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INTRODUCCIÓN A LA ICONOLOGÍA DEL ARTE COMO PERSPECTIVA

HISTORIOGRÁFICA DEL ARTE por Ricardo Malagón

En este caso, la diferencia entre método y perspectiva1 resulta epistemológicamente


significativa por dos razones. La primera no existe como tal un método iconológico —como
tampoco un método formal o un método sociológico— para el «Arte» en ‘abstracto’. No debería
hablarse de la «Iconología del Arte” por Erwin Panofsky, sino más bien de la “Iconología del arte
humanista por Erwin Panofsky en el contexto académico e institucional del arte en Europa y
Norteamérica durante la primera mitad del siglo XX”.

Se reconocen cuatro hechos fundamentales en el surgimiento de la Iconología del «Arte».


El primero, esta surge como reacción al dominio de las tendencias formalistas en la práctica
historiográfica, crítica y teórica de la reflexión artística desde finales del siglo XIX hasta la
primera mitad del siglo XX. El segundo, la introducción en la reflexión artística de los fenómenos
de la cultura de masas como los de la fotografía el cine y la televisión en los que colapsa tanto el
criterio de la unicidad de la imagen como la identificación entre imagen y objeto artístico. El
tercero, la continuidad en el proyecto decimonónico —liderado por autores como Jacob
Burckhardt2 (1818-1897) —de insertar el «Arte» en una historia cultural. Y el cuarto, la paradójica
continuidad de la tarea —iniciada desde finales del siglo XIX por las corrientes formalistas— de
lograr la autonomía de la Historia del arte respecto a otras disciplinas dentro del campo de las
Ciencias Humanas.

El desarrollo de la Iconología del arte de la primera mitad del siglo XX aportó a la


creación del ‘mito’ de la disciplina de la Historia del arte como ‘madre moderna’ de las Ciencias
Humanas por el particular y vertiginoso desarrollo metodológico, teórico y crítico de esta
disciplina. Además por su capacidad para hacer confluir tanto diferentes formas de «Arte» como
diversas disciplinas y áreas de conocimiento como la Historia, la Filosofía, la Teología, la
Arqueología o la Estética, la Teoría musical, las Matemáticas, la Geometría o la Astrología.

De igual manera, se debe, en parte, a la confluencia de la actividad académica e


institucional de la llamada Escuela de Viena y el Instituto Warburg. La primera aporta las
posibilidades historiográficas y críticas de la noción de «espíritu de la época» exploradas en la
obra de reconocidos autores como Alois Riegl (1858-1905), Max Dvořák (1874-1921), Julius von
Schlosser (1866-1938) o Hans Sedlmayr (1896–1984). Y el segundo —a pesar de su propio
fundador Aby Warburg (1866-1929)— aporta a la ‘definición metodológica’ de la Iconología del
arte, en especial, mediante la obra de Erwin Panofsky (1892-1968). A pesar de estas
invenciones y hallazgos historiográficos e interpretativos, aún hoy se mantiene el riesgo de que

1
El primero presupone la posibilidad de determinar unas nociones, variables y/o procedimientos que intentan asegurar un resultado preestablecido, es
decir, el método tiene un carácter instrumental y relativamente infalible. Y la segunda presupone unas nociones, variables y/o procedimientos mediante
las cuales se intenta abordar una determinada dimensión de un fenómeno que se reconoce como demasiado complejo y que, por lo tanto, se renuncia a
la omni comprensión del mismo; es decir, la perspectiva tiene un carácter analítico, parcial (no omnicomprehensivo) y falible (objetable). Una vez
reconocida la historicidad y complejidad inherente al «Arte», conviene entonces hablar más de perspectivas que de métodos historiográficos. Así mismo,
en el método tiende a presuponer la estabilidad del objeto de estudio, mientras que en la perspectiva no necesariamente.
2
Es importante recordar que la propuesta de Jacob Burckhardt se inscribe en lo que el historiador e historiógrafo Herman Bauer llamó “De las biografías
a la historiografía del arte” y que surge un siglo después a la historiografía idealista de J.J. Winckelmann. Esta propuesta se debate entre las tensiones
entre la resignación cultural —respecto a un pasado cultural que se reconoce como decadente y en desaparición y el historicismo—y la fe en el progreso
en la que se presupone —de pronto ingenua e hipócritamente— que el «Arte» tiene un papel protagónico en la construcción no sólo de la cultura, sino
de la civilización y la historia. Esta fe se expresa en términos de nuevos conceptos sobre cultura, pueblo e incluso raza o técnica. La desaparición de la
historia y la cultura coinciden en Burckhardt con el rechazo de las construcciones históricas idealistas como las propuestas teleológicas de Hegel por
considerar precisamente que bajo este tipo de propuestas no se promueve la inserción del arte en proyectos culturales concretos.
1
una vez identificados los significados profundos de la «obra de arte» y las respectivas
variaciones en el espacio y el tiempo de las significaciones respectivas, se olvide la manera en
que los mismos han sido realizados visual y/o plásticamente y, en consecuencia, se pierda la
especificidad de parte del ‘objeto de estudio’ de la Historia del arte, la «obra de arte».

