El mote de “enfant terrible de la derecha” con el que hoy se lo
recuerda (al lado del otro, el del “fascista que ríe”) a Ignacio An- zoátegui le hubiese encantado, en preferencia traducido entera- mente al castellano, ya que odiaba con una furia envidiable a los franceses, y le cabía y cabe al sayo –y por razones no tan a la vista incluso– a este traspapelado y malquerido pedagogo entre criminal y cómico que llamaba a Sarmiento “el niño que nunca faltó a clase y el hombre que nunca tuvo clase” y que definía precisamente al hombre como “un niño fracasado, un tránsfuga de la niñez, a la que traicionó por unas pocas monedas de sufi- ciencia”… Anzoátegui además de Subsecretario de Cultura fue se- cretario de la presidencia del Consejo Nacional de Educación du- rante el gobierno de Uriburu y coautor de un Digesto de Instruc- ción Primaria fechado en el 37, y perteneció al grupo de prohombres del catolicismo integrista que puso Ramírez al co- mando de la educación pública, cuyo logro superlativo fue la ins- titución de la Ley de Enseñanza Religiosa en las escuelas, decre- tada en diciembre de 1943, que perseveró –aunque cada vez con menos injerencia de la Iglesia y más del Estado– durante el peronato hasta el 54 (estos muchachos también fueron célebres por intervenir en aquel momento las universidades y por intentar traducir el tango al castellano y prohibir el lunfardo en los medios). Fue también profesor de secundaria de Instrucción Cívica e His- toria. Roma, el Medioevo, la España imperial y la Argentina de Rosas y los caudillos, fueron la inspiración perpetua de su mono- logía encomiástica histórica, sus modelos y referencias de sociedad y mundo, con los que se correspondían sus tipos humanos ejem- plares: el héroe, el santo, el poeta… y el niño. La niñez es uno de sus temas preferidos y preeminentes, así los Monologos con Lady Grace tienen su “Defensa de la niñez”, así escribe el ensayo “Niñez y desnudez de Lope de Vega” en Extremos del Mundo. En estos textos está lo más expandido de su elaboración ideológica siempre a mitad de camino entre el con- cepto la ocurrencia y la barrabasada, que es –éste último– de sus recursos por cierto el más recordable. Su escena pedagógica me- nos olvidada sin embargo sale de su libro de apostillas del año 68 y es ésta: Pese a los progresistas y otros enfermos, conviene que los niños vayan aprendiendo el Catecismo apenas empiecen a hablar. De esta manera se preparan a tener uso de razón –que es el más difícil de los usos– para cuando alcanzan a la edad de ejercerlo. Es por eso que yo les enseño a mis nietos: – ¿Sois nazi? –Sí, soy nazi por la gracia de Dios. (Allá Lejos y Aquí Mismo) No toda su actividad de educador fue a punta de pistola, de toda suerte. Una prototeoría de la niñez –pongámosle así– se desparrama acá y allá a lo largo de su vida panfletaria y tiene la forma de una curiosa reivindicación, que arranca con una adver- tencia que dice que la niñez es el estado más respetable y menos respetado de la vida humana. Sin ir más lejos el niño no es distinto del hombre, escribe, sino el hombre distinto del niño. El niño es “el colaborador de Dios en la tarea de la Creación”, y la niñez es la humanidad recién salida de la divinidad, y nada incomoda tanto como la divinidad –dice Anzoátegui– y por eso el niño es un problema, para su familia y para la sociedad, que lo perciben siempre como a un “minidelincuente”. Así Don Quijote es un niño que se viste de caballero para salir a pelear por sus sueños de niño, así Santa Teresa juega a la santidad para no malograr su niñez reconquistada y reconquistadora, porque la niñez, en cuanto “niñez interior”, es un estado que persevera secretamente en el hombre adulto y esa “vida de la niñez que se vive cuando se es hombre”, es “la vida del poeta, la vida sin testigos, y sin control de nadie”. De todo esto la función que le asigna a la mujer –al fin y al cabo no poco semejante a las proposiciones que por aquel entonces vertiera el propio Freud–, que antes que ser la