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Revista Anfibia Enero 2018

“Que tengan buen viaje”

Irene Ulanovsky

Cada 23 de enero los integrantes de aquel vuelo 385 de Aerolíneas Argentinas se mandan un

mail con la misma falsa promesa: “el año que viene volvemos juntos a México”. Cuando hicieron

ese viaje 35 años atrás, eran una manada de niños y adolescentes que aprendió a caminar en el

exilio, eyectados del país de sus padres por la dictadura. ¿Por qué regresar fue como un

aterrizaje forzoso? Inés Ulanovsky escucha las nuevas formas que tomaron los recuerdos a la

vez que actualiza las voces de la memoria.

A la memoria de Marta Merkin, Ana Amado y Nicolás Casullo

Fuimos los primeros de un enorme grupo de argentinos en ir volviendo del exilio mexicano.

El 23 de enero de 1983 mi familia y yo volvimos a Argentina en el vuelo número 385 de Aerolíneas

Argentinas procedente de la Ciudad de México, lugar en el que habíamos vivido los últimos seis años

de nuestras vidas. En ese mismo avión viajaron también Nicolás Casullo, su mujer, Ana Amado y sus

hijas Liza y Mariana. Además de un grupo de adolescentes que volvían sin sus padres (que por motivos

laborales debían estar algunos meses más afuera). Ellos eran los hermanos Julián y Nicolás Gadano,

Gabriela Portantiero y Laura Rey.

La tapa del diario Clarín del día que aterrizamos en Buenos Aires tenía tres títulos principales: “Caerá

hoy a Tierra el satélite nuclear”, “Legisladores de EE.UU. recibieron un informe sobre desaparecidos” y

“Ganaron los punteros y goleó Racing”.

Irse
Nací en marzo de 1977 en Buenos Aires. Cuando cumplí dos meses, mi mamá y yo nos fuimos a vivir a

México. Mi papá ya se había ido un tiempo antes para ir buscando casa y trabajo. Era la segunda vez

que ellos se instalaban ahí. La primera estadía en el Distrito Federal había transcurrido entre fines del

74 y principios del 76; por entonces decidieron volver a la Argentina porque tenían la sensación de que

lo peor ya había pasado.

Mi hermana Julieta tenía nueve años y vivía en Buenos Aires con su mamá, pero en diciembre del 77

decidió que ella también quería vivir en México con nosotros. Juli conocía bien esa ciudad. Entre el 74

y el 76 ya había viajado dos veces a visitar a mi papá. En esos primeros años ellos tenían un

departamento amueblado ubicado en la calle Mariano Escobedo, que no exigía garantía ni pagos por

adelantado. Por esas facilidades, en ese mismo edificio -bautizado irónicamente como “El Palacio”-

vivían varios argentinos exiliados, entre los que se encontraba el expresidente Héctor Cámpora. En

una de sus visitas, mi hermana se lo cruzó en un ascensor y muy emocionada le dijo: “¡Cámpora! ¿Y

Solano Lima?”. Cámpora le sonrió. Casi todas las tardes de ese verano Julieta le iba a tocar el timbre

de su departamento para saludarlo. A mi hermana le llamaba la atención que él la hiciera esperar

unos segundos en la puerta. Se iba a poner un saco y –entonces sí- la recibía. Después le contaba a mi

papá que se aburría un poco porque de lo único que se hablaba en esa casa era de política.

A Julieta, la decisión de instalarse definitivamente en México para pasar más tiempo con su nueva

hermana le daba alegría. Los días previos a su partida recuerda haber tenido una sola preocupación:

perderse el episodio triple de La mujer biónica, la serie que seguía con total devoción. Pero la tarde que

llegó a México la esperaba una sorpresa que parecía planeada por el mejor comité de bienvenida del

mundo: estaban pasando ese mismo capítulo triple que además pudo ver -por primera vez- en un

televisor color. Desde ese momento y hasta las 18 horas del 22 de enero de 1983, mi hermana, mi

mamá, mi papá y yo vivimos en Distrito Federal mexicano.

