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LA AZAROSA HISTORIA

DEL "FAR WEST"


Por ROBERTO LEYDI, ARRIGO POLILLO y TOMAS GIGLIO
PRIMERA NOTA1

Este mapa del continente americano, "Novus Orbis", fué recogido en el llamado códice
de Ptolomeo editado por Munster en 1540. Así se veía al nuevo mundo medio siglo
después del descubrimiento de Colón. Con el tiempo, aventureros audaces que
recorrieron el mismo camino del Gran Almirante fueron cambiando contornos y
trasladando fronteras hacia el Oeste, en una tarea ciclópea no siempre comenzada con
nobles propósitos, pero a la que sirvieron a pesar de ellos mismos.

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VEA Y LEA, La gran revista de América, Año XI, Nº 249, 15-XI-56, Suplemento nº 84. El
tema conforma tres notas publicadas en sucesivas ediciones.

1
HACE cuatro siglos, América no era más que el "Novus Orbis", es decir, un
nuevo espacio por conocer y descubrir, una tierra inexplorada y hostil: selvas,
desiertos, ríos y praderas. La primera "frontera" de América, el primer "Oeste",
estaba entonces sobre las desoladas playas del Atlántico, en los umbrales de la
selva virgen llena de asechanzas y poblada de indios. Un puñado de hombres
aventureros, quizás cargados con iguales dosis de rencor y esperanza, pusieron
un día el pie, en nombre del Señor y de su lejano rey, sobre esa tierra nueva y
erigieron, aún a la vista del mar que los había traído allí, sus nuevos hogares.
Sembraron el grano, tuvieron hijos, conocieron a los indios, organizaron su
existencia, dieron un sentido y un valor a sus grandes aventuras. Como los
antiguos patriarcas de la humanidad, se hallaron en la imperiosa necesidad de
descubrir y conocer el mundo y la naturaleza. Dieron nombres nuevos a las
plantas, a las montañas, a los golfos, a los lagos, a los animales y a los ríos.
Merced a sus fatigas y sufrimientos, los contornos de los mapas geográficos se
hicieron día a día más precisos. Los enigmáticos espacios en blanco, donde
hasta entonces no habían existido más que imágenes de hombres pavorosos y
animales jamás vistos, se cubrieron de caminos y aldeas. Sólo entonces el
"Novus Orbis" de los primeros navegantes se convirtió finalmente en América. A
medida que el hombre blanco avanzaba en el continente desconocido, los
indígenas perdían su reino. Colón había cometido un error genial al
denominarlos indios. En realidad, habían venido de Asia, quizá 25.000 años
atrás, pasando a la altura del actual estrecho de Bering y dejando por todas
partes rastros de su épica migración.

QUIENES ERAN LOS INDIOS

Los hombres que se conocen comúnmente con el nombre de "pieles rojas" en


realidad no eran rojos. Su piel variaba de tribu a tribu; iba desde el amarillo
claro de los malayos hasta el blanco de los europeos y el pardo oscuro de ciertos
pueblos africanos. Pero se teñían de rojo todo el cuerpo. Los etnólogos han
encontrado extraordinarias semejanzas entre algunas tribus de la Siberia
oriental y los indios de Norteamérica. Otros estudiosos han notado que entre
ciertos sioux, y especialmente en la tribu de los madanes, existían individuos de
ojos claros y cabellos tendiendo al rubio. Han deducido de ello su origen céltico,
adelantando la hipótesis de que los indios no vinieron de Asia, sino de Europa.
Lo más probable es que los madanes fueran simplemente descendientes de
aquellos viquingos que, alrededor del año 1000, habían desembarcado en las
costas americanas. Algunos de ellos habían permanecido allí, evidentemente,
llegando a fundirse luego con las poblaciones locales. La existencia de un
parentesco entre ciertos indios de América y los pueblos de Oceanía, en cambio,
puede afirmarse con seguridad: el idioma de numerosas tribus presenta
desconcertantes similitudes con el de los malayos y los polinesios.

