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La Dignidad de los Hijos de Dios

Integrantes:
*Letty Carrión Meléndez
*Karines Arteaga Arbildo
*Solansh Macedo alava
*Ruth Peláez briones
*Laura Ramírez Sánchez
*Cristina moreno Pérez

Monografía de Investigación de Religión

Asesora:
Julieta Torrejón Isuisa
Monseñor Atanasio Jáuregui Goiri
4to purpura
Loreto
Alto Amazonas
Yurimaguas
“Año del buen servicio al ciudadano”
Agradecimientos
Primeramente agradezco a Dios por
Agradezco primeramente a Dios
darme la sabiduría y la inteligencia y a
por darme el conocimiento
mi mamá por ayudarme
suficiente ; y a mi mama por
económicamente, también a mis
brindarme la economía necesaria
compañeros por brindarnos su tiempo
para poder realizar mi trabajo.
y por ser responsables; para poder
(Letty) realizar este trabajo.

(Ruth)

Aaaa
Agradezco a mis compañeros por Agradezco a mis compañeros por
poner de su parte en este trabajo brindarme información sobre este
de investigación para poder tema de investigación.
realizarlo, gracias a nuestro
compañerismo pudimos hacerlo
rápido.

( Laura ) (Robalino)

Agradezco a todos los que nos


Agradezco a todos los que nos apoyaron, para que esta monografía
apoyaron en hacer esta monografía, salga de lo mejor, a mis compañeros
gracias por su tiempo, paciencia y por la paciencia y dedicación que
dedicación. dieron por el trabajo.

(Anthony) (Solansh)

Agradezco a mi mamá y tío por apoyarme Agradezco a mis compañeros por el


siempre y por brindarme facilidad en mis apoyo que me dieron para asi poder
estudios, tanto como en lo económico. realizar este trabajo y también por el
Agradezco por la paciencia, tiempo y tiempo que se dieron para poder
unión del grupo para colaborar con este reunirnos.
trabajo y finalizar sin ningún problema. (Cristina)
(Antuaneth)
Introducción

