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MUJERES, MODERNIDAD Y LA CULTURA DE CONSUMO

EN LA NARRATIVA ESTRIDENTISTA*

Elissa Rashkin

El tema de género ha sido poco considerado en los estudios del


estridentismo, a pesar de las nuevas vertientes de investigación que se han
abierto recientemente. Las transformaciones de los papeles masculinos y
femeninos, tanto en la literatura como en la vida cotidiana, fueron un asunto
fundamental en la década de 1920 que los estridentistas, por su compromiso
social y su exaltación de la actualidad en todos sus aspectos, no pudieron
evitar. En el contexto de los debates en torno a la literatura mexicana y su
supuesta condición de “viril” o “afeminada”, los jóvenes de la vanguardia
optaron por la posición de que “ser estridentista es ser hombre. Sólo los
eunucos no estarán con nosotros” (List, Maples et al). Al defender así su
masculinidad, plantearon una propuesta que, además de ser francamente
homofóbica, no excluía a las mujeres en la práctica pero tampoco las tomaba
en consideración como actores sociales, sino más bien como elementos de su
propia autorrepresentación.

*
UniDiversidades (BUAP), año 4, núm. 15, octubre-diciembre 2014, pp. 40-50. (ISSN 2007-
2813)
Ricardo AB Pereira, Bete, 2013, Brasil.

Para los hombres estridentistas, la chica moderna fue objeto de fascinación,


deseo, temor y confusión; al rechazar la visión decimonónica del amor
romántico idealizado, erigieron representaciones de la mujer como
repositorio de los nuevos valores asociados con la expansión del capitalismo
y la cultura de consumo, ligada a su vez con los medios de comunicación, el
mundo del ocio y del espectáculo. El presente texto explora estas
representaciones en la narrativa estridentista a la luz de los cambiantes
papeles de género, las inquietudes masculinas y las diversas aportaciones
femeninas y feministas de la época.

Empezamos con un texto paradigmático: el “Muestrario de mujeres” de


Arqueles Vela, publicado en 1925 en El Universal Ilustrado. Este relato, uno
de varios textos absurdistas que Vela publicó el mismo año, imita el lenguaje
de la industria de la publicidad:

CABALLEROS: Habiendo recibido por el último correo de


Nueva York, París, Londres, Berlín, Buenos Aires, Río de
Janeiro, Constantinopla, Petrogrado, Nuevo Arcángel, Pekín, El
Cairo, Indostán, Monrovia, etc., las más grandes novedades y
creaciones de los modistos célebres, nos proponemos realizar los
modelos espirituales de mujeres que nos quedan en existencia, a
precios incompetibles y al alcance de las más pobres
mentalidades. (Vela 34)

A continuación ofrece una lista de modelos y precios, desde la “mujer


corriente”, a sólo $12.50 pesos, hasta la “mujer estridentista”, antes diez mil
pesos, ahora de oferta en cinco mil. Otros modelos incluyen la “sencilla
mujer de mediodía”, la “complicada mujer de tarde”, la “mujer pintoresca
para viajes” y la “mujer ‘castigada’ en balance”. El público interesado debía
dirigirse a los “Grandes Almacenes de Arqueles vela [sic], S. en C.
Proveedores de todas las casas reales” (Vela 34).

Aunque el “Muestrario de mujeres” evidentemente nació de la imaginación


de su autor, aparece un año después en El movimiento estridentista de Germán
List Arzubide como si fuera un evento real. En la versión de List Arzubide,
los carteles diseñados por Ramón Alva de la Canal provocaron que clientes
ansiosos de revisar la mercancía invadieran las oficinas estridentistas.
Gaston Dinner presidió la subasta, cuyos ganadores eran integrantes y
amigos del movimiento: Carlos Noriega Hope adquirió la “mujer salida del
teatro”; Alva de la Canal, la “mujer ‘castigada’ en balance”; Leopoldo
Méndez, ostentando sus simpatías por la clase obrera, optó por la “mujer
corriente”, mientras Manuel Maples Arce ganó la más cara de todas, la
“mujer estridentista” (List 68-70). Como cualquier mercancía en la economía
capitalista, las mujeres “vendidas” llevaban una plusvalía diferencial cuyo
fin era reafirmar la “individualidad” y el estatus social de su comprador.

