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La defensa técnica y la autodefensa en el proceso

penal

Por Guillermo Enrique


Friele

Sumario: 1.
Introducción. 2. El ejercicio
de la abogacía: importancia
de la asistencia técnica de
un abogado a las partes
que intervienen en un
proceso penal. 3.
Importancia de la defensa
gratuita proporcionada por
el estado. 4. ¿es posible la
autodefensa en un proceso
penal?. 5. Ultimas
consideraciones.

1. INTRODUCCION.
El presente trabajo,
tiene por objeto el
análisis de una
cuestión de
fundamental
importancia para
determinar la legalidad
de un procedimiento
penal, esto es: la
función del abogado
como asistente
técnico del acusado.

Se tratará, entonces:
a) de establecer por
qué es necesaria en
un procedimiento
penal la intervención
de un abogado que
asista técnicamente al
imputado; b) definir
funciones e
importancia del
Ministerio Público de
la Defensa, tema en el
cual voy a entroncar
una cuestión de
indudable actualidad;
a saber: ¿existe una
obligación para el
Estado de
proporcionar un
abogado a la víctima
débil?, entendida ésta
como aquélla que no
tiene medios
suficientes para
contratar a un letrado
que vele por sus
intereses durante el
proceso; y por último,
c) si el derecho a una
asistencia técnica es
renunciable por parte
del acusado.

Para cumplir
acabadamente con la
tarea emprendida, me
apoyaré
primordialmente en las
ideas esbozadas por
Jeremy Bentham [1] a
lo largo de su prolífica
obra, que pese a
haber sido concebida
hace ya
aproximadamente
doscientos años, no
sólo no ha perdido
actualidad sino que
aún hoy debería ser
tenida muy en cuenta
por parte de los
distintos operadores
en la materia como
una más de las
posibles soluciones
para ciertos
problemas de que,
indudablemente,
adolece el sistema
procesal vigente en el
ámbito federal de
nuestro país.
[1] Autor de origen inglés
(1748-1832), filósofo,
economista y jurista, creador
de la doctrina del
“utilitarismo”. Sus ideas
tuvieron mucha influencia en
la reforma de la estructura
administrativa del gobierno
británico, a finales del Siglo
XIX, en el derecho penal y en
el procedimiento jurídico. Se
puede mencionar, entre otras
de sus obras relevantes:
“Introducción a los principios
de la moral y la legislación”
(1789), “Fundamento de la
evidencia judicial” (1827), y
“Código Constitucional”
(1830). Para esta
presentación, en particular se
tomaron básicamente dos de
sus textos: “Tratados de la
Organización Judicial y la
Codificación” (1791) y
“Tratado de las Pruebas
Judiciales” (1823).
inicio
2. EL EJERCICIO DE
LA ABOGACIA:
IMPORTANCIA DE
LA ASISTENCIA
TECNICA DE UN
ABOGADO A LAS
PARTES QUE
INTERVIENEN EN UN
PROCESO PENAL.
2.1. En primer lugar,
debemos poner en
claro si un proceso, en
donde se ventila
cualquier tipo de
conflicto social, se
puede estructurar sin
la presencia de
abogados.

Desde la óptica del


citado maestro
ciertamente se
podría concebir un
proceso sin abogados
pero sólo bajo
determinadas
características que
describe de la
siguiente manera “....!
Dichosa la nación
cuyas leyes fuesen
tan sencillas que su
conocimiento
estuviese al alcance
de todos los
ciudadanos, y en
donde cada cual
pudiese dirigir y
defender su causa en
justicia, como
administra y dirige sus
demás negocios!...”.

Esa definición se
encuentra
íntimamente ligada a
su concepto del
“proceso natural” que
resume trazando la
siguiente analogía con
la justicia del buen
padre de familia: “...el
modelo natural de un
buen procedimiento lo
tenemos mucho más
cerca; está al alcance
de todo el mundo y es
inalterable. Un buen
padre de familia, en
medio de los suyos
regulando sus
disputas es la imagen
de un buen juez. El
tribunal doméstico
constituye el
verdadero tipo de
tribunal político....” [2].
Este tipo de justicia,
según Bentham, es
transmitido a través de
las distintas
generaciones,
aplicado por instinto
por el hombre de
campo e ignorado o
dejado de lado por el
hombre de ley.

Al destacar los rasgos


característicos de un
“procedimiento
natural”, explica que el
padre de familia
-cuando tiene que
resolver una cuestión-
hace comparecer a
todas las partes
interesadas, les
permite declarar en su
propio favor, pregunta
y exige respuestas,
hace el interrogatorio
en el mismo lugar, no
excluye a ningún
testigo permitiéndo
que cada uno se
explaye de la manera
que considere más
conveniente y
reservándose la
apreciación de cada
testimonio; si hay
contradicciones las
confronta de
inmediato, trata de
llegar rápidamente a
una conclusión -a fin
de evitar problemas
en el seno de la
familia- y atendiendo
al principio de que los
hechos recientes son
“los más fáciles de
conocer y probar”, no
permite aplazamientos
salvo que sea por una
circunstancia especial.

Como podemos
observar, la idea de
Bentham sobre cómo
debe llevarse a cabo
un procedimiento es
ideal, pues se
construye a partir de
un sistema de
garantías que respeta
los tres pilares sobre
los que debe
sostenerse un juicio, a
saber: la
imparcialidad, la
contradicción y la
publicidad.

Es lógico sostener
que, en un proceso de
este tipo, no se
requiera la presencia
de un abogado para
asistir a las partes,
porque las leyes
serían tan claras que
cualquier ciudadano
podría defender su
posición en los
tribunales sin que se
le menoscaben sus
derechos,
encontrándose las
partes litigantes en un
natural equilibrio; pero
la evolución de la
historia nos indica que
estos procedimientos
no existen, debido a
que la tan mentada
idea de la eficiencia
del poder penal estatal
siempre estuvo un
peldaño más arriba
que el respeto al
sistema de garantías,
avalando todo tipo de
atropellos sobre los
ciudadanos [3] .

