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“S” DE SITUACIÓN

ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 61 - 101.

[Sobre un piloto de río especialmente discutidor a cuyas órdenes trabajaba.]


Presentaba sus argumentos con acaloramiento… y yo los míos con la reserva y
moderación de un subordinado a quien no gusta que lo saquen volando de un
puente de mando situado doce metros por encima del agua.
MARK TWAIN

El Factor «S» en el modelo S.P.A.C.E. representa vuestra consciencia


situacional, o sea, vuestro «radar» situacional. ¿Sois capaces de comprender y
empatizar con la gente en diferentes situaciones? ¿Podéis percibir sus sentimientos
y posibles intenciones? ¿Qué tal se os da «leer» situaciones basándoos en un
conocimiento práctico de la naturaleza humana? La consciencia situacional incluye
un conocimiento de los «hologramas» culturales: los patrones, paradigmas y reglas
sociales de trasfondo que gobiernan diversas situaciones. Significa saber apreciar
los diversos puntos de vista que tal vez posean los otros, y un sentido práctico del
modo en que la gente reacciona al estrés, el conflicto y la incertidumbre.
Tener un buen radar situacional significa tener un respetuoso interés en las
demás personas. Si uno está centrado en sí mismo, absorto en sus propios
sentimientos, necesidades e intereses y cerrado a los sentimientos, necesidades e
intereses de los demás, es probable que le cueste más conseguir que lo acepten,
compartan su forma de ser, lo aprecien y cooperen con él.

INSENSIBILIDAD O TONTUNA SITUACIONAL


Hace calor. Estás cansado. Estás intentando volar a casa después de un largo
viaje de negocios o vacaciones. La sala de embarque de tu vuelo está abarrotada
de modo que, por supuesto, tu avión también irá lleno hasta los topes. El personal
de la puerta anuncia el proceso de embarque y tú y tus compañeros de viaje
emprendéis el lento cortejo hacia la pasarela y la compuerta.
Eres más o menos el décimo pasajero de la cola y, a medida que te acercas a
la entrada del avión, ves a un tipo que arrastra lo que parece la maleta más
grande jamás creada por la mano humana. Su asiento es uno de los primeros del
avión y, por tanto, se detiene para iniciar el proceso de intentar embutir su bolsa
tamaño nevera en el compartimiento superior. La gente que tiene asignado un
asiento más allá del suyo no puede pasar y él parece ajeno a los pesados suspiros,
las frecuentes miradas al reloj y los cambios de postura. Nuestro intrépido viajero
permanece indiferente a su bloqueo del pasillo y, mientras rompe a sudar a mares
por tercera vez, la azafata comete el error de decirle que tendrá que consignar su
bolsa a la puerta. La resultante discusión de cinco minutos bloquea el paso más
aún, hasta que por fin un valiente pasajero dice: «¡Señor, tenga la bondad de
meterse hacia dentro para que el resto podamos pasar!»
Tras un gruñido y una mirada furibunda, Don Maletón se quita por fin de en
medio para permitir que pasen los otros 134 pasajeros de la cola. Su maleta
aterriza al final en las entrañas del avión y el vuelo por fin despega de la pista.
Un caso clásico de insensibilidad o tontuna situacional. La tontuna situacional
también puede adquirir algunas formas extraordinarias.
Caso ejemplar: El director de un departamento de condado, conocido desde
siempre como líder pomposo e impulsado por su ego, estaba en casa debido a una
larga baja por lesión. Con el pretexto de adelantar algo de trabajo y construir
«unidad de equipo», decidió celebrar una reunión de personal en su hogar. Como
se había lesionado el pie en un accidente fuera del trabajo, iba con muletas y no
podía desplazarse por la habitación sin considerable esfuerzo y dolor.
Durante la reunión, el grupo, que incluía a sus jefes de departamento y el
correspondiente personal de apoyo (femenino en exclusiva), abordó una serie de
temas. Mientras uno de sus subalternos hablaba, el director (y en adelante podéis
usar este término con laxitud para describir sus habilidades de liderazgo) reparó de
repente en que necesitaba aliviarse. Como no quería o no podía reunir fuerzas
suficientes para levantarse del asiento, agarrar las muletas y renquear hasta el
baño, estiró el brazo hacia el suelo, recogió una botella de plástico y procedió a
orinar en ella.
Como no es de extrañar, sus subalternos quedaron algo anonadados. Quizás
en otras circunstancias, en un buen día, con permiso declarado de los presentes,
una manta para cubrirse el regazo y música puesta de fondo para aportar algo de
«ruido blanco», sólo quizá, podría haberlo hecho con algo de discreción. Pero no,
decidió exponer el asunto de su vejiga llena ante el grupo. ¿Existe mejor ejemplo
de falta de consciencia situacional? ¿Se olvidó ese director de activar su «radar
situacional» cuando salió de la cama aquella mañana? ¿Tenía siquiera ese radar?
¿Qué existe en nuestra cultura que permita o provoque que unas personas
perjudiquen a otras con su grosería, sus acciones egoístas o su absoluta falta de
perspectiva sobre lo que hacen o dicen y cómo afecta a los demás?
¿Por qué nos quedamos de brazos cruzados mientras la gente grita por su
teléfono móvil en cines, iglesias, restaurantes, bibliotecas, librerías, estadios,
aviones, vehículos compartidos (el microbús del aeropuerto es otro enclave
favorito) e incluso en el compartimiento contiguo de un baño público? ¿Por qué
soportamos a metafóricos aguafiestas, que nos asaltan con su variedad de
ineptitud social en nuestros encuentros, reuniones o acontecimientos compartidos?
Además, existe una pregunta más amplia: ¿cómo les ayudamos a percibir el
impacto autodestructivo de su falta de inteligencia social? Cuando menos, ¿qué
podemos hacer nosotros, en cuanto partes afectadas, para afrontar con éxito a las
partes infractoras? ¿Y cómo podemos en cuanto sociedad criar una nueva
generación de personas capaces de entenderse entre ellas con eficacia?

PODOLOGÍA BALÍSTICA: CÓMO EMPEORAR AL MÁXIMO UNA SITUACIÓN


La expresión «dispararse en el pie» trae a la mente una gama de
comportamientos contraproducentes, de los cuales algunos derivan de
inconsciencia situacional, otros de falta de experiencia y otros de pura
desatención. Los expertos en este arte son capaces incluso de disparar a otras
personas en los pies.
Caso ejemplar: George Millay era un visionario que, desde 1964, ayudó a
fundar los parques temáticos Sea World a lo largo y ancho de Estados Unidos.
Entre sus ideas se contaban Shamu, la primera orca adiestrada que actuó en el
mundo, buscadores de perlas, trayectos en acuaplano, carritos para bebé con
forma de ballena y un número con una nutria de mar amaestrada.
Algunas de sus brillantes ideas nunca llegaron a ojos del público. Mientras
estaba en Japón, Millay vio un espectáculo de aves que contaba con una bandada
de pavos reales que volaban majestuosamente ladera abajo de una montaña.
Intrigado por la belleza de esos pájaros, al regresar a San Diego le dijo al
encargado de las aves de Sea World que preparara a tres pavos reales para un
espectáculo como aquél.
Se llevaron las aves a la parte superior de una torre panorámica de cien
metros de altura (conocida entonces como PSA Sky Tower y en la actualidad como
Southwest Airlines Tower) para un vuelo de prácticas.
«¡Suelten los pavos reales!», gritó Millay.
Los pájaros fueron puestos en libertad y procedieron a desplomarse como
tres piedras hacia su muerte.
Millay se quedó tan pasmado como todos los demás espectadores, y se pasó
varios años preguntándose por qué los pavos reales asiáticos volaban mejor que
los norteamericanos. Más tarde descubrió que el encargado de las aves, nada
entusiasmado con la idea de darle aquel uso público a los pavos reales, les había
recortado las alas antes del ensayo y, por tanto, los había mandado a su perdición.
De modo que cuatro puntos para el pajarero, que se disparó a sí mismo y a Millay
sin dejar pie sano.
En su libro Cómo orquestar una comedia, el experto en guiones cómicos John
Vorhaus habla de un personaje favorito en el elenco de muchas comedias
«corales»: el Rey del Comentario Extraordinariamente Inoportuno. Muchas buenas
comedias (y algunas malas) cuentan con ese personaje, cuyo comentario
inopinado da una vuelta de tuerca al humor. Los Reyes dicen la frase equivocada
exacta en los momentos correctos precisos, y eso es lo que los hace tan graciosos.
Se especializan en podología balística e incluso se deleitan con la «inconsciencia»
situacional. Pensad en la siguiente lista de Reyes de algunos de los programas más
populares de la televisión:
 Cosmo Kramer en Seinfeid.
 El taxista Jim Ignatowski en Taxi.
 El camarero Woody Boyd en Cheers.
 El cabo Max Klinger en M.A.S.H.
 El «comandante» en Fawlty Towers, de la BBC.
 Joey Tribiani en Friends.
 El personaje de dibujos animados Homer Simpson en Los Simpson.
Estos personajes aplican las habilidades equivocadas en las situaciones
equivocadas, y como arquetipos de podología balística se ganan el premio a la
zapatilla acribillada todas las veces.
El antídoto para los agujeros de bala en los mocasines es respetar y
desarrollar el arte de la Consciencia Situacional. Saber cuándo hablar y cuándo
cerrar la boca, Ser capaces de evaluar la situación en la que os encontréis, más
bien rápido, y ofrecer la mejor respuesta de acuerdo con el radar intuitivo y la
inteligencia a tiempo real. De modo que, si sois vosotros los del teléfono móvil en
el espacio público, tenedlo apagado hasta que estéis más a solas (a menos que
seáis un cirujano de trasplantes con un hígado o un corazón en la maleta, es
probable que la llamada pueda esperar hasta que el avión haya dejado de
moverse).
Gran parte de la tontuna social proviene de perderse todos los indicios, tanto
lo que se dice como lo que otros «no verbalizan» en la situación. Si uno entra en
una sala donde hay dos personas de espaldas la una a la otra, una con la cara roja
y la otra secándose las lágrimas, quizá no sea el mejor momento para pedirles que
vayan las dos a tomar un café contigo.

