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Y MODERNIDAD
Un enfoque sociológico
JULIO ARAMBERRI
CIS
Centro de Investigaciones Sociológicas
Madrid, 2011
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TURISMO DE MASAS
Y MODERNIDAD
Un enfoque sociológico
JULIO ARAMBERRI
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ÍNDICE
Agradecimientos 11
Presentación a la edición española 15
Introducción 19
Explorando el Continente 19
¿Qué clase de sociología? 28
Un viaje personal 35
Billete de ida y vuelta 40
3. La matriz posmoderna 99
Posmodernismo 99
Cómo opera la mente 101
El sonido del silencio 106
Adelante con el deconstruccionismo 112
Pomos, Pocos, Decos 122
Epílogo 397
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ÍNDICE 9
Bibliografía 427
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Agradecimientos
AGRADECIMIENTOS 13
bate contra ese engendro al que le llaman cocina americana, ya en sus varieda-
des locales, ya en las diversas epifanías de cocina fusión que Dios confunda.
He hablado de hastío y, desde luego, no era ese un sentimiento que me inspi-
rasen mis colegas de departamento. La amenaza tenía otro origen. Por más que las
universidades americanas, especialmente las prestigiosas como Drexel, cuenten
con medios soberbios y bibliotecas fabulosas, la academia local que yo frecuenté
no despertaba mi interés. No ya por los vericuetos de la política departamental,
que en América y en el ancho mundo llevan con frecuencia a la melancolía, sino
por lo que yo creía ser un odioso culto a la diversidad, ese diosecillo de la acade-
mia posmoderna que ha llevado a buena parte del profesorado americano a ali-
viarse para siempre de su carga crítica y hasta de su sentido del humor, no sea que
alguna de sus ocurrencias, aun minúscula, se interprete como poco respetuosa con
el Otro, es decir, con los grupos sociales y las minorías de toda índole que quie-
ren imponer con el silencio un respeto que a duras penas muchos de ellos po-
drían obtener de otra manera. Fue ese hastío lo que me llevó a abandonar mi posi-
ción vitalicia en Drexel y a pasar los últimos años de mi carrera en un país en
desarrollo como Vietnam, menos confortable pero infinitamente más relajado
para con las opiniones que no se metan directamente en la política local.
Un mismo hastío experimentaba al leer las contribuciones de la mayoría
de los académicos dedicados al estudio del turismo. Como trato de exponer en
el texto, mis colegas se dividen entre una bandería enfrascada en pequeñeces,
importantes sin duda para la cuenta de resultados pero no menos limitadas en
punto a reflexión, y unas cuantas sectas proféticas que reniegan de las ganas de
divertirse y de la curiosidad de millones de personas por ver cómo vive la otra
mitad. El turismo moderno de masas es, según ellos, un síntoma más de la ano-
mia de la cultura occidental, que es incapaz de respetar la diversidad, como lo
cree MacCannell, un profeta escatológico; o una oportunidad para librarse defi-
nitivamente de esa misma cultura, como lo fantasean los teólogos de la libera-
ción, sus hermanos en la negación del siglo. Por diferentes que sean sus puntos
de partida y divergentes sus meandros intelectuales, unos y otros concuerdan en
el resultado: el turismo y, por ende, la sociedad de masas y el capitalismo que
lo han engendrado deben desaparecer o, como suele decirse de forma más di-
plomática, han de hacerse sostenibles, es decir, ser sustituidos por otras formas
más humanas de relación. Poco sabemos sobre cuáles sean esas en el caso de
los teólogos liberacionistas, pero MacCannell es mucho más resuelto. El turis-
mo genera, al tiempo que frustra, el deseo de autenticidad que anima a los mo-
dernos, y seguirá haciéndolo hasta que estos no se resuelvan a liberarse de los
intercambios monetarios y, algún día, hasta de la propia división social del tra-
bajo. Bien es verdad que, de creer todo eso, uno podría igualmente defender la
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existencia de los Reyes Magos, pero eso es algo que buena parte de mis cole-
gas parecen dispuestos a proclamar. Curiosamente, muchos de los contadores
de habas se dedican a difundir las mismas salidas de sansirolé en cuanto dejan
a un lado los rigores del SPSS. Uno se malicia que repiten a ciegas, y sin haber-
las leído, las runas proféticas de moda o que, de haberlo hecho, no han sacado
en limpio de ellas otra cosa que sus mantras, sin caer en la cuenta de que, de
hacerse buenos estos, ellos serían de los primeros en quedarse sin empleo.
Ese es el hastío que me impulsó a escribir este libro y a dejar constancia de
mi escepticismo. No creo en las explicaciones teóricas que tratan, contra vien-
to y marea, de probar lo improbable. El turismo de masas no es una desagrada-
ble excrecencia de la sociedad capitalista, sino una de las múltiples opciones
para emplear el ocio que esta ha hecho posibles. No es mayormente una rela-
ción entre extranjeros y locales. De hecho, el turismo doméstico es mucho más
importante que el internacional en la mayoría de los países. No es primordial-
mente un nexo entre sociedades ricas y sociedades pobres. La mayoría del turis-
mo internacional circula entre países desarrollados. El turismo de larga distan-
cia hacia destinos en países pobres es relativamente escaso. No coadyuva a
empobrecer aún más a los habitantes de estos últimos. Por el contrario, hace
aportaciones considerables a su PIB, aumenta la probabilidad de que se produz-
can inversiones locales, crea empleo y provee de rentas independientes a mu-
chos trabajadores y, sobre todo, trabajadoras. No impone patrones culturales
occidentales en los lugares de destino que viven bajo otras normas. De hecho,
a menudo potencia las culturas locales dando nuevas oportunidades a artesanos
y artistas cuyo trabajo resultaba cada vez menos atractivo para los consumido-
res locales, que preferían comprar objetos importados o entretenerse con la tele-
visión. No es una conspiración para mantener la hegemonía cultural de los paí-
ses ricos. Cuando muchos autóctonos la aceptan suelen hacerlo sin coacción.
Sencillamente, les gustan muchas de las cosas que ofrece la sociedad de merca-
do porque las consideran buenas para sus intereses. No hay más que ver cómo
gastan su renta disponible. El turismo de masas no es necesariamente insoste-
nible más que para quienes creen que sostenibilidad equivale a desaparición del
capitalismo y del mercado o a regulaciones asfixiantes. Pese a los fervorines de
sus fieles, la sostenibilidad puede definirse de muchas formas y está aún por
encontrar la fórmula mágica capaz de contentar a todos. Muchas de las propues-
tas a favor de la mitigación del cambio climático, que suele equipararse con sos-
tenibilidad, tienen un coste que solo debería aceptarse de saber con seguridad
que sus efectos no crearán problemas aún mayores, algo que desconocemos. El
turismo no es la mayor fuerza globalizadora y sus efectos culturales palidecen
ante los de otros medios de comunicación como la televisión o internet.
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Introducción
Explorando el Continente
diferentes formas vernáculas de viajar (Yatra) y hacer turismo (Ghumna) tenían una
presencia vívida y vigorosa en el país […], ya como turismo religioso, es decir, como
Tirtha (peregrinación), o viajes laicos como Milna (visitas a conocidos) y Dekhna (visi-
tas para conocer un paraje) (Singh, 2004:35).
INTRODUCCIÓN 21
Como el metro de Moscú, esta proclama era un escaparate del régimen para
la mayoría, pero los buenos obreros estajanovistas y sus familias gozaban de
vacaciones generalmente organizadas por los sindicatos o el Komsomol (Liga
de la Juventud Comunista). Con las necesarias adaptaciones, sistemas semejan-
tes se introdujeron en el bloque socialista tras la Segunda Guerra Mundial
(Allcock y Przeclawski, 1990).
En los siglos XIX y XX, en sociedades no totalitarias, algunas familias o los
hijos de familias trabajadoras obtenían paquetes de vacaciones a través de orga-
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INTRODUCCIÓN 23
INTRODUCCIÓN 25
ocio total a sus miembros, por no mencionar las mucho mayores opciones para
emplearlo que proporcionan. Además, han aumentado la renta disponible (la
parte de los ingresos que resta tras pagar por los gastos básicos de mantenimien-
to). Sin duda, quienes no la tienen difícilmente viajarán; pero, como se ha di-
cho, las sociedades de masas han llevado mucho más dinero a los bolsillos de
sus miembros, creando así, de paso, el impresionante crecimiento de TMM.
Finalmente, en ellas ha aparecido una industria global de TMM que provee a
los deseos crecientes sobre la base del mercado. Así pues, TMM es la forma
específica en la que las sociedades de masas organizan la conducta viajera de la
mayoría de sus miembros. Tanto en términos absolutos como relativos, el turis-
mo doméstico y el internacional han crecido exponencialmente desde que la
industria comenzó sus trabajos. A lo largo de los últimos sesenta años, TMM se
ha convertido en parte integrante de las vidas de millones de consumidores de
todo el mundo.
En este punto es difícil escapar a la invocación ritual de algunos datos
macro. El Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC por sus siglas en in-
glés, que se conservarán en el texto), una institución que acoge a las mayores
compañías de viajes del mundo, estimaba que, en 2010, la economía de viajes
y turismo (T&T en lo que sigue) contabilizó, de forma directa e indirecta, 9,2
por ciento del Producto Mundial Bruto, con un total de 5,7 billones de dólares
(WTTC, 2010). En 2009, la Organización Mundial del Turismo (OMT;
UNWTO por sus siglas en inglés, que se utilizarán en el texto para evitar una
acumulación de acrónimos; es una nueva marca para reemplazar a la antigua de
WTO, hoy copada por otra WTO mucho más importante, World Trade Organi-
zation u Organización Mundial del Comercio), una agencia de Naciones Uni-
das, daba una cifra de 880 millones de llegadas turísticas internacionales en
todo el mundo (UNWTO, 2010a).
A efectos de esta introducción, la cifra más significativa, empero, es que el
volumen de llegadas internacionales se ha multiplicado por treinta desde 1950.
Más aún, UNWTO estima que se doblará hasta 2020, cuando subirá a mil seis-
cientos millones de llegadas (UNWTO, 2005). Semejante fuerza impresiona
por tres conceptos. Primero, es contemporánea del surgimiento de las socieda-
des de masas basadas en el mercado. Segundo, su ritmo de crecimiento ha sido
más rápido que el de la economía internacional. Tercero, existe una serie esta-
dística completa del turismo internacional del pasado que permite hacer extra-
polaciones sobre su futuro, lo que pocas veces acontece en otros aspectos de la
investigación social.
Los números, lamentablemente, no están tan claros por lo que se refiere a
la mayor parte del TMM —el turismo doméstico—. Demasiado frecuentemen-
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INTRODUCCIÓN 27
la mayoría de los investigadores, entenderá como TMM, sobre todo, a aquel que
se interesa primordialmente por las vacaciones y el ocio. De hecho, lo que de-
finitivamente creó TMM, lo que lo ha convertido en un importante fenómeno
sociológico y lo coloca aparte de otras formas previas de viaje que se han dado
en la historia es, sobre todo, la extensión del ocio a muchos millones de perso-
nas gracias al crecimiento de las sociedades de masas basadas en el mercado.
INTRODUCCIÓN 29
INTRODUCCIÓN 31
INTRODUCCIÓN 33
de las sociedades de masas ha sido seguida por los ataques del deconstruccio-
nismo y del posmodernismo. Este movimiento neorromántico ha creado una
matriz intelectual basada en la idea de que este mundo —cualquier mundo— es
una construcción social o cultural que refleja distintas situaciones de poder. De
esta manera, la aspiración a alcanzar el menor grado de objetividad es un sueño
imposible. Objetividad no significa más que autoselección de los hechos de
acuerdo con las pautas que favorecen el orden social establecido y benefician a
sus detentadores, sean quienes fueren —Occidente en la arena internacional, los
hombres blancos, los hombres de cualquier raza en la esfera doméstica, los he-
terosexuales frente a los homo y transexuales, y así con toda otra serie de situa-
ciones de poder cuya enumeración sería prácticamente interminable—.
Va de suyo que la objetividad no es totalmente segura dentro de la condición
humana. Sin embargo, en vez de empeñarse en reducir los juicios de valor a una
función marginal y dejar paso a los hechos —lo que es la meta del método cien-
tífico—, la matriz pomo mantiene que es posible desentenderse de ellos —los
propios hechos tienen que ser reconstruidos como cualquier otra relación de
poder—. El frenesí reconstructor ha llegado a todas partes. Baste recordar la tram-
pa que, a ciencia y conciencia, Alan Sokal tendió al enviar a la revista Social Text
un artículo que concluía con que «el contenido y la metodología de la ciencia pos-
moderna aportan un poderoso apoyo intelectual al proyecto político progresista»,
luego de establecer una serie de hipótesis rayanas en la patochada sobre algunos
aspectos de la física y vio cómo el trabajo era publicado (Sokal, 1996a, 1996b).