La pregunta por el sentido originario de las obras y la evolución del mismo resultó
pertinente en la definición de la autonomía disciplinar de la Historia del arte —a finales del siglo
XIX y principios del siglo XX— en congruencia con lo aportado al respecto por las corrientes
formalistas. Al mismo tiempo, se revela una ‘incomodidad metodológica’ o mejor una ‘limitación
epistemológica’ propia de la Iconología del arte en la que la definición tanto del objeto de estudio
como los objetivos, alcances y limitaciones de la misma resultan tan problemáticos, que parece
imposible un acuerdo al respecto. Los textos de los autores paradigmáticos —por ejemplo, Erwin
Panofsky y Ernst Gombrich— replantean, una y otra vez, el problema, sin alcanzar un acuerdo al
respecto y cada análisis iconológico es antecedido por una ‘disculpa metodológica’ acerca de la
incertidumbre epistemológica y metodológica de la Iconología del arte.

De otra parte, la Iconología del arte: “Metodológicamente supone una inversión del
camino a seguir, puesto que supone explicar la obra de arte desde fuera y no en sí misma, lo
cual es tan ilógico como partir de unos presupuestos normativos estéticos o filosóficos”.3
Reaparecen riesgos aparentemente superados: primero, el de un historicismo en el que «obra de
arte» particular se pierde en medio de la historia de las grandes narrativas (culturales e
ideológicas); segundo, el de que la Historia del arte se convierta en la historia de las ideas, las
imágenes, la cultura y/o el espíritu; y tercero, el de que la «obra de arte» adquiera un sentido
meramente instrumental y/o documental en el establecimiento de un determinado contenido
cultural. Las «obras de arte» se convierten en documentos —posibles entre tantos otros— de
esquemas y narrativas culturales y la «obra de arte» es solamente una de las tantas fuentes
posibles para el desciframiento de un determinado contenido cultural. Asimismo, se pierde la
posibilidad de acceder a la forma específica en la que en una obra específica se concreta un
determinado contenido significativo y se reduce la «obra de arte» a la imagen y/o el símbolo.

La perspectiva iconológica considera que la «obra de arte» no constituye un hecho


aislado y meramente individual: “El valor de una obra se ha de entender en función de su
significación religiosa, su apoyatura intelectual y las condiciones culturales a las que debe su
existencia. La historia del arte se ha de estudiar en su convergencia con otras disciplinas del
espíritu… Los métodos para llegar a este conocimiento total humanístico son fascinantes por el
supuesto de erudición, análisis y rigurosidad”.4 El problema aparece cuando se consideran
fenómenos artísticos acerca de los cuales se desconoce o se acepta la inexistencia de relato
cultural —coherente y unificado— en el que se puedan reconocer las constancias y las
variaciones de las imágenes, los símbolos y los significados que suponen conformar dicho relato.
Es decir, cuando el ‘método’ iconológico se extrapola a civilizaciones y culturas que no han
formulado e implementado un proyecto de civilización y cultura.

Asímismo, se genera un problema cuando las fuentes que sirvieron de ‘textos’ a los
productores de las imágenes han desaparecido —total o parcialmente— y la interpretación

3
José Fernández Arenas, Teoría y metodología de la historia del arte. Barcelona, Editorial Anthropos, 1990, p.101.
4
Ibíd., p.105.
2
iconológica alcanza tal rango de especulación que resulta imposible decidir entre una
interpretación y otra. Esta introducción de la «obra de arte» en un marco cultural más amplio
genera la necesidad de que la Historia del arte confluya con las demás disciplinas del espíritu
para llegar a un conocimiento total humanístico que demandan un nivel e erudición, una
capacidad analítica y una rigurosidad en el manejo de fuentes que parece accesible solamente a
figuras ‘míticas’ de la Historia del arte como Erwin Panofsky, Hans Sedlmayr o Ernst Gombrich y
que para los demás historiadores del arte se convierte en una especie de ‘utopía’ epistemológica
y metodológica.

