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La organización social en el siglo XVI.

Analizar la población y la economía del siglo XVI supone introducirse en el estudio de un


periodo definido en términos positivos. Positivos por una coyuntura favorable que hunde sus raíces
en la centuria anterior y por entrar en contacto mundos hasta entonces independientes como
consecuencia de la expansión de los europeos (principalmente portugueses y castellanos) que abrió
paso a posibilidades inéditas hasta entonces.
1. Expansión demográfica.
Para los observadores del siglo XVI el rasgo más notable del paisaje español era que se
trataba de un paisaje vacío. Efectivamente, una gran parte de España estaba desierta y si la tierra
apenas estaba cultivada en parte se debía a que estaba escasamente poblada. La población de
España aumentó de forma significativa en el siglo XVI y no sufrió retrocesos catastróficos hasta en
torno al 1600. Castilla era, por entonces, la región más densamente poblada con 4,3 millones de
habitantes sobre una población total de 5,2 (casi el 80%). Asimismo, se recuperó de la Peste Negra y
de las epidemias subsiguientes más rápidamente que sus vecinos de la Península Ibérica y
comenzó antes su crecimiento demográfico, tal vez ya a finales del XV. La recuperación de la zona
oriental de España fue más lenta: la población total de la corona de Aragón era superior al millón.
Entretanto, la población de Castilla pasó de 3.856.199 habitantes en 1530 a 6.611.460 en 1591. En
Castilla existían variaciones regionales en el crecimiento demográfico. La población de Galicia
aumentó aproximadamente el 78% entre 1528 y 1591. La combinación de población y pobreza en
una región montañosa determinó la función clásica de Galicia de exportar habitantes hacia las
llanuras. En cambio, en las tierras de Castilla la Vieja, el crecimiento demográfico, aunque no
inexistente, fue menos pronunciado, menos resistente, tal vez, a las condiciones cambiantes. En
Castilla la Vieja el crecimiento demográfico se inició antes que en otras regiones de España, fue más
modesto –el 20% en conjunto–, y alcanzó el punto álgido ya en 1561. El mismo modelo se repitió en
Castilla la Nueva. La provincia de Guadalajara conoció un incremento de la población del 51,5% entre
1528 y 1591. Ciudades como Madrid y Cuenca sobrepasaron, con frecuencia, el incremento de su
hinterland rural, la primera por ser la capital, y la segunda como centro de una industria textil. Pero
en general, aunque el crecimiento global de la población (el 78% en el período 1528–1591)
de Castilla la Nueva fue más elevado que el de Castilla la Vieja, se produjo según las mismas pautas.
Andalucía, centro comercial del reino de los Habsburgo, siguió un modelo de crecimiento
demográfico diferente. Al igual que Castilla, el aumento de la población fue bastante rápido en la
primera mitad de la centuria. En Jaén y su provincia se produjo un aumento de la población del
55,5% entre 1528 y 1561. Pero la situación fue distinta en el S. que en el N., en cuanto que la
población continuó aumentando, aunque a un ritmo menor, aproximadamente el 20,8% en el
período de 1561-1591 en el caso de Jaén. Sevilla es un caso especial, como capital de la región
agrícola más próspera de la provincia, la Andalucía occidental, y centro del comercio y la
administración americanas. La ciudad y su zona circundante conocieron, en conjunto, un
crecimiento del 45,5% entre 1528 y 1591, mientras que el aumento en la ciudad fue de un 136%
en 1530-1588. Valencia y Murcia constituyen ejemplos de variaciones en el modelo meridional. La
población de Valencia experimentó un importante repunte a partir de 1550, alcanzando el máximo
en 1580-1590, para conocer luego una recesión a partir de 1600. Murcia creció ininterrumpidamente
desde 1530 para alcanzar el período de máximo incremento (el 50%) entre 1586 y 1596. En contraste
con otras ciudades de la península, Murcia no se vio afectada por el declive demográfico de finales
de siglo. También Extremadura se aparta del modelo demográfico castellano. La población
de Cáceres aumentó de manera constante durante todo el siglo XVI, con un fuerte movimiento al
