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MARÍA TERESA LEÓN.

FRAGMENTOS DE M EMORIA DE LA MELANCOLÍA


LEÓN, María Teresa, Memoria de la melancolía,
ed. Gregorio Torres Nebrera, Madrid, Castalia, 1999.

1. Llegaba decidida a todo, a abrazar las esquinas, a besar el asfalto, a encontrar hermosas las
miradas, las sonrisas, los pasos, los maniquíes de las tiendas, las puertas rotas, los remiendos
de las fachadas caducas y vencidas, olfateadas de perros, frotadas de gatos y ausentes de
palomas. Había decidido dentro de sí la urgencia de agarrarse con las dos manos a todo lo
que había huido desde tiempo remoto, pues todo para ella había consistido en llegar, cambiar,
echar a andar, encariñarse e irse. “Las cosas de los mortales todas pasan…”.
Desde niña, desde muy pequeña la habían zarandeado bien con aquel padre militar que se
cansaba de todo y pedía un nuevo destino y estaba contento unos años y luego languidecía y
se iba agriando. Niña de militar inadaptada siempre, no niña de provincia ni de ciudad
pequeña con catedral y obispado y segunda enseñanza... con amigas de paso y primaveras
acercándose cada año a la niña, coloreándola, obligándola a crecer y a estirarse. La vida
parecía hecha para acomodar los ojos a cosas nuevas. (73)
Había llegado a la ciudad decidida a besar las fachadas… Años y años sin hacerlo. Años
y años sintiéndose expulsada, rechazada, herida por los aleros y los balcones y los filos de las
puertas y las calles asfaltadas nunca suyas y todo siempre huyéndola… Se le había caído el
alma, la había perdido, la encontró diseminada y rota… Recogerla no era cosa de minutos ni
de horas ni de vida… Se llenó de bilis hasta el borde. Ya tenía bastante con eso de la
compasión o de la piedad. No quería que nadie le tuviese lástima. ¿Por qué no se acababa
todo, se olvidaba, se abrían las puertas, se rayaban las fechas históricas con un lápiz definitivo
como en su colegio, igual que se pasa de una lección a otra? El último grano de tierra española
se le había caído de los zapados. Ya no conservaba nada […]. ¡El último granito de arena!
Poco a poco las imágenes de su memoria se volverían huidizas, blandas. Memoria para el
olvido, por favor. No me dejen ante una ventana extranjera, mirando. Entre ellos y ella había
algo incomunicable como una noticia que había dejado de serlo. Bah, de eso ni se habla. Pero
ella quería hablar y no sentirse flotando levemente sobre las aceras de las ciudades extrañas
concurridas y menos borrarse para los ojos de los transeúntes y que ya no la viera nadie.
Sintió terror de que le hubieran cerrado los postigos de las ventanas, de las ventanas de la
vida […]. Durante años, únicamente sus amigos judíos comprendieron su soledad y hubo un
momento en que creyó podría fabricarse un mundo de esperanzas, teja a teja. Luego…
Luego, sintió que la expulsaban de la sociedad como un objeto maligno debajo de la piel
de los muy bien sentados. Era para que sintiera cómo se detenía su corazón. ¿Otra vez a
andar? ¿Hacia dónde? ¿No había sido ya bastante? Por eso, cuando apareció la ciudad, sintió
deseos de besar las fachadas y las esquinas y el asfalto y los vidrios de los balcones y acercar
su sed de justicia al agua de las fuentes, acariciar el gato transeúnte y encontrar el hueco del
olvido dejado para ella en las calles menos transitadas. Una patria, Señor, una patria pequeña
como un patio o como una grieta en un muro muy sólido. Una patria para reemplazar a la
que me arrancaron del alma de un solo tirón. (79-81)
2. ¿No comprendéis? Nosotros somos aquellos que miraron sus pensamientos uno por uno
durante treinta años. Durante treinta años suspiramos por nuestro paraíso perdido, un
paraíso nuestro, único, especial. Un paraíso de casas rotas y techos desplomados. Un paraíso
de calles deshechas, de muertos sin enterrar. Un paraíso de muros derruidos, de torres caídas
y campos devastados. Un paraíso donde quedó la muchacha, el muchacho, la sonrisa, la
canción, la flor, el amor, la juventud, los ojos, los labios tensos para besar, la mano amiga en
la mano, los dedos entre el pelo, la gracia, la palabra, la camaradería, la promesa, el gesto, el
aliento, todo, todo, todo... Nada tenemos que ver nosotros con las imágenes que nos
muestran de España ni el cuento nuevo que nos cuentan. Podéis quedaros con todo lo que
pusisteis encima. Nosotros somos los desterrados de España, los que buscamos la sombra,
la silueta, el ruido de los pasos del silencio, las voces perdidas. Nuestro paraíso no es de
árboles ni de flores permanentemente coloreadas. Dejadnos las ruinas. Debemos comenzar
desde las ruinas. Llegaremos. Regresaremos con la ley, os enseñaremos las palabras
enterradas bajo los edificios demasiado grandes de las ciudades que ya no son las nuestras.
Nuestro paraíso, el que defendimos, está debajo de las apariencias actuales. También es el
vuestro. ¿No sentís, jóvenes sin éxodo y sin llanto, que tenemos que partir de las ruinas, de
las casas volcadas y los campos ardiendo para levantar nuestra ciudad fraternal de la nueva
ley? (97-98)

