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La difícil labor de un líder social: retazos de una conversación entre una

sobrina y su tía

Por: Estefanía Aguirre Aristizabal

A mi tía Edilma Aristizabal, a quien llevaba viendo durante los 19 años que tengo de vida,
vine realmente a conocerla hace un par de meses en una de las ya típicas celebraciones de
cumpleaños de mi abuela materna. Fue una conversación de una hora, quizás menos, ella
traía unos cuantos aguardientes encima y pasada la media noche decidió hablarme, no
como esa mujer que hasta entonces no había pasado de ser mi tía, la tía que trae frutas de su
huerta cada vez que viene a visitarnos y que se la pasa hablando de sus muchos proyectos y
de sus mujeres. En ese preciso momento no era esa mujer, ni otra, era simplemente ella.

Las palabras brotaron de su boca con tanta honestidad y su rostro se encendió de tal manera
al hablar sobre los ideales que la movían, sobre la esperanza que aun guardaba en la gente,
que tan solo por un instante negué la existencia de los caparazones que nos separan del otro
y me vi envuelta en la extraña sensación de conocer a alguien ya conocido. Lo tengo muy
claro, fue durante esa madrugada que se impuso un deseo en mí que solo hasta hoy ha sido
satisfecho: tenía que escuchar su historia; no la que ya me sabía, no en la que de nuevo solo
era mi tía, la de las fruticas; su historia, la versión que ella decidiera contarme. Para eso
necesitaba otro arrebato de honestidad, al menos uno parecido al que el aguardiente nos
había permitido ese día, necesitaba que olvidara que yo era su sobrina y que “nadie es
profeta en su propia tierra”.

No sé si conseguí replicar esa madrugada de septiembre, así como tampoco sé si los


momentos de revelación se nos presenten de forma idéntica dos veces en la vida; lo que sí
sé es que hablamos durante mucho tiempo, esta tarde, como jamás lo habíamos hecho las
dos en la vida. Nos reímos, la vi llenar sus ojos de lágrimas y quebrar su voz frente a
palabras que cuesta mucho pronunciar. La vi también guardar silencio, la vi. Detallé su
rostro amable, sus ojos brillantes y carismáticos, su presencia simple que apenas si se nota.
Con las mismas palabras que hubiera usado para cualquier otra cosa me narró sus logros,
sus miedos, las personas que había tenido que dejar atrás, la labor que le había tomado 19
años de su vida, el mismo número que yo había estado invirtiendo en vivir.

Cuantas historias dignas de ser escuchas habían pasado por mi lado todos los días sin que
yo les prestara la mínima atención, era en todo lo que podía pensar mientras la escuchaba.
Su trabajo me conmovió, yo ya lo conocía por supuesto, siempre había estado informada de
su labor con las comunidades, pero no como hoy. Hoy me parecía estar escuchando una
historia de la que nunca había tenido noticia. Hoy me parecía imposible que yo conociera
todas estas palabras de memoria. No se trataba, particularmente, de una historia de otro
mundo, pero justamente la sencillez de lo que ella hacía suponía su lado más
revolucionario. La construcción de humanidad y de dignidad en las comunidades, la manera
en la que había conseguido conectar a las personas de manera real, la forma en la que había
conseguido que se interesaran unos por los otros me hacía mirarla con unos ojos diferentes
a los que la habían estado mirando por años.

Su labor en la vereda Montefrío no pasa los límites de las acciones que se pueden llevar a
cabo en una junta de acción comunal o liderando un grupo de mujeres que quiere aprender,
pero esas pequeñas acciones conectadas ayudaron a espantar el miedo en un territorio
marcado por la violencia. La creación de una economía comunitaria basada en el
intercambio, o de huertas puestas al servicio de todos, de invernaderos, o proyectos que
ayudan a la sostenibilidad de la comunidad, traspasan el límite de lo tocable, de lo material
y constituyen toda una red de conexión real entre personas, entre cuerpos palpitantes. No se
equivocaba mi percepción en hacerme creer que todas estas palabras eran nuevas para mí
porque después de todo no les había dado la importancia que merecían.