alza en la segunda mitad, produciéndose una contracción en 1595-1646, aunque menos grave que en
el caso de la zona central de Castilla. Incluso en Castilla la distribución de la población experimentó
variaciones importantes en el siglo XVI, tal vez como consecuencia del incremento del número
de habitantes. Se produjo un movimiento de población del Norte hacia el Sur, atraída por
el monopolio andaluz del comercio de las Indias. Otro movimiento de población se produjo a raíz de
la rebelión de las Alpujarras entre 1566 y 1571, a la que siguió la dispersión de los moriscos de
Granada por toda la zona septentrional de Castilla; el vacío se llenó en parte asentando colonos
procedentes del N. y centro de España. Por último, la imposibilidad de subsistir podía impulsar a la
población a emigrar a otras partes del país, en Castilla desde las zonas rurales a las ciudades y en
Cataluña desde los Pirineos hacia las tierras bajas. Pero además de los movimientos internos
de población, hay que mencionar también el factor de la emigración, en parte forzosa como en el
caso de los judíos en 1492, y en parte voluntaria, hacia América. El número de españoles que
emigraron a América a lo largo del S. XVI fue mucho más reducido de lo que se ha supuesto, siendo
menos de 50.000 hacia el decenio de 1550. Sin embargo, en el contexto de los estados
contemporáneos se trataba de un éxodo importante de mano de obra, lo cual suscita el interrogante
de si España se convirtió en una potencia colonial porque tenía una población suficiente para
sostener sus descubrimientos, o incluso porque el crecimiento demográfico por encima de
los recursos disponibles la forzó a la expansión. Por otra parte, junto a la partida de españoles de la
madre patria, se produjo la inmigración en España de numerosos extranjeros. El número de franceses
que atravesaron los Pirineos, atraídos por la riqueza de Sevilla y del comercio de las Indias, y en la
zona oriental de España incluso por la posibilidad de realizar trabajos manuales, aumentó
ininterrumpidamente durante los siglos XVI y XVII. Pero el grupo más influyente de inmigrantes
extranjeros fue el de los genoveses. Desde el siglo XIII poseían una colonia importante en Sevilla,
mientras que en el Mediterráneo rivalizaban con Barcelona. Todos los privilegios conseguidos
durante ese período y revocados por Fernando de Aragón en el año 1500 les fueron restablecidos
por Carlos V como recompensa por el espectacular viraje protagonizado por Andrea Doria en 1528,
cuando desertó de Francia para colocarse a su servicio. Desde ese año los banqueros genoveses
desempeñaron un papel de primera magnitud en las finanzas del Estado español, junto con los
Welser y los Fugger, consiguiendo las rentas más productivas, los juros, monopolios y privilegios
comerciales como contrapartida por los numerosos préstamos que realizaban a la corona. Su
situación mejoró aún más cuando España se separó del imperio alemán y terminaron por sustituir a
sus rivales del norte, incluidos los Fugger. Además, se hicieron con una parte importante del tesoro
americano, tanto en concepto de devolución de sus préstamos a la corona como por su participación
en el comercio de las Indias, que incluía importantes contratos para el suministro de esclavos negros.
Genoveses hispanizados echaron raíces en España, se integraron en los consejos y en la Iglesia y
comandaron ejércitos y flotas españolas. De hecho, gracias a su poder económico y –por tanto–
político, podían ser considerados como miembros de la clase dirigente española.

2. Estructura social.
La estructura social de España se basaba casi exclusivamente en la propiedad de la tierra, la
mayor parte de la cual estaba en manos de la nobleza y de la Iglesia que ocupaban una posición
privilegiada y preeminente. La sociedad del siglo XVI era jerárquica y tradicional, donde la nobleza
era el punto de referencia para la burguesía urbana; a estos les seguían una mayoría de artesanos,
criados y trabajadores no cualificados como estructura urbana y un campesinado que
estaba compuesto por un 80% de la población.
