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OSVALDO LAMBORGHINI

Tomado de: http://www.literatura.org/OLamborghini/proletario.html

Es hora de analizar una de las obras argentinas mejor escritas y más repulsivas, o sea, “El
Niño Proletario” de Osvaldo Lamborghini.
La obra es una parodia de un cuento llamado “El Matadero”, escrito por Esteban
Echeverría, que a su vez fue una crítica oculta de la dictadura de Rosas. En este cuento, un
hombre rico va a Buenos Aires durante una gran escasez de comida, y debido a esto toda la
gente pobre matan al hombre y lo comen, demostrando también el racismo de Echeverría (No
es algo que me esté inventando, su racismo había sido admitido por él mismo). Este cuento
fue escrito con el fin de demostrar también que las personas pobres son todas salvajes
capaces de hacer cualquier cosa por un poco de comida.

El niño proletario
Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las
consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos,
generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus
días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre
vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más
denso que la mugre de su miseria.
Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.
El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una
cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el
niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la
escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su
hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los
comerciantes del barrio para conservar el fiado.
En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.
Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de
¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por
el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos
divertíamos en grande.
Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba,
esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.
Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos
que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de
casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia
que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces
puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún
no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte
en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se
completa.

¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos
bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban,
Gustavo, yo.
La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.
Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado!
hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva
humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por
incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus
bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror
oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más
odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros
palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.
A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua
escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en
aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer.
Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la
zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó
a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer,
temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario
de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo
ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la
fuerza de la incisión.
No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.
Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su
culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también
a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.
Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por
un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente
desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un
solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima
primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos
lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él
primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de
¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia
abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para
facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con
su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.
Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un
silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos
esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a
¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era
firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó
algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos
brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi
estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los
pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol.
Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo
de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.
Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró
el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga
de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos
mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más
correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.
—Yo quiero succión —crují.
Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la
cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero
debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice,
en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la
pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un
hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le
rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el
barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo
en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino
argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.
Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la
arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su
falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de
Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas.
Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera
a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en
la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se
rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo
miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo
le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba
bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas
veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi
primera y trémula eyaculación.
Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es
preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su
punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un
segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el
cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.
Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a
la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara
brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado.
Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota,
intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por
la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos
de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes
exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico
del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con
los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la
piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:
—Habrás de lamerlo. Succión—
¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño,
aumentándome el placer.
A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que
murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro
sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si
conservo memoria.
Desde la torre fría y de vidrio . De sde donde he con templado después el trabajo de los
jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo
alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores
de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que
ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo
lo confirma letra por letra.
Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente
lógico y natural. Es un hecho perfecto.
Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él
me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una
sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se
ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi
puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo.
Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por
todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza
para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el
punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro
estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza
achatada de animal.
—Ahora hay que ahorcarlo rápido —dijo Gustavo.
—Con un alambre —dijo Estebanñ en la calle de tierra don de empieza el barrio
precario de los desocupados.
—Y adiós Stroppani ¡vamos! —dije yo.
Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos
de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del
alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.

Fin

(interpretación)

Tomada de: http://www.habanaelegante.com/Fall_Winter_2009/Invitation_Diaz.html

El indiscreto sadismo de la burguesía (Una


lectura de “El niño proletario”, de Osvaldo
Lamborghini)
Duanel Díaz, Princeton University

A la pregunta por el propósito de “El niño


proletario,” Osvaldo Lamborghini respondió: “Yo me proponía cosas tales
como: ¿por qué salir como un estúpido a decir que estoy en contra de la
burguesía? ¿Por qué no llevar a los límites y volver manifiesto lo que sería
el discurso de la burguesía?” (Lamborghini 1980, 48). Según ello, el relato
sería una especie de escenificación, en forma quintaesenciada o
extremada, del discurso burgués. Una rápida lectura de los primeros
párrafos del mismo contradice, sin embargo, semejante tesis. “Desde que
empieza a dar los primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las
consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que
se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la
sangre” (Lamborghini 1988, 63). He aquí un registro eminentemente
expositivo, como de estudio de caso clínico, con reminiscencias
naturalistas(1), que se interrumpe abruptamente cuando el narrador