La presente monografía denominada “La Dignidad de los


Hijos de Dios” es un trabajo resultado a la investigación
realizada en distintas páginas web.
Este trabajo recopila y ordena la información proveniente de
la investigación realizada; como sabemos la conciencia de
que ser cristiano, esto es, ser portador de la filiación divina,
comporta una alta dignidad es tan vieja como el cristianismo.
Conoce, oh cristiano tu dignidad, es la exclamación de uno
de los Padres de la Iglesia –San León Magno–1, cuyos ecos
han llegado hasta nosotros. Puede decirse también que no
hay autor cristiano o documento oficial de la Iglesia que, al
tratar de la dignidad humana, no haya hecho notar que esta
dignidad se encuentra elevada y enriquecida por la gracia de
la filiación divina y la correspondiente vocación del hombre
al fin sobrenatural. Úsese la palabra dignidad u otras
equivalentes, como el valor del ser del hombre y del
cristiano, los testimonios son innumerables2. Sin embargo,
es mérito del II Concilio Vaticano haberse referido a la
dignidad y a la libertad del cristiano en unos términos, que
obligan al intérprete, sea teólogo sea canonista, a fijar su
atención en ellas de un modo nuevo y sobre todo más
profundo. Ya no se puede hablar de la dignidad del fiel
cristiano solamente en el plano ascético y moral, ni como
mero recurso para poner de relieve la excelsitud del ser
cristiano o del fin sobrenatural y, en consecuencia, la
elevación de la vida moral a la que el cristiano está llamado.
Tampoco, por lo que se refiere a la libertad, cabe que quede
en una declaración de principio, sin traducción práctica en la
vida del Pueblo de Dios.
En nuestra época es frecuente la evocación de la dignidad
humana. Pero ¿en qué consiste la dignidad referida al
hombre, como dimensión de su ser, que es lo que el término
dignidad humana quiere decir? Pues, en efecto, cuando se
habla de la dignidad humana no se está hablando
simplemente de una relación exterior, indicadora de que el
hombre es superior a los demás seres de nuestro universo
–aunque también significa esto–, sino que se pretende poner
de relieve una dimensión intrínseca del ser humano –la
llamada dignidad ontológica, distinta de la dignidad moral–,
de la que derivan derechos y deberes fundamentales. Y con
la dignitas filiorum Dei ocurre lo mismo. Esta dignidad es una
dimensión intrínseca del ser cristiano –una dignidad
ontológica–, que tiene una proyección jurídica, hasta ser el
fundamento del estatuto jurídico constitucional del fiel. La
pregunta acerca del constitutivo de la dignidad ontológica
resulta de difícil contestación. Aparte de la dificultad misma
del tema, confieso que he encontrado muy poca bibliografía9
y aún ésta en la mayoría de los casos me ha dejado
insatisfecho. O se da una noción de dignidad inmanente de
corte kantiano, que sitúa la dignidad en la autonomía de la
conciencia –lo cual resulta inaceptable para la concepción
cristiana del hombre–, o se describen elementos propios de
la dignidad, sin entrar en su definición.
La dignidad del ser humano. De ser hombre y mujer. La
dignidad de ser Hijos de Dios. Una dignidad que no se puede
negociar, sino que habría que "contagiar". Estas fueron las
palabras que el Papa Francisco, hace algunos días, dirigió,
en la Sala Clementina, a los miembros de la Asociación
Bíblica Italiana con motivo de la Semana Bíblica Nacional,
durante la que se ha reflexionado sobre el tema “Hagamos
al ser humano…varón y hembra; declinación de la polaridad
hombre-mujer en las Escrituras”. "Habéis profundizado
algunos aspectos de la relación entre hombre y mujer, a
partir de algunos textos bíblicos fundamentales", dijo el Papa
en su mensaje, subrayando cómo "San Juan Pablo II insistió
en este tema a lo largo de un memorable ciclo de catequesis
durante la primera parte de su pontificado". Según el Papa
Francisco hemos de "reflexionar sobre cómo hemos sido
creados, formados a imagen y semejanza del Creador, la
diferencia con las otras criaturas y con toda la creación es
esencial -explicó el Santo Padre- Esto nos ayuda a
comprender la dignidad que todos, hombres y mujeres,
tenemos, una dignidad que hunde sus raíces en el mismo
Creador. Siempre me ha impresionado que nuestra dignidad
sea precisamente la de ser Hijos de Dios". El Papa Francisco
habló también de que existe la "posibilidad de que esta
dignidad, otorgada por Dios, pueda degradarse –advirtió- .
Diciéndolo en términos de fútbol, el hombre tiene la
capacidad de meterse un "autogol". Esto sucede cuando
negociamos la dignidad, cuando abrazamos la idolatría,