madre de su hijo de sangre tiene que ser la madre de su amante –tex- tualmente–. “Por eso la mujer es madre: porque el hombre es hombre-niño. Porque el hombre, obligado a ser hombre durante todas las horas de su vida civil –obligado a nacer hombre–, ne- cesita deshacerse de sí, desasirse de su carga de ser hombre, para recuperar su libertad de niño: necesita liberarse de los prejuicios de su existencia, para recuperar el reino que por derecho de niño le pertenece. El reino, para el que yo fui creado”… Los héroes los santos pero sobre todo –parece– los poetas (Anzoátegui escribía versos, y se tomaba a sí mismo –por sobre su quehacer de legista docente funcionario y autor satírico, y por sobre todas las cosas– como un poeta, aunque al presente no despierte el menor interés como tal) son aquellos que se negaron cada cual en lo suyo a ser los Judas Iscariotes del niño, del Niño- Dios que cada cual acunaría en sí de nacimiento. El hombre – concluye– se niega a ser niño por temor de ser como dios. Hasta acá el Anzoátegui sereno reflexivo y delicado. No hay solterona desahuciada que no se sienta llamada a re- solver los problemas de la niñez, ni hay cosa que despierte más el interés de los fracasados, dice en Vida de Payasos Ilustres. La niñez no tiene problemas –dice– sino curiosidades misteriosas e inescrutables. “Es fácil comprender a los niños; pero es preciso para ello no haber dejado de ser niño, o ser madre o niñera glo- riosamente analfabeta. Para ello se necesita ser todavía Adán o ser todavía Eva anteriores a la Caída”. La solterona fracasada es Hans Christian Andersen, el canonizado escritor danés de cuen- titos de hadas autor del Patito Feo y La Sirenita, uno de los de- dicandos-payasos del libro, con la salvedad de que éste ni llegó a payaso “porque no supo ni siquiera divertir con un poco de gracia ligera a los pocos niños que quedan en el mundo”. Andersen es “la niñez del Protestantismo” y su Patito “la autobiografía del re- sentimiento nórdico”. Anzoátegui no abunda en su biografía pero parece que la leyó; Andersen era un solterón fracasado con el sexo femenino, fracasado como escritor de obras serias para adul- tos, bisexual ascético, mendigo, e hijo de un zapatero. Reúne, vale decir, todas las condiciones para ser la antipedagogía en sí misma según el Canon Anzoátegui Para la Infancia. Desde el vamos en su primer libro Georgina Arnhem y yo del 33, Anzoátegui ya había apuntado en medio de la novelita que “el catolicismo debiera enseñarse a los chicos como un orgullo de clase”. Esa falta de “orgullo” deriva al poco tiempo en adolescentes avergonzados de ser católicos, le dice a Georgina. Para cerrar baste recordar que el Premio Andersen otorgado por la reina de Dinamarca es hoy considerado el “Nobel de la literatura infantil” y que su última edición la ganó una escritora argentina. Para Anzoátegui Ander- sen fue “el maestro de la moralina infantil”, un moralista pacato de la moral con cara de beata histérica –dice– y la moral “es la auténtica sirvienta que sirve mientras no intenta convertirse en el ama de llaves de nuestra alma”. “Ese fue el error de Andersen: el de endiosar a la sirvienta casándose con ella”. Pasar de la crítica al ejemplo, y para ello hay un libro que concentra lo más fuerte de su papel de dómine y de su producción como educador, que despejará de la cabeza la idea de los que creen que leyendo Vidas de Muertos leyeron lo mejor de él. Fue publicado en el año 2000 por una poco menos que furtiva edi- torial “Regnum” de Asunción del Paraguay, no se consigue en ningún lado, se llama Pequeña Historia Argentina Para Uso de los Niños y acapara textos escritos bajo ese nombre en la revista Nueva Política dirigida por Marcelo Sánchez Sorondo en el Bue- nos Aires de los 40. Nuestro opúsculo vendría a ocupar el lugar histórico del libro de texto escolar del primer “revisionismo”… pero a la manera Anzoátegui. Acá se concentran en uno el historiador y el pedagogo, el profesor de historia y el de instrucción cívica, amalgamados