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POSMODERNIDAD TEATRAL

Las miserias del poder

Por Marcos Rosenzvaig

La idea contenidista del socialismo era que el arte debía llegar al pueblo, y por
tal razón, debía contar con la exigencia de ser sencillo, directo y entendible.
Una tabla de salvación de los grandes valores morales acuñados en nuestro fiel
y antiguo decálogo. Esa concepción arbitraria de igualación masiva y popular,
que miraba con pánico y desprecio los intentos vanguardistas de un arte para
pocos, no se enfrenta demasiado a la estética de nuestra posmodernidad, con la
diferencia de que no existe un Estado censor, sino un Estado interior de
censura dominado por la desesperación de figurar, de no ser olvidado y de ser
exitoso. La otra vertiente dominante es la económica: mientras que en el
socialismo los artistas vivían del Estado, y por tal razón, el mismo Estado
compraba lo que consideraba útil para el pueblo, en la sociedad posmoderna,
el intelectual mediocre es un cuentapropista bajo el sueño ilustre de ampliar el
maxi-kiosco de golosinas que ofrece (escritor, profesor, periodista, corrector,
redactor publicitario, etc.), para convertirse en exportador de su producto
artístico y dueño de una gran cadena interior de difusores, empleados sin
sueldo que el día de mañana serán premiados en concursos por este devenido
empresario de la falsedad. Los artistas en cambio sufren el peso de acarrear su
propia obra.
Antes de la globalización de los espíritus, hubo espacio y oportunidad para los
grandes movimientos, los manifiestos, las polémicas hasta el amanecer en los
tugurios bohemios, esa época fue lisa y llanamente aspirada hasta desaparecer.
Quedaron la vanidad y la banalidad del artista. El caso es que hoy en día
cualquiera puede ser llamado actor o escritor.
En el terreno del teatro argentino, los pseudo-investigadores se
adueñaron de la historia del teatro, al punto tal que acuñaron una nueva
terminología para estos nuevos tiempos. Terminología más acorde con las
intenciones de esta era. El actor pasó a llamarse teatrista, palabra despectiva
que no nombra a un creador sino a un ser que puede hacer cualquier cosa
dentro del ámbito del teatro. Es lo mismo actuar que dirigir o escribir. ¿Qué es
un teatrista? Nada. Por lo menos nada que tenga que ver con el arte. Algunos
de los llamados investigadores teatrales en la Argentina, (aclaro que nada
tengo contra la investigación teórica, considerando que yo soy un
investigador) son algo así como una moda al estilo de los curadores de los
artistas plásticos vivos. Un invento que no tiene pie ni cabeza, una especie de
mayorista o distribuidor en el terreno mercantilista de las mercancías. No es ni
el fabricante ni el consumidor ni el que está parado las 24 horas esperando la
venta. Nada de eso. Es la palabra autorizada, el que dictamina con su juicio la
validez de la obra, es el curador de las obras teatrales. En síntesis, un falsario
más de este sistema. La nueva raza de curadores o investigadores teatrales, por
lo general asociados a las instituciones teatrales en calidad de jurados,
formadores de opinión, vendedores de cursos para una burguesía aburrida, se
caracterizan por ser personas cautas, extremadamente políticas y dejan
entrever un aire de debilidad, algo similar a la inocencia. Pero hay algo que es
común a todos: no pueden actuar, ni dirigir y menos aún escribir teatro. Pero sí
pueden opinar y decidir. Y la opinión es algo fundamental en el terreno de las
democracias.
La globalización se afirmó bajo los principios morales de la democracia.
Esta falsa idea de que “el pueblo gobierna”, encuentra su correlato en “el
pueblo escribe”. En este proceso de globalización, la cibernética abre las
puertas para que todos puedan ser creadores. Basta tener una computadora y el
servicio de banda ancha. La necesidad de protagonismo se hizo extensiva de
manera global; el mundo entero es artista y deja su impronta en una página
que es visitada por otro protagonista deseoso de posteridad que agrega, como
en un teléfono descompuesto, otra impronta de arte repleta de imbecilidades.
Entre todas las disciplinas artísticas, el teatro parece ser la reina de la pasarela
en la posmodernidad. Sus locutores y presentadores son los investigadores y
críticos teatrales. Ellos otorgan el nombre de guión a lo que en otros tiempos
solía llamarse obra dramática. En otras palabras, antes había escritores,
dramaturgos capaces de escribir una obra. Los investigadores en nuestro
medio, confirieron el título de guionistas a los escritores y alentaron la edición
de libros a hombres del teatro (muchos de ellos actores destacados pero que no
pueden escribir una gacetilla en una revista barrial). Banalizaron el género,
globalizaron la escritura poniéndose acorde con estos tiempos, y en el rincón
de los recuerdos, quedaron los verdaderos dramaturgos de este país.
La democratización de la cultura en la era postmoderna llevó a la
indiferenciación: todo es lo mismo. Isabel Allende y Juan Carlos Onetti por
ejemplo, son igualmente novelistas, y dentro de la lógica democratista que
hace del público la instancia decisiva del proceso creador, la supremacía le
corresponde al más votado ergo al más vendido.
Cuando los dramaturgos llevan sus obras inéditas para ser leídas por las
editoriales, tropiezan con los curadores del teatro o seudo-investigadores. Y la
razón es más que sencilla, ellos configuran el consejo editorial, son los dueños
de opinión de lo que se debe publicar en el género teatral. Ellos, naturalmente,
privilegian un “guión”, capaz de llenar plateas en puestas exitosas, a una obra
dramática de envergadura estética. Su estimación de la obra es la del mercado.
De manera que el artista no tiene ni puertas ni ventanas de entrada, el artista
debe conformarse con la buena fortuna de conseguir un pequeño subsidio
estatal para representar la obra. Esa obra jamás será vista por los curadores y
las razones son más que obvias, no cuentan con los votos del mercado, ni de la
prensa y menos aún con el voto de la crítica.
La crítica teatral y los jefes de prensa

