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* Este ensayo se escribió primero en forma de artículo para un número especial de Feminist
Studies, sobre las influencias del posestructuralismo en el feminismo. Esta versión es una rees-
critura del ensayo “Deconstructing Equality vs. Difference, or The Uses of Post-Structuralist
Theory for Feminism” (primavera de 1988), vol. 14, núm. 1. El material del ensayo original se usa
aquí con el permiso de los editores de Feminist Studies, los cuales conservan los derechos de
publicación. Las discusiones que mantuve con Tony Scott me ayudaron primero a formular
el argumento; y las meditadas sugerencias de William Connolly, Sanford Levinson, Andrew
Pickering, Barbara Hernstein Smith y Michael Walzer lo perfilaron y lo mejoraron.
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Tan amplio como sea el contexto político en que nos encontremos, las académi-
cas feministas deben ser conscientes del peligro real que representarán los argu-
mentos sobre la “diferencia” o la “cultura de las mujeres” sobre otros usos dis-
tintos de aquellos para los cuales han sido concebidos originariamente. Esto no
significa que debamos abandonar estos argumentos o el campo intelectual que
éstos han abierto; no, esto significa que debemos ser conscientes, en nuestras
formulaciones, y no perder de vista las formas en que nuestro trabajo puede ser
explotado políticamente.3
vadora que dice que, puesto que las mujeres no pueden ser idénticas a los
hombres en todos los aspectos, éstas no pueden esperar ser iguales a ellos.
Creo que la única alternativa es negarse a oponer la igualdad a la diferen-
cia, e insistir continuamente sobre las diferencias: las diferencias como una
condición de las identidades individuales y colectivas, las diferencias como
un desafío constante frente a la fijación de estas identidades, la historia co-
mo ilustración repetida del juego de las diferencias, las diferencias como
el auténtico significado de la igualdad en sí misma.
No obstante, la experiencia de Alice Kessler-Harris en el caso Sears nos
demuestra que la afirmación de las diferencias frente a las categorías de gé-
nero no es una estrategia suficiente. Lo que se requiere además es un aná-
lisis de las categorías de género, ya establecidas como juicios normativos, que
organicen la comprensión cultural de la diferencia sexual. Esto significa
que debemos escudriñar los términos “hombres” y “mujeres” tal como se
usan para que puedan definirse mutuamente en contextos particulares (en
los talleres, por ejemplo). La historia del trabajo de las mujeres necesita ser
vuelta a relatar desde esta nueva perspectiva, como una parte de la historia
de la creación de una fuerza de trabajo segregada. Por ejemplo, en el siglo XIX,
algunos conceptos sobre la capacidad técnica masculina se basaban en el
contraste con el trabajo femenino que, por definición, era no calificado. La
organización y la reorganización de los procesos de trabajo se cumplía en
referencia a los atributos del género de los trabajadores, en lugar de tomar
en cuenta las cuestiones de formación, educación o clase social. Y las dife-
rencias de salarios entre los sexos se atribuían a los roles familiares funda-
mentalmente diferentes que habían precedido a los reajustes de empleo, en
lugar de haber sido una consecuencia de estos. En todos estos procesos, el
significado de “trabajador” se establecía por un contraste entre las supuestas
cualidades naturales de los hombres y de las mujeres. Si escribimos la his-
toria del trabajo de las mujeres recogiendo los datos que describen las acti-
vidades, necesidades, intereses y cultura de las mujeres trabajadoras, dejamos
en su lugar el contraste naturalizado y reificamos la diferencia categórica
preestablecida entre las mujeres y los hombres. En otras palabras, empeza-
mos la historia demasiado tarde, aceptando de forma acrítica una categoría
de género (la mujer trabajadora) que necesita ser investigada porque su sig-
nificado está vinculado con su historia.
Desde luego, si en nuestras historias relativizamos las categorías de hom-
bre y mujer, esto significa que también debemos reconocer la naturaleza
contingente y específica de nuestras demandas políticas. En consecuencia,
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compartimentos tan claros. Tales argumentos no son más que intentos que
pretenden reconciliar las teorías de los derechos igualitarios con los con-
ceptos culturales de la diferencia sexual; para cuestionar las construcciones
normativas de género a la luz de la existencia de comportamientos y expe-
riencias que contradicen los papeles sociales asignados; para señalar las
condiciones de la contradicción en lugar de resolverlas; para articular una
identidad política para las mujeres que no se conforme a los estereotipos
existentes sobre las mismas.
En las historias del feminismo y en las estrategias políticas feministas
es necesario prestar atención tanto a las operaciones de la diferencia como a
la insistencia sobre las diferencias, porque no es un alegre pluralismo lo que
necesitamos invocar. La solución al “dilema de la diferencia” no proviene de
la ignorancia ni de la asunción de la diferencia tal como está constituida nor-
mativamente. En lugar de eso, creo que la posición crítica feminista debe
implicar en todo momento dos movimientos: el primero, la crítica sistemá-
tica de las operaciones de la diferencia de tales categorías, la exposición de
los tipos de exclusiones e inclusiones que éste construye (las jerarquías),
y el rechazo de su verdad última. No obstante, se trata de un rechazo no
en nombre de una igualdad que implica similitud o identidad, sino más bien
(y éste es el segundo movimiento) en nombre de una igualdad basada en las
diferencias, diferencias que confunden, marcan rupturas y convierten en am-
biguo el significado de cualquier oposición binaria establecida. Hacer cual-
quier cosa equivale a comprar el argumento político según el cual se requie-
re la similitud para alcanzar la igualdad, una posición insostenible para las
feministas (y para los historiadores) que saben muy bien que el poder se ha
construido en el terreno de la diferencia, y por lo tanto es desde ahí que debe
ser desafiado.