a la más desquiciada versión del más grande escritor cómico-terrorista de nuestras letras nazi-fascistas. Es la versión para chicos (chicos-nazis de edad entre preescolar y preadoles- cente) de sus famosas Vidas, pero sin filtros, bien lejos de aquellas comedidas ediciones adaptadas a la manera en que venían por ejemplo los Recuerdos de Provincia de Sarmiento por la colección Billiken. El libro no tiene el formato de historia de fechas y epi- sodios, sino el mismo formato (de semblanzas tituladas con un nombre propio) de todos sus libros del ramo, con la salvedad de estar explayado bajo una graciosa sintaxis de cuentito infantil y de efecto fatal. Si alguien cruzara a Felipe Pigna con María Elena Walsh y de ese engendro procurara extraer un golem antitético, ese sería el autor de este silabario patrio con el que esta gente habrá podido sustituir en su momento a aquel “Eva Me Ama” infanto-justicialista que supo adelantarse dos décadas a la famosa Masmédula de Oliverio… “Los historiadores son –dice la página 28–, por lo general, unas personas que se entretienen en copiar las cosas que otros historiadores han escrito sobre una serie de personajes importantes. El historiador es un hombre que cree que para hacer algo debe peinarse al medio y usar lentes y bastón y hablar bien de todos los personajes que tienen estatua. Como se ve, es muy fácil ser historiador”… Del primero al último de sus libros –o sea desde los años 30 a los 70–, las ideas anzoateguianas son siempre las mismas, fijas, monolíticas, cambia el público, el medio en el que escribe, su suerte histórica y la de los suyos, y por ello cambian nomás en su gesto y en su humor. Las ideas que desarrolla en sus libros sobre el tema español, están acá pero concentradas y aguzadas como pequeños dardos aleccionadores. Con este librito desconocido descubrimos que Anzoátegui, como autor de literatura infantil, se superaba incluso a sí mismo como autor general. La obra pasaría por ser un manual de iniciación en la historia nacional para el pequeño mozuelo patricio fascista-ultracatólico, que recibe sus primeras instrucciones en materia de racismo antisemitismo xe- nofobia misoginia y demás virtudes anzoateguianas, de parte de un actor pedagógico que no procede manu militari ni con aquella solemnidad vacía y gritona que supimos soportar los pobres edu- candos de escuela pública de dictadura. Anzoátegui pedagogo, educador más bien de los suyos –de los que un día deberían man- dar–, opera por chiste exabrupto e ironía, como siempre –¡y más!–, es el jacarandoso profesor chiflado-nazi, que nos recuerda a los ágrafa dógmata, o pedagogía en off, de unos cuantos pro- fesores que parecían de vuelta de todo salvo de la locura, que supimos sufrir y disfrutar en los institutos secundarios y en la fa- cultad. La Argentina –enseña nuestro manual, o antimanual más bien– es la única esperanza y la más importante de las naciones de la América española y católica. El mal como siempre son los borbones los franceses ingleses norteamericanos masones román- ticos liberales demócratas socialistas radicales etc. El Imperio Es- pañol bajo los Austria era hecho y derecho como Dios manda y no una república de porquería donde manda cualquiera, dice. En cambio en los tiempos borbónicos de Carlos III la gente pensaba que se podía ser católico liberal, es decir, ser inteligente y tonto. “Ya en esa época España estaba completamente amariconada”… Podemos leer que los masones son unos cuantos mulatos que ahora quieren hacerse pasar por norteamericanos; que Álvar Nú- ñez Cabeza de Vaca era un gran conquistador “porque ni él ni su padre ni su abuelo habían estado jamás detrás de un mostrador vendiendo veinte centavos de queso o diez centavos de fideo”; que es por culpa de Vértiz que Buenos Aires terminó creyendo en los “contratistas gringos suertudos” (y por eso “a veces dan tantas ganas de pegarle fuego a Buenos Aires, por los cuatro costados”); que Martínez de Irala sabía que tenía una espada entre las manos “para