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SERGIO TÉLLEZ-PON
El misterio de la “lentejuela naca” (13540)

No me imagino no escribiendo: Ignacio Padilla


Hace unos años, un amigo me preguntó quién era a mi parecer el mejor crítico literario actual y no dudé
(4527)
en responderle que Antonio Alatorre (Autlán de la Grana, Jalisco, 25 de julio de 1922-ciudad de México, 21

de octubre de 2010). Él me dio la razón pero enseguida se lamentó de que Alatorre no publicara más Juan Gabriel, los mil rostros del pop (4414)

críticas de libros. En realidad, le hice ver, Alatorre siempre estaba publicando reseñas sólo que aparecían
Florencio en su laberinto (3471)
publicadas en revistas especializadas que únicamente circulan entre públicos muy específicos. Pero ¿en

qué me basé para responderle que Alatorre era el mejor crítico literario de la literatura mexicana? Para
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empezar, en dos cosas, muy simples en apariencia: Alatorre nunca perteneció a una mafia literaria a la

cual serle fiel reseñando favorablemente cada uno de los libros de sus miembros y, por otra parte, no se
Confabulario
callaba lo que pensaba sobre un escritor o un libro (quizá esa era la consecuencia de que no cayera muy 13 670 Me gusta

bien en cenáculo alguno).

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La primera reseña que publicó Alatorre fue sobre Los hombres del alba, de Efraín Huerta, en el último
A 25 amigos les gusta esto.
número de la revista Pan (enero y febrero de 1946, pp. 39-45). Es una reseña extensa para ser una

revistita como lo era Pan hecha, en la práctica, por dos amigos, formada e impresa por ellos mismos en

las imprentas del diario El Occidental (donde Juan José Arreola se supone que trabajaba como

“distribuidor”) y también para ser Alatorre un joven de apenas 24 años, défroqué del seminario y de la

carrera de leyes. Sin embargo, ya en esa reseña, en apariencia elemental, Alatorre muestra que es un

atento lector, hace subrayados en los elementos poéticos más importantes que después enumera, puede

notarse una ligera capacidad analítica y queda patente su vena crítica. Aunque sólo se limita a ser

descriptivo y no hay objeción alguna al poeta es evidente que le gustó Los hombres del alba.

Es significativo que lo primero que haya reseñado Alatorre fuera un libro de poesía de quien en ese

momento era un prometedor poeta, apenas unos cuantos años mayor que él, pero quien después se

convertirá en uno de los más altos líricos de la literatura mexicana. Por su parte, posteriormente Alatorre

será un puntual lector de poesía, de la grecolatina y la de los Siglos de Oro pero también, aunque más

esporádico, de poesía moderna: de ello da cuenta esa primera reseña sobre Los hombres del alba y, según

lo contó en repetidas ocasiones, por esos días él y Arreola leían con admiración a Pablo Neruda; años

después, escribirá otro texto crítico sobre el poema de José Gorostiza, Muerte sin fin (en Biblioteca de
México, núm. 1, 1991), en el que, no es erróneo pensar, veía una especie de Primero sueño del siglo XX.

En años más recientes, a pregunta expresa, Alatorre me contestó que leía con particular interés a Tomás

Segovia y Gerardo Deniz.

Alatorre fue un crítico completo: por una parte, ejerció la crítica literaria activamente y, por otra, lanzó

unas cuantas teorías sobre ese quehacer literario. En el germen del activo crítico literario estaba, antes

que cualquier otra cosa, su pasión como lector (de esas lecturas se desprendieron sus reseñas, siempre y

cuando, como decía él, tuviera “algo que decir”). Por el otro lado, durante 15 años Alatorre impartió la

materia de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, que le había heredado

Agustín Yáñez y que él, a su vez, heredó a Huberto Batis, y luego un Seminario de Crítica y Teoría que

duró otros diez años, ese fue su laboratorio (leían, según escribió él mismo, a razón de un libro a la

semana que a la siguiente sesión era comentado). Pero donde en realidad quedó claramente expresada su

vena teórica fue en sus Ensayos sobre crítica literaria (Concaulta, 1993), una serie de 12 ensayos sobre el

quehacer crítico que escribió y publicó a lo largo de treinta años (el primero es de 1955 y el último de

1987), incluido su discurso de ingreso a El Colegio Nacional.

En uno de esos Ensayos… revela su método: “El buen crítico no estorba, sino ayuda, y su misión, entre

otras cosas, es de índole pedagógica, pues guía a los demás lectores. El crítico es un lector, pero un lector

más alerta y más ‘total’, de sensibilidad más aguda: las cualidades de recepción del lector corriente están

como extremadas y exacerbadas en el lector especial que es el crítico. Y éste, además, tiene una íntima

necesidad de comunicación: debe participar a otros la impresión recibida. Recrea, en cierta forma, la

obra del poeta; es una especie de creador. En el poeta, la creación tiene un carácter absoluto: él no juzga.

El crítico sí juzga, pero en esta tarea no se apoya fundamentalmente en bases científicas, sino en una

intuición personal iluminada por la inteligencia”. Me parece que ese “lector especial” que es el crítico, de

que habla Alatorre, se convierte en tal, por paradójico que se antoje, gracias a que es un lector interesado

en múltiples temas, sólo así podrá aguzar su inteligencia, tener una “intuición personal iluminada” y,

entonces sí, juzgar, es decir, ubicar la obra en su justa dimensión. Justo lo que hacía el propio Alatorre:

ser un voraz y lúcido lector que ponderaba, o no, las virtudes de una obra literaria.

Siguiendo esa línea, a principios de los años ochenta publicó un par de reseñas en Vuelta: una sobre A

ustedes les consta (1981), de Carlos Monsiváis, y otra sobre Los pasos de López (1982), de Jorge

Ibargüengoitia, que dio pie a una breve escaramuza entre ambos. Finalmente, la mayoría de sus reseñas

de libros y de revistas fueron publicadas en la Nueva Revista de Filología Hispánica, que Alatorre dirigió

con gran tino durante más de 30 años. Si bien todas esas reseñas eran académicas (por el lenguaje usado

y por el aparato crítico), algunas no dejaban de ser muy severas, con señalamientos concisos de pifias y

malinterpretaciones, en particular las ediciones modernas de los poetas de los Siglos de Oro, pero algunas

también, como señala Antonio Carreira, “llenas de aportaciones, de pasión y lucidez”. La última que

escribió, y que ya no alcanzó a ver impresa en la NRFH, fue sobre una nueva edición del Neptuno

alegórico (ed. Vincent Martin, Cátedra, Madrid, 2009) de sor Juana Inés de la Cruz.

Cuando mi amigo me hizo aquella pregunta sobre el mejor crítico literario, lo hizo mientras en unas

publicaciones se daba una polémica entre un par de críticos, que justo representaban esa crítica literaria

visceral, que denosta más por elementos extraliterarios y que parece actuar más por intereses de grupo

(la “Sociedad de los Elogios Mutuos”, la llama Huberto Batis) que por genuino interés literario. Alatorre

nunca entró en esa dinámica, su crítica la hizo siempre desde una visión personal, con total

independencia pero sobre todo con lucidez y humildad.

*Fotografía: Antonio Alatorre en 2002/ARCHIVO EL UNIVERSAL

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