cuando damos un lugar en nuestros corazones a la
experiencia de los ídolos". Dado que Dios nos ha dado la
dignidad de ser hijos suyos, explicó el Papa, "hemos de
plantearnos las siguientes preguntas: ”Cómo puedo
compartir esta dignidad para que se desarrolle en una
reciprocidad positiva? ”Cómo puedo hacer que el otro se
sienta digno? ”Cómo puedo "contagiar" la dignidad? Cuando
alguien desprecia, segrega, discrimina, no contagia la
dignidad, sino todo lo contrario. Nos sentará bien
preguntarnos a menudo: ”Cómo asumo mi dignidad? ”Cómo
la hago crecer? Y también nos sentará bien examinarnos
para descubrir si contagiamos nuestra dignidad a nuestro
prójimo y cuándo lo hacemos".
La dignidad del hombre
La dignidad del hombre se coloca según qué se piense del
hombre. “Muchas son las opiniones que el hombre ha dado
y da sobre sí mismo. Diversas e incluso contrarias.
Exaltándose a sí mismo como regla absoluta o
hundiéndose hasta la desesperación, de donde se sigue la
duda y la ansiedad”. De las cumbres al abismo. Si nos
preguntamos cómo son considerados, recibiremos
respuestas desconcertantes. El hombre es el animal capaz
de prometer y engañar. El lobo del hombre. Es un pequeño
Dios. Para una caña pensante. Es un animal corrompido.
Una pasión inútil. Es un ser para la muerte. Un perverso
polimorfo. Es la medida de todas las cosas. Solo un
engranaje de la maquinaria del mundo. Es el animal que
dibuja y pinta. El único ser que usa lentes. Es un alma que
arrastra consigo un cadáver. Es un mono vestido. Es
animal limpio y elegante. Es un animal de rapiña inventivo.
Para muchos más quizá sólo es un absurdo, o grito sin
respuesta, o una brisa o… nada. Probablemente el hombre
sea, para algunos o muchos, una pregunta sin respuesta.
1. El hombre como misterio
“Un gran misterio”, pero un misterio que se dilucida a la luz
de Dios como el capullo de la flor, cerrado durante la
noche, se abre al sentir sobre sus pétalos el calor y la luz
del sol. Todo hombre es “persona”; es decir, una sustancia
particular, puesta, por su misma esencia, en la cumbre de
la creación. Es la única sustancia creada de naturaleza
racional, capaz, por tanto, de conocer y amar; conocer la
verdad y amar el bien; todo el Bien y toda la Verdad.
Esta es la huella que Dios ha dejado en el hombre al
crearlo. Decir huella es quedarse corto: el hombre es con
toda propiedad “imagen” de Dios. Hagamos al hombre a
nuestra imagen y semejanza, dice Dios (Gn 1,26). “La
Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado ‘a imagen
de Dios’, con capacidad para conocer y amar a su Creador,
y que por Dios ha sido constituido señor de la entera
creación visible para gobernarla y usarla glorificando a
Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él?
¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo
has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y
esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo
fue puesto por ti debajo de sus pies (Ps 8, 5‑7)”.
La grandeza del hombre consiste, precisamente, en ser
imagen de Dios y “la razón más alta de la dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios.
Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al
diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de
Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y
sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad
cuando reconoce libremente ese amor y se confía por
entero a su Creador”[3]. Por eso estaba más acertado
Kierkegaard cuando decía que el hombre es un animal con
sed de Dios.
No pensemos, sin embargo, que estamos ante una imagen
estática, fija, inmóvil, como la fría y rígida representación
que un trozo de mármol tiene respecto de su modelo. La
imagen espiritual es dinámica, está en movimiento, tiene
plasticidad. Esto quiere decir que puede crecer o disminuir;
reflejar con más intensidad o bien opacarse, incluso, en
cierto modo, perderse.
Es más, podemos indicar los diversos momentos por los
que pasa la imagen cuando crece; son los grados de
perfección de la imagen; se reducen esencialmente a tres.
a) Primero tenemos el reflejo o imagen de Dios que
recibimos en la creación. La llamaremos, por eso, “imagen
de creación”. Consiste pura y llanamente en nuestra misma
inteligencia y voluntad. Todo ser dotado de inteligencia y
voluntad, las pueda usar o no (como el niño en el seno
materno, o el hombre despojado de sus sentidos al borde
de la muerte), por el solo hecho de ser tal, imita a Dios que
es Conocimiento Puro, Inteligencia Infinita, Voluntad en
Acto, Amor Increado y Absoluto.
b) Esta imagen puede ser levantada a un grado mayor de