pelear con ella y no para quedarse discutiendo como un judío ropavejero o como un político liberal un poco tonto”… En una república democrática hay mucha gente para mandar y nin- guna para obedecer –le dice al niño modelo nazi–, así que los niños argentinos que quieran ser soldados deben acostumbrarse a obedecer a sus superiores… “siempre, naturalmente, que sus su- periores no sean democráticos, porque en ese caso no serían su- periores”. Sin saber lo profético que iba a ser (los textos se es- cribieron entre el 40 y el 43, según la contratapa), escribe que Saavedra era un militar que jamás andaba sin uniforme, porque comprendía que un militar sin uniforme es una persona peligrosa que de pronto le da por pensar como un político cualquiera y hacer tonterías y olvidarse de todo... Su relato de la Independencia da vuelta como a un guante al viejo cuento escolar-liberal pro idiotas: no era independencia de España sino de Francia, que encabezada por el “gordito suertudo” de Napoleón había conquistado España porque estaba llena de liberales y masones. Cuando Francia se retiró de España el hecho ya estaba consumado y los criollos se dijeron: “‘Al fin y al cabo, nosotros somos tan españoles como los españoles de España y tenemos más derecho que ellos a gobernar estas tierras, porque nosotros somos los descendientes de los que vinieron a conquis- tarlas y ellos son los descendientes de los que se quedaron tran- quilamente en sus casas mientras España se venía abajo. Además, tenemos ganas de independizarnos, y, para un buen español, tener ganas es una manera de tener razón’”. Cuando Garay funda Buenos Aires manda a hacer un plano de la ciudad y da a cada uno una manzana según sus méritos y hazaña, y todos dicen qué bueno, porque lo ordenaba un militar vasco y “porque los vascos son los mejores hombres del mundo, así como los peores hombres son los judíos”… El vasco es un hombre decente y el que no lo es tiene la obligación de portarse como si lo fuera… como si fuera vasco. Al comienzo del libro se lee que los Reyes católicos “echaron a los judíos, pero no tuvieron que pelear contra ellos, porque los judíos no pelean nunca: pre- fieren esperar a ver quién gana, para luego ofrecer sus servicios al vencedor y de paso quedarse con la mayor parte de sus ga- nancias. / Los judíos suelen engañar a los tontos, y como los Reyes Católicos no eran tontos no se dejaron engañar por ellos”. Lo que pasa es que somos demasiado zonzos, todo por culpa de unos señores que se creyeron dueños de la Argentina y dijeron que nuestra tierra estaba abierta a ‘todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino’. Cuando los judíos oye- ron eso, dijeron: ‘¡Si serán locos!’, y se vinieron a vivir a costa nuestra. Todavía hay algunos argentinos que los tratan bien, por- que les conviene, para pedirles plata o para que los norteameri- canos no los pongan en la lista negra. Los protestantes –dice otro tramo– tratan de buscarse ami- gos por todas partes, porque se sienten solos con su estupidez y con la estupidez de los pocos hombres que creen todavía en el libre examen y que piden elecciones libres. Felipe II se dedicó a matarlos porque eran los enemigos de Dios, y a él no le importaba lo que opinaran los demás sino lo que opinaba Dios. Por otro lado se señala que San Martín le dejó su sable a Rosas “para que de- güelle a todos los protestantes que pueda”… Cuando vinieron los españoles no había en América ni protes- tantes ni liberales. Los protestantes son unos hombres completa- mente tontos que toman mucho té y se parecen un poco a los pobres moros y otro poco a los judíos sinvergüenzas, porque no creen en la Virgen María... Los liberales son todavía más tontos. Ellos no creen en Dios ni en la Virgen María. Ser liberal es una cosa muy fea. Cuando un niño se enoja con otro no debe decirle: ‘Eres un liberal’, porque los niños no deben decir malas palabras. En aquella época la gente no sabía leer mucho, porque gracias a Dios, había muy pocas escuelas, y, así, grandes y