Existe, quizás hoy más que nunca, un síndrome de desesperanza generalizada. En ocasiones
también yo me siento a la disposición de sus síntomas y todo me resulta gris, incompleto y
limitado, pero no hoy. Hoy me invade justamente todo lo contrario. Hoy no pienso en lo
gris y contingente de la vida. Hoy invaden mi mente de forma simultánea, como enviadas
desde un proyector de cine, imágenes de todos los rostros anónimos, de todos los nombres
ilegibles, de todas las manos trabajadoras de los líderes sociales de este país. Esos que
pierden la vida al intentar llegar donde el Estado no llega, a ellos, así como a mi tía les debo
estas páginas.
A continuación presento algunas de las partes que decidí transcribir de mi conversación de
esta tarde.

¿Cómo era la gente allá en Montefrío?

R/. Edilma: La gente para mí allá era muy especial, porque aunque vivían en altas
condiciones de pobreza, yo aprendí con ellos que muchas veces la pobreza está en la mente,
que organizándonos, como lo hicimos con la huertas donde todo el mundo sembraba,
ayudándonos entre todos, con un programa que también nosotros diseñamos de intercambio
entre las familias donde cambiábamos lo que teníamos por lo que nos faltaba, podíamos
conformar un equipo de trabajo muy valioso, que se apoyaba. Cuando un niño no tenía
zapaticos, hacíamos una rifa o una colecta. Las necesidades de alguien eran necesidades de
toda la comunidad.

Yo pienso que allá se sembraron muchas semillas valiosas. La gente no va a olvidar lo que
hicimos allá. Lo más importante es que dejamos las bases para que ellos continúen
trabajando, por ejemplo, nosotros estábamos trabajando en un proyecto de panadería antes
de irnos y los jóvenes están trabajando en ella, EPM1 les consume los productos. Me siento
orgullosa porque les dejé la convicción de que lucharan, de que siguieran trabajando y
gestionando, de que no porque hay pobreza uno se puede sentar y cruzar de brazos, sino de
que es en esas condiciones donde uno debe luchar más. Ellos todavía me llaman y tienen la
esperanza de que vamos a volver, pero la verdad es que nosotros ya no pensamos en
regresar, porque nos da mucho miedo, porque llegamos a tener días sin poder salir,
encerrados, por las constantes balaceras.

Usted llegó a construir comunidad casi que de la nada ¿Fue muy difícil organizar a las
personas? ¿Cuáles fueron los retos a los que se enfrentó?

R/. Edilma: Al principio fue muy difícil. Cuando yo hacía propuestas de integración, la
gente no entendía lo que yo estaba diciendo. La gente se miraba y me decía: “Doña Edilma
y ¿qué es eso?, ¿cómo que integración?”, entonces yo tenía que comenzar a explicarles que
integrarnos era juntarnos, era compartir, hacer un algo y que una familia trajera la leche,

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Empresas Públicas de Medellín.
otra el arroz, otra la panela, les explicaba que integrarnos era crear esos lazos, conformar
una comunidad.

Allá cuando empezamos las personas creían que yo estaba loca porque les hablaba de
proyectos y de mejoras y ellos no creían que esas ideas se pudieran hacer realidad. Las
personas creían que no podían aspirar a nada mejor porque eran muy pobres. Recuerdo
especialmente una vez, hablando del proyecto de construir la capilla, un señor levantó la
mano y propuso que hiciéramos un cambuche o un “saloncito de zinc” porque “como
éramos tan pobres no podíamos aspirar a una cosa buena”. Pero nosotros no hicimos ningún
cambuche. Nosotros construimos nuestra iglesia y la gente comenzó a darse cuenta de que
las cosas eran posibles. Que las barreras las podíamos romper.

Muchos espacios se recuperaron a pesar de las limitaciones, el cementerio por ejemplo fue
uno de esos. Muchas tumbas ya no tenían las crucecitas ni los nombres y nosotros volvimos
a poner las cruces, a poner los nombres, le sembramos maticas. La gente se dio cuenta de
que cuando nos juntábamos y trabajábamos, podíamos hacer realidad muchos sueños.
Había muchas dificultades, pero ahora había también trabajo comunitario. Los problemas
de uno los abrazábamos todos y de esa forma conseguíamos salir adelante.

Existen muchos problemas en cuanto a presencia del Estado en las poblaciones


rurales más alejadas ¿Cuál era la presencia del Estado en Montefrío?

R/. Edilma: El Estado muchas veces a esas veredas no llega. Eso le decía yo al Alcalde
cuando iba, yo le decía “pero ustedes por qué solo vienen en época de campaña y luego se
pierden”. Es muy triste que los políticos solo vayan a pedir votos y luego se desentiendan
con la comunidad. Allá en Montefrío muchas de las funciones que deberían realizar las
instituciones del Estado, las hacía la misma comunidad: nosotros gestionábamos nuestros
proyectos, nosotros detectábamos las necesidades, nosotros recogíamos las ayudas que
brindábamos a las familias más pobres, incluso creamos un mercado de intercambio entre
las familias de la comunidad.