afirma: “me congratulo por eso de no ser


obrero, de no haber nacido en un hogar proletario” (63). Pero enseguida la
primera persona se retira, y el relato continúa con la descripción del niño
proletario como tipo psico-social producto de un medio familiar
disfuncional y de una herencia malsana (sífilis, alcoholismo). Luego
regresa el “yo:” “En mi escuela teníamos a uno,” dice el narrador, para
enseguida retomar el otro registro, con la aseveración de que
“[e]videntemente, la sociedad burguesa se complace en torturar al niño
proletario” (64).
La siguiente narración de la tortura y violación de un niño proletario
por tres niños burgueses viene a ser, entonces, una suerte de
confirmación o ejemplificación de esta tesis sobre el sadismo de la
sociedad burguesa. Lo “didáctico” que hay en todo esto resulta, acaso, tan
inquietante como la propia crueldad del episodio narrado. Ese discurso
racionalizador constituye una especie de distanciamiento, de fuga de la
representación realista; es “irreal,” sobre todo, en tanto no se
corresponde, evidentemente, con la señalada condición burguesa del
narrador. El hablante de “El niño proletario” está en las antípodas de esos
discursos humanistas, humanitarios, conciliatorios, que asociamos a la
burguesía. Si ésta, como sostenía Sartre, se caracteriza en principio por su
pretensión de universalidad, no puede entonces llamarse a sí misma como
tal. Donde se habla de burgueses y proletarios, de clases explotadas y
explotadoras, es en la tradición revolucionaria, esa que, desde su
exterioridad radical, señala la particularidad (burguesa) de lo que el
discurso burgués pretende como universalmente humano.
Lo que en el relato de Lamborghini se pondría de manifiesto es,
entonces, no ya el discurso, sino el orden burgués mismo. La realidad de
la opresión capitalista, velada por la ideología, aparecería aquí
representada de manera desnuda. Pero al proponer esta hipótesis parece
emerger una nueva contradicción: la escena relatada incluye todo aquello
que el mundo burgués, desencantado por el mercado y la ilustración, ha
dejado atrás: no hay aquí una escena de explotación, sino todo un
sacrificio ritual. Luego de “incendiarle los periódicos y arrancarle las
monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos” (64), los tres
niños burgueses zambullen a “¡Estropeado!” en una zanja, embarrándolo.
A partir de ahí el “delirio” va “en aumento:”

La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer.


Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos
zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un
vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me
aferraba a mis testículos por miedo de a propio placer. Gustavo le tajeó la
cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó
lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos (65).

A continuación, mientras Gustavo penetra al niño proletario, los otros dos


niños burgueses, uno de los cuales es el narrador, tienen un insólito
intercambio de excreciones:

A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la


arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un
espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados,
espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban
entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los
pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que
enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me
arrojé (66).