Estas dos versiones del “Muestrario de mujeres” ponen sobre la mesa la


cuestión de género en el estridentismo y durante el periodo bajo discusión.
No cabe duda de que el artículo humorístico de Vela se basa en la verdadera
mercantilización de la mujer en una era de incipiente industrialización y
modernización. Aunque los cambios de la época tenían el efecto de poner en
duda la ideología patriarcal que hacía fetiche del encerramiento doméstico
de las mujeres, los papeles de obrera y consumidora no eran necesariamente
más libertadores, ya que la mujer cargaba con la obligación de lucir,
producir y cuidar a su familia y a sí misma de la mejor manera posible; por
lo tanto, no es casual que el lenguaje emergente de la publicidad dependiera
casi siempre del modo verbal imperativo. Si las mujeres eran las receptoras
principales de este lenguaje normativo, al mismo tiempo seguían siendo
objetos en venta, ya no a través de los arreglos tradicionales del patriarcado
sino en el mercado libre. De ahí el naciente discurso del consumismo tan
bien parodiado en el texto de Vela, que hace de las mujeres objetos y a la vez
cómplices de su cosificación.
Gabriel Fernández Ledesma, Pigmalión, s.f., Colección Andrés Blaisten,
México.

Partiendo de esta lectura del “Muestrario de mujeres”, podemos identificar


tres aspectos esenciales en nuestra exploración de la construcción narrativa
de la mujer en el estridentismo: la identidad masculina, la modernización
del papel femenino y la manifestación de ambas en los textos estridentistas.
Para hablar de la masculinidad, sin embargo, es necesario abrir un
paréntesis respecto a la homosexualidad y las fobias manifiestas por
nuestros protagonistas hacia ella, fobias que, por supuesto, no pretendemos
defender sino contextualizar. Para una historiadora de hoy, partidaria del
pluralismo y la democracia sexual, habría sido conveniente si los
estridentistas hubieran sido, como proclamaron en algún momento,
hombres abiertos a todas las tendencias revolucionarias. Así, hubieran
celebrado, por ejemplo, el desafío manifiesto de Salvador Novo cuando, al
encontrar en el baño de la Secretaría de Educación Pública escrita con grafito
una sentencia que proclamaba “Salvador Novo es joto”, en lugar de borrarla
tomó su propio plumón para llenar la pared con otros nombres: “Narciso
Bassols es joto”, “el tesorero de la SEP es puto”, “el Secretario es marica”,
etcétera; o cuando al viajar en tranvía se levantó gritando “¡hasta aquí,
jotos!” y señaló a sus avergonzados amigos con el dedo: “tú, tú, tú”
(Monsiváis 56 y 48). Semejantes expresiones de orgullo gay avant la lettre –
recuperadas por Monsiváis de los recuerdos de Elías Nandino– eran
sumamente estridentes y quizás en parte por ellas se ha considerado a Novo
el más estridentista de los Contemporáneos. Sin embargo, para los años
veinte esta afirmación tiene poco sentido, ya que, en ésta y otras cuestiones,
estridentistas y Contemporáneos eran bandos opuestos, ambos limitados en
sus aceptaciones de la diversidad.

En todo caso, la masculinidad estridentista se construía en relación con los


debates sobre la cultura y el deber ser del escritor en el nuevo contexto
nacional, en el cual, como señala Víctor Díaz Arciniega, los términos “viril”
y “afeminado” se hicieron omnipresentes y adquirieron tintes políticos
específicos, sin perder su sentido de género. A los dos conceptos “se les da
valor estético y se consideran términos excluyentes” (74); con esta
valorización espuria se pretendía construir las bases de evaluación de la
literatura nacional. Y más allá de la polémica literaria, el mismo autor nota
que “La palabra ‘viril’ es de empleo habitual en el lenguaje burocrático y
también en el común y corriente. Su significado […] posee entre sus
acepciones de fortaleza, hombría, rectitud, decisión, compromiso, entrega e,
incluso, ‘revolucionario’” (75).