De otra parte, se enfatiza el problema de la definición de los presupuestos conceptuales y


teóricos de la Iconología del arte: ¿Existe una clara diferenciación entre iconografía e
iconología? ¿La primera es solo un instrumento de la segunda? ¿Se trata de un sustrato estable
de la representación visual de la imagen (el grafos) que coexiste con un sustrato variable de la
mismas (el logos)? ¿Corresponde la primera al primer y segundo nivel de significación propuesto
por Erwin Panofsky y la segunda al tercer nivel de significación propuesto por el mismo autor?
¿Qué ocurre con la supuesta estabilidad del nivel iconográfico en los casos de hibridación
cultural? ¿Qué ocurre en estos casos de hibridación y sincretismo cultural con el supuesto sobre
la unidad y la coherencia cultural en las que basa la interpretación del contenido intrínseco?
¿Qué ocurre con las imágenes medievales y renacentistas en las que se mezclaron tradiciones
paganas, populares y cristianas en el ‘arte religioso’?

Asimismo, el sentido de la diferenciación entre iconografía e iconología no está todavía


aclarado: “No es posible mantener hoy una separación conceptual clara entre ambos términos,
que sólo parecen designar ya meros marcos de referencia para aludir a dos tradiciones
intelectuales. Son inconsistentes muchas de sus supuestas diferencias y muy complejas sus
derivaciones… No se debe ya concebir una iconografía como ciencia auxiliar de la Historia del
arte, que no tenga en cuenta toda la riqueza de sus implicaciones”.5 No resulta posible
presuponer la existencia de un marco neutro, relativamente ‘objetivo’ de referencias sobre las
cuales construir una interpretación iconológica: el nivel de las implicaciones y las connotaciones
comienza en el terreno de las imágenes mucho antes.

A lo anterior, se suma el problema de la crítica de fuentes. ¿Son todas las fuentes


utilizadas para la interpretación igualmente válidas cuando cualquier documento —visual o no,
literario o no literario, erudito o lego— podría eventualmente servir de texto en la interpretación
iconológica? ¿Puede manejar el historiador del arte un acervo de información, conocimiento y
pensamiento ilimitado? ¿Qué criterio sería válido para un ‘agotamiento mínimo de fuentes’?
¿Podría el historiador del arte confrontar la infinitud de fuentes utilizadas? Las acusaciones del
‘relativismo interpretativo’ radican en gran parte en estas limitaciones sobre la crítica de fuentes.
Metodológicamente hablando, no se puede cumplir, en rigor, con una crítica de fuentes,
condición sine qua non de toda la interpretación histórica rigurosa.

5
Valeriano Bozal (editor), Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas (volumen II). Editorial La balsa de la medusa, Visor,
Madrid, 2004, p.242.

3
Se requiere cuestionar sobe la frontera entre tema, asunto o significado como aparece en
la división propuesta por Erwin Panofsky sintetizada por el historiógrafo Hermann Bauer:

(Fuente del cuadro: Herman Bauer, Historiografía del arte. Madrid, Taurus Ediciones, 1980)

El tema sería el sentido fenoménico, el asunto el sentido significativo y el significado el


sentido documental (sentido intrínseco). Se trata de tres niveles de sentido en una complejidad
creciente. Un primer nivel de contenido correspondiente a la forma materializada establecida
mediante la descripción preiconográfica, es decir, mediante la descripción de motivos fácticos y
expresivos (objetos, personajes, emblemas y acciones). Un segundo nivel correspondiente a una
descripción propiamente iconográfica de los conceptos, las historias, las imágenes y/o valores
convencionales anexas a una imagen. Finalmente, un tercer nivel correspondiente al objeto
‘como tal’ de la iconología —ya no descriptivo, sino interpretativo— relativo a las actitudes y
aspiraciones de una nación, un periodo, una cultura y/o clase social. Una concepción del mundo
(religiosa, filosófica y/o intelectual) de una sociedad revelada —indirecta, inconsciente y/o
involuntariamente— por el artista acerca del medio político, social, cultural, estético y espiritual,
en palabras de Panofsky, ‘aquello que se revela, pero no se muestra’.