Esta descripción del vómito y las heces como sustancias doradas y


luminosas remite claramente a la dualidad primordial de lo

sagrado; es esto – la sacralidad que Durkheim sólo


pudo definir negativamente, como heterogénea con respecto al mundo
profano –, lo que aparece en el inquietante relato de Lamborghini. “The
notion of the (heterogeneous) foreign body –afirma Bataille– permits one
to note the elementary subjective identity between types of excrement
(sperm, menstrual blood, urine, fecal matter) and everything that can be
seen as sacred, divine or marvelous” (94). Mierda, vómito, semen,
sangre: esa “materia heterogénea,” refractaria al orden del pensamiento,
aparece aquí en su fascinante ambigüedad, en tanto gasto que subvierte
la economía del orden burgués. Si aceptamos con Bataille que “el odio al
gasto es la razón de ser y la justificación de la burguesía,” es imposible,
entonces, ver este suplicio del niño proletario como una representación –
metonímica o metafórica – de la opresión capitalista. La burguesía, que en
su gusto por la acumulación ha eliminado toda sacralidad, “usa” a los
proletarios para producir plusvalía, no para sacrificarlos; el asesinato de
los proletarios no sería sólo un gesto eminentemente improductivo, sino
también suicida, en la medida en que llevaría a la extinción de la propia
clase en el poder. He aquí, pues, una contradicción paralela a la del
discurso que hemos señalado arriba: si el narrador, al insistir en su
condición burguesa, no hace más que situarse fuera del discurso burgués,
los actos que refiere en su relato transgreden asimismo el orden de la
burguesía.
“Identificarse con el proletariado = regodearse con los sufrimientos de
los oprimidos mediante la coartada masoquista de sentirlos, como
diríamos: “en carne propia”,” leemos en uno de los manifiestos
de Literal (Libertella, 15). Es justo esto lo que, al parecer, intenta evitar a
toda costa Lamborghini en el “El niño proletario.” No podemos
identificarnos con él puesto que el niño es siempre el objeto, tanto al nivel
de la diégesis como del discurso – un objeto mudo, totalmente pasivo, que
ni siquiera intenta defenderse de la mortal agresión (2). Por otra parte,
tampoco es posible identificarse con el sádico narrador, pues su discurso
es contradictorio y distanciado. ¿Cómo entender, entonces, estas patentes
contradicciones? Si no es el discurso de la burguesía, ¿qué es lo que se
“lleva a los límites” y se “vuelve manifiesto” en “El niño proletario”? ¿Sería
posible hacer una lectura alegórica de este texto?
Quizás convenga recordar en este punto otro célebre relato que
también aborda la crueldad infantil: El señor de las moscas, de William
Golding. Aquí un grupo de cadetes de una escuela militar, recalados en
una isla desierta debido a un accidente aéreo, “regresan” a la horda
primitiva, matando al más débil de ellos y adorando a un extraño dios en
la figura de la cabeza putrefacta de un puerco jíbaro que han cazado. Hay
en esta historia, desde luego, toda una parábola sobre la fragilidad de la
cultura y la civilización, y un alegato pesimista sobre la naturaleza
humana. A Golding le interesa reflejar el conflicto entre la crueldad de esta
última y la civilización misma. De lo que se trata, entonces, es del retorno
de lo reprimido. Si para el positivista Lombroso los criminales eran seres
atávicos y primitivos en medio de la civilización, luego de las dos guerras
mundiales Golding viene a mostrar que la regresión al salvajismo no es en
modo alguno excepcional: el microcosmos de los niños en la isla remite al
ancho mundo de afuera, donde los adultos se matan en la guerra.
Muy diferente es el relato de Lamborghini, pues aquí la violencia es
como una chispa eléctrica entre esos dos polos sociales que son el burgués
y el proletario. Esta dicotomía, de la que cualquier interpretación
satisfactoria del texto de Lamborghini ha de hacerse cargo, nos sitúa en
un contexto diferente al de los discursos – liberales o conservadores –

sobre la “naturaleza humana” y al


de la crítica humanista de la violencia. Me parece que ese contexto donde
se inserta de alguna manera “El niño proletario” está conformado por dos
líneas teóricas fundamentales: por un lado el pensamiento marxista,
entendido en sentido amplio como aquel donde la contradicción de clase
se mantiene como conflicto fundamental; y por el otro esa tradición que,
desde los surrealistas hasta Tel Quel, ha reivindicado el potencial
revolucionario del marqués de Sade en estrecha relación con la
modernidad literaria. Se diría que mientras Golding se mueve en un
campo hermenéutico definido por Freud, el horizonte del relato de
Lamborgini es eminentemente lacaniano(3).
Ambas tendencias teóricas entran en tensión en los escritos
programáticos de la revista Literal, de cuyo consejo de redacción formaba
parte Lamborghini. Los dos blancos, distintos pero conectados, a los que
se contrapone allí la “flexión literal” son justamente el realismo y el
compromiso. El primero tiene que ver con el modo de representación
literario, y el segundo con cierta idea de la misión de los intelectuales que
encarnó en la figura del intelectual engagé. La revista Les Temps
Modernes, muy influyente entre los escritores latinoamericanos de la
generación del Boom, preconizaba justamente este tipo de literatura
comprometida que los de Literal rechazan enérgicamente, acercándose a
los postulados teóricos de Tel Quel, donde algunos temas marxistas son
retomados, pero ya no en el marco humanista del pensamiento sartreano,
sino en uno más cercano al postestructuralismo.
La sentencia según la cual “Asumir el compromiso = pactar un trato
con la escritura burguesa de los medios de información”(Libertella, 15)
remite, por ejemplo, claramente a Roland Barthes. De hecho, afirmaciones
tan sumarias como que “todo realismo mata la palabra subordinando el
código al referente, pontificando sobre la supremacía de lo real,
moralizando sobre la banalidad del deseo,” y un poco más adelante: “El
realismo es injusto porque el lenguaje, como la realidad social, no es
natural”(24), reproducen casi literalmente la crítica del realismo como
ideología burguesa que desarrolla Barthes en los sesenta y
setenta (4). Contra el realismo, la “escritura”; contra la represión, el deseo;
contra “la funcionalidad del lenguaje,” un valor que la literatura “quiere
explicitar:” “Cuando la palabra se niega a la función instrumental es
porque se ha caído de la cadena de montaje de las ideologías reinantes,
proponiéndose en ese lugar donde la sociedad no tiene nada que
decir.”(Libertella, 28 – énfasis en el original)
Se trata, pues, de una contraposición de la literatura – entendida en el
sentido de écriture, es decir, no ya como obra, sino más bien
como energeia, como proceso – a todo eso que Barthes llama “lenguaje
encrático” (Barthes 1973, 27). “El poder hace uso de la palabra con el
fin de someter la supuesta libertad del otro: la literatura es una
palabra para nada, en la que cualquiera puede reconocerse. El escritor
puede adjudicarse cualquier misión, el lector lee lo que puede creyendo
leer lo que quiere. No se trata del arte por el arte, sino del arte porque sí
(…)” (Libertella, 29), proclama Literal. Lo que se propone