Que todo refleja una posición de poder es una noción intelectualmente
arriesgada. Tomada en serio, la hipótesis deconstruccionista no puede evitar la
circularidad. Cómo defender que toda proposición factual refleja una propues-
ta de poder y, al mismo tiempo, que algunas de ellas (las más queridas al de-
construccionista de turno) están exentas de esa constricción. En la vida real, los
pomos se olvidan de ese artículo de su fe y aceptan excepciones a la regla pues
los hechos que se ajustan a sus prescripciones, esos sí, son objetivos. La con-
ducta del turista, por ejemplo, dizque ser una construcción social que refleja
diferencias de poder; sin embargo, si se trata de practicantes del ecoturismo, del
turismo sostenible, del CBT o de la vía mochilera y, en general, de cualquier
otra cosa que parezca ir en sentido inverso al mercado o evitar la intervención
de la industria, entonces sí que es la suya una conducta aceptable y la objetivi-
dad de sus practicantes e intérpretes superior a la de cualesquiera otros. El re-
chazo inicial a la objetividad se convierte así en un arma que permite seleccio-
nar lo que se quiera de acuerdo con la decisión de los autores. TMM no es sino
un trampantojo que ayuda a reproducir el orden social occidental, se nos dice,
y así tenemos licencia para olvidar a los mil cien millones de viajeros domésti-
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cos chinos en 2004 (CNTO, 2005), que no hacen una buena figura como agen-
tes imperialistas en su propia nación; o se puede mantener contra toda eviden-
cia que la prostitución actual en el sudeste de Asia es una creación de los turis-
tas sexuales occidentales y/o que es la vía elegida por el Banco Mundial para el
desarrollo estratégico de la zona (Bystrzanowski y Aramberri, 2003).
La solicitud pomo para encontrar interminables sedimentos de significado
en cualquier fenómeno que se les ponga a tiro se paga cara —un moralismo san-
turrón sustituye a los hechos—. Cómo sucedió así en todas las ciencias socia-
les, incluyendo a la investigación turística, puede deconstruirse siguiendo el ca-
mino que llevó a la matriz pomo desde el rechazo indolente del método cientí-
fico (Lévi-Strauss) hasta la confusión entre el poder legítimo y el ilegítimo
(Foucault). Por más que se nos advierta de la necesidad de postrarse ante estos
popes, conviene saber que ninguna investigación vale la pena si no pone en
cuestión el saber convencional. Por esta razón, se ha hecho necesario abando-
nar la investigación turística estrechamente considerada para poner pie en la
teoría sociológica antes de entrar en las consecuencias de aquella sobre esta
(capítulo 3). Semejante desvío resulta imprescindible si se quieren evitar las nu-
merosas trampas que la investigación turística actual tiende aquí y allá.
Pedir ayuda a una sociología tan ampliamente definida como se ha plan-
teado anteriormente puede parecer algo pasado. La investigación social no es
inmune a las modas. Así que cuando uno escuchó a los soixante-huitards pari-
sinos lo de que la liberación colectiva e individual llegaría aquel día en que el
último burócrata fuese ahorcado con las tripas del último sociólogo, uno pudo
pensar que el gremio tenía sus días contados. Como los actuales ingenieros so-
ciales y turísticos, muchos de sus maestros y aprendices se habían dedicado a
celebrar el orden cotidiano realmente existente. No era esa, empero, la inclina-
ción de sus fundadores. Como lo mostró Talcott Parsons en su libro más impor-
tante (1937), desde sus inicios la sociología ha mantenido un estrecho contacto
con la economía clásica y con la ciencia política, tratando de explicar por qué y
cómo la turbamulta de decisiones e intereses individuales, siempre al borde del
conflicto mutuo, acaba por generar algún tipo de orden legítimo. En la medida
en que la investigación social se plantee comprender la parte de V&T en el pro-
ceso, no podrá esquivar las ambiciones —y los límites— que inspiran a la
sociología en combinación con la economía política y la historia. Es decir, por
las ciencias habitualmente degradadas por los estudios culturales pomos. Por
debajo de la crisis de las tijeras, lo que hay es un enfrentamiento entre la socio-
logía así definida, por un lado, y los estudios culturales pomo, por el otro.
Aceptar que la investigación turística es un campo de batalla entre paradig-
mas es desconcertante, así que, en general, los estudiosos prefieren ignorar la
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INTRODUCCIÓN 35
cuestión. ¿No habrá alguna forma de salir del atolladero? Habitualmente, cuan-
do se aborda la divergencia entre paradigmas se invoca a la multidisciplinarie-
dad para sacarnos de él. La rosa de los vientos de las disciplinas turísticas evo-
cada por Jafari (2001) o los más recientes intentos de introducir las movilidades
en este campo (Coles, Duval y Hall, 2005) no son más que expedientes provi-
sionales para desplazar el conflicto entre puntos de vista y disciplinas, tratando
de aparcarlo por un tiempo. La visión de Jafari implica que cualquier perspec-
tiva sobre el turismo es tan válida como las demás. Teología y agronomía, por
ejemplo, pueden contribuir a su estudio en pie de igualdad con la economía y la
sociología. Coles, Duval y Hall creen haber encontrado un modo posdisciplinar
de evitar los conflictos interparadigmáticos mediante la fórmula de concebir el
turismo como parte de un continuo que iría desde los viajes para comprar en el
supermercado, en un extremo, hasta las migraciones, en el otro. Sin embargo,
ninguna de esas propuestas se enfrenta en realidad con el problema de cuál de-
bería ser el peso relativo de los diferentes métodos de estudio.
Nuestra visión se parece más a un dado trucado o a un muñeco tentempié.
Sin duda, la investigación turística se beneficia de múltiples aportaciones naci-
das en diferentes campos, antropología cultural incluida. Sin embargo, no es po-
sible escapar de la decisión final, sea explícita o tácita, sobre si nuestra meto-
dología debe basarse en los hechos o en la interpretación, un dilema que Weber
intentó resolver sin éxito. Llegados a este punto es menester señalar que este
trabajo se inclina decididamente hacia los primeros. Lejos de un castillo hecho
con múltiples naipes, aquí se busca una cierta firmeza estructural. La búsqueda
puede entrar en muy diferentes campos o aceptar múltiples contribuciones, pero
cuando se trata de teoría el autor prefiere seguir la senda más bien determinis-
ta que se basa en la sociología, la economía política y la historia. Solo ellas pro-
veen medios bastantes para explicar por qué determinados fenómenos, T&T en
nuestro caso, han aparecido en un determinado momento histórico y no en otros
o por qué podemos entender su evolución —una asimetría del vector temporal
habitualmente dejada sin explicar por el saber convencional de los estudios cul-
turales actuales—. La sociología así entendida parece el mejor antídoto para
recortar las libertades que la matriz pomo se toma con los hechos.
Un viaje personal
Las introducciones suelen soportar que se hable en primera persona del singu-
lar. Aun cuando ello no aportará ni restará gran cosa a los méritos del argumen-
to que sigue, los lectores esperan que uno les dé alguna pista sobre por qué está
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tianismo, por si no fuera suficiente con la Reforma y las guerras de religión, las
disputas entre helenistas y judaizantes en la Iglesia primitiva; o entre los parti-
darios de la escuela del homousios o la del homoiusios acerca de la doctrina de
la Trinidad (los primeros eran partidarios de que Jesús de Nazaret era Dios; los
segundos, de que tan solo compartía naturaleza con Dios); o las múltiples dife-
rencias en el dogma que se enfrentaron hasta el Credo del Concilio de Nicea;
cosas todas ellas que deberían dar que pensar a los pocos si no fueran ellos y
ellas tan simples. El único lazo que une en verdad a judaísmo y cristianismo es
el monoteísmo. Si es esto lo que se quiere apuntar, el cuadro sería más comple-
to con la inclusión del islam en el paquete, aun a riesgo de que Said (1979) y
sus seguidores nos acusen de un delito de leso orientalismo.
En otras ocasiones la noción de lo occidental tiene más recorrido. Entonces
suele valer para descalificar a todo aquello de los que los pocos abominan.
Puede ser la práctica de la esclavitud, pese a que esta sea mucho más antigua
que la misma existencia del oeste, es decir, de las naciones europeas; o la del
patriarcado, que también existía antes de que el judaísmo o la cristiandad apa-
reciesen sobre la faz de la tierra; o la supremacía del macho de la especie, para
la que vale lo mismo. Así fueran los pocos el mismo Procusto y tratasen de esti-
rar su cama al máximo, ni aun así podrían dar cabida en ella a todas esas teo-
rías o instituciones. En los tiempos modernos, eso que llamamos tradición occi-
dental ha sido poco más que un verdadero campo de Agramante de opciones
intelectuales y morales encontradas (Buruma y Margalit, 2004).
Uno desearía que los pocos fueran más precisos. A diferencia de la tradi-
ción occidental, la modernidad tiene un perfil definido y esto es lo que ha sido
objeto de ataque por esa tropa en las tres últimas décadas. A menudo claman
porque ciencia y tecnología amenazan, dicen, el desarrollo sostenible; porque el
consumismo y los mercados convierten a las relaciones humanas en mercan-
cías; o porque el imperio de la ley se ha usado para discriminar a determinadas
categorías sociales como las mujeres o las minorías. Sin duda, todo eso ha suce-
dido, pero la verdad saldría mejor parada si al tiempo se añadiese que la moder-
nidad ha enfrentado todos esos problemas con una determinación que no tiene
parangón en otras formas sociales.
Esas críticas brotan de determinados grupos, fundamentalmente académi-
cos, que actúan dentro de las mismas sociedades en las que la modernidad ha
sido ampliamente aceptada y se reflejan con intensidad variable entre otros gru-
pos que han sido dejados atrás en su despliegue. Para la mayoría de las gentes
en las sociedades de masas o en las que aspiran a serlo, por el contrario, la mo-
dernidad 2.0, con toda su parafernalia, TMM incluso, mantiene su esplendor y
no por accidente o conspiración artera. La modernidad enciende su imaginación
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y su deseo de gozar de una vida mejor en la que cuenten con más opciones
—entre otras cosas, sobre dónde pasar sus vacaciones—. No deja de sorprender
que tantos académicos vean en ello la prueba de que esas sociedades de masas
en agraz están sojuzgadas por el yugo cultural de Occidente. En el fondo, esa
visión poco, ella sí, es un reflejo deforme de la antigua mentalidad colonial. En
el pasado, los coloniales pensaban que los pueblos no occidentales eran como
niños, incapaces de organizarse bien; de ahí la necesidad de controlarlos, gober-
narlos y explotarlos. Hoy sus pretendidos liberadores los encuentran igualmente
infantiles porque aceptan modelos y conductas similares a los de los occidenta-
les sin la sombra de una duda, con lo que necesitan de la ayuda de los académi-
cos para exorcizar sus demonios interiores. Ellos les marcarán el camino recto.
Semejantes añagazas no pudieron probar su mérito en el pasado. Tampoco pue-
den hacerlo hoy. En el terreno del turismo, como en el del estudio de muchas
otras actividades sociales, es preciso abandonar la habitación en que tantos aca-
démicos persisten en encerrarse con un solo juguete. Tal vez así se ilumine me-
jor un paradigma alternativo.
INTRODUCCIÓN 41
pipa de la paz los ingenieros sociales de las escuelas de negocios, los aguerri-
dos críticos de la modernidad y las burocracias internacionales, sellando un
pacto no cruento que ha resultado extremadamente conveniente para todos.
Cuando los prohombres de la tribu encuentran motivos para lanzar una fiesta,
las ovejas tienen que empezar a preocuparse. Una o más serán sacrificadas en
el banquete que se prepara. El capítulo formula una serie de críticas que no van
a ganarle universal simpatía a su autor. ¿Rendirán los gastos que esos sabios
consideran imprescindibles para mitigar el calentamiento global su peso en
oro? En un terreno más general, el capítulo se distancia otra vez de la sabidu-
ría convencional. De consuno, los críticos de TMM hacen creer que han encon-
trado cura para los excesos que se le achacan en diferentes formas alternativas
(mochileo, ecoturismo, CBT, turismo pro-pobres, etc.), es decir, en desarrollos
de pequeña escala. Lo pequeño puede ser hermoso. ¿Será el desarrollo limita-
do del turismo tan rentable para sus proveedores como lo ha sido el TMM para
otros destinos?
¿Es esto todo lo que puede decirse sobre las discusiones teóricas en la in-
vestigación del turismo? Con más de setenta publicaciones académicas en inglés
(y la cuenta continúa), aspirar a resúmenes definitivos sería ridículo. Si tan solo
quince años atrás uno podía seguir, aun con dificultades crecientes, la mayor
parte de la producción académica en este campo, la tarea sería hoy sobrehuma-
na. Así pues, este libro recoge y discute una selección de textos que, según su
autor, han aportado las contribuciones más notables al estudio del turismo. Al-
gunos otros habrán sido omitidos involuntariamente. Otros, en cambio, han sido
orillados a propósito. Así sucede con la obra de Urry, que, pese a su populari-
dad, o tal vez por ella, no cuenta con mucho en punto a originalidad.
