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HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS Y SOCIALES

María del Mar Redondo Morales

COMENTARIO DE TEXTO I. ARISTÓTELES.

Es un problema decir qué parte de la ciudad debe tener la autoridad: la masa, los ricos, los
bien dotados, el mejor individuo de todos, o un tirano. Bien, todas esas posibilidades suponen,
al parecer, descontento. ¿Pues qué? Si los pobres, por el hecho de ser más, se van a repartir los
bienes de los ricos, ¿no es eso injusto? «Pues, ¡por Zeus!, le pareció justo al señor.» Entonces,
¿a qué habrá que llamar la extrema injusticia? Si recogido todo de nuevo, los más se reparten
los bienes de los menos, es evidente que destruyen la ciudad. Ahora bien, la virtud no destruye
lo que la tiene, ni lo justo corrompe la ciudad. Por consiguiente, está claro que esta ley no puede
ser justa. Además, serían necesariamente justas todas las medidas que adoptó el tirano, pues se
impone por ser el más fuerte, como la masa a los ricos.

Pero ¿acaso es justo que manden los menos y los ricos? Entonces, si aquellos hacen esto y
arrebatan y quitan los bienes al pueblo, eso es justo. Y así sucesivamente. Sin embargo, está
claro que todo esto está mal y es injusto.

¿Es que deben ser los bien dotados quienes manden y ejerzan la autoridad sobre todo? En tal
caso todos los demás estarán privados de derechos, al no verse honrados con los cargos
públicos; y al ocuparlos siempre los mismos, todos los demás quedarán forzosamente sin
honores.

Pero ¿será mejor que mande uno solo, el más virtuoso? Esta solución es todavía más
oligárquica; pues serán más los privados de honores. Tal vez diría alguien que, en general, es
malo que sea un hombre y no la ley la autoridad, toda vez que está sujeto a las pasiones que
concurren en su alma. Pero, si la ley es oligárquica o democrática, ¿cuál será la diferencia sobre
las cuestiones planteadas? Ocurrirá igualmente lo que se ha dicho.

1. Ideas principales que contiene este fragmento (1ª, 2ª, 3ª, etc.).

1. Cuestionamiento en torno a quiénes deben ostentar el poder político.

2. Comentario de cada una de ellas (en este apartado conviene aprovechar la teoría que sea
pertinente para explicar por qué el autor dice lo que dice).

El texto que comentamos a continuación se circunscribe dentro del capítulo X, del libro III, de la
Política de Aristóteles, obra que junto con la Constitución de los atenienses, conforma la teoría
social y política del autor; si bien es cierto, que ya en la Ética nicomaquea hace alusión a la
exposición de la filosofía de los asuntos humanos en una obra más extensa y donde tratará de
analizar las características del espacio social en el que ha de desarrollarse la vida del hombre.

La principal idea tiene como concepto clave la noción de constitución (politeia) que es una
cierta manera de organizar a los que habitan en la ciudad y, más precisamente, la forma de
participación de los ciudadanos en un gobierno o una organización de las magistraturas en las
sociedades, cómo están distribuidas, cuál es el factor soberano en el régimen y cuál es el fin de
cada comunidad. Partiendo de su filosofía política, Aristóteles considera la ciudad- Estado, la
polis, como la forma suprema de organización social, originada de acuerdo con la naturaleza
humana. Nuestra capacidad de socialización gracias al habla nos predispone a entablar
relaciones con nuestros semejantes y a la creación de comunidades en las que satisfacer
nuestras necesidades. En un primer estadio, formaremos familias; de la unión de familias se
originarán las aldeas; y la anexión de estas últimas dará lugar a la aparición de una polis, una
forma perfecta y autosuficiente de asociación humana, cuyo fin ya no atiende a una necesidad
primaria de subsistencia, sino a la consecución de la eudaimonía o vida buena. La sociedad
política, como todo proceso natural, lleva aparejado un fin y ese es aquel que le permite al
hombre el desarrollo orgánico de todas sus capacidades. Para nuestro autor ese fin no se
actualizaría si viviéramos fuera de la ciudad.

