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La democracia en América Latina

Noam Chomsky ( )

Dibujos de El Fisgón

Pocos fenómenos tan atractivos y estimulantes en la América Latina de hoy como el regreso de la
democracia a varios países que hasta hace unos años sufrían el peso de dictaduras militares; y
pocos fenómenos, también, tan surcados por preguntas sobre sus antecedentes y sus posibilidades
de consolidación y permanencia. Esta mesa busca ayudar a la reflexión sobre las democracias
latinoamericanas y responder a las preguntas que parecen resumirse en una sola: ¿qué obstáculos
y qué horizontes tienen estos nuevos regímenes democráticos? Los participantes: Heraldo Muñoz,
chileno, director del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea en Santiago de Chile y
especialista en política exterior comparada de América Latina. Alberto Adrianzen, periodista y
sociólogo peruano, actualmente es coordinador del área internacional de DESCO, Centro de
Estudios y Promoción del Desarrollo. Carlos Portales, chileno, investigador de la facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales. Acaba de compilar un libro para el Fondo de Cultura
Económica: América Latina en el nuevo orden internacional. Luis Maira, investigador del CIDE,
miembro del consejo de esta revista y colaborador asiduo. Antonio Carlos Peixoto, brasileño,
director del Instituto de Relaciones Internacionales de Río de Janeiro. Sergio Bitar, chileno, Ministro
de Minería durante el gobierno de Salvador Allende. Actualmente reside en Chile y ha colaborado
en nexos anteriores. Tiene un libro relativo al tema de esta mesa en el caso chileno: Transición,
socialismo y democracia. (Siglo XXI, 1979). El conductor de la mesa fue José Miguel Insulza,
investigador del CIDE, miembro del consejo de esta revista y especialista en las relaciones de
América Latina y Estados Unidos.

José Miguel Inzulza: Hoy América Latina está dividida en dos procesos igualmente importantes
pero muy distintos: por un lado el conflicto centroamericano y por el otro la democratización de
los países del sur, es decir, de los países que tenían regímenes militares y han pasado o están
pasando a un proceso de democracia. Sin duda este proceso tiene alguna unidad, pero aquí se
trataría de ver qué es lo específico en cada uno de estos países del sur. Se trata de ver también
cuáles son las posibilidades reales de estos procesos democráticos y cuáles son los límites que
impone sobre ellos, todavía, la presencia de militares. Otro aspecto: la relación con Estados
Unidos, y unos más: de qué manera la crisis económica puede volverse un obstáculo para el
afianzamiento de la democracia en Sudamérica.
Heraldo Muñoz: Lo que sucede en Centroamérica y Sudamérica representa una búsqueda
democrática, aunque en términos históricos constituyan realidades distintas; en Centroamérica el
proceso hacia la democracia se da mediante una ruptura, hay guerra civil e insurrección armada,
pero el objetivo es llegar a la democracia en países donde ha escaseado. En Sudamérica se trata de
volver a la democracia en países donde ha tenido algunos años de vigencia pero ha sido
interrumpida; hay procesos de retorno a la democracia por medio de reformas y salidas pactadas,
concretamente en el caso de Brasil, Perú y Ecuador. Argentina sale de ese modelo: es un caso de
ruptura que provocó la derrota de Las Malvinas. Y el caso de Chile arroja una situación quizá
intermedia: la búsqueda de la oposición de una ruptura no insurreccional, de una ruptura política,
no militar.

Carlos Portales: En la democratización sudamericana hay que distinguir entre dos situaciones: la
de países del Cono Sur con democracias recientes (como Brasil, Argentina y Uruguay), y la de los
países andinos, que por primera vez en muchos años viven una situación distinta: los cinco países
andinos tienen gobiernos democráticos representativos (y tres de ellos son producto de una
transición relativamente reciente: Perú, Bolivia y Ecuador; los otros dos son casos de sistemas más
estables). Y en este espectro quedan dos dictaduras: una tradicional en Paraguay y otra
relativamente firme en Chile, cuyo caso se acerca más a los problemas que ahora se discuten en
Brasil, Argentina y Uruguay, en términos de qué es lo que se espera de un futuro proceso de
democratización.

Luis Maira: Esta mesa va dirigida a lectores mexicanos, y por tanto pienso en un punto de partida:
a principios de los setenta, en los años inmediatamente posteriores a la implantación de las
dictaduras militares de Uruguay y Chile, 1973 y 1975, la imagen que en México proyectaban la
mayoría de los cientistas sociales y los analistas del Cono Sur era muy homogénea cuando los
regímenes autoritarios sudamericanos. En esa época hubo toda una conceptualización. Primero se
dio el debate clásico sobre si estos regímenes eran o no fascistas; y luego, cuando se caracterizó lo
que fue parte de un cierto consenso (la noción de un estado o dictaduras militares con ideología
de seguridad nacional), se mantuvo esa homogeneidad extrema en los modelos y en el curso que
seguirían los procesos políticos. En esos años, esto fue válido para Uruguay, Brasil, Argentina y
Chile; el proceso peruano y el boliviano eran distintos en sus raíces y en su intencionalidad y nunca
se ciñeron de un modo muy estricto -salvo en un breve período de la dictadura de Banzer en
Bolivia, en la primera mitad de los setenta- a la pauta de la doctrina de la seguridad nacional. Voy
a esto: a medida que los procesos autoritarios avanzaron, el impacto de los factores nacionales se
hizo cada vez más profundo, y lo específico de cada proceso empezó a reemplazar a esta especie
de teoría general con la que nos movíamos a mediados de los setenta. Ahora, a mediados de los
ochenta, si uno revisa esta experiencia acaba por notar que hay una diferenciación muy nítida
entre el experimento chileno y el resto de los experimentos (brasileño, argentino y uruguayo,
básicamente) de los años setenta y principios de los ochenta. Esta distinción tiene que ver con las
formas de ejercer el poder y con los grados de diferenciación del poder político. En todas las
primeras teorizaciones sobre el modelo de seguridad nacional, se insistía mucho en dos cosas: el
carácter de dictadura moderna que tenía este experimento y el hecho de que el ejercicio del poder
correspondía a las cúpulas militares institucionales, que actuaban como tales y que expresaban,
por tanto, la voluntad de las fuerzas armadas. En el caso chileno ese proceso no se da; por el
contrario, cada vez es más claro que el general Pinochet juega en ese modelo un rol decisivo y que
concentra, de un modo directo e inmediato, las cuotas más altas de poder. Por eso habría que
preguntarse qué consecuencias trae el grado de institucionalización, o personalización, del
ejercicio del poder en esos regímenes militares con ideología de seguridad nacional. Porque al ver
la evolución de los modelos brasileño, primero, argentino después y uruguayo actualmente, hay
en estos casos una mayor permeabilidad en la cúpula militar a las presiones que llegan desde la
sociedad, cuando el ejercicio del poder militar es colectivo; por el contrario, cuando como en el
caso de Chile se combina el modelo de seguridad nacional con formas de ejercicio de poder que
eran propias de las dictaduras militares tradicionales del período anterior -o sea, cuando el poder
se ejerce en forma unipersonal- las transiciones se hacen mucho más complejas y originan nudos o
estrangulamientos que a los sectores democráticos les cuesta más trabajo remover.

Antonio Carlos Peixoto: En la transición hacia la democracia hay que tener en cuenta las
particularidades nacionales y la configuración misma del espectro político, porque ahí están las
diferencias entre los regímenes militares del Cono Sur. Si se analizan en conjunto los cuatro
distintos casos de Brasil, Uruguay, Argentina y Chile, el caso brasileño tiene una diferencia
fundamental: ahí el régimen militar jamás rompió el pacto con sectores representativos del país. El
régimen brasileño se define como una especie de acuerdo entre grupos políticos tradicionales:
una alianza que invirtió las posiciones relativas del poder entre las fuerzas políticas tradicionales y
las mismas fuerzas armadas. Los niveles de control y de decisión se quedaron en manos de las
fuerzas armadas, mientras que los sectores políticos del régimen tuvieron una función de correa
de transmisiones que, dependiendo de la coyuntura o de la mayor o menor permeabilidad del
régimen, podía ocupar -o hacer el intento de ocupar- algunos espacios. Otra característica
importante: el caso brasileño, a diferencia, digamos, del chileno, no tiene (y no tuvo jamás, salvo
en los años treinta), una derecha políticamente estructurada. Hay otro punto donde la
comparación del régimen brasileño se haría más bien con el caso argentino y con el caso
uruguayo: en el régimen brasileño se ha podido asegurar un proceso de sucesión. Esto no se ha
logrado en los casos argentino y uruguayo. En Argentina Viola debió asegurar la sucesión de Videla
pero, desde luego, por un conflicto intermilitar (ni siquiera podría llamarse golpe de estado)
Galtieri asumió el poder inmediatamente. El régimen uruguayo tampoco logró un nivel aceptable
de estructuración política, no consolidó jamás un sistema capaz de absorber, digamos, la rotación
interna en el ejército. Chile se queda fuera de este marco comparativo, sencillamente porque
nunca hubo un proyecto de rotación o, si lo hubo, se aborto desde el primer momento en que
Pinochet llegó al poder. En Chile hay un proceso creciente de concentración de poder en manos
del mismo Pinochet al tiempo que los otros miembros de la junta militar han sido desplazados
gradualmente.