Su muy citada The Tourist Gaze [La mirada del turista] (1990) no era más
que un prontuario foucaultiano para académicos ansiosos de nuevos horizontes
allende o complementarios con los abiertos por MacCannell y los coautores de
Hosts and Guests [Anfitriones y huéspedes] (1977). Más allá de la adaptación
de los abigarrados conceptos de Foucault al turismés de la nueva episteme
(campo científico o disciplinar en la jerga del francés), Urry no enriqueció de-
masiado la voz de su amo. Los turistas miran a sus objetos a través de construc-
tos sociales. Ese mundo fabricado refleja los puntos de vista de los grupos do-
minantes o hegemónicos de sus sociedades y culturas. Como los turistas son
mayormente viajeros internacionales de sociedades ricas, la suya es una mirada
que solo ve y procura la imposición de los valores y normas occidentales. A tra-
vés de este prisma —pretendidamente objetivo pero, de hecho, al servicio de las
necesidades e intereses de los grupos dominantes—, los turistas ven lo que
quieren ver o, mejor, lo que se les ha dicho que miren.
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INTRODUCCIÓN 43
El libro se acaba con una suerte de coda sobre el futuro de TMM. La con-
clusión, indudablemente, se desprende de las premisas establecidas. No hay
razón para anunciar su óbito mientras la modernidad siga manteniendo sus pro-
mesas a una creciente multitud. El problema a la hora de escribir esta introduc-
ción resulta de que sus otrora fulgurantes luces se han oscurecido y, todo podría
suceder, esta condición deje de cumplirse en el futuro. La crisis económica que
se inició a finales de 2007 sigue abierta y seguirá un guión aún por escribir.
Cuando Schumpeter cerraba su obra más conocida (1942), no se mostraba espe-
cialmente optimista sobre el futuro del capitalismo y de la modernidad. Lejos
de ser un producto de la Razón divina, la modernidad no es otra cosa que un
arreglo, un apaño social alcanzado con mucho trabajo y no escasos errores. Ha
ayudado a mejorar las vidas de incontables seres humanos y aún sigue siendo
aquello a lo que aspiran muchos otros. TMM ha contribuido, modestamente, a
esos beneficios. Sin embargo, el uno y la otra pueden no ser más que un mo-
mento fugaz en la larga historia de la humanidad. El imperio romano, el britá-
nico, el soviético; las dinastías Tang, Song y Ming, y muchos otros poderes ful-
gurantes han desaparecido sin remisión aunque nadie se hubiera atrevido a
adivinarlo en sus momentos de esplendor. La modernidad y TMM podrían
correr la misma suerte.
Unas pocas palabras de estrambote para confortar a quienes se empeñen en
seguir leyendo el libro. El proyecto inicial que se sometió a la colección de len-
gua inglesa en que apareció hubo de pasar por las horcas caudinas de una revi-
sión a ciegas de dos de mis colegas cuya identidad me resulta desconocida. Uno
de ellos era especialmente beligerante y le amostazaba que el libro no fuese
suficientemente respetuoso con los que Bacon llamaba idola tribus o venerables
de la comunidad académica. No le resultaba divertido. ¿Cómo se había atrevi-
do el autor? Que le corten la cabeza, pedía con la furia sin igual de otra Reina
Roja. El otro (o la otra, a saber) apoyaba con ardor un proyecto que (esas eran
sus palabras) podía sacudir el letargo de la teoría en el campo turístico. Aún me
enternece la rabieta del contrariado por mi estilo contestón y todavía me rubo-
rizo cuando recuerdo los elogios de mi defensor/a. No es tarea mía darle al uno
o al otro (o a la una y a la otra) la manzana de oro que Eris, la diosa griega de
la discordia, lanzó a mi paso. Solo confío en que el aguerrido lector se sienta
igualmente enfurruñado o satisfecho. Uno tiene que preferir siempre flirtear con
Eris antes que con la indiferencia.
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Cuando nos ponemos a hablar del turismo se puede sentir una especie de satis-
facción colectiva de los estudiosos que tiene mucho de forzada. Habitualmen-
te, se manejan como un mantra una serie de estadísticas que se proponen mos-
trar que este fenómeno social moderno se ha convertido en la mayor emigración
temporal de la historia. UNWTO suele anunciar cada año aumentos del núme-
ro de llegadas internacionales y de los ingresos por turismo en todo el mundo.
Alguna nube ocasional puede aparecer en el horizonte. Desde el comienzo del
siglo XXI hemos presenciado acontecimientos que han afectado al turismo, tales
como, entre otros, ataques del terrorismo islámico (11 de septiembre de 2001,
Bali y otros), dos guerras internacionales mayores (Afganistán e Irak), dos
anuncios de pandemia (SARS y gripe porcina), el gran tsunami de 2004 y otros
acontecimientos menores que han creado un ambiente menos favorable para su
desarrollo. Sin embargo, incluso este comienzo de siglo tan poco favorable solo
afectó a T&T por breves períodos y se limitó a una reorganización de los desti-
nos de unas áreas a otras. Los turistas parecen siempre dispuestos a comenzar
un nuevo viaje, en casa o en el exterior. The Economist lo resumía así a comien-
zos de 2003:
[Para] los occidentales acomodados, los viajes se han convertido en una adicción […]
Ni las amenazas económicas ni las relativas a su seguridad les llevan a dejar atrás ese
hábito salvo por cortos períodos —especialmente si se les ofrecen gangas—. [Tan pron-
to como esas amenazas desaparecen (JA)] en seguida encuentran tiempo para empacar
y marcharse. Casi a cualquier sitio (2003).
Tanto el hábito social del turismo como la industria que le sirve han demos-
trado ser notablemente resistentes (Aramberri y Butler, 2005).
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Tal vez el futuro no sea tan de color de rosa como lo pintan UNWTO y
WTTC (una organización que agrupa a las mayores compañías de turismo del
mundo). Desde 2007-2008, la crisis económica que sufren las economías más
importantes se ha hecho sentir con fuerza y aún frena al aparentemente impla-
cable ascenso del turismo, doméstico e internacional. Coeteris paribus, uno
puede esperar razonablemente un todavía largo período de crecimiento, jaleado
por colosos demográficos como China e India, que se están uniendo a la ten-
dencia y desarrollan su propia demanda. Hay, pues, muchas aparentes razones
para celebrar un crecimiento que ha aumentado significativamente las opciones
que se ofrecen a los turistas, así como los ingresos y el nivel de vida de los pro-
veedores de esos servicios en el mundo entero.
Cuando llegan las explicaciones teóricas, por el contrario, pasamos del
Martes de Carnaval a las carnestolendas. Así que hagamos saber nuestra opi-
nión desde el principio. El panorama teórico actual en los estudios del turismo
es desalentador. Por decirlo en breve, la producción académica aparece sobre
todo en dos formas básicas: por qué y cómo. A primera vista, uno podría pen-
sar que esta distribución se corresponde con la ya clásica del poskuhnianismo
entre ciencia básica y cotidiana (Lakatos, 1970). La primera provee paradigmas
o sólidas construcciones teóricas que conforman un determinado campo de co-
nocimiento por un largo período —aportaciones que abren nuevas épocas, crean
nuevos problemas y hacen más inquisitivas las hipótesis de investigación—. La
ciencia cotidiana, por su lado, los acepta con fruición, trabaja dentro de su mar-
co y resuelve problemas pequeños o de rango medio, siguiendo una metodolo-
gía de programas de investigación (Lakatos, 1970) que refuerza el paradigma
aceptado. Formula metas para la investigación y diseña experimentos. La cien-
cia cotidiana no es saber del porqué, aunque tampoco sea totalmente una saber
del cómo. Esto último pertenece a la ciencia aplicada que pasa con el nombre
de ingeniería o tecnología.
Lo que aquí se quiere decir es que, por un lado, la investigación turística
actual contiene mucha ingeniería social orientada, según la tradición de las es-
cuelas de negocios, a experimentar con la industria turística (en la que se inclu-
yen cosas como transporte, hostelería, restauración, recreo, compras y otros as-
pectos de la oferta) y mejorar su eficiencia, así como otra ingeniería similar que,
siguiendo la tradición de las burocracias internacionales, busca las mejores prác-
ticas para hacer a lo anterior más llevadero o beneficioso para los proveedores
locales. Ambas formas de acercarse al turismo trabajan usualmente dentro del
paradigma de la modernidad, es decir, de la actual economía globalizada (y sus
fórmulas políticas y culturales), buscando formas de organizarla mejor, bien por
medio de mecanismos más eficientes en tecnología o mercadeo o por medio de
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una mayor regulación de sus actuaciones. La mayoría de los análisis cómo per-
tenecen a esta categoría.
Al otro lado, un considerable número de investigadores prefiere plantearse
los porqués. Suele partir para ello de una especie de epoché husserliana (una
técnica que pretendidamente permite llegar a lo más profundo, a una esencia de
las cosas allende sus propiedades observables) que permite a sus usuarios poner
entre paréntesis el mundo experiencial y, a partir de ahí, proclama conocer los
fundamentos de lo que sea, incluido el turismo. Esta técnica suele ser convin-
cente para quienes aun en su mayoría de edad creen en el ratón Pérez y permi-
ten que otros ingenuos les dejen escapar con su carga de vacuidades. Innume-
rables estudios de casos y unas pocas exploraciones teóricas vienen diseñados
de manera que, en nuestro campo, no sea menester hablar de paquetes turísti-
cos, problemas del trasporte, playas, que con otras muchas atracciones se des-
vanecen en el horizonte. A menudo, la investigación se concentra en otro pos-
tulado husserliano, el de la unidad eidética de las esencias, que proclama, por
ejemplo, que el paradigma de la modernidad debe orillarse por sus poco apete-
cibles consecuencias prácticas. El turismo sería así otra instancia de los torci-
dos arreglos creados por un modelo social que produce, reproduce y sanciona
las desigualdades que laten en el corazón de la modernidad, como las que
enfrentan a pudientes y menesterosos en ámbitos nacionales e internacionales,
a los géneros, a los grupos étnicos y raciales o a las culturas. La matriz pomo
pasa de ahí a predicar que otro mundo es posible o, al menos, que pruebas con-
sistentes muestran que el paradigma de la modernidad no puede alcanzar sus
metas autodefinidas. Lo sepan o no, los turistas y la industria que les sirve de-
sempeñan un gran papel en la reproducción ampliada de la dominación del sur
por el norte, de los oprimidos por los poderosos.
De esta forma, los del porqué solo conciben una forma cabal de definir la
modernidad: como un fraude. Tal es, sin embargo, solo una de las posibilidades.
La corriente porqué piensa que la conjunción de ciencia/tecnología, mercados
y sociedades abiertas a la que llamamos modernidad tiene que ser denunciada
como un engaño. En realidad, esto no es nada nuevo. Con una genealogía que
se remonta a los inicios de las sociedades industrializadas del norte (que, inci-
dentalmente, hoy incluyen también a Japón, Corea del Sur, Taiwán, Australia,
Nueva Zelanda, más algunos aspirantes como Tailandia o Chile), cosas simila-
res se vienen repitiendo desde la crítica romántica de la modernidad a comien-
zos del XIX (Berlin, 1999). El conflicto entre esas dos formas opuestas de ver el
mundo se ha agudizado desde que esas sociedades salieron de una nueva curva
como sociedades de masas a finales de la Gran Guerra y, luego, experimenta-
ron una globalización creciente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tal
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bien solo (1987, 1990, 1997a, 1997b, 2001), bien en compañía (Jafari y Aaser,
1988; Jafari y Ritchie, 1981; Jafari y Pizam, 1996), ha propuesto una media
solución creativa para salir del atolladero. De acuerdo con su visión, la investi-
gación sobre el turismo ha crecido como resultado de la polinización mutua y
sucesiva de un número de hipótesis o «plataformas», como prefiere llamarlas,
que abrieron el camino hacia su cientificación.
La primera fue la plataforma de impulso o de defensa (Advocacy). Los
defensores iniciales del turismo (mayormente corporaciones privadas, organis-
mos públicos y asociaciones industriales) mantenían que el turismo de masas,
especialmente en sus dinámicas económicas, era una bendición sin paliativos
para sus practicantes y sus proveedores. A esta le siguió otra plataforma que era
su antítesis hegeliana —la plataforma precautoria (Cautionary)—. Sus seguido-
res llamaban la atención sobre la capacidad del turismo para traer consigo infor-
tunio, no bendiciones. El turismo no solo no era capaz de fundar un desarrollo
económico sostenible, sino que creaba un gran número de problemas adiciona-
les —sociales, culturales, ambientales—. De esta forma distaba mucho de ser
un camino aconsejable para el bienestar de las comunidades que lo intentaban.
El tiempo acabó por limar las estrías más rígidas de ambas plataformas ini-
ciales. Tanto en la práctica como en la teoría, el turismo siguió un curso con más
meandros. Más allá del turismo de masas se desarrollaron nuevas formas alter-
nativas (bautizadas con muchos nombres rápidamente olvidados como turismo
controlado, alternativo, CBT, ecoturismo, etc.) y discusiones teóricas más pre-
cisas. Así nació la plataforma de adaptación (Adaptancy).
