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Artículos
El policía empapado
o ¿quién es el dueño de la historia?
Philipp Blom

Ahí están los objetos, los documentos que vienen del pasado. Pero ellos no
cuentan la historia: lo hacen quienes los interpretan, a veces a su conveniencia.
Ésta es la versión escrita de la intervención del autor en el F-11.

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Hace cerca de cuarenta años, el amigo de un amigo fue a conocer París. Como suele suceder en
las vacaciones, llovió. Pero sin dejarse amilanar por la lluvia, él y su acompañante decidieron
salir de todas formas a explorar la ciudad. Vieron el Louvre y pasearon por los Campos Elíseos,
pero cuando llegaron al Arco del Triunfo estaba lloviendo con tanta fuerza que tuvieron que
refugiarse debajo del monumento. Se quedaron allí, observando el tráfico suicida que pasaba
zumbando a su alrededor y la cortina de lluvia que los separaba de los elegantes edificios que
rodean la rotonda. Miraron los altorrelieves y los frisos que decoran la parte interna del arco y
leyeron los nombres de las famosas batallas, grabados en el mármol:

Marengo, Pirámides, Jena, Friedland, Austerlitz, Wa-gram...

De pronto los asaltó una duda. Faltaba algo. Entre la otra gente que estaba escampando había
un gendarme francés –todavía eran los días de la capa negra y el quepis– y entonces se le
acercaron. «¿Dónde está Waterloo?», le preguntaron de manera amable, en el francés que
habían aprendido en el colegio. El gendarme los miró, con los ojos brillantes de la furia. «¡No
hubo ninguna batalla de Waterloo!», contestó indignado y enseguida se lanzó a la lluvia, pues
prefirió quedar físicamente empapado a tener que empaparse espiritualmente.

¿Que no hubo ninguna batalla de Waterloo?

¡Claro que la hubo! Sólo hay que ir a Bélgica, a la ciudad del mismo nombre, y tanto la oficina
de turismo como las tiendas de artículos para turistas confirmarán que la hubo. El famoso
panorama pintado, con sus 110 metros de longitud, le brinda al visitante una buena idea del
horror de la batalla. Aún más: si uno sale al campo y lleva una pala, encontrará primero
docenas y luego miles de balas, huesos y botones, y cualquier historiador que se respete le dirá
que esas cosas datan más o menos de 1815 y que ahí debió tener lugar una importante batalla,
porque los huesos están destrozados por las balas y los sables, lo cual indica que miles de
personas murieron allí de manera violenta y simultánea, y que parece que llevaban puesto un
uniforme, tal como lo atestiguan los botones, y que esos uniformes eran franceses, ingleses y
prusianos.

Realmente hubo una batalla en Waterloo, e incluso una rápida mirada a cualquier biblioteca

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dirá que fue un decisivo evento en el cual Napoleón fue finalmente derrotado y la historia de
Europa cambió; un evento que tuvo gran influencia en la imaginación occidental y ha inspirado
a los artistas desde Tolstói y lord Byron, pasando por Stendhal y Beethoven, hasta llegar a
nombres más cercanos a nuestro tiempo, como W. G. Sebald. ¡Claro que hubo una batalla de
Waterloo, de eso no hay duda!

Entonces, ¿por qué mintió el gendarme? ¿O acaso no mintió?

La airada frase «¡No hubo ninguna batalla de Waterloo!» tiene un paralelo en la literatura
francesa. En Le bouclier averne [El escudo averno], uno de los libros de los personajes de
dibujos animados Ásterix y Óbelix, el gran héroe galo Ásterix le pregunta ingenuamente a un
viejo veterano que dónde queda Alesia, el lugar en el cual el jefe de los galos, Vercingétorix,
tuvo que admitir finalmente la derrota en frente de Julio César. «¿Alesia?», grita el viejo.
«¿Alesia? ¡Yo no sé dónde queda Alesia! ¡Nadie sabe qué es Alesia!». Tal vez el gendarme era
un descendiente directo de ese veterano.