A ello se suma que los


actuales sistemas
procesales son tan
complicados que sería
imposible que
cualquier ciudadano
pueda, con alguna
posibilidad de hacer
prevalecer su
posición, litigar en los
tribunales sin la
asistencia técnica de
un abogado.

Los problemas,
descriptos en los
párrafos
antecedentes,
determinan que es
imposible concebir un
proceso sin la
presencia de los
abogados.

Estas cuestiones
también fueron
advertidas por
Bentham quien, a
pesar de la poca
simpatía que parecía
tener por los
abogados [4] y en
discordancia con su
posición en cuanto a
que las partes de un
procedimiento se
pueden defender a sí
mismas, concluyó
“...Pero en el reinado
de una legislación
oscura y complicada,
de un modo de
enjuiciar lleno de
fórmulas y cargado de
nulidades,
especialmente con
una jurisprudencia no
escrita, el ministerio
de los abogados es
indispensable...”[5].

2.2. Probada entonces


la premisa de que no
cabe concebir un
proceso sin abogados
que defiendan las
posiciones de las
partes, debemos
establecer qué
dimensión le tenemos
que dar a esa
asistencia técnica.

Para ello, vamos a


circunscribir la
discusión a la
problemática de la
defensa del acusado
en una causa penal.

Es evidente, y con ello


no descubrimos nada
nuevo, que el ejercicio
de la abogacía se
relaciona
directamente, en el
marco de un proceso
penal, con un principio
garantizador básico: el
derecho que tiene
todo ciudadano a
defenderse de los
cargos que se le
imputen en el curso de
un proceso.

En tal inteligencia se
puede colegir que
“...el derecho de
defensa cumple,
dentro de un proceso
penal, un papel
particular: por una
parte, actúa en forma
conjunta con las
demás garantías; por
la otra, es la garantía
que torna operativas a
todas las demás. Por
ello, el derecho de
defensa no puede ser
puesto en el mismo
plano que las otras
garantías procesales.
La inviolabilidad del
derecho de defensa
es la garantía
fundamental con la
que cuenta el
ciudadano, porque es
el único que permite
que las demás
garantías tengan una
vigencia concreta
dentro del proceso
penal...” [6].

También se ha
afirmado que esta
garantía “...es la
principal condición
epistemológica de la
prueba: la
refutabilidad de la
hipótesis acusatoria
experimentada por el
poder de refutarla de
la contraparte
interesada, de modo
que no es atendible
ninguna prueba sin
que se hayan activado
infructuosamente
todas las posibles
refutaciones y
contrapruebas...” [7].

Y ¿por qué es tan


importante?. En
primer lugar, porque la
defensa es un
poderoso instrumento
de impulso y control
de la prueba que se
recaba en un proceso
penal; en segundo
lugar, porque juega un
papel contradictorio
con respecto al
órgano acusador,
aportando
contrapruebas que
tienden a desvirtuar a
las presentadas por
éste, todas las cuales
finalmente serán
analizadas y
valoradas por un
juez [8].

Pero, para jugar ese


papel contradictorio
hace falta que la
defensa y la
acusación estén en el
mismo plano,
conforme al decir de
Ferrajoli: “la perfecta
igualdad de las
partes”.

Ahora bien, ¿cómo se


logra tal cometido?.
De una manera muy
sencilla: “...que la
defensa esté dotada
de la misma
capacidad y de los
mismos poderes que
la acusación;...que se
admita su papel
contradictor en todo
momento y grado del
procedimiento y en
relación cualquier
acto probatorio, de los
experimentos
judiciales y las
pericias al
interrogatorio del
imputado, desde los
reconocimientos hasta
las declaraciones
testificales y los
careos...” [9].

Ya Bentham entendía
este concepto de la
igualdad entre las
partes como una
garantía del debido
proceso ya que, al
dedicar un capítulo a
los abogados,
especificó que éstos
eran necesarios
porque restablecían la
igualdad entre las
partes litigantes, con
relación a la
capacidad, y para
equilibrar algunas
ventajas que podrían
tener los “agresores
injustos” [10].

Entiende, por ende, al


abogado como un
protector de su cliente
que debe reunir dos
condiciones
necesarias: por un
lado, un conocimiento
completo de todo lo
que concierne a la
causa y, por el otro un
celo suficiente para
sacar el mejor
provecho posible a
favor de su cliente.

Por último, resalta dos


características de los
abogados, la primera:
que en el sistema de
la publicidad son muy
raros los casos de
abogados corruptos y
la segunda: que no se
niegan a asistir a
nadie, sean ricos o
pobres, grandes o
pequeños, etc.,
desplegando todo el
talento que poseen en
beneficio de su
cliente[11] .

Como es dable
observar, ya a
principios del siglo XIX
se discutía si en el
marco de un proceso
las partes debían
estar en un plano de
igualdad a fin de
garantizar sus
derechos. Empero, el
Legislador Nacional
desconoció esta
discusión, pues siguió
proclamando códigos
procesales en materia
penal de neto corte
inquisitivo, donde esta
igualdad de partes se
ve claramente
avasallada al
cercenársele a la
defensa del imputado
el ejercicio de
derechos de clara
raigambre
constitucional [12].