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No se sabe exactamente cuánto tiempo demoró aquel pueblo migratorio en
ocupar el inmenso espacio del nuevo continente. Lo cierto es que supo
adaptarse bastante bien a las condiciones del medio. Los indios del Este, que
vivían en las selvas, desarrollaron una notable agricultura: la mitad de las
legumbres que se conocen hoy en el mundo fueron descubiertas y aclimatadas
por ellos y particularmente por los indios iroqueses. Estos últimos también se
distinguieron por otra particularidad: habían constituido una "liga de las seis
naciones", con principios democráticos federativos que contenían en germen
aquella idea de los Estados Unidos que llegaría luego a realizarse por obra de los
"caras pálidas" en el mismo continente. Entre los iroqueses las mujeres tenían
iguales derechos que los hombres y hasta se puede hablar de sociedad
matriarcal. La vivienda —por ejemplo— siempre era propiedad de la mujer.

Los indios de las praderas, aquellos que más comúnmente se conocen con el
nombre de "pieles rojas", tenían una economía basada esencialmente en el
bisonte, animal del que sacaban todo. Por lo mismo, fueron excelentes
cazadores. Su mundo espiritual, podríamos decir también religioso, era de
carácter mágico y estaba poblado de fuerzas naturales, unas veces amigas, otras
veces hostiles, a las que debían servir, engañar, huir o adorar. Era un complejo
sistema animístico que, sin embargo, constituía para el pueblo indio una
poderosa fuerza de cohesión.

Cuando los primeros europeos desembarcaron en el Nuevo Mundo, los


indígenas vivían como sus antepasados de mil o cinco mil años atrás: no
trabajaban los metales, ignoraban la escritura, no sabían contar más que hasta
diez y no conocían la rueda. En cien años estas poblaciones debieron cambiar
completamente las características esenciales de su existencia bajo el impulso de
la invasión blanca. El paso repentino de la edad de piedra a la época de los rifles
de repetición señaló su fin.

Según los cálculos más recientes y fidedignos, al producirse la primera


colonización vivían en el territorio actualmente ocupado por los Estados Unidos
poco más de un millón de indios, agrupados en unos seiscientos grupos étnicos
principales, correspondiendo aproximadamente a otras tantas sociedades —o
tribus—, cada una con su propio dialecto y sus particulares costumbres de vida.
A diferencia de América Central y del Sur, donde los pueblos indígenas
establecieron grandes reinados y poderosas naciones, los indios de los
territorios septentrionales jamás experimentaron, la necesidad o el deseo de
organizar en forma centralizada la vida de las tribus, las que —pequeñas o
grandes, poderosas o débiles— siempre trataron de conservar su propia
autonomía y libertad, salvo, naturalmente, las alianzas ocasionales o
temporarias para la caza o la guerra.

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LOS PRIMEROS CONQUISTADORES

Siguiendo los rastros afortunados de Juan y Sebastián Caboto, numerosos


fueron los hombres enviados allende el mar por Enrique VII de Inglaterra entre
fines del siglo XV y principios del siglo XVII. Navegantes, piratas, exploradores,
soldados, misioneros y aventureros costearon esas tierras vírgenes, detrás de
nuevos descubrimientos, con la esperanza de una fortuna repentina. Y algunos
también desembarcaron mirando asombrados a su alrededor e instalando su
campamento a veces por una noche o una semana. Otros, más audaces o
aventureros (o solamente más desesperados), se internaron hacia lo
desconocido para ver tierras y gentes nuevas, a lo largo del incitante curso de los
grandes ríos cuyos nombres recuerdan aún, al igual que islas, promontorios,
aldeas, lagos y montañas, a aquellos hombres famosos: Champlain, Cartier,
Hudson, Marquette...

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En el norte los franceses establecieron los primeros puestos: marineros y
pescadores bretones, normandos y vizcaínos sobre los bancos de pesca de
Terranova y del Labrador, soldados en Fort Carolina, comerciantes en pieles y
misioneros en las bocas del San Lorenzo. En el Sur la iniciativa estuvo en manos
de los españoles: la ciudad fortificada de San Agustín, en Florida; Hernando de
Soto, en el descubrimiento involuntario del Misisipí; Francisco de Coronado y
sus desesperados en los desiertos del sudoeste; don Gaspar de Portolá en las
costas del Pacífico, hacia la Puerta de Oro.