Vivir

Ahí aprendí a caminar, a comer y a hablar (en mexicano perfecto). Vi por primera vez televisión,

escuché música y tuve amigos. Fui educada por maestras mexicanas y cuidada por “muchachas” (así

les llamaban a las empleadas de casas particulares) mexicanísimas. Los primeros años me cuidó

Carmela. A ella le preocupaba mucho que yo no estuviera bautizada. Mi mamá le explicaba todos los
días que nosotros no éramos creyentes pero a Carmela eso le parecía inaceptable. Una mañana ella

dijo que me llevaba a los juegos, una especie de plaza de mi barrio. Pasaron dos horas y como no

volvíamos mi mamá salió a buscarnos por todos lados. Cuando estaban a punto de llamar a la policía

finalmente volvimos. Carmela tuvo que explicar que en realidad me había llevado a la iglesia de su

barrio a bautizar, y que lo había hecho para que “nada malo le pase a la niña”. Yo era esa niña. Me

animo a asegurar que fui la única argentina atea de origen judío, bautizada en la clandestinidad de la

Ciudad de México. No se me ocurre una experiencia más mexicana que esa.

En nuestra casa se comían milanesas y empanadas pero en simultáneo fui alimentada por Carmela,

Leti y Mari, las muchachas que me daban de comer lo mismo que comían ellas: harina de maíz,

frijoles, chile y agua de horchata, entre algunas otras cosas. Yo sabía que había nacido en Argentina,

pero no entendía demasiado qué quería decir. Argentina era un concepto difuso para mí. Era el dulce

de leche, los alfajores Havanna que cada tanto aparecían, la bandera celeste y blanca -que durante

bastante tiempo confundí con la uruguaya- mis abuelos y los militares. No mucho más.

Volver

Con mi casi hermana, compañera de jardín y vecina del edificio número 21 de la Villa Olímpica,

Mariana Casullo, teníamos muy claro que estábamos ahí de paso. Que faltaba poco -aunque ni idea de

exactamente cuánto- para volver a la Argentina, ese lugar casi mitológico del que sabíamos tanto y a la

vez tan poco. Durante esos seis años repetimos a nuestros amigos mexicanos (pero supongo que

sobretodo a nosotras mismas): “somos argentinas y cuando se vayan los malos vamos a volver”.
Desde la guerra de Malvinas en todas las casas argenmex se empezó a hablar cada vez más seguido de

la vuelta. Entonces para nosotros apareció la fecha de vencimiento de la experiencia mexicana que

hasta ese momento había sido toda mi vida.

Despedirse

Marta Merkin y Ana Amado (mi madre y la de Mariana) organizaron una despedida en nuestro jardín

de infantes. Imagino que pensaron que era bueno que cerráramos de alguna forma concreta nuestro

paso por México. Con Mari llevamos a la escuela una torta de chocolate y el casette de Parchís, y

ofrecimos un particularísimo espectáculo a nuestros compañeritos mexicanos: una coreografía errática

y delirante basada en el tema “Hola amigos”. No sé quién eligió esa canción pero el mensaje era un

poco confuso. La letra que nos sabíamos de memoria decía:

“Hola amigos

ya estamos aquí

con este juego

que es nuevo nuevo

si alguien no lo ha visto que se fije en mi”

Cantábamos y bailábamos “Hola amigos”, pero en realidad lo que decíamos era: “chau amigos”. Nos

vamos de este país. Nos vamos a Argentina y no sabemos si nos volveremos a ver. Para Mariana

Casullo -que al igual que su hermana Liza también había nacido en México- “la Argentina” eran los

nombres de sus abuelos y sus tíos y las voces de ellos que escuchaba en los casettes que les

mandaban por correo. Ella cree que tenía tantas ganas de conocer Argentina porque era el horizonte

de deseo de sus padres.

