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Luciano de Samosata. Obras, t. 2: opúsculos 26-43.

Tr. José Luis Navarro González. Madrid:


Gredos (Biblioteca Clásica Gredos: 113), 1988.

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JU IC IO D E D IO S A S

L uciano tr a ta un tem a tra d icio n a l de la m ito lo g ía clásica: el


ju icio de P aris. N o se puede decir que el a u to r haga de él u n a
c a ricatu ra con la fin u ra , la agudeza y el ingenio de que hace
gala al ocuparse de tem as sim ilares. Si se nos p erm ite la expre­
sión, «el prim er co ncurso de ‘m isses’» de la A n tig ü ed ad p o d ía
h ab erse puesto en solfa con m ás gracia y m ás iro n ía. N o rm a l­
m ente, cu ando u n o lee las o b ras de L uciano, se ve m ás o bligado
a reír que a so n reír. E n este caso, sucede lo c o n tra rio , y d a d o
q ue el tem a parece prestarse a la c a rca ja d a , n o p o d em o s p o r m e­
nos de tener la sensación de q u e n u estro a u to r —genial e
in co m p arab le— h a desperd iciad o, en este caso, u n a b u en a o ca ­
sión de divertir a sus le c to re s ..
Inscrito m u ch as veces en el c o n ju n to de los «D iálogos de los
dioses», co n sta com o o b ra a p a rte en to d o s los m an u scrito s.

i Z e u s . — ¡H erm es!, tom a esta manzana y vete a Frigia


a casa del hijo de Pn'amo, el pastor de bueyes, que apa­
cienta las m anadas en el Gárgaro, en las estribaciones del
Ida, y dile: « A ti, Paris, puesto que eres hermoso y enten­
dido en temas del amor, te encarga Zeus juzgar a las dio­
sas, a ver, cuál de ellas es la más hermosa. La que resulte
vencedora obtendrá la manzana com o premio del con­
curso.»
JU IC IO DE DIOSAS 227

(A las diosas.) Es ya hora de que acudáis ante vuestro


juez. Yo me retiro del jurado, pues os am o a todas por
igual, y si fuera posible, me gustaría veros vencedoras a
las tres. Pero, forzosamente, si le otorgara a una sola el
premio a la más hermosa, me atraería el odio de todas
las demás. Por ello, no soy yo el juez apropiado; en cam ­
bio, ese joven, el frigio, ante quien vais a marchar, es de
estirpe real y pariente del mismísimo Ganimedes; y, por
lo demás, es un tipo sencillo y de las montañas; nadie po­
dría pensar que no es digno de presenciar un espectáculo
de tal categoría.
A f r o d i t a . — Y o, por mi parte, Zeus, aunque nos hu­
bierais designado al mism ísim o M om o en persona com o
juez, muy animada voy a la exhibición, pues ¿qué pegas
me podría poner '? El individuo en cuestión debe de pare-
cerles bien.
H e r a . — A frodita, no te tenem os m iedo, ni aunque tu
Ares 2 dirimiera el certamen; aceptaremos al Paris ése,
quienquiera que sea.
Z e u s . — ¿Estás de acuerdo tú con eso, hija? ¿Qué di­
ces? ¿Te das la vuelta y te sonrojas? Es natural que asun­
tos de esta índole os den vergüenza a vosotras, las donce­
llas. Asientes, sin embargo. Bien. Marchad, pues, y las que
resultéis derrotadas procurad no enfadaros con el juez ni
causarle daño alguno al jovencito. N o es posible que las
tres seáis igual de hermosas.

1 R eco jo en la tra d u cció n el ju e g o de p ala b ra s q u e realiza L u cian o ,


si bien en su caso n o es con la p sin o con la m ; « m ö m ésa ¡lo m <?«».
2 A lu d e a u n a de las m ás p in to re scas av en tu ras de A fro d ita . C u a n d o
yacía co n A res, tra s h a b e r b u rla d o a H e fe sto co n quien vivía, fue d escu ­
b ie rta p o r H elio s q u ien co m u n icó la n o ticia al dios fuego. É ste fab ricó
u n a red invisible en to m o al lecho de A fro d ita . E n ella q u e d a ro n presos
la d io sa y A res p a r a reg o cijo y rech ifla de los d em ás dioses.
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H e r m e s . — Vayamos derechos a Frigia; yo os guiaré,