LEER EL CONTEXTO SOCIAL


Toda interacción humana tiene lugar en un contexto. Al margen de quién
interactúe con quién, dónde o cómo, siempre existe un entorno de algún tipo para
el intercambio. Cuando entendemos que no puede existir interacción humana sin
un contexto en el que producirse, empezamos a entender que el contexto crea
significado, y que el significado aportado por el contexto configura el
comportamiento de quienes lo ocupan.
Caso ejemplar: un hombre aparca el coche, lo cierra, abre el maletero y saca
un revólver. Echa un vistazo a su alrededor, comprueba que el arma está cargada
y se la guarda en el abrigo. Cierra el maletero, vuelve a mirar a su alrededor y
entra en un edificio de oficinas.
Al entrar, alguien le dice: «El jefe te busca.»
«Sí—contesta él—, yo también lo busco a él.»
Avanza por el pasillo y se mete en el despacho de la esquina.
¿Se trata de un empleado despechado, a punto de matar a su jefe? No, es un
detective de policía que empieza su turno.
Sin entender el contexto, no podemos entender el comportamiento.
¿Por qué un adolescente se vuelve taciturno y malcarado cuando mamá y
papá van a la escuela la noche de atención a los padres para hablar con el
profesor? Porque su presencia cambia el contexto. Con las figuras de autoridad
presentes en la sala, el joven ya no se siente libre para hablar y actuar como
hacen los adolescentes cuando están con sus amigos. La presencia de los padres
rebaja al chico de miembro de pleno derecho de una sociedad en miniatura a
humilde subordinado. Eso explica por qué muchos adolescentes —aunque desde
luego no todos— consideran el colmo de la humillación que los avisten en
compañía de sus padres en el centro comercial. A sus ojos, echa por tierra su
condición de adultos y refuerza su estatus de niños.
¿Por qué los asesores y formadores recomiendan a los directivos que no riñan
a sus subordinados delante de los compañeros de trabajo? Es porque una
conversación privada, con la puerta del despacho del jefe cerrada, crea un
contexto muy distinto al que se genera durante una reunión o encuentro en una
zona común de trabajo Es posible que las frases y el comportamiento sean el
mismo, pero el contexto otorga un significado diferente por completo a la
interacción.
Un aspecto clave de la habilidad de la Consciencia Situacional es el
conocimiento, la atención y la sabiduría respecto de los contextos y los significados
que crean. Todos los seres humanos normales poseen cierto sentido general de la
importancia del contexto, pero en muchos casos ese saber situacional no va
demasiado lejos. La mayoría sabemos que no es prudente contar chistes en un
funeral; no salimos a la calle sin ropa y sabemos comportarnos en un restaurante.
Sin embargo, un número considerable de personas están tan absortas en sí
mismas que no perciben con rigor diversos contextos importantes, y en
consecuencia es posible que no sepan comportarse adecuadamente.
Caso ejemplar: sentado con unos amigos en un restaurante de bufé de sopas
y ensaladas, oí un enorme estrépito a mis espaldas de platos y cubiertos
manoseados con gran ímpetu. Volvimos todos la cabeza y vimos a un joven
ayudante de camarero —un tipo enérgico de unos 18 años— que, empapado en
sudor; trabajaba como un poseso para despejar las mesas liberadas por el reciente
aluvión de comensales que acababan de abandonar el restaurante. Iba volando de
una mesa a la siguiente, agarrando la vajilla y lanzándola a un gran barreño
colectivo que acarreaba de un lado a otro.
Un miembro de nuestro grupo le llamó la atención y le dijo: «Disculpe. Sé que
tiene mucho trabajo, y no pretendo ofenderlo, pero el ruido nos está haciendo
difícil mantener una conversación. ¿Podría trabajar armando un poco menos de
jaleo?»
El joven se detuvo y se quedó mirándolo. Luego se le enturbió la expresión,
como si no supiera si enfadarse o avergonzarse. Masculló algo del tipo «Sólo hago
mi trabajo» y siguió adelante con su faena, aunque con algo menos de ruido.
Dedujimos que generaba tanto estruendo y alboroto por dos motivos: 1) se
jactaba de trabajar duro y adelantar mucho en poco tiempo (entusiasmo y
testosterona juveniles, supongo); 2) sencillamente tenía poca comprensión del
impacto de su comportamiento sobre los demás. Su única prioridad era la que
ocupaba el centro de su mundo particular: despejar las mesas. Es de suponer que,
después de la discusión, empezó a ampliar su «ancho de banda» mental para
incluir cierta percepción de las necesidades e intereses ajenos.

QUÉ BUSCAR
Si pretendemos adiestrarnos en la observación de la dinámica de los
contextos sociales y el aprovechamiento eficaz de lo que observamos, es posible
que nos ayude considerablemente saber lo que hay que buscar. Un modo sencillo
de analizar un contexto social típico podría resultar de gran utilidad.
Aunque los contextos sociales pueden presentar una notable complejidad y
una rica variedad, es posible empezar por una subdivisión, o conjunto de
dimensiones, bastante simple. En aras de la sencillez, podemos pensar en tres
dimensiones, o subcontextos, como manera de observar lo que sucede:
1. El Contexto Proxémico: la dinámica del espacio físico dentro del cual
interactúan las personas, las maneras en que estructuran ese espacio y
los efectos del espacio sobre su comportamiento.
2. El Contexto Conductual: los patrones de acción, emoción, motivación e
intención que aparecen en la interacción entre las personas
participantes en la situación.
3. El Contexto Semántico: los patrones de lenguaje empleados en el
discurso, que indican —de manera directa o encubierta— la naturaleza
de las relaciones, las diferencias de estatus y clase social, los códigos
sociales imperantes y el grado de comprensión creado —o impedido—
por los hábitos de lenguaje.
Podemos profundizar en cada una de esas dimensiones subcontextuales y
luego recombinarlas para ver cómo operan in toto.

EL CONTEXTO PROXÉMICO
proxémica, f.
1. Grado relativo de proximidad física tolerado por una especie animal o
grupo cultural.
2. Uso del espacio como aspecto de la cultura.
3. Estudio de las diferencias en la distancia, el contacto, la postura y
elementos similares dentro de la comunicación entre personas.
Si alguna vez habéis tenido la experiencia de entrar en la basílica de San
Pedro en el Vaticano, es probable que hayáis reaccionado de inmediato a la pura
inmensidad del espacio interior. Se mira más arriba, y más, y más... las
imponentes columnas, las descomunales estructuras de piedra, el uso opulento del
oro y las vistosas decoraciones: todo conspira para inducir una sensación
inmediata de pequeñez y humildad. Uno se siente absolutamente encogido por las
gigantescas estructuras. Ése es el poder del espacio.
Si se observa al resto de visitantes que se pasean, permanecen inmóviles o
participan en cualquier ritual religioso que pueda estar celebrándose en ese
momento, enseguida se constata cómo su comportamiento responde al contexto
proxémico. Por lo general hablan en voz baja, mantienen cerca a sus hijos y los
conminan a guardar silencio y suelen mostrar un considerable respeto a la
importancia religiosa del lugar. Rara vez se oye a una persona que llame a voces a
un amigo situado a cierta distancia.
Todo espacio diseñado por el hombre tiene su significado aparente, lo que le
«dice» a quienes entran en él. Un jardín japonés podría decir «serenidad». Un
centro comercial quizá proclame «gastad». Es posible que un vestíbulo de hotel
diga «lujo». Un palacio real rezará «poder». Algunos hogares decorados por
profesionales parecen museos: parecen decir: «Cuidado con dónde te sientas. Este
lugar es para mirar pero no tocar.» Otros parecen decir: «Poneos cómodos. Sois
bienvenidos.»
Política proxémica
Después de la guerra civil española (1936-1939), el general Franco, que gobernaba España
con mano de hierro, encargó la construcción de una enorme catedral, con el fin aparente de
conmemorar a p1ienes habían muerto en el conflicto y establecer alguna suerte de reconciliación
con la Iglesia católica. Situado al norte de Madrid, el Valle de los Caídos posee una cruz de 150
metros en la cima de una montaña, bajo la que se extiende una gigantesca basílica tallada
directamente en la ladera de granito.
En un gesto de reconciliación—y autoglorificación—, Franco dispuso que lo enterraran bajo la
basílica, junto con el líder del bando opositor derrotado. Además, enterraron en el enclave a unos
40.000 del millón de soldados que murieron durante la guerra civil.
Cuando se hubo completado la basílica —un proyecto de veinte años que casi arruinó las
arcas del Gobierno—, los representantes del Vaticano hicieron saber que no sería elegible para la
consagración.
El motivo para retener la consagración: la longitud de la basílica —la distancia desde la
entrada al ábside— era de 232 metros. Eso la hacía más larga que San Pedro de Roma
Para satisfacer a los representantes del Vaticano, los arquitectos instalaron un falso muro con
un segundo juego de puertas que cortaba parte de la longitud de la estructura y la hacía más corta
que San Pedro.