chicos vivían muy felices y contentos: los grandes porque podían pelear o tra- bajar o descansar a gusto; los chicos porque no tenían que ir al colegio. Además, como para repartir las noticias bastaban las vie- jas, no había diarios. No vayas a la escuela pública porque un San Martín masón y mitrista te espera, podría haber dicho este escritor, con más detalle que aquel ulterior frontman italiano llamado Prodan. Por- que para su libro de texto San Martín era nazi. “Este era otro nazi –se lee–. Peleó en España contra el sinvergüenza de Napoleón y los hizo hocicar a los franceses en la batalla de Bailén. Un día oyó decir que los americanos andaban con ganas de independizarse. Y como en España no había nada que hacer, porque todos eran unos liberales, San Martín pensó: ‘Voy a ver qué pasa en mi tierra; no vaya a ser que me necesiten’. Y tomó un barco y se vino a Buenos Aires” (como se ve las escenas tienen algo de scketchs). Juan Manuel de Rosas no tiene una estatua en el país, donde a cualquier personajito sin importancia le hacen una. Pero, no hay que perder por eso las esperanzas. Llegará el día en que a Rosas le hagamos la estatua que se merece, con el hierro –por ejemplo– de un tranvía inglés casualmente incendiado por un grupo de niños que se pusieron a jugar con fósforos. Todo niño inteligente que oye a alguno hablar mal de Felipe II, debe decirle enseguida: ‘Usted es un imbécil y un tonto y un idiota y un estúpido, y no le digo más porque en mi casa no me dejan decir malas palabras’. Porque la gente que habla mal de Felipe II no merece que se la respete. Hay algunos que lo hacen sin pen- sarlo: a ésos basta con insultarlos un poco. Hay otros que lo hacen pensándolo, porque odian a la monarquía y al orden y a la de- cencia: a éstos hay que hacerles caca en el zaguán de su casa y después tocar el timbre para que salgan a ver quién es y la pisen… Y las delicias siguen… Por carecer de la suficiente información historiográfica e in- vestigación histórica, no podrá uno decir en qué medida todo esto es en serio o no; después de todo Anzoátegui es un autor que, como los mejores patafísicos, ponía como quid y en el foco del asunto, la indiferencia entre lo serio y lo no: caminaba entre el chiste y la literalidad, sin necesidad de remitirse a ninguna biblio- grafía freudiana, sino por obra y gracia de la pura y recta perver- sidad que con suma constancia lo empujaba. En el chiste anzoa- teguiano, claramente, no hay mucho que decir de su “relación con lo inconsciente”, Anzoátegui no tenía inconsciente. Eran a con- ciencia pura. Anzoátegui, en fin enfant terrible, medio rijoso, saltarín y dís- colo, que no padre terrible, que terminó haciendo del nazismo su propia travesura de pequeño incendiario inmaduro, de narcisista del autoritarismo, de asustador de tías progres. Era un poco el rocker piterpanista del medio nacional-católico, que parecía ofi- ciar operando como desde un salón cuando más bien estaba al abrigo de un cuartel y una rectoría, asustando viejas diciendo ser nazi de mentirita, siendo un falangista ultracatólico y golpista pero de verdad. Probablemente la cartilla doctrinario-escolar de An- zoátegui sea demasiado bufa e ingeniosa a los efectos de educar futuros ciudadanos paranoico-fascistas y haya servido nomás como consuelo autoirónico para chicos y grandes del patriciado ultramontano trasnochado, que aprendían a matarse de risa para no matar de veras o más bien por no. El tercer gran lema de Anzoátegui debió haber sido: si no se pudo en serio, que se pueda en broma. Despidámonos con un último párrafo encantador de su capí- tulo sobre M. de Álzaga: Martín de Álzaga era, en definitiva, un nazi (Cuando a una per- sona le digan que es un nazi debe hacer dos cosas: tomar con mucha tranquilidad eso que le han dicho y después irse a su casa y pensar tranquilamente: ‘Dios perdone a los anti-nazis porque son muy brutos’). Ser nazi puede ser un error; pero ser anti-nazi es mucho peor que eso; es ser un sirviente del amo más estúpido que