y vosotros, acompañadme sin tardanza, y ¡ánimo! Yo co­
nozco a Paris. Es un joven guapo y muy sensible a los
temas del amor, muy capacitado para un juicio de esta
naturaleza; no ha de emitir un veredicto desacertado.
A f r o d i t a . — Todo lo que estás diciendo es positivo pa­
ra m í, a saber, que el juez es justo. ¿Es que está soltero,
o qué mujer vive con él?
H e r m e s . — Soltero, pero no del todo, Afrodita.
A f r o d i t a . — ¿Cómo d ic e s ?
H e r m e s . — Me parece que vive con él en casa una mu­
jer del Ida, una mujer que no le va mal, campesina 3 y
terriblemente montaraz, pero parece que él no le hace mu­
cho caso. ¿A cuento de qué preguntas eso?
A f r o d i t a . — Era una pregunta sin mayor importancia.
A t e n e a . — ¡Eh, tú!; te estás pasando en tus funciones
com o mensajero, pues desde hace un buen rato no paras
de hablar más que con ella.
H e r m e s . — N o es nada importante ni que tenga que
ver con nosotros; simplemente me preguntaba si Paris está
soltero.
A t e n e a . — ¿Y cóm o es que se tom a interés por ese
punto?
H e r m e s . — N o sé. Dice que le vino la pregunta de im ­
proviso; no la form uló a propósito.
A t e n e a . — Y bien. ¿Está soltero?
H e r m e s . — Parece ser que no.
A t e n e a . — ¿Cómo? ¿Tiene ganas de gestas guerreras
y afán de gloria, o es pura y simplemente un pastor?
H e r m e s . — A ciencia cierta no te lo puedo decir,
pero hay que imaginarse que, siendo joven, le apetecerán

3 P arece tr a ta rs e de E n o n e, h ija del dios-río C e b ré n .


JU IC IO DE DIOSAS 229

empresas de esa índole, y querrá ser el primero en las


batallas.
A f r o d i t a . — ¿Lo ves? N o te voy a echar en cara ni
a acusarte de estar charlando ahora en privado con ella.
Esos reproches son propios de personas gruñonas no de
A frodita.
H e r m e s . — También ella me estaba preguntando lo mis­
m o, así que no te enfades ni pienses que estás en desventa­
ja, pues le estoy respondiendo a ella también de forma
escueta. Pero hablando, hablando, hemos avanzado mucho 5
y nos hemos alejado ya de las estrellas y estam os casi en
Frigia. Ya estoy viendo el Ida y el Gárgaro con todo deta­
lle. Y si no me engaña la vista, también a Paris, nuestro
juez.
H e r a . — ¿Dónde está? Yo no lo veo.
H e r m e s . — Por ahí, Hera, mira con atención por la
izquierda, no a la cima del m onte, sino a la ladera, donde
está la cueva; cerca de donde estás viendo también el
rebaño.
H e r a . — Pero es que no veo el rebaño.
H e r m e s . — ¿Qué dices? ¿N o estás viendo unos terne­
ros por donde te estoy señalando con el dedo, que avanzan
entremedio de las piedras, y a un tipo que corre, picos
abajo, con un cayado intentando impedir que la manada
se despeñe y se desperdigue?
H e r a . — Si es aquél, sí, lo estoy viendo.
H e r m e s . — Pues aquél es. U na vez que estemos cerca,
si os parece, apoyándonos ya en tierra firme, iremos a pie,
no sea que se alarme si nos dejam os caer de improviso
desde los aires.
H e r a . — Llevas razón. H agám oslo así, y una vez que
hayamos echado pie a tierra, es mom ento para ti, A frodi­
ta, de avanzar y guiarnos el camino; evidentemente, tú tie-
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nes ya experiencia de haber pasado por estos parajes en