Jorge Rafael Videla

Raúl Alfonsín

Leopoldo Fortunato Galtieri.

Alberto Adrianzen: Además de la relación entre el ejercicio personal del poder y los elementos
institucionales del ejército, hay diferencias que van a dar a la naturaleza misma y la evolución de
las fuerzas armadas. Entonces, la estructura del ejército chileno es mucho más jerárquica, digamos
mucho más prusiana, que la de los ejércitos argentino, uruguayo o brasileño y, sobre todo, más
distinta que la del ejercito peruano, que tiene otra estructura, otro desarrollo político y, además,
otras influencias no exactamente prusianas sino francesas. Hay que añadir en el análisis la
naturaleza misma de estos ejércitos que permitirán o no el curso de los procesos democráticos.

Sergio Bitar: Otra diferencia fundamental es el papel de las fuerzas armadas y la postura que
asumen al iniciarse el proceso. El caso brasileño se da diez años antes que los demás; el chileno y
el uruguayo empiezan en 1973; el argentino, en la última vuelta, en 1976. ¿Hasta dónde, en ese
período de diez años, aumenta en las fuerzas armadas la influencia de las doctrinas de seguridad
nacional, en las formas más primitivas y duras que hemos visto en los casos de Chile, Argentina y
Uruguay? Como contexto nacional, el caso peruano viene de una situación donde el ejército ha
jugado más bien un papel de estímulo, de corte más progresista y nacionalista. En los ejércitos de
Chile, Argentina y Uruguay el concepto de seguridad nacional es mucho más homogéneo, lo
mismo que las técnicas de dominación y represión, el modo en que desarticulan las instituciones
civiles, (empezando por los parlamentos), y toman el control de lo que va desde las universidades
a la política económica. Son técnicas incluso más homogéneas que en el caso brasileño. Ahora, lo
atípico en el caso chileno comparado con Argentina y Uruguay, y lo que hace que también sea
distinta la salida chilena al futuro, es este sistema de sucesión perfecto donde Pinochet sucede a
Pinochet que sucede a Pinochet, y Pinochet logra atar -como no se da en ninguno de los otros dos
casos- los cargos de Presidente de la República y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. Esto
le da una rígida estabilidad pero también instala para su régimen el riesgo de una ruptura mayor
que en los otros casos. La distinción es que en Chile hay una izquierda más estructurada cuya
potencialidad electoral es un peso continuo, y no hay el mismo peso en Argentina y Uruguay. La
salida futura del caso chileno será similar a los otros en el hecho de que no habrá un desplome “a
la centroamericana” del régimen militar, sino que habrá algún tipo de negociación con las fuerzas
armadas; pero para llegar a ese punto en Chile se requiere un grado mucho más alto de movilidad
social, de articulación de fuerza popular, del que se ha visto en los casos de Uruguay y Argentina.

Carlos Portales: Hay más diferencias específicas. En Chile fue más traumática la división de la
sociedad y el ejército que en Uruguay, Argentina y Brasil (y aquí fue mucho menor que en los otros
casos). A esto se añade el ejercicio del poder tanto en el modelo económico como en el sistema
político. Sin duda el caso brasileño es el de mayor éxito, y los casos chileno y uruguayo son los de
menos éxito. Tal vez el caso argentino podría agregarse a estos últimos pero, por la capacidad
económica del país, también es mayor la capacidad de resistencia de la sociedad. En ese sentido al
haber en Brasil un éxito relativo (por lo menos en cierto período y en términos de crecimiento y de
transformación e industrialización), esto le ha dado mayor capacidad de acción al régimen militar.
Lo otro es lo que señalaba Peixoto: el sistema político. En Brasil hubo siempre un incipiente
sistema político; aunque el Congreso llegó a clausurarse por un período determinado nunca se
suspendió el sistema político. En cambio, en los otros tres casos, el sistema político anterior
desapareció por completo. Y aquí los ejércitos juegan un papel importante. En el caso argentino se
trataba de un ejército con una tradición de politización previa y, por lo tanto, ahí diversas
facciones militares competían por el poder. En el caso uruguayo hubo un gobierno relativamente
colegiado y una mayor participación de los generales dentro de la institución militar. En cambio al
caso chileno lo rige esta tradición política de verticalidad y “profesionalismo”: es la que permite a
Pinochet ponerse a la cabeza del gobierno como Presidente y ejercer todas las prerrogativas que
tradicionalmente había ejercido el Comandante en Jefe. En el sistema democrático el Comandante
en Jefe ejercía un gran poder dentro del ejército, pero no tenía los controles del sistema político:
debía responder al Presidente, podía ser removido y estaba sujeto a un marco, a un estatuto legal.
Sin embargo había una fuerte tradición de verticalidad en el mando, y aunque en los procesos de
ascensos y elecciones el Consejo de Generales participaba formalmente sin duda la posición del
Comandante en Jefe era muy sólida. Y así, hasta 1973, en la historia reciente de Chile, cada vez
que salía el Comandante en Jefe había una reestructuración de los cuadros del ejército. Luego de
1973, en Chile pierde todo control esta prerrogativa y el Comandante en Jefe ya puede hacer y
deshacer dentro de esta institución, y la institución misma se impone a las otras instituciones
armadas. Y sin duda esto era importante en una tradición de despolitización de las fuerzas
armadas. No es el caso argentino, donde había siempre competencia política entre marina,
ejército y fuerza aérea. En parte estas diferencias explican por qué hay transiciones distintas. En el
caso brasileño es más gradual, precisamente por la mayor capacidad de maniobra que le da el
modelo, y porque hay un poder político institucionalizado que se abre paso. En Argentina está el
colapso por una situación internacional, y en el caso uruguayo por una derrota política total,
donde la sociedad entera se opone a las fuerzas armadas. En cambio en el caso chileno no se da ni
esta abertura gradual ni este colapso internacional; no hay una derrota política global y por lo
tanto persiste el régimen.

José Miguel Insulza: si se hace una división distinta a la de Carlos Portales, de los países andinos y
los países del Cono Sur, uno podría decir que, salvo Colombia y Venezuela -que son países que
salen del Caribe y que en los últimos años tienen procesos políticos bastante distintos-, los demás
países de América del Sur (Ecuador, Bolivia, Perú, Chile, Uruguay, Brasil, Argentina, incluso
Paraguay) todos ellos, hasta hace unos años, tenían dictaduras militares, aunque con distinto
carácter. Algunos de ellos han salido de estos gobiernos militares pero se dan algunas
regularidades que parecen límites. En Ecuador, después del primer gobierno democrático, se
acaba de elegir un gobierno de derecha; en Perú hay un gobierno de derecha (y se habla incluso
de que las fuerzas armadas nuevamente se disponen a activarse políticamente); es precaria, y
nada sencilla, la situación del gobierno boliviano; y Argentina aún es un poco difícil juzgar. El hecho
es que hay determinadas fuerzas que pueden resurgir en América Latina después de las dictaduras
militares, para oponer obstáculos a la democratización de estos países. ¿Hasta qué punto hay aquí
el primer límite al proceso de democratización? Otro límite es la presencia de los ejércitos, que
subsisten en todos estos países e incluso en Argentina con todo y el problema de Las Malvinas.
¿Hasta qué punto no puede haber una regresión? Hay una derecha fuerte que no puede
descartarse y, a pesar de la democratización sigue presente la posibilidad de que esas fuerzas de
derecha sientan la tentación de recurrir a las fuerzas armadas que subsisten. Es decir, ¿hasta qué
punto ya no existen los agentes que provocaron la situación autoritaria en Sudamérica, hasta qué
punto se han debilitado y hasta qué punto pueden poner en peligro el proceso de democratización
en los próximos años?