Más cerca de hoy, de forma coincidente con el interés creciente de los aca-
démicos por el asunto, la discusión del turismo se ha hecho más coherente con
la plataforma de base científica (Knowledge-Based). Para ella, el turismo es un
sistema de estructuras y funciones cuya complejidad excede con mucho las sim-
plificaciones iniciales de buenos y malos impactos. La investigación científica
ha llevado a un tratamiento holístico cuya meta principal es la formación de una
ciencia del turismo. Jafari trata de capturar esta dimensión en su amplia defini-
ción de la investigación turística como «el estudio del hombre [sic] lejos de su
hábitat usual, del aparato y las redes turísticas y de los mundos ordinarios (casa)
y no-ordinarios (turismo) y de su relación dialéctica» (Jafari, 2001: 32).
Recientemente, Jafari (2005) ha añadido una quinta plataforma, la del inte-
rés público (Public Interest). Más que un nuevo estadio en la teoría del turismo,
esta última plataforma refleja la creciente influencia entre el público de la pla-
taforma científica y reverbera en muchos sectores sociales que aumentan su
interés por el turismo. Para Jafari, crisis como las secuelas de acciones terroris-
tas, de epidemias imprevistas como SARS o el tsunami de 2004, con su influen-
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mismo modo en que una casa no es un montón de ladrillos. Las ciencias requie-
ren hipótesis, teorías y paradigmas, y estas cosas son mucho más difíciles de
crear en un conjunto informe como las ciencias sociales y de la conducta que
en las físicas y biológicas. Precisamente por esta razón, las primeras son más
susceptibles de convertirse en un campo de batalla de interminables conflictos
entre dos o más paradigmas. Su condición se parece mucho a aquella etapa his-
tórica china conocida como la de los Estados en Guerra.
El conflicto sobre los fundamentos, como se ha notado, ha estado con nos-
otros desde hace mucho tiempo y no desaparecerá porque ingenieros y gurús se
empecinen en no sacarlo a la luz. La idea de conflicto solo debe amilanar a los
pusilánimes. Lo verdaderamente descorazonador en la situación presente de las
ciencias sociales es la falsa idea de una coexistencia pacífica entre paradigmas.
Si los pomos han podido declarar victoria no ha sido por sus méritos, sino jus-
tamente porque los ingenieros han rehusado con altivez, y a sabiendas, entrar
en combate. No ha sido la simpatía por su causa lo que me ha llevado a escri-
bir este libro. Si son incapaces o no quieren defender sus posiciones, bien mere-
cen el desprecio. Mejor será, pues, dejar a un lado a ingenieros y gurús para
habérnoslas con lo que interesa.
Antes de comenzar el debate parece necesario referirse a unas reglas del juego
que no siempre se respetan. Habitualmente, el primer movimiento pomo es un
gambito para evitarlas. Gustan de recordarnos que cualquier cosa que digamos
o hagamos tiene su origen en una práctica, es decir, en un constructo social.
A primera vista la cosa parece baladí, pero si se inspecciona más de cerca quie-
nes lo argumentan deberían saber que eso es una tautología. Si, por definición,
el lenguaje y las instituciones sociales han sido creados mediante interacción
interhumana, eso significa que han sido construidos de alguna manera en un
proceso social. Pero en la jugada pomo hay bastante más de lo que se percibe a
simple vista. Según el libreto, todo constructo social encierra además un poso de
lucha por el poder, lo que podría nuevamente ser aceptable según la definición
de poder que uno crea correcta. Pero ellos dan un paso más allá y postulan que
esas luchas de poder cristalizan en las ciencias sociales como enunciados uni-
versalmente válidos que, en la realidad, no son otra cosa que reificaciones del
poder triunfante. Aunque esto no sea fácil de aceptar, uno podría aún seguir el
argumento. Pero, a partir de ahí, las cosas ruedan por una cuesta abajo. Los ven-
cedores, esos sospechosos habituales que vienen de la modernidad o del oeste o
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del norte, son tipos peligrosos que nunca parecen dispuestos a ceder un ápice.
Pero, afortunadamente, los pomos alardean de tener una mejor causa moral.
Quienes nos colocamos en una posición escéptica no vemos demasiada
consistencia en ese gambito. Si toda teoría es un constructo que refleja y ocul-
ta una situación de poder, eso no puede permitir excepciones de ningún tipo.
Las ideas pomo están tan socialmente construidas como cualesquiera otras y sus
defensores deberían evitar el predicar a una parroquia de adeptos y explicar
para los demás cuáles son sus títulos para colocarse en un plano moral superior.
De esta forma nos topamos con una antigua cuestión, la de los juicios de valor.
¿Pueden las ciencias sociales vivir sin ellos? Ya sabemos lo que piensan los
pomos: para nada. El asunto, empero, es algo más complicado.
La respuesta inicial de los científicos sociales sobre las relaciones entre
hechos y juicios de valor apuntaba algo similar. Al final de su introducción al
Catéchisme Positiviste, el sacerdote de Comte respondía a una pregunta de la
mujer de esta forma:
una actividad práctica inmediata» (1973: 197). Pese a la viva resistencia de otros
académicos alemanes, la llamada Werturteilsstreit (Disputa sobre los juicios de
valor), que se extendió en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, ter-
minó con la victoria de las posiciones de Weber. Si querían ser dignas de su
nombre, las ciencias sociales no tenían por misión decidir valores en conflicto.
Su misión era solo una especie de análisis coste-beneficio de los cursos alterna-
tivos de acción. Adicionalmente, los científicos podrían advertir a los políticos
de las consecuencias previsibles de sus actos, pero nada más. La misma actitud
que Weber volvería a tomar en su conferencia sobre Wissenschaft als Beruf (o
La vocación política) (1973).
Lamentablemente, la distinción no es tan tajante y el propio Weber se daría
cuenta de ello. Cuando razonaba sobre la dificultad de construir una ciencia
social para objetos que carecían de la estabilidad y la regularidad de los fenóme-
nos naturales, Weber tuvo que ungir su cabeza con ceniza. La acción humana no
puede entenderse sin considerar el significado cultural de los acontecimientos
individuales. El análisis causal puede resultar apropiado para las ciencias físi-
cas, pero, por contraste, la acción social necesita ser comprendida. Causalidad y
significado o Verstehen (aprehensión) son igualmente necesarios. De esta forma,
en el campo de la historiografía, la expectativa de que podemos escribir la his-
toria como realmente aconteció (wie es eigentlich gewesen ist, en la fórmula de
Ranke) nos coloca al borde de un ataque de nervios porque es un sueño imposi-
ble. Para entender la historia y la cultura, el científico no puede escapar a una
decisión fundamental —cuál es su punto de vista en la selección de sus materia-
les— y tiene que seguirla hasta el final. Es imposible evitar la selección de un
punto de vista que permita dar una explicación convincente.
¿Cómo reconciliaba Weber este principio del Verstehen con su defensa de
la ciencia libre de valores? Cómo puede una ilimitada latitud subjetiva en la
elección de los puntos de vista con los que construir tipos ideales (1973: 190)
ofrecer fundamentos firmes a la objetividad de las ciencias sociales es todavía
hoy materia de discusión. En este punto, empero, nuestro interés no se inclina
a intentar ofrecer una solución para el teorema, sino a apuntar la dificultad en
deshacerse de los juicios de valor desde la raíz. Los intentos de los positivistas
lógicos para crear una clara distinción entre el contexto de investigación y el
contexto de justificación (Salmon, 1970) no han cumplido con su promesa ori-
ginal. En cierta medida, tanto la idea popperiana de la objetividad como inter-
subjetividad (1980) como la visión de Kuhn sobre las revoluciones científicas
como cambios paradigmáticos de la comunidad investigadora (2001) no pueden
desprenderse del factor humano. Kuhn especialmente se orienta hacia una idea
de la ciencia como sociología de esa comunidad. Posiblemente, la mente huma-
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Esa distancia ignora que cada relación viene configurada por tiempo, espe-
cio y poder, lo que se manifiesta a través de los cuerpos que entran en relación.
Como los cuerpos tienen un sexo, esta posición igualmente ignora que
la economía del imaginario masculino sostiene el orden simbólico occidental: las teo-
rías científicas, amén de otras manifestaciones visibles de esa imaginación, se basan en
imágenes, fantasías e identificaciones cuyas raíces en la experiencia del macho perma-
necen en el inconsciente (Jokinen y Veijola, 1997: 205).
Reflexionando sobre su propio trabajo entre los San Yi de China, Swain insis-
te en que
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Según los gustos del lector, Testadiferro puede ser un cuerpo más atractivo
que Mindtwister o al contrario. Sin embargo, tanta cháchara difícilmente aña-
diría nada nuevo a los argumentos avanzados por ambas partes, aunque sin
duda aumentaría de forma innecesaria la longitud de nuestros textos. Los ver-
des podrían quejarse, con razón, de que eso sería una invitación a talar más
bosques.
Tomemos otro ejemplo. En su por lo demás hagiográfica biografía de Max
Weber, su esposa, Marianne, hace una revelación sorprendente: que el suyo fue
un matrimonio no consumado (Weber, 1975). Si el hecho es correcto, ¿contri-
buiría en algo esta novedad encorporizada a la comprensión de sus ideas sobre
la ética protestante; cobrarían sus escritos sobre la revolución rusa de 1905 o
sobre la metodología de las ciencias sociales o sobre el papel de la religión en
la vida social una nueva luz? Tal vez algunos extravagantes contesten de modo
afirmativo, pero se hace difícil ver la conexión. Incluso si existiese, uno tendría
que explicar cómo esas tesis han podido ser adoptadas sin cambiar su significa-
do por muchos otros y otras que le siguieron, aunque posiblemente tenían una
forma de vivir la sexualidad conyugal distinta de la de Max Weber.
Hay otra forma de interpretar el asunto de la corporalidad que parece estar
más cerca de lo que las autoras mencionadas se proponen. Es una nueva forma
de desarrollar el apotegma de que «lo personal es lo político» para significar
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que cualquier hipótesis o teorema o situación social que no deriva del imagina-
rio masculino merece un plus de credibilidad. De esta forma, los juicios de
valor no solo son bienvenidos en la formulación de teorías, también podemos
saber cuáles son más legítimas. Basta echar un vistazo a los cuerpos que las
emiten. Una visión semejante, sin embargo, es un camino resbaladizo y no de-
beríamos sorprendernos cuando el tiro sale por la culata, como sucede a me-
nudo.
Tomemos un ejemplo fuera del mundo de la investigación turística. Si hoy
Clarence Thomas se sienta en la Corte Suprema de Estados Unidos se lo debe
a eso de la corporalidad. Thomas tenía un breve pero bien documentado palma-
rés de posiciones conservadoras cuando Bush el Mayor le eligió como candi-
dato para el puesto. Sin embargo, como era un hombre negro que había salido
de la pobreza tirando de los cordones de sus zapatos, como sus defensores gus-
taban de decir, la oposición progresista americana no se atrevía a enfrentarse
abiertamente con él. Al final apareció otro cuerpo, el de Anita Hill, una profe-
sora de leyes, también negra, que le acusó de acoso sexual. El resultado del epi-
sodio es bien conocido y no se va a discutir aquí. Propongamos, en cambio, un
contrafactual. Imaginemos que Thomas hubiera visto descarrilar su candidatu-
ra por mor de la acusación y que el presidente hubiera encontrado otro cuerpo
con las mismas características de ser negro, hecho a sí mismo y un ejemplo de
conservadurismo. ¿Debería él o ella haber ganado la nominación? Librar a Tho-
mas del tratamiento que merecían sus ideas y limitarse a que señalaran a su
cuerpo de hombre le aseguró ganar el puesto bajo la especie de que eso signifi-
caba un avance para todos los cuerpos negros y, por ende, para todos los ame-
ricanos.
Metáforas
Algo semejante ocurre con los partidarios de las metáforas. Las metáforas, re-
cuerda Dann, son ubicuas. «Todas las ciencias, fuertes y débiles, dependen de
constructos arbitrarios» (2002: 2), como el cero absoluto, la elasticidad perfec-
ta, la competencia perfecta, la ética protestante y demás. Además, como nues-
tros conocimientos son siempre relativos, «las metáforas ofrecen una capacidad
de comprensión que va más allá de lo literal» (2002: 2). Las metáforas permiten
comparar dos cosas diferentes sobre la base de algunas características compar-
tidas. Si tanto quien habla como quien escucha entienden la comparación, las
metáforas se convierten en el arma más poderosa para hacer cambiar actitudes,
y eso sucede pese a que las comparaciones no son siempre fáciles de establecer
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El propósito suena bien. ¿Podrá acaso mostrar alguna credibilidad? Tal vez
sea necesaria una rápida, ejem, metáfora para ilustrarlo, la metáfora de un jui-
cio penal. Es difícil mostrar más parcialidad que un fiscal o un abogado defen-
sor. A ambos se les paga para probar que el inculpado es culpable sin la sombra
de una duda o inocente como el día que lo cristianaron. Para eso, ambos usarán
de tantas tretas como sean necesarias, innumerables chicanas y más celadas de
cuanto pueda uno encontrar en los libros. Pocas cosas tan subjetivas y emocio-
nales como los alegatos finales. Sí, pero... los abogados no pueden cambiar las
leyes a su conveniencia; los jueces dirigen el procedimiento y aceptan o de-
niegan las pruebas de acuerdo con reglas bien establecidas; y los jurados tienen
que ser convencidos más allá de la duda razonable. ¿Hallan la verdad estos pro-
cesos? No es esta la manera de plantear la pregunta, porque no tiene respuesta.