muchas ocasiones, según cuenta el m ito, cuando bajabas
a entenderte con Anquises.
A f r o d i t a . — N o me afectan demasiado este tipo de
chirigotas.
6 H e r m e s . — Yo voy a guiaros. Yo también pasé mucho
tiempo en el Ida cuando Zeus se enamoró del m uchacho
frigio, y con frecuencia venía, enviado por él, para visitar
al niño 4. Y cuando ya estaba transformado en águila, vo­
laba a su lado y le ayudaba con ligereza al hermoso joven,
y si mal no recuerdo, lo raptó y se lo llevó arriba desde
esa roca. Se encontraba él casualmente tañendo la siringe
para el rebaño, cuando Zeus bajó volando por detrás y,
abrazándolo suavemente con las uñas y m ordiendo con el
pico la tiara que llevaba en la cabeza, se llevó a lo alto
al muchacho aterrado, al tiem po que miraba para atrás
con el cuello vuelto. Entonces, yo, tom ando la siringe
—tenía tanto m iedo que se le cayó— ... Pero ahí está ya
7 cerca el juez, con qu e... .saludém oslo. ¡Salud, pastor de
bueyes!
P a r í s . — ¡Salud, jovencito! ¿Quién eres tú, que has lle­
gado a mis dom inios? ¿Quiénes son esas mujeres que traes
contigo? Tan hermosas com o son no les cuadra andar dan­
do vueltas por las montañas.
H e r m e s . — N o son mujeres, Paris; estás viendo a H e­
ra, Atenea y A frodita. Y a mí, Hermes, me ha enviado
Zeus... ¿por qué tiemblas y palideces? N o tem as, no pasa
nada. Te ordena ser juez de la belleza de cada una de ellas.

4 T o d o el p a s a je a lu d e al llam ad o « ra p to d e G an im ed es» , al q u e aq u í
no se m en cio n a p o r su n o m b re . Jo v e n de e x tra o rd in a ria belleza, h a b ía
sid o o b je to del a m o r de Z eus, q u ie n , co n v ertid o en á g u ila , lo llevó h a s ta
el O lim p o , d o n d e p re sta b a servicios com o co p ero de los dioses.
JU IC IO DE DIOSAS 231

C om o eres hermoso y experto en temas del amor, dice,


te traspasó la responsabilidad de la decisión a ti. Sabrás
cuál es el premio del concurso cuando leas la manzana.
P a r í s . — Trae que vea qué quiere decir. «Que la tome
la más herm osa», dice. ¿Cóm o podría yo, Hermes, mi se­
ñor, que soy un mortal y un hombre del cam po, ser juez
de un concurso insólito y que desborda las posibilidades
de un pastor? A suntos de esta índole mejor los juzgan los
hombres refinados y de la ciudad. Yo tal vez tendría la
técnica necesaria para discernir qué cabra es más hermo­
sa que otra o qué ternera es m ás hermosa que otra. Estas
tres son igualmente hermosas, y no sé cóm o alguien, apar­
tando los ojos de una, podría ponerlos en otra. Ese al­
guien no querría alejarse fácilm ente, sino que en donde
primero se fije, ahí se mantiene y elogia lo que tiene delan­
te. Pero si pasa los ojos a otro punto, también ve que
aquello es precioso y ahí se mantiene y queda deslumbrado
por lo que tiene más cerca. En una palabra, su belleza
m e tiene confundido, me ha causado im pacto y estoy dis­
gustado, porque, com o Argos, no puedo mirar con todo
el cuerpo. Me parece que el veredicto correcto sería otor­
garles la manzana a las tres. Y aún hay algo más; resulta
que una es hermana y esposa de Zeus, y las otras hijas.
¿Cóm o no va a ser difícil adoptar una decisión con este
cúmulo de condicionantes?
H e r m e s . — N o sé nada, excepto que no es posible es­
cabullirse de lo que ha ordenado Zeus.
P a r í s . — Convéncelas solam ente de una cosa, Paris;
que las dos que resulten derrotadas no se enfaden conm i­
go; que piensen que se trata de un ligero defecto de mis
ojos.
H e r m e s . — Dicen que así lo harán. Pero es ya hora
de pasar al juicio.
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P a r i s . — Vam os allá. ¿Qué otra cosa puede hacer uno?