Los seres humanos estructuran el espacio e interpretan el significado del


espacio. Se comportan de acuerdo con las señales transmitidas por el espacio que
los rodea. Al disponer aquellos elementos de un contexto espacial que pueden
controlar, las personas expresan —de manera tanto consciente como inconsciente
— sus intenciones hacia los demás.
Caso ejemplar: asistí a una reunión con un grupo de directivos de una
empresa aeroespacial, en el despacho de un director de proyectos que coordinaba
las contribuciones de sus diversos grupos de trabajo. El director —que celebraba
muchas reuniones en su despacho— había situado una mesa de trabajo en
perpendicular a la parte frontal de su escritorio, formando una «T», con sillas a
ambos lados de la mesa. Esa organización le permitía presidir la reunión sentado a
su escritorio. Semejante contexto proxémico reforzaba su papel como figura de
autoridad en la sala. Mientras el resto nos sentábamos erguidos en nuestras sillas,
con los bloks de notas sobre la mesa, él era libre de repantigarse en su asiento,
poner los pies sobre el escritorio y hacer de jefe. Me daba la impresión de que el
resto éramos como los remeros de uno de aquellos enormes barcos vikingos y él
era el tipo que aporreaba el tambor para ponernos las pilas.
Zonas de interacción
A menudo me he fijado en que los ejecutivos comunican sus actitudes e
intenciones sobre el poder, el estatus y la distancia social mediante la disposición
de sus despachos.
Las noticias de televisión a menudo nos enseñan grandes encuentros
importantes entre partes poderosas, como serían los representantes de dos países
en conflicto, situados cara a cara a sendos lados de una enorme mesa de
conferencias, alineados como dos ejércitos simbólicos. Quizás algo tan sencillo
como cambiar la disposición de los asientos podría señalizar una relación menos
polarizada y enfrentada.
Los seres humanos estructuran incluso el espacio imaginario, es decir, el
espacio vacío entre elementos estructurales, situándose de determinada manera e
invitando a los demás a ocupar determinadas ubicaciones. Los antropólogos que
estudian la ciencia de la proxémica identifican cuatro zonas espaciales básicas que
los seres humanos demarcan y que utilizan para expresarse y controlar sus
relaciones con los demás:
 Espacio público: la zona extensa dentro de la que las personas pueden
coexistir sin interactuar «oficialmente» de ningún modo significativo.
Ejemplos: un centro comercial, una tienda o un parque público.
 Espacio social: una zona más inmediata, dentro de la cual las personas
interactúan, o deberían interactuar, de manera algo directa. Ejemplos:
la zona asociada a una mesa en un restaurante, la zona que rodea a
un grupo de personas enfrascadas en una conversación o una sala de
estar. Es interesante señalar que un espacio relativamente reducido,
como el interior de un avión, puede actuar tanto de espacio público
como de espacio social; los pasajeros son conscientes de la existencia
de una relación forzosa, por distante que sea, durante el vuelo. Los
ascensores también imponen una variedad de interacción social, o al
menos reconocimiento, entre desconocidos que encuentran necesario
compartir el mismo espacio reducido durante unos minutos. Se trata
de un espacio público, pero deviene espacio social cuando se cierran
las puertas.
 Espacio personal: la «burbuja» proxémica que rodea a una persona,
que demarca sus límites personales y dentro de la cual se espera que
los demás reconozcan la individualidad de esa persona. Ejemplos: la
zona que rodea a una persona de pie en un tren o autobús lleno, la
zona dentro de la que alguien como un dentista o peluquero realiza un
servicio personal, y el espacio entre dos personas que conversan sobre
un documento de algún tipo. Es axiomático que el tamaño típico de
esa burbuja personal varía de una cultura a otra. El privilegio de
acercarse mucho a una persona, o incluso tocarla, oscila
considerablemente en función de los códigos culturales, entre ellos los
que dictan la expresión no verbal de las diferencias de rango o estatus.
 Espacio íntimo: la pequeña región que rodea y toca directamente el
cuerpo de una persona, dentro de la cual el contacto directo con otra
persona implica una interacción personal, emocional o sexual íntima.
Estando de pie entre un grupo de desconocidos dentro de un vagón de
tren abarrotado es posible que se comparta la burbuja íntima con dos
o tres extraños a la vez; sin embargo, los códigos sociales vigentes
deniegan la implicación de intimidad.
Además de delimitar esas cuatro zonas concéntricas invisibles de interacción,
los seres humanos también tienden a posicionarse dentro de un entorno espacial
de un modo que afronte y resuelva una variedad de necesidades psicológicas y
sociales.
Caso ejemplar: hace varios años, me encontré con un grupo de ejecutivos
japoneses que estaban de visita en Estados Unidos para estudiar prácticas de
gestión en destacadas organizaciones de servicios, un tema en el cual se me
consideraba a la sazón uno de los expertos reconocidos. Habían solicitado una
reunión de medio día, una especie de seminario informal, para examinar mis
conceptos y teorías. La tarde previa a la sesión me encontré con la intérprete
bicultural que habían contratado, una joven que había vivido y estudiado en
Estados Unidos además de Japón. Me explicó el probable desarrollo de la sesión.
«Todavía no me he encontrado con ellos, pero son japoneses, de modo que
probablemente adivino cómo manejarán la reunión —me dijo—. No se conocen de
antes del viaje, pero mediante algún proceso ya se habrán hecho todos una
composición de lugar de sus rangos relativos en sus respectivas organizaciones, y
esos rangos se convertirán en el orden de condición social dentro del grupo
mientras estén juntos.
«Le harán sentarse a la cabeza de la mesa de conferencias, y el tipo de más
alto rango se le sentará a la derecha. El siguiente en importancia se sentará a la
derecha del primero, y así a lo largo de toda la mesa. La persona de menor rango
ocupará el final de la cadena y se situará a su izquierda.»
Me intrigó la confianza con la que había predicho el contexto proxémico de la
reunión. Al día siguiente, descubrí que había acertado de medio a medio. Se
dispusieron exactamente como había previsto.
Además, me había instruido sobre la mecánica de preguntas y respuestas.
«Cuando les invite a hacer preguntas, asegúrese de concederles un buen rato para
reaccionar. Lo que pasará es que todos mirarán al tipo número uno; a él le
corresponde la primera pregunta. Si no tiene ninguna, mirará siguiendo la fila
hacia los demás. Si el número dos tiene una pregunta, la formulará; si no, pasará
el relevo invisible al siguiente. Si usted da por sentado que nadie tiene una
pregunta, es posible que se precipite y el tipo de menor rango se quede sin
oportunidad de tomar la palabra.»
Una vez más, acertó de pleno. Un grupo de —hasta ese momento—
desconocidos había acordado un contexto proxémico y unas reglas de
comportamiento comunes sin siquiera debatirlos.
Espacios subconscientes
Los contextos proxémicos están en todas partes... en cuanto uno empieza a
buscarlos. El hecho de que sean omnipresentes quizás ayude a explicar por qué
tendemos a pasarlos por alto las más de las veces. Pensad en el contexto
proxémico en evolución que conforman las personas que conducen sus coches por
calles y carreteras. ¿Os habéis fijado en que un porcentaje bastante grande de
conductores —sobre todo varones— aceleran un poco cuando os ponéis a su altura
y empezáis a adelantar? ¿Y qué hay del modo en que muchos conductores entran
en una autopista desde una vía de acceso? Aceleran lo suficiente para pasar al
primer carril —donde resulta que estáis conduciendo vosotros—y luego frenan. Es
como si os transmitieran: «Ves, he reclamado este trozo de territorio móvil y no
hay nada que puedas hacer para recuperarlo.» Si os adelantáis a esta maniobra y
pasáis al siguiente carril, es posible que la persona acelere al entrar en el primero
con tal de permanecer por delante de vosotros.
«Permanecer por delante» —proxémicamente hablando— es en muchas
personas un importante impulso subconsciente. El comportamiento proxémico en
automóviles parece ser una cuestión de reclamar la propiedad de un fragmento
móvil de territorio, que por lo general se extiende por delante del propio vehículo a
lo largo de una distancia que depende de las velocidades implicadas y las
reacciones instintivas de los conductores implicados. Los seres humanos de la
mayoría de culturas también parecen tratar a las personas que caminan—o
conducen— por detrás de ellas como socialmente inferiores, y quizá se afanen por
situarse «por delante» de los demás para obtener sensaciones de potencia y
superioridad proxémica.
El contexto proxémico puede incluir otros elementos, además de la
disposición del espacio físico. Pegados a ese espacio o —por expresarlo con mayor
precisión— entrelazados en él, tenemos sonidos, efectos luminosos e incluso olores
de todo tipo. Pensad en el contexto proxémico de un frenético club de baile o
discoteca, con las luces estroboscópicas, el humo y la música machacona. Todos
esos elementos influyen en tos sentimientos y el comportamiento de las personas
que interactúan dentro del espacio. La luz tenue de una iglesia o un templo, el olor
a incienso, el sonido de los Cánticos o canciones, todo aporta significado al
contexto proxémico que experimentamos.