2.3. De acuerdo a lo
expuesto en los
puntos anteriores, se
pueden extraer tres
conclusiones:

a) que, para estar en


un plano de igualdad
con el Ministerio
Público Fiscal, la
defensa del ciudadano
debe ser técnica para
poder velar por los
intereses de su cliente
de la mejor manera
posible. Para que esa
defensa técnica sea
efectiva, debe ser
llevada adelante por
un abogado, un
especialista en leyes
que conozca los
mecanismos,
vericuetos y
complejidades que
presenta en la
actualidad un
procedimiento penal.

b) que, a partir de este


concepto de igualdad,
el Estado debe estar
obligado a
proporcionar una
defensa técnica a todo
imputado que la
necesiten, y no tenga
medios económicos
para poder
solventarla.

c) que, la defensa
debe estar y participar
activamente en toda la
actividad probatoria
que se desarrolle en
cualquier etapa del
proceso penal, con el
objeto de verificar la
legalidad de dichos
actos. Desde este
punto de vista, la
defensa deja de ser
un “auxiliar de la
justicia” -como es
común escuchar en el
lenguaje forense- para
convertirse en un
verdadero custodio de
los derechos e
intereses de su
cliente.

[1] Jeremy Bentham,


“Tratados sobre la
organización judicial y la
Codificación”, Imprenta de la
Sociedad Literaria y
Tipográfica, Madrid, 1845,
traducido por B. Dumont
Capítulo XXI, pág. 78.

[2] Jeremy Bentham, “Tratado


de las Pruebas Judiciales”,
Editorial Egea, Bs. As., 1971,
traducción de Ossorio Florit,
Capítulo III pág. 17.

[3] Un ejemplo de dicho


aserto lo constituye la
inquisición española, cuyos
procedimientos para obtener
la “verdad” son reconocidos
como antecedentes
inmediatos para establecer el
sistema procesal de neto
corte inquisitivo, que rigió en
el ámbito federal de nuestro
país durante la mayor parte
del siglo XX.

[4] Bentham, cuando en el


“Tratado de la Pruebas
Judiciales”, pág. (17/18) se
refiere al hombre de ley, traza
un paralelo entre el hombre
natural y el hombre artificial
diciendo: “...El hombre natural
puede ser amigo de la
verdad; el hombre artificial es
su enemigo. El hombre
natural puede razonar con
justeza y con simplicidad; el
hombre artificial no sabe
razonar sino con la ayuda de
sutilezas, de suposiciones y
de ficciones. El hombre
natural puede buscar sus
fines por el camino recto; el
hombre artificial no sabe
llegar al suyo sino por
desviaciones infinitas y si
tuviese que preguntaros:
¿qué hora es?, o: ¿qué
tiempo hace?, empezaría por
poner dos o tres personas
entre vosotros y él, inventaría
cualquier cuestión de
astrología y emplearía
algunas semanas o algunos
meses en escritos y en
problemas preliminares...”.
Por su parte, en la pág. 104
afirma “...Entre los males que
contiene el proceso, uno de
los más comunes y de los
más graves es la animosidad
de los informes de los
abogados. Las partes
irritadas, convierten el templo
de la justicia en arena de
gladiadores; y menos
ardorosos en la defensa de sí
mismos que en atacar a sus
adversarios, los defensores
se obstinan en cuestiones
que no tienen otra finalidad
que arruinar recíprocamente
su reputación. Menos se
puede justificar a los
abogados que, revestidos de
una animadversión postiza y
de un odio mercenario, para
desacreditar a un testigo o a
la parte adversa, husmean en
sus vidas privadas para
descubrir debilidades ocultas,
haciendo gala de su cobarde
éxito...”. Estas agrias críticas
a la actividad que llevan a
cabo los abogados, nos
deberían hacer reflexionar
respecto a lo que sucede hoy
día, a fin de evitar algunos
excesos que cometen éstos y
que no tienen que ver con el
efectivo ejercicio de la
defensa en juicio, sino más
bien en cómo “complicar” el
normal desarrollo del proceso
penal, con procederes
rayanos con la falta de ética
profesional.

[5] Bentham, “Tratados de la


organización....”, Capítulo
XXI, pág. 78.

[6] Alberto Binder,


“Introducción al derecho
procesal penal”, Editorial. “Ad
Hoc”, 1993, pág. 151.

[7] Luigi Ferrajoli “Derecho y


Razón”, Editorial Trotta,
Madrid 1995, pág. 613.

[8] Esta importancia de la


defensa se hace patente en
un modelo de proceso penal
que reconozca, como actores
del mismo: a) a un órgano
acusador público que recaba
pruebas a fin de poner en
crisis el principio
constitucional de inocencia
representando, en los casos
que corresponda, a aquella
víctima que no tiene medios
económicos suficientes como
para afrontar los costos de
acusación particular; b) una
defensa que con las mismas
facultades de éstos va a
intentar echar por tierra a las
pruebas de cargo
recolectadas; y c) un juez
imparcial (árbitro) que
analizará y valorará la prueba,
decidiendo de acuerdo a sus
libres convicciones la cuestión
que le han traído a su
conocimiento. La variante a
este sistema se da cuando la
víctima sí tenga medios
suficientes como para abonar
los servicios de un abogado,
constituyéndose en una parte
acusadora privada y
cumpliendo así el mismo rol
que le asignáramos
anteriormente al Ministerio
Público Fiscal.

En síntesis, de ese modo


operará un verdadero proceso
penal de partes, en donde se
equilibran dos fuerzas: la
eficiencia del poder penal
estatal y los límites que se
imponen a éste. No voy a
adentrarme, ya que no es el
objeto del trabajo, en la critica
sobre la manera en que
actualmente se lleva adelante
el proceso de enjuiciamiento
penal de una persona en el
ámbito de la justicia federal,
donde el método inquisitivo
prima a través de la
permanencia del juez de
instrucción, o acerca de la
posibilidad del tribunal de
juicio de realizar prueba de
oficio en esa etapa tan
importante, etc., y en donde el
modelo acusatorio sólo se
vislumbra en algunos
institutos tales como el de la
delegación de la instrucción
(art. 196 del C.P.P.N.) o en el
de la instrucción sumaria
prevista en el art. 353 bis del
C.P.P.N.