Tratemos de entender a este guardián de la gloire de la France, parado con su quepis frente a
uno de los lieux sacrés de su país que conmemora las grandes victorias, y no olvidemos que eso
ocurrió no mucho después del final de la Segunda Guerra Mundial, una guerra que terminó con
la derrota de Hitler, a la cual los franceses todavía quieren creer que hicieron una contribución
crucial y heroica.

Según parece, los sucesos indeseables tienen una manera de desaparecer de la historia, o de la
versión de la historia en la que algunas personas quieren creer. Al igual que sucede con algunos
textos modernos de historia egipcia, que les enseñan a los chicos que las pirámides fueron
construidas por los romanos, con el fin de negar la existencia de una civilización indígena no
islámica en Egipto; o con los textos japoneses de historia, que hablan de cómo su país fue
víctima del ataque americano durante la Segunda Guerra Mundial, pero no mencionan los
asesinatos masivos de Manchuria, ni los experimentos médicos, ni los campos de la muerte, ni
las legiones de mujeres convertidas en prostitutas. Exactamente igual que los creacionistas de
Estados Unidos y el resto del mundo, que se hacen un lío al tratar de explicar la existencia de
los fósiles.

Desde luego, todo esto no es la Verdad. Sólo sirve para crear un mito contemporáneo y satisfacer
la necesidad de una nación, o un grupo religioso, de verse a sí mismos bajo una luz particular, a
costa de los hechos históricos. Lo que no resulta conveniente simplemente se olvida. No hubo
ninguna batalla de Waterloo porque no debe haber una.

Ahí es donde las cosas se ponen complicadas, donde se ponen interesantes.

¿Qué es exactamente la verdad en la historia? Es bastante fácil mostrar que las pirámides no
fueron construidas por los romanos y que las balas, los huesos y los botones que yacen bajo las
praderas de Waterloo prueban que ahí sí hubo una batalla, pero ¿quién tiene la Verdad acerca
de estos hechos? ¿Los historiadores militares, que pueden hablarnos de la potencia de las
tropas, las armas y las formaciones, pero no sobre la experiencia de aquellos que pelearon allí?
¿O la verdad está en las cartas que los soldados les escribieron a sus esposas, o en los informes
oficiales que escribieron los generales? ¿Acaso la verdad está en la heroica descripción que hace
Tolstói en La guerra y la paz, o en la descripción casi tragicómica que hace Stendhal en La
cartuja de Parma? ¿O la verdad está en la melancólica evocación de la muerte y la destrucción
que hace Sebald en Los anillos de Saturno, o en el jubiloso Himno a la alegría que compone
Beethoven para celebrar la caída de un tirano?

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Muchas de estas fuentes artísticas que están en nuestra imaginación no son históricas, en el
sentido estricto de la palabra, sino obras de arte. De tal modo que aquí nos encontramos frente
a dos posiciones opuestas: mientras que los historiadores se preocupan por descubrir las
evidencias e interpretar las fuentes, los que atraen la atención del público son los poetas; y no
sólo eso: los poetas, y no los historiadores, son con frecuencia quienes terminan definiendo la
memoria cultural de un evento, una persona o una época. Conocemos a Don Carlos como un
joven idealista que lucha contra una represión brutal encarnada por su padre, Felipe II de
España, gracias a que Friedrich Schiller escribió una conmovedora tragedia sobre él y Giuseppe
Verdi la convirtió en ópera. Sin embargo, es menos conocido el hecho de que el personaje
histórico de Don Carlos era un hombre retardado mental y físicamente enfermo, fruto de los
siglos de relaciones incestuosas entre los Habsburgo, cuyos ataques de ira y sadismo eran
tristemente famosos en la Corte.

Otro ejemplo: la guerra de Troya fue un pequeño conflicto entre los griegos y los hititas, que
tuvo lugar en algún momento en el siglo XII o XIII antes de Cristo; una batalla o una serie de
batallas que no tuvieron ningún significado estratégico duradero; un evento bastante común
entre dos poderes rivales de la Era de Bronce. Sin embargo, el hecho de que se convirtiera en
uno de los sucesos más conocidos y resonantes de la historia de la humanidad se debe a que un
poeta, o una tradición poética que llamamos Homero, creó en nuestra mente un evento de
tremendo significado, que ha influenciado la imaginación occidental a lo largo de tres milenios.
Ése es el poder de la poesía.