Quiero conocer primero un detalle; ¿basta con examinarlas
así com o están o será mejor que se desnuden para que
el examen se lleve a cabo con todo lujo de detalles?
H e r m e s . — Eso depende del juez, que eres tú, así que
ordena y di cóm o deseas verlas.
P a r í s . — ¿Que cóm o deseo? Deseo verlas desnudas.
H e r m e s . — ¡Eh, vosotras! Quitaos la ropa. Tú fíjate
bien en ellas; yo me he dado la vuelta.
10 A f r o d i t a . — Muy bien, Paris. Voy a desnudarme yo
la primera para que aprendas que no sólo tengo los bra­
zos 5 blancos, ni presumo de ser de ojos de novilla 6, sino
que toda yo soy hermosa por igual, por todas partes de
mi cuerpo.
A t e n e a . — Que no se desnude ella la primera, Paris,
antes de quitarse el cinturón —es una bruja— , no sea que
te hechice con él. Por cierto, que debería comparecer sin
tantos adornos ni tantos coloretes com o si fuera auténtica­
mente una fulana, sino que debería mostrar su belleza al
natural.
P a r í s . — Llevan razón en lo que se refiere al cinturón;
quítatelo.
A f r o d i t a . — Entonces, Atenea, ¿por qué no te quitas
tú también el casco, y enseñas la cabeza al natural, en vez
de hacer tremolar el penacho y asustar al juez? ¿O tienes
miedo de que no se te note lo chispeante 7 de tu mirada
si miras sin ese casco aterrador?
A t e n e a . — Bien, ahí tienes el casco; ya me lo he qui­
tado.

5 v 6 A lu sión a las característico s epítetos h o m érico s p a ra designar


p o r a n to n o m a sia a A fro d ita L eu kO lén ê y a H e ra B o ô p is.
7 T ercera y ú ltim a alu sió n a A te n e a com o la « d e o jo s de lech u za» ,
(G la u có p is).
JU IC IO DE DIOSAS 233

A f r o d it a . — A h í tienes también el cinturón. Vamos a


desnudarnos.
P a r í s . — ¡Oh prodigioso Zeus, qué espectáculo, qué
hermosura, qué placer! ¡Cómo está la doncella! ¡Con qué
estilo regio y venerable y auténticamente digno de Zeus
resplandece la hermosura de ésa! ¡Y ésta mira con una
dulzura y un encanto y tiene una sonrisa seductora! Pero,
en fin; ya he disfrutado bastante. Si os parece, me gustaría
ahora echaros un vistazo por separado, porque ahora es­
toy dudoso y no sé en qué fijarme, con los ojos yendo
de un lado para otro en todas direcciones.
D i o s a s . — Muy b i e n , v a m o s a ll á .
P a r í s . — Marchaos vosotras dos. Tú, Hera, quédate.
H e r a . — Ya me quedo, y una vez que me hayas visto
con todo detalle, será m om ento de prestar atención a ver
si te resultan también hermosos los regalos que te daré por
mi victoria. Si dictaminas, Paris, que yo soy la más bella,
serás dueño y señor de toda Asia.
P a r í s . — Nuestro asunto no tiene que ver con regalos.
A sí que márchate; se hará com o me parezca. Acércate tú,
Atenea.
A t e n e a . — Aquí estoy, a tu lado, y si dictaminas que
yo soy la más bella, nunca jam ás saldrás derrotado de ba­
talla alguna, sino siempre triunfador. Haré de ti un guerre­
ro y un campeón.
P a r í s . — N o me importa en absoluto la guerra ni la
batalla. La paz, com o ves, preside ahora Frigia y Lidia
y el reino de mis padres está exento de guerras. Ten áni­
mo; no se te hará de menos aunque no vayam os a juzgar
en base a regalos. P ero... vístete ya y ponte el casco. Ya
he visto suficiente. Es el turno de A frodita.
A f r o d i t a . — A quí estoy yo ya, cerca de ti. Y observa
uno por uno sin correr, recreándote en ellos, cada uno de
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mis miembros. Y si quieres, guapo, escucha además mi