Heraldo Muñoz: La consolidación de la democracia depende de un factor obvio e importante que


es el contexto internacional. Y ahí, yo diría con claridad, que el contexto internacional no es
favorable a la recuperación de la democracia. Los nuevos gobiernos democráticos se encuentran
con una carga de problemas económicos -el más visible es la deuda externa y a eso se añaden las
demandas populares insatisfechas, reprimidas durante tanto tiempo. Y en este sentido, los
procesos de transición a la democracia representan el fracaso del autoritarismo, que fracasó en un
contexto en que los regímenes militares lo tenían todo, en un momento en que, en el orden
internacional, por ejemplo en términos económicos, contaban con una alta liquidez y con flujos
financieros que prácticamente ninguno de los gobiernos anteriores tuvo; además, con las medidas
represivas con la supresión de los sindicatos y los Congresos, no tenían la presión de las demandas
populares. La experiencia autoritaria “lo tenía todo” y los nuevos procesos democráticos
representan su fracaso. Pero además del contexto, habría que incluir al tipo de transición, o de
salida hacia la democracia como un elemento importante para el futuro de estos procesos.
Mientras la transición a la democracia surja más de una derrota del autoritarismo, mayores serán
las posibilidades y el margen de acción de los nuevos gobiernos; por el contrario, en la medida en
que la transición surja de la negociación con las fuerzas armadas, es decir, que la transición surja
de una decisión de las fuerzas armadas de entregarle el poder a la civilidad puesto que quieren
evitar un mal mayor -por ejemplo una insurrección o el contexto de un gobierno revolucionario,
por la crisis que enfrenta el gobierno militar-; en esa misma medida los nuevos gobiernos
democráticos tendrán mayor debilidad, estarán sometidos al chantaje y al veto militar, como lo
hemos visto incluso en Brasil. En este tipo de procesos son los militares los que en último término
controlan el ritmo y la dirección de la apertura, y lo pueden frenar -incluso retroceder- cuando
juzguen conveniente. Mientras que en el caso argentino, con todas las dificultades que enfrenta el
gobierno de Alfonsín, parece tener más margen de maniobra, y esto es producto de la sensación
de derrota no sólo política, sino militar, que ha sufrido en ejército por la guerra de Las Malvinas.

Antonio Carlos Peixoto: Cuando la transición a la democracia se da por medio de una ruptura el
nuevo régimen tiene, en efecto, mayores mecanismos de control político y civil sobre los militares.
Y un proceso de transición que implica una negociación lenta y restringida básicamente al sistema
de élites del país, por supuesto que mantiene el espacio tradicional de las fuerzas armadas dentro
de ese sistema político. Me refiero al caso brasileño. El análisis de la transición y de las nuevas
relaciones que se deben establecer con las fuerzas armadas tiene mucho que ver con el modo en
que esas fuerzas armadas se perciben a sí mismas, con las razones que las llevaron al poder y con
el tipo de funciones que se autoimpusieron al romper el sistema político anterior y se forma el
gobierno militar. Este punto es crucial porque arroja una diferencia importante entre el caso
brasileño y los otros casos del Cono Sur. El ejército brasileño que llegó al poder en 1964 se
autopercibió, fundamentalmente, como un agente de modernización. La doble función de
represión y modernización les aseguraba un mínimo de legitimidad, incluso de consenso, en
ciertos sectores muy representativos de las élites. La represión tenía su “descargo” en la
modernización y los militares, de algún modo, obtuvieron éxitos que no pueden negarse. Si uno
habla de los aspectos más visibles de la crisis, el perfil brasileño de 1984 no es favorable; pero si
uno mira el aparato productivo, el nivel de modernización de integración nacional, el logro se
vuelve innegable. Se puede decir, y estoy de acuerdo: “eso no lo hicieron las fuerzas armadas; eso
surgió por una cierta dinámica de la misma economía”; pero no quita que las fuerzas armadas
estaban en el poder y buscaban difundir una ideología y el funcionamiento de un sistema político
que apuntaban a la modernización. Por tanto, en el proceso abandono del poder hay una
diferencia muy grande entre un régimen que se percibe como modernizante y los regímenes que
llegaron al poder con una autopercepción de sus propias funciones.

Cacerolas contra la dictadura

Luis Maira: Yo quiero volver al papel de los sectores democráticos en el cambio de las fuerzas
armadas y al impacto que tiene, en los espacios de las direcciones democráticas, el perfil de la
crisis política que lleva al fin de los regímenes autoritarios. Este es un punto clave para la
naturaleza de los sistemas políticos que emergen al final de la transición postautoritaria. Lo diría
de la siguiente manera: en América Latina, países que tuvieron una larguísima experiencia
autoritaria han podido construir sistemas políticos relativamente estables, con alternancia y
competitividad política, con vigencia de la democracia liberal y representativa. En el círculo de
personas que manejó la transición había la preocupación fundamental de expropiar prerrogativas
políticas a las fuerzas armadas. Pienso concretamente en el caso venezolano, en el fin de la
dictadura de Pérez Jiménez y en todo el proceso de reorganización política e institucional que llevó
a la Constitución venezolana de 1958. En esta misma dirección uno podría apuntar el quehacer de
las direcciones políticas de Chile y Uruguay en los años 30. Hay una preocupación de esas
direcciones políticas democráticas por generar mecanismos y procedimientos en una actividad
que, por un período importante, realmente excluyó de la decisión política a las fuerzas armadas. Y
el resultado estuvo a la vista. En el caso venezolano desde 1958 hubo una continuidad
democrático-representativa, en el caso chileno la hubo desde 1932 hasta 1973; y en el caso
uruguayo desde el final de la dictadura de Terra, en 1933 y 1934, hasta 1973. En el otro extremo
de estas experiencias podríamos colocar al modelo argentino. Argentina es un país que parece
dotado en abstracto con todas las potencialidades para un sistema de poder político estable, y sin
embargo, por la capacidad negociadora de las fuerzas armadas y por la misma dirección
insuficiente de las direcciones políticas, en lo que se refiere a la necesidad de cambiar el quehacer
y los espacios de la dirección militar, Argentina ha vivido bajo un síndrome de inestabilidad
completa, donde el principio del desgaste del adversario es lo que determina el carácter civil o
militar de la cúpula en el poder; la alternancia se da entre regímenes políticos civiles inestables, y
precarios, y luego regímenes militares igualmente débiles e inestables. Es de desearse que
Alfonsín rompa este círculo vicioso del proceso político argentino. Alfonsín ha entendido este
proceso -que no lograba interrumpir la actividad política de la cúpula militar- y, de una manera
prudente pero firme, ha ido expropiándole a la cúpula militar, en las áreas en que resulta
importante hacerlo, la capacidad de ejercer el poder político. Y está el problema del tiempo: hay
que hacer esta expropiación lo más rápido posible, porque los procesos democráticos también
están sujetos a un tiempo político muy sensible, débil y breve, y es muy corto el plazo para
reestructurar a las fuerzas armadas, tanto en la transición como en el inicio de una
constitucionalidad más regular. Como la capacidad de lograr estos cambios se agota rápidamente,
urgen los proyectos claros y precisos sobre la delimitación del papel de las fuerzas armadas en la
sociedad; sobre la composición del mando militar, el tipo de doctrina militar y de seguridad
nacional debe echarse a andar; sobre los nexos y los programas de capacitación externa a que
deben sujetarse los oficiales de las fuerzas armadas. Si todas estas cosas no se perciben a tiempo,
y si atrás de ellas no está una firme voluntad política, reemergirá de un modo abrumador la
actividad política de los militares. Y en este caso vendrá una involución, un retroceso.

El abrazo del colorado: Julio Sanguinetti recibe a Zumarán

Alberto Adrianzen: No me parece que sólo las fuerzas armadas puedan impedir -o amenazar otra
vez- estos procesos de democratización. Por lo menos en la historia del Perú -y con la sola
excepción de Velasco- diremos que la derecha ha promovido, incentivado y prácticamente
financiado todos los golpes de estado; pero en el proceso peruano entran también otras fuerzas,
incluso por omisión. En Perú no hubo una derrota política de las fuerzas armadas sino un repliegue
ordenado a sus cuarteles. No hay una ruptura con el gobierno militar sino un proceso pactado y,
como no hubo derrota política, no se estructuró una oposición; más aun: en cierto modo la
división de la izquierda favoreció este repliegue ordenado y no generó, dentro del mismo sistema
político, un contrapeso. Esto permitió otras cosas: por un lado, un pacto civil-militar entre
Balaúnde Terry y las fuerzas armadas, y por el otro lado, una mayoría absoluta en el parlamento,
esto le dio un poder impresionante. Entonces, si algo ejemplifica el caso peruano es una transición
digamos defectuosa hacia la democracia. Hoy se nota su debilidad con mucha claridad. Los
peligros de que estos procesos concluyan en golpes de estado y regímenes autoritarios no sólo
depende de las fuerzas armadas y de la derecha, sino también de las fuerzas democráticas y de su
capacidad para estructurar movimentos de oposición que garanticen la continuidad. Hay otros
fenómenos que ponen en peligro la consolidación democrática, además de que el propio gobierno
lo haga con su política económica. Me refiero a fuerzas realmente nuevas -y no sé hasta dónde el
Perú sea atípico en esto- que se fincan en una estructura política, social, económica, nacional, que
refleja no años ni décadas, sino siglos de dominación cultural sobre un sector incluso étnico de la
población. Son manifestaciones que no se esperaban en Perú y menos con la magnitud que tienen
ahora. Son problemas no resueltos a la hora de reestructurar la sociedad, lo que es una garantía
fundamental para un proceso democrático. Junto a la derecha y las fuerzas armadas hay
movimientos irracionales que emergen incluso del mismo pueblo y que también ponen en peligro
este proceso de consolidación. Es el caso de Sendero Luminoso.