Es interesante, en este sentido, leer El movimiento estridentista en términos de


su intento por ubicarse en la vanguardia de la masculinidad, o sea, de crear
y reforzar una identidad distintiva, labor que siempre implica la
diferenciación del otro. Para List Arzubide, este otro es, principalmente, el
intelectual afeminado, los “eunucos” mencionados en el manifiesto de
Puebla y burlados a lo largo de su libro. Para asegurar al lector que los
estridentistas no son castrados ni afeminados, el autor hace que las mujeres
entren a la historia como soporte textual de una muy exagerada
masculinidad heterosexual.

Hablando de Arqueles Vela, por ejemplo, List lo describe como el dueño de


cincuenta a cinco mil muñecas, quienes, además, son las que le dictan sus
novelas. La “más real” de ellas es la Señorita Etcétera, una flapper que ha
engañado a Vela con otros estridentistas y que de noche en noche se olvida
de regresar a su caja (List 27-28). El relato es ambiguo, ya que las muñecas
son capaces de acción independiente e incluso de traición sexual, invocando
la amenaza latente de la sexualidad femenina que preocupa a Vela en sus
propias novelas y le motiva a convertir a las mujeres en proyecciones
cinemáticas, ilusiones efímeras o en “un crimen provisional”, en maniquíes.

No obstante, si la caracterización de Vela y sus muñecas tiene algo o mucho


de ironía, en otros casos List simplemente exalta la virilidad de sus
camaradas. En relación a la vida sentimental de Maples Arce, menciona a
dos mujeres: Celia María Dolores (aludida en Vrbe) y Lupita, chica moderna
por excelencia, cuya relación con Maples transcurre a través de la radio y el
telégrafo (21). En otra parte del libro, List habla de las “mujeres de los
estridentistas”: “Niñas cinemáticas, superpelonas, ultraescotadas y
extrazanconas, llenando el exangüe patinillo, vestidas de princesas por la
luna” (22). Lo que caracteriza a estas mujeres es su flamante modernidad,
pero también notamos su intercambiabilidad: son atractivas como accesorios
del hombre, pero carecen de identidad propia.

Además de los personajes, los espacios descritos en el libro también portan


un aura de intriga sexual. List Arzubide, por ejemplo, pelea con los “fifís” en
camino a la librería Cicerón, donde pasa a recoger las cartas amorosas que le
mandan las compradoras –no lectoras– de su poemario Esquina. El Café de
Nadie casi parece burdel ya que: “Por todas partes había tiradas palabras
untadas en la carne de las queridas de ocasión” (42) y los espejos “revelaban
indiscretas actitudes amorosas” (84), al punto que los versos, al no poder
competir con el sexo, “se empeñaron en destruir el refugio de las tibieces en
conquista” (37). El consultorio del médico Salvador Gallardo también
sobresale como lugar donde los estridentistas se reúnen para ligar a las
pacientes.

Las descripciones son humorísticas, pero atrás del humor yace la necesidad
de afirmar tanto la masculinidad de sus protagonistas como la admiración
que reciben por parte del público femenino, sin embargo, no como lectoras
(ya que desde Actual No. 1 es claro que los estridentistas comparten el
desprecio que la nueva cultura “viril” manifiesta hacia la “literatura para
señoritas”), sino en el sentido de que, citando el segundo manifiesto, “ser
estridentista es ser galán. Sólo los fracasados sexuales no están con nosotros”
(List et al).

A pesar de la marginalidad del sexo femenino en El movimiento estridentista,


hay que señalar que en la poesía y ficción del grupo, las novias y el amor
eran elementos tan o más importantes que los famosos aviones, rascacielos y
ondas radiales. Pero lejos de señalar una regresión al romanticismo
decimonónico, las musas estridentistas eran centrales en su concepto de la
modernidad. La señorita etcétera de Vela y sus equivalentes en otros textos
encarnaban a la chica moderna: habitante de los salones de belleza, cafés y
cines de la metrópolis, carismática y seductora, pero al mismo tiempo parte
de la enajenación y superficialidad urbana. Merecen consideración,
entonces, los factores sociales y económicos que contribuyeron a la
construcción de esta visión de la mujer en el imaginario de nuestros
escritores.