EL CONTEXTO CONDUCTUAL
Una experiencia que tuve cuando estudiaba séptimo hace mucho me dejó una
impresión de por vida acerca de los modos en que los seres humanos responden al
contexto. El episodio tuvo que ver con contextos tanto proxémicos como
conductuales. Me ayudó a empezar a entender que los seres humanos nos
engañamos las más de las veces cuando nos decimos que en todo momento
inventamos nuestro comportamiento según unas decisiones voluntarias que
tomamos nosotros. En realidad, por lo general no es así. Por lo general,
reaccionamos de manera inconsciente a las muchas señales del contexto —
proxémico, conductual y semántico—y en raras ocasiones pensamos de manera
consciente sobre cómo reaccionar.
En mi experiencia de séptimo curso, yo era uno de los «chicos de campo»
que iba y venía de nuestra escuela, en la pequeña localidad de Westminster,
Maryland, todos los días en el autobús escolar. El vehículo recogía al mismo grupo
de niños todos los días, plantados ante sus casas o al final de los caminos que
llevaban a sus granjas. Todos nos conocíamos, aunque no por fuerza nos
tuviéramos confianza.
Un día en particular empezó a surgir un extraño patrón. Por absoluta
casualidad —presumo— yo y cerca de una docena de los otros chicos a los que
recogían primero a lo largo del trayecto nos sentamos sin pensarlo en el lado
izquierdo del autobús. Así las cosas, la siguiente media docena de niños también
se sentó a la izquierda. En algún momento, quedó claro que nadie se estaba
sentando en el lado derecho. Todo nuevo niño o grupo de niños se subía al
autobús, echaba un vistazo y tomaba asiento en la izquierda.
Cuando el autobús empezó a llenarse, miramos todos a nuestro alrededor con
divertida fascinación; observábamos con atención a cada nuevo niño que entraba
en el autobús y elegía un asiento en el lado izquierdo. También noté, mirando el
retrovisor del conductor, que él también reaccionaba ante aquel extraño
fenómeno. Ya de por sí taciturno tirando a gruñón, no paraba de mirar por el
espejo y arrugar cada vez más el entrecejo a medida que la situación se
desarrollaba. Al final, llegó a su punto de ruptura.
Con el autobús prácticamente lleno y todos los asientos ocupados menos uno,
el siguiente niño que subió intentó ocupar ese último lugar vacío en la izquierda. El
niño que estaba sentado allí no quiso moverse para hacerle sitio y le espetó:
«¡Siéntate allí!» El recién llegado, que no sabía lo que pasaba y posiblemente se
temía una jugarreta, insistió en ocupar el último asiento. Estalló un duelo de
empujones, en el que el ocupante insistía en que el nuevo se sentara en el lado
derecho completamente vacío del autobús mientras el recién llegado exigía que le
hiciera sitio.
La situación entera se volvió de lo más estrafalaria. Al final, el conductor
estalló. Paró el autobús y empezó a gritarnos. «¡Estáis tratando de volverme loco!
¡Pasad al otro lado del autobús!» Nos redistribuyó a la fuerza hasta que los dos
lados del vehículo estuvieron ocupados. «¡Moveos para allá!» Después de eso, el
resto de niños que subieron, ajenos a los extraños sucesos previos a su llegada, se
sentaron al azar en ambos lados del autobús. A día de hoy no estoy seguro de
entender lo que pasó en aquel pequeño episodio, qué lo causó o por qué
adoptamos todos aquel extraño comportamiento colectivo.
Es posible obtener una vívida imagen de la fuerza de los contextos
proxémicos y conductuales —situaciones en las que dominan ciertos patrones de
comportamiento— observando situaciones en las que las personas llevan consigo
expectativas muy diferentes.
Caso ejemplar: una conocida mía pasó varios años en la década de 1970
como profesora de Inglés como segunda lengua. Poseedora de experiencia en
trabajo social, se especializó en trabajar con refugiados asiáticos, en particular el
grupo étnico conocido como hmong, un grupo de las tierras altas y montañas de
Laos. Los hmong habían sido un grupo étnico muy aislado, con unas costumbres
muy bien definidas y un conocimiento muy escaso del mundo exterior. La mayoría
eran doblemente analfabetos, es decir, no sabían leer ni escribir en su propio
idioma, por no hablar ya del inglés. Debido al factor del doble analfabetismo, mi
conocida no podía utilizar los materiales impresos normales que se utilizaban de
forma habitual para la enseñanza del Inglés como segunda lengua. También
descubrió que la mayoría de refugiados, que habían llegado hacía poco, estaban
tan abrumados por un entorno desconocido que no entendían cómo comportarse
en situaciones que los occidentales daban por supuestas. Muchos no habían visto
nunca autobuses, televisores o incluso lápices y papel, artefactos familiares de la
cultura occidental. «Las mujeres llevaban a sus criaturas a las clases—me dijo—.
Creían que era una especie de reunión social. Muchas no sabían lo que pasaba en
una situación de clase; ni siquiera sabían que debían sentarse de cara a una parte
del aula. Charlaban como si tal cosa; tuve que pedirles que se callaran para poder
enseñarles los ejercicios de recitación.»
Como en nuestro autobús, gran parte del contexto conductual de cualquier
situación se codifica de manera no verbal: posturas corporales, movimientos,
gestos, expresiones faciales, tono de voz. Por ejemplo, la gente transmite
autoridad y deferencia según dónde o cómo se sienten o se sitúen de pie, quién
entre primero en una habitación y un sinfín más de detalles que un observador
avezado puede distinguir. La gente transmite su afiliación —o ausencia de ella—
mediante diversos gestos, expresiones e interacciones. ¿Podéis mirar a una pareja
sentada a una mesa en un restaurante y adivinar si se han conocido hace poco o
mantienen una relación duradera?
Los sociólogos identifican muchos sistemas de señalización más, como los
relacionados con la ropa, la joyería, los sombreros, los tatuajes y demás
ornamentos como «marcas de clase»: indicadores de afiliación a una subcultura
bien definida. Ciertas combinaciones de prendas pueden identificar a una persona
como perteneciente a una pandilla callejera, un grupo étnico o un nivel
socioeconómico determinado. El traje de negocios sirve desde hace mucho como
marca de clase para la subcultura empresarial.
El dibujante Scott Adams, creador del trabajador técnico por antonomasia
Dilbert, conmina a los directivos a venirse para el éxito, en especial si no tienen a
su favor ni cerebro ni talento. Según el compañero de Dilbert, Dogbert, en el
Manual top secret de gestión empresarial de Dogbert:
La ropa hace al líder. Es probable que los empleados nunca lleguen a
respetarte como persona, pero quizá respeten tu ropa. Los grandes líderes de toda
la historia han comprendido este hecho.
Fíjate en el Papa, por ejemplo. Si le quitaras su imponente gorro de Papa, su
autoridad quedaría seriamente menoscabada. Pregúntate si aceptarías consejos
sobre control de natalidad de un sujeto que llevara, pongamos, una gorra de
béisbol. No lo creo.
Parte de cualquier contexto conductual, en cualquier situación, la forma el
conjunto de reglas, costumbres, expectativas y normas sobre comportamiento
compartidas que los participantes llevan consigo. En la medida en que compartan
los mismos códigos conductuales, por lo general se entenderán con éxito. Si una o
más de las personas de una situación concreta no comparten —o prefieren
vulnerar— ciertos de esos códigos, pueden surgir conflictos.
Caso ejemplar: no se toca a la reina de Inglaterra. No se hace y punto; nadie,
bajo ninguna circunstancia, salvo las escasísimas personas que poseen una
relación familiar especial o una relación íntima de servicio personal. En 1992, el
primer ministro australiano, Paul Keating, se ganó el cáustico apodo de Sapo de
Oz en la prensa británica por tocar a la reina en la espalda. Mientras le enseñaba
un edificio público, hizo un gesto para mostrarle el camino y luego le pasó el brazo
por la espalda y le puso la palma en el costado. Si bien muchos lo considerarían un
gesto amistoso, la reina se enervó, se detuvo y le lanzó una mirada que
comunicaba a las claras que había vulnerado el código conductual oficial. En
Inglaterra muchos se sintieron furiosos y ofendidos por su reina. En Australia, por
contraste, muchos se enfurecieron con lo que tomaron por esnobismo británico:
una reproducción del continuo antagonismo entre «aussies» y «brits».
Brian Tobin, el premier de Terranova y Labrador, también escandalizó a la
Commonwealth cuando lo fotografiaron tocando a la reina en la espalda mientras
la ayudaba a subir un tramo de escaleras; él protestó afirmando que no pretendía
sino asistir a una dama mayor para que no se cayera. En el 2000, otro primer
ministro australiano, John Howard, consideró necesario negar con vehemencia que
hubiera tocado a la reina.
Los expertos en comunicación intercultural citan códigos conductuales únicos
que las personas de ciertas culturas utilizan de manera casi inconsciente pero que
para representantes de otras culturas tienen poco sentido. En muchas culturas
árabes, por ejemplo, la gente no agarra comida ni la pasan a otros con la mano
izquierda. Por lo general utilizan la mano izquierda para asistirse en diversas
funciones corporales, y aun con los modernos estándares de sanidad e higiene, la
tradición dicta que la izquierda es impura.
De modo parecido, en muchas culturas mediterráneas, enseñar la suela del
pie o el zapato a otra persona constituye un grave insulto no verbal. Sentarse de
modo que se muestre la suela del zapato o poner los pies sobre una mesa es una
señal de falta de respeto a los demás.
Para los balineses, el alma reside en la cabeza, y por ese motivo es una grave
ofensa que un extraño dé palmaditas a un niño en la coronilla. Los balineses
consideran muy desaconsejable, espiritualmente, hacer el pino o incluso tener los
pies más arriba que la cabeza. Uno de los insultos más graves en su cultura es:
«¡Te pegaré en la cabeza!»
En las culturas islámicas estrictas, los códigos conductuales dictan cuándo
pueden estar juntos y a solas los varones y las mujeres, e incluso cuándo pueden
ocupar la misma habitación. Los occidentales que hacen negocios en Arabia Saudí,
por ejemplo, quizás encuentren frustrante que no se permita a empleados y
empleadas trabajar juntos en la misma habitación. Las representantes femeninas
de compañías extranjeras, las diplomáticas y las periodistas a menudo encuentran
esas restricciones muy difíciles de sobrellevar.