Al trabajar con la historia para responder a las necesidades de una generación y tejer su mito a
partir del pasado –tal como hizo Homero para responder a las convenciones aristocráticas y
heroicas de su tiempo, o Schiller frente a las luchas por la libertad que se desarrollaron durante
el romanticismo de finales del siglo XVIII–, los poetas pueden usar esa mayor libertad de la
cual gozan. Mientras que los poetas usan el material de los historiadores para satisfacer sus
necesidades y crear una memoria cultural que con frecuencia está lejos de los hechos históricos,
los historiadores sólo pueden contemplarlos con envidia.

La manera como la poesía puede ocupar mayor espacio en la imaginación de la gente en


detrimento de la historia académica se refleja en un reciente debate entre académicos: el
historiador norteamericano Corelli Bartlett protestó amargamente contra el hecho de que la
memoria colectiva redujera casi toda la Primera Guerra Mundial a la batalla de Somme, un
enfrentamiento que tuvo lugar en 1916 y que no fue tan importante como otros ni, en su
opinión, tan representativo de la guerra.

En respuesta, el historiador literario de Oxford Jon Stallworthy argumentó que, en lo que


respecta a Inglaterra, la razón de esto es muy sencilla: en 1914 el ejército británico estaba
conformado por soldados profesionales, pero en 1916 ya había habido tantas bajas que llegó al
frente un nuevo grupo de reclutas entre los que había muchos jóvenes de clase media, dotados
de ambiciones literarias, tales como Wilfred Owen, Rupert Brooke, Robert Graves, J. R. R.
Tolkien, Siegfried Sassoon, etc. Éstos fueron los «poetas de la guerra», una guerra cuyos
horrores fueron traducidos en palabras que sobrevivieron para seguir acechando a las futuras
generaciones. Después de la batalla de Somme, muchos de ellos terminaron muertos o heridos y
la siguiente generación de carne de cañón ya no miró la guerra desde las trincheras con los ojos
de los poetas. La batalla de Somme es la Primera Guerra Mundial porque fue presenciada por
los poetas y acabó con muchos de ellos.

Pero ¿acaso los historiadores están realmente comprometidos en una búsqueda

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fundamentalmente distinta de la de los poetas?

Pensemos otra vez en las fuentes de la batalla de Waterloo, en las balas y los huesos, las cartas
y los informes. Ese día hubo en el campo de batalla un número exacto de hombres, se disparó
un número exacto de balas, se perdió un número exacto de brazos y un número exacto de
caballos fue destripado. Ésos son los hechos. Podemos limitarnos a las estadísticas y los
números, hechos y datos que se pueden verificar, pero ¿qué significa todo eso? Nada. Cada una
de estas fuentes, ya sean primarias o secundarias, tiene que ser interpretada. Si es un número,
el número de caballos destripados o de balas de cañón que se dispararon, hay que poner ese
número en contexto: ¿fue mayor o menor que antes? ¿Qué lo hizo tan significativo? Si se trata
de un objeto, hay que darle una voz; si es un texto, es una fuente parcial y que representa
intereses individuales, y hay que interpretarlo y evaluarlo.

Pero, ¿qué pasaría si tomáramos todos los registros arqueológicos, los informes, las cartas, las
biografías y el conocimiento general? ¿No tendríamos así un inmenso panorama verdadero,
similar al que hay en Waterloo?

La respuesta es que todo depende del pintor. Si como historiador tengo 200 páginas, o 2.000,
todavía tengo que hacer elecciones, tengo que crear secuencias y conexiones narrativas, crear
una apariencia de orden en donde sólo hubo caos y hechos que rivalizaban unos con otros.
Tengo que tomar decisiones acerca de lo que parece más probable, crear jerarquías y escribirlo
todo como una especie de historia, donde sólo hubo caos, hechos simultáneos y desorden. Al
final habré creado una versión de los hechos, una versión que –es la esperanza de todo
historiador– combine el conocimiento de los hechos con un sentido de fidelidad hacia lo que yo
creo que sucedió, pero mi recuento ciertamente no será igual al de nadie más; y será un relato,
una historia. Como historiador, estoy obligado a manipular mi material, a crear una
interpretación a partir de las conexiones narrativas que hay entre los hechos.

