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4- Bonus track
Introduzione y allegro
Gracias. Sí, comenzamos así, muchas gracias. Y ya va a entender por qué. Hace
instantes, en el preciso momento en que usted posó sus ojos sobre estas líneas, quizás al
pasar por alguna librería buscando algo para leer, o husmeando en la biblioteca de algún
conocido para pedirle algún libro prestado, o navegando por internet, usted acaba de
revivirme. Sí, así como lo oye, usted me ha vuelto a la vida. Porque ese nombre que está
en la cubierta del libro representa a alguien que tal vez no exista, o tal vez sí. Who
knows? Pero que es eso, sólo un nombre, al que tal vez pueda unir con un montón de
cosas si rebusca en la web, al que quizás pueda dotar de una biografía, de una historia
unida a ese montón de cosas, incluso alguien que usted conoció, o cree haber conocido,
pero cuya existencia es dudosa, difícil de asegurar, salvo por eso que otros o usted mismo
dicen, comentan o citan. Lo único cierto, lo único absolutamente comprobable para usted,
es que ese que ahora está aquí, ese que está en este momento desfilando frente a sus
ojos, sí existe, está vivo, le está hablando, está resonando en su mente, recorriendo sus
neuronas, dejando a lo mejor alguna huella, alguna impresión, alterando su geografía
interna, interrumpiendo esa mirada que usted quiere poner en otro lado porque es un
ansioso de mierda o porque la depresión le gana y le quita motivación. Y ese que usted
está haciendo existir sigue aquí sólo por su propia voluntad, porque usted le está dando
vida, le está permitiendo resurgir de entre las sombras de estas letras que se van
agrupando en palabras y frases y a las que usted les va dando realidad y tal vez sentido o
que ya le hincharon los ovarios y está por abandonar.
Usted mi querido amigo o amiga me está dando entidad, existencia, con este amable
gesto, con esta curiosidad que lo lleva a leer vaya a saber buscando encontrar qué cosa,
conocimiento, entretenimiento, motivación, deseo, en fin, lo que sea que ande buscando.
Y en ese recorrido, en esa búsqueda, se encontró con esto y está aquí, tratando de
entender a dónde quiere ir éste, si tiene algo que decir, algo que le interese, que le aporte
algo nuevo, algo que usted no haya visto antes en algún otro libro, algo distinto que le
abra la cabeza para ver otros horizontes, porque todo lo anterior le tiene los huevos
llenos, o al revés, algo similar a otra cosa que usted ya leyó y le gustó, por lo que usted
quiere revivir esa grata sensación de descubrimiento que algunas veces ha encontrado al
leer, esa felicidad fugaz, esa sensación rara de que a pesar de todo las cosas están bien.
Pero, digamos esto para joder un poco, para sacarle esa alegría que ya estaba
empezando a invadirlo. Quién le asegura que ese al que usted está dando vida en este
momento, ese que ya lo distrajo casi una página, que a lo mejor lo ha demorado en su
camino, o que ya lo tiene un poco hinchado porque sigue leyendo y no pasa nada. Decía ,
quien le asegura que, al margen de que ese efectívamente exista o no en este mismo
momento, sea realmente alguien, es decir, alguien que hoy o alguna vez fue de carne y
hueso. ¿Cómo? esto ya se fue a la mierda está pensado usted. Pero no, espere, porque
tiene su lógica, no vaya a creer. Quien le asegura que todas estas pelotudeces que está
leyendo no sean parte de un experimento, de un texto escrito, digamos, por computadora.
Porque alguna vez eso iba a llegar, usted leyó o escuchó todas esas cosas que decían
sobre la inteligencia artificial y los programas de simulación, o hasta lo vio en el cine y lo
comentó con sus amigos en el bar o en una reunión de familia. Pero, sinceramente,
digamé, usted siempre pensó que eso nunca iba a llegar, que era una fantasía. Y sin
embargo, ahora que yo se lo digo usted no sabe, al menos duda, lo piensa ¿habrá
llegado, me estará boludeando una computadora de mierda y yo como un pelotudo sigo
leyendo esta boludez? ¿Me volvieron a cagar esos putos informático? Bueno, la
respuesta es nadie, nadie le asegura que no sea así y que ese nombre de la tapa no sea
sólo parte de ese experimento.
Y sin embargo usted, por el momento, sigue aquí, dándome vida y a lo mejor ya medio a
las puteadas, porque mientras lee se pregunta. ¿Pero qué mierda pasa acá? ¿Adónde
carajo va esto? ¿Por qué no va al punto? Y yo le contesto, porque no hay punto, así
nomás. Se trata sólo de tenerlo aquí, de lograr que usted no se vaya, de que siga
dándome vida. Pero espere un segundo más, espere, ante de pasar a otro libro, porque le
voy a decir una cosita mire, y no crea que estoy tratando de psicopatearlo. Así como unas
líneas atrás le agradecí el revivirme, le tengo que confesar otra cosa. Usted puede darme
vida, sí, como lo está haciendo, pero también puede matarme. Sí, tal cual, como lo
escuchó. Y puede hacerlo refácil, sólo con dejar de leer, con tirar ese libro que tiene en las
manos a la mierda o hacer click y apagar la jodida computadora pensando “que se vaya a
cagar, a ver si se cree que estoy al pedo, que no tengo nada que hacer, que estoy para la
joda”. Sí, mi querido amigo o amiga, usted puede convertirse rápidamente en un asesino,
le guste o no, es así como lo oye, como si me pegara un tiro o me tirara bajo un tren, deja
de leer y chau.
