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El paisaje tras diciembre: consenso, coerción e

"inestabilidad hegemónica"
 coyuntura

Martín Mosquera

7/01/18

Introducción

Los eventos se suceden con rapidez. Reconstruyamos con cierto detenimiento,


entonces, las características del cuadro político actual. El 22 de octubre
Cambiemos obtuvo un triunfo electoral contundente. Con este reforzamiento se
propuso finalmente dejar atrás el "gradualismo" precedente (al menos en los
términos que conocimos) e intentar el pasaje hacia su "etapa programática". Se
habló entonces del "cambio cultural", del "ahora o nunca" y se presentó al
Parlamento un paquete de leyes que iniciaban el periodo de las "reformas
estructurales". El gobierno entrando en una fase de aceleración descarta la
hipótesis de que el gradualismo de los primeros dos años pudiera ser la medida de
una forma de gobernabilidad hegemónica para una derecha posible. Se trató, más
bien, del impulso necesario para intentar el "gran salto adelante".

El cambio de fase parece indicar también un cambio de táctica respecto al


movimiento de masas. Ya no tendremos, en lo esencial, tanta susceptibilidad a la
reacción popular ni tanta redefinición de políticas al compás del pulso social. El
gobierno se propone ahora embestir de frente contra la resistencia popular.
Necesita infringir una derrota que le permita desmoralizar al movimiento social y
entrar en una fase más despejada para la aplicación de sus políticas. A sabiendas
de que no opera sobre el terreno fértil de una gran derrota social que lo preceda,
el gobierno necesita generarla desde el Estado. Para tomar ejemplos clásicos,
precisa lo que la derrota de la "huelga minera" fue para el despliegue del
neoliberalismo en Gran Bretaña o lo que el fracaso de todas las luchas del ciclo
89-91 (ferroviarios, telefónicos, obreros de SOMISA, entre otros) fueron para
Menem en su tránsito hacia la estabilidad y el amplio consentimiento social del
plan de convertibilidad.

La victoria electoral del 22 de octubre, cuando muchos esperaban un contundente


voto castigo, generó un "shock postraumático" entre la oposición social y política.
La pregunta que se hizo mucha gente es: ¿cómo el gobierno logró (lo que
parecería) la "cuadratura del círculo": una convalidación electoral contundente en
un cuadro de ajuste y recesión económica (al menos hasta el primer trimestre del
año) y luego de un año de relevantes movilizaciones sociales
opositoras? [1] ¿Esta victoria indica el inicio de una hegemonía estable derechista
que cierra el "ciclo largo" abierto en 2001, caracterizado por correlaciones de
fuerza entre las clases que impedían una ofensiva del capital en toda la línea?
¿Estamos, incluso más, frente a la emergencia de una nueva fuerza política de
alcance histórico, una derecha política con base de masas, equivalente a los
grandes partidos del siglo XX (UCR, PJ)?

Si, entre los opositores al macrismo, fue muy habitual una gran subestimación
inicial del fenómeno Cambiemos, luego de la elección de este año se generalizó
rápidamente la percepción inversa: muchos se apresuraron a certificar una nueva
hegemonía derechista y la estabilización de una nueva etapa política. Parecerían
errores simétricos y consecutivos: quienes imaginaban una rápida e indolora
"vuelta" o la inevitabilidad de un "nuevo 2001", se impresionaron luego ante la
fortaleza de su adversario. Es preciso preservar la lucidez y la cautela porque no
se trata solamente de una cuestión analítica: en la moral del movimiento popular y
la confianza en su propia fuerza se juega una batalla estratégica.

Que Cambiemos haya conseguido aval electoral dosificando sus políticas de


ajuste no podía entenderse, entonces, como un "cheque en blanco" para desatar
una terapia de choque sobre las clases populares. Conseguir apoyo electoral a
pesar de un ajuste (gradual) difícilmente pueda interpretarse como un aval a un
ajuste brutal. En este punto era clave combatir la desmoralización que se
generalizó luego de los resultados electorales, que podía conducir a una depresión
significativa de la capacidad de resistencia social. La pérdida de confianza en las
propias fuerzas, por parte de las clases populares, y la sensación (anticipada) de
derrota puede generar condiciones para una derrota social real. De allí la
importancia estratégica de los últimos días y la sensación recobrada de confianza
por parte del movimiento popular.

Los días de diciembre que sacudieron al país reponen una imagen más
equilibrada de las relaciones de fuerza reales. Si las dos jornadas en la Plaza del
Congreso, más los cacerolazos, impusieron ya un punto de inflexión política, no
está dicha todavía la última palabra respecto a la dialéctica entre la ofensiva
capitalista y la resistencia popular. No lo estaba el 22 de octubre y tampoco lo está
ahora. Pero es indudable el giro en la situación política, que licua, hasta cierto
punto, el avance en capital electoral del gobierno. Antes que juicios definitivos
sobre el futuro, es más preciso advertir que transitamos una "coyuntura
estratégica", según la expresión de Gramsci, un momento de condensación de las
contradicciones sociales que puede dirimir el paisaje social y político por un ciclo
largo.