Pero la obra de penetración de los españoles, impulsada sólo por la fiebre del
oro y de la plata, dejó bien pocos rastros, y ni siquiera los franceses, en el
Canadá, supieron poner las bases de una auténtica colonización2.

2
ESTE PÁRRAFO ES ABSOLUTAMENTE FALSO. Y en los anteriores y posteriores
hay gruesos errores, ya que toda la monografía es sectaria e inspirada en la
Leyenda Negra, menoscabando el papel jugado por España y enalteciendo no
sólo a los ingleses sino hasta a los indios, a los que se les adjudica temperamento
democrático. No es pertinente aquí señalar errores, que serán estudiados en un
trabajo específico.

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Las expediciones francesas, iniciadas
por el jesuita Marquette y el
comerciante Jollet, que redescubrieron
el Misisipí en 1673, fueron
complementadas por su compatriota
Robert de La Salle, quien soñó con
fundar un gran imperio en el corazón
de Norteamérica. Como Hernando de
Soto había muerto sin poder anunciar
el descubrimiento del Misisipí, y
Marquette y Jollet se habían vuelto
atrás por temor a ser capturados por
los españoles, La Salle impuso la
soberanía francesa sobre el gran río al
saber por los indios que era el primer
hombre blanco que lo había navegado.

LOS PIONEROS INGLESES

"Así llegados a una ensenada apta para el desembarco y habiendo puesto el pie
en tierra sanos y salvos, cayeron de rodillas y dieron gracias al Dios de los Cielos
que los había llevado allende el furioso Océano, que los había preservado de
todos los peligros y de todas las calamidades de aquél, hasta poner nuevamente
el pie sobre la tierra firme y estable, su elemento natural". Con estas palabras,
William Bradford, uno de los jefes reconocidos de los Padres Peregrinos,
comienza el relato del desembarco en Cape Cod de los 102 viajeros del
"Mayflower" acontecido el 11 de noviembre de 1620. Ésos hombres no fueron los
primeros ingleses que tocaron, con la intención de establecerse allí, el suelo de
las colonias atlánticas. Con anterioridad se habían verificado las tentativas
fracasadas de sir Walter Raleigh en Roanoke, y aquella en cambio afortunada de
los colonizadores de Jamestown; sin embargo, la pequeña colonia de los
"pilgrims" tiene un valor y un significado particulares en la historia civil, política
y moral de la Nueva Inglaterra.

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Los 102 del "Mayflower" eran campesinos y artesanos de un pequeño pueblo
rural inglés del condado de Nottingham, llamado Scrooby. Una vida dura y
difícil había impulsado a esos hombres a concebir un nuevo orden de cosas, una
sociedad organizada según principios de justicia. Sin duda no eran hombres
cultos e instruidos, pues los más dotados apenas sabían deletrear la Biblia. Sin
embargo, entre ellos circulaban ya ideas de libertad y democracia. Perseguidos
en su propio país por sus conceptos religiosos que se apartaban del
anglicanismo oficial, fueron obligados a abandonar Inglaterra y refugiarse en
Holanda, en Leyden, donde hallaron hospitalidad y tolerancia. Finalmente, en
1620, obtuvieron del gobierno inglés y de la Compañía de Virginia la
autorización para establecer una colonia permanente en Norteamérica.
Volviendo a Inglaterra, en septiembre del mismo año zarparon desde Plymouth
a bordo de la nave "Mayflower", en busca de la gran aventura, Tres meses más
tarde, los peregrinos se hallaban en América.

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Aquellos ideales de libertad y democracia que los habían impulsado al exilio
voluntario no fueran olvidados. A los piadosos colonos de Cape Cod, a su
sectarismo de la tolerancia, se debe sin duda en gran parte el hecho de que el
espíritu de libertad no se apartara de la vida de la Nueva Inglaterra y fuera el
germen fecundo de la naciente democracia.