En este punto contamos con un paralelo muy útil. La Heroica de Beethoven, su tercera sinfonía,
celebraba inicialmente a Napoleón, quien años después terminaría perdiendo en Waterloo. El
compositor incluyó en muchas de sus obras anotaciones precisas acerca del tempo de cada
movimiento, y para un fundamentalista musical sería fácil alegar que ésa es exactamente la
velocidad con que hay que tocarlos. Pero la vida nunca es tan fácil. Hoy día tenemos
instrumentos musicales distintos y Beethoven mismo, que desbarató más de un piano tratando
de sacarle otros sonidos, probablemente preferiría el timbre claro y distinto y las posibilidades
técnicas de un gran piano de concierto, el gigante de la orquesta moderna. Adicionalmente, hoy
tenemos salas de conciertos mucho más grandes que cualquier salón en que él hubiese oído su
música, por lo general salas con demasiada resonancia como para tocar muy rápido, mientras
que el sonido nítido de una sala pequeña o un estudio puede exigir mayor velocidad. Y ¿qué
quiere decir exactamente la anotación forte en un contexto específico, o un tempo como el
adagio, o una caracterización como furioso? Beethoven estaba totalmente sordo cuando hizo
algunas de estas anotaciones, de modo que ellas se refieren a lo que él oía en su cabeza o a lo
que le había enseñado la experiencia.

Un músico se ve inevitablemente enfrentado a la tarea de traducir la base fáctica de la partitura


en la realidad de la música tocada en vivo en un espacio en particular. Tiene que interpretar las
partituras teniendo cuidado de traducir los hechos de la música escrita en un sonido vivo, y
para eso se apoya en su conocimiento del estilo, las convenciones de la interpretación, la técnica
instrumental y la intuición individual. Incluso en la mejor de las circunstancias, el resultado no

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será la verdadera Tercera sinfonía de Beethoven, sino una interpretación de ésta, que puede ser
o no aceptada por quienes la escuchan, porque la encuentran fascinante, iluminadora y
autoritaria... pero es, y siempre será, una versión, una perspectiva de los hechos.

El historiador está exactamente en la misma situación que el músico. El músico cuenta con una
partitura, al igual que el historiador cuenta con los hechos: las balas, los huesos y los botones,
pero eso no significa nada por sí mismo y, con el fin de darle forma a un significado a partir de
la montaña de datos individuales, con el fin de darle una voz a la partitura, debe crear una
interpretación. El resultado siempre está apoyado en la perspectiva, en un horizonte particular.
Al igual que los músicos, los historiadores hacemos interpretaciones, y nuestras
interpretaciones son juzgadas, o deberían serlo, tal como se juzga la interpretación de una
sinfonía: ¿Por su capacidad de convencimiento, o por su estilo? ¿De acuerdo con la ejecución?
¿Si resuena con autoridad?

Una interpretación que, evidentemente, hace caso omiso de los hechos pertinentes: la idea de
que los japoneses sólo fueron víctimas de la guerra, por ejemplo, o que no hubo ninguna batalla
de Waterloo, no será aceptada por aquellos que conocen los hechos; pero las cosas son muy
distintas cuando se trata de discutir si Napoleón fue realmente un gran visionario o un
monstruoso genocida. Las dos versiones se apoyan en los mismos hechos históricos, pero una
de ellas –una versión hegeliana, probablemente– cree que bien vale la pena sacrificar unos
cuantos cientos de miles de vidas humanas para lograr el avance de la humanidad, mientras que
la otra –probablemente un análisis realizado después del Holocausto– piensa que la guerra y
los asesinatos indiscriminados siempre son malos.