En el texto que sigue intentaremos analizar algunos rasgos de la etapa política: 1)


la naturaleza y la potencialidad del proyecto "hegemónico" del gobierno, entendido
como la tentativa de restablecer "el orden y la autoridad de la ley" (retomando la
expresión de Adrián Piva[2]); 2) los cambios en el régimen político producto de la
centralidad creciente del factor coercitivo; 3) la crisis del peronismo y del sistema
de partidos post 2001, consecuencia de transformaciones sociológicas de largo
alcance, como terreno sobre el que opera el ascenso de Cambiemos; 4) la
caracterización de la etapa en curso como de "inestabilidad hegemónica"; 5) y el
impacto de los sucesos de diciembre en la evolución de la situación política.

1. Si el objetivo de Cambiemos es iniciar un ciclo de restructuración profunda de


las relaciones laborales y sociales, su cumplimiento está subordinado a una
tentativa subordinación social y política de la clase trabajadora. En términos del
debate sobre el macrismo y la hegemonía es preciso advertir, como bien indica
Adrián Piva, que este proyecto de disciplinamiento puede coincidir con una
demanda que "viene de abajo", al menos desde algunas franjas de la clase
trabajadora y los sectores medios, en torno a la "restauración del orden y la
autoridad de la ley". Profundicemos esta hipótesis.

Ante el impasse de un modelo "estatalista", aparece la posibilidad de una


hegemonía contraria al Estado y sus políticas, en beneficio del "esfuerzo
individual", la meritocracia, la argentina laboriosa, etc. Es cierto que la tradición
cultural argentina posee potentes influencias plebeyas e igualitaristas (la ley 1420
y la educación pública, la justicia social, etc.) pero también contiene,
contradictoriamente e igualmente ancestrales, referencias individualistas: el
"ascenso social" producto del esfuerzo personal, sobre todo en la mitología en
torno a la inmigración europea.

El kirchnerismo no desorganizó este relato del "esfuerzo individual" y tuvo en el


acceso a mayores niveles de consumo individual la forma de realización de sus
políticas tenuemente redistributivas. De allí el argumento, fuertemente extendido
entre los defensores de los gobiernos progresistas latinoamericanos, de que éstos
crearon a su propio enterrador: al sacar de la pobreza a amplias franjas sociales
se les permitió una acceso a un consumo que estaría cargado de dimensiones
aspiracionales típicas de las clases medias tradicionales. Este argumento, un poco
rápido y superficial (merece otro espacio debatirlo), tiene su punto y su base
material: el kirchnerismo no involucró como sujetos sociales activos al movimiento
de masas, sino que, en el mejor de los casos, hizo de la población una beneficiaria
pasiva de políticas verticales que derramaban desde el Estado. Fue habitual,
entonces, que este componente "político" quedara oscurecido y se auto-adjudicara
exclusivamente al esfuerzo privado personal.

El relato que ha estado construyendo el gobierno tiene en el centro la


"normalización" económica e institucional. Es decir: el mercado para asignar
recursos, el trabajo para ascender socialmente, las instituciones para gobernar sin
corrupción. Restablecer la autoridad de la ley (contra los corruptos, el clientelismo,
los cortes de calle) para que emerja el argentino laborioso. Luego de una década y
media de conflictividad social permanente, que conduce a un cierto stress social
crónico y una erosión real del orden cotidiano (cortes de calle, paros docentes,
desvío de recursos del Estado a organizaciones piqueteras), esta tentativa posee
cierta potencialidad hegemónica.

El gobierno tiene la capacidad de colocar enfrente de su "proyecto de


normalización" a una cadena de equivalentes tan ambigua como lucrativa: el
corrupto y el narcotráficante pero también el que depende de una ayuda estatal, el
piquetero, el sindicalista, el mapuche que reclama tierras o el docente que hace
paro. Y como corolario de esta polarización, aspira a restablecer la capacidad
represiva del Estado, fuertemente lesionada en nuestro país por la serie
históricamente larga de golpes políticos y morales a la que se vieron sometidas las
fuerzas represivas (derrota de Malvinas, salida de la dictadura, lumpenización de
las fuerzas policiales durante los 90, rechazo social a los crímenes del Puente
Pueyrredón en 2002). La misma ministra Patricia Bulrrich, en la conferencia de
prensa a propósito del asesinato de Rafael Nahuel por parte de la Gendarmería
Nacional, lo definió con claridad: el Gobierno “quiere poner a la ley como centro
de las relaciones sociales”.