A veces se demostrará que el veredicto final ha sido equivocado con el descu-
brimiento de pruebas nuevas; y la parte condenada permanecerá habitualmente
convencida de su inocencia. Sin embargo, las sociedades se muestran general-
mente dispuestas a aceptar la seguridad provisional que las sentencias aseguran.
La justicia es liosa, pero estamos dispuestos a aceptar sus limitaciones porque
es un procedimiento mejor que dejar que decida una moneda al aire, leer los po-
sos del café, torturar a los sospechosos para que confiesen u otros igualmente
dudosos.
La investigación académica irá mejor servida si puede contar con un ins-
trumental parejo para reducir la incertidumbre. Lo tiene. No vamos a proveer
largas listas que han sido elaboradas con más paciencia y autoridad por otros
(por ejemplo, Ziman, 2000). Resumamos lo básico, pues. Ante todo, el razona-
miento científico debe basarse en hechos. Los hechos, sin duda, no son fáciles
de construir y se nos puede acusar de circularidad por llamarlos como testigos,
pero esto haría imposible el trabajo científico. Hay muchas formas de obtener
evidencias aceptables en las ciencias sociales (por no hablar de las físicas o bio-
lógicas, donde los investigadores se hallan en una posición más confortable).
Puede documentarse más allá de la duda, por ejemplo, que Colón hizo su pri-
mer viaje a América en 1492 de la era común. Hay un número apreciable de
fuentes que así lo atestiguan. Puede ser más difícil establecer por qué la reina
de Castilla le apoyó. Más aún explicar los motivos privados del almirante, por-
que aunque tengamos cartas y otros documentos personales, no podemos estar
seguros de que reflejan sus verdaderas opiniones, sus sentimientos o el mundo
tal y como él lo veía. Los historiadores han desarrollado durante muchos siglos
un arsenal técnico para probar la autenticidad de algunas fuentes y descartar la
de otras. Los lógicos han aprestado una panoplia de defensas para evitar la arbi-
trariedad. Algo semejante puede decirse para el resto de las ciencias sociales,
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ruido nos ensordezca. Pero una vez que han sido libremente aceptadas, lo legí-
timo es usarlas para desbancar las explicaciones rivales, luchando con todas
nuestras armas mientras nos ocupamos del asunto.
Empecemos con algo de determinismo. Por más que los científicos sociales
carezcan de tan buenos apoyos como los de las ciencias fuertes, a uno se le
alcanza que el mundo de los seres vivientes, incluyendo el humano, parece estar
dominado por la evolución o, lo que es lo mismo, el impulso de supervivencia.
El entorno en el que viven diferentes tipos de organismos impone límites espe-
cíficos a sus probabilidades de sobrevivir como especies. Así, las especies de-
sarrollan diversas estrategias para responder a esta desagradable situación. Aun-
que no sean ilimitadas, esas estrategias muestran una sorprendente variedad.
Los humanos no son una excepción a la regla. Como especie, han sido provis-
tos por la evolución —el relojero ciego de Dawkins (1987)— con un estímulo
para copiarse a sí mismos, es decir, para reproducirse, algo que comparten con
las demás especies. Sin embargo, no es posible decir que sus estrategias de su-
pervivencia sean mejores o más exitosas que las de otras especies. Muchos in-
sectos habitaban la tierra muchos eones antes de que apareciesen en ella los
homínidos, y es imposible averiguar qué especies sobrevivirán por más tiempo
en los muchos eones que están aún por venir. Hasta la fecha, los humanos
hemos sido capaces de descifrar las estrategias de supervivencia de otras mu-
chas especies y, por tanto, tendemos a pensar que las nuestras son más sofisti-
cadas que las suyas, pero no hay forma de decirlo con seguridad.
Sin embargo, puede decirse que los humanos han tenido gran éxito en sus
esfuerzos por reproducirse, siendo capaces de resistir en los entornos más difí-
ciles y duros del planeta y crecer hasta los más o menos nueve millardos de
habitantes que se espera que lo ocupen en 2050. Su capacidad como especie
para acomodar fines y medios de forma inteligente y, de paso, comunicar y
transferir sus hallazgos a otros humanos por medio de programas y medios di-
versos parece haber resultado muy eficaz para este fin. Sin embargo, esos éxi-
tos no han disuelto sus lazos con el resto de la biosfera. Las necesidades huma-
nas son muy similares a las de otros seres vivos y, por mucho éxito que haya-
mos tenido como especie, en tanto que individuos tenemos un ciclo de vida
limitado que se desarrolla con ritmos previsibles de nacimiento, crecimiento y
desaparición. Al cabo, tras un ciclo mucho más largo, uno puede estar seguro
de que la especie también se enfrentará con un destino semejante. En este sen-
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bles escritoras (Murasaki Shikibu y Sei Shonagon son solo los nombres mejor
conocidos entre más de una docena) hoy reconocidas en el canon de la literatu-
ra universal, sigue siendo un secreto indescifrable para la mayoría de nosotros.
La Vulgata marxista convirtió la subordinación de la mente a las exigencias
del entorno en un par de conjuntos de infra y superestructuras a los que uno podía
fácilmente asignar la totalidad de los fenómenos sociales. Bourdieu, entre otros,
no dudaba en apuntar toda muestra de distinción (capital cultural y habitus) a la
superestructura y, mediante este embeleco, se creía capaz de asignarlas a las frac-
ciones y subfracciones de clase que poblaban su paisaje intelectual (1979). En el
mundo de la teoría, uno preferiría que las cosas fuesen así de simples, pero cuan-
do piensa en el disfrute de la vida, uno da gracias de que no sean así.
La dificultad de aplicar la regla de la dependencia última de la economía a
lo que realmente sucede no debería llevarnos a olvidar la necesidad del enfoque
inicial. El principio cui prodest es fundamental en las novelas policíacas y en la
vida social. Al límite, funciona mejor con su presencia que con su ausencia. La
antropología cultural ha tratado a menudo de alterar este orden de factores,
como si la única razón de la necesidad de comer fuera desencadenar nuestras
funciones intelectuales. Así nos saca del zoológico evolucionista para reclinar-
nos en el sofá del psicoanalista. Desde Douglas (2003), y aun antes, desde el
propio Boas (1962) hasta Lévi-Strauss (véase capítulo 3), Geertz (1973, 2000)
y un largo etcétera, negar cualquier papel significativo de la economía en el de-
sarrollo de la conducta humana se ha convertido en un lugar común. Los antro-
pólogos culturales recuerdan las muchas áreas oscuras de la postura determinis-
ta y, al tiempo, crean muchas otras por su cuenta. Como trataremos de mostrar
al analizar sus contribuciones al estudio del turismo (capítulos 4 y 5), los antro-
pólogos culturales han creado fantasmagorías sin cuento.
Similares razones deberían llevarnos a rehuir la seducción ecléctica. Los
eclécticos tienen un serio problema: que serían unos cocineros lamentables.
Como lo saben hasta los epicúreos amateurs, un plato delicioso no solo requie-
re buenos ingredientes, sino también un protocolo, es decir, recetas y técnicas
que discriminan entre sabores y texturas. El eclecticismo, por su parte, funcio-
na como lo peor de la cocina fusión, incapaz de separar lo crudo de lo cocido,
mezclando miel y cenizas en infeliz confusión de proporciones y con un con-
cepto desenvuelto de las relaciones entre el celo y el zen. Que los ingredientes
tengan todos ellos un sabor propio no implica que cualquier mezcla de buenos
sabores vaya a ser placentera para el paladar. Esta última nota parece tanto más
urgente cuanto la multidisciplinariedad se ha convertido en la moda del día.
Aquí no se pasará por eso. A la zaga de la regla determinista, la ciencia de la
escasez, es decir, la economía, ayudada por la historia social, orientarán mucho
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Polo hasta Catay o se limitara a contar lo que había oído, el papel moneda, el
Gran Canal entre Beijing y Hangzhou, el uso del carbón o la eficiencia de los
correos imperiales que tanto admiraba no eran caprichos de su imaginación. De
haber sido miembros de un jurado, la mayoría de los humanos de aquel tiempo
hubieran tenido a China por decididamente superior a cualquier otro país.
Algo similar sucede con el peculiar complejo social al que llamamos mo-
dernidad —esa combinación de ciencia y tecnología, mercado e imperio de la
ley—. Habrá quien piense que definir así la modernidad lleva a canonizar sub
rosa a la cultura occidental. Están en su derecho, aunque no estén atinados. No
tienen fácil demostrar la equivalencia, ni que la modernidad sea tan solo un
accidente geográfico al oeste de China y Asia. Hacerlo así lleva a pensar la cul-
tura occidental como una extensión del judeocristianismo. Sin embargo, la mo-
derna noción de ciencia a la que habitualmente llamamos ciencia occidental
tiene su origen en la nueva lectura de Aristóteles por Averroes, un árabe y un
musulmán. Además, tampoco se somete de grado a las imposiciones religiosas.
Ese amplio constructo social de la cultura judeocristiana incluye muchas apor-
taciones de subculturas politeístas del oeste o la idea de raciocinio defendida
por la Ilustración, que llevó a sacar del cuadro la intervención divina en los
asuntos de la naturaleza y de la sociedad, de la misma manera que había pres-
cindido del cosmos cerrado de los griegos. La crítica bíblica iniciada por Renan,
Loisy y otros es tan occidental como aquellas dos religiones monoteístas, lo que
complica que la ciencia pueda convivir pacíficamente con ellas.
¿Qué decir del imperio de la ley y de la democracia? Una buena parte de la
cultura occidental o, mejor, algunas de las subculturas y tradiciones políticas
que a ella pertenecen han sido enemigos jurados de ambas. Hitler y Stalin son
parte de la cultura occidental tanto como lo fueran Churchill y su afamado le-
chero británico. En los tiempos modernos, eso que llamamos la cultura occiden-
tal no ha sido otra cosa que, a veces literalmente, un campo de Agramante, una
encrucijada de opciones intelectuales y morales. Meter a todas ellas en el mis-
mo saco lleva a pensar que todos los gatos son pardos.
A diferencia de la tradición occidental, la modernidad tiene un perfil defi-
nido. Ese es el perfil que ha sido sometido a una brutal cirugía por los pomos
en las tres últimas décadas. A menudo presentan a la ciencia y la tecnología
modernas como amenazas al desarrollo sostenible, cuando no como el peor de
todos los males. Los mercados, dicen, convierten en mercancías las relaciones
sociales; el imperio de la ley y la democracia se han usado a menudo para dis-
criminar contra categorías sociales como las mujeres o las minorías de todo
tipo. En la arena internacional, la modernidad ha contribuido a legitimar toda
clase de empresas imperialistas y lo sigue haciendo.
05-Capítulo 1 12/12/11 12:12 Página 68
Juan en la que creen, ni nos dicen cómo llegar a ella. Por el contrario, nuestras
sociedades políticas modernas han mostrado sorprendente capacidad de adapta-
ción para integrar la mayoría de las demandas de numerosos grupos sociales
que habían sido dejados a un lado de la corriente principal. No hay razones para
creer que esa flexibilidad no pueda renovarse. Esos son los parámetros con los
que aquí se ha tratado de construir y explicar los tipos ideales de modernidad y
sociedad de masas.
Una advertencia final antes de partir hacia la investigación turística. Por
todas las razones mencionadas, debemos ser enormemente modestos respecto
de nuestro campo de trabajo. Sea o no la mayor industria existente, el turismo
carece de virtudes catárticas. Es una parte importante de la vida en las socieda-
des de masas y en el sistema capitalista actual. Nada más que eso. Ofrece a cre-
cientes números de gente opciones para su esparcimiento, ayudándoles así a
«construir» su felicidad. Para muchos de sus proveedores, la búsqueda de la fe-
licidad también es algo importante que les depara nuevas oportunidades de me-
jorar sus beneficios de todo tipo, como también las ofrece a las comunidades
locales y a las sociedades que se benefician del turismo aun en variadas y no
menos discutidas formas.
Siendo internacional en parte, este aspecto del turismo crea interacciones
entre miembros de culturas distintas. Incluso en casa, los turistas domésticos,
habitualmente más urbanizados y adinerados que los proveedores locales, en-
tran a menudo en contradicción con los estilos de vida de estos últimos. Sin
duda, bajo todas sus formas, el turismo aumenta el intercambio cultural. Para
bien o para mal, esto es tan solo una parte de su dinámica y no la más decisiva.
La globalización, por ejemplo, no se debe al turismo. Funciona con mayor velo-
cidad y por sus propios medios. Fuerzas económicas, procesos políticos, los
medios de comunicación masiva (desde las películas hasta la televisión e inter-
net) contribuyen más al bienestar o la pobreza de las naciones. Aun donde el
turismo internacional es prácticamente inexistente, las radios, la tele por satéli-
te y las redes sociales de internet a las que se entre por el móvil o las compu-
tadoras comunales actúan de forma imprevisible sobre la vida de la gente. El
proverbial grano de sal que debemos poner en nuestras propias fantasías de es-
tudiosos se torna menester, una vez más, tanto en la investigación turística
como en otras muchas tareas científicas.