no es, entonces, un abandono del compromiso


para regresar al esteticismo, sino más bien una salida de esa dicotomía
tan central en la reflexión sartreana. A la literatura comprendida como
“función social” (Sartre, 15), como medio para la revolución, se opone una
apología de la literatura como revolución en sí misma que reivindica “el
goce estético” (Libertella, 129) contra el “bricolage testimonial” en que
confluyen el realismo y el populismo, al tiempo que a esa literatura se la
excluye del “imaginario colectivo” donde reina el discurso sobre “el papel
de los intelectuales”(130).
Ahora bien, me parece significativo que en las principales fuentes
teóricas de esta toma de partido de Literal, la reivindicación de la escritura
está notablemente asociada a una relectura de Sade. En “Sade en el
texto,” publicado en un número especial de Tel Quel dedicado al marqués
(núm. 28, 1966), Phillipe Sollers lo comprende como emblema de esa
“perversión” que, opuesta a las neurosis de la sociedad burguesa, resulta
tan revolucionaria como la escritura misma. Si “la represión sexual es
sobre todo una represión de lenguaje” (58), entonces “el depravado que
no acepta el encubrimiento de los signos, se ve […] reducido a afirmar el
mal para liberar los signos y alcanzar el efecto sin causa del deseo. Por
ello, está obligado a atacar la dualidad más concreta, la más irrefutable,
que es la del placer y el dolor” (60). De ahí que, según Sollers, el vicio de
Sade no sólo sea el crimen sexual, sino en última instancia la
escritura misma, perversa en tanto implica una subversión de la
virtud burguesa en que la moral y la economía llegan a
confundirse.
No es casual que el ensayo de Sollers lleve un epígrafe de Bataille;
toda su lectura de Sade no hace sino continuar la que este realizara a
partir de los años treinta. Contra unos “compañeros” que son acaso los
comunistas, o los surrealistas que han entrado al partido, en “Sobre el
valor de uso de D.A.F. de Sade” (1931) Bataille reivindicaba a Sade como
heraldo de una revolución que tenía que ser gasto, pues había de liberar a
la naturaleza humana de la autocracia y la moralidad que autorizaba la
explotación. Si el dominio de la burguesía “corresponds to the general
atrophy of the ancient sumptuary processes that characterizes the modern
era,” la lucha de clases tenía que convertirse por fuerza en “the grandest
form of social expenditure” (126). Mientras en su Dialéctica de la
ilustración Adorno y Horkheimer comprenden el sadismo como la
expresión de una conciencia burguesa que al reificar el mundo termina por
tratar también a los seres humanos como cosas, Bataille afirma la
especificad del sadismo fuera del orden burgués, y, en consecuencia, la
solidaridad profunda del fascismo y la revolución. Para Adorno y
Horkheimer existe una consecuencia lógica entre la razón instrumental
burguesa, el sadismo y el fascismo: “Just as the overthrown god returns in
the form of a tougher idol, so the old bourgeois guardian state returns in
the form of the Fascist collective” (117). Para Bataille, en cambio, hay más
bien una contradicción: el sadismo, al oponerse a la economía burguesa,
estaría en cierta medida del lado de la revolución. Por eso Bataille creía
que la revolución había de aprovechar las fuerzas violentas,
“heterogéneas,” desencadenadas por el fascismo, y usarlas para destruir
el sistema capitalista.
A la luz de las ideas de Bataille se diría, entonces, que lo que muestra
propiamente la escena de “El niño proletario” es justo ese “fascinante
fascismo” – como le ha llamado Sontag en un célebre ensayo – que se
apropia del potencial erótico de la revolución. Si, según señala Slavoj
Zizek, la violencia es la única salida de la subjetividad capitalista
encerrada en sí misma, pues “[e]n contraste con la compasión
humanitaria, que nos permite retener nuestra distancia con respecto al
otro, la violencia misma de la lucha señala la abolición de esta distancia”
(82), la revolución puede por ello fácilmente degenerar en fascismo, y el
fascismo presentarse como revolución. Ante la amenaza de la revolución
proletaria, la burguesía “regresa” a formas premodernas, en una orgía que
sirve para reforzar la unidad de esa comunidad masculina: entre los tres
niños burgueses hay un líder, Gustavo, quien penetra primero al niño
proletario y lo ahorca al cabo, y no sólo se menciona la “hermanación” de
los otros dos, sino que al final el narrador habla de sus “camaradas.” Es
obvio, una vez más, que no es ésta la burguesía “homogénea,” sino una
“radicalizada” en sentido fascista: aquella palabra era compartida por
bolcheviques y falangistas, como signo de pertenencia a una comunidad
esencialmente ajena, e incluso opuesta, a la anómica sociedad liberal
burguesa.
Aunque la clásica interpretación marxista – cuya expresión canónica
acaso sea El asalto a la razón, de Lukacs – comprende al fascismo
como ultima ratio de la burguesía ante el avance de la revolución
proletaria, es indiscutible que el fascismo también intentó trascender el
orden burgués con una especie de reencantamiento del mundo que pasaba
por la reunificación de las esferas que en la modernidad habían adquirido
autonomía. En la guerra, el ritual y el mito la “vida” renacía