[9] Luigi Ferrajoli, ob. cit. ,


pág. 614.

[10] Bentham en el “Tratado


de las Pruebas....”, Capítulo
III pág. 186 dice que en un
proceso sin abogados
“...cualquier agresor injusto
tendría frecuentemente dos
ventajas opresivas: la de un
espíritu fuerte sobre un
espíritu débil y la de un rango
elevado sobre una condición
inferior. En una causa de
naturaleza dudosa o
compleja, a menos de
suponer a los jueces
insensibles a las debilidades
humanas, esas dos ventajas
podrían resultar demasiado
peligrosas para la justicia; e
incluso, en el caso de una
perfecta imparcialidad,
dejarían expuesto al juez a
sospechas odiosas...”.
Volveré más adelante a
analizar esta idea de la
víctima débil.

[11] Confr. Bentham, “Tratado


de las Pruebas...”, págs.
185/186.

[12] Esta desigualdad era


notable con el llamado
“código Obarrio” ley 2372,
vigente hasta hace muy
pocos años en el ámbito de la
justicia penal nacional.
Actualmente este cuadro de
situación ha amenguado con
el nuevo Código Procesal
Penal de la Nación (Ley
23.984) que acuña un sistema
“mixto” en el que también se
vislumbra disparidad de
fuerzas entre el órgano
juzgador, (que sigue teniendo
facultades inquisitivas, tanto
en la etapa investigativa como
en el juicio), el Ministerio
Público Fiscal y la defensa
técnica del imputado, ya que
a ésta se le sigue negando la
posibilidad de conocer todas
las pruebas de cargo
existentes (mediante el
secreto del sumario –art. 204
-), o la posibilidad de aportar
prueba en el sumario pues, si
el juez instructor entiende que
no son “pertinentes y útiles”,
no las practicará siendo su
resolución irrecurrible - art.
199-.
inicio
3. IMPORTANCIA DE
LA DEFENSA
GRATUITA
PROPORCIONADA
POR EL ESTADO.
3.1 Concatenado con
la conclusión expuesta
en el punto b) del
acápite anterior, el
Ministerio Público de
la Defensa es un
órgano indispensable
para un modelo
procesal ideal, pues
será el factor que
mantiene o restablece
el equilibrio entre las
partes cuando un
ciudadano no tiene
medios económicos
para pagar un
abogado de su
confianza.

Ferrajoli, al hablar del


equilibrio de las partes
en un proceso penal,
le da suma
importancia a la
creación de este
ministerio [1] desde un
presupuesto básico: al
Estado no sólo le
interesa el castigo de
los culpables
mediante una
recolección legal de
pruebas en su contra,
sino que también le
interesa que éstos
sean tutelados, a
partir del principio
constitucional de la
presunción de
inocencia, teniendo el
derecho a
refutarlas [2].

Una de las fuentes


históricas en donde se
apoya el concepto
esbozado en el
párrafo anterior es,
justamente, la opinión
de Bentham quien
reclamaba la creación
de este ministerio para
la protección de la
inocencia.
Concretamente decía:
“...Es por consiguiente
de absoluta necesidad
poner ostensiblemente
al lado del magistrado
que persigue el
crimen, uno que vele
por la suerte de la
inocencia, no
conceder al acusador
público ventaja alguna
de que no goce el
defensor y separar
estos dos cargos del
de juez, para dejar a
éste íntegra su
imparcialidad...” [3].

Como podemos
colegir, el ideal de
juicio es el que
venimos propugnando
a lo largo de este
trabajo, donde
coexisten dos partes
en igualdad de
condiciones y un juez
que es el que en
definitiva decide sobre
el conflicto. Resulta
también interesante
señalar que Bentham
cree que estos dos
consejeros legales
-fiscal y defensor
oficial- no deben
prestar sus servicios a
particulares que les
puedan pagar[4].

El mentado autor,
luego de hacer un
análisis histórico y
crítico de cómo
comenzó a gestarse la
existencia de
abogados
dependientes del
Estado [5], propone un
sistema muy parecido
al que rige en la
actualidad: existencia
de abogados
particulares o de
“confianza de las
partes”, junto con los
oficiales que tendrán
que defender los
intereses de dos
estamentos de la
sociedad que los
necesitan: “el público
y los pobres” [6] .

Pero, lo que resulta


más interesante es
cuando expone los
motivos por los cuales
estos defensores del
Estado van a cumplir
correctamente con la
función asignada.
Esos motivos son dos:
el primero -la
publicidad del juicio-
pues el contralor
directo del público
respecto a su
actuación lo obliga a
hacer las cosas bien y,
el segundo que no se
va a exponer a que el
juez u otro abogado
tomen la defensa de la
causa por haber
actuado
negligentemente. En
otras palabras, apela
al honor y prestigio de
ese defensor como
valores esenciales
para la realización de
una buena defensa.
Por eso, termina
afirmando que “...sus
ascensos dependen
de su reputación, y el
mejor medio de lograr
el respeto y homenaje
de su profesión, es el
de distinguirse en el
servicio del público y
el de los pobres...” [7].

Esta lectura de un
autor clásico como
Bentham, nos debe
ayudar a rediseñar los
actuales sistemas de
control y de ascenso
de los integrantes del
ministerio público de
la defensa para lograr
una mayor eficacia en
esta importante tarea,
pues no sólo se deben
tener en cuenta los
antecedentes
académicos o la mera
consignación de los
antecedentes
laborales de los
postulantes, sino que
se debe
complementar esos
datos con la efectiva
comprobación de que
los aspirantes, en el
cumplimiento diario de
su función, respetan a
conciencia los valores
arriba señalados.