En este proyecto, la "lucha contra la corrupción, las mafias y los privilegiados" es


el "significante vacío" de combate. Corrupto es, primero, el dirigente kirchnerista.
Luego el burócrata sindical. El siguiente objetivo pueden ser las organizaciones
piqueteras, alegando, por ejemplo, supuestos manejos irregulares en la
administración de los planes sociales. "Privilegiados" son las "mafias", la
burocracia sindical, pero también el "trabajador formal" protegido por conquistas
laborales de un siglo, que "inhibe la generación de empleo". Privilegiado es quien
se ubica "por encima de la ley", por ejemplo un piquetero que corta un ingreso a la
ciudad. En el actual endurecimiento represivo se agrega una creciente
polarización contra "los violentos", que tiene el objetivo de legitimar la represión
estatal y la persecución judicial a la militancia.

En cualquier caso, la hegemonía no puede alimentarse solamente de elementos


políticos y culturales, necesita ser también económica. Y la clave de bóveda de
este plan económico es su capacidad de atraer inversiones productivas
extranjeras, lo que hasta el momento no ha sucedido. Si bien todavía hay un
trecho para que el endeudamiento dé oxigeno a la política oficial, en el "largo
plazo" (nunca sabemos con precisión cuán largo es el largo plazo) se requiere de
la aparición de inversiones de envergadura para poner en movimiento el plan
económico. La "apertura al mundo" de Macri no se da en un momento propicio,
cuando en ese mundo aparecen tendencias "desglobalizadoras" (Trump, Brexit, la
retirada de EEUU del Acuerdo Trans-Pacífico, la revisión del NAFTA). A su vez, el
gobierno no cuenta con un aliciente para la atracción de inversiones como
pudieron ser las privatizaciones de los 90. Y los pilares del crecimiento económico
de 2017 fueron débiles, muy asociados a la inversión pública propia de un año
electoral (e incompatible con las necesidades fiscales del gobierno).

2. Es preciso también identificar la importancia creciente del factor coercitivo en la


nueva gobernabilidad cambiemita. El protagonismo del elemento represivo en sus
distintas dimensiones intenta cumplir un rol disuasorio sobre la movilización social
y la oposición política, a la vez que satisface las expectativas de "orden" de su
propia base social. Se empiezan a materializar rasgos de "Estado de excepción", a
semejanza de países de la región, como Colombia, Perú o México, donde la
ofensiva neoliberal fue ininterrumpida. Lejos de cualquier concepto de "Estado
mínimo", puede ser útil para describir esta realidad la categoría de "estatismo
autoritario" acuñada por Nicos Poulantzas[3]. Este concepto tiene el mérito de
focalizar en los cambios materiales del Estado, más allá del terreno de "superficie"
de las representaciones políticas. Los medios de comunicación como aparato
estatal, por ejemplo, cumplen un rol nuevo en el actual marco de crisis de los
partidos y de las mediaciones clásicas, desarrollando un papel estructurador del
campo político en su conjunto, incluso en la imposición de ritmo y agenda
gubernamental. Es preciso seguir los cambios en la materialidad estatal sobre
todo en la articulación entre el Poder Judicial (que se homogeneiza en beneficio
del proyecto del gobierno y se dispone a la persecución de opositores, violentando
garantías procesales elementales si es necesario), las fuerzas represivas (que
ganan protagonismo, seguridad y respaldo gubernamental) y la cobertura sin
fisuras del aparato mediático. La mayor parte del "Estado ampliado" actuando
coordinadamente, para intentar dar lugar a una nueva forma de dominación donde
el factor coercitivo cumple un papel protagónico. No hay que subestimar esta
tentativa que tiene la dimensión de un cambio cualitativo en el régimen político.

Hasta cierto punto, en el caso del macrismo, el "estatismo autoritario" y el proyecto


hegemónico, la coerción y el consenso, hacen sistema, son concomitantes y no
recursos heterogéneos. Por caso, la persecución judicial a integrantes del
kirchnerismo acusados de corrupción (que incluye desde altos funcionarios hasta
dirigentes sociales) cumple un papel coercitivo/disciplinador y, al mismo tiempo y
sobre otro sector social, satisface ciertas aspiraciones sociales de "normalización y
saneamiento institucional". El "restablecimiento de la autoridad de la ley" es un
proyecto, al mismo tiempo, consensual y represivo, operando sobre la base de
una polarización que permite que el mismo hecho pueda ser valorado de manera
cualitativamente diferente en distintas franjas de la sociedad.

El proceso "por arriba" es acompañado, entonces, por una "politización autoritaria"


desde abajo, de ciertos sectores de la población. Se trata de un grupo social que
precede a Cambiemos y se fue forjando en el ciclo de movilizaciones anti-
kirchneristas desde 2008 en adelante, con anclaje en sectores medios y populares
(es decir, no se reduce a las clases altas)[4]. Lejos de un gobierno
"desideologizador", Cambiemos excita permanentemente la polarización
precedente y encuentra una base de masas (aunque no mayoritaria) que legitima
y reclama el endurecimiento autoritario. Apoyarse y estimular un "autoritarismo
social" (retomamos la expresión de Gisela Catanzaro) puede rendir en una
coyuntura marcada por la polarización política pero difícilmente sea el cimiento de
una hegemonía que requiere la subordinación e integración simbólica y material
de franjas sociales mayoritarias. Este sector puede convertirse en la "vanguardia
social" que ayude al Gobierno a ir desmontando consensos sociales hostiles o,
como en el caso de cualquier vanguardia, puede desengarcharse de las
tendencias sociales mayoritarias y volverse incompetente o contraproducente. El
límite es difuso.