'

EL TIEMPO DE LAS MATANZAS

La crónica de la primera colonización en América se halla señalada por


sangrientos conflictos con los indios. A veces éstos obtuvieran ventajas sobre los
invasores blancos. Sin embargo, la victoria final fue de los colonos, quienes,
decididos a toda costa no sólo a defender y conservar sus establecimientos a lo
largo de las costas, sino también a internarse cada vez más en el país,
aniquilaron una tras otra a las tribus y naciones indias.

Hasta en sus relaciones con los indígenas, la colonia de Jamestown tuvo una
vida más difícil que la de los Padres Peregrinos de Cape Cod. Los pioneros de
Virginia, en efecto, se trabaron en lucha con los feroces indios powhatanes, que
disputaron su territorio a los ingleses, pulgada a pulgada, a lo largo de más de
treinta años de sangrienta guerrilla. Sólo después de 1645 los colonos de
Jamestown pudieron finalmente vivir en paz.

En cambio, los Peregrinos vivieron en buenas relaciones con los indios de


Massachusetts, los wampancags, durante más de diez años, merced a un tratado
firmado con ellos apenas un año después del desembarco. Pero cuando la

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colonia comenzó a extenderse hacia el sudoeste, se hizo inevitable un conflicto
con los indios pequots del valle de Conneeticut. Los indígenas fueron los
primeros en atacar, y los blancos respondieron con una decidida acción
ofensiva. Los jefes de la expedición, ampliamente dotada de hombres y armas,
fueron John Mason y John Underhill, quienes, con la ayuda de los holandeses
del Hudson que atacaban desde el sudoeste, hicieron una incursión nocturna en
el principal campamento de los pequots, sorprendiendo dormidos a los indios y
matando en menos de tres horas más de seiscientos indígenas, entre hombres,
mujeres y niños.

Sin embargo, las relaciones con los indios no se resolvieron siempre con la
sangre, la violencia y el engaño. Las colonias cuáqueras de Pensilvania, en
efecto, siguiendo el noble ejemplo de su fundador, Willíam Penn, trataron de
establecer con los indios relaciones amistosas, basadas en pactos claros y
honestos, concebidos en el espíritu de estima y respeto recíprocos.
Desgraciadamente, muchos no siguieron ese camino. Varios hechos extraños a
la vida americana sobrevinieron hacia mediados del siglo XVIII, haciendo más
difícil la cuestión india. Las tribus de las selvas se hallaron envueltas sin
quererlo en las guerras que por aquellos años enfrentaban a Inglaterra y
Francia. En ese juego peligroso, los indios fueron utilizados por ambas partes
para hacer más dura y sangrienta la guerra en la frontera canadiense.

HACIA EL OESTE

La revolución llevada victoriosamente a término con el reconocimiento de la


independencia de los Estados Unidos, en 1783, abre nuevas perspectivas a la
expansión hacia el Oeste. La "frontera", en poco más de veinte años, da un gran
salto adelante, más allá de la cadena de los montes Alleghanis, más allá de las
praderas de Ohio, Kentucky, Indiana e Illinois, hasta las orillas del legendario
Misisipí. Decenas y centenares y luego millares de familias abandonan los

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pueblos y las chacras del Este y se ponen en marcha, con todas sus pertenencias
y muchas esperanzas, en grandes carros arrastrados por bueyes, hacia esa nueva
Tierra Prometida.

"Adelante, venid todos aquí.


Vosotros que queréis ir al Oeste
A cambiar vuestra fortuna
En esas tierras lejanas.
Adelante, sigamos todos Juntos
Las aguas benditas del Ohio",

cantaban en aquellos días los pioneros. Y no eran sólo campesinos en busca de


tierras feraces; también había obreros, abogados, comerciantes, médicos,
periodistas, jugadores, embusteros, predicadores y aventureros: el Oeste
necesítate gentes de todas clases; en el Oeste había lugar y trabajo para todos.
En pocos años, el valle del Misisipí se transforma. Donde antes vivían como
señores indiscutidos los indios y los bisontes, ahora se extienden campos
arados, se levantan casas, se abren carreteras. De la noche a la mañana nacen
aldeas que, en diez años, se transforman en grandes ciudades. En 1796,
Kentucky y Tennessee ya se reconocen como Estados. Poco más tarde les toca a
Indiana, Illinois, Alabama, Misisipí. La nueva frontera ya no se halla
estrechamente ligada a Europa, como la frontera atlántica de la primera
colonización: los colonos del "Middle-West" tienen los ojos fijos en el Oeste.