2.1 El estamento nobiliario: criterios de jerarquización y niveles socio-económicos.
La nobleza española no era homogénea. En ella se integraban desde los poderosos grandes
de España y los adinerados títulos hasta los empobrecidos hidalgos, y mientras que algunos nobles
poseían propiedades que abarcaban casi provincias enteras, había también aristócratas que eran
simples campesinos. Pero, en general, la nobleza latifundista gozaba de una posición privilegiada,
ayudada por las concesiones de la Corona en el pasado por el gran desarrollo de la agricultura en el

siglo XVI y gracias a que disponía de mayores recursos de capital. La concentración de la tierra
en manos de la aristocracia fue protegida legalmente mediante la institución del mayorazgo, que,
junto con el principio de primogenitura, vinculaba las propiedades a perpetuidad a la misma familia e
impedía su enajenación. El mayorazgo era un privilegio, en lugar de una prohibición. Las Leyes de
Toro (1505) regularon y ampliaron el proceso convirtiendo lo que hasta entonces había sido
privilegio exclusivo de la nobleza en una institución de derecho civil. El pueblo llano, o más bien
aquellos que podían permitírselo, aprovecharon esta disposición para establecer
pequeños mayorazgos, y aunque redujo el monopolio de la nobleza más rancia, también incrementó
la inmovilidad de la tierra en España y favoreció su estancamiento.
La aristocracia española, apoyada en sus vastos latifundios y protegida por la institución del
mayorazgo, se vio favorecida también por la situación económica del siglo XVI. La tierra era una
buena inversión para obtener prestigio y beneficio y esto era lo que atraía a la vieja nobleza, a los
que acababan de conseguir un título nobiliario y a los conquistadores que retornaban de América,
muchos de los cuales deseaban invertir no sólo en productos de lujo sino también en la tierra. Los
precios agrícolas aumentaron mucho más rápidamente que los de los productos no agrarios durante
los tres primeros cuartos del siglo XVI, y entre 1575-1625 se incrementaron de forma similar. El
productor agrícola español podía aumentar sus ingresos no sólo explotando su tierra y vendiendo
productos de primera necesidad (trigo, lana, y ganado) sino también elevando el precio del
arrendamiento en un momento de subida del valor de la tierra. Los ingresos procedentes de los
arrendamientos se incrementaban con el alza de los precios, con la consecuencia de que la nobleza,
que desdeñaba el trabajo y consideraba degradante la actividad de los negocios, fue uno de los pocos
sectores de la sociedad española que no se vio afectado por la revolución de los precios. Los
aristócratas españoles eran terratenientes absentistas, que utilizaban el campo como una fuente de
riqueza e influencia, como un lugar para visitar pero no en el que vivir. La concentración de la tierra,
que favorecía a los propietarios, podía ser perjudicial para la agricultura. Los aldeanos castellanos se
quejaban frecuentemente de que escaseaba la tierra cultivable, hecho que atribuían a la extensión
de las dehesas (tierras cercadas para pasto), propiedad de nobles absentistas cuyo
interés fundamental era la cría de ganado más que la agricultura. Los terratenientes en su mayor
parte deseaban tener en sus tierras el mayor número posible de campesinos arrendatarios para
conseguir unos ingresos procedentes de las rentas y de la producción de cereales. Pero la resistencia
del campesinado a pagar rentas elevadas determinaba que una gran parte de la tierra quedara vacía,
pues los campesinos preferían arrendar las tierras baldías locales, que podían cultivar sin necesidad
de pagar renta. Pero en esos momentos se veían enfrentados al poder no sólo económico sino
político de la nobleza, que en muchos casos dominaba los concejos municipales, y esa posición les
permitía influir en el funcionamiento y en el cumplimiento de las leyes locales. En ocasiones
controlaban en su propio beneficio la utilización de las tierras comunales, incorporándolas a sus
propiedades o imponiendo leyes contrarias a su cultivo, obligando a los campesinos a regresar a las
