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Hilma Contrter'as
Biblioteca Taller No. 241
ENTRE DOS SILENCIOS
-Cuentos-
H ilma Contreras
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LA CABELLERA
A las doce, cuando se disponían acerrar, una voz
nueva y juvenil preguntó:
-¿Me venden un tubo de Alka Seltzer?
Los dos miraron a la recién llegada, extrañados de
semejante anacronismo.
-Lindo pelo- elogió doña Irene.
La joven sonrió sacudiendo la cabellera castaña con
una gracia altanera que parecía una provocación.
El farmacéutico se pasó el pañuelo por la cara.
-¡Cómo lo aguantará! -exclamó minutos des-
pués--. Con sólo mirarla me siento morir de calor. ¡Qué
horror!
Pero la tenía enfrente. Se llamaba Natividad. Venía
del colegio ceñida en vistosos pantalones, alardeando
de la chorrera de cabellos que la cubría hasta las
caderas.
Llegó a desesperarse.
--Si me dejaran -repetía malhumorado-, se los
cortara a ras de la nuca.
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Para dar veracidad a su amenaza blandía unas tije-
ras repiqueteándolas en el aire.
y una tarde su mansa mujer tuvo un acceso de risa
que se deshizo en fingida tos, porque la joven se
presentó además con flequillos hasta los ojos.
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corriendo subió las escaleras hasta el segundo piso,
donde vivían desde que resolvieron instalar el negocio
en la planta baja.
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Su luz inmóvil y transparente manchaba de negro el
viejo roble del jardín. En su mecedora, la joven se
balanceaba al parecer desvelada ella también. Notó la
presencia del farmacéutico en el balcón y le sonrió. El
glauco silencio nocturno se puso a zumbar en los oídos
de Luciano. Ella lo miraba y sonreía. Se mecía un poco
y tomaba a mirarlo fijamente. Luciano se decidió a
bajar.
Cuando ella lo vio abrir la verja del jardín, se irguió
azorada. El movimiento puso al descubierto su cuerpo
desnudo.
-¡Qué lindos senos tienes! -dijo admirativo, los
ojos húmedos de emoción.
En vez de cubrirse Natividad echó hacia atrás la
cabeza, el ademán altivo.
Luciano extendió un brazo. La mano se le llenó de
vida.
Ella protestó gimiendo.
-No... déjeme.
Sin hacer caso la tomó bruscamente ~r los hom-
bros para besarla. Sus dedos se enredaron en la cabelle-
ra. Quiso recogerla en un haz detrás de la nuca pero las
guedejas se escapaban, se envolvían en sus brazos, le
manoseaban la cara. Se sintió sofocado de calor.
--sólo quiero besarte -jadeó-. No te agites así...
Sé buena, no te haré daño ...
Fuera de sí exclamó:
-¡Malditos cabellos!
Los tenía como un dogal caliente alrededor de la
garganta. Se ahogaba besándola, sin tiempo para li-
brarse de los larguísimos cabellos, estremecido de de-
seo y de miedo.
El ardor de la lucha despertó a doña Irene.
Otra vez la pesadilla -gruñó torpemente mientras
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su brazo buscaba al marido en la penumbra-o No te
ahogues, Luciano... ¡Despierta!
Luciano se sentó de golpe, medio loco de angustia.
-La cabellera -murmuró-. La cabellera...
-¿Qué dices? .. Vamos, acuéstate de lado y se te
pasará... ¿A dónde vas?
-Voy... no sé ... Estoy empapado en sudor.
Ya despierto del todo, recomendó:
-No te levantes. Iré yo mismo por otro pijama.
-Como quieras... Pero no se te ocurra ponerte a leer
a estas horas...
En el balcón hacía fresco. Respiró ansiosamente. La
terraza estaba tranquila, bañada en la claridad lunar
que hacía titilar el chirrido de los grillos. Apoyado en la
barandilla, Luciano estuvo largo rato contemplando la
exuberancia de los geranios. Le entraron unas ganas
rabiosas de morderlos para que reventaran de una vez,
para que se desvaneciera aquella impresión insoporta-
ble de lujuria.
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EL CUMPLEAÑOS DE VITAUNA
A la una del día el sol tropical castiga duro. Todo
reverbera. y cuando se regresa del trabajo con el disgus-
to de la oficina en el corazón se agudiza la sensación de
polvo y de cansancio vital. En la esquina de su calle,
casi siempre. esperaba a Vitalina el saludo del farma-
céutico con su blusa inmaculada, su cara lampiña y un
punto de oro en la sonrisa. Ganas le daban a veces de
rodear la manzana para eludir el encuentro invariable y
aburrido, pero la maniobra significaba retrasar de diez a
doce minutos el alivio de hallarse en el recogimiento del
hogar. Y esto era inaplazable. Buenas tardes ... Parece
que hace más calor que nunca... iqué tal le ha ido de
trabajo hoy? Contestaba cualquier cosa, y mientras él
terminaba de cerrar su farmacia para la pausa del
almuerzo, Vitalina echaba mano de su último aliento
para subir las escaleras hasta su piso. Abría, daba
media vuelta, corría los cerrojos y empezaba a desves-
tirse aun antes de llegar a su dormitorio. Desnuda de
pies a cabeza se desperezaba mugiendo, sacándose del
cuerpo y del alma con ese esfuerzo toda la vulgaridad
de una mañana de oficina.
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Vivía sola, sin criada, en un apartamentico situado
más alto que los demás del vecindario, lo que le
permitía trajinar libremente al abrigo de miradas in-
discretas. Valía la pena trepar hasta la cuarta planta
para recibir la recompensa de una privacidad absoluta.
Completaba la desinfección una buena ducha fría, de la
que salía modulando muy quedo alguna vieja canción.
Después vestía unos "shorts", pero se quedaba descalza.
En el tercer piso entró Nicomedo. Era su vecino des-
de hacía muchos meses pero Vitalina no le conocía la
cara. No le importaba. Evitaba el acercamiento a los
vecínos, los distanciaba fríamente para que a ninguno
se le ocurriera subir a molestarla, a empañar la diafani-
dad que le proporcionaba su dulce y añorante soledad.
Su pequeño apartamento era una isla de paz en la
ciudad intrigante. Debía de inspirar recelo y curiosi-
dad, quizás hostilidad en los más amigos de mirar por
el ojo de la cerradura de las vidas ajenas.
El teléfono sonó cuando hacía el ademán de descol-
garlo a fin de asegurar aún más su aislamiento. Pensó
en una posible equivocación o una llamada insolente de
alguna muchacha ociosa y mal educada. No sería la
primera vez, de ahí su costumbre de levantar el auricular
y descansarlo sobre la mesita cuando no deseaba comu-
nicarse con el exterior.
-¡Oiga! -voz de hombre-o ¡Oiga! No cierre por
favor.
-Creo que se ha equivocado.
-No, la llamo para disculparme de las molestias
que pueda ocasionarle mi suicidio.
-¿A mí? Ninguna. Puede usted morir en paz.
-Gracias. Le habló su vecino Nicomedo.
Rabiando dejó el auricular descolgado y siguió al
pantry. Pero ya el latoso le había echado a perder su
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placidez, al menos por un buen rato. Comió ligero.
Luego fue a sentarse en el saloncito, no sin antes
cepillarse cuidadosamente los dientes. Hacía un calor
intenso. Asomada al amplio ventanal comprobó suspi-
rando que los árboles del parque estaban quietos, mohí-
nos al faltarles el soplo de la brisa que siempre los
removía antes de penetrar aleteando en su apartamen-
to. Conectó el abanico eléctrico, puso en marcha la
grabadora y arrellanándose en la chaise-longue cerró
los ojos para oír el mensaje de John.