Mary Kay Vaughan, en Sex in Revolution: Gender, Politics and Power in Modern
Mexico, señala algunos de los cambios en la economía latinoamericana del
temprano siglo xx: la urbanización, el creciente uso de tecnología industrial,
la sindicalización del sector obrero, y la racionalización del espacio
doméstico como lugar de la reproducción del ciudadano. Al mismo tiempo,
dice Vaughan, “aunque gran parte del consumo emergente era dirigido al
hogar, la cultura del consumo era sobre todo una cultura del espectáculo
público, construido en torno al disfrute de placeres baratos encontrados en
los nuevos espacios urbanos” (23). En estos espacios se movían tanto
mujeres como hombres y, para ellas, la nueva cultura urbana significaba
movilidad, visibilidad y cierta medida de libertad respecto a la ideología
tradicional, que había valorado a la mujer casi exclusivamente en su papel
doméstico.

Por otra parte, como ha escrito John Fiske en otro contexto, el poder
consumidor otorgado a la mujer, no obstante su asociación con lo
supuestamente frívolo del sexo femenino, también tenía su lado subversivo
en el sentido de que manejar el dinero en relación a sus propios gustos y
placeres la liberaba, aunque de modo relativo y temporal, del papel servicial
y abnegado al cual estaba sujeta tanto en el hogar como en la mayoría de los
lugares de trabajo. En este sentido el “yo” consumidora se manifiesta como
aspecto identitario nuevo que coexiste o compite con otros aspectos del
papel representado por las mujeres urbanas de los años veinte.

Regresamos, entonces, a las “niñas cinemáticas, superpelonas,


ultraescotadas y extrazanconas” de List Arzubide. Podemos pensar que la
frase simplemente se refiere a la novedosa imagen femenina que, en aquel
momento, se había vuelto omnipresente en los medios de comunicación y
las grandes ciudades del mundo. Sin embargo, el estudio de Anne
Rubenstein sobre la “guerra de las pelonas” en la Ciudad de México sugiere
las complejas implicaciones ideológicas encajadas en la celebración de este
tipo de mujer, y no otro, por los estridentistas. Según Rubenstein, a mitad de
la década la creciente presencia de mujeres con pelo corto y cuerpos atléticos
vestidos con ropa cómoda causó una especie de pánico. Los críticos
conservadores tacharon a estas mujeres de malinchistas y les reclamaron su
rechazo al “deber ser” de la mujer tradicional mexicana, especialmente
cuando las mujeres en cuestión no eran hijas de la élite criolla sino morenas
de rasgos indígenas que, al rechazar las trenzas e indumentaria indicativas
de su estatus social, despertaron temores de naturaleza racista y clasista.
Como si la nueva moda, estrechamente ligada con las oportunidades
educativas ahora abiertas a las mujeres, hubiera llegado a tumbar toda clase
de divisiones hasta entonces aceptadas como naturales.
Por ello, en el verano de 1924 unos estudiantes varones llegaron a la
violencia, o como se decía entonces, la “acción directa”, asaltando a varias
jóvenes y rapándoles la cabeza como un viejo gesto de humillación y
vergüenza. Después de los asaltos, gran parte del sector estudiantil
masculino se dispuso a defender a sus hermanas pelonas, y su defensa fue
secundada por el Estado, el que de cierta manera había fomentado el
fenómeno pelona con su promoción de la educación física y el deporte,
además de la educación pública en general para ambos sexos. Con el paso
del tiempo, la pelona, de ser símbolo del malinchismo y frivolidad, fue
transformada en representante de la mexicanidad posrevolucionaria, junto
con las figuras “viriles” del obrero, campesino y el intelectual comprometido
(Rubestein 57-58).

No obstante esta aparente domesticación, la chica moderna en la prensa


nunca perdió sus connotaciones de símbolo sexual, figura de glamour
cosmopolita y consumidora por excelencia. Todas estas evocaciones
aparecen en la literatura estridentista, en especial en La señorita etcétera,
donde la mujer del título es a la vez un ideal romántico y el reflejo banal de
la anodina realidad. En el transcurso de la novela, la mujer, siendo al
principio simplemente el objeto de deseo del protagonista, se convierte en
signo de la confusión generada por las pelonas, es decir, por cambios en las
prácticas culturales que, aunque aparentemente superficiales, parecían
poner en peligro los códigos morales del patriarcado tradicional. La parodia
viene en el sexto capítulo, cuando el narrador reporta que la señorita en
cuestión “Había seguido las tendencias de las mujeres actuales”:

Era feminista. En una peluquería elegante; reuníase todos los


días con sus “compañeras”. Su voz tenía el ruido telefónico del
feminismo…
Era sindicalista. Sus movimientos, sus ideas, sus caricias estaban
sindicalizadas…

Cuando yo le hablé de mis idealidades peregrinas, se rió sin


coquetería.
Azuzaba la necesidad de que las mujeres se revelaran, se
rebelaran… (Vela 328)
El narrador escucha sus argumentos “con la ecléctica indiferencia que tengo
para la charla de las peluquerías”, relegando el feminismo a la frivolidad
supuestamente propia de la esfera femenina. Para él –y más importante,
para Vela y sus colegas– los movimientos sociales femeniles no tenían el aire
heroico de la Revolución sino que surgieron como fenómeno trivial
inseparable del fetichismo consumista. Comparemos, por ejemplo, la
cobertura burlona del congreso feminista realizado en la ciudad en mayo de
1923: en El Universal Ilustrado, Sánchez Filmador afirmó en su poema
“Feminismo”:

yo creo firmemente
(y conmigo así piensa mucha gente
sin que sea subterfugio)
que el feminismo ha sido y es refugio
de feas y quedadas
y si es verdad que entre las delegadas
ahora hay mujercitas
en realidad bonitas
han de ser cuando menos despechadas…

Para los periodistas, tan extraña agrupación de feas, quejosas y


matahombres no era comparable con otras luchas como el agrarismo o el
sindicalismo, sino que era justamente como Vela la pintó en La señorita
etcétera: un fenómeno cultural como el jazz-band o el bataclán, o sea, otro
asombroso síntoma de la modernidad.

A pesar de la ambivalencia que vemos en el estridentismo con respecto a las


mujeres, cabe mencionar que el movimiento no excluía a las creadoras, sino
que, de hecho, fue pionero en su apreciación de talentos como Tina Modotti
y Lola Cueto, cuyas obras elogiaron e incluyeron en su exaltación del nuevo
arte revolucionario, simplemente omitiendo la palabra “viril”. Quedará para
otra ocasión la discusión de éstas y otras creadoras cuya evolución literaria o
artística siguió caminos paralelos o cercanos a la vanguardia masculina. Por
ahora, concluyo estas reflexiones con un fragmento de “Prisma”, poema de
Maples Arce que ahora podemos leer como resumen de la ambivalencia, la
confusión, el asombro y, al mismo tiempo, la celebración estridentista de los
nuevos papeles sociales emergentes en los años veinte:

El amor y la vida
son hoy sindicalistas,
y todo se dilata en círculos concéntricos.

Obra citada

-Díaz Arciniega, Víctor. Querella por la cultura “revolucionaria” (1925). México:


Fondo de Cultura Económica, 1989.
-List Arzubide, Germán. El movimiento estridentista (1926). México: Secretaría
de Educación Pública, 1987.
-List Arzubide, Germán, Manuel Maples Arce, et al. Manifiesto estridentista 2.
Puebla: 1 enero 1923.
-Monsiváis, Carlos. Salvador Novo. Lo marginal en el centro. México: Era, 2004.
-Rubenstein, Anne. “The War on Las Pelonas: Modern Women and Their
Enemies, Mexico City, 1924”. En Jocelyn Olcott, Mary Kay Vaughan y
Gabriela Cano. Sex in Revolution Gender, Politics, and Power in Modern Mexico,
coords. Durham: Duke University Press, 2006. 57-80.
-Sánchez Filmador. “Feminismo.” El Universal Ilustrado 31 mayo 1923.
-Vaughn, Mary Kay. “Pancho Villa, the Daughters of Mary, and the Modern
Woman: Gender in the Long Mexican Revolution”. En Jocelyn Olcott, Mary
Kay Vaughan y Gabriela Cano. Sex in Revolution Gender, Politics, and Power in
Modern Mexico, coords. Durham: Duke University Press, 2006. 21-34.
-Vela, Arqueles. La señorita etcétera. En Luis Mario Schneider, El estridentismo
o una literatura de la estrategia, México: Conaculta, 1997: 313-330.

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