frente a la mezquindad del mundo


democrático-liberal. Según Zizek, la estrategia fascista consiste en
desplazar la contradicción fundamental entre las clases, manifiesta en la
revolución proletaria, por un antagonismo secundario, asociado a la raza
(43). A propósito de esto, es significativo que el narrador del relato de
Lamborghini se refiera al proletariado como un grupo determinado por la
herencia, desplazando así el conflicto de clase – que depende de la
situación con respecto a la propiedad de los medios de producción – por
uno de “sangre,” esto es, preburgués, propio de un mundo estamental. El
discurso del narrador no hace más que naturalizar esa condición que la
teoría marxista revela como histórica. Construye así la categoría de
“proletario” de la misma manera en que, como muestra Foucault, los
saberes del siglo XIX configuraron, esencializándolos, a la mujer y al
homosexual en tanto sujetos esencialmente otros, definidos no tanto en
función de sus actos como de su ser. Gabriel Giorgi apunta al respecto
que “[e]l lenguaje médico de “El niño proletario” […] es el de una
circularidad o tautología perfecta: instituye aquello que diagnostica,
produce aquello que dice encontrar. […] el niño ya es lo que fue su padre
y su madre, su ser proletario está en su sangre, repitiendo el ciclo perfecto
de su generación como degeneración, y por lo tanto ya realiza en su
“cuerpito” la categoría proletario, a la que pertenece por realizarla y que
realiza porque le pertenece, etc” (140).
Este burgués que señala que la “única herencia” que el proletario
puede dejar a sus hijos son los chancros y recuerda el “pañuelo de batista
donde el rostro de (su) madre augusta estaba bordado,” se opone al niño
proletario – que es sólo prole-como un patricio: el que tiene pater,
herencia, nombre. Aunque el narrador insiste en que “la execración de los
obreros también nosotros la llevamos en la sangre” (64), la violencia de
los agresores podría ser también una reacción ante la amenaza de esa
vasta prole. Si el proletario, como no puede dejar más herencia que su
propia descendencia, “hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas
con su esposa ilícita […], su semen se convierte en venéreos niños
proletarios” (64), entonces la tortura, violación y asesinato del niño
proletario revierte esa amenaza de la masa proletaria: ahora está él solo
frente a tres niños burgueses. Se diría que el sadismo aquí es justamente
lo contrario de la lucha de clases, en tanto esta constituye la forma
histórica de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo, tal como
fue explicada por Alexander Kojève en su célebre curso de los años
treinta. Si en esta dialéctica la negatividad del esclavo es recuperada por
el hecho de ser él, el proletario que transforma el mundo y a sí mismo, el
agente de la resolución final de la contradicción, en Sade no se recupera
nunca la negatividad; no hay, en rigor, dialéctica, sino por el contrario una
extrema polarización de las posiciones del sujeto y del objeto, en tanto
agente y paciente de la agresión sexual.
En la dialéctica hegeliana, “l’homme intégral, absolument libre,
définitivement et complètement satisfait par ce qu’il est,