Ningún momento más propicio que éste de tu cum-
pleaños para ratificar mi fe, mi devoción hacia tu perso-
na, y decirte que trates de sentirte feliz, alegre, viviente,
tomando ímpetu en ti misma a fin de atravesar por la vida
como una espada que cantase, porque yo estoy al lado
tuyo, no sólo en cuerpo sino en espíritu, que es mucho
más bello. ¡Ay de quienes sólo tienen un cuerpo, un gesto,
unas palabras banales como toda felicidad!
Le besaban los párpados. La misma voz de la cinta
magnetofónica susurró entre beso y beso:
-Dios te guarde para mi encantamiento.
-¡John! -exclamó jubilosamente sorprendida-o
¡Ras venido!
Los ojos de John chispeaban de risa.
-Estaré poco tiempo, Vitalina querida...
-¡Oh, John! -El se sentó a sus pies en la chaise-
longue-. No sabes cuánto me duele tu ausencia...
JoOO le acarició la oscura y espesa mata de pelo
recogido sobre la nuca.
-No te duelas, queridita, tú vendrás conmigo... ya
estás viniendo...
Inclinado sobre ella agregó:
-Me conmueve saberte tan segura que sólo la
muerte pueda ser mi adversario.
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Un estremecimiento recorrió el cuerpo esbelto de
Vitalina.
-Jobn -preguntó mirándole con avidez-o ya no
piensas en morir, ¿verdad? Dime que mi amor y esa
hennosura que me nace desde no sé qué rincón oloroso
de mi ser cuando me besas te han curado.
-Pero, Vitalina, el deseo de morir suele brotar del
ansia misma de vida...
Se oyó una detonación. Se ha matado el desdicha-
do, se dijo fugazmente. No pudo pensar más porque los
Iabíos encendidos de Jobo la besaban en la boca.
Cuando se quedó sola, notó que la cinta magnetofó-
nica seguía pasando sin voz y que las cosas oscilaban a
su alrededor. Una sensación de náuseas le estrujó el
estómago. Caminó titubeante hasta el ventanal. Los
árboles giraban sobre sí mismos como si una mano
gigantesca les diera vueltas frenéticamente. Cayó de
rodillas. El edificio se llenó de clamores, ruidos de
puertas estrelladas contra las paredes y de cristales
rotos. Detrás del parque se desplomó la torre de la vieja
iglesia en medio de una gran polvareda que parecía el
estruendo mismo rebotando hacia el cielo.
La violencia del terremoto fue apaciguándose poco a
poco hasta alejarse en lentas ondulaciones, como si le
pesase terminar.
Vitalina corrió escaleras abajo. La puerta abierta
del tercer piso atrajo su atención al pasar. ¿Se suicida-
ría de verdad el tal Nicomedo? Un impulso irresistible
la obligó a retroceder tres o cuatro escalones y mirar
hacia el interior. En el piso de la sala, entre objetos
desparramados por el movimiento sísmico, yacía un
hombre indiferente al pavor de la gente. Quiso saber,
entró y al inclinarse sobre el cuerpo inerte se le escapó
un grito. Era John, su Jobo, ensangrentado, que la
miraba por segunda vez desde el Más Allá.
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EL INCENDIO
Comenzó casi en la cumbre, una carcajada escarlata
en el atardecer. Luego los pinos más jóvenes lanzaron
su grito rojo hacia el cielo. A cada llamarada aumenta-
ba el humo, denso, azuloso, dolor de la resina hirviente.
Al principio fue una distracción para las cinco o seis
personas que descansaban del trajín citadino en el
Hotel Bella Vista, a 1.400 metros de altitud. Gente de
bolsillo modesto que se daba la ilusión de un cambio de
suerte porque la media tarifa anterior a la temporada
turística tomaba accesible para ellos un hospedaje de
lujo.
Jorge Núñez era uno de ellos aunque no había veni-
do a pasar el tiempo de holgazán, sino a trabajar lejos
de las molestas interrupciones que le hacían difícil
concentrarse en la creación de su novela. Dos días
fecundos, fecundísimos, antes del fluir curioso de los
moradores del valle. En la terraza, frente al panorama
imponente de las montañas, no se podía estar una hora
después que la voz bajó desde el hotel anunciando fuego
en los pinares. Todo aquel barullo le obligaría a recluirse
en su habitación si quería seguir escribiendo. Pasó
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antes al bar a tomar una Coca-cola. Allí estaban ellos
también, con los ojos puestos en el inusitado espec-
táculo que podían observar cómodamente por la venta-
na, sin levantarse de la mesa en que se acodaban. Su
voz distrajo a la mujer de su contemplación.
A pesar de hallarse de espaldas, Jorge sintió la mira-
da de los ojos profundamente negros. Pareja absurda,
pensó. ¿Qué diablos tiene ese hombre que me disgusta?
No había hablado con él, apenas lo había saludado en
las horas de comida y sin embargo le exasperaba su pre-
sencia, aun de espaldas como ahora.
-¡Nada, no prende! -dijo la mujer impaciente sin
retirar el cigarrillo de los labios-o Este encendedor es
una calamidad, se parece a ti.
-¡Emilia! -reprochó el compañero enrojeciendo-
te pueden oír.
-Permítame...
La mujer sonrió imperceptiblemente y se concentró
en el acto de encender el cigarrillo en la llama que Jorge
le ofrecía en el hueco de su mano. Dio las gracias echán-
dole una bocanada de humo a la cara. El otro se agitó en
la silla. Jorge lo miró de frente. Vaya, si era eso... Una
simple detención del desarrollo del feto, algo inacabado,
insuficientemente formado en todo su ser, una deformidad
latente. Juraría que...
No quiso aceptar la invitación del matrimonio a
cenar en su compañía y se alejó rumiando su descubri-
miento. Juraría que fue un niño enfermizo, raquítico y
mocoso... Matrimonio absurdo... ¿Qué hace esta mujer
con ese tipo?
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infierno. Solo hasta ahora ... Advirtió que el rojo res-
plandor llenaba las pupilas insistentes de Emilia.
-Usted no quiere a su marido.
-¿Ya usted le interesa? -inquirió ella sentándose
en una butaca a su lado.
-Lo dije sin pensar...
La verdad era que sentía atracción y desconfianza a
la vez.
-Usted habrá notado que me saca de quicio. Rodol-
fa es un pusilánime y a mí me entusiasman las aventu-
ras.
El no parecía escucharla.
-¿Le molesto?
Jorge sonrió... La conflagración envolvía a la mujer
en un halo demoníaco. Diosa de los Infiernos.
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cANÍCULA
(Por las paredes de la habitación rastreaba una
contrariedad difusa, pero segura. Recuerdo olvi-
dado o conciencia sin actualidad.
Había libros, cuadros, un par de cortinas. Y rete-
niendo unos papeles sobre el escritorio, contra una
brisa inexistente, la pequeña calavera de marfil
regalo de Su Excelencia.
Al abrir los ojos, la mirada de Laura quedó fija en
el pisapapeles. ¿Para qué levantarse?)
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-¿Cuándo ocurrió?
-Anoche -dijo y se interrumpió de golpe-o ¡Ah,
Excelencia!, perdone, no le había visto entrar.
Ella se volvió con un alfiler clavado en cada nervio.
Agosto traía en mangas de camisa a Su Excelencia.
Reverberaba su carne sonrosada. El azul risueño de sus
ojos recordaba que antes de aquel día hubo un cielo
azul y un mar verde.
-¿Ha visto usted mi cinturón? He debido olvidarlo
anoche.
-¿Anoche?
Los ojos claros inundaron de mar al mayordomo.
-Sí, anoche ... Usted sabe bien.
Su Excelencia ahorcaría con gusto al mayordomo.
Estrangularlo nunca. Le repugnaría tocarle el cuello
con las manos tan pulcramente cuidadas. Pero lo ahor-
caría.
En lo alto de la escalera surgió el dueño de la casa.
-¿Qué sabe mi mayordomo, Excelencia?
La contrariedad redobló sus cabezazos contra las
paredes.
-Su Excelencia ha perdido su cinturón -dijo ella.