Ahora bien, la ciudad ha de regirse de acuerdo con unas leyes y una organización política
determinada. Será esto, en efecto, lo que el autor tratará en este fragmento más
concretamente. La pregunta es la siguiente: ¿debe gobernar la masa, los ricos, los mejor
dotados, el mejor individuo o un tirano? En función de la respuesta, tenderemos, o bien hacia
alguna de las formas correctas de gobierno (monarquía, aristocracia o politeia), o bien hacia las
formas desviadas (tiranía, oligarquía y democracia). Sin embargo, a Aristóteles ninguna le
satisface. Y la razón que tratará de exponer será la de que, en realidad, no hay constitución
alguna naturalmente recta. Su rectitud consiste en su adecuación a las circunstancias concretas
del pueblo al que se aplique, de ahí que no sea partidario de un rígido esquematismo. En este
texto demuestra que, cualquier criterio que se esgrima a la hora de reivindicar el ejercicio del
poder y la soberanía, siempre estará acompañado del sesgo personal e interesado por parte del
grupo social en cuestión. De esta manera, así como los ricos aluden a la excelencia de su linaje,
los mejores a su virtuosidad, o los mayoritarios a su libertad, cada uno de ellos adolece del mal
correspondiente. Las nociones de igualdad y desigualdad son dos constantes en su obra.

La solución que propondrá Aristóteles será la fundación de una república o politeia, basada en
su noción de término medio. Esta es una combinación entre la oligarquía y la democracia cuyo
resultado es el favorecer a la clase media, pues mientras que la primera solo otorga el derecho
de voto a las clases adineradas y la segunda lo hace común a todos, este sistema establece un
punto medio exigible, la renta intermedia. Aristóteles considera que en todas las ciudades
coexisten ricos, pobres y quienes son intermedios a estos. Bien, pues un gobierno estable será
aquel en el que la clase media sea numerosa y superior a ambos extremos. Esta tenderá a
producir gran estabilidad y a evitar los enfrentamientos derivados de las diferentes riquezas y la
condición como ciudadanos.

COMENTARIO DE TEXTO II. MARSILIO DE PADUA.

§ 3. Digamos, pues, mirando a la verdad y al consejo de Aristóteles en el 3º de la Política, cap.


6º, que el legislador o la causa eficiente primera y propia de la ley es el pueblo, o sea, la totalidad
de los ciudadanos, o la parte prevalente de él, por su elección y voluntad expresada de palabra
en la asamblea general de los ciudadanos, imponiendo o determinando algo que hacer u omitir
acerca de los actos humanos civiles bajo pena o castigo temporal; digo la parte prevalente,
atendida la cantidad y la calidad de las personas en aquella comunidad, para la cual se da la ley,
ya lo haga esto la totalidad dicha o su parte prevalente por sí inmediatamente, ya lo haya
encomendado hacer a alguno o algunos, que nunca son ni serán absolutamente hablando
legislador, sino sólo para algo y para algún tiempo y según la autoridad del primero y propio
legislador. […]
§ 4. Llamo ciudadano, según Aristóteles, 3º de la Política, caps. 1º, 3º, y 7º, a aquél que en la
comunidad civil participa del gobierno consultivo o judicial según su grado. Por esta delimitación
quedan fuera de la condición de ciudadano los niños, los esclavos, los forasteros y las mujeres,
aunque por razones diversas. Los niños de los ciudadanos son ciudadanos en potencia cercana
por sólo el defecto de la edad. La parte prevalente de los ciudadanos conviene fijarla con arreglo
a las honestas costumbres de las comunidades civiles, o determinarla según la opinión de
Aristóteles, en el 6º de Política, cap. 2.

§ 5. Definido así el ciudadano y la multitud prevalente de los ciudadanos, vengamos a nuestra


intención propuesta, a saber, demostrar que la autoridad humana de dar la ley pertenece sólo
a la totalidad de los ciudadanos o a la parte prevalente de ellos […] La autoridad absolutamente
primera de dar o instituir leyes humanas es sólo de aquél del que únicamente pueden provenir
las leyes óptimas. Ésa es la totalidad de los ciudadanos o su parte prevalente, que representa a
la totalidad; porque no es fácil o no es posible venir todas las personas a un parecer, por ser la
naturaleza de algunos tarda de nacimiento, o desentonar por malicia o ignorancia personal de
la común opinión, por cuya irracional contestación u oposición no debe impedirse u omitirse lo
útil a todos. Pertenece, pues, únicamente a la totalidad de los ciudadanos o a su parte prevalente
la autoridad de dar o instituir las leyes.