Carlos Portales: La cuestión de si la derecha estará tentada a recurrir a las fuerzas armadas tiene
dos respuestas. La primera está en el sistema político. Aquí el problema central es la
reconstrucción de una verdadera arena política capaz de incluir a los factores relevantes. Más que
una regla del juego, se trata de establecer una ética democrática, se trata de que la política no se
tome como un juego suma-cero. Y esto supone una autolimitación de las distintas fuerzas a la hora
de intervenir en un conflicto político. Se requiere la moderación no sólo de los extremos -izquierda
y derecha- sino también del centro. En resumen, una forma distinta de hacer política que evite la
tentación y la violentación de recurrir a factores externos. Esto es más difícil en sociedades
fragmentadas, con desempleo, desigualdad y múltiples problemas. La otra respuesta está en la
sustitución de las fuerzas armadas mismas en la postransición, es decir, dentro de una democracia
en relativo funcionamiento. Más allá de las diferencias de caso, aquí hay similitud en la
transformación de las fuerzas armadas durante su estancia en el poder. En todos los régimenes
militares, incluyendo el peruano, las fuerzas armadas se han profesionalizado y burocratizado. Han
hecho de la doctrina de la seguridad nacional una visión mucho más integral de todo el cuerpo
militar. Al originarse estos regímenes la seguridad nacional es una ideología en ascenso y cuando
los militares toman el poder, es decir en los años de dictadura, esta doctrina se vuelve la ideología
de las fuerzas armadas: una visión globalizante, totalitaria, donde la seguridad se extiende a todas
partes. Como resultado de sus regímenes, las fuerzas armadas tienen un lugar distinto en el
Estado: copan, militarizan el aparato estatal y desde ahí empiezan a desarrollarse. Hay un
aumento en el gasto militar y en muchos casos se produce una industria militar que se vincula a la
industria civil. Tanto en el caso chileno como argentino como brasileño, es similar esta
transformación de las fuerzas armadas: son unas al comienzo de sus respectivos regímenes y otras
al final; pero todas se autoconciben como modernizantes, no sólo en Brasil, y la modernización
está muy vinculada a la doctrina. De modo que, al salirse, las fuerzas armadas dejan una
institución que no sólo penetra al Estado sino también a la sociedad; dejan en ella una visión de
“coherencia”, y esta porosidad, el modo en que el ejército penetró las estructuras políticas y
sociales, trae más problemas a la hora de que los gobiernos democráticos quieren hacer reformas
militares o transformaciones de las fuerzas armadas. El tipo de transición es importante y necesita
particularizaciones en cada caso; pero en general los nuevos liderazgos democráticos -y aquí se
requiere toda su capacidad de acción- enfrentan problemas similares a la hora de “desmontar” el
poder militar porque similares son, también, los entrelazamientos que los militares propiciaron, el
modo en que se colaron en la organización política y económica nacional. Aquí coincido con Luis
Maira: el tiempo político de la democracia es breve y frágil y su acción debe orientarse en dos
sentidos: deshacer la doctrina de la seguridad nacional, que es totalmente incompatible con la
reconstrucción democrática, o hacer que las nuevas doctrinas militares sean, por lo menos,
compatibles con la democracia. Si se mantiene la visión anterior, globalizante y totalitaria, de la
seguridad nacional, no hay ninguna posibilidad de no tener una espada de Damocles sobre el
sistema democrático. La otra tarea es limitar la institución armada en el Estado y la sociedad. No
es posible una democracia estable -o no es posible apartar el peligro para la democracia en
América Latina- mientras las fuerzas democráticas y el sistema civil en su conjunto no
desmilitaricen y limiten el armamento. Los alcances que las instituciones militares han tenido
dentro del estado son exageradísimos en comparación con otros alcances: en muchos casos,
mientras había desindustrialización lo que se fomentaba era la industria militar, y en otros casos la
industria militar se volvía el centro del sistema. Es indudable que eso potencia a una institución y
la hace todopoderosa. De aquí mismo, de este poder ramificado y acumulado, de la institución
militar que se profesionalizó en el poder y que, sin duda, está muy adelantada en términos de
organización -incluso en términos de asimilación de tecnología-, puede surgir de nuevo, en
cualquier momento y con gran rapidez, el Garrison State para acabar con las incipientes
democracias.

Antonio Carlos Peixoto: Se trata de ver hasta qué punto la sociedad (y aquí no estoy hablando de
la sociedad civil; me refiero a la sociedad como un conjunto de grupos sociales, de individuos y de
las relaciones que establecen entre sí) puede garantizar el proceso democrático en América Latina.
Por supuesto, las situaciones nacionales son distintas y hay sociedades que están más o menos
fragmentadas; pero en la historia de América Latina los procesos de transición, pueden englobarse
en tres situaciones la primera está en el caso de Venezuela y que yo extendería a Colombia.
Casualmente, en el mismo año, 1985 -en Colombia la caída de Rojas Pinilla es un año antes, en
1957, pero las elecciones se hicieron en 1958- ambos países tuvieron transiciones democráticas.
Lo que se ve en la situación venezolana es un pacto de interactores. No es un llamado a las fuerzas
sociales para garantizar la estabilidad de los regímenes sino que, por el contrario, los principales
líderes políticos: Betancourt, Caldera, Uslar Pietri, Jovieto Villalba firmaron el pacto de Punto Fijo,
gracias al cual el campo político venezolano ha cerrado, históricamente, la posibilidad de
intervención militar. El caso colombiano fue un pacto institucionalizado de división, para una
alternativa combinada entre el partido liberal y el conservador y la división, incluso, de cargos de
administración pública y de gubernaturas en la provincia. Esto puede ser una argumentación a
posteriori pero en estos casos las posibilidades democráticas se sostuvieron. Hay otra situación
donde un actor detenta una capacidad exagerada de desestabilización del sistema político, y este
actor se desplaza de fórmulas institucionalizadas y democráticas en el juego político, para ir hacia
una alianza implícita o explicita con sectores no democráticos, incluso las fuerzas armadas. Es el
caso del peronismo argentino. La tercera situación, y la más clásica en América Latina: fracciones
de las élites abandonan el campo democrático y van a tocar a las puertas de las fuerzas armadas,
por distintas situaciones nacionales pero que podemos llamar, de manera general, de mayor
presión del movimiento popular, de demandas que esas mismas fracciones -a veces las mismas
fuerzas armadas- empiezan a considerar intolerables. En este caso, la convergencia de intereses
lleva al golpe de estado y, dependiendo del tipo de acuerdo o de convergencia entre las élites
civiles y militares, da lugar a regímenes autoritarios más o menos duraderos, con mayor o menor
participación de fuerzas civiles en el sistema. Ahora: ¿cómo neutralizar esta situación? No creo
que haya una respuesta definitiva, pero, desde luego, el pacto interactores del primer caso me
parece una fórmula fundamental; sin ese pacto no veo cómo pueda garantizarse la estabilidad de
un régimen democrático en los países latinoamericanos. El pacto interactores tiene por si solo un
dinamismo y un efecto para crear nuevas formas y modalidades de articulación de las fuerzas
armadas con el estado y con las élites civiles. A mi juicio, a las fuerzas armadas venezolanas les
hubiera sido mucho más fácil intentar un golpe en 1960, dos años después de la transición
democrática, que hoy día. Es así porque ya hay algunas generaciones de oficiales que se crearon
dentro de algo que es la esencia de cualquier régimen democrático y que es la negación misma del
funcionamiento corporativo militar; es decir, son oficiales acostumbrados a la negociación y la
percepción de los conflictos como algo que el sistema político puede absorber que no niega los
fundamentos mismos de la sociedad. Un ejército que se acostumbra a percibir la negociación y los
conflictos como partes indisociables del funcionamiento de un sistema político es distinto, por
supuesto, a un ejército que ve en cualquier conflicto la amenaza de ruptura del tejido social, y que
justifica con eso la intervención, sobre todo en la hipótesis de que su visión converge con
fracciones de las élites civiles. Desde este punto de vista, hay una diferencia entre el régimen
militar brasileño y los otros. Porque en Brasil la percepción de amenaza se estableció en un nivel
mucho más bajo que en el caso chileno. Y como las fuerzas armadas brasileñas nunca tuvieron un
enemigo histórico como el APRA en el caso peruano y el peronismo en el caso argentino, la
percepción de la amenaza es menor, y nulo una vez que se aplastan los intentos de la guerrilla
urbana y algunos pequeños focos de guerrilla rural. En el espectro político las fuerzas armadas no
tienen un enemigo fundamental a vencer. En cambio, la identificación de un enemigo que debe
eliminarse facilita la convergencia de las élites civiles con las fuerzas armadas. El caso peruano es
más complicado, porque ahora está Sendero Luminoso, al que se percibe como un agente de
desagregación social.