perfección; es decir, elevada para que refleje a Dios de un
modo más adecuado, más cercano. Es lo que hace el alma
por medio de la gracia y de las virtudes que Dios infunde en
el alma. La llamaremos “imagen de redención”, porque esta
perfección nos es otorgada por la misericordia del
Redentor. Al recibir estos dones, el ser humano ya no
refleja a Dios de un modo lejano sino muy próximo; porque
ahora no sólo conoce y ama sino que puede conocer y
amar al mismo Dios y como el mismo Dios se conoce y se
ama. Es lo que nos da la gracia y las virtudes de la fe, la
esperanza y la caridad.
c) Finalmente, esta misma imagen ya elevada puede ser
transfigurada y llevada al grado más alto posible para una
creatura; es lo que ocurre en la gloria de la
bienaventuranza, es decir, el cielo. Allí las almas alcanzan,
por la visión de Dios, un reflejo perfectísimo. “Seremos
semejantes a Dios porque lo veremos tal como Él es”, dice
San Juan (1 Jn 3,2). El hierro puesto dentro de la fragua se
torna incandescente como el fuego. Igualmente el hombre
frente a Dios y siendo iluminado por la Verdad Infinita y por
el Amor Infinito, es transformado. No hay mayor altura para
una creatura; es el ápice de su dignidad. Los Santos
Padres lo llamaban “theopoiesis”, hacerse como Dios.
¿Qué nos hace pasar del grado inferior al superior? Dicho
de otro modo, ¿qué es lo que hace perfeccionarse a la
imagen divina en el hombre y, consecuentemente,
aumentar la dignidad humana? El desarrollo de las
virtudes, particularmente las teologales, la fe, la esperanza
y la caridad. Las virtudes son energías, tendencias
dinámicas, que arrastran la inercia del hombre hacia lo alto;
lo hacen salir de sí, perfeccionarse, crecer, dignificarse.
2. La pérdida de la dignidad
El hecho de ser dinámica quiere decir que está en
movimiento. Lo que está en movimiento puede ir adelante o
atrás, puede avanzar o retroceder. También la imagen
divina en el hombre y, como consecuencia, su dignidad.
Hay algo que el hombre nunca podrá perder totalmente y
es su capacidad de entender la verdad y de amar el bien.
Pero puede bloquear ese movimiento, distorsionarlo. Es lo
que ocurre con el pecado. Al pecar el hombre imprime a su
espíritu un movimiento “hacia abajo”; por eso el pecado no
perfecciona sino que degrada al hombre. Su espíritu se ata
al pecado, y el objeto del pecado lo esclaviza. Dice el
Profeta Oseas: Se hicieron abominables como lo que
amaron (Os 9,10). Y Jesucristo: El que obra el pecado se
hace esclavo del pecado (Jn 8,34). El pecado desgasta al
hombre y lo esclaviza quitándole la libertad para el bien
auténtico y verdadero que es, precisamente, la fuente de
toda su dignidad.
El pecado siempre implica un detrimento, un perjuicio en la
persona que lo ejecuta: “el pecado no hiere, sino a la
persona que lo comete”. Este decaer de lo que es, este
detrimento o venir a menos, involucra un detrimento del
orden racional, y conlleva la pérdida de la dignidad
humana: “el hombre –dice Santo Tomás– al pecar cae del
orden racional y por lo tanto decae de la dignidad humana,
en cuanto el hombre que es naturalmente libre e
independiente, se precipita en la esclavitud de los
anima­les…”. Tanto la libertad cuanto la dig-nidad humana
tienen su fundamento y raíz en la racionalidad. De algún
modo (no sólo metafórico) el pecado es una caída de esta
prerrogativa del hombre. Es más, el verbo utilizado por el
Aquinate, recedere, es el mismo utilizado para significar el
acto de deponer las armas, o “tirar la toalla”, como dirían
los entendidos del boxeo; el pecador siempre es un
vencido, un derrotado.
Este caer del orden racional significa dos cosas. Ante todo,
que la inteligencia y la voluntad falsifican la realidad
dirigiéndose hacia una escala de valores que no respeta la
dignidad del hombre ni su vocación eterna. En cierto modo,
introducen un desequilibrio o locura, como lo llama la
Sagrada Escritura (cf. 1 Sam 25,25), o también
irracionalidad e ilogicidad como usa Santo Tomás. El
segundo lugar, significa que el hombre desciende al orden
de la animalidad. Santo Tomás lo afirma en el sentido de la
pérdida de la libertad. Es decir, el pecado esclaviza al
hombre. El pecador es esclavo de su pecado: esclavo de la
concupiscencia que lo empuja hacia él; esclavo del estado
de pecado del que no puede salir si no es rescatado por
Aquél a quien abandonó al pecar; esclavo de la última
consecuencia del pecado que es la muerte.
Y volviendo a la explicación del hombre como imagen de
Dios, tenemos que decir que, si en ello está la más alta
prerrogativa del hombre, entonces la mayor degradación de