l’homme qui se parfait et s’achève


dans et par cette satisfaction, sera l’Esclave qui a ‘supprimé’ sa servitude.
Si la Maitrise oisive est une impasse, la Servitude laborieuse est au
contraire la source de tout progrès humain, social, historique. L’Histoire
est l’histoire de l’Esclave travailleur” (Kojève, 26). Es el esclavo,
entonces, el que puede liberarse, y esa liberación coincide con el
movimiento mismo de la historia. Mientras el amo sólo puede
superarse, realizar la libertad, en la muerte, el esclavo lo hará mediante la
lucha revolucionaria, que presupone “la négation, la non-aceptation du
monde donné dans son ensemble” (33). Así, él ha de superar
dialécticamente al amo, conservando la autonomía de éste pero realizando
integralmente el ideal primero del encuentro entre ambos, que era el
reconocimiento de sí mismo en el otro.
Desde este punto de vista, en la escena ritual del relato de
Lamborghini lo que podría leerse es una regresión a aquel
momento primero del encuentro donde uno mata al otro; no hay,
entonces, posibilidad alguna de reconocimiento y, por tanto, no
hay sociedad; para que la haya, ambos deben sobrevivir, uno como
amo y el otro como esclavo, originándose ahí la dialéctica que
terminaría finalmente con la resolución de la contradicción y, por
tanto, con el fin de la historia. La muerte del esclavo por el amo sólo
puede verse entonces como una última estrategia del amo que, empeñado
en detener la fatal dialéctica, abandona su ocio para afianzar, mediante la
violencia, su posición privilegiada. Al final del relato, el narrador habla de
una “torre fría y de vidrio” desde donde ha contemplado “el trabajo de los
jornaleros” (68), reafirmando así la posición superior del amo, condenado
por su no trabajar al idealismo, a experimentar el mundo negativamente,
en el consumo de los productos creados por el esclavo.
Visto desde la dialéctica hegeliana, esta violencia del amo no es desde
luego revolucionaria, pues no transforma el mundo radicalmente, ni
tampoco la relación misma de servidumbre. El sadismo aparece
claramente como forma de dominación, pero hay otra dimensión de la
violencia, una ambigüedad en ella, que la dialéctica no comprende, y es la
que Bataille destacó en sus reflexiones sobre el erotismo. La escena
sádica de “El niño proletario” ejemplifica esa “jouissance de la
transgression” (232) de la que habla Lacan en su seminario “La
paradoxe de la jouisasance:”

Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran


y llegan a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con
destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los
órganos del goce (65).

Si antes el asco cotidiano por las heces y el vómito recula ante su


fuerza libidinal, ahora el niño proletario aparece claramente como
objeto de deseo, no ya tanto individuo específico, sino por su condición
genérica de proletario. “Porque el goce ya estaba
decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo
tirador de trapo gris, mugriento y desflecado” (65). Mientras más sucio y
degradado, más el cuerpo del niño proletario desata el delirio de los
agresores: uno a uno, los dedos de sus pies, dedos “mugrientos,”
“malolientes,” son cortados por el narrador. Ese cuerpo heterogéneo, a un
tiempo humano y “animal,” fronterizo, del niño proletario puede ser
comprendido, entonces, como ejemplarmente “abyecto” (5). Como lo
“heterogéneo” de Bataille, lo abyecto es para Kristeva un lugar “where
meaning collapses” (2). Cuestionando la identidad del sujeto, lo abyecto
se sitúa en el límite mismo del sentido: es lo ajeno en nosotros, y lo
nuestro en lo ajeno. Por ello puede relacionarse con esa otra categoría
estética fundamental de la modernidad que es lo sublime. Según Kristeva,
“[t]he sublime has no object either” (12) y, a diferencia de lo bello, tiende
asimismo a trastocar la dicotomía del sujeto y el objeto.
Creo que la blancura que el narrador evoca luego de contar la muerte
del niño proletario puede verse como el punto de indistinción de lo sublime
y lo abyecto. Al comienzo de la agresión, dice que ¡Estropeado! los miraba
“con la cara blanca de terror,” y añade enseguida: “oh por ese color
blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas,
por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros
palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorador color”
(64). El blanco es, así, el objeto de deseo de aquellos que están
definidos por el color. Ese blanco se opone, por un lado, al azul de la
bicicleta de Gustavo – signo de estatus social que usa para interrumpir el
paso al niño proletario –, y por otro a los colores vivos de la sangre y las
heces, destellantes a la luz solar que ilumina la escena toda. Al final,
cuando el sol ya se ha puesto y a la luz de la luna sólo queda el
ahorcamiento final (6), reaparece, significativamente, el color
blanco:

Era un espacio en blanco.