voz. Y o, que he visto hace mucho que eres joven y hermo­
so cual dudo que Frigia críe otro igual, te felicito por tu
belleza, pero te reprocho que no abandones los peñascos
y esas rocas y vivas en una ciudad, y que por el contrario
estés echando a perder tu belleza en la soledad. ¿Qué dis­
frute sacas de las montañas? ¿Hasta qué punto disfrutan
las vacas de tu belleza? Te cuadraría haberte casado ya,
no con una mujer campesina y lugareña com o son las que
hay por el Ida, sino con alguna procedente de Grecia, bien
de Argos, o de Corinto o Laconia, com o H elena, una jo ­
ven hermosa, en m odo alguno inferior a m í, y lo que es
más importante, ardientemente amorosa. Simplemente con
que esa mujer te viera, estoy segura de que dejaría todo
y, ofreciéndose a sí misma, sin condicionantes, te seguiría
y viviría contigo. Ya has oído todo lo que tenías que oír
respecto de ella.
P a r í s . — N o he oído nada, Afrodita. A hora me gusta­
ría escuchar todo lo que sepas sobre ella.
i4 A f r o d i t a . — Es hija de la hermosa Leda, aquella sobre
la que bajó en vuelo Zeus convertido en cisne.
P arís . — ¿Qué aspecto tiene?
A f r o d i t a . — Es de piel blanca, com o es natural, pues
ha nacido de un cisne, y blanda, pues ha crecido de
un huevo, m uy dada al ejercicio físico y al deporte, y
muy codiciada por ello, hasta el punto de que por poseerla
a ella se producen guerras, pues la raptó Teseo cuando
era aún muy joven. Y aún más; cuando llegó al m om ento
de su máximo esplendor, todos los más nobles príncipes
de los aqueos, rivalizaron por conseguir su m ano, y re­
sultó triunfador M enelao, de la estirpe de los Pelópidas;
pero si quisieras, yo podría llevar a feliz término su boda
contigo.
JU IC IO DE DIOSAS 235

P a r is . — ¿Cóm o dices? ¿La boda con una mujer ya


casada?
A f r o d it a — Tú eres joven y rústico; yo sé cóm o hay
.
que maniobrar en esas ocasiones.
P a r í s . — ¿Cómo? Quiero saberlo yo también.
A f r o d i t a . — Tú te irás de tu tierra, so pretexto de
visitar la H élade, y cuando hayas llegado a Lacedemonia,
Helena te verá. Entonces será ya asunto mío que se ena­
more de ti y se vaya contigo.
P arís. — Eso me parece increíble, que esté dispuesta
a dejar a su marido para hacerse a la mar en com pañía
de un hombre bárbaro y extranjero.
A f r o d i t a . — Estáte anim ado en ese punto. Tengo yo
dos hijos herm osos, el Deseo y el Am or. Yo te los entrega­
ré para que sean guías de tu recorrido. Eros acercándose
a ella sin reservas, obligará a la mujer en cuestión a amar­
te, y el Deseo rondando en torno tuyo, te infundirá ardor
y pasión am orosa, sus cualidades. Yo m isma, allí presente
con vosotros, les pediré a· las Gracias que nos acom pañen,
y entre todos la seduciremos.
P a r í s . — N o está claro, A frodita, cóm o vaya a resul­
tar ese plan. Desde luego, yo estoy ya enamorado de H ele­
na y no sé como; creo que estoy viéndola, que navego rum­
bo a Grecia, que llego a tierras de Esparta y que regreso
llevando conm igo a esa mujer, y me aflijo porque no estoy
ya desarrollando todo ese plan.
A f r o d i t a . — N o te enamores, Paris, sin antes haber­
me dado respuesta con tu veredicto a mí, la prom otora
de tu desposorio, la que te ha presentado a la novia. N o
estaría de más que os acompañara tras haber resultado la
triunfadora en este certamen, y así celebraríamos con una
fiesta la boda y mi victoria en el concurso. En tu mano
236 OBRAS

está el comprarlo todo, el amor, la belleza, la boda, al


precio de esa manzana.
P a r í s . — Tem o que, después del juicio, te desentien­
das de mí.
A f r o d i t a . — ¿Quieres que te lo jure?
P a r í s . — ¡De ninguna manera! Pero vuélvem elo a pro­
meter.
A f r o d i t a . — Te prometo que te entregaré a Helena co ­
mo esposa, que te acompañará y que llegará con nosotros
a Troya. Yo misma estaré a tu lado y llevaré contigo todo
a término.
P a r í s . — ¿Y llevarás al Am or, al Deseo y a las Gracias?
A f r o d i t a . — ¡Ánim o! Y, además de ellos, al A nhelo
y a Himeneo los llevaré.
P a r í s . — E ntonces, en base a esas promesas, te doy
la manzana. Bajo estas condiciones, ¡tómala!

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