Yo les enseñé a tocar puertas, a hacer gestión, a molestar a los políticos, a ir donde los
padres y presentarles nuestros proyectos. La gente cuando da su voto tiene derecho a
reclamar. Yo les decía es que el voto no es para que a usted le den un bulto de cemento o un
mercado, usted tiene que reclamar una vida digna, muchas veces las condiciones mínimas
de vida en ese tipo de veredas y comunidades son violadas. Muchas veces yo iba a la
Alcaldía exigiendo ayudas para la comunidad y me respondían: “es que no hay
presupuesto”. Yo no podía creer que nosotros, que no teníamos los recursos ni los contactos
que ellos allá tenían, podíamos conseguir mucho más de lo que ellos siquiera intentaban.

Muchas veces ni siquiera los padres podían llegar hasta la vereda para celebrar la misa por
los difuntos, entonces nosotros mismos rezábamos, y con lo poco que sabíamos
despedíamos a nuestros muertos. Yo les decía “no solo los padres son los que predican y
rezan, nosotros también podemos. Volvámonos también nosotros sacerdotisas y
sacerdotes”.

Mi labor allá tampoco era crear una comunidad de limosneros, nosotros diseñábamos
proyectos auto-sostenibles que permitían independencia. Estábamos construyendo las
condiciones mínimas para que la gente se sostuviera en pie por sí misma. En el campo hay
mucho talento, las personas brindan lo mejor de sí cuando se les da la oportunidad. El
problema es que al Estado muchas veces toca arrastrarlo para que pueda llegar allá.

Una de las labores más grandes que emprendió en Montefrío fue la labor con las
mujeres, ¿cuál era la situación de las mujeres allá?

R/. Edilma: La situación de las mujeres allá era muy dura y difícil, porque allá hay mucho
machismo. Te cuento que cuando yo formé el grupo de las mujeres, llegaron a ir esposos a
decirles: “usted prefiere el grupo de mujeres o me prefiere a mí”. Porque no estaban de
acuerdo en que nos reuniéramos a trabajar como mujeres y en que ellas recibieran ingresos
gracias a su propio trabajo. Ellos creían que si una mujer hacía labor comunitaria y se
involucraba en proyectos sociales, iba a ser una mala esposa y madre, pero era todo lo
contrario. Los saberes que aprendían en los talleres les brindaban herramientas para crecer,
para mejorar la economía del hogar, para crear lazos de apoyo entre ellas. Las salidas a
otros municipios no fueron fáciles. Casi ninguna de ellas me podía acompañar por esa
misma razón, porque el esposo no las dejaba ir, porque “quien sabe qué se van a hacer”.
Existía mucha desconfianza, incluso le decían a mi esposo: “esa señora que se va tanto,
hasta viejos tendrá por allá”. Cuando las mujeres se involucran en labores sociales siempre
se presenta mucha desconfianza, mucho recelo porque como “las mujeres son de la casa”.

La presencia de grupos armados en Montefrío es uno de esos factores que no puedo


dejar pasar, ¿Cuando ustedes llegaron a la vereda los grupos armados ya habitaban el
territorio?

R/. Edilma: Pues vea, cuando nosotros llegamos ellos ya estaban, pero como nosotros
veníamos de aquí de Santa Rosa, nunca habíamos escuchado de la guerrilla. Yo no tenía
idea de quiénes eran. Cuando nosotros llegamos allá, ellos pasaban por la vereda todo el
tiempo y yo me llenaba de miedo y de pánico. La gente me decía que yo no les podía
demostrar miedo, que ellos no eran tan terribles como yo pensaba. Una vez un guerrillero
me preguntó por qué me ponía así, que por qué me ponía pálida y temblaba; me dijo que no
les tuviera miedo porque “ellos no le hacían nada a la gente”, que “ellos le ayudaban al
campesino”. Yo empecé a darme cuenta de que allá era muy normal. Que ellos pasaban y
que Anorí llevaba mucho tiempo siendo su territorio, así que no quedaba de otra que
aceptarlo y seguir viviendo.