Hemos destacado
entonces que, para
que se mantenga el
equilibrio entre las
partes -acusadora y
defensora- debe
existir un ministerio
público de la defensa
fuerte, que cuente con
los mismos poderes
de investigación que
el ministerio público
fiscal, a fin de poder
refutar las pruebas de
cargo que ponen en
crisis el principio de
inocencia que ampara
a los ciudadanos
cuyos intereses
defiende. Por lo tanto,
la pregunta que
deviene como
inevitable

a esta altura del


análisis es: ¿tal como
está estructurado el
ministerio público de
la defensa en la
República Argentina,
se cumple con este
equilibrio?, la
respuesta
lamentablemente tiene
que ser negativa.

No develamos ningún
misterio si afirmamos
que, en la actualidad,
el ministerio público
de la defensa se
encuentra en una
importante crisis de
eficacia pues como
bien lo señalan las
estadísticas
disponibles, la gran
mayoría de la clientela
del sistema penal de
nuestro país está
constituida por pobres
que necesitan
ineludiblemente
utilizar los servicios de
la defensa oficial. Esta
situación de exceso
en la demanda lleva,
por su parte, dada la
escasez de recursos
de todo tipo que
padecen los
defensores oficiales
hoy día, a que éstos
deban por ejemplo
concurrir, en un mismo
día, a dos debates
orales y públicos,
aparte de efectuar las
obligatorias visitas a
sus defendidos en
Unidades Carcelarias
distintas, etc., todo lo
cual evidentemente
debilita la eficacia de
la defensa pública [8],
no por culpa de sus
operadores sino por la
insuficiencia
manifiesta de las
estructuras, que de
ese modo se ven
desbordadas.

Y, encima, estos
problemas generan
otros más.
Actualmente, debido a
la cantidad y calidad
de las tareas que
deben sobrellevar los
Defensores Oficiales
que actúan ante los
treinta Tribunales
Criminales de la
Capital Federal se
está produciendo una
situación de extremo
apremio que debe ser
solucionada sin
demora.

En efecto, -créase o
no- un tercio de esos
defensores, debido al
constante estrés a que
se ven sometidos, se
encuentra con licencia
por enfermedad. Ello
motivó que,
recientemente, la
Asociación de
Magistrados y
Funcionarios de la
Justicia Nacional
remitiese una nota al
Sr. Defensor General
de la Nación a fin de
hacerle saber la
honda preocupación
por la salud de los
defensores generales,
y solicitarle una pronta
y eficaz respuesta que
haga cesar esta
gravosa situación [9].
En síntesis: no sólo
disponen de pocos
recursos los escasos
defensores oficiales
disponibles, sino que
para colmo se irá
enfermando un
número cada vez
mayor, agravando la
situación de aquéllos
que todavía se
mantengan sanos.
Considérese ahora
hasta que punto
intolerable repercute
este conjunto de
factores adversos,
finalmente, en el
ciudadano pobre que
inevitablemente
requiere este
servicio.

Por tanto, esta


endeblez de la
defensa pública en la
Argentina,
condicionada por la
actual legislación
procesal, viene a
quebrar el equilibrio
del que venimos
hablando como
indispensable a lo
largo de este trabajo,
poniéndola en
inferioridad de
condiciones frente a
las facultades que
poseen tanto el
órgano acusador
como el juez o tribunal
instructor. Lo expuesto
permite afirmar que
“...el proceso penal
está siempre bajo la
sospecha de
ilegitimidad...” [10].

3.2. En la introducción
se había dejado
planteada la siguiente
cuestión: ¿existe una
obligación del Estado
en proporcionar un
abogado a la víctima
débil?.

Para comenzar a
dilucidar dicho
entuerto debemos
partir de la base
esbozada por
Bentham cuando
explicó que, para
lograr el justo
equilibrio entre las
partes, la víctima
débil [11] debía ser
asesorada por un
hombre conocedor de
las leyes, a fin de
evitar las ventajas que
podrían llegar a tener
los “agresores
injustos” [12].

A partir de este
concepto, se puede
interpretar que el
Estado está obligado
a brindarle
asesoramiento jurídico
a la víctima de un
delito que no tenga los
recursos económicos
suficientes como para
contratar un abogado
que la patrocine en
una querella criminal;
en otras palabras,
debe proporcionarle
un abogado para que
defienda sus intereses
en un juicio de esas
características.

Establecida esta
definición del
problema, debemos
determinar cuál es el
órgano del Estado que
debe cumplir con tan
importante función.

De hecho, no cabe
duda que debe ser el
Ministerio Público
Fiscal, pues quien otro
que un fiscal va a
defender mejor los
derechos de la víctima
de un delito. Nadie
puede tener la
experiencia que tiene
aquel para cumplir con
una tarea tan
específica como es la
de sostener una
acusación en contra
del imputado.

Pero, para que esto


ocurra, se hace falta
efectuar
trascendentes
reformas. Todo el
título 11 del Código
Penal Argentino, que
trata el ejercicio de las
acciones penales,
debería ser
modificado con un
determinado fin:
permitir que el
proceso penal tienda a
ser una verdadera
contienda de partes,
en donde los
adversarios sean
primordialmente la
víctima, por un lado y,
por el otro el acusado,
que llevan su conflicto
a conocimiento de un
tribunal para ser
resuelto a partir de las
probanzas que hayan
arrimado al proceso y
las libres
convicciones [13].