tierras de sus señores pagando las rentas exigidas. Hay que considerar la pérdida de poder político
por parte de la aristocracia en el contexto de su poderío económico. La nobleza había renunciado a
su papel feudal ante las exigencias de la monarquía absoluta y aceptaba servir a la corona
en actividades subordinadas como la guerra, la diplomacia y la administración virreinal. Pero como
compensación reforzó su poder económico, proceso para el cual contó con el apoyo de la corona. Por
otra parte, el poder feudal de los nobles declinó en el contexto nacional, pero sobrevivió en las zonas
en que residían en forma de jurisdicción señorial sobre sus vasallos, que les permitía cobrar tributos
feudales, nombrar funcionarios locales e incluso administrar la justicia. Sin embargo, donde la
jurisdicción señorial sobrevivió en su forma más primitiva fue en Aragón, donde estaba protegida
frente a la corona por los fueros, que amparaban los privilegios aristocráticos con el pretexto de la
inmunidad territorial. Aunque la dureza de este régimen se atemperó con la progresiva
castellanización de Aragón y la intervención ocasional de la corona, todavía en 1591 Felipe II no
osó abolir sus sagrados fueros. En cambio, en Castilla la aristocracia tuvo que adaptarse a las
circunstancias. Felipe II continuó la política de sus predecesores y gobernó con la ayuda de
una burocracia profesional, designando a los miembros más poderosos de la nobleza, para ocupar
distantes virreinatos u otros cargos. Una administración constituida por juristas con formación
universitaria se esforzó con éxito creciente por sustituir la justicia señorial por la justicia real, que
habitualmente apoyaba al vasallo contra su señor. Se intentó poner fin a las franquicias privadas; en
1559 la corona recuperó mediante la compra los enormes privilegios del almirante de Castilla y a las
aduanas de los puertos vizcaínos. Poco a poco, a pesar de algunas excepciones, como el duque de
Alba y el duque de Feria, la nobleza castellana se vio desposeída de su importancia política. Sin
embargo, sobrevivió un vestigio de su poder no obstante el peso del absolutismo real. La riqueza
territorial de la nobleza y su exención parcial de los impuestos convirtió a esta clase en el ideal al que
aspiraban todos los españoles. En 1520 Carlos V estableció la distinción entre grandes (a los que
redujo a 20) y títulos. Los títulos de nobleza podían ser comprados y las necesidades financieras de la
corona le indujeron a vender hidalguías a quienes podían adquirirlas: comerciantes, nuevos
ricos procedentes de las Indias y letrados de la administración real, cuyos orígenes
humildes alimentaban la ambición de alcanzar el estatus nobiliario. Las patentes de nobleza eran
costosas y la recompensa en forma de exención de impuestos escasa, pues la condición de noble sólo
garantizaba la exención de una serie de impuestos concretos, pero no de aquellos que aportaban los
mayores ingresos, la alcabala y los millones, que eran impuestos sobre las ventas que pagaba todo el
mundo. Las justificaciones tradicionales de la nobleza, el linaje y la guerra continuaron siendo más
importantes que el dinero.
2.2 El clero: importancia numérica e impacto en la vida económica y social.
En el siglo XVI la Iglesia estaba presente en todos los niveles de la sociedad española. Se
afirmaba que acumulaba la mitad de la renta nacional. Sin embargo, pese a los privilegios y riqueza,
el clero español no podía ser considerado como una clase social separada: en sus filas se incluían
hijos de artesanos y campesinos, así como representantes de la pequeña y de la alta nobleza, y su
misión era compartida por aristócratas como Santa. Teresa de Ávila y hombres del pueblo como San
Juan de la Cruz. Las diócesis más importantes, y los beneficios más apetecibles, estaban en manos
de hombres de familias aristocráticas, tendencia que resultaba no sólo del prejuicio y la influencia
social sino también de que hasta que se pusieron en práctica los decretos del Concilio de Trento no
existían seminarios para la educación de sacerdotes, por lo cual para los candidatos de origen
humilde su procedencia de un medio inculto era una desventaja en el momento de la designación.