Hace muy poco la respetable editorial de la Universidad de Yale publicó un libro cuyo autor
plantea que Stalin fue el mayor estadista e impulsor de la paz del siglo XX y no uno de sus más
horribles asesinos. Nuevamente, ese historiador sabe y escribe sobre los millones de personas
que se murieron de hambre y los cientos de miles que fueron enviados a los gulags o
asesinados, pero cree que ésos son hechos de una importancia menor frente a las grandes
realizaciones de Stalin. La diferencia no está en los hechos sino en los valores que les
aplicamos. Nuestra idea de lo que es Verdad está determinada por los valores que consideramos
más importantes. Eso no significa que sólo haya hechos y juicios de valor. Yo diría que sólo hay
hechos e interpretaciones de los hechos que, al igual que las interpretaciones musicales, son
estéticas y no de naturaleza moral. A final de cuentas, la buena historia es una forma de arte,
que depende del estilo tanto como de los hechos.

Pero ¿por qué parece imposible llegar a la verdad histórica? ¿Por qué no podemos averiguar,
como lo soñó el gran historiador del siglo XIX Leopold von Ranke, wie es eigentlich gewesen,
qué sucedió realmente? La respuesta, según creo, es que la idea misma de Verdad se apoya en
un malentendido.

El derecho de la Verdad a tener un sentido es, en últimas, un asunto tal vez teológico, que está
relacionado con una incontrovertible definición de valores. Cuando preguntamos: «¿Es verdad
que hubo una batalla de Waterloo?», también podríamos preguntar, con mayor precisión: «¿Es
eso un hecho, es un hecho que esa batalla existió?», y la respuesta será sí o no, de acuerdo con
la evidencia que encontremos.

Pero si preguntamos realmente por la verdad, nos estamos refiriendo a algo más que averiguar
simplemente si algo sucedió. Preguntamos: «¿Es verdad que Napoleón fue un gran hombre?» o
«¿Es cierto que la batalla de Waterloo fue decisiva para Europa?», y hablamos implícitamente
de interpretaciones. Pero esta idea de la verdad se apoya en un malentendido porque asume

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unos valores absolutos y universales y mezcla dos tipos distintos de significado: los hechos y las
conexiones narrativas que hay entre los hechos.

Los hechos existen de manera aislada y fría, como las estrellas en medio de la noche oscura.
Pero sólo podemos contar historias acerca de ellos si los conectamos en constelaciones que
nacen de nuestra mente. Y eso, según creo, es el origen de nuestro verdadero y profundo interés
por la historia, de la necesidad que tenemos de apoyarnos en la historia: somos primates que
crean significados y estructuras en medio del caos del mundo, y lo hacemos mediante la
facultad de contar historias. Los historiadores son fabricantes de mitos, que reinterpretan los
hechos a la luz de su propia perspectiva cultural y pueden convertir a un horrible asesino en un
héroe visionario, o viceversa. Necesitamos las historias, ninguna cultura puede existir sin ellas.
Las historias crean orden y sentido, las historias tejen una red de metáforas y valores
compartidos.

Necesitamos las historias porque ellas nos hacen humanos (los animales no las necesitan) y esa
necesidad es muy distinta, si no más importante, de nuestra necesidad de tener información
fáctica. Una planta puede tener un significado mitológico para cierta cultura, una historia, pero
también es importante saber si es venenosa o no. Las historias, sin embargo, no son contadas
exclusivamente por su valor informativo, son rituales. Ésa es la razón por la cual vemos
películas policíacas y de misterio, la razón por la cual leemos historias criminales: sabemos que
el héroe siempre sobrevive y no necesitamos perder tiempo para adquirir esa información, pero
mirar o leer nos brinda un sentido de nosotros mismos, de nuestra cultura, la ficción de un
orden posible en medio de nuestro mundo caótico, de una historia con comienzo, desarrollo y
desenlace. Ésa es la razón por la cual los padres les cuentan a sus hijos, una y mil veces, cómo
fue su infancia: el propósito no es transmitir una información –la familia conoce la historia de
memoria– sino usar la historia como un ritual de pertenencia y participación. Las historias
sobre el pasado son nuestra memoria, nuestra personalidad. Crean comunidades de valores,
valores por los cuales regir nuestra vida y hacer juicios sobre las cosas. Inexorablemente atados
por su perspectiva personal, los historiadores son los contadores de historias de su cultura,
tejedores de sus mitos, que crean y recrean una comunidad de valores.