Esta diferenciación entre tema, asunto y significado resulta cuestionable. Por ejemplo, el
tema de la Virgen, el asunto de la pureza, la perfección divina y la noción de Iglesia y el
significado intrínseco de un determinado estereotipo femenino. ¿Qué ocurriría en los casos en
que no resulta posible suponer la unidad y la coherencia de un relato cultural como sucede en
las recreaciones de la imagen de la Virgen en la santería? ¿Qué ocurriría en los casos de formas
de arte no figurativas —como la arquitectura— que también crean imágenes y expresan
contenidos simbólicos?

El problema se complica, aún más, al reconocer la historicidad de la relación entre la


forma y el contenido: la primera como instrumento de la segunda, concepción que prima en el
arte clasicista; la primera tan importante como la segunda, concepción que prima en el arte
romántico; y, la primera identificada con la segunda, concepción que prima en el arte en buena
parte del arte moderno. La Iconología ‘normativa’ presupone el dualismo clásico entre la forma y
el contenido por lo que cabría preguntar: ¿Resulta posible una iconología del arte abstracto?
¿Qué ocurre con manifestaciones modernas en las que se concibe el contenido como formal y
4
con las que niegan la existencia del contenido como en el expresionismo abstracto o el arte
minimal?

Deben reconocerse las limitaciones de la Iconología ‘normativa’ del arte cuando se ponen
en cuestión sus presupuestos fundamentales como el de la concepción eurocentrista de la
Historia —con ‘H’ mayúscula— que implica el presupuesto de la unidad y la coherencia cultural.
En otras palabras, culturas que han operado bajo la lógica de un proyecto dirigido a determinar
un futuro desde el presente y mediante unas acciones concretas. ¿Qué ocurre con la Iconología
del arte cuando este presupuesto no se cumple, por ejemplo, en las culturas ‘no occidentales’ o
las culturas es las que ha habido procesos de hibridación y/o sincretismo cultural? ¿Se debería
hablar de Iconología del Arte, de Iconología del arte occidental o de Iconología del arte de
civilizaciones históricas?

De otra parte, resulta importante la diferencia entre significado y significación. El primero


supone ser tanto un contenido —concepto, idea, valor, representación y/o aspecto ideológico—
resultado de una especulación intelectual abstracta que se transmite por reiteración en una
determinada tradición cultural, por ejemplo, la Virgen como símbolo de la institucionalidad de la
Iglesia Católica (a partir de la Contrarreforma). Mientras que la significación, supone ser un
contenido creado y recreado a través de los usos sociales y culturales de la imagen que por
principio tiene un índice de variación mucho mayor. Así la historicidad de los usos de la imagen
descarta la posibilidad de una aproximación que ignore tanto el contexto político, social y
económico como cultural y artístico del cual la imagen es tanto un efecto como agente. Una vez
reconocida la historicidad propia de esta compleja dialéctica entre contexto e imagen, el
establecimiento del significado original, verdadero y/o último resulta un sinsentido,6 pues
desconoce esta historicidad y niega la posibilidad de alcanzar las distintas significaciones que
adquiere la imagen en su uso social. Este mismo texto es tanto otra versión más de la
‘incomodidad metodológica’ propia de la Iconología del arte como una invitación a explorar
críticamente la aproximación iconológica a la «obra de arte».

De acuerdo a las anteriores consideraciones, resulta imposible reclamar el monopolio de