Pero la verdad, le confieso, no me gustaría morirme, no quisiera que usted se vaya, que
deje de leer, no quisiera desaparecer otra vez, porque cuando me quedo solo la paso mal,
no existo. Aunque para no sentirse tan culpable de mi muerte usted pueda imaginar que
soy como ese genio de los cuentos, que vive encerrado en una vasija hasta que cada
tanto alguno la abre para que salga a hinchar las pelotas por ahí y hacer sus cosas. Pero
no, lamento desilusionarlo, no soy como ese genio. Usted deja de leer y chau, me muero,
desaparezco, como si nunca hubiera existido. Que tal vez sea lo verdadero, nunca existió,
si tal como le dije antes, este es un experimento, un texto escrito por computadora para
atrapar giles, para confundir a los humanos y demostrar que se creen cualquier cosa sólo
porque está escrita. Pero no, no, no se enoje, era una joda; si lo deja más tranquilo
digamos mejor que alguna relación tengo con ese nombre de la cubierta, o tuve, y que
esta es mi última esperanza, mi último intento por lograr alguna especie de inmortalidad,
por dejar algo que me sostenga en el tiempo, algún legado, algo que decir, que compartir,
alguna manera de seguir deseando, al menos para otros, porque yo ya fui, aunque
dependo de usted para zafar un poco más.
Así que mire, le voy a pedir un favor, aunque todo lo que sigue no le guste, aunque no
pase de esta introducción, aunque le parezca una verdadera mierda, un texto escrito por
un idiota, una pelotudez, una falta de respeto a la literatura universal, de tanto en tanto
agarre el librito o encienda la PC o lo que mierda sea donde esto aparezca y péguele una
leida. Qué le cuesta. No le pido que a todo, pero qué se yo, alguna cosita, un par de
líneas que le parezcan más o menos afortunadas, una idea, no se, algo que rescate, un
título, alguna imagen. Ponga un poco de buena voluntad carajo, piense que le estará
dando vida a alguien. Y usted dirá a mí qué mierda me importa darle vida a este imbécil
que por suerte está muerto. Y no, no, no es así, mire, le puede servir por ejemplo para
sentirse bien cuando esté deprimido, sentirse potente, pleno con solo leer. O si está de
muy mal humor, en esos días con toda la mierda en los que quiere romper todo, matar al
que se le ponga adelante, puede leer un par de líneas y parar; habrá cometido ese
asesinato que tanto deseaba. Ya lo ve, la cosa es mucho más simple y compleja de lo que
parece. Esto tiene múltiples usos. Si le gusta una metáfora futbolística -sí, ya se que a vos
no, pero a vos a lo mejor sí- digamos que esto es como un jugador polifuncional, de esos
que tanto tiran un corner, como pegan una patada descalificatoria o atajan un penal. En
definitiva, no jodamos más, usted piense lo que quiera pero siga leyendo o vuelva a
visitarme cada tanto. Como quiera que sea a mí me sirve igual, aparezco un rato hincho
las pelotas y me voy, que al final es lo que hice siempre.
Gracias amigo o amiga, muchas gracias. Que quiere que le diga, si usted llegó hasta aquí
ya logré mi objetivo. Se non ti vedo più felice morte.
Cuentos chinos
Aquí estoy,
con mis alforjas cargadas de utopías
con mi fe inquebrantable en la mirada
con medio siglo de sueños y alegrías
con cuentas claras.
Aquí estoy,
con mis cuentas pocos claras
con medio siglo de espantos y de heridas
con mi fe inquebrantable en la utopía
con mis alforjas cargadas de miradas.
Así podría rimar si algunas noches no me encontrara llorando sin lágrimas, quieto, en
silencio y un viento cósmico no me cincelara los huesos.
Todo ocurre de a ratos. El cielo y el infierno nos dejan vivir de a ratos. El resto es olvido,
un recuerdo de lo que está allí, al otro lado del espejo, dentro de esa cajita de música que
abrimos de tanto en tanto.
A veces pasan cosas raras
El día comenzó con el insistente bip-bip del reloj digital. Traté de despegarme de las
imágenes del sueño –un oso azul montado en unos roller me perseguía por el subte de
Primera Junta, al final del tunel que desemboca en la esquina del Cabildo sobre Diagonal
Sur.
Me froté los ojos, pero todo seguía igual. Sorprendido me observé las manos y eran las de
un hombre de más de 60 años, con sus arrugas y sus venas marcadas. Instintivamente
tomé la cobija y me tapé la cabeza. Contuve la respiración y bajo las sábanas prendí la
luz de mi reloj pulsera: eran las 7:03 del día 7 de junio de 2003. Tenía que estar en la
habitación de mi departamento de Palermo. Dentro de dos horas me esperaba Ramírez
en la oficina para cerrar la venta de la casa de mis viejos, cuya sucesión acababa de
finalizar.
Tomé fuerzas y me destapé lentamente. Pero no. Por las rendijas de la persiana de metal
entraba un sol demasiado fuerte para ser de invierno. La luz se desparramaba en
numerosos haces en los que flotaban partículas de polvo. El silencio era el típico de mi
viejo barrio allá por los años 50. La cosa ya no me gustó nada.
Quedé paralizado pensando qué hacer hasta que golpearon a la puerta. El sudor me
cubría la frente. Luego de breves instantes los golpes se repitieron. Traté de responder,
pero mis cuerdas vocales estaban petrificadas.
No pude responder, tan sólo abrí la boca y quedé con el gesto congelado de un pez recién
sacado del agua. El nono comenzó a reír estrepitosamente. Cuando logró contenerse dijo:
“Disculpá nene, me imagino cómo te debés sentir, pero si hubieras visto tu cara…”.
“Si nene, soy yo. No debería llamarte tanto la atención teniendo en cuenta que estás en
mi casa”, dijo en tono jocoso.
El nono se sentó a los pies de la cama sin responder. Puso su mano derecha sobre mis
rodillas y lanzó un suspiro. Después miró hacia la mesita de luz donde estaba la foto de
mis viejos junto a los lobos marinos, en aquellas recordadas vacaciones en Mar del Plata.
Se quedó pensando un rato y mirándome a los ojos musitó: “A veces pasan cosas raras”.
Nunca había visto una mirada como esa.
El silencio que siguió me pareció interminable. Sentía la mano del nono sobre mi pierna y
escuchaba su respiración lenta.
“Linda mujer tu madre. Un pan de Dios. La de quilombos que le armaste”, dijo nostálgico.
No sé por qué me acordé de esa vez en que le habíamos enchastrado el frente de la casa
a don Antonio, el vecino de enfrente, con prolijas bolas de barro armadas en la zanja con
Carlitos y Oscar, otros de la pandilla.