La voz femenina onduló por la escalera mientras el
calor jadeaba sobre ellos. Afuera se encogía el mundo.
En el primer descanso había una ventana. Cada vida
tiene su ventana. La existencia misma es una descomu-
nal abertura por la que se nos escurre la vida, casi
siempre sin advertirlo o midiendo su escape gota a gota.
Don León se adosó a la ventana.
-No es difícil-dijo-. Búsquelo por donde loqueó
anoche. Yo tengo otra cosa que hacer.
Demasiado suave, pensó ella, sabe dónde encontrarlo
si no gritaría
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El mayordomo reía sin mover un músculo de la
cara, pero el cuerpo le temblaba.
Su Excelencia comenzó a subir las escaleras. Recor-
tado en el vano de la ventana, don León lo contemplaba
ascender peldaño tras peldaño. El rostro se le fue apre-
tando.
A ella le dolieron los alfileres clavados en los nervios,
con una sensación de malestar por todo el cuerpo. Su
Excelencia pasó a la altura de don León.
-Excelencia -gritó don León-, se está equivocan-
do. Es por aquí.
Señalaba la ventana. El otro no oyó o no quiso oírlo.
Arriba abrieron una puerta con mano firme, mientras
abajo el calor y la contrariedad pegaban.
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LA ESPERA
Estaba sumergida en el silencio como en un baño de
frescura sin límites. Un silencio viviente, de pensamien-
to fecundo que se escucha a sí mismo cuando los demás
se han marchado al fondo del primer sueño. Era para
Josefina la hora en que le gustaba descubrirse en su
relación con el Universo, sin interferencias de ninguna
clase. La hora en que se reintegraba.
Ya se había extinguido el susurro del joven matri-
monio vecino y el jadeante e invariable quejido de la
mujer. Apenas un momento antes había rechinado la
puerta del Comisionista que regresaba de sus correrías
nocturnas. Sobre el cuerpo de Josefina aleteaba el silen-
cio más refrescante ahora después del llanto asustado
del recién nacido en la planta baja. Casi sonreía de felici-
dad cuando su fino oído percibió el movimiento de la
puerta de su habitación. Alguien se deslizaba sigilosa-
mente en la oscuridad. La rabia le golpeó las venas y
tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abrir
los ojos y de un salto abofetear aquel rostro, cuyo
aliento ya sentía junto a su cama.
-¿Duermes, Josefina?
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Como no contestó, una mano cálida la sacudió por
las rodillas. Entonces gruñó:
-Vete a dormir y déjame tranquila.
Pero la mano se alargó en una caricia. Josefina se
indignó.
-¿Te has quedado a dormir para eso? Se van a dar
cuenta, ¡vete!
La otra se tendió en la cama con medio cuerpo sobre
Josefina, cuyos músculos se contrajeron defensivamente.
-¡Déjame! Te digo, Lucía, que me dejes.
Lucía rió en sordina.
-Eres cobarde, pero estás loca por abandonarte a
las caricias de mis manos.
-Baja la voz, te van a oír... No es verdad, ¡lárgate!
Josefina se revolvió en la cama. Todo aquello era
nauseabundo. Al sentir los labios carnosos sobre su
vientre tuvo un acceso de ira. Con sus dedos furiosos
tirando de los cabellos de Lucía para desprendérsela de
encima, dijo amenazante:
-Si no te largas ahora mismo, grito. ¿Me oyes? Voy
a gritar con todas mis fuerzas.
-No lo harás ... Tú le temes demasiado al ridículo
para armar un escándalo -se burló la otra-o Tamaña
cara pondrían tus hermanos si te vieran en cueros...
Volvió a reír echándole a la cara su aliento de taba-
co. Tenía formas hombrunas, casi corpulentas. Com-
prendiendo que en semejante forcejeo llevaba las de
perder, Josefina se inmovilizó de repente, un nudo en
cada fibra. La mujer se sintió aliviada y comenzó a
acariciarla ávidamente, a restregarse, a besarla. De
pronto, se detuvo:
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-¿Qué te pasa? ¿Estás muerta? .. Tonta, no sabes lo
que te pierdes ... O es que ... Habla ¡Hay un hombre en
todo esto! ¡Idiota!
En el apartamento de enfrente hicieron luz. El
hueco de la ventana se recortó luminoso sobre la pared
detrás de la cama. Lucía murmuró ásperamente:
-Mira lo que has hecho. La vieja María nos ha
oído... Esa maldita nunca duerme.
Luego, dulcificando la voz, agregó:
-¿De verdad no quieres que duerma contigo? Un
hombre no es mejor, Josefina, créeme.
En el cuadro de luz de la pared apareció la sombra
de una cabeza. Llena de susto, la joven replicó desfalle-
ciente:
-Oh, por favor. ..
--Sí, tonta, me marcho. Yo tampoco quiero escánda-
lo, pero no tardarás en llamarme, estoy segura que me
llamarás porque no podrás conciliar el sueño después
que mis manos te han tocado. Esperaré ... Ven tú a mi
cuarto, allí no podrá oírnos la escofieta ésa.
Masculló unas cuantas groserías más antes de escu-
rrirse malhumorada fuera de la habitación. Casi al
mismo tiempo la vecina apagó la luz y fue de nuevo el
silencio. Pasaron unos minutos. Un gato maulló cerca,
repercutiendo su reclamo en la inmovilidad de Josefina.
Entonces se dio cuenta de que los latidos del corazón
martillaban todo su cuerpo. Se viró boca abajo. Como le
resultó insoportable el contacto tibio de la cama, deci-
dió levantarse. Después de correr el pestillo de la puerta
que daba a la habitación contigua, se dirigió temblorosa
al cuarto de baño. Abrió la ducha en la oscuridad. El
agua fría le arrancó un gemido, pero a medida que le
penetraba en la sangre le fue calmando poco a poco el
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temblor. Chorreante, se acercó al botiquín y encendió la
luz. Al cabo de unos segundos de contemplación, sonrió
jubilosamente a la turgente juventud de su pecho
reflejado en el espejo mientras decía:
-Te los guardaré puros, Amor, aunque sólo nos
encontremos en un mundo mejor.
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ARGONAUTAS
Las once y cinco en la Cancillería. Una muchacha
hojea un montón de periódicos, con el tecleteo de la
mecanógrafa en los oídos. Suena el teléfono.
-Sí -responde la muchacha-o ¿Nadie? ¿Dice us-
ted que nadie? Es íncreíble. Muy bien, le transmitiré
la noticia en seguida.
-¡Increíble! -repite cruzando el vestíbulo para
tocar a la puerta abierta del otro despacho.
-¡Entre, entre! -invita el señor de cabellos prusia-
nos que se afana sobre documentos de última hora.
-El Director de la Compañía Marítima acaba de
llamar.
-¡Ah!. .. ¿Cuándo llega el barco?
-Amanece aquí mañana.
-Tengo entendido que nadie se ha inscrito ...
-Yo podría ...
-¿Usted?
El Señor la mira un segundo entre asombrado y
confuso.
-¡Ah, sí!, pero no lo piense más.
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-¿Por qué?
Ante el silencio distraído del Secretario, la joven se
exaspera calladamen te.
-Pero, ¿por qué?
-De la Cancillería no se embarcará nadie.
Hay un momento de mandíbulas y puños apretados.
Al otro extremo del vestíbulo repiquetea el teléfono.
-¡Maldito aparato! -piensa la muchacha, que des-
cuelga el auricular para recibir en el oído Oh, perdone,
me he equivocado.
Reventando de ira vuelve a los periódicos ... 29 de
octubre, 30, 31,1° de noviembre, 2... Un olor de cirios y
putrefacción le sube a las narices y casi estalla en
sollozos cuando, al organizar las páginas, sus ojos caen
en la esperanza de una liberación:
IMPORTANTE
Se avisa que dentro de cuatro semanas aproxima-
damente llegará a este puerto de Balsa, procedente
de Europa, un moderno y lujoso trasatlántico a
bordo del cual podrán embarcarse diez balsanos
solteros, cuyo pasaje de ida y vuelta obsequiará la
Compañía Marítima C. por A. con motivo de la
inauguración del nuevo servicio.