§6 […] Pues siendo la ciudad la comunidad de los hombres libres, como se escribe en el 3° de la
Política, cap. 4º, todo ciudadano debe ser libre y no tolerar el despotismo de otro, es decir, un
dominio servil. Y ello no ocurrirá si la ley la diera alguno o algunos solos con su propia autoridad
sobre la universalidad de los ciudadanos; dando así la ley serían déspotas de los otros. Y por eso
los restantes ciudadanos, es decir, la mayor parte, llevarían pesadamente o de ningún modo la
tal ley, por muy buena que fuera, y protestarían de ella víctimas del desprecio y, no convocados
a su proclamación, de ningún modo la guardarían. Pero la dada con la audición y el consenso de
toda la multitud, aun siendo menos útil, fácilmente cualquier ciudadano la guardaría y la
toleraría, porque es como si cada cual se la hubiera dado a sí mismo y por ello no le queda gana
de protestar contra ella, sino más bien la sobrelleva con buen ánimo.

1. Ideas principales que contiene este fragmento (1ª, 2ª, 3ª, etc.).

1. El pueblo es el legislador o causa eficiente primera y propia de la ley. Noción de autoridad


electiva y primer esbozo de soberanía popular.

2. Todo ciudadano debe ser libre y no tolerar el despotismo de otro. Igualdad ante la ley de
todos los ciudadanos.

2. Comentario de cada una de ellas (en este apartado conviene aprovechar la teoría que sea
pertinente para explicar por qué el autor dice lo que dice).

El texto que comentamos a continuación se circunscribe dentro del capítulo XII, de la parte
primera, de Defensor Pacis, de Marsilio de Padua, considerado uno de los autores más
importantes de la modernidad política y un adelantado a su tiempo.

La primera idea a desarrollar constituye el núcleo de su filosofía política y es la idea del pueblo
como soberano y legislador, si bien es cierto que matiza esta idea de civium universitas, y pasa
a entenderla como una pars valentior te prevalente en sentido cualitativo (los mejores
representan a los demás). Para Marsilio, la ley otorgada por la comunidad, debidamente
consensuada por todos sus miembros, tiende más a la utilidad común y se conservará mejor si
son los ciudadanos los que se han dado a sí mismos sus propias leyes. Queda mencionado, al
menos implícitamente, el concepto de soberanía popular, que tanta influencia ejercerá
posteriormente en autores como Locke, Rousseau o Montesquieu.

La segunda idea será la de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley y que no pueden
darse relaciones de despotismo o sometimiento entre unos y otros. La sociedad concebida por
este autor es una sociedad libre de violencia y represión, pacífica en todos sus órdenes. Este
será el propósito que vertebrará toda su obra, como respuesta a las Guerras de religión europeas
y a los enfrentamientos permanentes, cuyo antecedente fue la Querella de las investiduras, un
conflicto que se remonta a las disidencias entre Papas y emperadores del Sacro Imperio Romano
Germánico. A partir de que la Iglesia reclamara más independencia respecto del emperador en
el ámbito eclesial (libertas eclesiae), el concepto de res publica christiana entró en crisis, pues
enseguida se reivindicó la separación de los órdenes político y religioso. Podemos decir que este
proceso de secularización tuvo como máximo exponente el Edicto de Nantes, en el que se instó
a la tolerancia y al tratamiento de la religión como entidad separada de la política. Marsilio de
Padua será uno de los principales promotores de este modelo de Estado, mediante el cual la
Iglesia, en tanto que comunidad humana, se halle sometida al poder temporal y, por tanto, a las
leyes promulgadas por el legislador en cuestión, si bien como comunidad de fe, el dogma de la
revelación esté más allá de los límites terrenales.

COMENTARIO DE TEXTO III. JUAN BODINO.

La soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república... Es necesario definir la