hayan inventado los hombres, de un amo tan estúpido que empezó llamándose liberalismo y terminó poniéndose un nombre de mujer; Democracia; un nombre que, además, lo comprometió a portarse como una mala mujer. Por eso, cuando se arma algún barullo y la gente no quiere decir otra cosa porque hay señoras o niños, dice ‘esto es una república’, para disimular un poco. Ser anti-nazi es mucho peor todavía que ser radical, porque, al fin y al cabo, los radicales seguían a un caudillo que se llamaba Hipólito Yrigoyen y que era bastante vivo y que parece que en sus buenos tiempos conquistaba mucamas en los zaguanes de Balvanera. En cambio, los anti-nazis no tienen más remedio que seguir a uno que ni es caudillo ni tiene nombre de capataz de estancia ni es un poco vivo ni ha conquistado en su vida a otra mujer que a la mujer más fea del mundo. Aunque no fuera más que por eso, ser anti- nazi es una vergüenza. CODA 1. EL DESALFABETIZADOR “Por culpa de Cadmo, cualquier imbécil se siente con el derecho de leer y escribir. Antes de él, todo era salvaje y sutil, la Edad Dorada, plena de glorioso analfabetismo” (Allá Lejos y Aquí Mismo)
No se podría decir que este Secretario de Educación y experto
pedagogo fuera precisamente un alfabetizador; se ve bien al con- trario cómo desparrama pavorosamente por sus libros una miríada de diatribas contra la instrucción obligatoria y la imprenta popular. Comentando el nacimiento de los Cursos de Cultura Católica en un artículo de la revista Universitas del 75, explica que surgieron “de la decisión de una minoría de hombres inmunes a la heredo- sífilis liberal que venía regenteando al país después de lo de Ca- seros (donde la patria se recalcó un pie).” Era por entonces el cultianalfabetismo dueño casi absoluto de la verdad y de la historia: de la verdad gambeteadora y prepotente y de la historia para párvulos a la que jineteaba orondamente tocado de poncho y galera. / La chivatería masónica dictaba cá- tedra y las quitaba. Es muy conocida una de las sentencias de su obituario sar- mientino. Allí se lee que Sarmiento introdujo en la Argentina tres plagas: los gorriones los italianos y la escuela normal. Anzoátegui fue un antisarmientino convicto que condenaba la alfabetización porque “aplebeya la cultura”. “La imprenta, en manos nobles – las del insigne Aldi, por ejemplo– ennoblece al impresor. Pero el alfabetismo como plan de desarrollo, como preocupación de go- bierno, como tanto por ciento estadístico, aplebeya a la cultura. Atenas superaba el 97 % de analfabetos”... Educar al soberano –dice– es pasteurizarlo, hacerlo tan maricón político como los políticos mismos. Los liberales inventaron la instrucción para que los argentinos “dopados de ilustración y alfabetismo, se redujeran a la condición de fáciles presas de la moda liberal” (Nuevas Vidas de Muertos). “Sarmiento mató la cultura para fundar la instruc- ción. Con esa fuerza brutal que tenía para todo, hizo de la Ar- gentina un país como los Estados Unidos, instruido pero inculto. Su aspiración era que todos los habitantes supieran leer, aunque eso no les sirviera después más que para leer Crítica”… (Vidas de Muertos) Una de las peores tiranías del liberalismo decimonónico es la de la instrucción obligatoria, mediante la cual el Estado se halla au- torizado para apoderarse de nuestros hijos y obligarles a escribir unos estúpidos “mate”, “tela”, “lana”, y “amo a mamá”. Eso es un doble ultraje a la dignidad y a la libertad, atentatorio del dere- cho que todo hombre tiene de ser analfabeto. Pestalozzi fue uno de los primeros responsables de aquella intromisión estatal, con- sumada entre nosotros por Bernardino Rivadavia. Recuerdo ahora una canción privada que cantábamos cuando yo era chico y que sabiamente empezaba así: ‘Rivadavia fundó las escuelas; la puta que lo parió’… 2. NAZI POR LA GRACIA DE DIOS “Para hacer callar a los abogaditos lo me- jor es asustarlos con los alemanes”…
Sobre Anzoátegui como “nazi” de todos modos habría que hacer