3. El nombre del poeta no le decía nada a la muchacha. Había pasado sin tocarla. ¡Tenía
tantas cosas acongojándole la vida! Si Garcilaso volviera… Ella iba andando con la boca
amarga. ¿De qué pueden servir diecinueve años, veinte años? Vive en una ciudad con
catedral, arzobispo y gobernador… ¿Por qué es débil y no dijo que no a un cardenal? Las
mujeres españolas no pueden desoír esa voz. Niña, niña, le dijo el cardenal. Esta vida triste
prepara la alegría de otra. Niña, niña, tienes que volver con él. Un mal marido es mejor que
un buen amante. Niña, niña regresa junto a tu hijo. Te necesita. Ninguna fuerza del mundo
debe separarte de tu obra.
¡Ninguna fuerza del mundo! Habían llegado de madrugada. La muchacha lloraba sin
consuelo. Llevaba en la mano el telegrama que le decía que su hijo se estaba muriendo. Mamá,
¿te das cuenta? Tiene meningitis. […]
¿Y para esto habían luchado, arrancándoselo del alma? Le rebasó la hiel, los injurió. Injurió
a todos sin dejar uno. Tenía derecho. Les recordó que la separación no vino de la muchacha,
que se paseaba del brazo de su padre coronel por las calles de Barcelona, vino de él, él, que
temblaba en un pasillo de la casa pidiendo perdón.
Por todo esto que ocurrió, la muchacha está arrodillada ante el cardenal pidiéndole que
rompa el nudo de su matrimonio. ¡Niña, niña! […] Pero, ¿qué se le puede contar a un
cardenal? Nada, nada se le puede contar de la vida íntima de una criatura perdida en su
primera juventud. […]
Vida de una ciudad española, con catedral, arzobispo, audiencia, gobernador civil… El
nombre del poeta no le decía nada a la muchacha que había comenzado a escribir porque sus
días eran largos, fríos, solos. (163-166)
4. Si tú supieras, madre, cuándo he comenzado a quererte; no fue ese día que me precipité
en tus brazos: tenía miedo; ni siquiera en aquella ocasión cuando me subí a tus rodillas: tenía
hambre. Mi vida era tan pequeñita entre tus brazos. Yo no te conocía. Veníamos de
demasiado lejos. En ese lugar donde distribuyen las vidas nuevas a los seres humanos, me
dieron a ti y tú te sorprendiste de tener que querer a una niña con los ojos cerrados. […]
Siempre me pareció que tú y yo éramos sonidos iguales, dos consecuencias lógicas, dos
colores complementarios. Así que jamás me planteaba el amor a lo que era simplemente yo
misma. Al crecer más, comprendí tus palabras, seguí tus pensamientos pero me alejé de ti
porque todo, todo, absolutamente todo lo que hacía tu otro yo, ese yo desprendido de ti y
que era tu hija, lo encontrabas fuera de propósito, desprovisto de sentido, reñido con tus
costumbres, en pugna con tus sueños. ¿Por qué soñaste tanto conmigo, madre? Sentí que me
considerabas tu fracaso. ¡Adiós ilusión de una hija perfecta! En un momento yo tuve que
elegir entre tú y el mundo, y elegí el mundo. Tú no comprendías la ley inexorable que me
separaba las manos de tu vestido. Ya las manitas aquellas, tan chicas, no existían, ni aquellos
pasos tan cortos. Mis pasos son firmes, iguales a los tuyos y mi voz tiene tu mismo eco. Yo
no sé si supe alejarme de ti sin lastimarte, llamada por el reclamo de la sangre hacia los
orígenes, hacia el misterioso corazón central. Seguramente fui dura contigo al dejarte, igual
que lo son los pájaros cuando se alejan al volar solos o los peces al nadar por su cuenta o los
hombres al enamorarse. Pero esta mañana…
¡Si tú supieras, madre! Esta mañana al abrir un cajón, entre guantes descabalados y
recuerdos marchitos, encontré un retrato tuyo. Hasta hoy no he sabido mirarlo. No, no había
mirado nunca el paso de la vida sobre ti, tus vacilaciones, tus trabajos, tus angustias, tus
inquietudes… Hay un leve polvo sobre tu cara, el que levanta la existencia al vivirla,
suavemente gris. ¡Cuánto te quise de pronto! Eras mía, únicamente mi madre. No te parecías
a ninguna, pertenecías a ese claro milagro de la existencia del hombre: Yo era tu carne.
Y sentí como si me llamases para transmitirme tus poderes. La voz tuya, tan admirable,
me anunciaba que yo iba a ser como tú, nada más que como tú. Besé tu imagen y me senté a
quererte. (217-220)