la consideración del significado de la imágenes para la Iconología del arte. Entonces resulta
pertinente otras perspectivas culturales, antropológicas y/o sociológicas de la imagen como en le
caso de la concepción antropológica de la imagen de Hans Belting7: “En los últimos años se han
puesto de moda las discusiones sobre la imagen... ocultando el hecho de que no se está
hablando de las mismas imágenes… En los discursos sobre la imagen constantemente se llega
a indefiniciones. Algunos dan la impresión de circular sin cuerpo, como ni siquiera lo hacen las
imágenes de las ideas y del recuerdo, que en efecto ocupan nuestro propio cuerpo. Algunos
igualan las imágenes en general con el campo de lo visual, con lo que es imagen todo lo que
vemos, y nada queda como imagen en tanto significado simbólico. Otros identifican las imágenes
de manera global con signos icónicos, ligados por una relación de semejanza a una realidad que
no es imagen, y que permanece por encima de la imagen. Por último, está el discurso del arte,
que ignora las imágenes profanas, o sea las que existen en la actualidad en el exterior de los
museos (los nuevos templos), o que pretende que pretende proteger al arte de todos los
6
No obstante, E.H. Gombrich sí otorga un sentido al establecimiento del significado original de la obra, aunque este no puede convertirse en el
significado ‘verdadero’ de la misma. Este significado constituye, más bien, un punto de partida que ayuda a evitar, en alguna medida, el relativismo en la
interpretación iconológica.
7
Historiador y crítico alemán contemporáneo.
5
interrogantes sobre las imágenes que le roban el monopolio de la atención. Con esto surge una
nueva pugna por las imágenes, en la que se lucha por los monopolios de la definición. No
solamente hablamos de muy distintas imágenes de la misma forma. También aplicamos a
imágenes del mismo tipo discursos muy disímiles”.8 Se revela como en el estado actual de la
cultura occidental, supuestamente dominada por lo visual, la reflexión teórica sobre la imagen se
encuentra, en realidad, en un estado de incertidumbre tanto metodológica como teórica. Ante
este estado negativo del ‘estado del arte’ de la reflexión contemporánea sobre la imagen, resulta
pertinente considerar la propuesta del mismo autor en la que establece el monismo del
medio─imagen─cuerpo mediante el cual se critican los dualismos clásicos, entre imagen mental
e imagen visual, entre medio e imagen y entre imagen y sujeto.

Bajo esta concepción de la imagen, el autor establece: “…las imágenes colectivas


significa qué no sólo percibimos el mundo como individuos, sino que lo hacemos de manera
colectiva, lo que supedita nuestra percepción a una forma que está determinada por la época…
Si bien nuestra experiencia con imágenes se basa en una construcción que nosotros mismos
elaboramos, ésta está determinada por las condiciones actuales, en las que las imágenes
mediales son modeladas”.9 La imagen se concibe como una construcción, no se trata de una
realidad preexistente previamente dispuesta para ser experimentada por el individuo. Se trata de
una experiencia tanto individual como colectiva, lo cual implica que esta subjetividad inherente a
la imagen, no se traduce en arbitrariedad, pues entonces las imágenes no podrían ser
compartidas por los diferentes sujetos de una misma cultura y perderían su sentido de cohesión
social, cultural y existencial. Así mismo, mediante la noción de “imágenes mediales” se establece
la imposibilidad de considerar la imagen separada del medio: “…un medio no solamente tiene
una cualidad físico técnica, sino también una forma temporal histórica. Nuestra percepción está
sujeta a cambio cultural… A este hecho, contribuye de manera determinante la historia medial de
las imágenes. De esto se deriva el postulado fundamental de que los medios de la imagen no
son externos a las imágenes”.10 No se experimenta entonces una imagen bajo un medio dado,
sino el medio, en sí mismo, es un elemento estructural, no discernible de la imagen. La imagen
implica la experiencia simultánea e indiferenciada de: la imagen (visual), el medio (la forma de
darse en una determinada espacio temporalidad), y, el cuerpo (sujeto individual-colectivo que la
experimenta).

Esta referencia a Belting no pretende dar cuenta de la complejidad crítica, teórica e


historiográfica que implica la concepción antropológica de la imagen del autor, sino más bien
invitar a una consideración —que resulta nuevamente fenoménica y, por lo tanto, dialéctica— de
la imagen como: “el resultado de la experiencia tanto psíquica-visual-corporal como individual y
cultural de una imagen (en este caso visual) manifestada bajo un medio tan visual como socio
cultural”. De este modo se podría comenzar tanto a considerar la complejidad e historicidad de la
imagen como a reconocer la especificidad de las imágenes que, tan frecuentemente, se pierde
cuando estas se reducen a meros estereotipos culturales, representaciones sígnicas solo
accesibles para comunidades de ‘iniciados’ y/o intelectualizaciones de la realidad solo aptas para
‘eruditos’.

8
Hans Belting, Antropología de la imagen. Katz editores, Buenos Aires, 2007, p. 14.
9
Ibíd. p.27.
10
Ibíd. p.28.
6

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