algunas aclaraciones. Principalmente, robar certezas ajenas de dos libros para esto: La Argentina y la Tormenta del Mundo. Ideas e ideologías entre 1930 y 1945 (2003) de Halperin Donghi y Fascismo y Nazismo en las Letras Argentinas, publicado por Lu- miere en 2009. Anzoátegui componía, con tipos como el tam- bién salteño Ibarguren, una línea señorial que buscaba un fascismo sin líder popular, duro con todos aunque eventualmente magná- nimo con los pobres, pero de prosapia; un fascismo orquestado de arriba abajo por los niños bien. Bamboleos para el compla- ciente ángulo populista al estilo Gálvez son más difíciles de leer en Anzoátegui por más amigado con el peronismo que haya es- tado en algún entonces. En un poema de los 70 se saca el som- brero para saludar a Yrigoyen y llamarlo señor, lo que igual no quiere decir arrepentimiento de no haberlo apoyado. Tuvo siem- pre bastante en claro que el radicalismo era un símil populachero, entre simulador e inocente, del democratismo liberal modernista. No se registran en este autor muy seguro de su alcurnia terrate- niente –aunque probablemente no sólo amenazada sino venida a menos– las idas y venidas esquizoides de los Doll o los Lugones que hoy pueden ser nazis ayer socialistas mañana anarco-fascis- tas. Un análisis comparativo de las ideas políticas de este núcleo he- terogéneo muestra que el denominador común no fue la matriz ideológica del fascismo europea sino el nacionalismo integral, el pensamiento católico antiliberal hispánico y el pensamiento con- trarrevolucionario católico del siglo XIX. (Senkman-Sosnowski, Fascismo y Nazismo en las Letras Argen- tinas) La idea de esta gente básicamente era ésta: el franquismo el fascismo italiano y el nazismo alemán eran por el momento una fuerza mundial común que actuaba contra el liberalismo, la demo- cracia, el comunismo, el capitalismo, el protestantismo, el ateísmo, el judaísmo y demás ismos: la diabólica modernidad en general. Sin embargo es sabido entre el mussolinismo y la Iglesia no existía la unidad suficiente para imaginar al primero como una cruzada, y por supuesto los nacional-socialistas no sólo no eran cristianos en general sino que más bien propiciaban una cruzada contra el mundo judeo-cristiano en bloque. Instalados los tres fascismos en el comando del mundo –en tal impracticable albur– vendría acaso un día la fase final en la que España = el catolicismo, conquista- rían, con el Evangelio con el fusil o con ambos, al fascismo laico y al paganismo nazi. Franco como soldado de Cristo –o algún venidero príncipe cristiano de ser posible hispánico– llegado el caso tendría la misión de vencer a Hitler. Por eso el “fascismo” en ellos es apenas un coyuntural poder –temporal–, una forma civil fortuita de la guerra santa cuyo agente es la Iglesia. Por lo demás el “fascismo” de Uriburu era un fascismo sin masa, ni si- quiera un “bonapartismo”, sino el “nacionalismo” de una élite ín- fima demasiado solitaria anacrónica impopular y asquerosona. Eran católico-integristas y se inspiraban por ejemplo en la Accion Française. Los nazis eran los amigos de hoy pero los virtuales enemigos de mañana; de manera que al nazismo de mentas de Anzoátegui hay que tomarlo antes que todo como una bravata para amedrentar a esos “tontos” que veía por todas partes, a todos los que no pensaban como él, a fiarse por uno de los ítems salientes de sus mandamientos principales: “No respetar las ideas ajenas sino cuando coinciden con las propias” (“Florecillas espi- rituales para el mes de”). Las ideas de los nazis coincidían en el tiempo pero no en la eternidad, por decirlo en su lengua. Era simple la diferencia: los hitlerianos ponían al Estado y al Führer en el lugar de relevo de Dios. En el nº 141 de Criterio (1930) Meinvielle escribía que lo absoluto es lo incondicionado, Dios Cristo y la Iglesia son lo absoluto y el Ser, por lo tanto la patria y el gobierno tienen que subordinarse y prestar vasallaje. “No somos nazis negros –anotó por ejemplo Castellani–. Somos Nazis azulyblancos, los