Es precisamente en el clima de esta decisiva marcha hacia el Oeste donde


maduran y se realizan, en los mismos años de colonización del valle del Misisipí
aquellas empresas que establecen las condiciones favorables para el inminente
salto adelante. Lewis y Clark abren la pista de Oregón; Jacob Astor establece su
estación comercial en las bocas del río Columbia; el emprendedor William
Becknell llega a los territorios del Sudoeste con la pista de Santa Fe.

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Los cazadores de la frontera y los mercaderes en pieles establecieron relaciones
comerciales con los indios en base al trueque de objetos sin valor y bebidas alcohólicas
por pieles de gran precio.

En la ilustración de la derecha se representa una matanza perpetrada por los indios


iroqueses, con quienes los primeros colonizadores tuvieron una larga serie de
encuentros. Los indios, que consideraban a los blancos como invasores de su territorio,
hacían muchas veces irrupción en los poblados y sobre todo en las viviendas aisladas,
matando a cuantos encontraban en ellas.

LA ANEXION DEL OESTE

Revelado así a la nación norteamericana, el Oeste vive, entre 1804 y 1850, los
años de su gran aventura. En apenas medio siglo, el inmenso territorio al oeste
del Misisipí se transforma en un país animado por una febril actividad.

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En 1847 comienza la carrera hacia el Oeste. Arriba, a la izquierda, una circular del
gobernador de Oregón y superintendente de Asuntos Indios recomienda a los
emigrantes tratar bien a los indígenas y les aconseja no tomar caminos distintos de los
trazados, a riesgo de correr mortales peligros. En 1848 los diarios estaban llenos de
anuncios entusiastas sobre el descubrimiento de oro en California. A la derecha se ven
reproducciones de periódicos de la época informando sobre la acumulación de rápidas
y fáciles riquezas en el Oeste, y anunciando la partida de nuevas expediciones desde
Boston y Charleston.

La industria de la diversión fue muy


importante en el Oeste en los años que
siguieron a la fiebre del oro. Los éxitos
del "Belle Union", un célebre teatro de
variedades, tuvieron por efecto la
multiplicación de los locales de ese
género, llamados "melodeons", en
todas las ciudades de frontera. El que
vemos en la foto del costado era el
"Belle Union" de Deadwood.

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La anexión del Oeste se verifica a través de una serie afortunada de
acontecimientos de distinto origen y significación. El Noroeste —es decir,
Oregón— es ganado a la nación por los cazadores y los comerciantes en pieles
que, siguiendo los rastros de Jacob Astor, se internan cada vez más en el
territorio, estableciendo, a lo largo de la pista abierta por Lewis y Clark, una
serie de fortines para proteger sus caravanas —Fort Laramie, Fort Bridger, Fort
Hall, Fort Walla Walla, Fort Vancouver— y fundando estaciones permanentes
de posta, invernadero y recolección. Cuando, en 1842, comienza la gran
migración de los colonos, la región ha dejado de ser un país desconocido y del
todo hostil: los agentes de la Compañía Americana de Pieles y de la Compañía
de la Bahía de Hudson, inglesa, habían creado las condiciones necesarias para
una rápida y fácil colonización de Oregon.

En Texas, en cambio, las cosas tomaron un curso completamente distinto. Ese


territorio meridional pertenecía a México, pero en 1836 los colonos
anglosajones deciden proclamar su completa independencia. La reacción
mexicana es violenta. Un cuerpo expedicionario al mando del mismo presidente
de la República mexicana, el general Santa Anna, atraviesa el río Grande, entra
en Texas y ataca a Fort Alamo. Pero los éxitos militares de los mexicanos se
limitan a la toma de ese pequeño fortín. El 21 de abril, el ejército de Santa Anna
es atacado, cerca del río San Jacinto, por los "texans" de Sam Houston y se da a
la fuga. Santa Anna cae prisionero. La República de Texas tiene vida
independiente durante nueve años: en 1845, el Estado de la Estrella Solitaria es
anexado a los Estados Unidos.