Además, la Iglesia acumulaba un porcentaje desproporcionado de la riqueza del país y compartía con
la aristocracia el monopolio de la tierra. Las Cortes protestaban frecuentemente, aunque en vano,
ante la acumulación de propiedades en manos muertas, señalándola como una de las causas de la
mala situación económica del país. Pero la Iglesia no sólo absorbía tierra, sino también mano de
obra. En las últimas décadas del siglo XVI cuando aumentaron las presiones económicas sobre la
mayor parte de los sectores de la sociedad española, la seguridad que ofrecía la Iglesia y sus rentas
contribuyó a inflar las filas del clero cuando las familias desposeídas dedicaron a sus hijos al
sacerdocio y cuando los segundones de la nobleza comenzaron a competir con mayor intensidad aún
por conseguir los mejores beneficios.
Con todo, aunque el clero defendía con tanto celo como la nobleza sus privilegios,
inmunidades y riqueza, sus miembros tenían ideas diferentes sobre su utilización.
- En primer lugar, el renacimiento religioso asociado a la reforma incluía un renovado
énfasis en la caridad (aliviar la situación de los pobres y mantenimiento de hospitales)
- En segundo lugar, el alto clero estaba totalmente identificado con la política del
Estado, especialmente en el reinado de Felipe II. La Iglesia proporcionaba a la corona no solo buenos
administradores, sino también subsidios económicos que compensaban hasta cierto punto la
exención parcial del clero de los impuestos ordinarios.
Así pues, el interés de la corona hacia la Iglesia se extendió inevitablemente a los
nombramientos para los beneficios, porque deseaba una jerarquía que se distinguiera no sólo por su
piedad y su erudición sino también por su disponibilidad a cooperar con el Estado. La riqueza de la
Iglesia estaba distribuida de forma desigual entre el alto y el bajo clero, que estaban separados por
diferencias de extracción social y de cultura. A pesar de las grandes rentas, el bajo clero era muchas
veces indigente y su posición social estaba más próxima a la de los desheredados. De hecho, dadas
las diferentes actitudes sociales del clero en España y sus frecuentes enfrentamientos por causa de
las relaciones interraciales y los métodos misioneros en las colonias españolas, hay que decir que la
Iglesia española del siglo XVI era mucho menos monolítica de lo que parece. Y en una sociedad
rígidamente dividida en clases, era la única institución que permitía salvar el abismo existente entre
ricos y pobres, dirigiendo su mensaje a todos, con independencia de su posición social.
2.3 El estado llano: campesinos, artesanos y burguesía mercantil.
En España la clase media era escasa y débil. Es cierto que en Castilla existía una clase
mercantil. Los comerciantes de Burgos y Medina del Campo obtenían, desde hacía mucho tiempo,
buenos dividendos, mientras que con la riqueza de las Indias se formaron las fortunas de muchos
españoles y de numerosas casas comerciales extranjeras. No faltaban entre los acreedores del Estado
apellidos españoles, si bien eran una minoría. Por estas razones es necesario modificar la opinión
tradicional de que los españoles tenían pocas aptitudes para las actividades comerciales. Sin
embargo, no cabía esperar que se desarrollaran operaciones comerciales a gran escala en un
país escasamente urbanizado y con una población que no tenía tradición en el mundo de
los negocios. Simón Ruiz, en Medina del Campo, se hallaba en el centro de la actividad comercial,
manteniendo intensas relaciones con los grandes comerciantes de Lisboa, Amberes, Lyon y Génova y
era bien conocido en el círculo de Felipe II. Sin embargo, los comerciantes como Ruiz eran una
pequeña minoría en España. Había una veintena de casas genovesas similares a la suya y sólo cinco o
seis que pudieran ser consideradas como plenamente castellanas. No se puede negar que en el siglo
XVI existían factores económicos que dificultaban las actividades de los negociantes españoles. Las
condiciones favorables creadas por la afluencia de metales preciosos y la apertura del mercado
