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El relato cinematográfico

Sinopsis de El relato cinematográfico:


El relato existía mucho antes de la aparición del cine, y el cine se inspiró en las demás
artes a la hora de inventar sus propios modos de contar historias; puede decirse,
pues, que no existe cine sin relato. Sin embargo, el relato cinematográfico se
diferencia radicalmente, por ejemplo, del relato literario. La presente obra combate los
tópicos que tienden a reducir el relato de una película a su guión. El relato
cinematográficopasa por todas las etapas de la creación del filme, rodaje y montaje
incluidos. Se encarna en la interpretación de los actores, pasa por sus cuerpos, por
sus voces y por toda la elaboración de la banda sonora; se sirve de su lenguaje,
empleando la elipsis, el fundido en negro, el flash-back o el flash-forward, la voz en
off, los efectos especiales… En suma, por lo que al relato respecta, en cine todo
depende de la puesta en escena: justamente ahí radica su especificidad. Grandes
maestros del cine como Griffith, Murnau y Stroheim sirven a la autora para remontarse
a la invención del relato cinematográfico y entender las filiaciones establecidas a
través de generaciones de cineastas hasta la actualidad, partiendo de los ejemplos de
películas clásicas como las de Renoir, Hitchcock, Welles o Lang, por ejemplo, pero
también las de David Lynch o Eric Rohmer. Análisis de secuencias, extractos de
guiones, textos y comentarios de cineastas y guionistas constituyen otros tantos
puntos de apoyo para sus tesis.

EL NACIMIENTO DEL CINE


Carpeta 1. La Era del Imperio (1873-1914/1918)

Si bien se puede datar con precisión el nacimiento del cine situándolo en la célebre proyección que los

hermanos Auguste y Louis Lumière realizaron en París en marzo de 1895, como sucedió con muchos otros

grandes inventos de la historia el del cinematógrafo fue el resultado de una serie de innovaciones técnicas

realizadas en paralelo por diferentes personas y en diferentes lugares del planeta. En este caso, se exploraba

la posibilidad de capturar y proyectar imágenes en movimiento tomando como base la fotografía, presentada

en sociedad en 1826 por el científico francés Nicéphore Niepce.

A lo largo de la segunda mitad del siglo xix y en distintas zonas del mundo industrial, diversos científicos

desarrollaron técnicas todavía precarias que preludiaron la invención de los Lumière. Eadweard Muybridge en

Inglaterra, a partir de la exhibición de secuencias de fotografías fijas, y el equipo del laboratorio de Thomas

Edison en Estados Unidos con la invención del kinetoscopio trabajaron sobre dispositivos que permitían

presentar imágenes en movimiento, aunque no habían podido resolver aún el problema de la proyección de
esas imágenes. Los Lumière, que llegaron al final de la carrera, fueron quienes ganaron para sí los méritos de

una invención gradualmente desarrollada en las tres décadas precedentes.

EADWEARD MUYBRIDGE, FOTOGRAFÍAS ANIMADAS, 1872


THOMAS EDISON, KINETOSCOPIO, 1891

Pero no es este el sitio para narrar las marchas y contramarchas de la invención de los dispositivos técnicos
que hicieron posible el cine: nos interesa, antes bien, trazar de manera sintética un relato de las primeras
décadas del cine desde el punto de vista de la historia, tanto de lo que esos primeros pasos pueden aportar

desde la perspectiva de un historiador como de las formas aún incipientes pero no por ello menos

significativas en las que la vida de las sociedades comenzó a ser expuesta por medio del cine.

Las primeras imágenes famosas que los Lumière legaron a la posteridad son documentos cabales de su

tiempo: obreros saliendo de una fábrica y un tren que arriba a una estación. Si la búsqueda obsesiva del

movimiento es el objetivo principal de los primeros camarógrafos del cine, resulta bastante lógico que las

miradas iniciales se fijen en objetos que se mueven dentro de un cuadro todavía inmóvil: el trabajo, los viajes,

el deporte, ciertos rituales cotidianos. Al final del largo siglo de consolidación de la sociedad industrial, el cine

viene a registrar y proyectar una imagen completamente nueva de un mundo completamente nuevo. Y si hay

que esperar unos pocos años para que veamos, todavía de manera incipiente, las primeras exploraciones

narrativas, en los cortos de los Lumière y de otros pioneros de fines del siglo xix encontramos ya, sin

embargo, la sustancia de ese medio recién creado cuyo interés y usos, y los sentidos que podía tener

socialmente, sus inventores decían desconocer. El mundo todo se ha puesto en movimiento; la ciencia, la

técnica, la cultura y el arte parecen por fin dispuestos a moverse con él.

Si volvemos la vista atrás, es interesante apuntar que la invención del cine –fuera cual fuere su futuro– se

produjo una vez que el espacio geográfico mundial fue completamente explorado y delimitado por el hombre.

El planeta todo ha sido cartografiado y puesto bajo el control directo o indirecto de las sociedades más

poderosas del Occidente industrial; la dinámica de una vida histórica nueva se ha establecido y se ha

consolidado: parece haber llegado la hora de mirar dentro de ella y de narrar sus movimientos.
AUGUSTE Y LOUIS LUMIèRE, OBREROS SALIENDO DE LA FÁBRICA, FRANCIA, 1895

La pregnancia que el cine tiene sobre toda la cultura del siglo xx es tan profunda que sería imposible

imaginársela sin él. Si en los inicios de nuestro siglo no conocemos ni podemos prever con claridad el rumbo

de la cultura audiovisual, dada la multiplicación exponencial de las imágenes y de las pantallas y el desarrollo

multiforme de las tecnologías que les son inherentes, una mirada retrospectiva sobre el siglo xx permite

considerar al cine como su más grande expresión cultural, tanto por la masiva repercusión popular que lo

caracterizó –la más importante en la cultura de masas, por lo menos hasta la difusión de la televisión, uno de

sus subproductos– como por la influencia determinante que tuvo sobre la construcción y el establecimiento de

imaginarios sociales, geográficos e históricos, por no mencionar el enorme impacto sobre comportamientos,

usos y costumbres en sociedades que veían y ven aún en el cine, tal vez como en ningún otro medio, reflejos

potentes y contradictorios de sus ideales, sus logros, sus conflictos, sus miserias y sus sueños individuales y

colectivos.

Dediquemos entonces una mirada a las primeras tres décadas de esta historia. Nuestro recorte se propone
recuperar ciertos elementos de interés entre la primera proyección en París en 1895 y El caballo de hierro, el

notable film de John Ford que narra y documenta la expansión del ferrocarril hacia el –justamente gracias al

cine– mítico oeste de los Estados Unidos en 1925. Treinta años transcurren entre un tren y otro: las tres
décadas fundacionales del cine y de las exploraciones de sus pioneros sobre sus usos, sentidos y

posibilidades.

GEORGE MÉLIES, EL VIAJE A LA LUNA,

FRANCIA, 1902

Sorprende encontrarse la obra de Mélies solo siete años después de la presentación del cine en sociedad.
En El viaje a la Luna se despliegan una serie de elementos históricos que pertenecen enteramente a su

tiempo y otros que prefiguran ciertos caminos para el devenir del arte cinematográfico y de la propia historia

de la ciencia, de la técnica y de la humanidad misma. Por supuesto, si consideramos la obra precedente del

gran Jules Verne, no hay novedad en el más célebre de los argumentos que expone George Mélies, pero la

puesta en escena de la planificación y la realización del viaje de un grupo de científicos a la Luna establece

tempranamente la vinculación del cine con la literatura, el teatro y la fotografía, inserta con precisión e

imaginación al nuevo medio en la cultura, lo conecta con las tradiciones narrativas y representativas más

importantes de su tiempo y señala además los primeros pasos en dirección de una búsqueda propia que tiene

a la ficción como horizonte claro. Si en Mélies predominan aún el plano fijo y cierta teatralidad evidente en los

decorados y en la inmovilidad del cuadro, la imaginación desbordante de su viaje a la Luna, la voluntad de ir


más allá de los límites figurativos de las imágenes convencionales, el espíritu lúdico que alcanza también a la
consideración sobre la propia obra, adelantan ciertas posibilidades singulares del cine que se irían

desenvolviendo en las décadas posteriores para dar lugar a formas diversas de contar historias humanas por

medio de las imágenes en movimiento, incluso historias que resultan técnicamente imposibles de alcanzar en
el presente de la realización. No se trata del nacimiento de la ciencia ficción, pero El viaje a la Luna puede

considerarse la primera combinación feliz de la ciencia y la ficción por medio de ese invento al que había que

encontrarle aún un lenguaje propio y un lugar en la cultura. De paso, la más célebre de las primeras películas

de ficción de la historia del cine daba cuenta de ciertos imaginarios históricos fundamentales de su tiempo: la

confianza en el progreso ilimitado de la ciencia y la técnica, el espíritu aventurero no separado aún

completamente de la figura del científico, el ánimo de expansión y conquista tan característico de la cultura
imperial. Así, ciertos tópicos de la era imperial clásica pueden encontrarse fácilmente en El viaje a la Luna,

sobre todo la noción de un futuro que, por medio de la ciencia y de la exploración espacial, dentro o fuera del

planeta, parecía al alcance de la mano.


EDWIN PORTER, ASALTO Y ROBO A UN TREN (ESTADOS UNIDOS, 1903)

El argumento de casi todos los films policiales clásicos fue contado en el cine por primera vez cuando recién

se iniciaba el siglo xx. Mezcla de film de asalto y de vaqueros, imaginería temprana que preludia en más de

dos décadas la escena del “lejano oeste” que haría las glorias del Hollywood clásico, en el célebre

cortometraje de Porter –en el que vuelve a ser capital un tren– se encuentran ya los elementos

convencionales de un género que opone a la ley y a quienes la infringen y que tiene al dinero como motor de

la trama. Tomando cierta distancia del género posterior, resulta interesante pensar en el uso extendido de las

armas en el film de Porter y en sus posibles interpretaciones en relación con la sociedad norteamericana de

su tiempo, y considerar también cuán pronto el delito y la violencia, así como los dispositivos institucionales

para perseguirlos, se sitúan como centro de un relato cinematográfico paradigmático de los primeros años de

la historia del cine. El célebre plano final del film –con uno de los asaltantes disparando frontalmente a

cámara– anuncia también, con un cierto espíritu juguetón característico de ese entretenimiento de feria que

buscaba aún un territorio propio, una conexión tan rudimentaria como concreta entre los mundos de este y del

otro lado de la pantalla de cine.


DAVID W. GRIFFITH, EL NACIMIENTO DE UNA NACIÓN, ESTADOS UNIDOS, 1915

El film de mayor influencia en el proceso de construcción de un lenguaje propio del cine es también el primer

gran relato épico que el nuevo arte nos lega sobre la historia de los Estados Unidos. Plagado de elementos

racistas que le valieron a su director fuertes críticas provenientes de diversos sectores de la opinión
democrática, El nacimiento de una nación tiene aún, quizá también por esos elementos, un notable valor

como testimonio de un imaginario sobre la nación, sus fuentes históricas y el lugar de los distintos sujetos
sociales y de sus derechos en las narrativas nacionales. Por otra parte, el cine de Griffith sería pionero de

otros rasgos menos evidentes: las tensiones entre su modernidad formal y su contenido reaccionario pueden

seguirse como un hilo invisible a lo largo de la historia del cine de los Estados Unidos y hasta el presente. Por

medio de un innovador tratamiento de la cámara, combinando en el cuadro el drama privado y el histórico,

construyendo una estructura dramática basada en las decisiones de montaje, Griffith ponía los cimientos de

una narrativa propia para el nuevo arte, al punto de que su obra, que sumaría por lo menos otros tres grandes
títulos: Intolerancia(1916), Pimpollos rotos (1919) y Huérfanos en la tempestad (1921), configura un hito

ineludible para iniciar cualquier relato de lo que más tarde se convertiría en cine clásico. Pero su influencia no

se agotaría en esa línea que desemboca con claridad en los modos de representación que se afirmarían con

el sonoro: Griffith fue además una referencia decisiva para todo el cine de los veinte que, atravesado por las

marcas de diversas vanguardias, nos deja aún la impresión de una edad dorada de un arte cuyos horizontes

se abrían, como varias promesas, a nuevas posibilidades expresivas y narrativas.

CHARLES CHAPLIN, ARMAS AL HOMBRO, ESTADOS UNIDOS,

1918

Charlot gana la gran guerra sin matar a nadie y apresando personalmente al Kaiser después de una aventura

hilarante. Libera Francia y celebra en andas de sus camaradas el final de la Primera Guerra dando alborozada
bienvenida a la paz para toda la humanidad. ¡Un momento! Se trata solo del sueño de un recluta agobiado por
el llamado al frente… Con la guerra recién terminada, Chaplin hace un film pacifista que termina sospechando

de su propio mensaje. Notable comedia sobre las andanzas de un simple soldado en las trincheras europeas,

apoyada en la gracia y la dulzura sin par del personaje pero también en un ritmo trepidante en el que la
estructura de viñetas no impide la fluidez del relato, Armas al hombro es mucho más que una humorada

precisa sobre la catástrofe que acaba de concluir, y es importante considerar el film sin perder de vista que el

humor de Charlot era el más formidable mecanismo de defensa de una criatura de simple condición contra las

iniquidades del mundo alrededor. La popularidad inmensa del personaje implicaba, entre otras cosas, que la

gente común que acudía al cine masivamente a ver sus obras conectaba plenamente con su humor, con su

desconfianza frente a los hechos del mundo y con sus maniobras de autodefensa contra los poderes de

distinto signo que acosan siempre a los más humildes. Pionera en la representación de la vida en las

trincheras –es sobresaliente la secuencia de los soldados durmiendo en el agua y manteniendo apenas sus

narices sobre la superficie–, elocuente en la soledad tremenda que experimenta el soldado lejos de su mundo

cotidiano, amable incluso con los adversarios, a quienes se trata con gracia y casi sin violencia. Ingenuidad

que parece ser el fondo de la representación y que, al fin, no es sino un falso fondo que queda desarmado y

expuesto a las amenazas de un presente y de un futuro más sombríos. El genio de Chaplin deja uno de los

primeros testimonios cinematográficos para la historia de la gran guerra, nos pide a cambio un par de

carcajadas y unas cuantas sonrisas y nos deja al final una mueca de escepticismo.

ROBERT WIENE, EL GABINETE DEL DR.

CALIGARI,ALEMANIA, 1919
La pieza emblemática del expresionismo alemán es también el film que más ha identificado a la por entonces

naciente República de Weimar. Varias rupturas de toda linealidad representativa pueden encontrarse en el

clásico de Wiene: un tratamiento disruptivo de la escenografía y de los decorados, líneas laterales y suelos

quebrados que desafían la percepción convencional del espectador, y una iluminación omnipresente en el

tratamiento de grandes sombras que serían luego una marca distintiva de cierto cine alemán de los años

veinte y de los legados del expresionismo en general. Surge evidente en el film la figuración de un mundo

trastocado cuyas bases resultan inciertas y en el que se respira una atmósfera enrarecida y amenazante. La

Alemania de los veinte daría lugar al desarrollo de un cine ciertamente más complejo que el de Wiene en las
obras de Fritz Lang o Friedrich Murnau, por ejemplo, pero El gabinete del Dr. Caligari se ha ganado para la

historia el lugar icónico del film que más tempranamente y con los elementos estéticos más concretos traduce

al cine el clima social y cultural de una sociedad tambaleante, que hace de la distorsión y de las acechanzas

de la oscuridad de lo real sus rasgos más representativos.


ROBERT FLAHERTY, NANOOK, EL ESQUIMAL, ESTADOS UNIDOS, 1922

En fecha insólitamente temprana para la historia del cine, Nanook of the north deja una huella profunda para

el registro de los otros por medio de una mirada antropológica no exenta de sensibilidad y de admiración bien

entendida por la diferencia. Flaherty hacía en 1922 un cine cuya modernidad y actualidad se afirman con el

paso de los años, y abría de par en par y por primera vez una puerta que varias generaciones han vuelto a

trasponer por medio de una cámara cinematográfica. Se ha dicho reiteradamente que Flaherty sentaba, con

su film sobre un esquimal, su familia y su entorno, las bases del género documental, o más precisamente del

documental social; creemos, sin embargo, que su cine transitaba ya ese terreno en el que las categorías de

documental y ficción pierden sentido y que con tanto esmero intentan recorrer las vanguardias actuales casi

un siglo más tarde. Despojada de cualquier supuesto o intención imperial, la narración que el director ofrece

del personaje de Nanook, de su familia y de sus vidas cotidianas en el marco de un ambiente natural que se

nos aparece aún como enormemente hostil evita la superficie del exotismo más vulgar y mira con asombro y

calidez a un grupo humano diferente y propio, alojado por la cámara en una singularidad plena de humanidad
y de aprecio por la vida. Nanook of the north sería un film revolucionario en cualquier época, pero realizado en

1922 es, sobre todo, un acontecimiento fundacional de un cierto tipo de mirada que el cine elabora, propone y

revela a aquellos espectadores dispuestos a considerarlo y percibirlo como una forma especial de

conocimiento del mundo. A su manera, un cuarto de siglo más tarde que los Lumière, Flaherty inventaba el

cine nuevamente.
JOHN FORD, EL CABALLO DE HIERRO, ESTADOS UNIDOS, 1925
Sobre el final de la guerra entre Norte y Sur, Lincoln decide la aprobación del proyecto del ferrocarril

transcontinental que unirá las costas del Atlántico y del Pacífico. Dos compañías trabajan en simultáneo

avanzando desde la costa opuesta para encontrarse y sellar la nueva costura ferroviaria de la nación en

territorio cheyenne, en el centro oeste del país. Un clásico antes del cine clásico, narrado con la solidez, la
sensibilidad y la gracia que caracterizan la obra de su director, El caballo de hierro sigue siendo aún un film

impresionante en el que se elabora un temprano relato cinematográfico de la historia reciente de los Estados

Unidos, conectando en el origen de esa historia la figura del líder sabio y democrático que marca el camino, el

espíritu colectivo que permitió completar las dos grandes empresas –la guerra y el tren– y los conflictos entre

el beneficio social y el afán de lucro personal que han sido siempre uno de las obsesiones del gran Ford. Por

supuesto, como en todo su cine, la historia empieza y termina por los hombres, los grandes y los comunes, y

se dirime, sin discursos ni mensajes aleccionadores, en la sustancia del drama, en el compromiso con el

propio ideal y en el respeto de la comunidad. Davy Brandon no pretende escribir una página dorada en la

historia de la patria, se propone apenas completar aquella empresa con la que soñaran su padre y él mismo

muchos años atrás y defender su sueño en nombre del padre asesinado ante sus ojos de niño. En el camino,

deberá enfrentar a las corporaciones movidas por el afán de riqueza y a los terratenientes que intentan llevar

el dinero del Estado a sus arcas, mientras manejan a su antojo a los indios rebeldes desalojados por el paso

del tren. Casi todos los elementos del western clásico están ya presentes en este fresco histórico que, en sus

más de dos horas de duración, no pierde el pulso ni el eje: entre el gran hecho social y las pasiones de los

hombres sencillos, Ford ha encontrado ya esa mirada cinematográfica única en la que la multiplicidad de

sentidos de la palabra historia –como relato, como el tiempo que ha pasado y como disciplina que se ocupa

de él– conforman una sola y única materia narrativa.

Treinta años transcurrieron entre la presentación de los Lumière y El caballo de hierro; nos hemos salteado en

nuestro relato el aporte de muchos otros grandes pioneros del nuevo arte que contribuyeron a las

exploraciones sobre sus usos y a la consolidación del cine como un arte popular de presencia e influencia

crecientes en la cultura de su tiempo. Nuestro recorte intenta encontrar el sentido de una ampliación del valor

de las imágenes en movimiento desde aquel breve y significativo hito inaugural en París hasta el encuentro

con un film acabado en el que el tren, objeto de aquella primera mirada de los cineastas, ha dado lugar a un

drama histórico en el que se reúnen sujetos, ambientes y conflictos con un grado de espesor humano,

complejidad social y madurez narrativa que resultaban aún inimaginables para los padres inventores. Tal vez

podamos extender el sentido de esta contigüidad evidente entre el ferrocarril y el cinematógrafo: dos inventos

fundamentales de la modernidad que se conectan para unir, por medios diferentes, los nuevos sentidos del

movimiento de un mundo en el que el espacio y el tiempo han sido conquistados para la historia.

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