Por Marcos Rosenzvaig

El oficio del crítico teatral, en estas últimas dos décadas, no escapa a la mediocridad, a la
banalización cultural de la que somos objeto. El crítico teatral es un engranaje más del
sistema, y para serlo, más aún para dirigir la página de espectáculos, la obligación es
responder a los criterios de un editor en jefe, parte del aparato empresarial de un medio de
comunicación masivo, quien decide, finalmente, ocupar la página de espectáculos con
basura. Tener estómago y ser semitarado son dos condiciones útiles para mantener el
puesto. Si hacemos un recorrido por los críticos teatrales que escribían en diarios como
“Crítica”, “La Nación” o en “La Opinión” (me refiero a décadas anteriores al
menemismo, considerando a este perío
do una las más terribles masacres culturales y educativas del siglo XX) y establecemos
comparaciones, el saldo será de una gran tristeza. Acabo de mencionar otra pata de la
posmodernidad: la crítica y los llamados jefes de prensa.

Los críticos teatrales son un eslabón necesario para la vanidad del artista. Se constituyen en
otra especie de curadores. Ocupan espacios dentro de las instituciones culturales y sus
opiniones ceñudas les posibilitan hacer amigos, que pronto los ubicarán dentro de ternas
prestigiosas de jurados. Allí pagarán favores emitiendo opiniones: vivimos en una sociedad
democrática. Por otra parte, el sillón de jurado es, en sus fantasías, el sillón de un juez de la
Nación.
El otro personero nefasto de estos tiempos miserables, es el “jefe de prensa”. Por lo
general, suele ser ladero de los periodistas y su oficio es mendigar una gacetilla, una nota,
entrevista o crítica. Estos nuevos cuentapropistas resultan seres intermediarios que han
puesto un negocio brillante: usufructuar con las necesidades de reconocimiento del artista.
Lo verdaderamente increíble es que muchos de ellos, en su fuero interior, están
convencidos que son intelectuales. Tal es así, que la editorial Losada juntamente con el
Teatro San Martín acaba de sacar un libro que cuenta con un capítulo escrito por un jefe de
prensa, y que relata la importancia de estos nuevos enanos en el comercio teatral. La
opinión, la crítica, la presencia en el mercado es tan fuerte, que pronto llegará una época en
la que el fenómeno de opinión reemplace a la obra. La opinión ocupará el lugar de la obra y
los espectadores serán protagonistas de esa opinión comandada por los críticos y los
investigadores.
Estos jefes de prensa ganan más dinero que el autor, el director y los actores del
teatro off. Por lo general, embolsan un veinte por ciento del subsidio. El otro cincuenta por
ciento se lo llevan la escenografía y el vestuario, y por último están los que ensayan entre
tres y seis meses, los que son protagonistas del espectáculo: el director y los actores. A ellos
les queda el último treinta por ciento, dinero que repartido entre todo el grupo, apenas
alcanza para los viáticos.
La política teatral
y
el circo marginal en las calles

