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Albert Camus, la mirada contemplativa

Ridao reivindica el rigor de la obra filosófica del


escritor frente a las críticas de Sartre
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José Andrés Rojo
Madrid 7 MAR 2017 - 00:05 CET

Albert Camus en el Teatro Antoine en París en 1959. Daniel Fallot Getty Images

En una carta que le escribió a Francine, la que sería su segunda mujer, en 1939 poco
antes de abandonar Argel Albert Camus le confiesa cómo anda borrando las huellas de
sus orígenes. “He pasado el mediodía vaciando dos maletas de correspondencia y
quemando todas las cartas acumuladas”, decía. “Todo ha ardido. He restado cinco años
de pasado en mi corazón”. En El primer hombre, la novela que estaba terminando
cuando en 1960 murió en un accidente, volvió al lugar en el que pasó su infancia y
primera juventud para detenerse en una mujer viuda y analfabeta que contempla la calle
desde un balcón. Y regresó también al maestro que creyó en su talento, y visitó la tumba
de su padre, que murió en uno de los frentes de la Gran Guerra en 1914 poco después de
su nacimiento.

Entre aquellas cartas quemadas y la reconstrucción de aquel mundo del que procedía,
Camus tuvo tiempo de conquistar la fama con El extranjero y El mito de Sísifo,
combatir desde la Resistencia la ocupación alemana y dirigir Combat, triunfar en el
teatro, recibir el Premio Nobel, defender una postura heterodoxa —la defensa de la
población civil— en la guerra entre los independentistas argelinos y el Ejército francés.
Y, también, publicar El hombre rebelde en 1953, que terminó conduciéndolo al
ostracismo, una vez que el círculo de Jean Paul Sartre lo masacrara acusándolo de que le
faltaba una sólida formación filosófica. En aquel ensayo, Camus condenaba la violencia
revolucionaria —y al régimen que la celebraba, la Unión Soviética—, y aquellos
guardianes de la verdad simplemente no lo toleraron. Y le reprocharon que no estaba
preparado para los desafíos del pensamiento riguroso.

José María Ridao no comparte el diagnóstico del pomposo e intachable grupúsculo de


intelectuales que lideraba Sartre, y defiende en El vacío elocuente (Galaxia Gutenberg)
que Camus pertenecía, más bien, a otra tradición filosófica. “A la de la
contemplación, opuesta a la filosofía de sistema”, explica por correo electrónico, una
tradición (que procede de Ibn Arabi, san Juan de la Cruz o el maestro Eckhart) “que no
gozaba de predicamento en la época en la que él escribe”. Ridao procura distinguir en su
ensayo entre “filosofía de la existencia (Camus) y existencialismo (Sartre), tratando de
deshacer el embrollo que, todavía hoy, quiere ver en Camus a un existencialista”.

El vacío elocuente recupera la hondura del pensamiento de Camus frente a quienes


procuraron silenciarlo por haber querido zafarse de la tutela ideológica de quienes
convirtieron la violencia revolucionaria en una pieza esencial de su sistema de
referencias. “El uno de los místicos es Dios”, comenta Ridao; “el de Camus es una
situación, la de Sísifo, que, por así decir, se encuentra con un mundo heterogéneo y sin
sentido al pie de la montaña, y que, para dotarlo de sentido, debe ascender hasta la cima,
aun sabiendo que nunca la alcanzará y que, por tanto, nunca alcanzará el sentido”.
Lo que importa es, así, “la búsqueda” y la tarea del filósofo no es más que “un eterno
deambular”.

¿Abandonó sus orígenes y luego regresó a ellos? Más bien ese mundo abandonado y
mísero, que Camus tan bien conocía, estuvo siempre ahí, y marcó decisivamente su
obra. Eso sí: no lo utilizó nunca “como argumento de autoridad”. Jamás se refirió en sus
disputas con Sartre a esa “desposesión del proletariado”, que sí había padecido. Lo que
procuró fue “buscar argumentos de alcance universal”. Como hizo Azaña tras su
discurso de paz, piedad y perdón, Camus decidió callar después de promover la tregua
para los civiles de Argelia. Y es que, dice Ridao, “una vez que se pronuncian desde una
tribuna pública las verdades últimas, las verdades que son de todos, sólo cabe guardar
silencio”.

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