Sergio Bitar: Sobre el futuro de la democracia latinoamericana, hay que relativizar bastante. Por
deformación profesional, los cientistas políticos tienen la tendencia de generalizar y justificar
todos los acontecimientos a partir de un esquema. Si a los economistas se les critica su
incapacidad para proyectar y prevenir, con más razón hay que ser cuidadosos con los pronósticos y
revisiones de los cientistas políticos. Si uno se paraba en América Latina en 1975 y volteaba
alrededor, veía un espectáculo negro de dictaduras. En 1985 se ven avances. Se pensaba que unos
procesos serían mas rápidos que otros y no ha sido así; y más atrás se pensaba que Venezuela
constituía el caso de un país caribeño, que jamás iba a desembocar en la democracia y que los
países del Cono Sur serían estables y resultó todo lo contrario. Hay que relativizar el análisis. Sobre
los factores que pueden incidir en el desplome o la permanencia de la democracia, yo coincidiría
con lo que se ha expuesto aquí sobre las fuerzas armadas, pero agregaría otro elemento: desde un
comienzo, las fuerzas armadas deben achicarse drásticamente. Si acaso se introduce un nuevo
concepto de seguridad, que sea eminentemente defensivo de los ataques territoriales. Pueden
concebirse unas fuerzas armadas mucho más pequeñas y, tecnológicamente dotadas de aparatos
que ocupen menos gente y que estén orientados a la defensa; en cambio, si esa concepción se
basa en una doctrina de seguridad como la actual, lo que se tiene son ejércitos de ocupación
interna, ejércitos estructurados para ocupar territorios nacionales. Otro factor imprescindible es el
fortalecimiento de los partidos políticos. Al fortalecerse, los partidos tendrían que evitar el
corporativismo (caso claro en Argentina) y al mismo tiempo avanzar en proyectos políticos que no
fueran totalmente excluyentes. Sin ese fortalecimiento, las alianzas serán frágiles.

Alberto Adrianzen: Yo tengo dudas sobre el concepto de seguridad nacional y su relación con las
fuerzas armadas. A veces tengo la impresión de que hay tantas ideologías de seguridad como
países hay en América Latina. El concepto de seguridad nacional peruano y el brasileño parten del
mismo punto: el desarrollo, pero la diferencia sustancial es que Velasco optó por otro tipo de
desarrollo económico y político, y en Brasil se ha dado una represión brutal en 1969 y 1970. Lo
mismo si uno compara Brasil con el Chile de Pinochet; en Chile no hay desarrollo y sí hay
represión; en Brasil hay represión y también hay desarrollo. Aunque haya que apelar al concepto
de seguridad nacional, hay que apelar también al desarrollo particular de las fuerzas armadas. En
el caso peruano, por ejemplo su desarrollo histórico -luego de la derrota militar a fines del siglo
pasado- ha consistido en un proceso de autonomización del ejército y de los actores políticos
civiles. Y ahí la seguridad nacional no puede determinar al ejército como actor fundamental de un
golpe de estado o de ruptura de un proceso democrático. Otra disposición: no sé hasta qué punto
las fuerzas armadas dan golpes de estado no tanto por la seguridad nacional sino por el orden. No
se puede encajonar todo en ese concepto. Incluso para no descartar el concepto de seguridad
nacional, hay otros factores que la complementan: por caso, los problemas de desarrollo
económico social que estuvieron en la matriz del golpe de estado de Velasco Alvarado en 1968. En
el caso peruano uno puede argumentar que las fuerzas armadas están muy preocupadas por el
crecimiento de Sendero Luminoso, que eso supone un mayor incremento de fuerzas militares para
combatirlo y que hay que armarse más porque eso puede dejar las fronteras desguarnecidas.
Ahora, sobre el pacto interactores que Peixoto señalaba como más viable, eso depende mucho de
cada país. En Chile puede darse una derrota política y hasta militar de las fuerzas armadas y luego
un pacto (o en todo caso una reestructuración del ejército basada en un pacto). Los pactos pueden
hacerse después de la derrota o sin derrota de por medio. Mi opinión es que a las fuerzas armadas
hay que derrotarlas; su autonomización y crecimiento así lo exigen. Y sólo después de la derrota
puede entrarse con ellas a un pacto político que le garantice definitivamente un sitio al proceso
democrático.

Tancredo Neves, presidente electo de Brasil.

Luis Maira: Yo no puedo restarle importancia al concepto de seguridad nacional. Las fuerzas
armadas, por lo menos en Sudamérica, no se activan políticamente sino hasta el momento en que
cuentan con una base teórica común y con un pensamiento alternativo al de la concepción que
ven como su amenaza: el marxismo. Esto tiene que ver directamente con el tipo de socialización y
capacitación militar que ha recibido la mayoría de los oficiales en los países latinoamericanos,
durante un largo período que arranca con la segunda posguerra y, particularmente, con la
configuración de las concepciones de seguridad nacional norteamericana en la década de los
cuarenta; además, con la teoría de las relaciones internacionales de la guerra fría: al transmitirse
esto se vuelve parte fundamental del enfoque con que las fuerzas armadas comienzan a ver su
propio papel político doméstico y su quehacer internacional. Estos oficiales reciben una formación
común y esta formación se basa en la idea de un mismo enemigo (ya no un enemigo que está más
allá de las fronteras, sino dentro del propio país), un enemigo que exige una actividad permanente
de la autoridad militar y de las fuerzas armadas, y esta actividad es incompatible con la lógica de la
democracia liberal, con la negociación a la hora de los conflictos, con el diálogo político. Se hace
ver que los conflictos naturales en toda sociedad son ilegítimos y se patologizan fenómenos sanos
que podrán posibilitar el desarrollo progresivo de la sociedad. Los militares asumen un rol de
normalización que acaba en un orden total, el orden de la guerra permanente y de las dictaduras
indefinidas. Por eso no hay que despreciar el carácter de ideología alternativa que ellos le asignan
a la seguridad nacional para su permanencia en el poder. En la lógica de la seguridad nacional no
hay restauración democrática; puede haber el paso a ciertas fórmulas muy restringidas de
democracia, pero son precarias porque están subordinadas a la mantención formal del orden. Este
pensamiento es esencialmente homogéneo en la mayoría de los países sudamericanos; en lo
fundamental, la creación geopoltica de América del Sur es una creación refleja, con escasa
originalidad y con poco desarrollo propio. En los cincuenta, los generales Golbery Couto e Silva y
Meira Matos hicieron en Brasil las primeras adaptaciones de las concepciones norteamericanas.
Las ajustaron a la teoría nacional a través de una mera traducción, pero el hecho es que si uno
confronta su pensamiento con el de Rattenbach o de Osiris Villegas en Argentina, o con el del
mismo Pinochet en Chile, encuentra que las categorías son absolutamente homogéneas y todas
apuntan a la seguridad nacional. Sólo el caso peruano -donde hubo una mayor nacionalización y
una reflexión más crítica- escapa en algo a este modelo. Ahora, sobre la cuestión de los pactos en
las transiciones democráticas: la capacidad de concertación de los sectores sociales más amplios y
de las fuerzas políticas más representativas tienen una creatividad propia que acelera el fin de los
régimenes autoritarios. Las dictaduras se nutren de la capacidad para destruir toda acción política
alternativa y levantar su alternativa: continuidad o caos, dictadura militar o violencia y desorden.
Se apoyan en esta hipótesis falsa pero desarrollada sistemáticamente en los medios de
comunicación que ellos controlan. No hay alternativa que pueda basarse en el consenso y la
participación. Por eso, más que una tarea para después de la caída de los regímenes autoritarios,
esta es una tarea para poner en marcha las energías democráticas de la sociedad y para lanzar una
mirada esperanzada a las formas alternativas de organización política. Por último, sobre el tema
de la derrota política o militar de las fuerzas armadas. En América del Sur, cuando menos, todos
los sectores políticos han llegado al consenso de que no es posible la derrota militar de las fuerzas
armadas. Ya muy pocos pueden pensar en que es posible una acumulación de fuerza militar desde
los sectores de oposición -por legítima que fuera- capaz de derrotar militarmente a las fuerzas
armadas. Toda la historia reciente de Sudamérica es una serie de transiciones basadas en el retiro
del poder, más o menos negociado, de los militares. Pero el problema es cómo se provoca, en qué
momento se da y a quienes se inflinge la derrota política. Estos procesos traen consigo formas de
derrota y afectan a distintos segmentos de la cúpula militar. Cuando las fuerzas democráticas solo
pueden acumular poca capacidad, la derrota política llega únicamente a los responsables máximos
de la cúpula militar inmediata -el dictador y sus colaboradores más íntimos, los administradores
del poder político- y dejan intacto, en una primera fase, al resto de las fuerzas armadas. Y sólo el
fortalecimiento de las fuerzas democráticas puede, en un segundo momento, extender esa
derrota a los otros sectores militares con una reorganización amplia de la estructura militar. Así,
aunque no haya en primer término una derrota militar, la derrota política es algo muy importante
en el ajuste estratégico, táctico, del proceso de democratización.