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 71
Introducción
trol sobre la entrada de divisas, la nueva cadena de oferta priva a las comunida-
des locales de la mayoría de sus beneficios económicos por el juego de las pér-
didas (leakages) y de bajos multiplicadores. Por su parte, los empresarios de los
países desarrollados carecen de los medios necesarios para pagar los altos costes
de entrada y evitar semejantes consecuencias (Wilkinson, 2000). Esta narrativa
ha sido adoptada sin mayores críticas por buena parte de los autores (Boniface y
Cooper, 2005; Hall, 2006; Harrison, 2001; Nash, 1996; Oakes, 1995, 1996).
La noción no es demasiado sostenible. Puede que haya un número crecien-
te de firmas multinacionales en el mundo del turismo, pero las pequeñas y me-
dianas empresas las exceden con mucho (Smith, 2005), lo que muestra que las
primeras no controlan por completo el sistema y que los costes de entrada para
los empresarios locales no son tan prohibitivos como dicen tantos autores con
escasas pruebas. Aún más importante, la competencia entre las multinacionales
es feroz. Es difícil creer, por ejemplo, que no se da entre las más de seiscientas
aerolíneas miembros de IATA (International Air Transport Association) o que
las grandes cadenas hoteleras no compiten entre sí (Travel Images, 2009). Las
«fugas» del circuito económico local no solo afectan a los países de la llamada
periferia del placer (Aramberri, 2005). La globalización no es tampoco un ca-
mino de sentido único y también suscita cambios en la estructura internacional
del sistema capitalista, como lo prueba el ascenso creciente de muchos países
asiáticos, con China en cabeza de la lista (Bhagwati, 2004). Tampoco hace cre-
cer la pobreza mundial, más bien lo contrario (Barro y Sala i Martín, 1995).
El asunto más interesante se halla en otra parte. ¿Cuál es el lugar en esta
cadena del turismo doméstico en donde, por definición, no hay transacciones
internacionales entre las partes? ¿Qué decir sobre los intercambios culturales
extremos; se dan al modo en que lo quiere la literatura dominante o entre paí-
ses más o menos iguales en poder y que comparten un fondo cultural común?
Por ejemplo, uno de los más llamativos procesos de desarrollo en la industria
turística ha sido el crecimiento del este asiático. Page (2001: 87) ha apuntado
que los antiguos ejes de vuelo que iban de oeste a este entre esa zona y Europa
han sido reemplazados por otro norte/sur, como consecuencia de los números
crecientes de turistas intrarregionales de Japón, Corea, Taiwán y, más reciente-
mente, China, que han transformado el paisaje turístico de la región. Esta reali-
dad ha sido reconocida en el cambio de prioridades de muchas agencias nacio-
nales de turismo que operan en ese área. Mientras que en el pasado Europa y
Estados Unidos eran sus mercados principales, hoy muchas de ellas ponen a
Japón, Australia, Nueva Zelanda, Hong Kong y Taiwán a la cabeza de la lista
(Hall y Page, 2000: 24). Raguraman apunta que el rezago de India en punto a
turismo internacional se debe a una equivocada distribución de sus prioridades
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 75
Pobres fundamentos
ción requiere desplazamientos físicos como uno de sus componentes, esta irá a
la zaga de otros sectores globalizadores. Por importante que sea la dinámica
económica o de otra clase desatada por el turismo, su papel integrador y su ve-
locidad de integración no pueden compararse con los de las finanzas, la banca,
las películas, la televisión o internet.
Así pues, en lo que sigue se irá a la contra de la idea de que el turismo ha
alcanzado un alto grado de globalización. Pese a ser una actividad que aparece
en todo el mundo, dista bastante de ser global. Las Cuentas Satélites de Turismo
(CST o TSA en inglés), que elabora el Consejo Mundial de Turismo y Viajes
(WTTC), ofrecen bastante apoyo a esta perspectiva (2006b). No suelen ser cita-
das a menudo por los investigadores, tal vez porque no tienen el grado de depu-
ración que los estadísticos suelen requerir. Sin duda, los datos WTTC sorpren-
den a veces. Tómese la exagerada participación de Birmania/Myanmar en el
sistema TMM. En 2004, WTTC situaba al país en el número 11 entre otros 174
por el gasto de sus nacionales en viajes personales (viajes que no son de nego-
cios o gastos gubernamentales para el mantenimiento de atracciones turísticas),
en el número 19 por demanda total y en el número 12 por el tamaño de su in-
dustria turística, cosas todas ellas que parecen altamente improbables.
Sin embargo, esas sorpresas no desacreditan necesariamente el cuadro de
conjunto proporcionado por las TSA, que parece mucho más digno de con-
fianza. Así pues, la escasa atención que les prestan los investigadores turísti-
cos resulta sorprendente cuando se considera que esa organización cuenta
entre sus miembros a muchas de las grandes compañías internacionales de
turismo y viajes (líneas aéreas, cadenas hoteleras, operadores mayoristas, ser-
vicios financieros, consultoras y centros de investigación). Sin duda, WTTC
defiende sus intereses, pero no es menos cierto que esas corporaciones toman
decisiones multimillonarias todos los años y uno piensa que, en su trabajo, las
TSA deben ayudarles en esos menesteres. Esa sería una buena razón para que
las usasen los académicos. Si son de confianza, las TSA de WTTC pueden
ayudarnos a ampliar nuestra perspectiva más allá de los esqueléticos datos
UNWTO sobre turismo internacional y a evitar las trampas metonímicas que
estos últimos fomentan. Nuestra visión de la estructura del turismo internacio-
nal mejoraría.
Las TSA no enfocan la conducta viajera internacional de los individuos,
sino que miden la contribución financiera del turismo a la economía mundial o
a la de algunas regiones o países. La discusión de su metodología puede encon-
trarse en la página web de la organización (WTTC/OEF, 2006), así que aquí no
entraremos en este peliagudo asunto. En lo que sigue, las TSA se aceptarán con
la misma fe del carbonero con la que nos aplicamos a los datos UNWTO y se
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 79
— Países continentales.
— En rápido desarrollo.
— Economías crecientemente diversificadas donde el turismo se ha con-
vertido en un ingrediente clave.
— Han alcanzado el estrellato durante los últimos veinte años.
— Cercanos a mercados generadores clave (Túnez, Marruecos, Egipto y
Turquía, a Europa; Costa Rica, a Estados Unidos y Canadá; Tailandia,
Malasia, Camboya e Indonesia, a Asia nororiental y Australia), con las
únicas excepciones de Senegal y Kenia.
06-Capítulo 2
82
Maldivas 62,1 Austria 18,2 Túnez 15,4 Papúa-Nueva Guinea 15,8 El Salvador 8,0 Sudáfrica 6,5
14:38
Antigua y Barbuda 55,3 Estonia 17,1 Tailandia 14,2 Kiribati 15,7 Trinidad y Tobago 7,0 República del Congo 6,4
Seychelles 53,8 Islandia 17,0 Marruecos 13,6 Líbano 15,7 Nicaragua 7,8 Benín 6,4
Bahamas 50,2 Portugal 16,9 Costa Rica 12,5 Albania 14,4 Filipinas 7,8 Omán 6,3
Santa Lucía 42,6 Suiza 16,0 Malasia 12,1 Ucrania 14,3 Belarus 7,8 Guatemala 6,3
Página 82
Vanuatu 41,2 España 15,6 Egipto 11,1 Guayana 14,0 Malawi 7,7 Ecuador 6,1
TURISMO DE MASAS Y MODERNIDAD
Barbados 40,7 Grecia 14,4 Kenia 10,4 Comoros 12,0 Etiopía 7,7 Irán 6,1
San Vicente 30,7 Hong Kong 13,5 Turquía 9,1 Ghana 12,0 Federación Rusa 7,7 China 5,9
y las Granadinas
Granada 30,5 Bélgica 12,7 Senegal 8,9 Surinam 12,0 Ruanda 7,6 República de Corea 5,7
Birmania 28,7 Nueva Zelanda 12,6 Camboya 8,8 Uganda 11,9 Botswana 7,5 Argentina 5,7
Jamaica 28,0 Reino Unido 12,3 Indonesia 8,0 Qatar 11,6 Vietnam 7,5 Níger 5,6
Cabo Verde 27,8 Francia 12,1 Islas Salomón 11,3 Lesotho 7,3 Colombia 5,6
Zimbabwe 27,7 Italia 12,1 Honduras 10,8 Rep. Central Africana 7,2 Haití 5,5
Chipre 27,4 Eslovenia 11,7 Gabón 10,7 Perú 7,2 Paraguay 5,3
Malta 27,1 Dinamarca 11,5 Tonga 10,4 Eslovaquia 7,1 Brasil 5,3
Fidji 26,4 Singapur 11,4 Sri Lanka 10,3 Burundi 7,1 Zambia 5,1
Saint Kitts y Nevis 25,9 Holanda 11,3 Namibia 10,3 Santo Tomé y Príncipe 7,1 Chile 5,1
Gambia 25,4 Australia 11,2 Tanzania 10,2 Letonia 6,8 Rep. Dem. del Congo 5,0
Dominica 22,7 Hungría 10,9 Panamá 10,1 Mali 6,8 Togo 4,9
Croacia 22,5 Luxemburgo 10,7 Kuwait 9,8 Costa de Marfil 6,7 Venezuela 4,9
República Dominicana 21,9 Finlandia 10,6 Nepal 8,9 Macedonia 6,7 Guinea 4,9
Belice 20,3 Suecia 10,5 Laos 8,8 Bolivia 6,7 Sierra Leona 4,8
06-Capítulo 2
Bahrein 19,7 República Checa 10,3 Madagascar 8,7 Swazilandia 6,7 Camerún 4,7
14:38
Jordania 19,6 Alemania 10,2 Uruguay 8,6 México 6,6 Burkina Faso 4,6
Bulgaria 19,2 Canadá 10,1 E. Árabes Unidos 8,0 Yugoslavia FR 4,3
Siria 18,9 Noruega 9,4 Yemen 4,3
Estados Unidos 9,4 Rumanía 4,2
Israel 9,3 Pakistán 4,1
Página 83
Porcentajes obtenidos dividiendo lo que WTTC/OEF (2006) llama Consumon T/T 2004 (incluye T/T Personaly de Negocios, T&T y Visitor Exports) por los datos de PIB del
World Bank 2004.
Fuente: Autor sobre WTTC (2006c) y World Bank (2006).
EL SISTEMA TURÍSTICO GLOBAL
83
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 84
Así pues, por más que puedan presentarse numerosos ejemplos de éxito
turístico en algunas áreas del mundo, conviene tener en cuenta que una mayo-
ría de países tienen baja presencia del turismo en sus economías. Pese a que
para muchos su riqueza se beneficiaría considerablemente con el desarrollo del
turismo, por el momento la globalización no ha llamado a su puerta.
Para todos los países en general existe un tercer elemento, además de su grado
de desarrollo y de la incidencia del turismo en su PIB, que aparece constante-
mente. Nos referimos a su situación respecto de los mercados emisores clave.
Tratemos de arrojar algo de luz sobre este último aspecto. UNWTO presentaba
una imagen altamente estructurada del mercado mundial por lo que se refiere a
la cuota de mercado de llegadas internacionales en 2005 (figura 2.1)
Europa va a la cabeza, con un 54 por ciento de llegadas, seguida de las
Américas y de Asia-Pacífico, con un peso similar (17 y 19 por ciento, respecti-
vamente). África y Oriente Medio se encuentran al final de la tabla, con un 5
por ciento cada uno. Señalando una vez más que las TSA no se refieren direc-
tamente a movimientos de personas, WTTC llega a conclusiones distintas por
lo que se refiere a la forma en que las diversas regiones del mundo producen su
turismo (figura 2.2). La generación del producto turístico tiene su cima en las
5%
5%
Europa
19% América
Asia-Pacífico
54%
África
Oriente Medio
16%
2% 1%
22% Europa
40% América
Asia-Pacífico
África
Oriente Medio
35%
Américas (40 por ciento del producto mundial), seguidas de Europa (35 por
ciento) y Asia-Pacífico (22 por ciento). África (2 por ciento) y Oriente Medio
(1 por ciento) permanecen muy lejos de esas tres regiones.
Aun teniendo en cuenta que la metodología de ambos gráficos difiere y que
comparan cosas distintas, este dato abre, sin embargo, las puertas a algunos as-
pectos interesantes. El más importante, por más que ya podamos esperarlo, es
la exagerada importancia de Europa en las bases de datos UNWTO, a la que ya
nos hemos referido. Pero, para nuestros objetivos, aún más importante es que
dos grandes regiones geográficas y económicas (África y Oriente Medio) tienen
a la vez un muy bajo grado de llegadas internacionales y de incidencia econó-
mica del turismo. Eso permite concluir que el turismo (tanto internacional como
doméstico) solo crece rápidamente en algunas zonas del mundo. Pero esto in-
cluso no es más que el principio. Si uno desagrega las cinco regiones a las que
nos hemos referido en subáreas o subregiones, el resultado deviene aún más
desequilibrado (figura 2.3).