5. Perdonadme que cuente de manera tan personal mi amor a las cosas inanimadas que se
despierta en los que van a morir. Calle a calle, sobre un montón de casas rotas, se paseó la
muerte. Abrieron el vientre de mi calle las bombas. La oigo llorar aún con sus cientos de
ventanas golpeándose en sus quicios durante toda la noche. Recuerdo como primer elemento
el agua que lo encharca todo y el olor, un olor a alquitrán, a humo, a polvo, a ilusiones
molidas… Cuando va a comenzar un bombardeo, los gatos desaparecen, sorprendidos de
vivir entre las gentes capaces de permitir tales cosas, y los perros aúllan, protegiéndose junto
a nuestros pies. A los seres humanos se les ponen los ojos suplicantes de niño.
Mi barrio –como tantos otros de tantos países del mundo– se quedó sin puertas. El
enemigo de las puertas es la explosión de una granada. Ventanas, balcones, persianas parecen
párpados trémulos. Los muros resisten, pero las ventanas parpadean. A veces, como si el
pecho de un edificio se dilatase para respirar, vuelan los balcones. El bombardeo de cañón
aturde como si millones de manos aplaudiesen o abofeteasen o injuriasen o se riesen de ti o
te escupiesen… y tú, sin poder hacer otra cosa que temblar. No importa que las casas sean
altas, pues todas se ladean o agrietan o se desmigan como pan. La vida doméstica queda al
aire. Se produce una desnudez fea y despiadada que ninguna mano piadosa cubre hasta que
llega la paz. El hombre tendrá que sobrevivir hasta la paz. Al llegar el peligro, el hombre
huye, procurando librarse instintivamente del infierno que lo cerca; pero un atávico instinto
de posesión se ele enciende y le hemos visto bajando, enloquecido, la escalera llevándose un
jarrón o una jaula del loro o un gramófono o el retrato de alguien que le recordaba la flor del
azahar. Yo he visto a la gente huir, atónita, al sentirse expulsada de su centro habitual, barrida
por una escoba de fuego, y hacerlo sin gritos en medio de un pueblo de fantasmas
moviéndose sin dirección determinada.
Mi barrio se quedó lleno de hoyos enormes colmados de agua. Agua de cañerías
quejándose, cicatrices en los muros, astillas, cables y hierros rotos. Los árboles tenían su
cabeza al pie del tronco: en el alero, el chal de una muchacha, y un poco más arriba, sobre el
techo humeante, una máquina de coser. Estrellada en la acera, una muchacha que tal vez
fuese propietaria de las tres cosas. Y no quiero hablaros de los niños. Los niños que claman
porque se cierran las ventanas, los niños que no consiguen nunca olvidar el estruendo de las
explosiones y se les queda dando vueltas en su cabecita sin encontrar salida… Pero todos los
niños de ese momento horrible de la última guerra mundial conocen esto. ¿Cómo explicará
la Historia nuestra posguerra que poco a poco vamos convirtiendo en la preguerra próxima?
(332-334)