A Julieta, que ya tenía 14 años, escuchar hablar de la vuelta la angustiaba. Todo era “una angustia

sin remedio”, “una tristeza insoportable”. Recuerda que en esos días lloraba todo el tiempo y

escuchaba mucho en su walkman una canción que sentía propia: “No woman no cry”, de Bob Marley.
Julián Gadano cuenta que unos meses antes del regreso sí quería volver y cree que idealizó a la

Argentina, para que le resultara más fácil digerir la decisión de sus padres. Algunos de sus amigos

mexicanos lo cuestionaban porque estaba “muy argentino” y recuerda con risa que en la fiesta de

despedida él sacaba los discos de New Wave que sonaban para poner sus discos de Serú Girán.

Gabriela Portantiero también asocia esos últimos días en México con Serú Girán. Se la pasaba

escuchando y cantando “Canción de Alicia en el país”. Probablemente se sentía identificada con la

parte de la letra que dice:

“Te vas a ir,

vas a salir

pero te quedas,

¿dónde más vas a ir?”

Laura Rey tenía 16 años y cree que las ganas de volver que sentía estaban contagiadas de sus padres

pero que en realidad no tenía idea a dónde estaba volviendo.

Para los adultos tampoco fue fácil volver. Mi papá dice: “En los últimos dos meses de estadía no pasé

ni un solo día sin llorar. Un poco por lo que significaba el alejamiento de una situación personal y

profesional muy gratificante. Y otro poco, por el hecho de que no sabía demasiado bien adonde volvía.

O sí sabía.”

Los preparativos del viaje ocuparon todo. Literalmente cada rincón de nuestra casa se llenó de cajas.

Un par de semanas antes empezamos a desprendernos de nuestros objetos. Cada uno debía elegir

unas pocas cosas que mandaríamos en un conteiner compartido con varias familias argentinas, que

viajaría por barco y que llegaría varios meses después que nosotros. Yo elegí traerme mi colección de
“libros animados”, una enciclopedia llamada El Quillet de los niños, dos casitas de plástico marca

Fisher Price, un par de Barbies y mis discos de Parchís y Timbiriche (mis bandas sonoras de ese

momento). El resto de cosas como muebles, ropa, juguetes, libros y demás que había en mi casa

tuvimos que regalaras o venderlas. Fue el caso de “El Quía” -así se llamaba- nuestro perro. Un Cocker

Spaniel marrón al que yo amaba pero que tenía serios problemas de conducta. Le gustaba bastante

morder a los niños. Muy a mi pesar decidimos dejárselo a unos vecinos que no tenían hijos. Recuerdo

no querer salir de mi casa para no tener que verlo adaptado a su nueva vida.

Con mis amigas argenmex luego reconstruimos vía WhatsApp los nombres de otros perros de

argentinos en México, casi todos hijos o parientes de la mítica “Pampita”, la perra de Nati y Flor. Ellos

eran “Bacán”, “Mendieta”, “Garufa”, “Piluso” y “Cheta”. Algunos de esos perros tuvieron mejor suerte

que “El Quía” y pudieron viajar con sus dueños, conocer, vivir y morir en Argentina.

Partir

La tarde del sábado 22 de enero de 1983 un grupo enorme de argentinos y mexicanos nos

encontramos en el Aeropuerto Internacional “Benito Juárez”. Estábamos los que nos íbamos y los que

venían a despedirnos. Eramos muchos. Mi mamá había comprado unas calcomanías de arco iris para

ponerles a todas nuestras valijas –que eran muchas- con el objetivo de reconocerlas más rápidamente

en la cinta transportadora de Ezeiza.

El grupo de adolescentes era el que lloraba más fuerte. Mi hermana se abrazaba a sus amigos y tengo

la imagen –no sé si real o inventada- de que un adulto intentaba separarlos porque “se nos iba el

avión”.
Durante los meses de transición entre México y Argentina, mi papá escribió un gran libro de crónicas

del exilio que se llamó Seamos felices mientras estamos aquí. Sobre la despedida colectiva, él escribió

este fragmento:

“Muchos de los argentinos con quienes habíamos compartido tantos momentos amargos y optimistas, de

melancolía y júbilo, o sea, la vida misma, estaban en el aeropuerto para decirnos adiós y desearnos

suerte, con abrazos inolvidables y demoledores. Los que se iban se quedaban y los que se quedaban se

iban y cada uno lloraba calidades distintas de pena. Yo, particularmente, lloraba el fin de una etapa.”