Esta evolución autoritaria del sistema político acompasa nuestro país a ciertas
dinámicas internacionales. En el último periodo hemos visto, a nivel internacional,
que cuando la ofensiva capitalista adquiere rasgos más agresivos o pierde
capacidad de consentimiento social, suele tener como correlato una restricción
progresiva de las libertades formales y democráticas; lo que puede observarse en
la periferia, en el neoliberalismo autoritario de México y Colombia, pero también en
el centro capitalista, en el giro autoritario de Rajoy en el Estado español o en la
profundización del bonapartismo francés. Según Stathis Kouvelakis "se puede
hablar de una nueva forma política de dominio neoliberal, por un lado con el
estado de excepción y por otro con la individualización a ultranza de la fuerza de
trabajo y del sistema de relaciones profesionales, el desmantelamiento completo
de las pocas garantías que todavía existían en las negociaciones colectivas, y
ambos marchan a la par. Está emergiendo un régimen neoliberal autoritario,
aunque no es seguro que pueda estabilizarse". En varios puntos del planeta
vemos que el neoliberalismo progresivamente se acerca a una forma de
"dominación sin hegemonía", lo que explica la profunda inestabilidad de los
sistemas políticos y la crisis de los partidos tradicionales.

El proyecto de gobernabilidad de Cambiemos parece dispuesto a explorar formas


de gobernabilidad que incluyan dosis variables de coerción y consenso. El debate
sobre el macrismo y la "hegemonía" parece perder de vista que no toda forma de
dominación estable es necesariamente hegemónica (aunque siempre implique una
cuota de consenso social). El gobierno, a cambio, parece ser consciente de los
distintos recursos posibles.

En nuestro país, el endurecimiento autoritario supone un quiebre con la cultura


política e institucional que lleva décadas proveniente de la restauración
democrática. Al igual que en el terreno de las conquistas sociales, no es evidente
las posibilidades de éxito del gobierno en este plano. Las fuertes tradiciones
democrático-liberales resultantes de la salida de la dictadura, que tuvieron una
inflexión anti-represiva en 2002 con el fracaso de Duhalde en Puente Pueyrredón,
siguen teniendo pregnancia de masas.
3. El ascenso y la fortaleza (relativa) de Cambiemos es, en un sentido
fundamental, también el espejo de la desarticulación y el retroceso del peronismo.
En un artículo muy leído y discutido últimamente, Juan Carlos Torre realiza una
reescritura de su ya clásico "Los huérfanos de la política de partidos" y se
pregunta si le llegó al peronismo su 2001, es decir la crisis que había alcanzado al
polo no peronista en aquellos años. Vale la pena analizar seriamente estas
tendencias de largo plazo y la posible persistencia de una cierta "crisis de
representación" que ahora alcanza, en sus efectos erosionantes, al peronismo.

El texto de Torre hace eje en una mutación social inapelable: la transformación


cualitativa e irreversible del sujeto social del cual el peronismo era su
representación política: la clase obrera surgida de la industrialización parcial del
siglo XX argentino. La actual fractura y dualización, entre la clase obrera formal y
el "precariado" hundido en la informalidad y fuertemente dependiente de la ayuda
social, configura una realidad social sustantivamente diferente.

El primer gobierno de Néstor Kirchner, emergido con la huella todavía caliente de


2001, fue una aguda percepción de esta nueva realidad social y política. El
kirchnerismo fue, en este sentido, una verdadera forma de "peronismo del siglo
XXI" que dio cuenta de la nueva composición de la clase trabajadora argentina. La
alianza social detrás del primer gobierno kirchnerista tuvo de manera mucho más
crucial a los sectores hiper pauperizados y excluidos del formato laboral formal
(del cual, el movimiento piquetero era su fracción organizada de vanguardia) antes
que a la clase obrera formal (que se había mantenido desmovilizada en los
sucesos de 2001/2002 por el temor a la desocupación). El kirchnerismo supo
articular, entonces, la representación política del precariado informal y de las
clases medias progresistas (las que siguieron a Alfonsín en los 80 y al Frepaso en
los 90), y logró el acompañamiento menos intenso de la clase obrera formal, sobre
todo en los momentos expansivos de la economía. Las políticas públicas de sus
tres gobiernos fueron expresión del peso social relativo de estos diferentes
componentes: desplegó una gran red de asistencia social, produjo conquistas en
el terreno democrático, de impacto en los sectores medios (DDHH, Ley de Medios,
Matrimonio igualitario) y tuvo una intervención pragmática sobre las paritarias para
acompasarlas a la inflación pero sin generar un nuevo umbral de derechos
laborales (como sí fue el caso del peronismo histórico).