si dignidad se da en el pecado voluntario de ateísmo;
porque allí el hombre corta todo vínculo con su Causa
Eficiente y Ejemplar, que es Dios, se aísla y se cierra de Él.
El hombre ateo no quiere ser imagen de Dios, en quien no
cree. Y ¿qué pasa a ser entonces? Se convierte en un
“fantasma de la nada” vagabundo entre dos nadas: la nada
casual y caótica de su origen y la nada antropófaga que
terminará por deglutirlo en la muerte. Esta es la descripción
de la desesperación, que es el otro nombre que tiene el
“ateísmo”. Lamentablemente, “es este ateísmo uno de los
fenómenos más graves de nuestro tiempo”.
3. Jesucristo y la dignidad del hombre
“El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo Encarnado… Cristo… manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre”. ¿Por qué? Porque Cristo, sigue
diciendo el Concilio, es el “hombre perfecto, que ha
devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina,
deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza
humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también
en nosotros a dignidad sin igual”. Cristo es el Hombre
Nuevo por excelencia (o kainos ánthropos: Ef 2,15).
Esto quiere decir que el hombre no puede comprenderse,
no puede saber lo que él es, ni la sublimidad de su
vocación, sino mirando a Cristo. Volvemos a preguntar:
¿por qué? Porque Jesucristo es verdadero hombre,
verdaderamente semejante a nosotros, pero, al mismo
tiempo, no ha conocido el pecado, porque Él sin pecado fue
concebido, nació y murió. Y el pecado, como ya hemos
dicho, no es de ninguna manera un enriquecimiento del
hombre. Todo lo contrario: lo desprecia, lo disminuye, lo
degrada, lo priva de la plenitud que le es propia. Sólo
Jesucristo puede manifestar al hombre qué es el Hombre,
el Hombre verdadero, el Hombre sin degradar.
En este sentido Jesucristo es el “restaurador” de Adán.
Adán tras el pecado, y con él cada uno de los hombres que
descendemos de este primer padre, somos hombres
“fugitivos”, es decir, descentrados. El pecado destruyó la
armonía que había en el Adán del Paraíso; a partir de ese
momento, todo huye de él y dentro de él; es un hombre
“desbocado”, quebrado interiormente; tiene el alma hecha
pedazos, ha perdido su unidad. El hombre caído vive en
continuo movimiento, en perpetua ansiedad. En definitiva,
todas sus dimensiones, sus tendencias naturales, están
dislocadas. Su mente busca la verdad, pero tropieza con el
límite de su ignorancia o se pierde en los laberintos del
error; su voluntad desea el bien, pero se deja engañar por
el espejismo de los bienes aparentes e ilusorios; sus
sentidos quieren goce, su alma justicia; su orgullo
venganza, su apetito irascible violencia, su inteligencia
contemplación. Es un ser resquebrajado. Todo él es
búsqueda, pero no sabe lo que busca; y normalmente
busca mal.
Jesucristo, al ser clavado en la Cruz, detiene toda
expansión falsa. “Él detuvo la expansión horizontal hacia la
derecha por la fijación de su mano derecha; Él detuvo la
expansión horizontal hacia la izquierda por la fijación de su
mano izquierda; Él detuvo la expansión vertical hacia lo
bajo por la fijación de sus pies. ¿Y qué ha dejado libre? La
cabeza… A un hombre bien crucificado le queda un solo
movimiento posible: el de su cabeza en la vertical de la
exaltación”.
La cruz es un símbolo de lo que Jesucristo ha hecho con el
hombre: le ha devuelto la unidad, ha cortado sus desbordes
y lo hace aspirar a lo alto, hacia Dios, hacia la
trascendencia. Le devuelve la dignidad.
Por esto el Nuevo Testamento da a Jesucristo un título
nuevo, especial, al llamarlo con un término nuevo y
especial, que no aparece antes en la Sagrada Escritura:
archegós. Éste aparece por primera vez en el Sermón de
Pentecostés, en boca de San Pedro, cuando dice: Habéis
hecho morir al archegos [jefe o autor] de la Vida (Act 3,15);
y lo repite más adelante: lo ha exaltado Dios con su diestra
como Jefe y Salvador (5,31); después es recogido en la
Carta a los Hebreos dos veces: El autor de la salvación (Hb
2,10), Jesús, el iniciador y consumador de la fe (Hb 12,2).
Todas las traducciones se quedan cortas para expresar lo
que quisieron decir los Autores Inspirados. El originario”, “el
fundador de una raza o de una ciudad”, y también, “jefe”.
Pero es mucho más. El uso clásico y helenístico lo aplicaba
a dioses y héroes: para los clásicos griegos el archegós es
aquel que es el principio de una nueva generación;
nosotros sólo lo entendemos con toda su densidad si lo
traducimos diciendo “el nuevo Adán”, o “el principio de la
nueva creación”.
“En Cristo el hombre se hace más hombre”. Y en otra