Para informes complementarios, sc ruega a los
interesados pasar por las oficinas de esta Compañía.
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Balsa había sido creada por el capricho tenaz de la
Naturaleza.
Los viejos rememoraban que otros viejos les habían
hablado de una época continental en que la intrepidez
de los hombres buscaba las aventuras. Pero tales re-
cuerdos se perdían en la niebla de los siglos. Ahora se
flotaba ordenadamente bajo el sol tórrido de los trópicos.
El Secretario vino a sacarla de su ensimismamiento.
-Estoy orgulloso del comportamiento de los balsa-
nos -decía-o Una gran bofetada para los que piensan
que vivimos disconformes en nuestra tierra.
Contestó disimulando a duras penas su disgusto:
-No exageremos, don Pablo...
-No piense en eso, Virginia -cortó el Secretario
echando a andar hacia la puerta-o De la Cancillería no
se embarcará nadie. Puede marcharse, son las doce.
Pase usted un buen domingo. Aunque ya nos veremos
en el muelle ... Hay que lucirse.
Virginia tomó la cartera, tenso todo su cuerpo en un
puntapié imaginario.
-¿Oíste, Nelson?
La voz sonó anhelante.
-Sí -contestó el hermano y se echó a reír-o Es la
señal para el ensayo de la ceremonia. ¿Creías que era tu
barco?
-Nuestro barco -corrigió Virginia riendo tarn-
bién-. Tú estás tan obsesionado como yo. ¿No lo
niegas, verdad?
-No, me pesa la tarde ... ¿Vamos?
Al tercer mugido del Guardacostas nació un poco de
entusiasmo en el corazón de la gente joven. Pronto, en
pequeños grupos, comenzaron a descender hacia el mar.
Virginia caminaba en silencio junto al hermano que
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no cesaba de interpelar a los otros, cada cual comentan-
do a su modo el fracaso de la Compañía.
-¿Tú tampoco te inscribiste, Luis? -preguntó al
hijo de su propietario que venía casi corriendo.
-No -dijo Luis-. No me tentó... Al principio
pensé: ¡Fantástico!, pero después cuando me salieron
con que sólo aceptaban solteros entre 20 y 30 años,
sospeché algo. Uno nunca sabe con estos extranjeros.
¿Qué te parece a ti, Nelson?
-Yo no he cumplido los veinte.
-y si tuvieras veinte y pico, ¿te hubieras inscrito?
-¡Claro que sí! -replicó Nelson-. Tonto es el que
no lo ha hecho. ¿y tú, Manuel?
-Papá no quiso. Dice que esos viajes perturban la
juventud.
Ante el coro de risas, Manuel se ruborizó.
-Tú, hijo de tu papá -observó Luis-. ¿Cuándo te
harás hombre?
Virginia intervino:
-Eso pregunto yo: ¿Cuándo se harán hombres, él,
tú y todos?
Luis se molestó y replicó provocativo:
-¿Qué llamas tú ser hombre?
-No, Virginia -susurró Nelson al oído de la herma-
na-o La discusión nos llevaría demasiado lejos. ¿Cuán-
tos pasajeros europeos vienen a bordo? -preguntó en
alta voz-o ¿Alguien lo sabe?
La pregunta distrajo facilitando la conversación
hasta desembocar en el puerto.
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balsanas, la Banda Municipal en uniforme de los días
memorables, las formaciones compactas de escolares
que alegremente agitaban al aire banderines europeos y
americanos. Frente a ellos, en la rada reluciente, manio-
braba el paquebote con rapidez y facilidad admirables.
Los remolinos de humo de las inmensas chimeneas
oscurecían el plácido cielo de aquel diciembre excep-
cionalmente caluroso y contribuían a excitar el alboro-
zo de los niños. Todos esperaban que atracara impeca-
blemente. Virginia observó -mientras el trasatlántico
crecía gigantesco-- que ningún pasajero asomaba en
las cubiertas. Iba a comentarlo con Nelson cuando el
coloso lanzó sus miles de caballos en dirección de la
tierra balsana. El terrible tajamar partió el muelle,
llevándose de encuentro a la delegación de recibimien-
to y cuanto halló a su paso. Virginia vio aterrorizada al
Alcalde y al Secretario caer de bruces sobre el tambo-
rón. La enorme quilla lo trituraba todo.
-¡Nelson! -gritó Virginia-o ¡Te alcanza, Nelson!
Un golpe agudo en la sien izquierda le hizo perder el
conocimiento en medio de un deslumbramiento.
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LA VENTANA
Sabía que sucedería. Viejos rumores me hacían vivir
presintiéndolo desde mucho tiempo atrás.
-De momento -me decía-, se le incendian los
hábitos.
y le ardieron en lentas exhalaciones.
Fue una noche clara como mirada de niño, en una
terraza pequeña, silencíosa, flotante, con el aliento del
mar sobre las cuatro. Porque éramos cuatro mujeres en
cuatro torres de aire. Oíamos música. La música de
Liszt y la nuestra, la que cada uno de nosotros lleva en
la sangre, únicamente audible a nuestro propio pulso. A
veces -muy raras veces, casi nunca- la inquietud de
alguien se inclina sobre la música subcutánea, la que
nadie oye, y allí se queda diluyéndose en una armonía
angustiante.
Cuando apagaron las luces, la terraza se puso a
flotar en la inmensa pupila azul de la noche. Salían las
notas del estudio... Una sonata...
De pronto un filo agudo de luz cortó el aire de mi
torre y comencé a oscilar, a punto de romperme, los
ojos bebiendo existencia en la ventana iluminada.
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Era una ventana abierta de un tajo en el espesor
colonial de la pared, hueco híbrido entre ventana' y
tragaluz invertido, de cuyo derrame exterior resbalaba
a chorros la claridad. Allí estaba. Lo esperaba, como se
espera lo que no ha de fallar. El torso inverosímilmente
desnudo vino a la ventana y dilató los pechos.
-¿Listo? -preguntó una voz varonil desde fuera.
-Sí -contestó-, pero un momento todavía: es mi
hora de amar.
y se volvió. Era su hora, como todas las horas de su
vida atormentada. ¡Cómo si un redondel en los cabellos
fuera bastante para encasillar una vida, toda una larga
vida de hombre velludo!
De espaldas a la ventana y al destino, extendió los
brazos. Pero yo no quería penetrar tanto en su pecado ni
en su muerte. Iba a suceder. Ibamos a incendiarnos.
La emoción me retiró los ojos de aquella herida
blanca.
Hubo un temblor en el cielo. A pasos lentos comen-
zaron a descender las estrellas, se alargaron poco a poco
en una caída vertiginosa, todas en una lluvia larga,
interminable, sobre la tierra.
Cerré los ojos acatando lo inexorable, el cuerpo
traspasado de estrellas. Sin mirar sabía que en la
ventana colgante en la atmósfera luminosamente calla-
da, enrojecía una sotana a la que había llegado su hora.
64
Pero yo lancé una exclamaclon.
La ventana había desaparecido.
Allí, entre los mangos del solar, permanecía la vieja
casa colonial. Pero la pared estaba ciega, sin ventana ni
tragaluz ni hueco híbrido.
-Parece que se fue la luz de la calle -apuntó
Merilinda-. No se ve un solo foco encendido.
-Es una lástima -lamenté-o Fueron sus ojos de
lechuza los que iluminaron la tonsura del Padre.
-Mejor -dijo la del cigarrillo-. Ahora estamos
verdaderamente solas.
65
GALATEA
"Manojo de brezo solitario y oloroso; único en su
llanura bajo la mano inclemente del agua \ los
días. De pronto llega una chispa y el voraz incendio
lo consume hasta las raíces".