Del aeropuerto, Laura Rey recuerda la angustia de ver cómo se iban haciendo chiquitos sus amigos a

medida que la escalera mecánica se alejaba. Gabriela Portantiero tenía 17 años y siente haber tenido

la certeza de que era un día importante, raro. Que todo iba entre la expectativa y la tristeza. Que el

hall del Benito Juárez estaba lleno de amigos y amigos de amigos y que el momento de la despedida

final fue desgarradora. Para Julián, ese también fue un momento intenso, “una despedida de verdad”.

De esas de “no sé cuando voy a volver a verte”.

Yo me acuerdo muy bien de lo raro que me parecía ver a tantos adultos llorando. También que Cecilia,

una amiga de la familia, me hubiera traído una cajita de bombones para comer en el avión. Y que nos

decían “Nos vemos en Buenos Aires”, pero como mientras lo decían estaban llorando, yo desconfiaba

un poco de todo.

Despegar

Del avión hay pocos recuerdos. Mariana asegura que jugó conmigo con las cartas del Chavo del ocho.

Julieta tiene la imagen haber estado todo el vuelo mirando por la ventana y escuchando su walkman.

Laura, que se acercó a Julieta para pedirle un rato su walkman y que ella se lo prestó, justo cuando

sonaba el tema “Under my thumb”, de los Rolling Stones. También registró que en un momento Ana

Amado estaba feliz y brindó con un vaso de whisky por el regreso.

Mi papá dice que probablemente haya sido en ese vuelo -que en el aire parecía que no se iba a

terminar nunca- que le empezó a perder el miedo a los aviones, y que el miedo a volar se fue

transformando en cada uno de los riesgos y temores del regreso.


Julián recuerda que hubo una escala nocturna en la ciudad de Lima en donde Carlos –el adulto a

cargo de los adolescentes- les compró a todos una Inka-cola, la bebida más popular de Perú. Y también

el momento de mayor emoción, cuando a la mañana el comandante anunció: “Estamos ingresando en

territorio argentino”.

Aterrizar

Apenas se abrieron las puertas automáticas del aeropuerto de Ezeiza lo que más me impresionó fue el

calor pero sobretodo la humedad, tan habitual en Buenos Aires pero completamente desconocida para

mí hasta ese momento. Había un grupo de gente -mucho menos numeroso y demostrativo que el que

habíamos dejado en México- que nos estaba esperando.

Mariana recuerda que al salir de México su hermanita Liza de apenas 18 meses tenía el pelo lacio, y

que al aterrizar en Buenos Aires ese pelo devino en rulos a causa de la humedad porteña.

Mi papá llevaba un carrito repleto de valijas apiladas y mi abuelo Simón se acercó a saludarnos

tímidamente. Mi papá soltó el carrito y lo abrazó. Yo los miraba. El se dio cuenta de que no nos

conocíamos, entonces nos presentó: “él es tu abuelo Simón” dijo mi papá y yo no supe que decir.

Fuimos caminando bajo el sol de enero hasta su auto, un Renault 12 que yo recuerdo celeste pastel y

mi hermana asegura que era negro. Mi mamá estaba muy seria. Hacía menos de dos años se había

muerto su papá y su ausencia en Ezeiza debió ser muy dura, pienso ahora.

Mi abuelo Simón nos llevó a la casa de mi abuela materna (en donde vivimos un tiempo) en un viaje

que recuerdo eterno y silencioso. Mi hermana estaba vestida con jeans y botas, ideal para el calor

agobiante que nos recibía. A ella la fue a buscar su mamá y se fueron juntas en otro auto.
Gabriela Portantiero tiene grabado el momento en el que entró con las valijas en la mano después de

pasar por migraciones: “Vi a mis abuelas y sentí el impulso de subirme de nuevo al avión. Sentí que lo

que me esperaba era denso y pesado como el clima húmedo de ese día”. Nicolás Gadano también se

acuerda del calor, y de que su primo Nacho le advirtió que en Argentina la camisa se usaba adentro

del pantalón. El señor de migraciones les hizo un “chiste” para nada gracioso a los hermanos Gadano.