cuales nunca adorarán a la Nación como si fuese Dios, sino que amarán a Dios a través de su propia nación”. Una encíclica de Pío XI del 31 declaraba el culto al Estado o “Esta- dolatría” como contrario al catolicismo, aunque la encíclica Qua- dragesimo Anno destilaba las preferencias episcopales por el fas- cismo como amigable mal menor frente al mercantilismo y el marxismo. Los de Criterio por los 30 operaban por la causa falangista y entendían al falangismo como el brazo armado de la Iglesia sin matices. La Guerra Civil Española era una guerra santa entre el catolicismo y el ateísmo comunista, por lo cual entraron en con- flicto con todo sector católico que no apoyara a Franco. Ya en manos de monseñor Franceschi, el pasquín se apaciguó y en él ya no cupieron los templarios de divisa punzó, que emigraron a otras publicaciones. En tiempos de la Segunda Guerra Mundial, bajo los dictados del Vaticano, Criterio adhirió a las encíclicas que condenaron al nacional-socialismo y al fascismo. Su director de- claró que el nazismo igual que el comunismo eran derivados del liberalismo en tanto cuanto materialismos hechos y derechos, unos por la clase otros por la raza cambiaban a Dios por el Estado y eran anticristianos. Esta idea del asesor espiritual de los Cursos de la Acción Católica Argentina no se parece a Anzoátegui, cuyo fundamento, cuyo motor inmóvil no era la Iglesia sino la Iglesia bajo comando de España y España bajo comando de los Reyes Católicos o de la casa de los Habsburgo –o al menos de Franco y José Antonio– y a fuerza de machete y espada conquistando la humanidad entera para Cristo, razones que no entraban en la prédica de la Iglesia oficial necesitada de contemporizar o mos- trarse pacífica. Tampoco todos los amigos de Anzoátegui (o llamarle “campo cultural de la derecha nacionalista católica en los años 30 y 40”) eran antijudíos; en esa puntual saña se compenetraba más con los nazis, pero era una pasión que le venía de su naturaleza de español más que de derechista nacional, de tipos como el ideólogo Ramiro de Maetzu, embajador de España en la Argentina además inventor del concepto de “hispanidad”. Con todo, se sabe que los españoles echaban o convertían, no exterminaban –un detalle–. Anzoátegui, por las suyas, puteaba disfrazado de nazi. Lo suyo era llevarle la contra de la manera más radicalizada al moralismo bonachón- mojigato en todas sus formas (cristianas, demo-liberales o de iz- quierda). En su biografía de Gálvez del 61 refiere cómo el nove- lista fue víctima en los 20 de una “campaña comunista” que lo señalaba como nazi para disuadir a Barletta de llevar una de sus obras a la Casa del Teatro, o cómo en los 40 su Vida de Rosas recibió el mismo epíteto de parte del “periodismo ultraliberal”. “Nuevamente el Gálvez peleador, el Gálvez incómodo, el Gálvez del pan-pan y vino-vino, afrontó y enfrentó al país del no te metás de quienes creen que la historia es una opulente señora a la cual no hay que molestar”. Anzoátegui, prevenido de entrada, se hizo cargo de la lengua del enemigo, que usaba “nazi” para combatir a aquel nacionalista señorial católico –Gálvez– que era sin embargo lo más anti-antisemita que podía esperarse de al- guien de su medio, y convirtió lo que era una inexactitud o una hipérbole, una alarma o apenas un insulto, en una bandera propia de auto-identificación. Su vis cómica y las comodidades del señorato lo mantuvieron lejos del gesto bilioso de los paranoicos en general bastante em- brutecidos que hoy mantienen aquellas posiciones aunque más cerca de Seineldín que de Chesterton. Sus libros combativos de los 60 son como el caldo de cultivo de fenómenos todavía pre- sentes como la revista Cabildo, donde supo escribir en su mo- mento y donde se lo recuerda como a uno de los maestros. Sus herederos conservan su iniquidad pero no su ironía ni su gracia, ni su “caligrafía”, trasformadas en la queja llorona de unos neo- nazis a los que la sociedad enchalecó para que ni gobiernen ni salgan a incendiar el mundo.