Era un espacio en blanco.
Era un espacio en blanco.
Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni
siquiera sé si conservo ya memoria. (68)
Ese blanco es, pues, la muerte. Y en el texto de Lamborghini marca
la entrada de un registro distinto, que cabe llamar lírico. En la referencia
paradójica a la propia muerte recordada es posible leer el célebre verso de

Vallejo, y luego el narrador se


apropia de aquel otro de Darío: “yo soy aquel que ayer no más decía.”
Esto, acaso, permite considerar aquí esa otra dimensión de la abyección
que aparece al final del ensayo de Kristeva: lo abyecto sería el gran tema
de la literatura moderna, de esa tradición maldita que va de Dostoievski a
Céline, pasando por Lautréamont, Bataille y Artaud. Si la literatura en la
modernidad ocupa el lugar antes reservado a lo sagrado, toda
representación de lo sagrado, ¿no sería siempre alegoría de la propia
literatura, que es como decir de la muerte de la divinidad?
De Mallarmé en adelante, la literatura se vuelve, en sus
manifestaciones más radicales, su propio tema, como una llama que se
alimentara a sí misma indefinidamente. La literatura moderna es, así,
lugar de una paradoja: vacío que alberga una plenitud; revolución porque
no puede ya hablar directamente del mundo, pero cuestiona la ideología
que pretende que el mundo es transparente, representable, inteligible. El
blanco final de “El niño proletario” podría verse como este espacio
ambiguo donde el deseo se revela, finalmente, como pulsión de
muerte. Y en este sentido, como en la dialéctica hegeliana, el esclavo es
la ‘verdad’ del amo, pero ya no porque contenga en sí la resolución final
de la contradicción, sino porque en su cuerpo devastado se trasciende por
un instante la distinción del sujeto y el objeto que constituye a la cultura y
a la humanidad misma. Y este momento es justamente, aquel donde se
produce lo que Barthes llama “el placer del texto,” la salida de una
identidad que se soporta en una economía que resulta, a la vez, burguesa
y humana. La pasión del niño proletario, ¿no es la pasión inútil de la
escritura – de la escritura en tanto goce irreductible a la dialéctica –
residuo que ha de permanecer incluso después de la resolución final de la
misma en el fin de la historia?

Notas

1. Sobre la relación del cuento de Lamborghini con el naturalismo


argentino, en específico la novela Sin rumbo, de E. Cambaceres, ver
Nancy P. Fernández. Para otras conexiones con la tradición nacional
argentina, los artículos de Alfredo V. E. Rubione, que lee el relato como
una inversión paródica de la literatura de Boedo; Hernán Ronsino, quien
explora la relación con El matadero, de Echevarría, y Susana Rosano,
quien lo relaciona con los relatos alegóricos del peronismo “La fiesta del
monstruo,” de Borges y Bioy Casares, y “Casa tomada,” de Cortázar.

2. A propósito, ha señalado Juan Pablo Dabove: “Durante su largo


calvario, ¡Estropeado! no habla. Ese es otro de los hechos básicos del
relato. No solamente no habla; tampoco guarda silencio. El silencio (como
en otras circunstancias, el grito) es el santuario último de la interioridad,
el límite que separa el cuerpo de la mera carne. Pero el no hablar de
¡Estropeado! no es un acto soberano de reserva o resistencia, sino
un reflejo de la clase. […] La literatura social siempre salva la
interioridad, o exhibe la violación de esa interioridad como un acto en
flagrante contradicción con la justicia. En El niño proletario, desde el
principio, la interioridad se declara desde siempre inexistente.”(225)