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LA HORA DE CALIFORNIA

En California, las primeras misiones católicas aparecen hacia mediados del siglo
XVIII, pero la obra de los religiosos no afecta profundamente la vida del país,
habitado por más de doce mil blancos, en gran parte de origen español. En 1833
dos atrevidos viajeros norteamericanos, Joseph Walker y el capitán Bonneville,
luego de haber explorado la región del Gran Lago Salado, siguen hacia el
Pacífico hasta Monterrey. A lo largo del camino abierto por esa expedición
comienzan a acudir a California colonos anglosajones. Entre 1843 y 1846, los
viajes exitosos de John C. Fremont hacen conocer aún mejor esa grande y fértil
región, fomentando la emigración. En 1846 se hallan establecidos en California
más de mil doscientos norteamericanos, desde ya dueños del país, pues no
reconocen el anacrónico dominio mexicano.

La guerra de 1846 contra México ofrece el pretexto para anexar California a los
Estados Unidos. Por su propia iniciativa, Fremont proclama la República,
levantando la bandera con el oso. Un cuerpo expedicionario regular, al mando
del coronel Stephen W. Kearney, avanza sobre California, anula el rasgo de
independencia y establece su unión con los Estados Unidos. Entran así a formar
parte de la Unión más de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio.
Pero los norteamericanos no saben aún de qué inmenso tesoro se han
apoderado.

LA FIEBRE DEL ORO

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Quien, en la primavera de 1848, se hubiese encontrado de paso por New
Helvetia, la colonia fundada por Juan Augusto Sutter, en California, hubiera
notado seguramente una insólita animación cerca de Fort Sutter. Pero nadie
quizá hubiera querido explicarle lo que estaba sucediendo. Hacia mediados de
mayo, sin embargo, la nación entera tomaba de golpe conocimiento de la
extraordinaria novedad: el molinero James Marshall había descubierto, en las
arenas del American River, oro en gran cantidad. La noticia recorrió el país,
tocando las aldeas, los campos, las grandes ciudades, y dejando un rastro
profundo. Algunos permanecieron escépticos, y se encogieron de hombros;
otros pidieron consejo y luego decidieron esperar; otros — y fueron los más
numerosos— cerraron sus casas, vendieron su ganado, cargaron sus
pertenencias sobre un carro y salieron para la gran aventura. La carrera hacia el
oro había comenzado. Hacia fines del verano, todo el territorio californiano
comprendido entre los ríos Sacramento y San Joaquín, se había transformado
en una inmensa mina, "la riqueza está en el suelo, ¡recójanla!", decían los avisos
de los diarios, mientras los relatos de los viajeros y de los agentes del gobierno
infirmaban que, efectivamente, en las arenas de cualquier río brillaban al sol
miles de pepitas. El 5 de diciembre, el mismo presidente habló sin rodeos del
oro, en un mensaje al Congreso. "Las minas de California —decía— son más
ricas de lo que se creía. Quizá pueden asegurar ellas solas él bienestar de la
nación entera por años".

La ruta más frecuentada por las caravanas fue la llamada pista de California,
desvío meridional de la clásica pista de Oregón, que salía de Fort Hall y llegaba
hasta San Francisco. Algunos siguieron otro itinerario más al Sur: la antigua
pista española que desde Fort Bridger, sobre la pista de Oregon, se internaba en
las tierras de los mormones sobre el Gran Lago Salado y luego, a través del
terrible Valle de la Muerte, llegaba hasta el mar, a la altura de Los Angeles. Una
tercera pista, aproximándose a lo largo del itinerario realizado en el Sudoeste
por Josiah Gregg en 1839, fue seguida desde la primavera de 1849, con salida a
Arkansas, posta en Santa Fe y llegada también en Los Angeles.