“Y esa no fue la peor”, la voz del nono salía como de adentro de mí. Se puso de pie con
algo de esfuerzo e hizo señas de que me levantara. “Vamos pibe, vení al jardín que no
queda mucho tiempo”, expresó imperativo.
Lo seguí. Pasamos por el living y salimos a la galería que daba al patio. Apoyada en la
pared, sobre la Santa Rita, estaba mi Bianchi negra con el manubrio cromado. Me detuve
un instante, pero el nono me apuró con un gesto y se fue para el fondo. Cuando llegué al
jardín estaba sentado bajo el nogal, en el banco de piedra, junto a la mesa que usábamos
para los asados del domingo.
“Mirá Eduardito, escuchame bien”, dijo solemne y mirándome fijo. Y continuó acentuando
cada palabra: “Esta casa encierra un tesoro”.
En ese momento escuchamos el sonido de una enorme abeja. O eso creí. Cerré los ojos
un instante y al abrirlos estaba en el extremo del tunel que recorría todas las mañanas
para ir al colegio, llegando casi a la boca del subte A en la esquina de Diagonal Sur y el
Cabildo. El oso azul parecía un gigantesco peluche enfurecido sobre sus roller y me
apuntaba con una pistola que zumbaba. Alcancé a subir corriendo la escalera y la luz me
cegó. Tenía una enorme sensación de angustia.
“Hola Luchessi. Disculpe la hora pero tengo algo que decirle”, la voz de Ramírez sonaba
culposa, como si tuviera que pedir perdón.
“Mire sé positivamente que lo que voy a decirle es una estupidez”, dudó un poco Ramírez,
hasta que se decidió a seguir. “Anoche tuve un sueño muy feo, una pesadilla digamos. Y
bueno... no sé cómo decírselo, pero no voy a comprarle la casa de Floresta. Usted dirá
que es una imbecilidad pero...”
“Oiga Ramírez...”, sentí la imperiosa necesidad de interrumpirlo, aunque sin saber qué
decir. “Escúcheme...”, seguí haciendo tiempo, pero no se me ocurría nada coherente. La
cabeza me daba vueltas. “Está todo bien Ramírez....”, dije, pero sonaba poco
convincente. Al otro lado de la línea el hombre carraspeaba y parecía a la espera de un
insulto. Hasta que una frase me brotó clarita, rotunda, irremplazable: “A veces pasan
cosas raras”.
El péndulo
Volvió a su casa un poco mareado y no por el alcohol. La noche había estado buena pero
un poco bizarra. Se sentó en el living y se quedó mirando a la pared casi hipnotizado por
el péndulo del reloj que había heredado de su abuela. Recordó que hace un par de meses
había estado en su casa y ella le dijo que elijiera lo que quisiera y se lo llevara. Lo dijo
como quien dice mañana anuncian un 80 por ciento de probabilidades de lluvia. El se
había quedado mirando alrededor, como buscando algo, y en realidad sí, estaba
buscando algo que le impidiera llorar, algún objeto que le llamara la atención, que lo
distrajera de ese momento. Se puso de pie y empezó a dar vueltas por el cuarto, hasta
que se enfrentó con el reloj, ese que habían traído sus bisabuelos de Italia, según le
habían contado en tantas oportunidades. Sin pensarlo mucho dijo: el reloj, me gustaría
tener el reloj. Ella contestó simplemente “bueno es tuyo”. Pero ni él amagó con decir
cuándo se lo llevaba, ni ella hizo otro comentario, salvo el de la foto. Todo quedó así,
tácito, como había sido también esa noche bizarra cuando en un momento que tuvo la
oportunidad de hablar se quedó callado y la miró, sin nada coherente que decir, como
ahora estaba mirando ese péndulo, que marcaba el implacable paso del pasado al futuro,
lenta, acompasada e inexorablemente.
Después recordó que sólo habían pasado dos meses de aquella noche junto a su abuela,
una de las últimas, y que sintió un dolor inexplicable cuando lo llamaron para avisarle,
aunque en el fondo sabía que iba a ser así. Pero no es lo mismo saberlo que vivirlo, por
eso lloró y lloró, como no había llorado la noche en que el reloj pasó a ser suyo, aunque
por un par de meses siguió colgado en la pared de aquel comedor, junto a la foto de sus
bisabuelos, una foto en blanco y negro, o quizás sepia, desteñida, melancólica, también
inexorable. Y entendió que esas dos noches, totalmente distintas pero cercanas en el
tiempo, eran al mismo tiempo tan, pero tan parecidas, igualmente tácitas, implacables e
interiormente destempladas.
El péndulo seguía su camino y el seguía allí, inmutable, fijo, acompañando su vaivén con
el humo de un cigarrillo que venía deseando deseperadamente desde el momento en que
supo que la noche era bizarra, entrecerrando los ojos como para ver aquello que ya no
estaba o estaba tan sólo en su recuerdo, como una marca a fuego, como un latigazo,
como una desesperación.
De repente se incorporó y fue hacia el cajón de las fotos, ese que estaba en el medio del
aparador, y buscó ansiosamente la foto de sus bisabuelos, pero no, se encontró con la
foto de ella, protagonista de la noche bizarra, una foto que no era ni sepia ni blanco y
negra y tampoco estaba desteñida, para cualquiera que la viera con ojos que no fueran
los suyos. Era de colores impecables, luminosa, con la tonalidad sombreada de los
árboles bajo los cuales se había detenido para el click, para sonreir mientras lo miraba
apretar el disparador, mientras él enfocaba ese rostro radiante, el pelo ondeado y castaño
sobre la bufanda azul, la campera bordó, el jean y las botas negras un poco manchadas
por el barro del camino que habían recorrido para llegar a la casa rodeada de eucaliptus,
mientras los perros los perseguían jugando y girando a su alrededor.
Se quedó mirando esa foto, sin olvidarse del rostro de su abuela aquella noche, cuando
luego de elegir él el reloj, le pidió que llevara también la foto de sus padres, esa que
habían tomado en algún estudio de Buenos Aires, siguiendo la usanza de la época a
pocos días de su matrimonio. Luego de un rato, perdido en sus pensamientos o en su
falta de sentimientos, volvió al sillón frente al reloj, que acababa de dar los doce ding
dongs, y se colgó nuevamente del péndulo como de una horca inofensiva pero dolorosa.