3. Sobre Lacan en Lamborghini, ver “Lacan con Macedonio,” de Julio


Premat. En Sacred Eroticism. Georges Bataille and Pierre Klosowski
in the Latin American Erotic Novel, Juan Carlos Ubilluz define tres
momentos de impacto de Bataille en América Latina: el primero, en el
primitivismo del primer Carpentier; el segundo, en Cortázar, Vargas Llosa,
Salvador Elizondo y Juan García Ponce; y el tercero en Severo Sarduy, por
intermedio de Tel Quel. Lamborghini, que no es incluido en el estudio de
Ubilluz, se inscribiría claramente en este último momento. De hecho, en su
conocido artículo sobre Lamborghini, Néstor Perlongher relaciona a
Lamborghini y a Sarduy como dos formas del “neobarroco:” “la ‘escritura
como tatuaje’ de Severo Sarduy, y la ‘escritura como tajo’, de Osvaldo
Lamborghini” (203). Si “El niño proletario” es desde luego el epítome de
esta última, pienso que es en Cobra (1972), texto contemporáneo
de Sebregondi retrocede (1973), donde se podría leer mejor la “escritura
como tatuaje.” En esta novela, la violencia – la del travestí sobre su
propio cuerpo, y la del ritual en que Cobra es despedazado – funciona
también como alegoría de la escritura en tanto radicalidad antiburguesa.

4. Ver, por ejemplo, “Literatura et signification” (Tel Quel, 1963), y


“Écrivains et écrivants » (Argumernts, 1960), ambos incluidos en Éssais
critiques. Y, desde luego, Le plaisir du texte.

5. En “El arte como crueldad,” Susana Romero ha usado el concepto de


la abyección de Kristeva para comprender la “fiestonga del odio” de El
fiord: “No es por tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve
abyecta la fiestonga sino el hecho de que perturbe en sus raíces una
identidad, un sistema, un orden.”(211)

6. En su lectura del relato, Dabove hace énfasis en esta última parte del
crimen: la estrangulación y la colocación del cadáver no significan “un plus
de crueldad” sino “un plus de sentido, que hace que el cuerpo del niño
proletario deje de ser un despojo y se convierta en una reliquia (esto es,
en el soporte de una memoria)” (226). Según Dabove, es en “esta
dimensión espectacular donde reside la diferencia entre El niño
proletario y otras fiestas del monstuo.” En esa puesta en escena final
habría una redundancia: “los niños no escriben el cuerpo de ¡Estropeado!,
sino que sobrescriben lo que ya está escrito (como en un baño o en un
banco de escuela) por la maestra. “Lo hacen por lujo, por gasto, por
exhibición. ¿Acaso no llamamos a ese lujo, a ese gasto, a esa exhibición o
repetición al infinito, “Literatura”?,” concluye Dabove (229) En mi lectura,
he preferido concentrarme en el primer momento, la violación y la tortura,
que corresponde más bien a una dimensión ritual, para ver allí una
transgresión del orden burgués cercana a la estetización fascista de la
política. La conclusión de mi lectura es, empero, coincidente con esta de
Dabove, como se verá enseguida.

Obras citadas
Barthes, Roland. Essais critiques. Paris: Editions du Seuil, 1964.
_______. Le plaisir du texte. Paris: Editions du Seuil, 1973.
Bataille, George. Visions of Exces. Selected Writings 1927-1939. Minneapolis: University of Minnesota
Press, 1985.
Dabove, Juan Pablo. “‘La muerte la tiene con otros’: sobre El niño proletario,” en Y todo el resto es
literatura: ensayos sobre Osvaldo Lamborghini. Juan Pablo Dabove, Natalia Brizuela, compiladores,
Buenos Aires: Interzona, 2008. 215-231.
Fernández, Nancy P. “Violencia, risa y parodia: ‘El niño proletario’ de O. Lamborghini y Sin rumbo, de E.
Cambaceres,” enRevista Interamericana de Bibliografía / Inter-American Review of Bibliography, No.43.3,
1993. 413-417.
Giorgi, Gabriel. Sueños de exterminio. Homosexualidad y representación en la literatura argentina
contemporánea, Buenos Aires: Beatriz Viterbo Editora, 2004.
Holding, William, Lord of the Flies, New York: Coward-McCann, 1955.
Kojève, Alexander. Introduction a la lecture de Hegel. Paris: Gallimard, 1947.
Kristeva, Julia. Powers of Horror. An Essay on Abjection. New York: Columbia University Press, 1982.
Lacan, Jacques. Le séminaire. Livre VII. L’étique de la psichoanalyse, Paris: Editions du Seuil,
1986.
Lamborghini, Osvaldo. “El lugar del artista. Entrevista a O. Lamborgini”, en Lecturas críticas, no.1, Buenos
Aires, diciembre de 1980. 48-51.
Lamborghini, Osvaldo. Novelas y cuentos, Barcelona: Ediciones del Serbal, 1988.

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