Fueron muchos los que salieron del Este hacia el sueño dorado de California,
muchos los que llegaron, y muchos también los que se hicieron ricos a millones.
Pero muchos no alcanzaron a ver jamás los verdes valles del Mokelumme, del
San Joaquín y del Sacramento. Sus pobres osamentas, descarnadas por los
coyotes y los buitres, permanecieron, como Inútil advertencia para los que
seguían, señalando, en el desierto y en los cañones, el incierto trazado de las
pistas. Y, a su lado, esqueletos de mulas, bueyes, caballos, carros
desmantelados, rastros de inútiles vivaques. La sed, el hambre, los indios y el
cólera diezmaron las filas de los pioneros sobre los caminos hacia Eldorado. "En
memoria de Daniel Maloy, de Callitin Co., Illinois, fallecido aquí el 18 de junio
de 1849, de cólera, a los cuarenta y ocho años de edad", aún hoy se lee sobre una
vieja piedra a lo largo del Platte River. Pero la mayor parte no tuvo lápidas ni
epitafios y sus nombres se perdieron para siempre.

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La existencia no resultó fácil ni alegre siquiera para los que sobrevivieron al
terrible viaje. En la ciudad del oro la vida era dura y violenta. California aplicaba
a la letra el principio famoso de Edward Eggleston: "Agarrar, agarrar en
seguida, agarrar todo lo que se pueda". El trabajo de los buscadores era
extenuante: durante semanas y meses con la barrena, los cedazos y las sartenes,
tamizando agua y arena a lo largo de los ríos y torrentes, y luego las largas
marchas a través de los montes y el desierto, con la mula, para hallar un lugar
donde buscar con más suerte, y finalmente las tristes noches heladas, en los
bosques, con la carabina al alcance de la mano: indios, osos, competidores sin
escrúpulos. Luego el día en la ciudad: recobrar el tiempo perdido, divertirse,
gastar finalmente aquel terrible polvo amarillo en los bares y garitos.

Los años venturosos del oro vieron nacer y deshacerse fortunas en cuestión de
horas. San Francisco, Stockton, Sacramento y, años más tarde, luego del
descubrimiento del oro en el Colorado, Denver, se convirtieron en otros tantos
paraísos de los estafadores, jugadores profesionales, especuladores y
aventureros.

LA COSTA DE LOS BARBAROS

"Vengo de la ciudad de los Cuáqueros Con la barrena en la mano, Me voy para


California A dar una ojeada al oro."

Así cantaban, sobre la melodía de la famosa canción " ¡Oh, Susana!", los
pioneros en marcha a lo largo de las pistas del Oeste, durante los años terribles
de la fiebre del oro. Algunos lograron ver aquel famoso polvo, tenerlo en la
mano, fino, brillante, amarillo, casi impalpable entre los dedos. Y para ellos
cambió la canción:

"Madam, tengo oro y plata,


Tengo casas y tengo poder,
Madam, un mundo de placer
Se tiende delante de usted."

En la fiebre de la riqueza improvisada y en el desorden general, San Francisco,


la alegre capital de Eldorado, multiplicó sus locales de diversión, así como
también los programas de los mismos. En pocos años se creó, a lo largo de la
llamada Costa de los Bárbaros, un barrio donde los carteles rezaban: "Placer
para todos los bolsillos": casas de juego, fumaderos de opio, saloons, pequeños
teatros de variedades, todo ello levantado sobre una fantástica organización del
vicio y del crimen. Pero fueron los llamados "melodeens" los que conocieron el
mayor éxito. Aquellos locales eran pequeños "music-halls", algo así como los
"cafés-conciertos" de hace medio siglo. En un modesto escenario, frente a una
platea con mesas, desfilaban las grandes estrellas del "western-show": cantantes

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como Big Bertha, recitadora muy aplaudida de baladas sentimentales; actores
dramáticos como el pequeño Oofty Goofty, famoso por sus interpretaciones de
"Romeo y Julieta" y "Mazeppa"; bailarinas como Little Egypt, veterana de los
triunfos de la Feria Mundial de Chicago, ¡en 1897! "Toda la gente con sangre
cálida es invitada esta noche al "Belle Union" para presenciar un espectáculo
rápido como una afeitada y duro como un golpe de hacha", advertía el cartel de
la "Barbary Coast", y más de un testimonio nos lleva a creer que no exageraba
mucho...

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