Ya era tarde, muy pero muy tarde, irremediablemente tarde. Aunque ella aún estaba y su
abuela ya no, pero ambas habían partido, mas no para cualquiera que lo hubiera visto con
ojos que no hubieran sido los suyos. Ambas habían partido, a su modo, ambas eran una
ausencia y también una presencia, a su modo.
Esa noche no pudo dormir, pero igual se acostó, leyó, o mejor dicho releyó un par de
cuentos, que recordó a ella le encantaban, recordando también su modo de mirarlo
mientras lo había hecho aquella vez, in illo tempore, en aquella casa de campo donde
habían huido a pasar el fin de semana lejos de todo, cuando ambos creían que era
posible y jugaban con esa idea, con el cuándo y el cómo, con el después que nunca
llegaría.
Desde su cuarto, en el silencio absoluto de la noche, escuchó sin desearlo el balanceo del
péndulo, atormentadoramente regular, delicadamente sigiloso, sólo interrumpido de tanto
en tanto por los ding dongs multiplicándose hasta el infinito, eternizando esa noche
bizarra que había comenzado como un juego de ambos, años después de la foto, años
después del fin de semana en el campo, días después de la partida de su abuela, días
antes de la partida de ella, una vez más, con la misma regularidad, con el mismo dolor,
con el mismo futuro, con la misma determinación.
El hombre invertido
El hombre era invertido. No es que fuera puto, trolo, homosexual o gay, era invertido en
un sentido profundo. Cuando le decían que doblara hacia la derecha, Noel lo hacía
indefectiblemente a la izquierda. Cada vez que le pedían que mirara hacia arriba, sus ojos
se dirigían inmediatamente hacia el suelo. No es que fuera contreras, no, Noel había
nacido así. Desde pequeño, no bien empezó a balbucear sus primeras palabras, sus
padres notaron que ese chico tenía algo raro. Decía Ma y miraba a Pa, movía la cabeza
en señal de negativa mientras estaba comiendo, pero gritaba como un marrano si su
madre no le acercaba más la cuchara con puré. Y así todo…
A los cuatro años, más o menos, sus padres decidieron consultar con un neurólogo por
consejo del pediatra, quien no daba pie con bola con el diagnóstico.
“Este chico es un caso para la ciencia, señora”, decía el facultativo cada vez que lo
revisaba en su consultorio y el infante cerraba firmemente sus dientes cuando le pedía
que abriera la boca. Así que, dispuestos a todo para resolver el problema de su
primogénito, los padres no dudaron en ir al neurólogo, pese a que no trabajaba con su
obra social y su posición económica no era de lo mejor.
“Mirá Martita, ya estoy harto de que me diga mamá frente a mis amigos y que se me
caguen de risa, así que haremos el sacrificio que haga falta”, se quejaba León, el padre
de Noel.
“Eso no es nada mi cielo – retrucaba Marta- sabés lo que es atender a las necesidades de
este chico, yo me estoy volviendo loca. El carnicero me dice que no me vende más
porque me corta nalga y yo le digo que quería bola de lomo o viceversa. No puedo más,
no puedo más”, se lamentaba la pobre madre.
“Pero no seas animal – le decía avergonzada Martita por lo bajo – es invertido León,
invertido no homosexual. Noel procesa distinto, al revés, entendés. Es como que le
pusimos un chip fallado”.
Allí terminó la cuestión para los padres. La ciencia no tenía respuestas, no había nada
que hacer. “Agua y ajo, a aguantarse y a joderse”, sentenció León. Desde ese día se
pusieron en manos de una psicóloga que le recomendó a Marta una mamá del colegio
que tenía un nene discapacitado.
“Mirá Marta – le dijo esa mamá – Noel tiene capacidades diferentes, miralo así, es lo que
Dios les mandó y por algo será, tienen que apechugarlo. Es como una prueba que te
ponen en la vida para hacerte más fuerte”.
El caso pasó a hacerse conocido y aparecieron un par de científicos del exterior que
vinieron a la Argentina para ver al chico y emitir su opinión autorizada. Pero todo quedó
allí, como pasa siempre con el periodismo. Le gente se fue olvidando, los científicos
publicaron algunos papers en revistas internacionales en una jerga bastante poco
comprensible para León y Martita, y Noel siguió creciendo a contramano.
Casualmente “A Contramano” fue el título de la novela que escribió León cuando pasó la
euforia que había despertado el caso y la editorial, que se había llenado de plata con la
duodécima edición del “Pequeño Diccionario del Invertido”, le sugirió orientarse a la ficción
porque el enfoque científico de la cosa ya estaba agotado.
“A Contramano” no tuvo un éxito tan arrasador como el “Pequeño Diccionario…” pero
consolidó firmemente la vocación de León por las letras. A raíz de eso, se separó de
Martita, quien “no pudo acompañarlo en su crecimiento personal”, como sentenció León
ante la mediadora en la separación, y se fue a vivir a España, donde estaba la sede
central de la editorial, con la que firmó un contrato por sus próximas tres novelas, que
fueron de mayor a menor en cuanto a ventas: “Como te digo una cosa, te digo la otra”,
“Estoy de acuerdo pero me opongo” y “Marcha atrás”.
Así que la que finalmente apechugó con la crianza durante la adolescencia, etapa crítica
si las hay, fue Martita, la madre, como no podía ser de otra manera. Y lo primero que hizo
fue borrar de un plumazo el recuerdo del padre de la criatura. No le costó mucho, no vaya
a creer. Una tarde se sentó junto a Noel, lo abrazó cariñosamente y le dijo: “Tu padre es
tu padre y lo seguirá siendo, no importa lo que haya pasado entre el y yo. ¿Vos lo querés
seguir viendo? Al chico se le llenaron los ojos de lágrimas, empezó a temblar y expresó un
NO cargado de emoción. Eso fue suficiente para Marta, Noel nunca volvió a mencionar el
nombre de León.