EL CONTEXTO SEMÁNTICO
El médico Frederic Loomis, en su clásico Consultation Room, cita un incidente
en el que un comentario inocente suscitó una reacción semántica no deseada:
Aprendí algo sobre las complejidades del inglés cotidiano en una etapa muy
temprana de mi carrera. Una mujer de treinta y cinco años llegó un día para
explicarme que quería un bebé pero le habían dicho que tenía cierto tipo de
afección coronaria, que tal vez no fuera obstáculo para conducir una vida normal
pero resultaría peligrosa si alguna vez tenía un niño. Por su descripción pensé de
inmediato en la estenosis mitral. Ese trastorno se caracteriza por un soplo sordo
bastante distintivo cerca del vértice del corazón, y en especial por una peculiar
palpitación que se siente con el dedo sobre el pecho del paciente. Esa vibración se
conoce como el thrill («temblor») de la estenosis mitral.
Cuando la mujer estuvo desvestida y tumbada sobre mi camilla con su bata
blanca, mi estetoscopio detectó con rapidez las palpitaciones que me esperaba. Al
dictar a mi enfermera las describí con esmero. Dejé a un lado el estetoscopio y
palpé concienzudamente en busca de la vibración típica que puede encontrarse en
una zona pequeña pero variable del pecho izquierdo.
Cerré los ojos para concentrarme mejor y tanteé largo y tendido en busca del
temblor. No lo encontré y, con la mano todavía sobre el pecho desnudo de la
mujer, alzándolo y apartándolo, me volví por fin hacia la enfermera y le dije: «no
hay thrill» (frase que en inglés puede entenderse como «no me emociona» o «no
me excita»).
La paciente abrió de golpe los ojos negros y, con la voz cargada de veneno,
me espetó: «Estaríamos buenos. Ya le gustaría a usted. Yo no he venido para
eso.»
Mi enfermera casi se ahoga, y mi explicación todavía parece una pesadilla de
palabras fútiles.
Las palabras son mucho más que meros símbolos y señales inanimados. Son
la estructura misma del pensamiento. Muchos líderes famosos han comprendido y
capitalizado la psicología del lenguaje y han utilizado ese conocimiento para
emocionar y movilizar a las personas, para bien y para mal. Tanto la poesía y la
literatura como los eslóganes, metáforas y canciones patrióticas tienen el poder de
afectar a las personas en profundidad.
El estudio de la retórica aborda los patrones primordiales del lenguaje y cómo
una formulación habilidosa de las frases transmite significado más allá del mero
nivel simbólico de las palabras. Por ejemplo, en el momento de la declaración de la
independencia estadounidense de Gran Bretaña, se dice que Benjamin Franklin
pronunció una de las frases más famosas de la época. Cuando uno de sus
compañeros estadistas dijo, después de que el grupo aprobara la Declaración de
Independencia: «Ahora, caballeros, tenemos que estar pendientes todos juntos»,
Franklin replicó: «Cierto, porque si no seguro que penderemos separados.»
Alfred Korzybski, un respetado estudioso e investigador que analizó la
psicología del lenguaje, propuso una especie de «teoría de la relatividad» del
conocimiento, en su libro Science and Sanity, publicado en 1933. Él acuñó el
término semántica general para describir su teoría de cómo la estructura del
lenguaje configura el pensamiento humano, y en particular cómo ciertos hábitos
de lenguaje contribuyen al conflicto, los malentendidos e incluso el desajuste
psicológico.
Según Korzybski, vivimos en un entorno semántico. Ese entorno consiste en
hábitos de lenguaje, tradiciones, símbolos, significados, implicaciones y
connotaciones compartidos dentro de los cuales interactuamos y tratamos de
hacernos entender entre nosotros. En realidad, la mayoría navegamos a través de
una variedad de entornos semánticos, en función de las personas con las que nos
relacionemos e interactuemos.
Korzybski afirmó que no existe nada que pueda calificarse de «verdad
universal» o «conocimiento universal» y, en contravención de las enseñanzas de
una larga estirpe de filósofos occidentales que empieza con Sócrates, Platón y
Aristóteles, opinaba que la estructura y psicología del lenguaje imposibilitaban que
dos personas cualesquiera llegaran a compartir la misma «realidad» exacta. Los
anglohablantes, sostenía, no construyen con sus palabras la misma realidad que
quienes hablan japonés, swahili o español. Dado que las diferentes lenguas
representan los conceptos de maneras distintas, las diferencias estructurales de
esos idiomas imponen limitaciones ineludibles a nuestros modelos mentales de
realidad.
Korzybski se refería a menudo a los mapas verbales. Por mapas verbales se
refería a que las cosas que decimos —sea de manera oral o escrita— son nuestros
mejores intentos de «cartografiar» la estructura interna de conocimiento y
significado que llevamos con nosotros en nuestro sistema nervioso para formar un
medio compartido de intercambio. Intentad describir a un niño pequeño, por
ejemplo, a una persona que nunca lo haya visto, y cobraréis consciencia de que
«el mapa no es el territorio», como a menudo decía Korzybski. Con independencia
de cuántas palabras utilicéis o de cuántas maneras intentéis plasmar en palabras la
propia experiencia del niño, jamás podréis lograrlo por completo. El mapa verbal
que la otra persona se lleva de la conversación nunca podrá ser más que una
aproximación vaga e incompleta a vuestra experiencia personal del niño.
Peor aún, afirmaba Korzybski: dos hablantes cualesquiera del mismo idioma
tampoco comparten exactamente la misma realidad, porque cada persona crece
aprendiendo sus propios significados únicos para las muchas palabras de su lengua
materna.
Korzybski creía que Aristóteles, aunque mereciera un gran respeto como
figura histórica, estaba atrapado dentro de una «jaula mental» que no podía
detectar: la estructura de su propia lengua materna. Sus intentos de definir
conceptos abstractos como la verdad, la virtud, la responsabilidad y la relación del
hombre con la naturaleza y con Dios estaban, sostenía Korzybski, condenados al
fracaso. Siempre estarían confinados a las implicaciones de la perspectiva del
mundo de los griegos antiguos, tal y como las codificaba la lengua griega.
Calificaba ese síndrome, con tono peyorativo, como «pensamiento aristotélico».
Muchos significados
Por formular la teoría de la semántica general en sus términos más sencillos:
No hay dos cerebros que contengan exactamente el mismo «significado» para
cualquier expresión o concepto formado por palabras; los significados están fijados
en las personas, no en las palabras.
La influencia del lenguaje sobre el pensamiento humano es fácil de apreciar,
en cuanto uno empieza a prestar atención. Pensad, por ejemplo, en el uso de
diversos términos en cualquier idioma —y «cultura idiomática»— particular para
describir las relaciones de parentesco. En muchas culturas occidentales, la palabra
«tío» se refiere por lo general al hermano del padre o la madre de uno. No existe
una palabra de uso habitual —ni, en consecuencia, un concepto claramente
identificado— que indique si el tío del que se habla es hermano de la madre o del
padre. Hay otras culturas, sin embargo, que poseen una palabra única para cada
tipo de hermano, pero carecen de término genérico para esa relación. Es posible
que existan palabras adicionales —y «asideros» conceptuales— para hablar de
otros varones que tienen relaciones fraternales con los propios padres. En esas
culturas, se antojaría muy extraño referirse a un pariente varón como ése con un
término genérico, sin utilizar palabras que señalizaran los importantes elementos
del linaje familiar.
De los efectos del lenguaje sobre el pensamiento y el comportamiento nacen
también problemas más serios. Por ejemplo, las discusiones acerca de términos
abstractos como «democracia», «capitalismo» y «justicia» resultan en última
instancia fútiles, pues poseen diferentes significados personales para distintas
personas. Las guerras y los conflictos étnicos a menudo empiezan como resultado
de o en relación con el uso temerario de un lenguaje altamente cargado.
En mi ocupación de consultor para gestores, con frecuencia he oído discutir a
personas sobre la diferencia entre «gestión» y «liderazgo», como si cada término
poseyera una definición fundamental dictada por Dios y lo único que hubiera que
hacer fuera encontrarla. No parecen entender que ningún símbolo —una palabra, o
un agrupamiento de palabras— posee un significado innato. Su significado está
incrustado en el sistema nervioso de la persona que lo dice o lo oye. Por eso las
discusiones sobre el «auténtico» significado de una palabra son en última instancia
fútiles. La Reina Roja del cuento para niños Alicia en el país de las maravillas está
técnicamente en lo cierto cuando afirma que «una palabra significa lo que yo
quiero que signifique, ni más ni menos», pero pasa por alto la cuestión más amplia
de si significa lo mismo para los demás.
La mayoría de debates políticos degeneran en un tira y afloja en el que cada
participante intenta imponer al otro su mapa verbal favorito Cada uno construye
una estructura verbal coherente que le funciona. Para evitar que el Otro lo derrote
en el combate verbal, cada uno debe rechazar el mapa verbal del bando opuesto.
Hallar un consenso en última instancia se reduce a analizar los mapas verbales que
utilizan las distintas partes y llegar a unos pocos mapas verbales clave sobre los
que puedan ponerse de acuerdo.
Nuestra experiencia práctica nos dice que los seres humanos tienden a usar
marcos lingüísticos múltiples, o «territorios semánticos» demarcados por ciertos
vocabularios y estilos de uso. Esos marcos lingüísticos también sirven como marcas
de clase, que identifican a las personas con ciertas clases socioeconómicas o
culturales. Es posible que un marco lingüístico conlleve un uso generoso de
palabrotas y trate el lenguaje «finolis» como provincia de los extraños. Otro puede
preferir un estilo de lenguaje erudito o académico, donde las palabrotas se
consideren una marca de baja condición intelectual o social. Cada marco lingüístico
tiene sus reglas: qué formas de expresión se aceptan y cuáles se consideran
extrañas.
Caso ejemplar: un colega contrató a un profesional para que le pintara la