Nunca le había gustado esperar. Podría decir que
casi nunca esperó a nadie. Era demasiado orgulloso
entonces y le faltaba paciencia para aguardar la llegada
de otro. Por Galatea, sin embargo, había consentido
detenerse una vez, obligando a tascar el freno a los
brutos que llevaba dentro. Pero finalmente se habían
encabritado. Ahora volvía obsesionado por el recogi-
miento de aquella vida que adivinaba inmovilizada en
tenaz espera. Volvía a caminar sin prisa hacia la parte
sur de la ciudad, un atardecer resonante de tonos rojizos.
pensando que encontraría gente desconocida en el
pequeño apartamento. Quizás serían gordos, desolado-
ramente insignificantes, sin la menor idea de quién
era Galatea, la de las manos cargadas de rumores.
4 NB GALATEA
73
UNA VISITA
--Madame, ¿ha regresado mi madre?
No, no había regresado.
La portera tomó la llave de la repisa de la chimenea
y entregándosela a la muchacha, anunció:
-Tiene visita:
Siguió con los ojos el movimiento de 1<;\ cabeza de
la portera, pero desde su posición no podía distinguir a
la persona.
-Es un joven, está sentado frente al ascensor.
¿Un joven? ¡qué extraño! Ella no conocía ningún
joven con quien la unieran lazos de amistad.
-Algo raro -explicó la portera, una señora corpu-
lenta de edad madura-o No tenía dinero para pagar el
taxi. Yo pagué por él.
-¡Ah... ! Bueno, mi madre le devolverá lo que sea.
No lo reconoció sino al recibir el efusivo saludo.
-Espera... espera un momento -atinó a decir-o
Voy por la llave ... No te muevas de ahí... Vuelvo al
minuto.
Una vez dentro de la portería escribió unas palabras
77
en su carnet de notas, arrancó la hoja y se la pasó a la
portera;
-Hágame el favor, Madame, llame por teléfono y
dígales que Pablo está aquí, Pablo Lorenzo.
Daba la espalda de nuevo cuando la mujer levantó
los ojos del papel:
-No cierre la puerta del apartamento, Mademoise-
He, así podré oírla si llama... Estaré en las escaleras.
¿Y ahora, pensó Margot. ¿Qué inventaré para entre-
tenerlo?
-¿Hace mucho que esperas? -preguntó en alta voz.
-Un rato -repuso él, dando muestras de gran
agitación. La mirada se le iba rumbo a la calle como si
temiera que de momento surgiera allí algún peligro--.
Vámonos de aquí.
-Mamá no debe tardar. .. ¿Has tenido noticias de tu
familia?
Sin atender a la pregunta, el joven puso la mano en
el picaporte de la jaula del ascensor.
-No. no ... está descompuesto -advirtió presurosa.
La aterraba la idea de encerrarse en el estrecho aparato
con Pablo Lorenzo.
Desde la última planta llamaron al ascensor, que
arrancó silbando ante los ojos azorados de Margot.
-Marcha -comentó Pablo satisfecho--. Esperare-
mos que haje.
Margot sentía el corazón en la garganta.
-Pues ... mira ... mejor sería subir esos tres pisos a
pie. por la escalera llegaremos sin tropiezo.
-¡Pero si el ascensor funciona!
-A veces ... no siempre ... cuando menos te lo esperas
te encuentras cogido entre dos pisos ... Ven por la
escalera.
78
Pronto, antes que bajara el dichoso elevador, Margot
tomó a Pablo de la mano. Consiguió decidirlo. pero su
mano quedó prisionera en la del joven que la apretaba
como si se aferrara a su única salvación.
El ascensor descendía lentamente. De su interior
llegaron voces apagadas al oído atento de Margol.
Estaba en tensión, agazapada en su aprensión, lista a
enfrentarse a cualquier emergencia.
-Necesito mi mano para abrir.
Había optado por actuar con naturalidad, hasta
chancearse un poco a fin de inspirarle confianza. Pablo
rió mostrando sus dientes amarillos. Le soltó la mano.
Entraron. Ella intentó dejar la puerta abierta. Esfuerzo
inútil. No pudo convencerlo de que su madre no tenía
llave. que iban a traerle las compras del colmado, que
la portera subiría la correspondencia y el timbre defec-
tuoso no avisaría, ningún pretexto fue lo suficientemen-
te convincente para el joven, que no cejó en su empeño
de cerrar la puerta. Margot cedió a disgusto. Después de
este incidente, ya seguro, Pablo pidió ir al baño.
Los largos minutos que demoró en ese cuarto fueron
de tortura para Margot. Este Pablo Lorenzo tenía que
acordarse de nosotras, dos mujeres solas en el mundo,
para creamos sabe Dios qué complicación. Todo por
esa manía [ilantropica de mamá que tal un Padre Las
Casas anda condoliéndose de las desgracias aienas... ¡Qllé
memoria envidiable!... Dar con nuestra dirección al cabo
de tantos meses... bien me vendria a mí esa memoria, para
lo que le sirve a él... Pero ¿qué hace ahí metido?
Reinaba un silencio absoluto dentro de la pieza. ¿Y
si se le ocurría usar la navaja con que ella se afeitaba las
piernas? A una vuelta y a otra clavaba Jos ojos en la
rendija del umbral, esperando que se deslizara por el
piso un hilo de sangre revelador. Se sentía temblorosa
79
cuando él por fin salió, blanco de polvo de talco y
chorreante el pelo de cuanta loción encontró en el
tocador del baño.
-¡Cierra la puerta, Margot! -exclamó retrocedien-
do asustado.
Ni siquiera una salida franca ... Si la abro, se excita él y
si la cierro, me angustio yo ... Es para morirse de nerviosi-
dad... y nadie asoma...
El joven anduvo intranquilo por el apartamento
hasta asentarse en el comedor. Sobre la mesa había un
cestillo de mimbre lleno de manzanas. Lo contempló un
instante, luego pidió un cuchillo.
-¿Quieres una manzana?-preguntó Margot enter-
necida, pero inmediatamente se retractó-. ¿No prefie-
res comerte un guineo?
-No, tráeme un cuchillo.
En la cocina, Margot comprobó alarmada que todos
los cuchillos cortaban un pelo en el aire.
-Tráeme rápido ese cuchillo -urgió Pablo que se
había acomodado en el canapé restregando su cabeza
mojada en la pared empapelada.
-Voy a pelarte una -propuso ella.
-No, pasa-o Le arrebató el cuchillo y comenzó a
mondar la manzana mientras decía: -Ese cuadro de
allá es un mamotreto. tíralo por la ventana.
Margot miró hacia allá: una mujer verde, desnuda,
con un collar de gruesas cuentas doradas.
-Mamá lo compró en Montmartre.
-Es una cochinada -sentenció-. Lo voy a romper.
La muchacha se interpuso.
-Siéntate tranquilo a comer tu manzana... Quitaré
el cuadro si te molesta.
-¡Quítalo!
-Pero dame antes el cuchillo -rogó nerviosa-o Sí,
80
sí, Pablo, te cortarás si sigues metiéndotelo en la boca.
Dámelo. Te lo cambiaré por otro.
Pablo apartó su mano. El sonido del timbre de la
entrada estremeció a los dos jóvenes. Los ojos de Pablo
registraron el comedor ansiosamente sin encontrar un
escondite que le sirviera de refugio.
-¡No abras! -ordenó entre dientes.
El timbre repercutió de nuevo. Margot explicó a fin
de sosegarlo:
-Es la hora en que traen la correspondencia. Voy a
recibirla.
-¿Me necesita? -le preguntó la portera en voz baja
tan pronto la vio.
La joven exhaló un profundo suspiro.
-No, gracias, pero hizo bien en tocar, porque ahora
podré dejar la puerta abierta. ¿Vendrán?
-Sí, llegarán aquí dentro de poco.