Juntas, Norteamérica (33 por ciento), la Unión Europea (31 por ciento) y
Asia del Noroeste (15 por ciento) representan el 79 por ciento de la producción
turística mundial. Si se les añaden las áreas adyacentes del resto de Europa, su-
deste asiático, África del Norte y el Caribe, el total aumenta en otro 10 por cien-
to, llegando al 90 por ciento de la producción mundial. Por su parte, Latino-
américa, Oriente Medio, Asia meridional y África subsahariana representan tan
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 87
12% Norteamérica-Caribe
2%
2%
Cuenca
mediterránea-europea
34%
19% Este y sudeste asiáticos
Oceanía
Resto
32%
solo el 7 por ciento del total. Oceanía (3 por ciento) presenta, como se verá, se-
mejanzas con este resultado.
La distribución regional permite defender la hipótesis de la escasa globali-
zación del sistema turístico global. Lejos de una generalización de esta tenden-
cia entre sus componentes, parece que el turismo deviene más y más integrado
tan solo en algunas zonas del mundo: Europa y el Mediterráneo africano del
sur; Norteamérica y el Caribe; y Asia nororiental y el sudeste asiático. El caso
de Oceanía, donde Australia y Nueva Zelanda actúan de anclaje de un sistema
subregional reducido que incluye las islas de los Mares del Sur, resulta ser una
miniatura de la imagen más amplia y de sus tendencias internas (figura 2.4).
El sistema turístico mundial se presenta así estructurado en torno a tres re-
giones principales, cada una de ellas con su hinterland. En cada una de ellas, un
núcleo o centro de países desarrollados o en rápido desarrollo tiene una impre-
sionante producción turística interna y, al tiempo, genera grandes flujos turísticos
hacia el resto de la zona, es decir, hacia su periferia, ya esté esta formada por
LDC, países en desarrollo o países desarrollados. Cada uno de esos núcleos actúa
como un motor del crecimiento que asegura el desarrollo del turismo. En suma,
cada uno de esos motores de desarrollo cuenta con una gran población que dis-
pone de una alta renta disponible. Allí donde, como sucede en Latinoamérica,
África u Oriente Medio, no existen núcleos o centros semejantes o están a consi-
derable distancia geográfica y cultural, el desarrollo del turismo permanece a un
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 88
nivel muy bajo. Si Brasil, con sus ciento noventa millones de habitantes, tuviera
una renta per cápita cercana a la media de la Unión Europea, no hay duda de que
el turismo sudamericano tendría un crecimiento muy superior al que ha conoci-
do hasta ahora. Chile, el país con más alto desarrollo de la zona, no puede asegu-
rar ese resultado con solo sus diecisiete millones de habitantes.
Desde un punto de vista económico, tanto los países desarrollados del cen-
tro como sus periferias inmediatas tienen un tráfago creciente y se benefician
de esos intercambios turísticos. El resto, empero, permanece mayormente ex-
cluido. Si esta configuración genera intercambios desiguales, como gustaba de
decir la escuela neocolonialista, o refleja una relación hegemónica entre cada
uno de los socios más influyentes y su «periferia del placer» (Turner y Ash,
1975), como lo entiende la hipótesis poscolonial, no es asunto que se trate en
este capítulo. Tan solo un punto de atención: una periferia del placer, desde el
punto de vista económico, es una expresión que no tiene más sentido que nom-
brar una o más áreas que proveen un gran número de servicios de ocio y turís-
ticos, de la misma forma en la que se podría hablar de una periferia del petró-
leo o del acero o de cualquier otro bien cuya producción se ha convertido en un
elemento central de su economía. El tono peyorativo con que tantos autores se
refieren a la periferia del placer solo revela la actitud puritana de muchos de sus
usuarios (Butcher, 2002; Turner y Ash, 1975), como si ciertas zonas de la pirá-
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 89
África 71,4
Américas 71,3
Asia-Pacífico 78,4
Europa 86,1
Oriente Medio 77,3
relativo. Las TSA de WTTC ofrecen algunas pautas para hacer anotaciones de
cierta relevancia. El gasto turístico más cercano al movimiento físico, domésti-
co o internacional son las categorías denominadas «viajes personales» y «via-
jes de negocios», por un lado, y las «exportaciones a visitantes», por el otro
(WTTC/OEF, 2006). Aunque en el nivel de los países individuales no coincidan
con exactitud, la suma de las dos primeras se halla más cerca de los gastos en
viajes domésticos, mientras que la tercera es el dinero que gastan en el destino
los turistas internacionales.
WTTC estima que, en 2006, el total de gasto en viajes personales y de ne-
gocios llegó a 3,51 billones de dólares, mientras que las exportaciones turísti-
cas llegaron a 896 millardos de dólares. El total de gastos en viajes individua-
les estaría así en torno a los 4,4 billones de dólares. Eso sugeriría (figura 2.5)
que las exportaciones a visitantes, estrechamente unidas al turismo internacio-
nal, representan un quinto de todos los gastos individuales en viajes.
Si dividimos las exportaciones a visitantes entre intrarregionales y de larga
distancia según la ratio 75/25 esperada por UNWTO en 2020, llegaríamos al re-
sultado siguiente. El turismo doméstico genera un 80 por ciento del total de gas-
to mundial en T&T, mientras que el turismo internacional intrarregional (den-
tro del mismo continente) contaría con un 15 por ciento del total, y el de larga
distancia tan solo con un 5 por ciento.
5%
15%
Interno
Intrarregional
Larga distancia
80%
Si estos cálculos se sostienen hay que concluir que el turismo es una acti-
vidad mucho menos global de lo que se supone. Y eso debería llevar a una re-
consideración de lo que eso significa para la incesante prédica sobre la distan-
cia social y cultural entre los turistas y los proveedores de bienes y servicios
turísticos. De hecho, esa distancia sería máxima en tan solo un 5 por ciento de
los casos. Los contactos intrarregionales serían mucho más frecuentes (15 por
ciento), con una disminución correlativa de la distancia cultural. El turismo do-
méstico se llevaría la parte del león, reduciendo así aún más las oportunidades
de disonancia cultural entre turistas y proveedores locales.
Los datos UNWTO sobre llegadas internacionales apuntan en el mismo
sentido. Los viajes de larga distancia son 139,5 millones, lo que no es un grano
de anís. Pero si nos fijamos en la letra pequeña, la idea de que el turismo inter-
nacional es un torbellino de intercambios entre culturas extrañas o «encuentros
de la tercera fase» resulta altamente improbable (cuadro 2.5).
Mundo 139,5
África 5,3
Américas 37,5
Asia-Pacífico 31,7
Europa 60,4
Oriente Medio 4,6
El cuadro 2.5 se ha calculado de acuerdo con los datos UNWTO sobre tu-
ristas intrarregionales y de larga distancia para 2004. Según eso, el 79,8 por
ciento del turismo mundial aconteció dentro del mismo continente y el 20 por
ciento restante fue de larga distancia (18,3 por ciento) o de carácter no especi-
ficado (1,9 por ciento). De esta manera se han calculado los 139,5 millones de
turistas de larga distancia. Si excluimos los diez millones generados en África
y Oriente Medio, el resto de los ciento treinta millones (90 por ciento de los tu-
ristas de larga distancia) procedió de las Américas, Europa y Asia-Pacífico. Los
intercambios entre las Américas y Europa, que no son precisamente áreas extre-
madamente extrañas entre sí por lo que a sus culturas se refiere, fueron de 47,5
millones (25,8 millones de turistas vinieron a Europa desde las Américas y 21,7
millones de europeos viajaron en sentido opuesto), dejando un resto de 82,5
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 92
Cuadro 2.6. Turistas de larga distancia según motivo de viaje (2004) (millones)
TOTAL OCIO NEGOCIO VFR Y OTROS NA
Las hipótesis sobre el futuro del turismo deberían tomar en cuenta su verdadera
estructura. Obtener una imagen mejor ha sido el motivo de la discusión anterior.
Ahora debemos preguntar si la evidencia disponible revalida la expectativa de
que, en ausencia de crisis serias e inesperadas, a medio plazo, T&T permanece-
rá más o menos igual a como lo es hoy. La respuesta debería ser un cauto «sí».
Cauto no tanto porque quepan dudas respecto de su desarrollo, sino porque el
futuro posiblemente aporte mejores medios de conocimiento sobre su estructura
y, así, fuerce un cambio a mejor en nuestra descripción.
La primera hipótesis se refiere a las llegadas internacionales. A menos que
la Unión Europea se convierta en una sola entidad política, la estimación
UNWTO de que se doblarán en los próximos diez años, para llegar a 1,6 millar-
dos de llegadas en 2020, parece verosímil (UNWTO, 2006a), a pesar de la ac-
tual crisis económica. WTTC llega a una conclusión similar. En términos mone-
tarios corrientes, la demanda mundial de T&T casi se doblará entre 2006 y
2016, pasando de 6,5 a 12,1 billones de dólares. ¿Se habrá convertido así el tu-
rismo en una fuerza más global de cuanto se ha descrito?
Repitámoslo una vez más. No hay demasiada evidencia sólida en la que
apoyarse. Sin embargo, los datos WTTC aportan una sorpresa no demasiado in-
esperada. En los próximos años, la cuota de mercado T&T por continentes (fi-
gura 2.6) traerá una disminución relativa en las Américas (–3 por ciento) y otra
mayor en Europa (–6 por ciento), mientras que Asia y el Pacífico subirán ocho
puntos (del 22 al 30 por ciento). África y Oriente Medio se mantendrán al final
de la clasificación (2 por ciento, respectivamente).
La clasificación subregional (cuadro 2.7) tendrá su mayor crecimiento por-
centual en Asia, donde las tres regiones de noroeste, sudeste y sur doblarán la
cantidad de dólares corrientes que generaron en 2006.
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 94
2%
2%
Europa
30%
34% América
Asia-Pacífico
África
Oriente Medio
32%
3%
3% 7%
Norteamérica-Caribe
Cuenca
mediterránea-europea
34%
25% Este y sudeste asiáticos
Oceanía
Resto
33%
Pese a ello, no hay que esperar grandes cambios en la imagen general hacia
2016. Las tres grandes áreas de Norteamérica y Caribe, Europa y la cuenca
mediterránea y Asia nororiental y sudoriental aún seguirán manteniendo un 90
por ciento del total mundial. Oceanía, el 3 por ciento, y el resto se quedará con
solo un 7 por ciento. Exactamente, como si el paso del tiempo no tuviera impor-
tancia.
Finalmente, el sistema turístico global permanecerá estructurado de la mis-
ma forma que hasta ahora (figura 2.8). El turismo doméstico perderá un par de
puntos a favor del intrarregional, mientras que el de larga distancia se quedará
en el 5 por ciento que tenía en 2006.
El turismo será, pues, una de las vías por las que la globalización se desli-
zará en el futuro cercano. Pero no será su principal sustento. Los flujos de via-
jeros no saltan fácilmente las fronteras nacionales; cuando lo hacen, los turistas
suelen quedarse en su continente de origen y solo una pequeña minoría viaja a
larga distancia. Adicionalmente, este último grupo no solo viaja a destinos exó-
ticos. Una parte importante de los viajes de larga distancia se hacen por nego-
cios entre Europa, Norteamérica y Asia oriental. Los viajeros de larga distancia
probablemente crecerán, al paso que un número creciente de personas goce de
mayor renta disponible, pero la mayoría se quedará en las tres grandes regiones.
De esta forma, la percepción de que el turismo es una actividad global sin palia-
tivos, que conecta mayormente a las zonas más ricas del mundo con las más
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 96
5%
17%
Interno
Intrarregional
Larga distancia
78%
pobres periferias del placer, no es más que otra muestra del imaginario pos-
romántico colectivo que tanto ha prendido en la investigación turística, pese a
no poder sostenerse sobre ninguna base seria.
Si, por el momento, no es posible apoyarse en algo más sólido, sí parece
posible apuntar hacia dónde deberían dirigirse los esfuerzos de la investigación
futura. Mejores estadísticas son una necesidad inescapable si queremos entender
cómo se estructura «la mayor industria mundial». Eso es más fácil de decir que
de hacer, como lo muestran las limitaciones de UNWTO en establecer un sistema
TSA. Pero hay mucha más información estadística de lo que parece. Si nuestro
conocimiento es limitado, eso se debe a la escasa diseminación de conocimien-
tos. Más allá de las bases de datos generales o sistémicas, un número creciente de
países ofrecen una cantidad razonable de información que, sin embargo, es difí-
cilmente alcanzable sin búsquedas a menudo frustrantes en sus páginas de red. Si
se pudiese encontrar esa información de forma centralizada, eso supondría un
avance importante. UNWTO también tiene una vasta red de datos que podría ayu-
dar a los investigadores. Pero, pese a ser una organización pública que se finan-
cia con el dinero de los contribuyentes del mundo, UNWTO insiste en hacer
pagar a los usuarios, limitando así la utilidad de sus bases de datos.
