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OPINIÓN

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TRIBUNA

El papel de Francia en el genocidio ruandés


La justicia gala está restaurando la verdad sobre lo ocurrido en 1994
NICOLE MUCHNIK

9 ABR 2014 - 00:00 CEST

Más de un millón de muertes en solo 100 días: el genocidio de la minoría tutsi de Ruanda es la más fulgurante
tentativa de exterminio de la historia contemporánea. También, la menos conocida y reconocida.

Sin embargo, hoy está establecido que el Gobierno francés, y en particular el Gobierno de Mitterrand, muy
informado sobre la situación real en el país, lejos de apaciguar los ánimos racistas de la población hutu, armó a las
fuerzas ruandesas —que pasaron de 3.500 a 55.000 hombres— con material de guerra y formación técnica.

Veinte años después es el título de la célebre novela de Dumas. Pero hoy, en Francia, es el fin de una historia muy
poco edificante, por no decir criminal: la condena “histórica” del genocida ruandés Pascal Simbikwanga ha servido
para esclarecer la implicación francesa antes, durante y después de la matanza de 800.000 tutsis por los hutus.
Los dos meses de un proceso expedido a ritmo acelerado sirvieron para demostrar que este tal Pascal
Simbikwanga no fue un simple actor, si no “la típica, aséptica, distante actuación del autor intelectual y no la del
autor material que chapotea en la sangre”. También se dejaron al descubierto los contactos entre el criminal y la
policía política francesa. Un proceso doloroso en el que Alain Gauthier, en nombre del colectivo de las partes
civiles, tuvo que recordar algo evidente en todos los genocidios del mundo: “La marca del genocidio es el silencio
de nuestros muertos”.

Los hechos son conocidos. Aunque el atentado cometido el 6 de abril de 1994 contra el Falcon del presidente
ruandés Juvénal Habyarimana nunca fue la causa de una sangrienta depuración étnica, anunciada y preparada
desde 1991, la muerte del jefe del Estado hutu fue la señal para el comienzo del tercer genocidio de la historia
reconocido por Naciones Unidas, el cometido entre el 6 de abril y el 4 de julio de 1994 por el régimen hutu contra el
pueblo tutsi (y sus apoyos hutus).

Mientras Francia se hundía en una estrategia negacionista en cuanto a su responsabilidad, la justicia brillaba por
  lentitud y el entierro de todos los procesos comenzados en 20 años, que llevaron a la condena de Francia por la
su
Corte Europea de Derechos Humanos. Sin embargo, en enero de 2014 la cámara de primera instancia del Tribunal
Penal Internacional para Ruanda (TPIR) confió a la justicia francesa la tarea de juzgar a dos presuntos genocidas:
Wenceslao Munyeshyaka y Laurent Bucyibaruta. Esta decisión obligará a juzgar a todos los que desde hace años
viven en Francia en la impunidad. También en enero de 2014, un “polo” judicial especializado en los crímenes
contra la humanidad y los crímenes de guerra, basado en el principio del Derecho Internacional bautizado como de
“competencia universal”, se instauró en los Tribunales de París.
Durante muchos años se formó una estrategia de la negación sobre las responsabilidades
del conflicto tutsis-hutus

La notable importancia del juicio de Pascal Simbikwanga y su condena es que pone también punto final a la
propaganda gubernamental francesa en lo que concierne a su propia responsabilidad por la muerte de un
presidente ruandés y por el genocidio que se derivó de ella. Durante 20 años, en nombre de la razón de Estado y a
causa de la investigación partidista del juez Bruguière, no solamente no se arrojó luz alguna sobre la
responsabilidad de los criminales hutus y la de los militares, políticos y diplomáticos franceses destinados en
Ruanda, sino que se instrumentó un auténtico montaje de declaraciones oficiales con la complicidad de ciertos
medios de comunicación. Así se formó una estrategia de la negación, un negacionismo político en el máximo nivel
acerca de las responsabilidades francesas en la preparación, el desarrollo, el resultado y la protección ulterior de
los agentes genocidas —siendo, por otra parte, el negacionismo la cosa mejor compartida del mundo—. Teorías
engañosas que como una tela de araña resisten a toda lógica o análisis racional de los hechos.

De hecho, durante 20 años Francia ha sido la caja de resonancia de las teorías negacionistas sobre el genocidio y
uno de los pocos países occidentales que no pidieron perdón al pueblo ruandés. Hasta ese momento la justicia
francesa liberaba, uno tras otro, y permitía vivir sin problemas a genocidas conocidos, como el abate Munyeshaka,
que ejerce en una parroquia de Normandía, a numerosos responsables del antiguo régimen hutu o a la viuda del
presidente Habyarimana.

Sin embargo, “después de que el dossier del juez Bruguière pasara a las manos de Marc Trevidic, juez
antiterrorista que, este sí, estuvo en el lugar de los hechos”, escribe Colette Braeckman (una de las especialistas
más precisas acerca del genocidio ruandés) en Le Soir de Bruselas, “el proceso actual, que se desarrolló en
condiciones unánimemente reconocidas como serias, ha demostrado la eficacia del polo genocida”. Para
Braeckman, si la reciente condena de Simbikwanga “no cierra el doloroso legajo francés del genocidio de tutsis,
marca una primera etapa en el restablecimiento de la verdad… y ha restaurado el honor de la justicia francesa”.

Iba siendo hora.

Nicole Muchnik es periodista y pintora.

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