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Este impulso que en parte nace del hartazgo de la cotidianidad, de una toma de
conciencia sobre la mundanidad de nuestra propia existencia y de un anhelo
por algo que está más allá de lo material; expresa una condición antropológica
común a todo ser humano (en toda época y cultura) que nos lleva a buscar lo
absoluto.
La necesidad que los laicos tenemos de hacer retiros espirituales que nos
pongan nuevamente en el camino del Evangelio, nos ayuden a vivirlo con nuevo
vigor y a profundizar nuestra relación personal con Dios, fue percibida con
igual intensidad en diferentes momentos de la historia y dio origen al monacato,
a aquel género de vida que está organizado en función de una meta espiritual
que trasciende los objetivos de la vida terrestre y cuya consecución es
considerada como lo único necesario. De alguna manera, todos llevamos un
monje dentro.
Los orígenes más claros del monacato cristiano se remontan al siglo IV. Tras el
Edicto de Milán (313) que terminó con las persecuciones a los cristianos, la
Iglesia experimentó la necesidad de replantear cuál era la forma correcta de
seguir a Cristo en estas nuevas condiciones que inauguraba la paz de
Constantino. Hasta ese momento, el martirio había constituido el testimonio
más completo de amor a Dios, y la forma más perfecta de caridad hacia los
hermanos; aunque había sido siempre un hecho extraordinario. Al cesar las
hostilidad hacia el cristianismo, el ejemplo de santidad cristiana pasó al
monacato.
Poco tiempo después, San Pacomio tomaría este camino abierto por San
Antonio pero le agregaría una variante que daría origen al cenobitismo: la vida
comunitaria. A diferencia de los anacoretas que elegían voluntariamente la
soledad, los cenobitas se retiraron al desierto en grupos para vivir
comunitariamente.
Si quieres conocer más a fondo la vida de estos monjes del desierto puedes
consultar las siguientes obras de referencia: Los orígenes del monacato oriental.
Apuntes para una historia de las mentalidades de Ana Arranz Guzmán o
Historia de la Iglesia. Edad Antigua de Jesús Álvarez Gómez.
Tanto los anacoretas como los cenobitas se propusieron una entrega total al
servicio de Dios. Estos monjes del desierto buscaban alcanzar la libertad del
alma y unificar toda la vida en Cristo para disfrutar de los bienes celestiales en
este mundo. La apartheia era ese estado de paz profunda y de inmunidad ante
la tentación que los monjes querían alcanzar, ese estado que se inspiraba
especialmente en los cuarenta días que Jesús había pasado en el desierto. De
este modo, los religiosos llevaban una vida ascética que se esforzaba por
ejercitar las virtudes (humildad, caridad, compasión, fortaleza, castidad,
obediencia y continencia) y que combatiera los vicios (ira, envidia, vanagloria,
acidia y calumnia).
2. La salvación personal:
Estos monjes que se separaban de mundo para ir al desierto manifestaban un
profunda preocupación que los llevaba a preguntarse "¿cómo podré salvarme?"
Por ello recurrieron al ascetismo como medio de purificación y crecimiento
espiritual. San Antonio nunca creía que lo hecho con anterioridad a cada
momento presente fuera suficiente, porque Dios no podía sólo perdonar en
atención a lo bueno realizado en el pasado. Así, recomendaba vivir siempre
pensando en la muerte al decir: "porque si vivimos como si cada día fuera el día
de nuestra muerte, no pecaremos" (San Atanasio, Vida de San Antonio).
4. La renuncia:
5. El trabajo manual: