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Alégrate y goza, hija de Sión, que yo vengo a habitar dentro de ti –Oráculo del Señor–.
Estas palabras del profeta expresan el mensaje de salvación de Dios para su pueblo que
ha padecido la esclavitud y ha sufrido la deportación. Zacarías anuncia que Dios viene a
habitar en medio de su pueblo. Pero lo que el profeta no puede concretar es que esta
acción de Dios llegará hasta las últimas consecuencias: Dios mismo toma carne en la
persona de Jesús de Nazaret, y lo hace naciendo de María virgen.
Por tanto, ser hijos de María, debe suponer para nosotros esta apertura incondicional a la
acción de Dios en nuestra vida. La piedad mariana es constitutiva del ser de la Iglesia,
es fundamental.
Pero esta piedad mariana no puede quedar en simples acciones externas. Ser hijos de
María nos hace imitarla como madre y como modelo de discípula. Ella estuvo presente
en todos los momentos importantes de la vida de Jesús. Ella seguía a su Hijo, confiaba
en él; incluso hasta en el misterio del dolor y de la Cruz, María permaneció de pie,
manteniendo encendida la llama de la fe de la Iglesia naciente cuando todos huyeron.
Ella reunió de nuevo a los apóstoles y mantuvo a la Iglesia unida en los peores
momentos antes de la resurrección. Por eso la aclamamos como Madre de Cristo y
Madre de la Iglesia.
Como Madre siempre nos lleva hacia su hijo, nos invita a seguirlo confiados, sabiendo
que él nunca defrauda.