
poesía, filosofía y teología se entrelazan, pero su fin altamente re-
ligioso y social no podía dejar de ser sellado por la voluntad divi-
na, cuyo objeto era revelar lo que Dios ha dispuesto para la salva-
ción de todo el género humano. Es inevitable que Borges no sienta
una afinidad electiva con Dante. También su obra es un conjunto
de mística y poesía, filosofía y teología: sólo Beatriz, mujer de la
cual Dante pudo decir lo que nunca se había dicho de ninguna

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mujer, está ausente en el camino del poeta argentino, como hemos


ya considerado tratando El Aleph.
Con el episodio de Ulises, Borges esconde artísticamente sus
propios datos biográficos y psicológicos: afloran experiencias se-
cretas, íntimas reflexiones. Ulises representa uno de los subtemas
del vasto mundo imaginativo borgiano. Recordaremos algunas lí-
ricas como «Proteo», «El desterrado», de La rosa profunda (1975);
«Un escolio», de Historia de la noche (1977); «Reliquias» y «Alguien
soñará», de Los conjurados (1985).
Borges acoge en su poética la versión odiseica de Dante como si
fuera la propia. Ulises es perseverante, permanentemente exiliado,
proteico, orgulloso desafiador del conocimiento, laberíntico él mis-
mo; en toda su multiforme personalidad, Ulises es Dante para Bor-
ges, y es él mismo reflejado en un mito antiguo regenerado, nueva-
mente inventado y poseído. Dante no sólo se pierde, sino también
se reencuentra en el laberinto de Dante, porque él mismo siente ser
espejo de Dante, juego de la realidad divina, casi alegoría dantesca.
Por otro lado, Borges profetiza que la Comedia «durará más allá
de nuestra vida, mucho más allá de nuestras vigilias y que será
enriquecida por cada generación de lectores» (2005: III, 228).
Para Borges la lectura de un libro, y aun más, del poema dan-
tesco, es inagotable, así como se pensaba en la Edad Media: lo tes-
timonia la constante utilización del escolio, un método de estrati-
ficación hermenéutica que también el poeta argentino apreciaba y
del que algunas veces se había apropiado en su poesía. A este pro-
pósito, las primeras páginas de Siete noches, dedicadas a la Come-
dia, son una auténtica apología a la Edad Media:
La idea de un texto capaz de múltiples lecturas es característica
de la Edad Media, esa Edad Media tan calumniada y compleja
que nos ha dado la arquitectura gótica, las sagas de Islandia y la
filosofía escolástica en la que todo está discutido. (2005: III, 228)

Quizá sería posible considerar a Borges como un verdadero


hombre de letras medieval, un hermano de Dante, perdido en un
siglo que, por un juego del destino o por una ficción divina, no
era el suyo.

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