La paz de Napoleón Duarte

Antonio Carlos Peixoto: Más que la doctrina de la seguridad nacional, me parece pertinente el
concepto de guerra subversiva. Es un concepto que busca combatir al marxismo, surge de las
experiencias en Indochina y sobre todo de lo que se ha llamado “la batalla de Argel”: es decir, el
primer intento serio que hacen las fuerzas armadas, como fuerzas de ocupación, para aplastar un
movimiento guerrillero urbano. En las dictaduras la doctrina de seguridad nacional funciona como
un elemento de cohesión y de estructuración ideológica de las mismas fuerzas armadas, pero no
como proyección en el campo político del Estado. Desde su llegada al poder, las fuerzas armadas
no tienen proyecto; sólo la hay en el caso peruano: el Plan Inca es un proyecto bueno, malo,
cierto, extraño, como se quiera, pero es el único coherente. Lo que se ve en los otros casos es, al
contrario, no una aplicación de la seguridad nacional -no una unificación racional alrededor de esa
doctrina- sino una ruptura de los niveles de decisión, una quiebra del aparato estatal.

La autopercepción modernizante no es la misma en los casos argentino, brasileño y chileno; sí es la


misma en los casos brasileño y peruano pero con una diferencia: Velasco intenta. estructurar un
sistema de participación popular. El régimen militar peruano no niega la participación sino que es
una tentativa de controlar esa participación y estructurarla. Por el contrario, el régimen brasileño
trató de destruir las estructuras de participación e impedir que se crearan nuevas. En otros casos,
como el argentino, si ahí los militares hubieran tenido una percepción modernizante de desarrollo
no se habrían permitido asistir al desmantelamiento del parque industrial. En cambio, en Brasil se
fortaleció el sector estatal de la economía. No es sólo cuestión de que los grupos industriales
brasileños tienen probablemente un mayor grado de resistencia a las políticas de quiebra del
parque industrial, y de que en Brasil hay una mayor estructuración de los intereses industriales; es
que la percepción misma de las fuerzas armadas brasileñas no permitió que se hicieran ciertas
cosas que sí se hicieron en el caso argentino. Y todo esto no es por una cuestión de seguridad
nacional sino por la percepción de que la seguridad nacional tiene que ver con la conformación de
Brasil en potencia industrial. No es un caso doctrinario. De ser así, el Estado se habría militarizado
a niveles altísimos, y en Brasil esto no se ha verificado.

Pinochet por Wiaz

Carlos Portales: No hay una relación causa-efecto entre doctrina de seguridad nacional y golpes
militares. Hay situaciones políticas que llevan a la intervención militar. La doctrina no es el único
factor explicativo y tal vez no sea el principal, pero le da a la acción de los ejércitos, una vez que
están en el gobierno, una calidad distinta. Por otra parte, si analizamos el origen de la doctrina no
basta con señalar que se han escrito libros y que existe una creación intelectual en las fuerzas
armadas; hace falta que esa creación penetre toda una estructura burocrática y esa penetración es
lenta: no hay una relación tan inmediata entre la ideología y la acción. Por lo demás, la doctrina de
seguridad nacional no es sólo de origen norteamericano: los conceptos franceses también son
importantes. Y sobre lo que decía Peixoto, es cierto que en la mayoría de los casos no puede
hablarse de un proyecto previo, coherente, de las fuerzas golpistas; pero si la doctrina no explica
todas su políticas, sí explica la conservación del poder en manos militares y el crecimiento de las
fuerzas armadas como tales. Y a la idea de que las fuerzas armadas dan el golpe para modernizar y
poner fin al conflicto, se añade la idea de la seguridad. Y aquí tengo una discrepancia con Peixoto:
no puede negarse que las fuerzas chilenas armadas y argentinas han tenido una percepción
modernizadora, aunque no sea la misma que en los casos peruano y brasileño. Tal vez para
nosotros eso no sea modernización, pero su autoimagen y afirmación es que ellos son
modernizadores, y si los militares brasileños se autoperciben como los actores que llevarán a
Brasil a ser “una gran potencia industrial”, el Chile de Pinochet también tiene su lema: un país que
crece en paz, y el gobierno de Pinochet adopta el modelo neoliberal para modernizar. Es obvio que
no hay modernización pero ese elemento existe en la autoconcepción de la junta de Pinochet. Y la
seguridad nacional da la coherencia, la continuidad, en este marco. Personalmente, ni siquiera en
el caso peruano haría tantas distinciones. Hay muchas raíces comunes entre los militares peruanos
y los de otros países sudamericanos. Si uno lee al ideólogo militar peruano Edgardo Mercado Jarrín
le queda claro que la preocupación básica es de defensa nacional, y si uno analiza el desarrollo de
las fuerzas armadas peruanas ve que en ellas es muy fuerte la noción de defensa: incluso las
reformas y la integración nacional están subordinadas a esa idea.

Alberto Adrianzen: Habría que relativizar lo que dice Carlos Portales. Cuando Mercado Jarrín habla
de defensa no piensa exclusivamente en defensa de seguridad nacional, sino también en defensa
fronteriza. Salvo en sus primeros trabajos de 1967, que adoptan una lógica antisubversiva que
empezó a desarrollarse a raíz de los movimientos campesinos de 1962, todo el esquema de
Mercado Jarrín tiene como centro la defensa nacional, algo muy distinto a la seguridad nacional
entendida como ideología de las fuerzas armadas. Las reformas y la misma integración peruana
tienen que ver con la defensa nacional y con los potenciales problemas fronterizos que en esos
momentos tiene el Perú. Y en general, el concepto de seguridad nacional puede cohesionar, puede
dar una cierta identidad a las fuerzas armadas, pero no puede determinar su actuación en la vida
política.

Luis Maira: Insisto en que desde los años cuarenta, con ciertos segmentos de la burocracia estatal
latinoamericana -Importante como la militar- se hace el intento de trabajarlas ideológicamente
para llevarlas al concepto de confrontación: choque de civilizaciones, guerra fría. A esa estructura
la determinan las condiciones históricas del desarrollo latinoamericano en los años cincuenta. La
seguridad nacional venía desde atrás, pero definitivamente se moldea con la experiencia fallida en
Guatemala, el éxito de la revolución cubana, la insuficiencia de la Alianza para el Progreso como
programa alternativo, los movimientos guerrilleros de los sesenta. En un segmento muy
importante del mismo Estado norteamericano se llega a la idea de que sólo la construcción de
estados latinoamericanos basados en la contención estratégica podrán impedir la expansión y el
triunfo del comunismo. Lo que se busca es crear estados con doctrina de seguridad nacional para
dar respuesta a los fenómenos latinoamericanos. Y esta estructura sigue pesando en el tránsito
hacia la democracia en los países sudamericanos.

Antonio Carlos Peixoto: No niego ese intento. Lo que niego es su importancia y proyección en la
estructuración del poder en los regímenes militares. La explicación a partir de la doctrina de la
seguridad nacional ofrece una visión muy cautivante, muy atractiva porque resulta perfecta,
donde todo queda muy bien ubicado. No la pongo en el centro porque el proceso político tiene su
propia dinámica, un desarrollo que no es totalmente encuadrable ni en la óptica norteamericana
ni en la ideología de las mismas fuerzas armadas.
Perú: escenarios de Sendero Luminoso

José Miguel Insulza: Dos últimos aspectos: la actitud de Estados Unidos frente a los procesos
democratizadores en Sudamérica y los límites que puede imponer a estos procesos la situación
económica en estos países.