Hasta ahí las relaciones fueron más o menos, pero cuando llegó EPM e hicieron la
hidroeléctrica, pusieron unas torres que pasaban cerca de la casa, por la finca, por la vereda.
Ahí fue donde se complicó todo, porque ellos (la guerrilla) empezaron a volarlas y a
instalarse en nuestros potreros y en los de los vecinos, y cuando se iban dejaban los campos
minados. El ejército también llegó y la gente comenzó a tener mucho miedo porque la
comunidad estaba en la mitad de dos bandos. Por un lado, la guerrilla nos prohibía ayudarle
al ejército, y por el otro, los del ejército nos acusaban de colaborar para la guerrilla.

¿Cómo se daban las relaciones entre ustedes, los líderes sociales, y los grupos
armados?

R/. Edilma: Allá a nosotros los líderes nos miraban mucho. Ellos sabían quién era uno.
Cuando yo iba a viajar a Medellín, ellos (la guerrilla) me preguntaban cómo iba el grupo de
mujeres y los distintos proyectos, incluso a veces me invitaban a almorzar. Yo siempre les
decía: “no, gracias, yo no almuerzo porque me mareo”.
Ellos me conocían, y cuando se dieron cuenta de mi gestión y mi labor dentro de la vereda,
llegaron a mi casa, afortunadamente yo no estaba, y le dijeron a mi esposo que necesitaban
los celulares, el mío y el de él. Ese día se llevaron los números de celular y los
interceptaron, yo comencé a sentir mucho miedo, porque ya me tocaba informarles para
dónde iba, con quién y a qué. Después de las 6 o 7 de la noche tenía que subir a mi casa
conversando duro para que ellos supieran que era yo, porque después de esa hora “ellos no
respondían por nadie”.

Como yo era la presidente de la junta de acción comunal, la situación se volvió muy


complicada. Ellos nos prohibieron hacer cualquier tipo de favores al ejército. Nos dijeron
que ni una aguja para ellos. Teníamos que actuar con mucha prudencia. Cuando yo estuve
allá amenazaron a muchos líderes, otros presidentes de juntas de acción comunal me
preguntaban si a mí también me había llegado carta y me contaban que los habían
amenazado. A mí afortunadamente nunca me llegaron a amenazar, pero sí me preocupaban
mucho los teléfonos interceptados. Muchas veces me llamaba la familia y así estuviera dura
la situación uno siempre decía “ah, todos bien”. Uno no se podía dar el lujo de comentar la
situación del orden público. Incluso ya, a lo último, nos tocaba hablar en clave porque
teníamos un proyecto con la RECAD2 y durante la época de balaceras ellos no podían ir a
visitar los cultivos y huertas caseras, entonces nos tuvimos que ingeniar hasta una forma de
hablar para darles la información sobre la seguridad de la vereda.

¿Qué tan duro es el trabajo de un líder social en Colombia?

R/. Edilma: Es difícil, pero yo creo que lo difícil es lo más bueno, porque cuando uno tiene
todas las oportunidades a la mano, no termina haciendo nada. En cambio, cuando las
necesidades existen, las personas sacan todo su ingenio y su talento, y a pesar de que uno
no reciba una recompensa económica, yo sé que Dios lo ve todo. Mi labor ha sido para mí
también una bendición. Uno cree muchas veces que solo las cosas materiales importan,
pero eso no vale la pena, lo que vale es lo que uno sienta, lo que uno haga con amor. Así la
gente diga que uno está loco, que uno por qué trabaja tanto por la gente si ellos no le dan

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Red de Cooperación Académica para el Desarrollo: Es una iniciativa liderada por el Centro de
Investigaciones para el Desarrollo de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de
Colombia
nada a uno, pero uno también sabe cómo el esfuerzo puede cambiar vidas y cómo llevar
esperanza puede derribar el miedo y que Dios es justo y se da cuenta del esfuerzo.

Muchas personas dirán que no tiene mucho sentido desgastarse por el otro, que eso no
deja plata, que incluso en un país como este hasta se arriesga la vida. ¿Para usted cuál
ha sido la mayor recompensa?

R/. Edilma: La mayor recompensa para mí es ver la gente feliz y agradecida, me hace muy
feliz sentir que uno puede unir a las familias, unir a las veredas. Ver que las personas se dan
cuenta de que lo que uno hace es sin ningún interés. Que todo el trabajo duro uno lo hace
por la comunidad, porque ellos creen en uno y uno creen en ellos, en la gente. Esa es mi
mayor satisfacción.

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