casa. Conocía socialmente al pintor desde hacía muchos años y aquélla era su
primera oportunidad de utilizar sus servicios. El hombre, que tenía inteligencia y
talento, dirigía su negocio de pintura a la vez que trabajaba a jornada completa
como empleado en la ciudad. Tenía unos seis u ocho empleados en plantilla, entre
ellos un hombre al que llamaremos «Dave».
Como el empresario sabía que mi colega escribía libros de negocios, debió de
mencionárselo a Dave. Durante una pausa en el trabajo de pintura, Dave se acercó
a mi colega para charlar un poco:
Dave, limpiando sus brochas: «Bueno, tengo entendido que es usted un
sayista [sic].»
Colega: «Disculpe, ¿un qué?»
Dave: «Digo que tengo entendido que es usted un sayista.»
Colega: «Lo siento, no me aclaro. ¿Qué es un “sayista”?»
Dave (exasperándose): «Ya sabe, un sayista, un tío que escribe libros serios.»
Colega (con la bombilla por fin encendida): «Ah! Un ensayista. Sí, escribo
libros.»
Si uno es un habilidoso navegante de esos marcos lingüísticos, sabrá cómo
hablar con un lenguaje a un niño pequeño, con otro a un adolescente, con otro a
un capataz de obra que repare su tejado, con otro al cajero del supermercado y
con otro a su médico.
Más allá de la lógica
Aparte de usar diferentes marcos lingüísticos, el mapa verbal de cada persona
—la traducción simbólica de su realidad interna en un mensaje— codifica su estado
emocional además de la estructura de lo que nos gusta considerar la lógica. Los
psicólogos, por ejemplo, reconocen un aspecto de la señalización no verbal
asociado al uso del lenguaje: un elemento sin relación con las palabras que en
realidad se pronuncian. Las señales metaverbales son los indicios «entre líneas»
que pueden indicar un estado mental inconsciente, una emoción o una aprensión
que el hablante preferiría ocultar. Puede observarse el juego entre proceso mental
subconsciente y comportamiento social en las oscilaciones de lenguaje. Muchas
personas, cuando comentan su propia conducta y afrontan la perspectiva de tener
que admitir que quizá se hayan comportado de un modo socialmente inaceptable,
pasarán de la «primera persona» —<hice tal y tal cosa»— a la menos directa
«tercera persona»: «la gente hace tal y tal cosa». También es posible que pasen a
la forma familiar genérica, «tú», como manera de implicar al oyente como
protagonista compartido.
La cita de una noticia ilustrará este fenómeno del desplazamiento: sacarse a
uno mismo de la conversación cambiando la persona del enunciado. Un artículo de
la página web CNN.com, durante las polémicas elecciones presidenciales
estadounidenses de 2004, citaba una frase del supervisor electoral del condado de
Palm Beach de Florida:
Nuestro personal sabe que se nos exige un estándar mucho más alto, y
estamos haciendo todo lo posible por asegurarnos de que no pase nada —dijo
LePore, diseñador de la «papeleta mariposa»—. Pero somos humanos, y a veces
se cometen errores.»
Nótese el cambio de persona —probablemente inconsciente— de «somos
humanos» a «se cometen errores». Alguien comete errores, pero el hablante no
dice «cometemos errores».
Este comportamiento verbal del desplazamiento suele producirse con
bastante frecuencia en el lenguaje humano. Obedece a una necesidad
subconsciente de defensa del ego: protege a quien habla del estrés de la
desaprobación que se prevé. En cuanto se reconoce y se empieza a prestar
atención a su presencia, llama la atención la frecuencia con que aparece y la
habilidad que demuestra la gente al usarlo.
Los interrogadores expertos saben que las sutiles oscilaciones en el uso del
lenguaje pueden transmitir sentimientos internos y subconscientes de culpabilidad,
aprensión, ira reprimida y diversos estados mentales más que el interrogado
preferiría no revelar. Por eso a menudo entablan con sus interlocutores
conversaciones sin un tema definido, pensadas para suscitar esas inadvertidas
señales de conflicto interno.
Volviendo al terna de la Consciencia Situacional, vemos que leer el contexto
semántico y captar los indicios lingüísticos que apuntan a niveles más profundos
de significado puede ser una habilidad muy útil. Es posible aprender a identificar
con rapidez los diferentes marcos lingüísticos que entran en juego en diversas
situaciones: una conversación entre adolescentes, una reunión de negocios, una
cena, un aula, un encuentro de amigos en un pub. Podemos ejercitar la
Consciencia Situacional y establecer una empatía con los participantes
ajustándonos al lenguaje que utilizan… en la medida de lo razonable. En cierto
sentido, es posible que necesitemos ser plurilingües dentro de un solo idioma.
NAVEGACIÓN EN CULTURAS Y SUBCULTURAS
Cuanto más se sabe de un grupo cerrado, más fácil resulta comprender por
qué sus miembros reaccionan como lo hacen en determinadas situaciones.
Repasad las siguientes características de una determinada subcultura de nuestra
sociedad y tratad de averiguar de cuál se trata:
 Desconfianza hacia quienes no son miembros del grupo.
 Sobreprotección a los miembros de la familia.
 Más cómodos socializándose con otros miembros del grupo que con
gente de fuera.
 Se perciben como despiadados y duros.
 Preponderancia masculina.
 Militarismo.
 Lenguaje y herramientas especiales.
Si vuestra respuesta es «deportistas profesionales» o «pilotos de caza de la
Marina», os acercaríais. Si añadiéramos «mayor necesidad de espacio personal»,
«controlados y orientados hacia la acción», «tienden a ver las cosas en blanco y
negro, sí o no, a favor o en contra y legal o ilegal», podríais decir que estábamos
describiendo «agentes de policía» y estaríais en lo cierto.
En realidad, cada subcultura no es sino parte de una cultura plena más
amplia. Sin embargo, aunque pertenezcan a nuestro metamundo, consideran más
importantes sus mundos en miniatura. Todos los miembros de una subcultura
tienden a verse como únicos, diferentes, especiales o especializados y más social u
operacionalmente significativos que quienes están fuera de su camarilla.
Entonces, ¿quién vive en esas marcadas subculturas? A los agentes de la ley
podemos sumar los bomberos, los militares (dentro de los cuales cada arma posee
su propia subcultura dentro de la subcultura militar, es decir, los marines no se
mezclan con los soldados del Ejército de Tierra, los aviadores no se codean con la
Guardia Costera, etc.), las estrellas de rock, los personajes del cine y la televisión,
los deportistas profesionales, los médicos, los académicos (doctores en alguna
disciplina) e incluso los miembros de una pandilla.
Bien pensado, en cierto sentido, ¿no son todas esas subculturas algo así
como una pandilla callejera? Existen muchos puntos en común que hacen que
grupos muy diferentes se parezcan más de lo que podría imaginarse en un
principio. Cuesta entrar en el grupo, cuesta dejarlo o salir de él por completo, hay
«uniformes», jerga en clave y lenguaje especial y existen reglas de
comportamiento que pueden conducir a la expulsión en caso de vulnerarse.
Las pandillas callejeras, por lo general una subcultura más bien violenta,
observan un conjunto preciso de «requisitos de entrada». Hay que vivir en su
barrio, tener su color de piel y/o identificarse con sus sistemas de creencias.
Actúan bajo una norma de «sangre al entrar y sangre al salir» en virtud de la cual
derramarán un poco de tu sangre cuando te incorpores (una paliza ritualizada para
los nuevos iniciados) y tal vez más aún en caso de que decidas dejar el grupo
«prematuramente».
Las subculturas tienden a florecer y prosperar cuando las barreras para entrar
son rigurosas. Si no todo el mundo puede entrar, los miembros existentes
desarrollan un intenso sentimiento de cohesión, orgullo y aprecio por sí mismos.
Los médicos, agentes de policía, bomberos, pilotos militares, actores, cantantes y
figuras del deporte profesional saben de manera intuitiva que sus filas son
especiales, reducidas, una elite. No todos pueden hacer lo que ellos hacen, y sólo
unos pocos, como ellos, están o estuvieron dispuestos a someterse al riguroso
proceso de acceso para entrar, permanecer y tener éxito.
Decir que esos sistemas de creencias contribuyen a crear una mentalidad de
«nosotros contra ellos» es decir poco. El hecho de que los miembros coman
juntos, se socialicen juntos, se encuentren fuera del trabajo, se vistan de manera
parecida, salgan e incluso se casen entre ellos sugiere su innata distancia social
respecto de los de fuera. La frase «No puedes entender lo que es ser yo a menos
que hagas lo que yo hago» dificulta que incluso familiares y amigos atraviesen ese
velo de cohesión y enajena a quienes no saben realmente «lo que es eso».
Algunas subculturas están tan unidas que incluso los niveles dentro del grupo
las dividirán. En otras palabras, los detectives no suelen codearse con los agentes
de tráfico, los médicos no acostumbran a comer con las enfermeras (a menos que
haya citas de por medio), los pilotos comerciales no suelen cenar con el personal
de cabina (véase la excepción médico-enfermera), y los catedráticos no se
socializan con sus adjuntos. Cada oveja no siempre va con su pareja, sobre todo
cuando ve a otra como menos ovina que ella.
Esta especialización subcultural conduce a una regulación del
comportamiento, en virtud de la cual se permanece dentro no dejando que entre
el exterior. La pertenencia a esas subculturas suele ser difícil, y exige una habilidad
especial (buena vista, un control del cuerpo excepcional, puro valor, temeridad),
buenos genes (belleza, inteligencia, pelo bonito) y un grado poco frecuente de
perseverancia (largos años en la facultad de Medicina y la residencia, en
academias, en campamentos de instrucción y escuelas de vuelo; años de
audiciones y lecturas fallidas, cursos de actuación o canto desde la infancia, un
montón de años perdidos en las ligas inferiores).
Visto lo visto, resulta fácil entender por qué los miembros luchan tanto por
mantener fuera a los demás y por qué para permanecer hace falta conformidad. El
mejor modo de codearse, en cualquier subcultura, desde los contables públicos
certificados a los monopatineros, es conformarse.

