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EL CACHARRO

Mi padre tenía, además de mí, a mi hermano mayor, una máquina y un grupo de amigos. A mi
madre no la poseía, porque se habían separado hacía un montón de años y él nunca se había
buscado a nadie. El carro era un Ford V8 de fines de los cincuenta, destartalado, pintado a
brocha: así al menos tenía un color definido y los caballitos lo dejaban tranquilo. Cuando había
gasolina, perfecto; cuando no, resolvía con cualquier cosa, hasta con luz brillante. Otro de los
problemas, las gomas, lo tenía también resuelto. Eran de fumigadoras para naranjales marca
Tifone. De tan grandes, tropezaban con el chasis cuando cogían un bache.
Pero no había camino que se le resistiera. Aunque fuera una inmensa loma, como aquella
de Trinidad en que luego de llegar a la cima con tremendo esfuerzo y mayor humareda, tuvimos
que parar y volver a pie sobre los pasos para recoger el motor de arranque que se había caído.
Bufaba, cabeceaba, resoplaba.. y siempre llega al final de cualquier camino. En cuanto a
capacidad de carga, era casi infinita. A mi hermano no le gustaba manejarla. Ciertamente él no
heredó la vocación por la mecánica y los carros, como yo. Lo de él era la literatura y la cosa fina.
Yo sí la manejaba desde chiquito. Casi no alcanzaba a ver por el parabrisas y parecía que el carro
iba solo. Pero a nadie le importaba. Ni siquiera la sangre llegó al río cuando le rallé la carrocería al
“Tres Patá” de un viejo que vivía en la otra esquina. Aunque quejarse hubiera sido inútil, porque
Chicho, el jefe de la policía en el pueblo, era amigo y cliente de mi padre
No pasaba domingo sin que los amigos y yo dejáramos de abordar la máquina para irnos de
parranda, con el negro Vitico de chofer para el retorno seguro, dada su condición de abstemio
total. El cacharro daba siempre su tángana. La más habitual era que cuando caminaba un rato se
plantaba, como dragón cansado, y empezaba a echar vapor por la boca del radiador. Entonces
alguien tenía que tomar una lata vieja y salir a montear agua por los alrededores, hasta
encontrarla en una cuneta, un charco o la casa de un guajiro. Suerte que mi padre era casi el
padre del carro, y le conocía de memoria hasta el último de los achaques. Ya estábamos tan
acostumbrados, que cuando dábamos un viaje sin problemas jugábamos a romperlo. Un día le
instaló un inmenso radiador de camión Zil soviético y fuera catarro… digo, calentones.
Cierta tarde mi hermano iba en la guagua de pasajes y descubrió en la cuneta a la máquina
con las ruedas al cielo y la carrocería hecha un acordeón. A los gritos de “Ay, mi padre. Se mató
mi padre”, el chofer tuvo que detener el ómnibus. Se abalanzo hacia el lugar, pero dentro no
había nadie. Se volvió hacia los chismosos que rodean el poli traumatizado vehículo y preguntó.
— ¿Dónde está mi padre, cómo está él?
—Ya se lo llevaron para el hospital. Pero está bien —dijo un viejito.
Menos mal, pensó mi hermano, y suspiró aliviado.
—El problema fue sacarlo —intervino una mujer—. De tan gordo que era no cabía por la
ventanilla y hubo que arrancar la puerta.
— ¿Cómo gordo, si mi padre es flaco? —respondió mi hermano. Y cayó en cuenta. Ese no
era nuestro padre, sino el amigo al que solía prestarle la máquina.
Se acabaron las juergas y las salidas dominicales. Todos los esfuerzos y los ratos libres se
dedicaron a recomponer el destartalado carro. Soldadura va y viene. Martillazos para enderezar
las jorobas, lima gorda y piedra de esmeril para rebajar los abultamientos, masilla para los
huecos, y mucha lija a mano con una tabla para emparejarlo todo. Semanas tras semanas. El
responsable fue una vez cuando salió del hospital y ya. Hasta que el improvisado equipo de
chapistería se fue aburriendo y terminó por abandonar a mi padre, quien no tuvo más remedio que
sacar la máquina a la calle aún sin terminar, con la promesa a sí mismo de concluirla poco a poco.
Error. Apenas la vio caminando, la tropa volvió a caerle encima. Para pasear, por supuesto, y no
para arreglarle nada. De manera que se fue cayendo a pedazos hasta que se tiró un día en el
suelo y se negó rotundamente a continuar. Y vino alguien que, después de pagarla bien barata,
dadas sus malas condiciones, se la llevó a remolque para no se sabe donde, porque nunca más
se le volvió a ver. Luego, mi padre no quiso saber más de carros. Lo más que hizo fue comprarse
un motorcito Vergovina. Después, ni si quiera eso. Terminó sobre una bicicleta. Muy
comprensible, por cierto, pues si mal le fue con la máquina, peor con la moto. Dos veces lo
atropellaron en esta última y si bien escapó con vida, lo hizo con secuelas que le acompañaron
hasta la tumba.
Y a esta última excursión no fueron los habituales amigos de farra. Mucho menos el que le había
desbaratado al carro, quien se había apeado de su amistad desde hacía muchísimo tiempo.
Tampoco estuvo Vitico. Después de todo, este era un viaje sin regreso.

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