Les preguntó si en el estuche de la guitarra que traían había ametralladoras, porque en México eran

“todos guerrilleros”. Bienvenidos a la Argentina.

Llegar

Para casi todos los hijos de exiliados -los de ese avión y los demás- el exilio fue volver. No hay muchos

recuerdos felices de los primeros años. Ser argentinos y sentirse argentinos no parecía lo mismo.

Julián recuerda que la Buenos Aires del 83 no tenía nada que ver con la que guardaba en la cabeza: la

veía vieja, con colores tristes. Todavía se le viene la imagen de la gente caminando como “derrotada”. A

Laura también le impresionó la “descromatización” de Buenos Aires respecto a lo colorida que era

México; al principio le gustó volver pero luego entró a un colegio horrible en Martínez y “todo se volvió

un pozo descendente”. A Gabriela esa Buenos Aires “no le gustó ni medio”. También tiene el recuerdo

triste de ese verano de mucho calor y persianas bajas. Una de las primeras cosas que hizo el grupo de

adolescentes que compartió ese vuelo fue ir juntos a ver la película Buenos Aires Rock, el registro

documental de ese largo recital de rock nacional que se acababa de estrenar en los cines porteños.

Extrañar México fue una constante para todos. Yo extrañaba a mis amigos, a la comida, a mi escuela y

a la televisión. Adaptarse a Argentina demandaba mucho esfuerzo. Julieta dice que para todos los que
estábamos en edad escolar, el ingreso a la institucionalidad fue durísimo. En primaria o secundaria,

todos coincidimos en haberla pasado muy mal durante esos primeros años. Varias de nosotras fuimos

apodadas “La chilindrina” por nuestra forma de hablar. Para evitar las burlas tomé una decisión

tajante: llamarme a silencio casi total durante todo primer grado y ver muchas horas de televisión,

especialmente el programa Señorita Maestra, hasta aprender a hablar en argentino perfecto. Para

Mariana también fue una obsesión sacarse la tonada y los modismos mexicanos lo antes posible. Los

vivía como un trauma: “En Argentina manquetilla se dice manqueta” (por manteca) y resbaladilla se

dice tobogán”, repetía para aprender.

Los adolescentes se intercambiaban cartas dramáticas con sus amigos de México y cada uno debía ver

la forma de apropiarse de la ciudad. De sentirse un poco más de acá. Menos de allá. Mariana Casullo

era más optimista: recuerda la fascinación que le generaban las veredas y los semáforos porteños.

Durante los primeros años, recuerdo una pregunta fatal con la que me ponían “a prueba” algunos

familiares a los que acababa de conocer: ¿Qué te gusta más, México o Argentina? Yo, como buena

sobre-adaptada y para que nadie se ofendiera contestaba siempre lo mismo: “Me gustan los dos por

igual”.

Los primeros 23 de enero me angustiaba porque no quería que se cumplieran la misma cantidad de

años vividos en México que en Argentina. Cuando cumplí 12 años y ya había pasado la mitad exacta

en cada país, decidí dejar de contar. Creo que desde ahí me siento argentina aunque si me guío por

aquello de que “la verdadera patria es la infancia”, entro en dudas. Tal vez me apropié de lo “argentino”

gracias al rock nacional que empecé a escuchar obsesivamente en esos años o simplemente y por una

cuestión de supervivencia dejé de preguntármelo tanto.

Cada 23 de enero varios de los integrantes del vuelo 385 nos mandamos un mail para recordar

nuestra vuelta. Y cada vez prometemos que al año siguiente vamos a hacer un viaje y volver todos

juntos a México.

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