Como dice Torre, el kirchnerismo solo podía amalgamar esta alianza de clases
desde el Estado, "suturando políticamente lo que la sociología quiebra". Salido del
poder esta alianza se rompe (e incluso antes, si tomamos nota de la ruptura del
gobierno con amplias franjas de la clase trabajadora en torno al debate sobre el
"impuesto a las ganancias"). Entonces "sale a la luz - dice Torre - un fenómeno
que está en línea con lo que he llamado los corolarios políticos de la
fragmentación social, los prejuicios de las clases bajas frente a los sectores más
pobres. Como nos lo dice la sociología cuando destaca que el uso de los estigmas
es tanto más probable cuanto más próximas están las poblaciones al contraste
social o cultural, y como nos lo cuentan los testimonios de antropólogos y
periodistas, en los barrios de las clases media bajas es muy difundida la visión de
los pobres como "vagos" que "viven del estado" y cuya presencia muy cercana es
una fuente de inseguridad"[5].

Esta hipótesis de Torre trabaja en el mismo sentido que la del "moyanismo social"
de Pablo Semán. "El moyanismo social es un sector de las clases trabajadoras,
que no son las de más bajos ingresos, y que tienen la adhesión a un proyecto
social que es la mejora de su propia vida a través del trabajo, y que en el
panorama político argentino fueron beneficiados por políticas del kirchnerismo, a la
vez que ignorados y simbólicamente agredidos en temas como seguridad,
migración y jerarquías. Piensan que ellos se rompen más el lomo que otra gente
que es más pobre que ellos y que recibe beneficios del gobierno que ellos no (...)
No son los ‘agremiados’ de Moyano, sino los que representa el discurso de
Moyano en su ruptura con el kirchnerismo en el segundo mandato de Cristina, que
se condensaba en el famoso impuesto a las ganancias” (Semán).

La clase obrera formal, entonces, muestra tendencias a rechazar el


asistencialismo, la inmigración y a estar más inclinada a legitimar políticas
represivas y jerarquías rígidas. En cierto modo, buena parte de este sector social
actúa políticamente y se auto-percibe simbólicamente de un modo similar a la
"vieja clase media" de la época de la naciente "clase obrera peronista". De allí el
peso demográfico de estos sectores en el voto a Sergio Massa o a Cambiemos.
Por su lado, los sectores informales y más dependientes de la ayuda estatal han
mostrado tanto una inclinación "insurreccional" (propio de los que "no tienen nada
que perder"), como su contrario: una tendencia a la subordinación a quien controla
estatalmente la ayuda social y por lo tanto una enorme labilidad política. De esta
adaptabilidad se sigue una dificultad de largo plazo por construir identidades
políticas estables en estos sectores, lo que está detrás del enorme esfuerzo del
gobierno Cambiemos (sobre todo a través de su gobernadora estrella, María
Eugenia Vidal) por distribuir un vasto gasto social y disputarle esa base al
peronismo, lo que ya mostró ciertos frutos en los últimos resultados electorales.

La herida en la identidad peronista de las clases populares puede rastrearse en la


misma configuración inicial del kirchnerismo. La referencia a la transversalidad, en
2003, y a la Concertación Plural, en 2007, ponía en evidencia una aguda
percepción de la debilidad de los instrumentos políticos con los que se contaba.
El camporismo post 2010 (que generó cierta ilusión en la activación de la memoria
popular peronista, en clave radicalizada/setentista) hace olvidar que los primeros
Kirchner fueron escrupulosamente hostiles a la recuperación de la mística y la
simbología tradicional del peronismo (era habitual señalar la ausencia completa de
Perón y Evita en los discursos de Néstor y Cristina Kirchner). Tenían claro que el
PJ era un aparato territorial-clientelar necesario, pero no necesariamente una
identidad obrera o popular actuante o eficaz.

Una manifestación clave de la persistencia de la crisis del sistema de partidos es


la importancia crucial que guarda para una fuerza política "devenir Estado",
fusionarse con el Poder Ejecutivo Nacional (el verdadero "partido nacional" en la
expresión de Julio Burdman), y construir a partir de él una fuerza política. Esto es
lo que logró el kirchnerismo, precisamente, luego de la debacle de 2001, al estar
ubicado en un lugar relativo más resguardado respecto a la explosión que afectó a
la UCR en el gobierno. Frente a un sistema de partidos destruido, se pone en valor
la gestión directa del Estado como vía para la construcción de una fuerza política
nacional, sobre todo cuando se trata de un Estado central que maneja cuantiosos
recursos, en el marco de un régimen hiper-presidencialista. La derrota peronista
de 2015 dejó al desnudo un fenómeno que tal vez demoró mucho en evidenciarse.
En cierto modo, si se permite la expresión, no fue tanto que el peronismo
sobrevivió a la debacle de 2001 y por eso se hizo del gobierno como que se hizo
del gobierno y por eso sobrevivió a la debacle de 2001. Salido del control del
Estado, vemos entonces que el rey estaba (hasta cierto punto) desnudo y
aparecen fenómenos que parecían imposibles (las derrotas en San Luis, La
Pampa, Salta, Provincia de Buenos Aires, etc.). Posiblemente este fuera un rasgo
que quedó por fuera del campo visual de los estrategas del kirchnerismo cuando
se imaginaron su posible salida (relativamente ordenada) del poder, que iba a
alimentarse de la contraposición entre los "años felices" del kirchnerismo y la
nueva realidad de ajuste y austeridad derechista.