Por Marcos Rosenzvaig

La aprobación de la ley del teatro posibilitó una experiencia inédita en la historia del teatro
en la Argentina. A lo largo y a lo ancho del país, se abrieron una cantidad inmensa de salas
teatrales. Por primera vez, las salas y los elencos supieron acerca de la existencia del
subsidio otorgado por el estado. Este fenómeno completamente nuevo, sumado a una
población sumamente teatral posibilitó que la cartelera porteña cuente con 200 espectáculos
en el menú (cartelera teatral) de los fines de semana.
La necesidad de expresión en las nuevas generaciones, acercó a estos jóvenes al
malabarismo circense. De manera que se reedita la antigua figura del marginal, del
comediante malabarista y desclasado en las calles de la ciudad. Cientos de jóvenes
demuestran sus habilidades en las paradas de los semáforos y subsisten de la generosidad
de los conductores de auto. La posmodernidad también es un regreso a la Edad Media, a
una antigüedad bulliciosa que muestra sin descaro la miseria del hombre.
Este renacer del circo pasó a ser un fenómeno nuevo en la ciudad. La creación de
escuelas de circo, espectáculos circenses para niños y grandes, la estampa marginal del
malabarista, del escupe-fuego y del clown callejero, muestran la resistencia de una
generación joven que expresa su malestar frente a la sociedad y la cultura.
Los organismos que reparten el dinero son dos: uno de carácter nacional, “Instituto
Nacional de Teatro”, organismo de características oscuras y por qué no decir tenebrosas. Y
otro organismo de carácter Municipal, “Proteatro”, dirigido desde sus comienzos por un
honesto hombre de teatro, clase en extinción, el señor Onofre Lovero.
La cadena de amistades tiene un sello maldito. Para obtener un subsidio del
Instituto, una persona debe ser amiga de los curadores. Ellos están allí para dictaminar a
qué grupo se le debe dar o no el dinero para realizar las obras. En definitiva, el teatro de la
posmodernidad está más cerca de los funcionarios que del arte, ésa es la inapelable
realidad. El dinero que llega a esta institución, se destina a organizar festivales de egos,
donde se invita a críticos teatrales, ratones que garronean hoteles cinco estrellas, viajes y
demás gastos con el dinero que supuestamente debería llegar a los hacedores del teatro: los
actores formados y de vocación.
Los subsidios corren la misma suerte: recibe el mismo dinero aquel que hace su primera
obra con los muchachos del barrio, que el profesional que tiene treinta años de trabajo. La
razón es que ambos son actores, o ambos son escritores, qué importancia tiene. Se valora
más la producción y la masividad que el rigor estético.
Un cartel de gran tamaño anuncia en las estaciones del subte: “Concurso de guiones
teatrales”. El nombre de los jurados avala el simulacro de seriedad del mismo. Llegarán
miles de textos que jamás serán leídos. El mercado y la idea del éxito se han encargado de
formar gente que escribe sin el más mínimo rigor.
Por otra parte, el manejo de los concursos, teñidos de sospechas en la mayoría de
los casos. Situaciones en que los ganadores, en la mayoría de los casos, obtuvieron sus
premios antes de presentar sus obras, como una forma de pagar favores de los curadores a
sus amigos actores-escritores. No hay que olvidar que los curadores del teatro tienen
montada una empresa y toda empresa tiene obligaciones con sus empleados.
Pero continuemos con el concurso de guiones, palabra acuñada con sapiencia por los
estudiosos del teatro y que revela su propia imposibilidad de ser escritores. La montaña de
guiones la reciben con un bostezo grande capaz de masticar el mundo. Así que lo mejor
será leer las dos primeras réplicas para enviar a la montaña de los desechos a los
pretendidos protagonistas de la globalización cultural.
Los investigadores teatrales cuentan con un dinero del cual carecen los dramaturgos. Por lo
tanto, se publican cientos de libros aburridos de investigación por cada obra teatral. La
razón es sencilla. El investigador acuña el prestigio del título, los premios otorgados por los
amigos, mientras que el dramaturgo es un analfabeto que escribe guiones, como si el teatro
fuese algo parecido a la televisión o al viejo radioteatro. Tenemos guionistas, no escritores.
Tenemos teatristas, no creadores. Ahora sí, tenemos investigadores, grandes ensayistas del
aburrimiento, pensadores y, por qué no, filósofos del teatro que gerencian cadenas de
instituciones con sucursales. Allí se vende de todo, el surtido es amplio y variado, desde
cursos hasta escuelas de espectadores, jurados de concursos, propiciadores de becas y
directores de instituciones oficiales. Son los representantes del doble discurso, moneda
corriente y necesaria en la posmodernidad.
LAS ESCUELAS TEATRALES