Tancredo Neves y los marginados votantes brasileños

Heraldo Muñoz: El primer punto a analizar sobre Estados Unidos y los procesos de
democratización en América Latina, es un hecho histórico: Estados Unidos ha contribuido de un
modo fundamental al colapso de regímenes democráticos en América Latina. Quizás no ha sido la
única causa -o la causa determinante, desencadenante- de estas reversiones, pero en muchos
casos ha jugado un papel negativo y ha permitido -incluso al grado de la intervención- que esos
regímenes democráticos no hayan podido sustentarse. Los casos son muchos: Brasil, Chile,
Guatemala, República Dominicana. Por lo general Estados Unidos ha identificado régimen
democrático con participación y cambio: una amenaza a sus intereses y a su seguridad en la
región. Esto es muy importante no sólo como antecedente histórico sino como proyección al
futuro: para darles aire y fuerza a los nuevos regímenes democráticos latinoamericanos, hay que
cuestionar esa percepción norteamericana de amenaza según la cual, atrás de la participación y
los cambios sociales, está la presencia de la Unión Soviética. Por otra parte, la política exterior del
gobierno de Reagan podría resumirse en una centroamericanización hacia la región, es decir: de
un modo concreto Centroamérica y el Caribe son el interés primordial de Estados Unidos en
América Latina. Por eso Estados Unidos no busca emplear sus energías en un campo que de
momento no juzga como absolutamente prioritario. De ahí, por ejemplo, que sean ocasionales y
aislados los pronunciamientos del Departamento de Estado y la Casa Blanca sobre lo que ocurre
en los países que buscan el regreso a la democracia, y que esos pronunciamientos respondan a
situaciones muy concretas como las protestas en Uruguay o en Chile. Estados Unidos ubica y
encuadra esos procesos en el conflicto Este-Oeste, y mientras no constituyan problema en ese
sentido, no empleará tanta energía ahí como lo hizo en otro tiempo. Sin embargo, yo diría que
Estados Unidos da un cierto apoyo por omisión a los regímenes dictatoriales que quedan en la
zona aunque deben mencionarse algunos roces ocasionales con las dictaduras y que surgen de una
situación coyuntural, como la fricción de Reagan con Pinochet. Más importante que eso, la
imposibilidad de predecir cuál será la política exterior estadunidense hacia las restauraciones
democráticas, viene de un hecho: estos procesos podrían tropezar con la complejidad misma del
aparato norteamericano de toma de decisiones. Como sabemos, la presencia norteamericana en
la región no sólo se da a través de la Casa Blanca o del Departamento de Estado, o el Congreso,
sino también de la CIA y el Pentágono. Esto apunta a que incluso una política como la de Carter -
digamos, la política de respetar por lo menos los derechos humanos en la región- encontró serios
obstáculos como para constituir un apoyo importante para la democratización en América Latina.
La autonomía del Pentágono y la CIA hace que se refuercen ciertos valores autoritarios y, sea cual
sea su importancia, que también se refuerce la misma doctrina de la seguridad nacional. Entonces,
si ni siquiera la suspensión de las operaciones unidas entre Chile y Estados Unidos, que decretó
Carter a raíz del caso Letelier y en el marco de un gobierno demócrata en la Casa Blanca,
contribuyó en mucho a la vuelta de la democracia chilena, del gobierno de Reagan es previsible no
esperar apoyo alguno para la consolidación de la democracia en Sudamérica. Y en el caso de que
ese apoyo se diera, siempre estará como amenaza e imprevisión la complejidad del aparato
norteamericano a la hora de tomar decisiones.

Sergio Bitar: Para la política norteamericana, los procesos democratizadores en el Cono Sur son
relativamente irrelevantes. Si bien pueden reiterarse algunas declaraciones del Departamento de
Estado -sobre todo cuando ve que aumentan las perspectivas de esa democratización- eso no se
traduce en una política activa a favor de la democratización en esos países. Como ese apoyo a
favor es dudoso, aquí, lo mismo que en Centroamérica, también en los procesos democratizadores
hay que insistir en la no intervención norteamericana que en cualquier momento quiera y pueda
hacerlos reversibles. Sobre los factores de índole económica los procesos democráticos deben
apartarse de dos opciones que normalmente han fracasado en las experiencias democráticas:
evitar el populismo desbocado y centrado básicamente en el otorgamiento de apoyo por el lado
estatal; y apartarse de un neoliberalismo que pretende que sólo el sector privado, a través del
funcionamiento de los mercados, es capaz de sostener un crecimiento económico que contribuya
al sostén de la democracia. Estas dos opciones son insostenibles y urge, entonces, buscar otros
tipos de organización económica. Los procesos de democratización deben establecer un control
mayor sobre los aparatos financieros, los grandes grupos económicos y su vinculación con los
intereses norteamericanos. Sin ese control no puede funcionar una democracia. Por otro lado, es
obvio que la deuda externa afecta tanto a las democracias como a las dictaduras, pero aquí la
pregunta es cuál de los dos sistemas tiene más capacidad para enfrentar los problemas y
sostenerse. Uno se ve tentado a pensar que las democracias son más frágiles para contener las
expectativas y mantenerse en el poder; pero si miramos experiencias como las que se dieron en
los años treinta, o después de la segunda guerra mundial -experiencias que se caracterizaron,
como ahora, por sufrir fuertes restricciones externas- ahí tampoco hubo una regla de estabilidad.
Es difícil generalizar porque se dio el paso de democracias a dictaduras y viceversa, lo mismo que
ahora. Pero en la coyuntura de hoy hay algo que está claro en el futuro de América Latina: ya tocó
fondo la posibilidad de seguir apretando por el lado del ajuste económico. La crisis y la baja de la
producción han sido muy profundas en 1982, 1983 y 1984; por lo tanto, en lo sucesivo hay que
buscar espacios adicionales para el intento de una leve recuperación. Esa recuperación tampoco
puede sustentarse en el incremento de las exportaciones derivado de la recuperación económica
de los países del norte; por esa vía no hay salida ni para una fórmula democrática ni para una
fórmula autoritaria. De modo que lo urgente es atacar los problemas de la desigualdad, fortalecer
la propia base productiva, alentar procesos de integración y buscar mecanismos de
descentralización y de una organización social más participativa. Los regímenes democráticos
necesitan buscar esas opciones con más urgencia que las dictaduras, simplemente porque tienen
más límites para un ajuste económico, porque están sujetos a la demanda popular -que es básica
en cuestiones como el desempleo- y, por lo tanto, tienen también un potencial mayor de choque
con las exigencias de la banca internacional, y deben impedir que se les asfixie y buscar que se les
permita resolver sus problemas con alguna holgura dentro de las pausas de pago.

Daniel Ortega, presidente de Nicaragua.

Sin embargo, más allá de todo, es importante destacar esto: no hay una correlación directa entre
los hechos económicos y el tipo de soluciones políticas. La democratización en Sudamérica arroja
un problema eminentemente político; la cuestión económica también juega en el sentido de que
vuelve un poco más holgada, o mucho más restringida, la opción estratégica de un gobierno
democrático. Pero esta opción es, en definitiva, política.

Heraldo Muñoz: “Las transiciones a la democracia en América Latina representan el fracaso del
autoritarismo, que en el orden internacional contó con una alta liquidez y flujos financieros que no
tuvo prácticamente ninguno de los gobiernos anteriores -ni, ahora, los gobiernos democráticos-;
además, con la supresión de los Congresos y los sindicatos no había demandas populares que
`importunaran’ a esos regímenes. El regreso de la democracia representa el fracaso rotundo de los
regímenes militares”.

Luis Maira: “Tanto en el periodo de transición como en el inicio de una constitucionalidad más
regular, los gobiernos democráticos disponen de plazos muy cortos para reestructurar a las fuerzas
armadas y evitar la actividad política de los militares. El proceso democrático está sujeto a un
tiempo muy sensible, débil y breve, en el que debe actuarse con rapidez y con una firme voluntad
política; de otro modo estos procesos serán susceptibles de sufrir regresiones”.

Carlos Portales: “En lo que respecta al sistema político de los regímenes democráticos, el problema
central es reconstruir una verdadera arena política capaz de incluir a todos los factores relevantes.
Más que una cuestión de reglas del juego, se trata de establecer una ética democrática para que la
política no sea un juego de suma-cero. Esto supone una autolimitación de las distintas fuerzas
alrededor de un conflicto político; supone una moderación no sólo de los extremos, la derecha y la
izquierda, sino también del centro. Es el único modo de prevenir los intentos de llamar a actores
externos”.