De manera sorprendente y, tal vez, peligrosa, esto convierte a los historiadores en personajes
similares a los poetas. Estamos condenados a interpretar, a crear nuevas versiones, a hacer
lecturas creativas o, para citar a Harold Bloom, malas lecturas. No podemos unir «los hechos»
para crear «la verdad», sólo podemos evaluar y seleccionar los hechos para formar una
interpretación inteligente, que combine la empatía, la destreza y el estilo. Estamos condenados
a la interpretación, a contar y volver a contar historias, y los grandes historiadores siempre han
sido grandes narradores: Tucídides, en sus Guerras del Peloponeso; Gibbon, en su Historia de
la decadencia y caída del Imperio Romano; Huizinga, en El otoño de la Edad Media;
Burckhardt, en La cultura del Renacimiento en Italia; Braudel, Isaiah Berlin. A todos estos
autores se les puede leer por puro placer, por el gusto de oír historias, pero también por el
profundo conocimiento y la brillantez de sus análisis.

Pero si tanto los historiadores como los poetas sólo seleccionan e interpretan, si los dos son,
esencialmente, contadores de historias y tejedores de mitos, ¿hay alguna diferencia entre ellos?

Yo creo que la diferencia está en la profundidad del arte de contar historias, y eso convierte
tanto a poetas como a historiadores en una especie de esquizofrénicos. La diferencia reside en
la profundidad del arte de contar historias, porque a un poeta se le permite –e incluso es lo que
se espera de él– que haga lo que parezca necesario para tejer el mito de su generación, para
alcanzar esa elusiva «verdad poética» que no es menos real por ser puramente intuitiva, una

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experiencia creada en medio de la audiencia y no una construcción de argumentos verificables,


que se apoya sobre cimientos seguros. Es, por así decirlo, un significado creado ante la
imposibilidad de la verdad y se apoya en una conspiración.

Como novelista, hago un acuerdo tácito con mi audiencia, según el cual los dos vamos a
pretender que esto y esto es cierto, con el fin de llegar a algo que los dos sintamos que es
verdad. Yo uso una metáfora e invito a mis lectores a imaginar que esa imagen no es sólo una
metáfora sino un trozo de verdad. En esencia, hago exactamente lo mismo que hace un niño de
cinco años cuando dice: «Digamos que ahora soy Supermán» o «Digamos que soy un vaquero y
tú eres mi caballo». No es menos importante por el hecho de ser «sólo un juego», sólo una
ficción, y sin esos juegos no seríamos humanos. El poeta romántico inglés Samuel Taylor
Coleridge le dio a esto el hermoso nombre de «suspensión de la incredulidad». Un poeta dice:
digamos que Anna Karenina existió y yo les voy a contar sobre sus errores y sufrimientos.
Digamos que Dios existe y que hay valores que nos sirven para hacer juicios. La esquizofrenia
del poeta y el novelista reside en el hecho de que, como novelista, soy un mentiroso profesional
que pretende buscar la verdad.

La esquizofrenia del historiador es distinta. Como historiador, debo contar una historia sin
inventar nada. El historiador sólo puede comenzar su historia «a partir» de los hechos, tiene
que representarlos con justicia y no debe permitir que lo atrapen falsificándolos para que
coincidan con su argumento. Después de todo, sí hubo una batalla de Waterloo y un historiador
que parta del punto de que esa batalla nunca tuvo lugar será desmentido no sólo por las tiendas
de objetos para turistas sino por los huesos y balas de Waterloo. Pero no siempre fue así. Los
historiadores de las épocas remotas, como el antiguo Egipto o la Europa medieval, eran
cronistas y admiradores del poder. Por ejemplo, era bastante normal que un faraón egipcio, o
un rey medieval, mandara copiar, palabra por palabra, la vida y magníficas obras de un rey
antiguo, para después atribuírselas él si pensaba que eran apropiadas. El objetivo no era la
verdad fáctica sino la justificación poética.