Para ello, se debe


ampliar el catálogo de
delitos que permitan
el ejercicio de la
acción privada por
parte de la víctima,
sin intromisión del
Estado, y restringir la
acción penal pública
para aquellos delitos
que sean de especial
interés para el
Estado [14] o los que
pongan en peligro la
paz social y/o a las
instituciones
democráticas [15].

Con el sistema que en


consecuencia se
propone, 1) el
funcionamiento del
cuerpo de fiscales del
Estado estaría
limitado a la
intervención e
investigación de
aquellos delitos de
acción pública
taxativamente
enumerados; 2) las
víctimas de los delitos
de acción privada
serían los únicos
capacitados para
decidir si utilizan el
sistema penal para
solucionar sus
conflictos o no y, en
caso de que así sea,
si contratan los
servicios de un
abogado de la
matrícula para que
defienda sus intereses
en un juicio criminal;
3) para quienes no
tengan suficiente
poder económico para
solventar la actuación
de ese abogado, el
Estado les designaría
uno (integrante del
Ministerio Público
Fiscal) para que
pueda sostener
acabadamente su
pretensión en dicho
juicio [16]; y, por
último, el imputado
que, como ya lo
adelantáramos,
también puede optar
por una defensa
técnica privada o
pública .

Sin embargo, la
realidad nos marca
otra cosa, por lo que
merecerá un párrafo
aparte la crítica al
sistema de defensa de
los intereses de la
víctima que está
implementado en el
ámbito nacional.

Por resolución
559//99 [17], el
Defensor General de
la Nación dispuso:
“hacer saber a los
señores Defensores
Oficiales del fuero
penal que deben
asumir la asistencia
técnica de toda
persona que lo solicite
para actuar en el
proceso como
querellante particular y
actor civil y no le sea
posible solventar
económicamente un
abogado de la
matrícula”.

Como podemos
observar, los
mismos defensores
oficiales que
defienden a los
imputados que no
tienen medios para
pagar un abogado,
son los que también
defienden los
intereses de la
víctima.

Esta situación
esquizofrénica ha sido
perfectamente
descripta por el Dr.
Luis Jorge
Cevasco [18], quien
efectúa una
pormenorizada crítica
a esta pretensión de
asumir dos funciones
diametralmente
opuestas por parte del
Ministerio Público de
la Defensa,
circunstancia que no
hace más que agravar
la difícil situación en la
que hoy día se
encuentran los
defensores oficiales
del fuero penal de la
Capital Federal.

Evidentemente, la
falta de un
ordenamiento claro en
esta materia y el
pretendido monopolio
del Estado en la
persecución del delito
permiten resquicios
por donde se puede
filtrar este tipo de
resoluciones. Es un
deber inexcusable de
los operadores del
sistema penal
argentino el de
intentar dar otro tipo
de soluciones a estos
problemas.

3.3. Como
conclusión de este
capítulo tenemos: a)
en el marco de un
proceso penal, la
defensa oficial es
fundamental para
equilibrar el poder
del Ministerio
Público Fiscal; b)
atento a las
deficiencias
detalladas en el
servicio de la
defensa oficial de
nuestro país, se
deben brindar
nuevas soluciones
para eliminar ese
déficit; y c) se deben
efectuar
modificaciones al
actual sistema penal
argentino, para que
la “víctima débil” sea
asistida
gratuitamente por un
abogado del Estado,
que no sea un
“defensor oficial”
sino un integrante
del Ministerio
Público Fiscal.

[1] Luigi Ferrajoli, ob. cit. pág.


583 “...Esta equiparación sólo
es posible si junto al defensor
de confianza se instituye un
defensor público, esto es un
magistrado destinado a
desempeñar el ministerio
público de la defensa,
antagonista y paralelo al
ministerio público de la
acusación...”.

[2] Confr. Ferrajoli, ob. cit.,


pág. 583.

[3] Bentham, “Tratados de la


Organización...”, pág. 65.

[4] Bentham, “Tratados de la


Organización...”, pág. 65. A mi
entender, se hace referencia
allí 1) a la idea de
equiparación entre los dos
ministerios públicos, 2) a que
ambos funcionarios estatales
deban asistir a los pobres y,
3) a que si estos funcionarios
oficiales atendieran los
intereses de los particulares,
seguramente la justicia
quedaría expuesta a atrasos
perjudiciales a causa de esos
intereses que nada tienen que
ver con lo público.

[5] El rey de Prusia Federico II


debido a los abusos en los
que incurrían los abogados,
prohibió a las partes recurrir a
los servicios de éstos,
reemplazándolos por unos
asesores jurídicos pagados
por el público y que debían
servir gratuitamente a los
particulares. La principal
critica de Bentham, según mi
entender, era el hecho de que
al quedar obligados los
particulares a tomar los
servicios de abogados que
dependían del rey, nunca se
iba a lograr esa confianza que
dimana en la relación
abogado- cliente, y por que
este último, si perdía el pleito,
seguramente le iba a echar la
culpa a la falta de capacidad
o a la indiferencia del
abogado oficial forzoso. Por
ello, sostenía que debían
coexistir los dos sistemas,
para que los particulares
puedan elegir libremente.
Confr. “Tratados de la
Organización....”, pág.84.

[6] Esta misma coexistencia la


reclama cuando trata el tema
de los acusadores. Habla de
que en el sistema procesal
penal deben coexistir
acusadores voluntarios y
oficiales “...con lo cual se
tendrán dos elementos rivales
que se estimularán
mutuamente, ejerciendo el
uno sobre el otro una
vigilancia continua. Esta liga
es de un poder inmenso
contra el crimen, pues hacia
cualquier parte que el
malhechor se dirija, no verá
más que motivos de temor y
ninguno de esperanza...”.
confr. “Tratado de la
Organización....”, pág. 72.

[7] Bentham, ob. cit. págs. 85.