CÓDIGOS DE CONDUCTA: SÁLTATE LAS REGLAS SI TE ATREVES


Todas las culturas, y en verdad todas las situaciones y contextos, poseen
algún tipo de código de conducta que la gente se impone a sí misma. Formales o
informales, conscientes o inconscientes, esos códigos poseen el efecto de hacer
que los humanos resulten altamente predecibles los unos para los otros. En
verdad, ninguna sociedad organizada podría funcionar sin la infinidad de «pactos»
subconscientes que las personas suscriben entre ellas acerca de cómo
comportarse. La gente que se ha adaptado a una cultura en particular ha
interiorizado esos códigos y, por lo general, los acata de una manera automática e
inconsciente por completo. Además, la persona que vulnere un código social
importante —el rebelde, el renegado, el radical— suscitará con casi total seguridad
la desaprobación e incluso la animosidad de quienes siguen ese código.
Caso ejemplar: hace unos años llevé a cabo un seminario informal en
California para unos ejecutivos japoneses de visita. El encuentro estaba
programado en torno a las 5.15 de la tarde en una pequeña sala de juntas, poco
después del final de las sesiones de la jornada de una conferencia internacional.
Habían viajado al acto como grupo, pero la mayoría no se conocía antes del viaje.
Empezaron a congregarse en la sala de conferencias en preparación para nuestro
seminario. Todos llevaban traje y corbata: típico en los ejecutivos japoneses en
situaciones de negocios. Sin embargo, uno de ellos, un joven extravertido con
considerable experiencia de trabajo con las culturas occidentales, había decidido
pasar por su habitación antes del encuentro y cambiarse de ropa.
Cuando entró en la sala ataviado con bermudas, deportivas y una camiseta,
todas las cabezas se volvieron en su dirección. Más de uno de sus colegas le
dedicó un repaso visual desaprobatorio que daba a entender con total claridad que
había vulnerado el código de vestir.
Las miradas de desaprobación, que parecían decir «Oye! ¡No es justo! Si
nosotros tenemos que llevar traje, ¿qué te da a ti el derecho a vestirte como
quieras?», no ejercieron sobre él ningún impacto aparente. Al cabo de unos
minutos, varios empezaron a quitarse la americana, volaron las corbatas y surgió
un nuevo código de vestimenta.
Algunos códigos sociales, sin embargo, tienen más poder sobre sus
observantes que otros, y algunos conllevan sanciones mucho más severas que
unas miradas desaprobatorias.
Caso ejemplar: hace unos años, mientras trabajaba en Australia, leí en el
periódico un artículo sobre la justicia tribal aborigen, que presentaba
ramificaciones tanto sociales como políticas para el Gobierno australiano y la
sociedad en su conjunto. Al parecer, un grupo de aborígenes de la región de los
Territorios del Norte —el auténtico outback, como lo llaman los australianos—
había sometido a juicio a varios de sus miembros con posibilidad de pena de
muerte. Su delito consistía en no haber logrado impedir la profanación de un lugar
sagrado, un enclave venerado desde antaño por su clan debido a su importancia
espiritual.
Al parecer, el rancho de ganado que contenía el enclave sagrado —que no
era reconocido como tal por sus propietarios blancos, por supuesto— cambió de
dueños. El nuevo propietario, al observar que parte de «su» propiedad presentaba
indicios de actividad «okupa» (los aborígenes, como muchos pueblos «primitivos»,
no conciben la propiedad particular de la tierra), decidió limpiarlo. Reunió equipo
pesado, arrasó el enclave y valló la zona.
Según las noticias, varios de los miembros del clan poseían la responsabilidad
de proteger y preservar el santuario y, a ojos de los ancianos del clan, habían
fracasado en el cumplimiento de un deber sagrado y muy serio. La sentencia
dictada por el consejo: muerte por lapidación.
El caso atrajo bastante atención de la prensa y obligó al Gobierno estatal y el
de la Commonwealth australiana a adoptar una postura. Puesto que Australia
como nación no permite la pena capital, la peculiar relación política entre la
Commonwealth y los diversos grupos aborígenes volvió a situarse en el
disparadero.
Si bien varias entidades gubernamentales intercedieron para bloquear la
ejecución de los miembros de la tribu, los hombres que afrontaban el castigo
parecían aceptar su sino con relativa ecuanimidad. Uno de ellos, entrevistado por
la prensa, se limitó a decir: «Era tarea nuestra proteger el lugar, y punto. No lo
hicimos y el lugar acabó destruido. Ahora tenemos que cargar con las
consecuencias.»
En última instancia el Gobierno impidió la ejecución y aportó un medio
decoroso para que los hombres escaparan a la muerte. El proceso fue una vívida
ilustración del poder de los códigos sociales.
Las mujeres de muchas culturas han sufrido durante siglos bajo códigos de
comportamiento opresores y dominados por los varones.
Caso ejemplar durante el primer intento de instalar un gobierno democrático
en el Estado fallido de Afganistán, en octubre de 2004, las mujeres —al menos en
teoría— adquirieron el derecho al voto. Sin embargo, en muchas zonas del país, en
especial aquellas alejadas de los principales núcleos urbanos, los códigos culturales
más antiguos entraron en conflicto con este código nuevo y novedoso que al
parecer permitía a las mujeres comportarse de maneras muy poco tradicionales.
En muchas zonas, los ancianos de la tribu y los caudillos militares locales,
cuya palabra equivalía a la ley, prohibieron sin más que las mujeres acudieran a
las urnas. Bajo los códigos islámicos y tribales más estrictos, las mujeres no podían
circular en público libremente. Precisaban un permiso específico del cabeza de
familia varón: un padre, un marido o incluso un hermano mayor. En muchos casos,
los códigos dictaban que las mujeres ni siquiera podían abandonar sus hogares a
menos que lo hicieran en compañía de un miembro varón de su familia.
En otros casos, los varones con mando quizá permitieron que sus esposas,
hijas o hermanas acudieran a las urnas, pero les ordenaron que votaran a
determinados candidatos. Muchas mujeres, en entrevistas concedidas a periodistas
o investigadores, no se creían capaces de desoír jamás las instrucciones de los
miembros varones adultos de sus familias. Otras tenían la impresión, como
resultado de su aislamiento social, su educación limitada y su falta de acceso a las
noticias políticas, que en cualquier caso no estaban en condiciones de realizar
juicios razonables.
Las mujeres sí lograron presentar una candidata en las listas, aunque tenía
menos posibilidades incluso de ganar que los candidatos varones que se opusieron