oportunidad: “La Encarnación del Hijo de Dios, al mismo
tiempo, tiene significado para todo ser humano
independientemente del tiempo y el lugar. Hay un lazo
irrompible entre el hombre creado a imagen de Dios (Gn
1,27) y Cristo que tomó sobre sí nuestra condición humana,
apareciendo en su porte como hombre (Fil 2,7). Desde toda
la eternidad fue la causa ejemplar de todas las cosas, y sin
Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho (Jn 1,3). En la
Encarnación, Jesucristo, imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura (Col 1,15), se convirtió en la
fuente de una nueva creación: A todos los que le
recibieron, los que creyeron en su nombre, les dio poder
para llegar a ser hijos de Dios (Jn 1,12). Como escribió San
Pablo: Si alguno está en Cristo, es una nueva creación: lo
viejo ha pasado, lo nuevo ha venido (2 Cor 5,7). Conocer el
ejemplar es tener un más perfecto conocimiento de los que
fueron hechos a su imagen. Por eso Juan enseña que
Cristo es la luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn
1,9). Cristo revela lo que hay en cada uno de nosotros…”
“Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí
mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en
su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo
que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza
de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús”.
4. La restitución de la imagen
Por Jesucristo recupera el hombre la dignidad perdida.
Pero, ¿a través de qué medio Jesucristo lo reintegra en su
antigua dignidad? Por la penitencia, la penitencia
sacramental (la confesión) y la penitencia ascética (el
sufrimiento, el arrepentimiento y el cambio de vida). ¿Por
qué? Porque la penitencia restituye al hombre, junto con la
gracia, todas las virtudes y no sólo eso sino que puede
volverlo en cierto modo a su primitivo honor o dignidad. “El
hombre pierde por el pecado… Una doble dignidad
respecto de Dios. Una principal, que es aquella por la que
es contado entre los hijos de Dios por la gracia. Y esta
dignidad la recobra por la penitencia. Lo cual es significado
en la parábola del hijo pródigo, cuando el padre hizo dar al
hijo, después de su penitencia, la ropa mejor, un anillo y el
calzado (Lc 15,22). Pero pierde también otra dignidad
secundaria, que es la inocencia… Y esta dignidad el
penitente no puede recobrarla. Aunque a veces recobra
algo mayor. ‘Los que consideran haberse apartado de Dios,
tratan de recompensar los daños anteriores con los lucros
siguientes… Pues también el general ama más en el
combate al soldado que habiendo huido vuelve otra vez y
combate con coraje al enemigo, que al soldado que nunca
huyó pero jamás combatió con valor”.
“Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora
participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a
la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza
perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de
que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser
trasladado a la luz del Reino de Dios”.
Por la misericordia de Dios el hombre siempre puede
levantarse y aspirar a grandezas que antes ni siquiera
sospechaba. Esta es, en definitiva la crónica de cada
convertido.
Conclusiones: La fe en Dios y en Jesucristo ilumina los
principios morales que son « el único e insustituible
fundamento de estable tranquilidad en que se apoya el
orden interno y externo de la vida privada y pública, que es
el único que puede engendrar y salvaguardar la
prosperidad de los Estados ». Para plasmar una sociedad
más humana, más digna de la persona, es necesario
revalorizar el amor en la vida social. Sólo la caridad puede
cambiar completamente al hombre. « La caridad representa
el mayor mandamiento social ». Respeta al otro y sus
derechos. Exige la práctica de la justicia y es la única que
nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de
sí mismo: “Quien intente guardar su vida la perderá; y quien
la pierda la conservará” sabe que el amor es el motivo por
el cual Dios entra en relación con el hombre. Es también el
amor lo que Él espera como respuesta del hombre. Por eso
el amor es la forma más alta y más noble de relación de los
seres humanos entre sí. El amor debe animar, pues, todos
los ámbitos de la vida humana, extendiéndose igualmente
al orden internacional. El amor debe estar presente y
penetrar todas las relaciones sociales. La finalidad
inmediata de la doctrina social es la de proponer los
principios y valores que pueden afianzar una sociedad
digna del hombre.

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