Pero como no es el primer adolescente que se desarrolla lejos de su padre, el chico llegó
a hombre hecho y derecho, no sin ciertos contratiempos lógicos atribuibles a su condición.
El más dramático de los cuales fue su frustrado casamiento con Leonor, a los veintiocho
años de edad.
Leonor era una joven frágil, delgada e introvertida, pero de gran corazón. De pequeña
había conocido el extraño caso a través de un programa de TV y se enamoró
perdidamente de ese niño de apariencia tímida y desvalida.
“Mamá, cuando sea grande voy a casarme con ese hombre”, le dijo emocionada ese
mismo día a su madre señalando hacia el televisor en su casita de Corral de Bustos. La
madre le dijo que sí con una sonrisa complaciente y siguió planchando la camisa para la
comunión del hermanito de Leonor, con la seguridad de que era una de esas cosas que
se dicen de chica.
Pero no. Leonor persisitió en su deseo, como dirían los psicoanalistas, y empezó a juntar
cuanta información pudo del caso. Con los años, ya adolescente, había llegado a ser una
experta. Una vez terminado el secundario decidió irse a vivir a Buenos Aires para estudiar
psicología, estar más cerca de su amado y tener la posibilidad de conocerlo.
Así lo hizo. En pocos años estuvo golpeando a su puerta con el corazón batiéndole, un
ejemplar del “Pequeño diccionario…” y su tesis de licenciatura bajo el brazo. Leonor
nunca podría olvidar ese momento. Cuando él abrió la puerta y la miró directamente a los
ojos tuvo la certeza de que todo su esfuerzo no había sido en vano. “Hola, soy Leonor”, le
dijo, “puedo charlar un rato con vos”. Y cuando él respondió conmovido que NO, creyó
que estaba a punto de desmayarse de la emoción.
El noviazgo fue como todos, casi normal podría decirse, tanta había sido la preparación
de Leonor para sobrellevar cualquier inconveniente que se presentara. Así que el
matrimonio pareció para la mayoría la consecuencia natural. Salvo para la madre de
Leonor (su padre había muerto de tristeza cuando ella se fue a Buenos Aires), quien
siempre estuvo en desacuerdo con la relación y no se dignó a moverse de Corral de
Bustos. Pero nadie esperaba el dramático desenlace.
Esa noche de sábado la iglesia del Pilar estaba atestada de gente, tanto de familiares
como de curiosos que se habían enterado por el diario del casamiento del otrora chico
famoso y querían saludar frente a las cámaras que se agolpaban en el atrio. Leonor llegó
radiante, con un vestido que le había obsequiado la diseñadora más de onda en Palermo
Soho. Del brazo la escoltaba el padre de su amado, León, quien, pese a la cruda
oposición de Martita, había venido para la ocasión con su actual pareja gay, uno de los
dueños de la editorial española.
El NO surgió espontáneo de lo más profundo del corazón. Leonor, a quien ningún detalle
se le había escapado a lo largo de años de preparación, miró a su amor con una sonrisa
desbordante y le dijo rápidamente al cura “eso quiere decir que sí padre”. El sacerdote,
algo desconcertado, repitió lentamente la frase sacramental.
Al cura no le gustó mucho el tono levemente imperativo de Leonor y espetó “hija mía, un
sacramento es un sacramento y no podemos hacer excepciones. Entiendo lo que tú me
dices y conozco bien el caso de este joven, pero la norma es la norma y debo escuchar
un sí de sus labios para declararlos marido y mujer”.
“Querido, entiendes lo que está ocurriendo”, le expresó Leonor con toda dulzura a su
amado. Este, profundamente conmovido, le respondió inmediatamente que NO. Leonor le
pidió entonces “podrías entonces decir que SI, para que podamos concretar nuestra
ilusión”. El joven, sacudido por el llanto soltó un NO aún más profundo y lastimero que
hizo vibrar a toda la Iglesia del Pilar. Algunas voces empezaron a surgir de los asistentes,
hasta que el improvisado coro pidió a gritos que los declararan marido y mujer. Pero el
sacerdote se mantuvo firme en sus convicciones. Sólo la intervención de los propios
involucrados pudo evitar que la cosa terminara en un linchamiento.
A partir de ese día, el caso del hombre invertido volvió a ocupar las primeras planas de los
diarios, las tapas de las revistas y los principales programas periodísticos de radio y
televisión. Se produjeron largas e interminables discusiones entre los partidarios y
detractores de la consagración del matrimonio, discusión que se extendió a la esfera
estatal, donde, pocos días después del frustrado intento de casamiento religioso, se
frustró igualmente el casamiento por civil ante una situación similar, en la que debió
intervenir la policía para calmar a los manifestantes a favor y en contra de la unión.
Numerosos abogados se ofrecieron para patrocinar el caso ante los tribunales nacionales
y ante la Corte Internacional de los Derechos Humanos. La cuestión entró así en un
terreno farragoso del que nunca pudo salir airosa. Pequeños países de Africa que querían
cobrar notoriedad y algunas religiones protestantes se ofrecieron para llevar a cabo la
boda, pero Leonor ya había tomado la cosa como una cuestión de principios y manifestó
ante todos los medios que iba a llevar el litigio hasta donde fuera necesario o viviría
eternamente en concubinato.
Así fue nomás, el dilema nunca pudo resolverse y entró en la memoria popular al mismo
nivel que el irresoluto caso de la AMIA o las coimas en el Senado. Pese a todo Leonor y el
hombre invertido vivieron juntos muchos años y tuvieron tres hijos varones, todos
normales, que con el tiempo estudiaron psicología, psiquiatría y neurología,
respectivamente. Al morir León, quien había heredado buena parte de la editorial de su
pareja gay, crearon con esos fondos la Fundación NO para el estudio del mal que
aquejaba a su hijo.
El hombre se frotó los ojos y trató de borrar las imágenes del sueño. Los acontecimientos
que recordaba, confusos como en todo sueño, no eran de por sí inquietantes, pero sin
embargo le habían generado una profunda sensación de angustia, una angustia que hace
mucho había dejado atrás, cuando consiguió trepar en la pirámide y llegó a ocupar el
lugar que actualmente se había ganado, a fuerza de imponerse y dejar de lado todas las
debilidades propias de un corazón demasiado abierto.