soberanía, porque, pese a que constituye el tema principal y que requiere ser mejor
comprendido al tratar de la república, ningún jurisconsulto ni filósofo político la ha definido
todavía. Habiendo dicho que la república es un recto gobierno de varias familias, y de lo que les
es común, con poder soberano, es preciso ahora aclarar lo que significa poder soberano. Digo
que este poder es perpetuo, puesto que puede ocurrir que se conceda poder absoluto a uno o
a varios por tiempo determinado, los cuales, una vez transcurrido éste, no son más que súbditos.
Por tanto, no puede llamárseles príncipes soberanos cuando ostentan tal poder, ya que sólo son
sus custodios o depositarios, hasta que place al pueblo o al príncipe revocarlos. Es éste quien
permanece siempre en posesión del poder. Del mismo modo que quienes ceden el uso de sus
bienes a otro siguen siendo propietarios y poseedores de los mismos, así quienes conceden el
poder y la autoridad de juzgar o mandar, sea por tiempo determinado y limitado, sea por tanto
tiempo como les plazca, continúan, no obstante, en posesión del poder y la jurisdicción, que los
otros ejercen a título de préstamo o en precario. Por esta razón, la ley manda que el gobierno
del país, o el lugarteniente del príncipe, devuelva, una vez que su plazo ha expirado, el poder,
puesto que sólo es su depositario y custodio. En esto no hay diferencia entre el gran oficial y el
pequeño. De otro modo, si se llamara soberanía al poder absoluto otorgado al lugarteniente del
príncipe, éste lo podría utilizar contra su príncipe, quien sin él nada sería, resultando que el
súbdito mandaría sobre el señor y el criado sobre el amo. Consecuencia absurda, si se tiene en
cuenta que la persona del soberano está siempre exenta en términos de derecho, por mucho
poder y autoridad que dé a otro. Nunca da tanto que no retenga más para sí, y jamás es excluido
de mandar o de conocer por prevención, concurrencia o evocación, o del modo que quisiere, de
las causas de las que ha encargado a su súbdito, sea comisario u oficial, a quienes puede quitar
el poder atribuido en virtud de su comisión u oficio, o tolerarlo todo el tiempo que quisiera. [...]
La soberanía no es limitada, ni en poder, ni en responsabilidad, ni en tiempo. Del mismo modo,
los diez comisarios establecidos para reformar las costumbres y ordenanzas, pese a que tenían
poder absoluto e inapelable y todos los magistrados quedaban suspendidos durante su
comisión, no por ello ostentaban la soberanía, ya que, cumplida la comisión, su poder expiraba,
como ocurría con el del dictador... Supongamos que cada año, se elige a uno o varios de los
ciudadanos y se les da poder absoluto para manejar el estado y gobernarlo por entero sin
ninguna clase de oposición, ni apelación. ¿No podremos decir, en tal caso, que aquéllos tienen
la soberanía, puesto que es absolutamente soberano quien, salvo a Dios, no reconoce a otro por
superior? Respondo, sin embargo, que no la tienen, ya que sólo son simples depositarios del
poder, que se les ha dado por tiempo limitado. Tampoco el pueblo se despoja de la soberanía
cuando instituye uno o varios lugartenientes con poder absoluto por tiempo limitado, y mucho
menos si el poder es revocable al arbitrio del pueblo, sin plazo predeterminado. En ambos casos,
ni uno ni otro tienen nada en propio y deben dar cuenta de sus cargos a aquel del que recibieron
el poder de mando. No ocurre así con el príncipe soberano, quien sólo está obligado a dar cuenta
a Dios... La razón de ello es que el uno es príncipe, el otro subdito; el uno señor, el otro servidor;
el uno propietario y poseedor de la soberanía, el otro no es ni propietario ni poseedor de ella,
sino su depositario. […] La palabra perpetua se ha de entender por la vida de quien tiene el
poder. Cuando el magistrado soberano por sólo un año o por tiempo limitado y predeterminado
continúa en el ejercicio del poder que se le dio, necesariamente ha de ser o por mutuo acuerdo
o por fuerza. Si es por fuerza, se llama tiranía; no obstante, el tirano es soberano, del mismo
modo que la posesión violenta del ladrón es posesión verdadera y natural, aunque vaya contra
la ley y su anterior titular haya sido despojado. Pero si el magistrado continúa en el ejercicio del
poder soberano por mutuo consentimiento, sostengo que no es príncipe soberano pues lo
ejerce por tolerancia; mucho menos lo será si se trata de tiempo indeterminado, porque, en tal
caso, lo ejerce por comisión precaria... [...] Examinemos ahora la otra parte de nuestra definición
y veamos qué significan las palabras poder absoluto. El pueblo o los señores de una república
pueden conferir pura y simplemente el poder soberano y perpetuo a alguien para disponer de
sus bienes, de sus personas y de todo el estado a su placer, así como de su sucesión, del mismo
modo que el propietario puede donar sus bienes pura y simplemente, sin otra causa que su
liberalidad, lo que constituye la verdadera donación... Así, la soberanía dada a un príncipe con
cargas y condiciones no constituye propiamente soberanía, ni poder absoluto, salvo si las
condiciones impuestas al nombrar al príncipe derivan de las leyes divina o natural. Así, cuando
muere el gran rey de Tartaria, el príncipe y el pueblo, a quienes corresponde el derecho de
elección, designan, entre los parientes del difunto, al que mejor les parece, con tal que sea su
hijo o sobrino. Lo hacen sentar entonces sobre un trono de oro y le dicen estas palabras: Te
suplicamos, consentimos y sugerimos que reines sobre nosotros. El rey responde: Si queréis eso
de mí, es preciso que estéis dispuestos a hacer lo que yo os mande, que el que yo ordene matar
sea muerto incontinenti y sin dilación, y que todo el reino me sea remitido y consolidado en mis
manos. El pueblo responde así sea, y, a continuación, el rey agrega: La palabra de mi boca será
mi espada, y todo el pueblo le aplaude. Dicho esto lo toman y bajan de su trono y puesto en
tierra, sobre una tabla, los príncipes le dirigen estas palabras: Mira hacia lo alto y reconoce a
Dios, y después mira esta tabla sobre la que estás aquí abajo. Si gobiernas bien, tendrás todo lo
que desees; si no, caerás tan bajo y serás despojado en tal forma que no te quedará ni esta tabla
sobre la que te sientas. Dicho esto, le elevan y lo vitorean como rey de los tártaros. Este poder
es absoluto y soberano, porque no está sujeto a otra condición que obedecer lo que la ley de
Dios y la natural mandan. [...] Puesto que el príncipe soberano está exento de las leyes de sus
predecesores, mucho menos estará obligado a sus propias leyes y ordenanzas. Cabe aceptar ley
de otro, pero, por naturaleza, es imposible darse ley a sí mismo, o imponerse algo que depende
de la propia voluntad. Por esto, dice la ley: Nulla obligatio consistere potest, quae a voluntate
promittentis statum capit [No puede mantenerse ninguna obligación que nazca de la voluntad
de quien hace la promesa], razón necesaria que muestra evidentemente que el rey no puede
estar sujeto a sus leyes. Así como el Papa no se ata jamás sus manos, como dicen los canonistas,
tampoco el príncipe soberano puede atarse las suyas, aunque quisiera. Razón por la cual al final
de los edictos y ordenanzas vemos estas palabras: Porque tal es nuestra voluntad, con lo que se
da a entender que las leyes del príncipe soberano, por más que se fundamenten en buenas y
vivas razones, sólo dependen de su pura y verdadera voluntad.