Alberto Adrianzen: “No sólo las fuerzas armadas pueden impedir -o amenazar otra vez- a los
procesos de democratización. Concretamente en el caso peruano, hay fuerzas y manifestaciones
nuevas, problemas no resueltos en la reestructuración de la sociedad. Junto a las fuerzas armadas
y los actores de derecha, hay movimientos irracionales que emergen incluso del mismo pueblo y
que también ponen en peligro la consolidación democrática. Me refiero a Sendero Luminoso”.

Antonio Carlos Peixoto: “El pacto interactores me parece una fórmula fundamental para garantizar
la estabilidad de un régimen democrático, para crear nuevas formas y modalidades de articulación
de las fuerzas armadas con el Estado y con las élites civiles. Hay algo que es la negación misma del
funcionamiento corporativo militar y que sólo un pacto interactores puede garantizar: la
negociación, la percepción del conflicto como algo que el sistema político puede absorber y que no
niega, como lo deciden las intervenciones militares, los fundamentos mismos de la sociedad”.

Alberto Adrianzen: “Más allá de los pactos, pienso que por el mismo grado de crecimiento y
autonomización que han tenido las fuerzas armadas como resultado de su estancia en el poder,
sólo la derrota política e incluso militar de las fuerzas armadas puede garantizar un lugar sólido a
los procesos democráticos. El pacto funcionará si se basa en la derrota de los ejércitos; de otro
modo, éstos seguirán pesando sobre los nuevos gobiernos”.

Sergio Bitar: “Los regímenes democráticos tienen más límites para echar mano, digamos, de un
ajuste económico, y deben esbozar opciones nuevas de desarrollo económico para salir de la crisis:
atacar la desigualdad, fortalecer la propia base productiva, alentar procesos de integración y
buscar mecanismos de descentralización y de organización social más participativa. Pero hay que
destacar esto: no hay una correlación directa entre los hechos económicos y el tipo de soluciones
políticas. Lo económico vuelve un poco más holgada, o mucho más restrinjida, la opción de los
regímenes democráticos; pero esta opción es, en definitiva, política”.

La cruzada de Reagan

Para entender la política exterior de Reagan es necesario partir de su programa interno, que tiene
dos componentes principales: en primer lugar, la transferencia de recursos de pobres a ricos por
medio de la reducción de la asistencia social, las medidas fiscales, etcétera; en segundo lugar, el
enorme fortalecimiento del sector estatal de la economía. Según las particulares estructuras
institucionales estadounidenses, el Estado no interviene en la economía por medio de la
coordinación directa o planeación de la política industrial sino, principalmente, de la creación y
garantía de un mercado para la producción, mecanismo que interfiere mínimamente en las
prerrogativas del capital privado. Por razones conocidas este programa se realiza a través del
sistema militar, por medio del cual el Estado financia la investigación, el desarrollo y la producción
de tecnología de avanzada, sectores líderes de la industria estadounidense.

Durante las últimas etapas del gobierno de Carter se adelantaron una serie de propuestas
tendientes a recortar los programas sociales e incrementar el gasto militar. La intervención de la
URSS en Afganistán y la crisis de los rehenes en Irán fueron utilizadas para ganar el apoyo de la
opinión pública a tales planes, heredados y considerablemente ampliados por Reagan. Esto
constituye un patrón clásico. Se han registrado ya tres grandes periodos de posguerra en los que
se incrementó la militarización de la economía: 1950, 1961 y 1981. En ninguno de estos casos tuvo
lugar un cambio relevante en el clima internacional, lo fundamental en cada uno de esos periodos
era “echar a andar de nuevo al país”, como afirmaron los ideólogos de John, F. Kennedy. Las crisis
internacionales se fabricaban o explotaban para justificar el proceso. En efecto, los programas de
Reagan en los planos nacional e internacional evocan fuertemente el periodo de Kennedy.

Como es la población la que paga los costos de este estilo de “reindustrialización”, ella debe ser
intimidada de un modo apropiado. Un concomitante natural de estos programas nacionales es la
búsqueda de la confrontación con la superpotencia enemiga. A la militarización interna
corresponderá entonces una política exterior más militarista: fortalecimiento de la
contrainsurgencia, subversión, confrontación y así sucesivamente. Todo esto es clásico no sólo en
los Estados Unidos.

Reagan ubicó la primera de sus “crisis de política internacional” en El Salvador. Carter había
considerado el asunto como un problema local: permitir a los gánsters instalados y respaldados
por Estados Unidos someter a la población a un régimen de terror disfrazado de “reforma”.
Reagan siguió el mismo programa pero aumentando la retórica: la matanza de campesinos en El
Salvador era considerada ahora un acto de defensa de los Estados Unidos contra el “vil imperio”
que pretendía apoderarse del mundo. Y si Carter hizo algún esfuerzo para apoyar a los grupos
empresariales que formaban parte del gobierno de coalición nicaragüense, Reagan se movió
directamente hacia la guerra contra Nicaragua, utilizando mercenarios organizados por los Estados
Unidos provenientes en especial de la Guardia Nacional somocista. La intención es, seguramente,
la de obligar a los sandinistas a adoptar medidas más autoritarias y a acudir a la ayuda soviética o
cubana, caso en el que los Estados Unidos podrán imponer un bloqueo o invadir directamente,
suscitando quizás una confrontación semejante a la registrada durante la crisis de los cohetes en
Cuba.
Entre tanto Reagan buscaba el enfrentamiento con otros dos “títeres soviéticos”. Se hicieron
circular historias absurdas que hablaban de la presencia de “agentes” libios en Washington con la
misión de asesinar a nuestro líder, de una proyectada invasión libia a Sudán, y de otras historias
similares. Sólo las valientes y enérgicas medidas militares lograban impedir catástrofes. Carter
buscó desestabilizar el régimen de Bishop en Granada por medio de las presiones económicas.
Reagan inició directamente, desde 1981, los preparativos para la invasión, con maniobras militares
en gran escala en el Caribe dirigidas contra Granada.

En el Medio Oriente Reagan respaldó desde el comienzo la invasión israelí al Líbano, incluyendo la
ocupación de Beirut occidental. Posteriormente concertó un “acuerdo de paz” entre Israel y el
Líbano, que el gobierno libanés, instalado con las armas israelíes -que colocaron al sur del Líbano
bajo su control-, aceptó por fuerza. Las negociaciones excluyeron expresamente a Siria y fueron de
hecho diseñadas pasa suscitar el rechazo sirio, de modo que surgiese una nueva confrontación con
el “Gran Satán”, según palabras de Jomeini. Si estados Unidos estuviera interesado en la paz del
Líbano, le habría pedido a Israel retirarse incondicionalmente, como lo demandaba el Consejo de
Seguridad de la ONU (con el hipócrita asentimiento estadounidense); asimismo, habría solicitado
durante el verano de 1982, una posibilidad que se vio frustrada por la invasión israelí y que pudo
haber sido un factor en la planeación del momento de la invasión. Estados Unidos también habría
podido llevar a la mesa de negociaciones a la URSS, como pidió el gobierno pronorteamericano de
Gemayel. Todo esto quizás pudo tener éxito, pero Estados Unidos prefirió las ventajas que le
significaba la confrontación con los soviéticos y sus “títeres”, preparando entre tanto el escenario
para la participación de Líbano entre Israel y Siria, asegurando así la probabilidad de un nuevo
conflicto en el futuro.

El golpe y la matanza en Granada proporcionaron el pretexto para la invasión planeada desde


tiempo atrás, en defensa, nuevamente, contra el “gran Satán”. El hecho de que se discutiera
seriamente y se creyera la “amenaza” que representaba para los Estados Unidos la emergente
superpotencia de Granada es una revelación notable del poder de los sistemas propagandísticos
de Estado. En efecto, la “liberación de Granada” recibió una aprobación general y entusiasta en los
Estados Unidos. Cabe recordar que Hitler, mientras obtuvo victorias fáciles, fue el líder de mayor
popularidad en la historia de Alemania.

Cualquiera que ejerza el liderazgo en Estados Unidos debe enfrentarse a un gran problema: cómo
vencer el “síndrome de Vietnam”, peligrosa enfermedad que afectó a gran parte de la población
estadounidense durante las ultimas etapas de la guerra de Vietnam, con síntomas tan
amenazantes como el rechazo a la matanza y a la agresión, y un cierto grado de simpatía por las
víctimas de la brutalidad y el sufrimiento.

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