americano dieron nuevas oportunidades a los industriales y comerciantes españoles, pero no se
prolongaron mucho más allá del año 1550. El estímulo creado por el alza de los precios y por los
mercados coloniales se convirtió entonces en una desventaja al atraer a un número cada vez mayor
de manufactureros y comerciantes extranjeros al comercio colonial. A pesar de los intentos de
monopolizar el mercado americano, Castilla no pudo resistir la presión de la competencia
extranjera. Hay otra razón que contribuye a explicar la debilidad de la clase media en España: el
prejuicio social contra las actividades comerciales y en favor de la nobleza, prejuicio que encontraba
expresión en la convicción de «que el no vivir de rentas, no es trato de nobles». Una vez más, se
trataba más de una tendencia que de un valor absoluto. En efecto, lejos de despreciar el comercio,
las familias aristocráticas más importantes de Sevilla participaron intensamente como inversores en
el comercio y la navegación con América. Pero el tiempo demostraría que se trataba de un tipo
de inversión limitada. En definitiva, la ambición de casi todos aquellos que habían conseguido su
riqueza en el mundo de los negocios, especialmente la segunda generación de una empresa familiar,
era abandonar el mundo mercantil, que sólo consideraban como un paso intermedio en la jerarquía
social, y vivir como aristócratas. Ello produjo un desprecio por el comercio y una gran ansiedad
por integrarse en la nobleza que resultaron ruinosos para España y su población. En una sociedad en
la que la pauta era marcada por la aristocracia terrateniente había pocas perspectivas para los
trabajadores y artesanos. La clase obrera española del XVI, enfrentada a una próspera nobleza cuya
propiedad era un imán para los productores y comerciantes, tenía pruebas evidentes para sustentar
la convicción de que el trabajo era degradante, y con ello el tenente y el artesano perdían confianza
en el trabajo como medio de progreso. Trabajaban porque no tenían alternativa o porque ésta era el
hambre. Ciertamente, era mucho lo que tenían que trabajar para conseguir una subsistencia
miserable, que apenas cubría las necesidades vitales. Si por casualidad el trabajador obtenía un
excedente de su salario, los impuestos, cada vez más gravosos, se lo arrebataban. Pero generalmente
era poco lo que tenía. El porcentaje de propiedades campesinas variaba según las regiones, y
era reducido frente a las propiedades de las clases privilegiadas. Pero la propiedad no lo era todo
pues un campesino podía ser propietario de una tierra pobre o arrendatario de una extensión fértil.
En la zona central de España la proporción de propiedades campesinas era más elevada: tal vez el 25-
30% de la tierra de Castilla la Nueva entraba en esa categoría. Posiblemente, tan sólo una quinta
parte de la tierra cultivable en Castilla era propiedad de los campesinos, mientras que el
resto pertenecía a la corona, a la nobleza, la Iglesia y las ciudades. Pero además de trabajar sus
propias tierras, el campesino frecuentemente tenía tierras en arrendamiento con contratos a largo
plazo, o censos, en unas condiciones que en muchos casos eran más favorables que las que
derivaban de la condición de propietario y en algunos lugares los campesinos tenían, acceso a las
tierras comunales. Así pues, el campesinado español estaba formado por una variedad de tipos,
desde los labradores (campesinos independientes) en el estrato más elevado, hasta los jornaleros,
pasando por los campesinos arrendatarios y los aparceros. En general, el número de
jornaleros aumentaba hacia el sur, especialmente en Andalucía. Muy intensa era la pobreza rural en
las provincias septentrionales de Burgos y León, así como en Extremadura y Andalucía. La mayor
parte de los campesinos vivían en los límites de la subsistencia, con sólo lo suficiente para alimentar
a sus familias una vez satisfechas todas sus obligaciones para con el Estado, la Iglesia y el señor.