6. Contad vuestras angustias del destierro. No tengáis vergüenza. Todos las llevamos dentro.
Puede que la fortuna os haya tenido la mano, pero ¿y hasta que eso sucedió? Contad vuestras
noches sin sueño cuando ibais empujados, cercados, muertos de angustia. Habéis
pertenecido al mayor éxodo del siglo XX. Ha llegado el momento de no tener vergüenza de
los piojos que sacábamos entre el pelo ni de la sarna que nos comía la piel ni de la avitaminosis
que nos obligaba a rascarnos vergonzosos en el cine. Nos habían sacrificado. Éramos la
España del vestido roto y la cabeza alta. Nos rascábamos tres años de hambre y buscábamos
una tabla para sobrevivir al naufragio. Contad cada uno el hallazgo de vuestra tabla y el
naufragio. […]
Sí, desterrados de España, contad, contad lo que nunca dijeron los periódicos, decid
vuestras angustias y lo horrorosa que fue la suerte que os echaron encima. Que recuerden los
que olvidaron. (402-404)

7. Sí, hay tanto, tanto que hablar de todos, de todos. Estaban felices los que habían perdido
cuanto tenía, menos la vida. Respiraban aún. Podían enseñar, dar clases, curar a los enfermos,
levantar casas, pescar… “Yo a Chile, yo a la URSS, yo a Colombia, yo a México…”.
Demasiados, demasiados. ¿Cuántos? Miles, cientos de miles. Llegábamos los que llegábamos,
los que no moríamos con el alma desencajada. Nos costó mucho, mucho dormir bien,
trabajar seguros, pensar… Los que se quedaron en Francia sufrieron el horror de la
ocupación nazi. Los nazis devolvían a España a quienes les estorbaban. Un dictador siempre
se entiende con otro dictador. Desde el destierro hubo años y años que de España no
veíamos más que las cárceles. Los desterrados no creen nunca que su puesto en el país nuevo
es definitivo. Hay una interinidad presidiendo todos los actos de su vida. Por eso no
comprábamos muebles. Para qué, si pronto regresaríamos a España. Y hay una entrega casi
infantil a la alegría para combatir nuestro remordimiento de habernos salvados mientras los
otros… Nos reconstruíamos con fatiga. Sentíamos el aliento corto. Teníamos miedo de no
dar bastante para merecer aquel trozo de descanso. Éramos como niños envejecidos, como
niños absortos. A veces la gente nos miraba con recelo, éramos rojos españoles terribles,
españoles arrebatados de cuchillo. […]
Seguramente los que llegamos a América fuimos los más felices. Nos encontramos con
idioma vivo, con nuestro español de los diez mil aderezos lingüísticos, la maravilla que nos
permitía entendernos. […] Nuestros hijos han nacido en aquel continente Varían sus acentos,
la forma de usar los diminutivos cariñosos, pero todos ellos son iguales. En cambio los que
nacieron en la Unión Soviética van perdiendo poco a poco su español, aunque yo les haya
visto bailar un baile flamenco pasado por las lágrimas y un cante hondo aprendido en los
discos, una jota oída a la madre cuando lavaba sus delantalillos de escolares y caía la nieve…
Los padres, en cambio, balbucean el ruso, aunque llevan allí treinta años. ¡Cuántos de ellos
van muriendo! Casi no nos atrevemos a preguntar por los amigos. Se nos van hacia ese
cementerio donde dicen que esperan la vuelta a la patria, donde puede que se oiga cantar por
la noche a Alberto Sánchez con su voz toledana recordando los días de España a los que
están tan silenciosos, tan callados.
Todos hicieron tanto. ¿Dónde nos hemos dado cita? ¿No tendremos regreso? Es una
historia de la que no conozco el fin. (463-465)