83
EL ENTIERRO DE MARISOL
Un domingo resplandeciente de sol velaban a Mari-
sol. Ese mismo día regresó Pedro Nicolás de Roma.
recién ordenado de sacerdote. Don Pepe, que había ido
a esperarlo al Aeropuerto Las Américas. fruncía los ojos
tratando de localizar a su sobrino entre los pasajeros
que descendían por la escalerilla del jet. Una amplia
sonrisa iluminó todo su rostro de hombre bueno cuando
distinguió la esbelta figura que avanzaba a grandes
pasos hacia la entrada de Migración.
Después del abrazo efusivo y de alegres exclamacio-
nes motivadas por la satisfacción de encontrarse el uno
al otro excelente aspecto, tomaron rumbo a la ciudad en
el pequeño Volkswagen que manejaba don Pepe.
-Dígame ahora -pidió el joven- cómo están todos
en nuestra urbanización.
-Yo diría que bien, muy bien, si no fuera por la
muerte de Marisol.
-¡No puede ser! ¿Cuándo murió?
-La están velando ... en su casa.
Pedro Nicolás entrecruzó con fuerza los dedos de sus
manos.
87
-¿Cuándo es mi cita con el Arzobispo? -preguntó
al cabo de un rato de tenso silencio.
-Mañana, a las diez.
-Entonces, si no le importa, tío, déjeme en casa de
doña María.
-Te lo iba a proponer... Tenemos tiempo de llegar
para el entierro.
91
MIRE. MAMITA
Me avisaron temprano la muerte de doña Clotilde.
La noticia desató paulatinamente los recuerdos de mi
época estudiantil. Unos tras otros revivían con una
dulzura luminosa de adolescente feliz. Doña Clotilde, la
madre espiritual de toda una generación, la mía. La
generación siguiente. constituida por un material hu-
mano menos impresionable, más escurridizo, con me-
dio cuerpo fuera de las límpidas aguas de los valores
tradicionales, no vivió admirativamente bajo sus alas
de gran educadora. Pero también la quisieron.
Doña Clotilde había muerto súbitamente, sin enfer-
medad ni agonía. Dijo Buenas noches como de cos-
tumbre antes de retirarse a su habitación y amaneció.
con los ojos cerrados para siempre.
Estaba sumida en la contemplación de su plácido
rostro cuando una voz susurró junto a mi oído: Parece
dormida.
Al volver la cabeza me encontré con alguien desco-
nocido.
-Sí -asentí, alejándome del féretro para sentarme
95
en una de las pocas sillas aún desocupadas. A mi lado se
instaló la misma persona del comentario.
-¡Cuántos años sin vernos, Teresita!
Mi expresión interrogante la hizo vacilar un segun-
do pero prontamente agregó: -¿Es posible que no te
acuerdes de mí? Asistíamos a clase sentadas en el
mismo pupitre. Yo te reconocí en seguida.
¡Dios! si ésta es Manuela está, vuelta un carrao.
-¡Ah, ya!... Dispénsame, la impresión de su repen-
tino fallecimiento me tiene aturdida.
-Hola, Teresita -saludaron a un tiempo dos recién
llegadas.
La de hombros más cargados aseguró que en la
funeraria estábamos casi todas presentes. Las miré
condolida: Estebanía, de cutis rizadito en el que no
cabía una arruga más y Carmela, que aún conservaba
algo de su rozagante juventud, lucía el cabello ralo, fino
como pelusa, teñido descaradamente de rojo y hacía
esfuerzos ridículos para disimular la flacidez de los
párpados.
El oficio religioso comenzó en ese momento. Lo que
aproveché para cerrar los ojos en busca de la serenidad
que había perdido ante el triste envejecimiento de mis
condiscípulas. No quise ir al cementerio. Me dolía el
alma. Además me desazonaba la idea de otros saludos
deprimentes. Decidí caminar un rato bajando por la
Avenida A. Lincoln hasta tomar un carro público. Sol.
Aire libre. Sentí la satisfacción de mi juvenil madurez,
disfrutaba de su sano vigor sin lograr explicarme la
desgracia de mis ex compañeras.
En el concho pagué con un billete de $1.00.
-Mire, mamita -dijo el chofer al tiempo que
doblaba su brazo derecho hacia atrás con el cambio en
el puño cerrado.
96
Me habla a mí, pensé, no cabe duda porque los otros
pasajeros son hombres.
Mire, mamita.
El confianzudo tratamiento me tiró los años a la
cara. Mamita. Una viejecita de pasito trotón, vocecita
quebrada y hasta su paragüita bajo el brazo para sol
demasiado fuerte o lluvia inesperada, se aposentó en mi
dolida imaginación. Si lo decia por mi pelo gris, debería
saber que el color de los cabellos no siempre correspon-
de a la edad de la persona. ¡Ignorante!
Manuela, Estebanía, Carmela y las otras, las que
evité ver de cerca, viejas todas, pero yo ... yo ...
Teresita, la vida no avanza en vano. Tú también, como
ellas.
Digería mal la advertencia de aquella voz extraña.
El frenazo ante el semáforo nos zarandeó a todos. Desde
el retrovisor me observó una imagen de expresión
desencajada y ojos de pavo-cagón. Devolví la mirada
con el sobresalto de quien se siente sorpresivamente
amenazado. Mire, mamita. ¡Ooh, no ...! Me resistía. No
iba yo a dejarme sugestionar por un chofer irrespetuoso
y un espejo ordinario de concho destartalado. La duda,
empero, comenzó a perforar mi resistencia. ¡Maldito
espejo! Los saltos del vehículo en los agujeros de las
vías acabaron por vencerme. Apretujada entre hom-
bres, bajo la mustia mirada de aquellos ojos de pavo-
cagón que me abofeteaba el rostro atontado por la
súbita revelación de los años olvidados, sin ínfulas ya,
penetré penosamente en el sendero gris del invierno de
mi vida.
97
CATADOR
La muchacha caminaba con paso ligero bajo la
lluvia. Iba arrebujada en un impermeable de seda gris y
al caerle sobre el rostro el polvo de agua se sentía
infinitamente joven. Aquellas tardes lluviosas con su
follaje tierno, de un verde translúcido en la irradiación
de los focos, eran sus tardes preferidas. Más de una vez
se sorprendió canturriando alegremente y para disimu-
lar tenía que morderse el labio inferior, pero algo
persistía, sin duda, sobre su semblante de aquel alboro-
zo interno porque los hombres que la habían visto de
frente le seguían con la mirada el andar airoso. Al llegar
a la esquina se detuvo para dar tiempo a que el policía
cambiara la dirección del tránsito. Estaba allí parada,
distraída en el movimiento de los automóviles cuyas
llantas silbaban en el asfalto mojado, cuando de pronto
alguien le asió autoritariamente el brazo izquierdo.
Sorprendida, volvió la cara. Un hombre joven decía:
---Con un poco de paciencia todas las ciudades son
pequeñas.
-Probablemente usted se ha equivocado, señor -
observó la joven sin comprender.
101
-¿Me tomas acaso por idiota? -replicó el hombre
enarcando las cejas-. Vamos, te daré todas las explica-
ciones que quieras, pero no aquí plantados como hon-
gos bajo la lluvia.
-Le aseguro que se equivoca... Yo no le he visto
nunca... Suélteme...
La voz del hombre se hizo dura.
-Es muy dudoso que me haya cambiado el físico en
dos meses, Silvia... Mírame de una vez, así, cara a cara,
¿me reconoces ahora?
El la tenía fuertemente asida por los hombros,
hundiendo en sus ojos azorados el desafío de los suyos.
-¿Me reconoces?
-Usted está loco...
La idea le restalló en el cerebro como un látigo. Tuvo
un escalofrío de pánico, pero en seguida se repuso.
-Si no me suelta, llamaré al policía. Basta de
broma ya.
-¿Al policía? -rió el hombre-o ¿En medio de este
laberinto de coches? Eres la misma Silvia de siempre,
impulsiva, ingenua...