Los historiadores modernos, por otra parte, son criaturas ambivalentes porque, además de
actuar como sacerdotes –son los guardianes de mitos y rituales– y cronistas –por medio de la
creación de una narrativa dinástica de poder y continuidad–, también son considerados una
especie de bufones o juglares, que constantemente están llamando la atención sobre los
defectos y las fisuras de ese panorama y haciendo que la audiencia tome conciencia de que las
hermosas metáforas en que decide creer son sólo eso: metáforas que satisfacen las necesidades
de individuos y comunidades y no algo que es cierto por sí mismo. Al igual que los poetas, los
historiadores necesitan usar metáforas, pero las usan como metáforas y no como si fueran la
verdad.

El problema del historiador es que, por un lado, él o ella son fabricantes de mitos y así deben
serlo, pero por el otro su oficio implica revisar y limitar los mitos y llegar a demolerlos, si es
necesario. El poeta entra en una conspiración con sus lectores, mientras que el historiador debe
hacer lo mismo para tejer la narración, pero debe permanecer escéptico frente a toda
conspiración. Los historiadores son mitómanos con limitaciones.

Una palabra que surge todo el tiempo en este contexto es «metáfora», y no debemos permitir
que pase inadvertida porque ahí está la clave del dilema entre conspiración creativa y distancia
escéptica. Para el historiador moderno, «la Verdad» es un imposible, una ficción inútil. La
historia trabaja con la interpretación y la traducción, a partir de la perspectiva y el estilo. Para el
novelista, «la Verdad» es una presunción necesaria, una suposición que acuerdan de manera
tácita él y el lector. Los dos reconocen, implícita o explícitamente, que la verdad es algo que

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ansiamos pero no podemos obtener.

Nuestra experiencia de la vida es caótica y sería insoportable si no tuviéramos historias que le


impongan orden y sentido a la experiencia; que le presten, aunque sea por pocos y preciosos
instantes, la estructura de un comienzo, un desarrollo y un final, y la sensación de catástrofe y
catarsis a lo que, de otra manera, sería el residuo absurdo y abrumador de la experiencia. Ésa es
la razón por la cual necesitamos historias y la razón por la cual necesitamos la Historia: porque
queremos imponerle un orden a «lo que realmente ocurrió», al menos de manera retrospectiva.
No obstante, nuestra relación con ese orden ha cambiado. Los adultos todavía necesitan
historias, al igual que los niños. Lo que los convierte en adultos, sin embargo, es el hecho de
que ellos entienden que son metáforas, que conocen la necesidad que tienen de ser muy reales,
pero también profundamente irracionales y muy parecidas, de hecho, a una atracción sexual
que sabemos que tal vez no es correcta pero que está ahí de manera innegable.

Debemos entender que las historias nunca son «la Verdad», que las metáforas no son realidad,
porque de otra forma podemos terminar esclavizados por ellas. «Tal es el poder de la imagen»,
escribe Roberto Calasso, «que cura sólo a aquellos que saben lo que es. Para todos los demás es
una enfermedad». Necesitamos las historias, aunque entendamos que son sólo historias.

Un mito que ha sido destruido nunca es reemplazado por ningún tipo de verdad, una metáfora
no es sustituida por la realidad. Un mito destruido será reemplazado por otro mito, una
metáfora, por otra distinta, porque las necesitamos, porque es lo que somos y la manera como
pensamos, pero eso no nos impide entender que nuestra mente trabaja inevitablemente con
modelos de realidad, con perspectivas e interpretaciones, y nunca con lo que todavía nos gusta
llamar «la Verdad». No podemos abrigar la esperanza de hallar nunca la verdad acerca de algo,
porque la verdad está semánticamente conectada al sentido, y el sentido reside, en últimas, en
valores objetivos, en un dios en el que ya no creemos. Hay hechos –la balas, los huesos y los
botones–, pero ellos no tienen ningún significado en sí mismos. Cualquier conexión narrativa
entre estos hechos se convierte en una historia, una versión, una interpretación que se hace
desde una perspectiva concreta y que afinca al narrador en la Historia tanto como la historia.