Pero… no tenía tiempo para seguir con la mente en esas cosas. Se levantó y miró el reloj
digital que ya marcaba las ocho y seis minutos. Seis minutos perdidos, pensó. Iba a llegar
tarde si no se apuraba. Rápidamente decidió avisar a su asistente que pasara por alto el
desayuno, quería llegar a la oficina antes que su secretaria comenzara a revisar su correo
electrónico, deseaba anticiparse a cualquier imprevisto, disfrutaba enormemente estar al
pie del cañón antes que nadie, demostrarles que él, pese a su posición, seguía siendo el
primero.
Luego de un fugaz paso por la ducha, limpió el vapor del espejo del baño con la mano y
se cubrió la cara con espuma de afeitar. No estaba en sus mejores días, sin duda, tenía
los ojos muy rojos y notó más arrugas que lo deseable. Una semana de spa no le vendría
mal, pensó, pero para eso debería disponer de un tiempo precioso y arriesgarse a dejar
todo en manos de sus socios. No era posible, por el momento.
Mientras fumaba el primer cigarrillo del día fue hasta el vestidor. Eligió el traje gris de
alpaca, una camisa celeste de algodón egipcio y una corbata de seda azul, con discretos
escudos plateados. Ajustó el ancho nudo de la corbata, tomó el maletín, revisó si había
mensajes en su celular e hizo un breve llamado a su chofer antes de encaminarse al
garage. Palmeó al hombre de vigilancia y saludó secamente al chofer que hace diecisiete
años lo esperaba por las mañanas, siempre con el vehículo en marcha, a la entrada del
edificio.
Sonrió, pensando cuan previsible era todo en su vida. Esa sensación de tener todo bajo
control le daba un placer muy difícil de describir. Recordó cuando a los dieciocho años se
encontró de pronto solo en el mundo, sin padres, sin familiares, sin dinero y con un
panorama que la mayoría hubiera descrito como sombrío, para alguien salido de una
familia de clase baja. Pero todo eso lo había dejado atrás, veinticinco años y muchos
desvelos atrás, desvelos que no todos en la empresa, donde había comenzado de cadete,
calificaban del mismo modo.
Su secretaria le alcanzó unas cartas con pedidos para distintas obras benéficas que,
como actual presidente de la fundación que había armado, recibía en cantidades
importantes. Le indicó contestarles del modo habitual, pensando en cuan acertado había
sido crear la fundación y pasó a otro tema de su atiborrada agenda laboral.
Respondió a los saludos y las miradas a su paso con amabilidad, pero también como
quien está sumergido en hondas preocupaciones, y llegó a la sala de reunión. Anunció su
presencia con una carraspera y se sentó entre otros hombres muy parecidos a él, que lo
miraban con cierto recelo, como midiendo su estado de ánimo, que no gozaba de buena
fama. Cada uno de los presentes resumió lo acontecido en sus respectivas áreas desde la
reunión anterior. Al finalizar la ronda reinaba el optimismo. Todos los planes marchaban
según lo previsto, las finanzas auguraban un buen panorama y los escenarios futuros
eran inmejorables.
Pero entonces uno, tal vez distraído en su vuelo o confundido por su propio reflejo, golpeó
duramente con los cristales, para luego caer vertiginosamente hasta que lo perdió de vista
unos pisos más abajo. La escena lo perturbó, tanto como las imágenes del sueño, que
volvían y volvían, como una noria obstinada a pasar repetidamente por algún punto
sensible de su cerebro. Trató de relajarse y hacer una siesta, pero no lo logró; fijó la vista
en los veleros tratando de relajarse un poco, con el habano consumiéndose sobre el
cenicero y el vaso de whisky en su mano derecha, recostada sobre el apoyabrazos del
sillón, los ojos rojos allá a lo lejos, sobre las imperceptibles olas del río color de león, en la
tarde radiante de un día de julio curiosamente cálido.
Bastante más tarde, sin que se hubiera dormido y sin haber hecho otra cosa que estar
sentado frente a la ventana, su secretaria entró, luego de un breve golpe en la puerta,
para avisarle que debía prepararse a presidir la inauguración de la nueva planta de la
empresa. Al verlo, quieto y mirando al río, le preguntó con expresión algo sorprendida si
se sentía bien, a lo que él respondió elípticamente, como sin prestarle mayor atención a
esa consulta fuera de lugar.
Con desgano fue hasta el armario de su baño privado y buscó una camisa para cambiarse
la que tenía puesta. Eligió una exactamente igual y se vaporizó un poco con Boss, su
perfume fetiche. El espejo delató que sus ojos estaban algo más rojos y las arrugas le
marcaban las comisuras de los labios como un surco. Cuando consiguió quedar más o
menos conforme con su aspecto, le pidió a su secretaria que avisara al chofer que salían
en cinco y bajó hasta el estacionamiento en el primer subsuelo.
El brusco frenado del ascensor automático le causó le causó una molestia en la boca del
estómago algo mayor que la habitual. Odiaba bajar al subsuelo. En el viaje revisaría la
agenda del día siguiente, que, si no recordaba mal, incluía una reunión bastante
importante en el Ministerio de Economía. Pero, por el momento, sólo esperaba que llegara
la noche; quería una buena cena en su casa, un par de copas de Malbec, alguna película
de acción, un whisky en el balcón mirando las estrellas, y dormir, dormir profunda, larga y
tranquilamente, sin sueños perturbadores ni angustias sorpresivas. Sólo dormir.
A las seis de la tarde el Mercedes plateado se detuvo frente a las nuevas instalaciones de
la fábrica en la zona de Pilar. Descendió del auto y lo recibió un grupo de rostros amables,
o que aparentaban serlo, a quienes respondió con sonrisas estudiadas y junto a los que
se encaminó hacia el lugar del acto, en el hall central, donde lo esperaban el intendente y
otras autoridades. Saludó a todos los presentes y especialmente al párroco invitado para
bendecir la planta, que le retribuyó el saludo ceremoniosamente.