En cuanto a las leyes divinas y naturales, todos los príncipes de la tierra están sujetos a ellas y
no tienen poder para contravenirlas, si no quieren ser culpables de lesa majestad divina, por
mover guerra a Dios, bajo cuya grandeza todos los monarcas del mundo deben uncirse e inclinar
la cabeza con todo temor y reverencia. Por esto, el poder absoluto de los príncipes y señores
soberanos no se extiende, en modo alguno, a las leyes de Dios y de la naturaleza... ¿Está sujeto
el príncipe a las leyes del país que ha jurado guardar? Es necesario distinguir. Si el príncipe jura
ante sí mismo la observancia de sus propias leyes, no queda obligado ni a éstas, ni ai juramento
hecho a sí mismo... Si el príncipe soberano promete a otro príncipe guardar las leyes
promulgadas por él mismo o por sus predecesores, está obligado a hacerlo, si el príncipe a quien
se dio la palabra tiene en ello algún interés, incluso aunque no hubiera habido juramento. Si el
príncipe a quien se hizo la promesa no tiene ningún interés, ni la promesa ni el juramento
pueden obligar al que prometió. Lo mismo decimos de la promesa hecha por el príncipe
soberano al súbdito antes de ser elegido... No significa esto que el príncipe quede obligado a sus
leyes o a las de sus predecesores, pero sí a las justas convenciones y promesas que ha hecho,
con o sin juramento, como quedaría obligado un particular. Y por las mismas causas que éste
puede ser liberado de una promesa injusta e irrazonable, o en exceso gravosa, o prestada
mediante dolo, fraude, error, fuerza, o justo temor de gran daño, así también el príncipe, si es
soberano, puede ser restituido, por las mismas causas, en cuanto signifique una disminución de
su majestad. Así, nuestra máxima sigue siendo válida: el príncipe no está sujeto a sus leyes, ni a
las leyes de sus predecesores, sino a sus convenciones justas y razonables, y en cuya observancia
los súbditos, en general o en particular, están interesados.

1. Ideas principales que contiene este fragmento (1ª, 2ª, 3ª, etc.).

2. Comentario de cada una de ellas (en este apartado conviene aprovechar la teoría que sea
pertinente para explicar por qué el autor dice lo que dice).

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