Por Marcos Rosenzvaig

Buenos Aires es tal vez la ciudad con mayor cantidad de profesores de teatro en el
mundo. Y en Ibero América, la primera ciudad de excelencia en formación actoral. Miles
de alumnos ingresan por año en la educación teatral privada y pública. Cada vez son más
los extranjeros que toman a Buenos Aires como punto para el aprendizaje de la técnica
actoral. Asimismo, en España, los profesores argentinos vienen haciendo su personal
América. Los actores y directores que llegan a hacer del teatro su medio de vida son pocos,
y por lo general no pueden subsistir con su profesión, razón por la cual deciden dedicarse a
la actividad docente alquilando un estudio, adscribiendo a una escuela teatral y ofreciendo
clases para todos los gustos. También están los famosos que aprovechan su éxito televisivo
para auto-titularse profesores, y también aquellos docentes de alma que han hecho de la
enseñanza la razón de su existencia.
Las escuelas teatrales constituyen un fenómeno en sí mismo. Por lo general, están
aquellos que hacen de Stanislavsky su ídolo, menoscabando a otros como Kantor, Barba o
Grotowski. O bien están los brechtianos lanzando saetas mortíferas contra Artaud. La
discusión de los métodos se da a la manera de los lacanianos o los freudianos en el campo
del psicoanálisis. En síntesis, el devenir cultural se sucede al mismo estilo que la pasión
futbolística. El gran cómico Alberto Olmedo ridiculizaba la situación cuando interpretaba a
un actor fracasado que se encontraba con otro actor fracasado (Javier Portales), en las
patéticas salas de espera de los castings. Su primera frase era -¿Grotowski o Stanislavsky?
La exigencia de los actores jóvenes es la de mantener su instrumento (psicofísico: el
cuerpo y la voz) afinado para contar con él a la hora de una convocatoria. Eso posibilita el
trabajo permanente de los docentes teatrales; cabe mencionar que algunos de ellos
montaron verdaderas empresas con un ingreso anual de doscientos alumnos. El origen hay
que rastrearlo en los años 70’, fue una época que marcó el comienzo del auge de la
enseñanza. Cada uno de los nuevos pedagogos y directores teatrales regresaba durante esos
años, a una ciudad europeizante como Buenos Aires, con el título de haber estado
estudiando en Berlín (Berlín Ensamble), París (Marcel Marceau). Por otra parte, estaban los
que hacían del socialismo el verdadero pedestal de sus ilusiones y estudiaban en Moscú,
Bucarest y Varsovia. Y finalmente, los discípulos stanislavskianos de Hedy Crilla. Estos y
los que provenían del este socialista, hacían del maestro ruso un bronce eterno.
Desgraciadamente, no conocí a nadie de esa época que hubiese estudiado en Londres,
verdadera cuna de la actuación.
Todos descendían del avión enarbolando una chapa de erudición, un cartel de
buenas y grandes verdades. Así se gestó el principio de las escuelas privadas de teatro, y
estas constituyeron, durante ese tiempo, el verdadero germen de la revolución en el arte del
actor. Muchos de estos docentes, con el tiempo, y debido a la gran cantidad de alumnos,
pusieron discípulos a vender sus fórmulas como las mejores del mercado. Y así fue como
los alumnos siguieron creciendo en proporción geométrica al mismo ritmo que los
docentes.
Lo cierto es que los buenos docentes, maestros que han continuado en la
investigación del arte del actor, se mantuvieron siempre en la esfera del campo privado.
Cuando fueron convocados, no soportaron las exigencias mediocres de las instituciones
formales (universidades de teatro privadas, nacionales y municipales). Por tal razón,
regresaron a sus talleres privados y fueron los forjadores de buenos actores en la actualidad.
Las universidades privadas y nacionales no hicieron otra cosa que repetir fórmulas vetustas
de enseñanza, de manera que en la actualidad, la mayoría de los alumnos no aguanta la
tristeza de las clases y deserta en el segundo año. También es cierto, que aunque los planes
sean deficientes con algunos profesores capaces de adormecer a fieras enjauladas, la
formación depende en gran medida del rigor de cada uno de los alumnos. Algo que por
desgracia, escasea en la cultura del postmodernismo.

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