El rosado del cielo se hacía más intenso a medida que el sol bajaba lenta e
inexorablemente hacia el horizonte en ese extrañamente cálido atardecer de julio. A
medida que el discurso avanzaba, las formas de las nubes comenzaron a devolverle
formas y colores incómodamente familiares. La noche anterior volvió a golpetear como un
trépano su memoria. Mientras los aplausos rubricaban el cierre de uno de los discursos, la
imagen del pájaro detenido en su vuelo por el cristal de la ventana, allá a lo alto, en el piso
25 de Catalinas, se le apareció inopinadamente. Recordó como lo vio caer hasta perderlo
de vista allá abajo camino hacia el pavimento.
Recordó sus tiempos de cadete, sus ilusiones de una vida mejor, sus fantasías de fugarse
a una isla del Caribe para atender un bar en la playa, las ganas de ser reconocido,
respetado… Todo le parecía lejano, perteneciente a otra vida, a otro mundo, a otro
universo…
La última campanada de la iglesia comenzó a dar las siete, mientras el párroco bendecía
las instalaciones; al este, un azul profundo comenzaba a invadir el cielo, en tanto al otro
extremo el rojo estallaba en una llamarada final. En su mente, las imágenes de la noche
anterior comenzaron a ensamblarse de modo inexplicable con las de la realidad. Todo le
pareció no obstante muy claro, muy sencillo, extraordinariamente predecible; pese a esa
angustia que lo carcomía, pese a la puntada en la boca del estómago, a esa sensación de
que le estaba faltando un poco el aire, a la vibración de la última campanada en sus
oídos. Casi hubiera deseado poder extender la mano y apagar el despertador.
Tormenta frente al mar
El surfista venía medio jugado, haciendo equilibrio apenas en la tabla, parado sobre una
ola que se deshacía casi en espuma a unos diez metros de la playa, donde lo esperaban
algunos amigos riendo, con sus respectivas tablas entre las manos, apoyados los lados
de las aletas en la arena y elevando hacia el cielo sus puntas, como intentando pinchar
las nubes que amenazaban tormenta en una tarde a fines de verano que había alejado de
la playa, llegando el fin de la jornada, a la mayoría de los turistas, mayormente parejas sin
chicos y jubilados, que disfrutaban los últimos estertores de la temporada estival en Mar
del Plata.
La pareja habría visto –si hubiera estado mirando- la escena a lo lejos desde un escenario
privilegiado, una confitería prácticamente colgada de las rocas, en la curva donde Cabo
Corrientes se despliega hacia las playas Grande al sur y Chica al norte, con la sola
compañía de otra pareja muy acaramelada y un hombre solo que revolvía inquieto un café
mientras fumaba ansiosamente. Desde allí podían apreciar el batir de las olas contra las
piedras, con la suficiente cercanía como para que, de tanto en tanto, algo de espuma
salpicara los cristales, dejando en su descenso manchas de sal que hacían más inciertas
aún la forma de los nubarrones, que se abalanzaban sobre la ciudad desde un mar algo
intranquilo.
Él, alternaba la mirada entre los ojos de ella, todavía rojos, y un cigarrillo negro que se
consumía lentamente en el típico viejo cenicero de lata triangular con la publicidad de
Gancia. Ella, tenía entre las manos un pañuelo de papel que se estaba convirtiendo
velozmente en un bollo, y lo miraba a él fijamente, como tratando de comprender qué
carajo estaba pasando por la mente de ese hombre, que hace una hora escasa le había
hecho el amor, para luego descerrajarle allí, en esa mesa inmejorablemente ubicada,
frente a un mar hermoso en su furia latente, el monólogo que acababa de terminar, junto
con sus años de convivencia “sin hijos ni compromisos”, como había expresado tiempo
atrás, en un bar sin más olas a la vista que las de la gente que salía del cine en la calle
Corrientes.
El surfista había llegado a la playa algo maltrecho por los revolcones que recibió en los
últimos metros, antes de detenerse sobre la espuma que cubría la arena húmeda. Los
amigos habían soltado sus tablas y corrían a buscarlo entre risas y empujones. Las nubes
ya pasaban la línea del mar y se cernían sobre los edificios costeros que recibían el viento
con más fuerza, al igual que los cristales de la confitería cubiertos de sal, tras los cuales
hombre y mujer parecían inmóviles, abstraídos en sus respectivos pensamientos.
Él aplastó el cigarrillo con ganas, observando la última brasa apagarse sin dejar rastro.
Después miró la hora con un movimiento casi automático y se rascó la cabeza, esperando
que esa estimulación hiciera surgir alguna frase más o menos coherente con la cual
expresar sus sentimientos. Pero si esa había sido la intención fue completamente inútil,
sus ideas estaban patinando en un mar de aceite más amplio que el mar salado que
nacía, simultáneamente, a escasos metros allá abajo y de los ojos de ella.
En tanto, los pocos que quedaban en la playa comenzaban a juntar sus bártulos -hasta
los surfistas parecían precupados por la negrura creciente-, las gotas aumentaban de
grosor, el viento arremolinaba la arena y las olas cargaban cada vez más espuma en su
cresta batiendo amenazantes sobre una orilla que ganaba metros en su avance hacia el
murallón de piedra.
Aquí, en ese preciso punto, uno de los dos debería haber expresado alguna frase que
rompiera la tensión de un silencio insostenible. Pero no, ambos siguieron sumergidos en
sus propias visiones personales de un asunto que, todo hacía prever, estaba finiquitado.
Ni ella profirió un insulto, que sin duda hubiera sido oportuno, ni él intentó confortar la
angustia que le había provocado, como habría sido esperable. No, todo siguió en medio
del silencio de las voces, mientras la tormenta ya se había desatado con furia arrojando
torrentes de agua golpeteando rítmicamente los cristales, el viento ululaba con
intermitencias, y el otro ansioso y ahora único parroquiano, ajeno a la debacle, detenía
imprevistamente a medio camino el movimiento de su mano levando el cigarrillo hacia la
boca con gesto de asombro frente a la magnificencia del espectáculo que brindaba la
naturaleza.