[8] Cfr. Con Alberto Binder,


ob. cit., pág. 157.

[9] Carta cursada el 17 de


mayo de 2000, e informada a
los asociados mediante
comunicación nº 057/2000 del
18 de mayo.

[10] La frase pertenece a


Alberto Binder.

[11] Bentham define los


supuestos de “víctima débil”
abarcando a las mujeres, los
niños, los enfermos, las
personas de ánimo débil, o
apocado, y a quienes se
hallan esclavos de
ocupaciones indispensables.
Confr. “Tratados de la
Organización...”, pág. 68.

[12] Complementa lo
expuesto en la nota 11,
cuando Bentham en “Tratados
de la organización....” habla
de la ventaja que tendrían
aquellas personas
experimentadas en el crimen
por sobre los acusadores
débiles y poco
experimentados –confr. pág.
68-.

[13] Este tema nos


introduciría en una cuestión
de eterno debate: ¿existe un
verdadero monopolio del
conflicto penal por parte del
Ministerio Público Fiscal?,
¿es el Estado el que se
apropia del conflicto sin
interesarle la víctima, con el
sólo objeto de castigar a
aquella persona que ha
desobedecido las normas
penales vigentes?. Este y
otros interrogantes
merecerían un tratamiento
especial que excede
largamente los límites de este
trabajo. Pero al menos se
puede decir como botón de
muestra que cuando se
desarrollan los juicios en los
tribunales porteños, luego de
varios años de instrucción, es
habitual que la víctima –en
cuanto se sienta a declarar- lo
primero que pregunte es el
porque de la citación y una
vez informada sobre el hecho
que se ventila en la audiencia
de debate oral y pública diga,
“...ese hecho ya me lo olvidé,
nunca me importó
demasiado...”, o el consabido
“...hice la denuncia para que
el seguro me pague...”. En
síntesis, tampoco es legítimo
un proceso sin la presencia
activa de la víctima, pues no
es tenido en cuenta el mayor
interesado en que el estado
de cosas vuelva a como
estaba antes de la comisión
del ilícito.

[14] Como por ejemplo: los


delitos de evasión impositiva,
lavado de dinero,
encubrimiento, tráfico de
estupefacientes, etc.

[15] Así como se encuentra


legislado nuestro sistema
penal, los únicos procesos
que cumplen acabadamente
con los preceptos de
“imparcialidad”,
“contradictorio” y “publicidad”
-y que son netamente
adversariales- son los juicios
por delitos de acción privada
–arts. 415 y siguientes del
C.P.P.N..

[16] Bentham, al proponer la


existencia de una
magistratura pública fiscal del
lado de la víctima débil, nos
dice: “...la institución de esta
magistratura es una medida
que la equidad prescribe.
Bastante agravado se
encuentra un individuo con el
delito de que haya sido
objeto, y no es justo empeorar
más y más su situación con
las desazones y dificultades
que acarrea una acusación
pública. ¿deberá dejársele sin
auxilio si no puede atender
por si mismo a la reparación
de la injuria que ha
recibido?....”. Ver “Tratados de
la Organización...”, pág. 69.

[17] Ratificada por resolución


729/99 del 31 de mayo de
1999.

[18] Luis Jorge Cevasco, “Un


Defensor Desorientado”, LL
tomo 199-C-págs.
1168/11169.
inicio
4. ¿ES POSIBLE LA
AUTODEFENSA EN
UN PROCESO
PENAL?.
Si siguiéramos los
principios de Bentham
sobre el
procedimiento, tal
como fueran
descriptos a lo largo
del acápite 2.1., no
tendríamos ninguna
duda en responder al
interrogante planteado
en el epígrafe diciendo
que sí, que es posible
la autodefensa en una
causa penal, pues no
existe ninguna
persona que defienda
mejor sus intereses en
un juicio que el propio
interesado.

Así el autor mentado


nos enseña: “...Si
existe algún derecho
que pueda llamarse
derecho natural y que
tenga en sí mismo el
carácter evidente de
conveniencia y de
justicia parece que es
el de defenderse á sí
propio, ó valerse de
un amigo para que le
ayude en su causa.
¿A qué obligarme á
que mi suerte
dependa de un
abogado, si no hay
ninguno en quien
tenga tanta confianza
como en mí
mismo?...”[1].

Pero, a partir de las


conclusiones a las que
se llegó, se sostuvo
que para no fracturar
el equilibrio entre las
partes era
imprescindible la
presencia de un
abogado, defendiendo
al imputado en un
proceso penal. Ahora
bien, esta defensa
técnica ¿debe ser
obligatoria?.

Una primera
aproximación nos
indica que no, pues
ella es un derecho del
ciudadano al que se
puede renunciar, salvo
que el juez entienda
que eso no es posible
por vislumbrar que, de
esa forma, se va a
menoscabar el
derecho de defensa
en juicio[2].

En mi opinión, la
defensa técnica
asumida por un
abogado siempre
debe ser obligatoria,
aún en aquellos casos
en que el imputado
sea un especialista en
leyes. La práctica
judicial me lleva a
afirmar que un letrado,
sobre el cual pesa una
acusación penal, no
se puede auto
defender con eficacia
pues, en el afán de
cumplir con esta
función, pierde de
vista circunstancias
que son esenciales
para una correcta
defensa en juicio [3].

Entonces, ¿en qué


casos se puede
renunciar a ese
derecho?. La clave la
da Bentham al
sostener que, para
aquellas causas
complejas,
complicadas, que
tengan un gran interés
para la comunidad o
para las partes
involucradas en el
conflicto, se deberá
buscar a un hombre
de ley para que los
asista técnicamente
durante el proceso;
mientras para las
sencillas se podrá
optar por la
autodefensa o la
defensa efectuada por
sus amigos [4].