8. Me gusta cuando los franceses dicen femmes de lettres. Eso, mujer de letras, una junto a otra,
no de palabras, letras sueltas como aquellas que nos servían en la sopa del Colegio del Sagrado
Corazón. Leras que flotan perseguidas por la cuchara, donde iban a morir. ¿Compusieron
alguna vez en el plato mi nombre? Femme de lettres. Nunca me he sentido más letrada, nunca
he sentido más reverencia por el estado de mi inquietud, por esa comezón diaria en carne
propia que me da el escribir. Decimos al hacerlo casi en voz alta lo que las pequeñísimas
células interiores nos dictan. El dedo, la mano que hace la letra son la alegría de nuestros
ojos, casi como el cepo, pues si se pudiera gritar y escribir se gritaría: ¡Ya lo tengo, ahí te
quedas, te atrapé por fin! El escribir puede dejarnos tan exhaustos como una noche de amor.
A veces parece que la mano corre, corre y canta. Femme de lettres. Pero a veces me descalzo de
la alegría al releer lo que voy escribiendo y no me gusta, y todo se me deshace y no veo nada
y mis ojos me parecen los de los topos a quienes ciega la luz. Entonces cruzo todo lo que he
escrito con rayas y me parece que estoy tendida sobre la cruz en aspas de San Andrés y me
sorbo poco a poco la pena de no sr ni siquiera esa pequeña femme de lettres que merece un
saludo amable, una sonrisa. (476)

9. Zenobia Camprubí acababa de recibir el Premio Nobel. Me diréis: No, estás confundida,
el Premio Nobel fue para Juan Ramón. Pero yo contestaré: ¿Y sin Zenobia, hubiera habido
premio? Y abriría una interrogación grande como sus vidas. […] Si Juan Ramón era el hilo
tejedor de la más alta poesía española, si era el padre de la generación estupenda que nació
después del año 1920, en España, Zenobia era para Juan Ramón la urdimbre. En su fuerza
segura se trenzaba la existencia diaria de Juan Ramón. Dentro de mi juventud se han quedado
algunos nombres de mujer: María de Maeztu, María Goyri, María Martínez Sierra, María
Baza, Zenobia Camprubí… y hasta una delgadísima pavesa inteligente, sentada en su salón:
Doña Blanca de los Ríos. Y otra veterana de la novelística: Concha Espina. Y más a lo lejos,
casi fundida en los primeros recuerdos, el ancho rostro de vivaces ojillos arrugados de la
condesa de Pardo Bazán… ¡Mujeres de España! Creo que se movían por Madrid sin mucha
conexión, sin formar un frente de batalla, salvo algunos lances feminísticos, casi siempre
tomados a broma por los imprudentes. Ya había nacido la Residencia de Señoritas, dirigida
por María de Maeztu e inaugurado el Instituto Escuela sus clases mixtas, hasta poner los
pelos de punta a los reaccionarios mojigatos. Pero las mujeres no encontraron un centro de
unión hasta que apareció el Lyceum Club.
Por aquellos años comenzaba el eclipse de la dictadura de Primo de Rivera. En los salones
de la calle de las Infantas se conspiraba entre conferencias y tazas de té. Aquella insólita
independencia mujeril fue atacada rabiosamente. El caso se llevó a los púlpitos, se agitaron las
campanillas políticas para destruir la sublevación de las faldas. Cuando fueron a pedir a
Jacinto Benavente una conferencia para el Club, contestó, con su arbitrario talante: No tengo
tiempo. Yo no puedo dar una conferencia a tontas y a locas. Pero otros apoyaron la
experiencia, y el Lyceum Club se fue convirtiendo en el hueso difícil de roer de la
independencia femenina. Se dieron conferencias famosas. No la de menos bulla, aquella dada
por Rafael Alberti: “Palomita y Galápago”. Eran los tiempos en que por las calles madrileñas
corría la subversión y la burla. La caprichosa monarquía de entonces sostenía a su dictador
jacarandoso para cerrar el paso a algo que se avecinaba. El Lyceum Club no era una reunión
de mujeres de abanico y baile. Se había propuesto adelantar el reloj de España. Creo que fue
María de Maeztu la primera presidente y Halma Angélico la última. Al volver de mi primer
viaje a la Argentina, yo conocí a todas. (513-515)

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