al presidente respaldado por Estados Unidos. Algunas líderes de opinión y
organizadoras femeninas concluyeron que la provisión de derecho a voto para las
mujeres, por bien que en gran medida careciera de consecuencias, representaba
de todas formas un cambio de gran importancia simbólica. Muchas opinaban que,
desde una perspectiva realista, tendrían que conformarse con un paso pequeño, ya
que veían con claridad lo que pasa cuando unos códigos de comportamiento
nuevos y no aceptados chocan con otros antiguos y profundamente asentados.
Parte de crecer en un mundo dirigido por adultos (jefes, padres, profesores,
etc.) significa aprender a comportarse. Y aprender a comportarse significa seguir
las reglas creadas por quienes están al mando. Las más de las veces, aprendemos
las maneras «correctas» de funcionar con éxito gracias a los métodos más
comunes y antiguos: ensayo y error, crimen y castigo. De niño, cuando te portas
bien (consigues tener las manos alejadas de la tarta de bodas), obtienes una
recompensa (la tarta). Cuando te portas mal (chutas la pelota aposta al patio de
atrás de los temibles vecinos), recibes un castigo (se acabó el fútbol).
Lo mismo vale para los adultos. ¿Acaso no existen códigos de
comportamiento para las siguientes situaciones?
 ¿En una reunión a solas con vuestro nuevo jefe? ¿En una reunión de
grupo con vuestro nuevo jefe?
 ¿Delante de vuestros suegros a diferencia de vuestros amigos de toda
la vida?
 ¿Cara a cara con alguien por quien sentís atracción física en una fiesta?
 ¿En una situación social en la que a vuestros hijos los aterroriza que
los avergoncéis, en una asamblea de padres y profesores, una reunión
con su maestro o un partido de algún deporte que practiquen?
 ¿Delante de un cliente o compañero de trabajo al que intentáis
impresionar?
La cosa se complica cuando entran en juego las normas subculturales. Uno de
los problemas de las subculturas estriba en que los miembros pueden estar tan
condicionados por las reglas, papeles y responsabilidades que, siempre que alguien
se aparta de la norma, estalla el caos. Quebrantar las reglas de la subcultura es la
manera más rápida para caer en desgracia; romper el «código» hace que te
expulsen de la tribu. Estudiad los siguientes ejemplos de subculturas en crisis:
 Abogados que demandan a otros abogados por imprudencia
profesional.
 Médicos que critican a otros médicos por errores quirúrgicos o
administrativos (salvo en las reuniones de Morbilidad y Mortalidad o los
«Comités de Médicos Disruptivos», donde se acaban los miramientos).
 Polis que denuncian a Asuntos Internos a otros polis que han
quebrantado la ley o herido a alguien al amparo de su autoridad.
 Testigos expertos que critican los hallazgos y conclusiones de otros
testigos expertos en un juicio.
 Miembros de la mafia que cantan ante los investigadores federales
sobre sus colegas en el hampa para evitar que los procesen por sus
propios delitos.
 Sindicalistas que se ponen del lado de la patronal en una disputa
laboral, atravesando un piquete o absteniéndose de ofrecer un apoyo
manifiesto a sus hermanos y hermanas del sindicato.
Este último caso trae a la mente un ejemplo de códigos de conducta en el
lugar de trabajo. En su revelador libro sobre la experiencia interna del trabajador
de la cadena de montaje, Rivethead, el empleado de General Motors Ben Hamper
cuenta muchas anécdotas de las tensiones entre la directiva y los obreros de la
cadena de montaje. Cada subcultura siempre andaba en busca de castigar a la
otra, a menudo de un modo peculiar y doloroso.
Durante un período especialmente tenso de agitación laboral, la directiva de
la compañía consideró útil llevarse a varios «trajeados» más para ofrecerles tours
de la planta de montaje de camiones GM. Esos recorridos a pie solían incluir a
ejecutivos de GM de otras instalaciones, vendedores, representantes de
concesionarios, políticos y otras celebridades.
Algunos de los trabajadores, que se sentían a la vez aburridos y molestos,
decidieron divertirse un rato lanzando tuercas, pernos y otros fragmentos afilados
o calientes de metal a los turistas. Bastó que unos pocos proyectiles voladores
alcanzaran la cabeza, cuello y espalda de sus objetivos para que se suspendieran a
toda prisa los tours por las plantas.
Por supuesto, con un deportivo ojo por ojo, en adelante, siempre que los
enlaces sindicales solicitaban a los directivos un favor o una pausa en los tediosos
y repetitivos cometidos de su gente, recibían en el acto un categórico «ni hablar».
Vosotros nos tiráis tuercas, nosotros convertiremos vuestra vida laboral en un
calvario.
Las penas por vulnerar las reglas de otras subculturas del lugar de trabajo
quizá sean más sutiles, pero no menos severas. Mantener el radar situacional bien
enfocado puede ayudar a reducir el conflicto y el estrés, se encuentre uno en la
planta baja o en el ático para ejecutivos.

CIMENTAR LAS HABILIDADES DE CONSCIENCIA SITUACIONAL


Cosas que hacer para incrementar las habilidades en la dimensión de la
Consciencia Situacional:
 Sentarse en un aeropuerto, centro comercial u otro espacio público y
ver pasar a la gente. Tratar de dilucidar el tipo de relación que se
observa entre parejas, familias y grupos. ¿Cómo señalizan sus
relaciones y afiliación? ¿Transmiten afecto y afirmación, o parecen fríos
e incluso hostiles?
 Estudiar los contextos proxémicos en los que uno se encuentra. ¿Cómo
influye la disposición física del espacio y su estructura en el modo de
comportarse de la gente? ¿Quién se sienta dónde en las reuniones de
empresa? ¿Cómo comunicar el estatus o la autoridad la distribución de
un despacho?
 Practicar la identificación de los diversos marcos lingüísticos que se
encuentran en un día. ¿Cómo transmiten su pertenencia las personas
de diversos niveles de condición social a través de su lenguaje, su
argot, sus figuras retóricas, el uso o rechazo de las palabrotas y los
vocabularios especializados?
 Estudiar las señales no verbales que la gente utiliza para definir y
reforzar sus relaciones. ¿Cómo transmite el jefe autoridad o
campechanía? ¿Cómo señaliza la gente su deferencia hacia otros,
poseedores de autoridad o un estatus superior?
 Ver un programa o película de la televisión con el volumen bajado.
Prestar atención a la manera de moverse de los actores, su
posicionamiento el uno respecto del otro y su modo de comunicar su
papel sin sonidos. ¿Contribuyen los comportamientos no verbales a la
integridad de la escena y la refuerzan, o se antojan artificiales o
forzados?

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