Lo mejor que podemos esperar es, tal como lo planteó el recientemente fallecido filósofo
Richard Rorty, redescribir los hechos con un lenguaje nuevo y apropiarnos de ellos así, para
deshacernos de las metáforas de las generaciones previas, que nos atrapan en un lenguaje que
no es el nuestro, y encontrar nuestras propias metáforas para las cosas, nuestro propio modelo,
uno que se adecúe mejor a nuestra manera de ver las cosas y estar en el mundo.

Ahora sí podemos entender al gendarme del Arco del Triunfo. Supongamos que no era un
ignorante y que no estaba dormido en el colegio el día que le enseñaron acerca de la batalla de
Waterloo, y supongamos también que no creía que la gente con la que estaba hablando era
idiota. Así las cosas, él no estaba mintiendo sino haciendo un planteamiento poético. A la
manera brusca de alguien acostumbrado a dar órdenes, el gendarme estaba invitando al amigo
de mi amigo a suspender la incredulidad, a aceptar su manera de ver su país y su historia, una
historia gloriosa, una historia en la que no había batalla de Waterloo, porque la batalla de
Waterloo no cuadraba con su versión de la France.

La memoria se crea y se recrea y es algo fluido, una función de las necesidades actuales de una

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personalidad y no un registro de lo que realmente sucedió en un momento específico del


tiempo. Recordamos esencialmente lo que nos resulta útil, lo que cuadra con la personalidad
que somos hoy. Eso es tan cierto para las comunidades y las culturas como para los individuos.
Los rituales cambiantes de la memoria, las historias que nos contamos a nosotros mismos, se
imprimen en lo profundo de nuestra mente y crean lo que somos. Tenemos una necesidad
interior de encontrar la verdad, la estructura, el sentido, el ritual, tal como los niños que
escuchan una historia que han oído cientos de veces y corrigen de manera impaciente a los
padres cuando cambian una palabra. No somos muy distintos de los niños que todos fuimos,
pero tratamos de satisfacer nuestra necesidad de estructura de maneras distintas, contándonos
historias y suspendiendo la incredulidad. Podemos acercarnos a la religión o a los rituales de la
memoria, pero necesitamos esos rituales porque nos urge tener en nuestra vida la ficción del
sentido.

Los historiadores, al menos los historiadores modernos, tienen el doble papel de ser los
fabricantes de mitos que crean el relato de una cultura y los inquisidores de ese mismo mito,
que constantemente señalan que tales y tales cosas no son ciertas, refiriéndose a que ése no era
el caso o que tal vez representa una interpretación exagerada o equivocada de los hechos. Ellos
dicen y admiten que necesitamos tener en nuestra vida la ficción del sentido, pero también
están señalando constantemente el hecho de que es una ficción, y que nunca podremos
satisfacer totalmente esa necesidad, porque lo único que tenemos son metáforas, no verdades.
Los historiadores modernos son, entonces, los contadores de historias de la tribu y sus propios
antropólogos. Este doble papel del historiador es necesario para la salud mental de la cultura,
pero también debilita su posición en la creación de la memoria cultural. Paradójicamente, a los
ojos del lector común y su necesidad de tener metáforas, de encontrar sentido, los historiadores
no escriben con más sino con menos autoridad que los poetas.

¿Quiénes son, entonces, los dueños de la historia: los historiadores o los poetas?

Para responder esto sólo tenemos que regresar a Troya, a Don Carlos, a Waterloo. Los dueños
de la historia son los poetas. Y son los poetas porque lo que más necesitamos cuando leemos
historia no es asimilar la información fáctica sino modelar la memoria, la memoria cultural, en
este caso, y ahí el poeta, que es más sensible al ambiente que lo rodea, siempre tendrá una
ventaja sobre el historiador, cuya perspectiva debe ser al mismo tiempo la de un escéptico y un
narrador. El historiador siempre lucha con una mano amarrada a la espalda.

Aun así: ¿cómo respondió la Vieja Guardia Imperial en Waterloo, cuando se vieron rodeados
por una abrumadora fuerza enemiga que les ordenó rendirse? Gritaron «¡Merde!» y se
lanzaron a la batalla. Y aunque todos murieron, al hacerlo se expulsaron ellos mismos de la
historia sin quererlo... porque como diría cualquier gendarme francés: ¡nunca hubo ninguna
batalla en Waterloo!

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