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La literatura cortesana, llamada así por haberse realizado en la corte de los incas, era la
literatura oficial, cuya ejecución estaba encargada a los amautas o profesores y a los
quipucamayos o bibliotecarios, que usaban el sistema nemotécnico de los quipus o
cordones anudados. Tres fueron los géneros principales que cultivaron: el épico, el
didáctico y el dramático.
El género épico está representada por los poemas que expresaban la cosmovisión del
mundo andino (mitos de la creación, el diluvio, etc.), así como las que relataban el
origen de los incas (leyendas de los hermanos Ayar, de Manco Cápac y Mama Ocllo,
etc.).
El género didáctico abarcaba fábulas, apólogos, proverbios y cuentos, ejemplares de
los cuales han sido recogidos modernamente por diversos estudiosos.
El género dramático, que a decir del Inca Garcilaso, abarcaba comedias y tragedias
(obviamente, buscando sus equivalentes en la cultura occidental). En realidad eran
representaciones teatrales en donde se mezclaban danza, canto y liturgia. Se afirma
que el famoso drama Ollantay, cuya versión escrita data de la época colonial, tendría
un núcleo fundamental de origen incaico y una serie de interpolaciones posteriores
enderezadas al amoldarla al teatro hispano.
La literatura indígena fue desconocida o relegada hasta el siglo XX. Su inclusión en el canon
oficial fue lenta. Ya en su tesis El carácter de la literatura del Perú Independiente (1905), José
de la Riva Agüero y Osma consideró "insuficiente" la tradición quechua como para
considerarla un factor predominante en la formación de la nueva tradición literaria nacional.
Posteriormente Luis Alberto Sánchez reconoció ciertos elementos de tradición y su influencia
en la tradición posterior (en autores como Melgar) para dar base a su idea de
literatura mestiza o criolla (hija de dos fuentes, una indígena y otra española), para lo que
consulta fuentes en las crónicas coloniales (Pedro Cieza de León, Juan de Betanzos y
Garcilaso).
La apertura real a la tradición prehispánica surge en las primeras décadas del siglo XX gracias
al trabajo de estudiosos literarios y antropólogos que recopilaron y rescataron mitos y
leyendas orales. Entre ellos se destacan Adolfo Vienrich con Tarmap pacha huaray (Azucenas
quechuas, 1905) y Tarmapap pachahuarainin (Fábulas quechuas, 1906); Jorge Basadre en La
literatura inca (1938) y En torno a la literatura quechua (1939); y los estudios antropológicos y
folclóricos de José María Arguedas (en particular , su traducción de Dioses y hombres de
Huarochirí). Los trabajos más contemporáneos incluyen a Martín Lienhard (La voz y su huella.
Escritura y conflicto étnico-cultural en América Latina. 1492-1988, 1992), Antonio Cornejo
Polar (Escribir en el aire. Escribir en el aire: ensayo sobre la heterogeneidad socio-cultural en
las literaturas andinas. 1994), Edmundo Bendezú (Literatura Quechua, 1980 y La otra
literatura, 1986) y Gerard Taylor (Ritos y tradiciones de Huarochirí. Manuscrito quechua del
siglo XVII, 1987; Relatos quechuas de la Jalca, 2003).
Bendezú afirma que la literatura quechua se constituye, desde la conquista, en un sistema
marginal opuesto al dominante (de vena hispánica) y postula la existencia permanente y
cubierta de una tradición de cuatro siglos. Habla de una gran tradición ("enorme masa textual")
marginada y dejada de lado por el sistema escritural occidental, ya que esta "otra" literatura
es, como el quechua, plenamente oral.