-Yo no me llamo Silvia -chilló la muchacha
exasperada-o Mi nombre es Ivette. Acepte su error,
hombre de Dios, y déjeme en paz.
Algunos transeúntes, los menos apresurados, echa-
ban al pasar un vistazo curioso a esa pareja tan absorta
en ventilar sus desavenencias que ni siquiera se cuidaba
de la lluvia.
Bajando la voz, observó el individuo:
-Has logrado llamar la atención de la gente, pero te
advierto que si no eres razonable diré algunas intimi-
dades...
"[Maldito loco!" -pensó Ivette-. "¿Qué barbari-
102
dad estará tramando? Necesito quitármelo de encima..."
-Diga -preguntó en alta voz- ¿porqué se empeña
en perjudicarme?
-Si alguien se acerca a preguntar qué pasa por
estar tú gritando y haciéndote la extraña, le diré que
entre el hombre y su mujer no tiene cabida nadie.
La joven permaneció un instante callada, contem-
plándolo entre maravillada y colérica. A su lado pasó
corriendo un vendedor de periódico vespertino. Al ver a
la pareja se devolvió para ofrecer un ejemplar:
La policía en los talones del destripador de mujeres
-recitó en tono sensacional-o Se asegura que es joven y
rubio. A punto de aclararse el horrendo misterio.
Algo contestó el hombre (inaudible para Ivette presa
de súbito terror) que alejó al chicuelo.
-Silvia, queridita, estás temblando... Llevamos de-
masiado tiempo de pie en la humedad. Vamos a tomar
algo caliente.
-No...
-Sí, ven querida. ¿Recuerdas nuestro rinconcito en
el café de Johnny? No he permitido que nadie lo ocupe a
la hora del crepúsculo en estos dos meses en que te
buscaba. Quería que conservara el calor de tu cuerpo...
¡Dios mío!... Loco y por añadidura eso... ¡destripa-
dor!... Debo hacer algo, correr... gritar.. pedir auxilio...
Sin darse cuenta de lo que decía, preguntó:
-¿Johnny?
-Nuestro café, Silvia, estamos frente a sus puertas,
¿tampoco recuerdas eso?
-¿Trata usted de insinuar que he sufrido amnesia?
-dijo la joven sobreponiéndose a la emoción-o
-No -repuso él-, no hablemos de amnesia. Son
fallos de la memoria. Ven.
103
Ganar tiempo sí, lo esencial es ganar tiempo ... Ver
claro en todo esto Joven ... rubio ...
Una vez instalados en el asiento mullido de un
ángulo del salón, pidió dos cognacs.
-¿Qué pretende usted? -volvió a preguntar Ivette,
ahora toda pálida y confusa.
-Comienza por recordar que me llamo Dionisio y
que nos tuteamos como el amor manda entre hombre y
mujer.
Casi en seguida trajo el mozo las dos copas de
rognac.
-¿Me crees ahora, Silvia? -La voz era insinuante,
un susurro junto al oído de la muchacha-o Llámame
por mi nombre como antes. Hace dos meses que espero
este momento, Silvia, llámame, di Dionisio, Dio-ni-sio.
Ivette se deslizó a un lado.
El insistió.
-Silvia, te lo estaré pidiendo hasta la muerte. Di mi
nombre... Dio-ni-sio...
La joven tembló. Aquel hombre era loco y le estaba
pasando su locura, o al menos eso pretendía él, suges-
tionarla con la mirada intensa de reflejos azulados y la
voz cálida.
-¡Mozo! -gritó.
Dionisio le hundió cinco dedos frenéticos en el brazo
a su alcance mientras decia al mozo interrogante:
---Dos cognacs más.
106
AHORA SEREMOS FELICES
El hombre se detuvo en el centro de la calle ardiente
de sol aquel mediodía de agosto. Miró en redondo y
gritó:
-¿Hay alguien vivo aquí?
Nadie contestó, pero él sintió el tumulto silencioso
de las miradas que se colaban a través de las personas
entornadas.
-Viene de lejos -susurró Eusebia en un soplo-.
Fíjate, María, ¿no será un fugitivo?
-A lo mejor. .. Su facha no me gusta.
-Prieto con ojos verdes, no es tipo de por aquí. ¿Qué
andará buscando?
-Si sigue ahí se le va a derretir la sesera.
-¡Por mí. ..! Yo no le abro.
-Dejen la chercha, que las va a oír -gruñó Fico-.
Ese hombre da grima de sólo verlo parado en el vapori-
zo del aire.
-¡Vamos! ¡Respondan! Solamente pido posada has-
ta la madrugada...
109
Avanzó hacia la casa de enfrente. Las persianas se
cerraron defensivamente.
-Por favor, sólo hasta la madrugada -insistió
aporreando la puerta.
-Abrele, Marianela -ordenó una voz de hombre-o
Que entre.
-Pero...
-Dije que le abrieras.
El forastero vaciló en la penumbra de la vivienda,
momentáneamente entorpecida su visión por el des-
lumbramiento del sol de afuera que traía en las pupilas.
A fuerza de parpadeos pudo distinguir al hombre en la
silla de ruedas.
-Gracias... Si no descanso unas horas no podré
llegar a Loma Alta.
-¿Loma Alta? ¿A la hacienda de don Basilio?
--Sí, soy el nuevo capataz. GUsté lo conoce?
-Allá tuve el accidente.
Lo dijo sin emoción, clavada la mirada en el visitan-
te que se aliviaba la espalda del peso de la mochila, y
agregó:
-.-M:ás polvo no le cabe encima, amigo, ¿por qué
viene a pie?
--Se dañó la guagua en el cruce de los dos caminos.
Allá los dejé varados, pero yo tengo prisa, debo presen-
tarme en Loma Alta a las ocho de la mañana.
-Como se marchará en la madrugada puede ocupar
el cuarto de mi cuñado por esta noche.
--Si quiere refrescarse -dijo la mujer, cerrando la
puerta al quemante resplandor del sol-i-, hay agua en la
tina del patio.
-Enséñale el camino, Marianela.
Una vecina de la acera opuesta atravesó la calle,
110
braceando en el fuego solar que la obligaba a abrir la
boca para expeler el que había inhalado por la nariz.
-¡Eusebia! ¡María! -llamó apresurada.
-¿Qué pasa, Angelina?
-Vicente Pedrea le abrió la puerta al hombre ése.
-Ya nos dimos cuenta.
-Pero, ¿se imaginan que sea un criminal?
-Si lo es, se lo buscó Vicente por confiado. Quiera
Dios que la víctima no sea la pobre Marianela.
111
Octubre llegó con su cargamento de chubascos.
Algunos. los descargaba con furia sobre el polvo calleje-
ro en desbandada. Otros, los dejaba caer plácidamente
como un padre afectuoso que de antemano se regocija
con la buena cosecha de sus hijos.
Eusebia, que siempre estaba al acecho de las nove-
dades del vecindario, llamó a la prima María.
-¿No le encuentras nada raro a Marianela? En
estos días trabaja cantando, barre que barre la acera de
su casa aunque esté lloviznando, sin parar de canturriar.
-Ayer cantó a todo pulmón.
-Unjú... Yo creía que la desgracia de su marido le
había matado la alegría de vivir.
-Tal vez no esté tan lisiado... tal vez ...
-Nada, requetenada, María. El pobre Vicente, tan
machote antes, ya no tiene componte. Todo el mundo
sabe que se malogró para siempre.
Fico entró zarposo, de buen humor.
-Da gusto ver a Marianela -comentó sacudiéndose
los pantalones.
-¡Fico! -gritó Eusebia-. ¡No sigas sacudiéndote
como perro mojado, que lo salpicas todo!
-Pues a limpiarlo cantando, hermana. ¡Ah! si yo
tuviera menos años bailara bajo la lluvia.