Cualquier excedente sólo podía proceder de un trabajo extra, como la industria doméstica. La mayor
parte de ellos no se beneficiaron de la eclosión agrícola del siglo XVI. Los campesinos, ante la urgente
necesidad de conseguir alimentos y semillas, se veían obligados a vender su cosecha por adelantado
a un precio fijo para el resto del año, lo que les impedía obtener ventaja de las alzas de precios
estacionales. La elevación del precio de los cereales (el 385% en el período 1522–1599) fue
acompañada de un incremento constante de la renta de los arrendamientos. Necesitaban arrendar
la tierra para sobrevivir, y cualquier incremento de los costes disminuía sus ingresos disponibles. Si la
renta era su primer enemigo, muy de cerca seguían los impuestos. El campesino tenía que recurrir al
censo. Una gran parte del dinero para el crédito rural procedía de las instituciones eclesiásticas, con
lo que cuando el campesino se atrasaba en el pago la Iglesia no tenía reparos en ejecutar la hipoteca
y apropiarse la propiedad. Las masas silenciosas del XVI tenían pocos portavoces, pero el ejército de
vagabundos, mendigos y desempleados que vagaban de monasterio en monasterio en busca de un
plato de sopa y que infestaban los caminos de España son un testimonio elocuente del aumento de la
indigencia en una sociedad en la que las clases privilegiadas monopolizaban la riqueza. Esta era la
situación en Castilla. En la zona oriental de España la pobreza tenía un origen distinto. La presión de
la población en una región montañosa que no podía sustentarla obligó a los habitantes de las tierras
altas en los Pirineos catalanes a descender hacia las llanuras vecinas del Ampurdán y Lleida. Allí
toparon con los campesinos catalanes ya establecidos, con lo que se convirtieron, ante
la imposibilidad de encontrar un medio de vida, en proscritos que vivían del contrabando y del
bandolerismo. Los bandoleros de las montañas, en busca de botín, aterrorizaban las aldeas del llano
y acechaban para robar a los granjeros y correos en una zona fronteriza en la que prácticamente no
se respetaba la autoridad del rey. Por todo ello, no era difícil encontrar aventureros aragoneses y
catalanes en todas las regiones de España y del imperio y estaban presentes en todas las guerras.
3. Las minorías étnico-religiosas. El problema converso y los estatutos de limpieza de
sangre.
Judíos y musulmanes fueron víctimas de una persecución similar, pero distinta en cronología,
y en muchas facetas. La conversión forzosa se impuso durante el reinado de los RR.CC. A pesar de su
conversión los moriscos terminaron siendo expulsados por Felipe III, cosa que no sucedió con los
conversos de origen judío por las características sociales del grupo y a su comportamiento. El
problema de los conversos radicaba en la resistencia que la sociedad cristiano-vieja oponía a su
integración. La oposición era a la vez de tipo económico–social y religioso. La formación de los
conversos era mayor en general que la de los cristianos viejos, esto supuso la escala social tanto en la
administración como en el campo de la cultura y de la economía. De ahí la conformación definitiva en
la primera mitad del siglo XVI de los estatutos de limpieza de sangre. Los estatutos no provenían de
un impulso centralizado, sino que eran adoptados individualmente por ayuntamientos, órdenes
religiosas, conventos, cofradías, etc. El resultado fue el de prohibir o de obstaculizar a los conversos y
a sus descendientes el acceso a dignidades civiles y religiosas o la práctica de profesiones que
deseaban prestigiarse. El campesinado, por lo menos el rico, podía alardear, a falta de sangre noble,
de tener sangre limpia o exenta de antecedentes conversos. En cambio, había familias de la nobleza
con conocidos y famosos antepasados conversos. Posiblemente, a fines del XVI, y ya en el XVII llegó a
su culminación la preocupación por la limpieza, su valoración como sustitutivo de la hidalguía, la
obsesión por conseguir las probanzas de linaje cristiano viejo. La población de origen musulmán