¿Cuál es, entonces, la situación del kirchnerismo en este ciclo político? CFK sufrió
una derrota electoral ante Cambiemos pero obtuvo un triunfo relativo en el
peronismo. Ella perdió ante el candidato oficialista, pero obtuvo un relevante 38%
en el principal distrito electoral y sus adversarios dentro del peronismo sufren una
derrota más dura (principalmente, el peronismo "macrista" de los gobernadores del
interior - Urtubey, Schiarreti, etc. - pero también Massa o Randazzo). Esto le
permite consolidarse como referente de la oposición.

En cualquier caso, por el momento parece tan implausible una reconstrucción


neoliberal del peronismo "a la Menem", cuando ese espacio ya está ocupado por
Cambiemos, como una nueva subordinación del PJ a la dirección de CFK. En una
situación política global como la que atravesamos, de transición con final abierto,
hay varios "empates" con resolución incierta. Uno de ellos es el que se desarrolla
entre el peronismo "territorial" (de gobernadores e intendentes), que hoy colabora
con Macri, y la fuerza electoral representada en CFK, que mantiene una oposición
más frontal con el gobierno. Varios movimientos dentro del peronismo plantean la
posibilidad de una reunificación "centrista" que incluya al kirchnerismo. El nuevo
presidente del PJ bonaerense (Gustavo Menéndez, intendente de Merlo) es un
emergente de esta situación de "empate" y también un representante de este
posible proyecto de reunificación.

Sin embargo, si es correcto el análisis de Torre, una reunificación del PJ tiene el


problema de que la división del peronismo es más seria que la que atravesó en
otros momentos históricos. No se trata de que un dirigente logre imponerse sobre
el resto, porque por abajo, sus "bases electorales" no son rápidamente sumables.
Si la división entre CFK y Massa expresó el dualismo sociológico en el seno de la
clase trabajadora, buena parte del voto de los gobernadores del interior puede ir
hacia Cambiemos en caso de reunificación con el kirchnerismo. No hay solución
simple a este dilema. No se puede descartar que en 2019 haya nuevamente dos
versiones del peronismo, lo que facilitará la reelección de Macri: un candidato que
represente a la "liga de los gobernadores" y un frente con perfil "centro-
izquierdista" dirigido por el kirchnerismo, y que incorpore un sector del PJ (sobre
todo bonaerense). Esto también dependerá de la fortaleza o debilidad con la que
llegue el gobierno al final de su mandato y de la posibilidad de que un tentativo PJ
reunificado signifique una alternativa competitiva real.

4. Desde el inicio del gobierno Cambiemos, suele retomarse entre muchos


analistas la expresión "empate hegemónico" para describir la situación política
actual. Acuñada por Portantiero en los años 70, esta expresión intentaba describir
el largo ciclo que media entre los años 50 y 70 en nuestro país, caracterizados por
una inestabilidad estructural. En su clásico "Clases dominantes y crisis política en
la Argentina actual”, Portantiero definía el "empate hegemónico" como la situación
donde "cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los
proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas
necesarias para dirigir el país como le agradaría”.

La definición es útil para describir la imposibilidad de estabilizar una nueva


hegemonía y la mutua "capacidad de veto" de los objetivos (de último término,
agregaríamos nosotros) del grupo social contendiente, sin conseguir, a cambio, la
capacidad para "dirigir el país como le agradaría". Las jornadas de diciembre
vuelven a mostrar que, efectivamente, el gobierno no puede avanzar sin
dificultades, al menos por el momento. Sin embargo, es necesario evitar evocar
cualquier imagen estática de este "empate" para poder identificar las tendencias
internas que lo atraviesan y que podrían, eventualmente, llevar a una resolución
de la situación. Probablemente sea más útil hablar de "inestabilidad hegemónica",
retomando nuevamente a Poulantzas, para describir una situación donde no hay
capacidad de estabilizar una nueva hegemonía y donde la capacidad de
consentimiento del gobierno se ve erosionada a medida en que avanza con sus
contrarreformas, pero sin que haya una capacidad de veto social decisiva ni que
emerja un bloque político alternativo. Es plausible que el "reformismo"
gubernamental se vea bloqueado en sus objetivos más ambiciosos (una
reestructuración global de las relación capital-trabajo que permita una reinserción
más competitiva de Argentina en el comercio internacional ) pero no un conjunto
de reformas más modestas, que vayan degradando progresivamente
las conquistas sociales y laborales. Una hipótesis es que ello se desarrolle en
paralelo a un progresivo debilitamiento de sus bases sociales y sin poder
desactivar la contestación social, incluyendo momentos recurrentes de fuertes
movilizaciones de masas. Si en el periodo 55-76 la capacidad mutua de veto, la
crisis orgánica duradera y la imposibilidad de estabilizar, incluso, el régimen
político (con los recurrentes golpes de Estado y restauraciones constitucionales
fallidas) indicaban un verdadero impasse que postergaba continuamente su
resolución, la dinámica interna de la situación actual probablemente sea diferente.

El ejemplo histórico tal vez más útil para pensar una posible hipótesis de
"inestabilidad duradera" no sea tanto este periodo de nuestro país, sino el 1995-
2010 en Francia. En 1995 hubo una gran revuelta opuesta a las reformas
neoliberales que generaron unas relaciones de fuerza que obstaculizaba o
ralentizaba la transformación cualitativa del capitalismo francés que las clases
dominantes necesitaban. Aunque sin capacidad de detener definitivamente el
espiral de contrarreformas, en este periodo se minimizó el alcance y se horadó
progresivamente la base de masas de esas políticas. La resistencia social evitó
una "gran transformación" que pusiera a Francia al nivel de la Alemania post
Schoeder o del Reino Unido post Thatcher. Se vivió un largo periodo, que los
analistas llamaron el “ciclo político antiliberal", atravesado por una importante
disposición a la lucha social, que incluyó algunas (pocas) victorias (el NO a la
constitución europea fue la más destacada), e incluso una importante presencia de
la izquierda revolucionaria en el terreno electoral. Solo a partir del gobierno
Sarkozy es que pueden empezarse a verse elementos de resolución de esta
"inestabilidad hegemónica", aunque las relaciones de fuerza todavía no se han
modificado de forma definitiva. La etapa que tenemos por delante puede presentar
simetrías con la francesa post-1995: contrarreformas "moderadas" o ralentizadas,
debilitamiento progresivo de la base de masas de esas políticas y movilización de
masas sin derrota social ni capacidad de veto definitivos.

5. Los sucesos de diciembre constituyeron un punto de inflexión en la situación


política al desarmar, a solo dos meses de las elecciones, la imagen de un
gobierno arrollador. Estas movilizaciones pueden convertirse en la lucha
fundacional de un nuevo ciclo por sus diferencias con las movilizaciones de marzo,
tan importantes ellas en su dimensión cuantitativa como limitadas en su impacto
político. En aquel momento, la movilización social fue deglutida por la polarización
política que impuso el gobierno en su confrontación con el kirchnerismo. Estas
movilizaciones tenían un piso de apoyo de masas significativo, pero un techo
social relativamente bajo (en un sentido parecido a lo que sucede en el plano
político-electoral con el kirchnerismo), precisamente por su identificación con el
Gobierno anterior. Esto no se reprodujo con las movilizaciones de diciembre,
donde la "grieta" fue superada y la lucha adquirió mayor transversalidad.
Probablemente, el máximo testimonio de ello hayan sido los cacerolazos de
sectores medios que se desarrollaron en diferentes barrios de la ciudad de Buenos
Aires, incluyendo las franjas demográficas donde se anida el voto duro a
Cambiemos (Palermo, Belgrano, zona norte).

No es descartable, sin embargo, que el gobierno logre sobreponerse a esta


adversidad. Si consigue hacer pasar su paquete de reformas (la reforma laboral va
a ser un test clave), puede imponer una desmoralización al movimiento popular,
donde el desánimo sea directamente proporcional al nivel de movilización que fue
derrotado (cuanto más grande la lucha, más ejemplificadora es su derrota). Sin
embargo, hoy la hipótesis de una glaciación del movimiento social no parece la
más probable.

La aparición de los "sectores medios" y de su "herramienta de lucha", el


cacerolazo, da lugar a una situación difícil para el Gobierno. Allí se encuentra
parte de su base social y es un sector que no encaja en su polarización contra "los
violentos y el kirchnerismo". Muchas veces subestimada, la emergencia de un
ciclo de lucha que tenga como protagonistas a sectores medios "a la 2001" puede
convertirse en la pesadilla de Cambiemos y romper el aislamiento de las luchas.
Este tipo de movilización, por fuera de las estructuras y las mediaciones sindicales
y políticas tradicionales ha cumplido un papel muy progresivo no solo en nuestro
2001, sino en buena parte de los movimientos de masas contemporáneos: los
indignados españoles, las movilizaciones a la Plaza Síntagma en Grecia, las
rebeliones árabes de 2011, las movilizaciones en Brasil de 2013, la Nuit
Debout francesa. La combinación de la entrada a la lucha de nuevas
generaciones, la ocupación de espacios y plazas y la aparición de herramientas de
auto-organización cumplen un papel estratégico para desbordar a los aparatos
tradicionales y expandir las potencialidades de la situación política. Nada de esto
está garantizado por la aparición inicial de cacerolazos, pero está planteada la
posibilidad.

Como todo acontecimiento de esta magnitud, diciembre ha golpeado sobre todos


los actores políticos y sociales y son probables nuevos realineamientos. Veremos,
en el corto plazo, un reemplazo de la cúpula cegetista y, a la vez, un posible
realineamiento de sectores burocráticos del movimiento obrero hacia posiciones
más combativas. El peronismo "territorial", de gobernadores e intendentes, por
ahora se mantiene expectante y con disposición a seguir colaborando con el
gobierno. Pero el impacto ya se hace notar, como se evidencia en las
declaraciones de Pichetto contra la reforma laboral. La movilización social, a su
vez, empieza a situar sobre nuevas bases la cuestión de la alternativa política al
macrismo. El "vamos a volver" ha envejecido rápidamente. Será necesario
construir una alternativa política que pueda romper el techo de cristal que el FIT
sufre ante la base social-electoral del kirchnerismo (quien a menudo lo identifica
como la "extrema izquierda" del bloque neoliberal por sucesivos errores tácticos y
de ubicación política[6]), como también el techo del kirchnerismo en la sociedad
(que es identificado con la corrupción y el desmanejo económico por amplias
franjas de la población). Los hechos de diciembre han mostrado una aspiración
muy fuerte a la unidad de gran parte de las clases populares, la cual es un punto
de apoyo de masas para la irrupción de una nueva fuerza política. Una resolución
positiva de la "inestabilidad hegemónica" no puede descansar solamente en un
tentativo veto social, sino que requiere de la irrupción de un bloque político
alternativo. En este terreno estamos todavía muy retrasados. El desarrollo de una
nueva dialéctica entre la lucha social y su traducción política es el punto de partida
para desbloquear la situación.

[1] Para el examen de las causas de la victoria electoral de Cambiemos remito al texto de Adrián
Piva "La épica de un país ordenado: en torno a la caracterización del Gobierno de Cambiemos" en
http://intersecciones.com.ar/index.php/articulos/37-la-epica-de-un-pais-ordenado-en-torno-a-la-
caracterizacion-del-gobierno-cambiemos, sobre todo en lo referido al análisis del "gradualismo"
económico; y al artículo de Facundo Martín "18 de diciembre: el hilo sinuoso entre 2001 y 2017"
en http://revistabordes.com.ar/18-de-diciembre-el-hilo-sinuoso-entre-2001-y-2017/.
[2] Ver "La épica de un país ordenado. En torno a la caracterización del Gobierno Cambiemos" de
Adrián Piva en http://intersecciones.com.ar/index.php/articulos/37-la-epica-de-un-pais-ordenado-
en-torno-a-la-caracterizacion-del-gobierno-cambiemos

[3] Poulantzas desarrolló el término "estatismo autoritario" en los años 70 para describir el tipo de
régimen político al que evolucionaban los países capitalistas avanzados. En su aspecto general, la
transformación que describe radica en "un intensificado control estatal de cada esfera de la vida
socioeconómica, combinado con el agudo declive de las instituciones políticas democráticas y una
restricción multiforme de las llamadas libertades formales”. Se trata de una evolución burocrática y
represiva que gravita en torno al reforzamiento del Poder Ejecutivo y a la pérdida de eficacia de las
estructuras de poder formales y representativas tradicionales (partidos, parlamentos). Ver "Las
transformaciones actuales del Estado, la crisis política del Estado”(1976) . En: Poulantzas, N.
(ed.), La crisis del Estado. Barcelona: Fontanella, 1977.

[4] Ver al respecto Catanzaro, "La Imaginación punitiva" en


http://intersecciones.com.ar/index.php/articulos/41-la-imaginacion-punitiva

[5] Torre, Juan Carlos, "Los huérfanos de la política de partidos revisited", en


http://panamarevista.com/los-huerfanos-de-la-politica-de-partidos-revisited/

[6] Para ejemplificar el punto podemos remitirnos a la actuación ante el "conflicto del campo" en
2008 (donde Izquierda Socialista adhirió abiertamente el reclamo reaccionario de las patronales
agrarias y PO y PTS se negaron a dar ningún apoyo, aunque parcial y crítico, a las "retenciones") o
ante la Ley de Medios o la expropiación parcial de YPF, a las que el FIT se opuso al igual que la
oposición derechista. Los ejemplos podrían multiplicarse. La campaña "votoblanquista" ante el
balotaje, centrada en la consigna "son todos lo mismo", también afectó la capacidad de incidencia
del FIT sobre la base social del kirchnerismo. Durante el gobierno macrista, estos problemas de
ubicación política se siguen expresando en una recurrente hostilidad a impulsar marcos de "frente
único" anti-macrista, o en cierta incomprensión de que la persecución judicial al kirchnerismo
constituye una política de disciplinamiento sobre el conjunto de la oposición social y política.

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