113
EL HOMBRE QUE MURIÓ FRENTE AL MAR
El tren entró en la estación del pequeño pueblo
costero con los primeros destellos del sol naciente. Dejó
dos pasajeros en el andén solitario. Mientras el convoy
se alejaba perforando la distancia a gritos de silbato, el
más joven de los dos hombres preguntó:
-¿Necesita hospedaje?
-Sí -contestó el otro-s-. Quisiera un hotelito de los
que hay aquí en el malecón.
-Tengo lo que le conviene. Venga conmigo.
Salieron a la calle, casi en silencio, porque el joven-
cito obtenía apenas del otro monosílabos en respuesta a
su intento de entablar animada conversación. Doblaron
varias esquinas a paso ligero.
117
instante se ajustaba los espejuelos. Al sentirse examina-
do microscópicamente, se apresuró a aclarar la situación.
-Pasaré dos días, sábado y domingo -explicó con
voz firme-o Si es que le ha llamado la atención mi
reducido equipaje.
-Está bien. Creo que en el segundo piso... a ver... sí.
Toma la llave, Panchito, conduce al señor a la habita-
ción No. 6. Pero antes, llene la tarjeta, por favor.
118
dera. Niñera. Barrendera de oficinas. De todo
para que Niquito se hiciera hombre sin demasia-
dos apuros.
119
-Es una lámpara... una lamparita, algo así como
las veladoras que se usaban en los tiempos de
nuestros abuelos, pie de porcelana floreada y un
tubo largo.
Nico sonrió satisfecho.
-Tiene suerte, señor, nos quedan dos. Haga el
favor, por aquí, a la derecha.
El comprador examinó las lamparitas. Luego
preguntó: -¿No tiene otra por ahí? Estas son,
pero no el color.
-La rosada es muy bonita -insinuó Nico-. La
azul también.
-Sí, pero (el hombre soltó una risita divertida)
debo remplazar una que rompí esta mañana (otra
risita) en un arrebato amoroso, Nada menos que
UD regalo de boda. ¡Esta fogosidad mía! Bueno...
los claveles de aquella lamparita eran de color
rosado muy subido, casi rojo.
-No -dijo Nico algo molesto-. Son las únicas.
Giró para marcharse. Apenas hubo dado unos
cuantos pasos se devolvió para decirle a Nico, que
no se había movido y lo miraba fijamente:
-No busco más. Envuélvame la rosada.
Encontró a su mujer sentada aún a la máquina de
coser. Ella se disculpó diciendo que la dueña de
ese vestido quería estrenarlo el domingo.
-No me gusta que trabajes tanto -repuso él-o
Déjalo ya. En lo que recoges la costura voy a
darme un duchazo. ¡Día largo!
Cuando se sentó en la cama -su mala costum-
bre- para quitarse los zapatos, sus ojos se posa-
ron en la veladora. Estuvo en suspenso uno, dos
minutos.
-¡Eva! -gritó.
Eva acudió alarmada.
-¿Qué te pasa, Nico?
120
Conteniendo el torbellino de sentimientos que lo
agitaba. se puso de pie, y lo más serenamente que
pudo preguntó:
-¿Cambiaste la lamparita?
-¿Eh? .. Sí... figúrate que se me rompió la otra.
-¿Y quién te regaló ésta?
-No... la conseguí a crédito en la tienda de tía
Emilia.
-¡Mientes, descarada! Pero yo no soy hombre
que aguanto cuernos!
El bofetón la hizo tambalear.
-¡Nico! ¡Estás loco!
Su puño la alcanzó en la barbilla derribándola de
espaldas. Fuera de sí, envió de un manotazo la
veladora al suelo donde estalló en pedazos junto
al cuerpo inerte.
122
SIMPLÓN
Llueve. Llueve torrencialmente.Cuarentidós horas
de lluvia inacabable que de rato en rato desmelenan
súbitos aguaceros furibundos. Llueve... Avenidas inun-
dadas. Calles sumergidas bajo el agua. Residencias
aisladas. Llueve sin parar. Llueve... Llueve... Llueve...
Estoy releyendo Los Angeles de Hueso. Pongo mi
mano sobre la mano del hermano de Juan para irme
flotando en su pensamiento hacia el poético y trágico
mundo de sus delirios. ¡Admirable imaginación! Identi-
ficarse con un loco hasta el extremo de volatilizarse, de
ser el loco mismo, como si éste surgiera por generación
espontánea. No chilles tanto madrina. Estoy aquí, en mi
cuarto. Viene a comunicarme algo increíble. Por eso
chilla. Nos inundamos, Miguel. El agua de la calle ya
alcanza el borde de la acera. Se la comen los nervios.
Deja ese libro, simplón. Como no puede pegarme, me
insulta. Cálmese, madrina, y no me cambie el nombre.
Es que solamente un simple de espíritu puede sentarse a
leer sin importarle lo que sucede a su alrededor. Deja ese
maldito libro y ven a ver el desbordamiento que nos ame-
naza. Sigo a madrina hasta la galería. La calle es un río
125
tumultuoso. Corre en precipitada chorrera metiéndose
violentamente de cabeza en los filtrantes de las esquinas.
Bueno -digo disfrutando del espectáculo-e-, mientras
los tragantes engullan las aguas sin eructar y les den paso
limpio hacia el mar, no hay que preocuparse demasiado.
Cójalo con calma, madrina. Los inundados, en todo caso,
serían los de allá abajo. Me mata con la mirada. Cuando
lleguen tus padres mañana no podrán ni acercarse a la ca-
sa. De aquí a mañana se escurrirá la calle.
Simplón.
Descargó en la palabrita toda su inconformidad. Y a
mí qué... A los dieciséis años me importaba más el loco
genial, hermano de aquel Juan que traicionaron los
pinos y el viento.
Ahora en el aeropuerto también llueve. Espero a mis
padres que regresan de un largo recorrido por Europa.
Viajan mucho. Para eso trabajan. Yo prefiero desplazar-
me menos a fin de auscultar mejor el corazón enfermo
de mi país. Se siente olor a sala de emergencia. No se
acaba nunca, porque nuestra forma de caminar no nos
permite alcanzar la meta ideal. Un paso hacia adelante,
dos hacia atrás, y de nuevo otro, jadeante, hacia adelan-
te.
Aquél se parece a, a ... El mismo. El sobrino de Juan,
hijo de la que decía ser esposa del hermano de Juan.
Viene a meterse en la boca del león. Como lo conocen le
pusieron impedimento de entrada sabiendo que -no
resistiría mucho tiempo el alejamiento de la patria. El
liderato local para algunos atrae igual que un imán. Ahí
está... ¿Y ahora? De patitas en otro avión o a la cárcel.
Con las ganas que le tienen desde los bombazos... Yo no
creo que sea anarquista, terrorista y todos los istas
comprometedores que le enrostran las autoridades. ¡Ah,
por fin! El jet con la preciosa carga de mis padres se
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perfila en las alturas. Crece. Se agiganta, se prepara a
aterrizar majestuosamente en la pista cuya superficie
mojada hace guiños al sol asomado entre las nubes . Al
simplón que soy le traerán una edición de lujo de La
Más Bella Historia del Mundo o de alguna otra obra
edificante que, a su juicio, fortalezca mis defensas
espirituales contra las malas influencias (amigos de
mente desquiciada). ¡Ah sí, muy bien! Pero yo actúo de
acuerdo con mi propio pensamiento. Por eso el herma-
no de Juan y yo nos entendíamos, muy calladito, sin
que nadie se enterara, pero nos entendíamos y nadie
podrá evitar los pasos torcidos que pienso dar.
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INDICE
Plenitud 9
La Cabellera 15
El Cumpleaños de Vitalina 23
El Incendio 29
Canícula 37
La Espera 43
Argonautas 49
Importante 52
La Ventana 61
Galatea 67
4 NB Galatea 70
Una Visita 75
El Entierro de Marisol 85
Mire, Mamita 93
Catador 99
Ahora Seremos Felices 107
El Hombre que Murió Frente al Mar 115
Simplón 123
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COLOFON