Esta posición -a mi
entender- es correcta
y se podría aplicar
perfectamente hoy,
día siempre y cuando
cambien algunas
cosas. El autor en
cuestión nos da a
entender que, ya en
ese tiempo, se
efectuaba una
selectividad de causas
que ingresaban al
sistema, utilizando
criterios utilitaristas
tales como “el engorro
y los gastos de
actuación”, lo cual, en
otras palabras, se
puede traducir en la
directa relación costo
– beneficio que tiene
un proceso legal.

Por lo tanto, eran


desterrados de los
tribunales, aquellos
conflictos cuya
solución traía
aparejados
demasiados costos sin
obtener un beneficio
equivalente [5].

Pero no por ello se


debe dejar de tratar de
solucionar ese
problema, pues las
mismas partes
-utilizando otros
mecanismos de
gestión del conflicto-
pueden resolverlo sin
llegar al sistema
penal.

Tales mecanismos de
gestión (mediación,
conciliación,
intervención de
instituciones
intermedias para
solucionar conflictos
vecinales, etc.)
permiten que los
involucrados
resuelvan su problema
directamente y sin la
asistencia técnica de
abogados,
restituyendo la “paz
social”.

En síntesis, se puede
afirmar que el sistema
no debe autorizar,
bajo ningún punto de
vista, la posibilidad de
autodefensa a aquel
ciudadano que ha sido
acusado en el marco
de un proceso penal,
pero sí puede otorgar
esa facultad cuando
las actuaciones
tengan por objeto
resolver conflictos
menores que aún no
fueron atrapados por
el poder penal
estatal [6].

[1] Jeremy Bentham “Tratados


de la organización.....”, pág.
79. Inclusive, en dicha obra
refuta con mucho empeño las
objeciones que se hacían en
esa época contra la defensa
en las causas por las mismas
partes.

Se pueden resumir dichas


objeciones contra la
autodefensa en: a)
incapacidad de un individuo
que carece de conocimiento
del foro y el peligro que
implica intentar defenderse a
si mismo en el marco de esa
ignorancia, b) el respeto
debido a la dignidad de los
jueces, y c) el beneficio que
resulta de economizar al juez
un tiempo precioso, pues la
causa se le presenta ya
trabajada (confr. págs. 79 y
siguientes.).

[2] Cfr. con Luigi Ferrajoli, ob.


cit., pág. 614. En el mismo
sentido, Alberto B. Binder, ob.
cit. pág. 155 cuando refiere
“...en determinados casos,
bajo circunstancias
especiales y exclusivamente
a pedido del imputado, se
permite que éste ejerza su
propia defensa, sin contar con
asistencia letrada...”.

[3] He visto juicios en donde


se debatía la posible
responsabilidad penal de un
abogado respecto a la
comisión de un hecho ilícito,
donde éste, a raíz del
apasionamiento con que
ejercía su propia defensa, no
percibía cuestiones que le
eran favorables y que debían
ser planteadas
necesariamente durante el
transcurso del debate oral y
público. Esta superposición
de funciones, del abogado
que conoce todos los
pormenores de la causa
utilizando una táctica acorde
con los intereses de su
defendido y del cliente que
sólo entiende que es inocente
y que toda la causa es una
maquinación para
perjudicarlo, menoscaba el
derecho de defensa en juicio,
pues quiebra el concepto de
la perfecta igualdad de
partes.

[4] Bentham, “Tratados de la


Organización....”, pág. 110 en
donde afirma “...y si hacen
uso del privilegio de
defenderse a si mismos, o
valiéndose de sus amigos,
será únicamente en aquellas
causas sencillas, que se
hallan en la actualidad casi
desterradas de los tribunales
por el engorro y los gastos de
actuación....”.

[5] Esta idea es receptada


modernamente por aquellos
sistemas penales donde, a
través del establecimiento de
un principio de oportunidad
reglado, se efectúa una
selectividad de causas que
ingresan a los mismos
utilizando, por ejemplo, el
“principio de insignificancia”
entendido como “...aquél que
permite no enjuiciar
conductas socialmente
irrelevantes, garantizando no
sólo que la justicia se
encuentre más desahogada,
o bien menos atosigada,
permitiendo también que
hechos nimios no se erijan en
una suerte de estigma
prontuarial para sus autores...
Contrariamente a lo que se
impone, aplicando este
principio a hechos nimios se
fortalece la función de la
administración de justicia, por
cuanto, deja de atender
hechos mínimos para cumplir
con su verdadero rol...” -Abel
Cornejo, “Teoría de la
Insignificancia”, Ad-Hoc,
1997, pág.59-.

[6] La fundamentación de que


el derecho penal es la última
“ratio” se basa en el concepto
que los ciudadanos deben
utilizar, a fin de solucionar sus
conflictos, mecanismos que
impidan llegar a la aplicación
de la violencia por parte del
poder penal estatal.
inicio
5. ULTIMAS
CONSIDERACIONES.
Con esta presentación
se ha intentado
abordar algunas
cuestiones que tienen
que ver con el
ejercicio de la
abogacía, tomando
como eje principal el
papel del abogado en
el marco de un
proceso penal.

Para tal tarea, se tomó


como marco de
referencia las
enseñanzas de un
autor, perteneciente a
la corriente de
pensamiento
denominada
“utilitarismo”, como lo
es Jeremy Bentham.

En cada uno de los


capítulos, que hemos
ido desarrollando a lo
largo de este análisis
se fue arribando a
distintas conclusiones
parciales, que reflejan
nuestra toma de
postura sobre cada
uno de esos temas,
intentando aportar
propuestas de
solución a los
problemas que hoy
día aquejan a tan
importante profesión.

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