(moriscos) sufrió una persecución creciente y una pérdida de su personalidad cultural. Los moriscos
pertenecían esencialmente a las clases populares: agricultores y artesanos. La Inquisición no podía
actuar por el momento contra los moriscos. Se confiaba en una asimilación cultural y religiosa rápida,
esperando que una oportuna campaña de evangelización les llevaría a la verdadera fe; en suma, se
creía que no practicaban el cristianismo por falta de información. Los cristianos viejos, políticos y
clases populares, vivían obsesionados por la idea del complot morisco, con la posibilidad de que los
moriscos se sublevasen ayudados por sus hermanos de religión, o por cualquiera otros enemigos de
la monarquía española (franceses). El objetivo de las autoridades cristianas era la deportación, la
pérdida de la identidad colectiva, pensando incluso en la separación de padres e hijos para conseguir
la cristianización y asimilación de éstos. La respuesta de la comunidad morisca a la presión fue, de
una parte, la resistencia legal y de otra, el desarrollo del bandolerismo. En 1568, las zonas rurales del
reino se alzaron en armas. El centro de la rebelión se situó en las Alpujarras. Como consecuencia de
su derrota la mayor parte de la población morisca granadina fue deportada a Castilla, donde crearon
nuevos focos de tensión. Hubo por ambas partes esfuerzos de comprensión, e incluso de
sincretismo. Hubo sacerdotes moriscos ejemplares que intentaron conseguir sin violencia
la conversión de sus hermanos; hubo incluso moriscos que fueron muertos por su adhesión al
cristianismo. También hubo sacerdotes cristianos que confiaban en la conversión pacífica y
aristócratas tolerantes por razones económicas o políticas, o por un mejor conocimiento de la
realidad social. En 1609, Felipe III expulsa a los moriscos de España. De esta expulsión resultaron
daños demográficos y económicos importantes para los reinos de Valencia y Aragón, para la
agricultura. Los gitanos eran una población esencialmente nómada, objeto de persecución tanto en
Castilla como en Aragón y Navarra. Las Cortes de cada reino pedían con insistencia su persecución. Se
les acusaba de robo sobre todo en el campo, de vivir ociosos y con engaños, así como de no ser
controlados ni por el poder político ni por el religioso. El objetivo único era la desaparición de la
comunidad gitana. Para conseguirlo se aplicaban los azotes, el destierro e incluso el destino a galeras.
La forma de vida de los gitanos variará poco a lo largo de la Edad Moderna.
La mayoría vivían dedicados al comercio de caballería. El fenómeno de la esclavitud se
mantuvo a lo largo y ancho del mundo mediterráneo y se vio potenciado por la expansión atlántica.
En España se conocía la cifra de 50.000 esclavos, salvo en Canarias, donde la mano de obra servil fue
empleada con abundancia en los trabajos agrícolas, la esclavitud fue ante todo doméstica. La
corte (Toledo, Valladolid, Madrid) atrajo esclavos porque formaban parte del séquito de la
aristocracia y de la alta burguesía. Las fuentes de la esclavitud eran dos: la guerra, que proporcionaba
esclavos blancos (moriscos, berberiscos y turcos) y la trata, ejercida por traficantes en el África
Negra. La mayor parte de los dueños de esclavos, sobre todo los pertenecientes a estamentos
privilegiados, poseían esclavos sobre todo como un elemento de lujo, dado que su precio era caro y
creciente. Se les dedicaba sobre todo al servicio doméstico. Los conventos de monjas solían tener
esclavas negras. También elementos menos privilegiados, incluso artesanos, poseían esclavos. Puede
pensarse también que se diera la libertad a los esclavos mayores. La práctica de la manumisión no
era infrecuente, sobre todo por disposición testamentaria. Una parte de la población negra de las
ciudades andaluzas estaba constituida por libertos, por ex–esclavos. La cristianización facilitaba el
proceso.

Bibliografía.
- John Lynch, Los Austrias, 1516-1700. Editorial Crítica, 2003.
- Alfredo Floristán, Historia Moderna Universal. Ariel Historia, 2002.

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