Tal vez fue la enorme cantidad de agua que caía del cielo lo que detuvo, para evitar la
redundancia, las lágrimas de ella luego de unos minutos de llanto y tormenta; tal vez
alguna idea que se cruzó por su mente, a lo mejor el relámpago sobre la costa o quizás la
continuación del movimiento del parroquiano llegando con lo que quedaba del cigarrillo a
los labios, como dando por terminado el momento de sobrecogimiento. Nunca lo
sabremos, como tampoco por qué, sin decir palabra, ella llevó su mano izquierda al
hombro derecho, estiró el brazo y le cruzó al hombre el rostro con el revés de la mano
haciéndolo mirar hacia su derecha y dejándole una marca que sin duda permanecería allí
bastante tiempo. Entonces, mientras se desplegaba un furibundo trueno, la atención del
parroquiano, el mozo y el cajero – estos dos hasta entonces elementos inertes de la
escenografía- pasó de la lluvia feroz, bajo la cual corrían los surfistas subiendo la escalera
de piedra hacia la calle, a la escena que protagonizaba la pareja. Así, la furia de la
naturaleza se mudó hacia ese otro ambiente donde dos humanos entrechocaban sus
armas en medio de la batalla, tan sobrecogedor como aquel otro que se desarrollaba trás
los vidrios cubiertos de agua y sal.
Hubo en ese instante un cruce de miradas, un rápido contacto visual entre protagonistas e
involuntarios espectadores: llevado por el movimiento del golpe él observó al cajero
mientras se llevaba la mano a la cara, el mozo la miró a ella con machista desaprobación,
el parroquiano posó sus ojos alternativamente sobre ambos integrantes de la otra mesa a
quienes recién parecía haber descubierto, ella mantuvo firmemente su vista desafiante
sobre él, y el cajero le hizo un guiño al mozo que encaró hacia la mesa en el centro de la
escena. Antes de que llegara, él hizo como que escribía algo en el aire, clásico gesto
pidiendo la cuenta que detuvo al mozo a mitad de camino. Ella dejó de mirarlo, como si se
tratara de un objeto que ya no merecía su atención y fijó sus ojos a lo lejos, en la
oscuridad de la tormenta sobre el mar, que a esa altura se mezclaba con la oscuridad
creciente del ocaso.
Afuera la furia estaba amainando, había pasado aparentemente lo peor del temporal. El
viento aún arreciaba sobre los vidrios, que se sacudían con fuerza, pero ya casi no llovía.
Las nubes pasaban a gran velocidad, como acontece en esos recursos que usan las
películas para simular el rápido paso del tiempo. La negrura de la noche avanzaba a ritmo
lento desde el mar, allá lejos, donde la línea del horizonte se fundía en una oscuridad que
impedía distinguir entre el agua y el cielo, formando una franja que se ensanchaba
cubriéndolo todo.
Cuando el mozo llegó con la cuenta y su mejor cara de compromiso, él ya tenía un billete
entre las manos. Tomó el ticket de un manotazo y lo miró sin ver, haciéndole una seña
para que se quedara con el vuelto, en lo que fue sin duda la mejor propina que él había
dado en su vida y que el mozo había recibido en esa temporada. Ella seguía mirando lo
que ya era la noche, seria, inmutable cual gárgola, como si estuviera absolutamente sola,
con todo el tiempo por delante y ningún plan coherente para moverse de allí. Él dudo
entre despedirse y partir, así nomás. Estiró la mano como para ponerla sobre las de ella,
cruzadas sobre la mesa, pero no llegó a hacerlo, a pocos centímetros se replegó como si
hubiera sentido un shock eléctrico. Ella ni lo notó, o al menos eso quiso dar a entender,
siguió concentrada en el más allá, en lo que tenía lugar del otro lado de los cristales,
donde muy poco podía percibirse.
Por fin, luego de un par de minutos que fueron muchísimo más de ciento veinte segundos
para todas las perspectivas que confluían sobre esa mesa, él se puso de pie. Sintió sobre
su espalda las miradas del mozo, el cajero y el parroquiano, como si cada una de ellas
fuese una de las enormes piedras que estaban allá abajo cubiertas a medias por las olas.
Los miró tratando de encontrar algún alivio, pero ellos desviaron inmediatamente la vista.
Entonces se escapó hacia el pequeño pero llamativo cartel luminoso que decía salida.
Estaba oscuro pese a las luces de la avenida costera y había dejado de llover. El viento
se llevaba las nubes de tormenta hacia el oeste, pero aún no había espacio para las
estrellas. Sintió frío, pero no hizo nada para evitarlo. Miró a ambos lados y eligió ir para el
centro, hacia el Torreón del Monje. En realidad le daba igual, pero hacia allí se veía algo
más de gente por la costa y el nombre del lugar era lo único que en ese momento le
pareció con sentido.
OCHO PASOS HACIA EL SOL
Origen
No hay huellas
en la derrota cotidiana
al recorrer laberintos
y no el ángel.
Desnudos
inconsistente
y lloramos.
A tientas
1.
2.
tal vez no sea sueño, pesadilla, sino tan sólo vanas estaciones
3.
en el color. Ver todo. Ignorarlo. Seguir, sonriendo como un niño, como un niño que juega
en un campo de abrojos.
En la mañana de lluvia
como un cuenco
atravesando sombras
y buscando
las señales
de aquellos pasajeros
eternos
de la noche.
me lanzo a la vorágine
del verso
como un guerrero
sagrado.
Entonces me resigno
como un arquero
sin flechas
Creo verlo
perseguirlo
Se que espera,
almorcé al mediodía,
por la tarde
de un nuevo ser,
acariciando sueños,
el primer llanto
la promesa incumplida
una mirada
una entrega
la bufanda
el mate
estar
tenso el sedal,
la herida, el cigarrillo
el no poderlo creer,
casi al borde.
Ayer
Pero yo no lo creo
aunque me calle
o nos vimos.
Eclipse sobre el mar
La prisa es partir.
Nubes bajas
la lluvia no es sutil
experto en soledades.
La sentencia está en sus ojos
A un paso de la prosa
Exhaló
agitó la cortina.
violar cerraduras
saltar laberintos
excavar en el desierto
Sólamente solo