Mejor conocimiento suele convertirse en mejores políticas. Nuestra segun-
da expectativa camina en ese sentido. Una parte importante de la investigación
turística gira en torno a las llamadas «experiencias» o encuentros limitados en-
tre clientes y proveedores. Políticas basadas en tan elementales fundamentos, si
06-Capítulo 2 a 21/12/11 10:21 Página 97
ASIA- ORIENTE
DESTINO MUNDO ÁFRICA AMÉRICAS PACÍFICO EUROPA MEDIO NA
se los toman en serio, suelen fallar en su intento porque ignoran cómo funcio-
na el sistema. Mejores fuentes estadísticas que aporten datos correctos sobre las
tendencias del mercado y el impulso hacia la consolidación de la industria (por
ejemplo, las fusiones y adquisiciones de cadenas hoteleras o las crisis recurren-
tes de las compañías aéreas) ayudarían a políticos, inversores y causahabientes
a actuar con mayor eficacia y, por supuesto, a que los investigadores pudiesen
desarrollar mejor sus tareas. Por ahora, sin embargo, a menudo nos encontra-
mos con un Catch-22 donde la falta de bases de datos fiables empuja a los últi-
mos hacia diferentes áreas de discusión, al tiempo que su síndrome de falta de
atención les hace disculpar la falta de mejores bases de datos.
Finalmente, un mejor conocimiento de nuestro objeto intelectual ayudaría
a discutir mejor cosas tales como si el sistema turístico global evolucionará co-
lectivamente hacia un desarrollo según la teoría de los ciclos vitales o, tal vez,
seguirá la pauta de los sistemas mundiales. Mientras que lo primero tiende a ver
el desarrollo a través de un esquema cerradamente evolutivo, lo segundo pare-
ce resultar más abierto al juego de factores económicos y sociales que pueden
enriquecer nuestra idea de las dinámicas que desata TMM. Estas y otras cues-
tiones similares beneficiarían ampliamente a nuestros esfuerzos por compren-
der el sistema turístico global y su papel en el proceso de globalización.
Lamentablemente, uno no percibe demasiado interés por basar la investi-
gación turística en un conocimiento más adecuado del sistema turístico global.
Cuando el puntillismo de los ingenieros sociales y sus acompañantes habituales
(estudios de casos, mejores prácticas) no nos ahogan, suele ser porque los que
se ocupan de asuntos más generales dejan volar su imaginación sobre una
región de constructos teóricos que han vuelto la espalda al mundo real. Esa es
la falta principal de la matriz pomo (capítulo 3) y de sus principales ramifica-
ciones en el paradigma de la investigación turística (capítulos 4 y 5).
06-Capítulo 2 13/12/11 14:38 Página 98
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 99
3. La matriz posmoderna
Posmodernismo
con una expresión tradicional. Así se indica que pomo es un estilo de pensa-
miento surgido tras de la modernidad, a veces como corrección a esta, otras
—la mayoría— como su negación. Este rasgo secuencial/antagónico necesita
para ser entendido de una definición de modernidad y de lo moderno. Como se
ha apuntado, la matriz pomo equipara a ambos conceptos con las teorías y prác-
ticas nacidas con el ascenso de la sociedad de masas. En suma, las describe
como un conjunto intelectual fundado en nociones equivocadas sobre cómo
opera la mente, en un historicismo sesgado, en una serie malformada de priori-
dades teóricas y, por ende, en una visión ética falsa. De esta forma, la matriz
pomo se propone llevar a cabo un cambio sustancial en metodología, al tiempo
que busca y propone una nueva textura para la sociedad y una forma distinta de
concebir las tareas morales con las que se enfrenta la humanidad.
Conviene señalar que, como no es un paradigma, la matriz pomo fluye en
muy distintos sentidos y a menudo en corrientes divergentes. Sus orígenes pue-
den rastrearse en la producción de un grupo de pensadores franceses en la etapa
posterior a la Segunda Guerra Mundial, todos los cuales comparten un conjun-
to de teoremas comunes a pesar de sus distintos orígenes intelectuales y de sus
intereses de investigación. Nombres como los de Lacan, Lévi-Strauss, Barthes,
Althusser, Foucault, Baudrillard, Deleuze y Derrida vienen a la mente, entre
otros. Pero los pomos tienen intereses cruzados con los de otras escuelas de pen-
samiento como los francfortianos, Norbert Elias, el relativismo o particularis-
mo histórico boasiano (Harris, 1968) y sectores de interaccionistas simbólicos.
Todos ellos confluyen para formar eso que, con gran facundia, Eagleton (2003)
ha bautizado como La Teoría, con mayúsculas. Al parecer, tras la matriz pomo,
si no la historia, al menos la filosofía ha llegado a su fin.
Las llamadas ciencias sociales débiles —todas excepto la economía— han
experimentado el peso notable de los pomos. En algunos campos de reflexión
que se han institucionalizado hace poco, como la publicidad, las relaciones pú-
blicas, la sociología del consumo o del ocio y, por supuesto, la investigación
turística, el estilo pomo se ha convertido en la ideología por excelencia y ha ex-
pulsado a las tinieblas exteriores a cualquier otra alternativa. Si queremos en-
tender los temas de reflexión y la jerga corriente en la investigación turística
actual es menester examinar las raíces intelectuales de la matriz pomo y su pro-
longación en este campo. Eso es lo que se intenta en este capítulo, al que siguen
otros (capítulos 4 a 9) en donde se examinan ejemplos de cómo la matriz pomo
suele inspirar la mayoría de los teorías que se tienen por fundamentales.
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 101
El hombre del neolítico o de la protohistoria es, pues, el heredero de una larga tradición
científica; […] [La mente salvaje y la ciencia moderna (JA)] son dos modos distintos
de pensamiento científico, que tanto el uno como el otro son función, no de etapas des-
iguales de desarrollo del espíritu humano, sino de los dos niveles estratégicos en que la
naturaleza se deja atacar por el conocimiento científico: uno de ellos aproximativamen-
te ajustado al de la percepción y el otro desplazado; como si las relaciones necesarias
que constituyen el objeto de toda ciencia —sea neolítica o moderna— pudiesen alcan-
zarse por dos vías diferentes: una de ellas muy cercana a la intuición sensible y la otra
más alejada (1964b: 33).
Ciencia y bricolage son otras tantas vías posibles de conocimiento cuya rela-
ción no puede describirse por medio de un gradiente de desarrollo.
Con semejante desenvoltura, empero, Lévi-Strauss no solo amenaza con
dar al traste con la noción moderna de ciencia, sino de paso también con la dife-
rencia entre δο′ ξα (percepción e imaginación) y επιστεμε (conocimiento rigu-
roso), tan importante ya para los antiguos griegos. Cuando alguien contradice a
una mayoría de filósofos y de historiadores de la ciencia que aprecian la dife-
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 102
Tribu A
Tribu A
Águila
Tortuga Tortuga
Amarilla Gris
Fuente: Autor sobre Lévi-Strauss (1962).
creemos que estas verdades son evidentes, que todos los hombres son creados iguales,
que han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre ellos se
cuentan el derecho a la vida, a la libertad y a la busca de la felicidad. Que para asegu-
rar esos derechos, se han constituido los gobiernos entre los hombres, gobiernos que
derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que cuando una for-
ma de gobierno atenta contra esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarlo o a abolirlo
y a formar un nuevo gobierno basado en esos principios y a organizar sus poderes de la
forma que le parezca más capaz de defender su seguridad y su felicidad (USA 2003).
No es necesario entrar a argüir que los derechos aludidos pueden ser con-
siderados universales, aunque entonces no lo fueran, y que, de hecho, la poste-
rior evolución, llena de meandros y pasos atrás, de la sociedad americana acabó
por abolir la esclavitud, primero, y el apartheid, después. Lo que es más llama-
tivo es la insistencia de los sintomalistas en que esos son los dos únicos silen-
cios posibles. De hecho, la Declaración tampoco se refiere a los derechos de los
homosexuales, ni a los de las futuras oleadas de inmigrantes, ni al trato de los
discapacitados. Si nos ponemos a pensar, tampoco dice nada de las razones que
Jorge III pensaba que le asistían en su derecho a gobernar las colonias, priván-
dole con ello de su derecho de defensa; ni de la opinión de sus firmantes sobre
la física newtoniana; ni sobre los derechos de la gente que en las trece colonias
pudiera no estar de acuerdo con el creacionismo de sus autores; ni sobre el esta-
do del tiempo en Filadelfia aquel 4 de julio que pudo haber influido el humor
de los Padres de la Patria; ni sobre otras infinitas posibilidades igualmente no
formuladas. Por qué la única lectura en rejilla que puede considerarse legítima
habría de referirse a esos dos silencios y nada más.
Si se hubiese intentado hacerlo, empero, no podría haber evitado nuevas
acusaciones formuladas desde el silencio, causando así una regresión infinita.
A menos que nos sintamos tentados por la promesa («Serás como Dios») de ser
capaces de percibir todo al tiempo, así como todas sus inacabables ramificacio-
nes (eso que los escolásticos cristianos de la Edad Media conocían como los
futuribles, es decir, todo aquello que puede ser tenido por posible en el futuro)
en tiempo real, un propósito que excede la condición humana. Tal vez eso sea
posible para la Mente estructuralista, pero no lo es para los humanos por cuyo
medio se expresa. Esos humanos y humanas tienen que soportar, quiéranlo o no,
las limitaciones del lenguaje y las discontinuidades de su contenido o, en caste-
llano recto, la especificidad de los discursos, exactamente lo que las lecturas
sintomal o en rejilla creen posible evitar. Pero por qué razón habríamos de acep-
tar a pies juntillas la pretensión foucaultiana de ser el profeta de una nueva
Revelación.
La circularidad, empero, sería el menor de los dos males desencadenados
por esta artera forma de leer. La otra, mucho más letal, es su uso como una espe-
cia de licencia para matar, al estilo James Bond, todo aquello que no se ajuste
a lo que la agenda de los investigadores considera correcto. Ha sido precisa-
mente este el camino más transitado por los pomos. Un ejemplo entre mil otros
que podrían traerse al caso es la exégesis de Derrida a la narrativa marxista del
fetichismo de la mercancía (1994: 110 ss.). De repente, Marx ha dejado de ha-
blar de los diferentes modos de producción, o El capital ya no pretende mostrar
cómo su evolución acabará por acarrear el fin del capitalismo. El fetichismo de
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 112
«esta densidad leñosa y testaruda [recuérdese que Derrida está hablando de una mesa
(JA)] se ha convertido en un ente supranatural, una cosa sensible no-sensible, sensible
pero no sensible, sensitivamente suprasensible», es decir, una mercancía como las
estudiadas por Marx que ilustran el papel de la ideología en general, no el de las rela-
ciones sociales contraídas mediante el trabajo. «La cuestión del fetichismo de las mer-
cancías merece ser presentada de otra manera […] Ellas estarán siempre ahí, como
espectros, incluso cuando no existan, cuando ya no se vean, cuando hayan dejado de
estar» (1994: 104).
fuerza laboral. Por otra parte, las organizaciones de caridad, cuya misión tradi-
cional había sido mitigar la pobreza, estancaban una buena parte del capital que
podría ser movilizado para crear riqueza adicional. Los pobres, especialmente
los pobres que luchaban contra su pobreza, tenían que ser separados de otros
grupos desviados. Pero liberar a una parte de la población que estaba vigilada
requería otros tipos de control. Los nuevos frenopáticos al estilo de la Retreat
de Tuke no se basaban exclusivamente en la violencia física, sino que preferían
convertir a los locos en menores de edad. Los menores necesitan a sus padres y
los nuevos manicomios se aprestaron a desempeñar el mismo papel de los
padres en la familia burguesa. La locura era antaño una falta individual; ahora,
las familias decadentes, incapaces de alcanzar los desiderata de la moralidad
burguesa, aparecían como responsables de la conducta enloquecida. Así, según
Foucault, se selló la reconciliación final entre las concepciones crítica y médi-
ca de la locura, que alcanzaría su cénit con Freud. Con él, la locura brota dere-
chamente del confinamiento y la violencia, aunque sea al precio de entregar a
los médicos un estatus cuasi-divino. Freud también aporta una visión de la locu-
ra como falta de ajuste a la normalidad socialmente construida.
Erving Goffman estaba apuntando lo mismo más o menos al mismo tiempo
(1961). Tras revisar las carreras de muchos pacientes mentales, llegó Goffman a
conclusiones parecidas.
mos a pensar que la persona en cuestión acarrea un estigma, es decir, una dife-
rencia poco deseable.
Así pues, por definición, creemos que la persona estigmatizada no es plenamente huma-
na […] Construimos una teoría estigmatizadora, una ideología que explica su inferiori-
dad y da cuenta del peligro que representa, a veces como racionalización de una animo-
sidad basada en otras diferencias, por ejemplo, de clase social (1963: 5).
El estigma permite habérselas con todo aquello que se desvía de las normas
sociales de normalidad y es un producto de la interacción cognitiva disfuncio-
nal. No es una marca que la naturaleza haya reservado para algunos individuos
o grupos, sino un rito degradante que se extiende a grupos y comunidades obli-
gados a portarlo.
Goffman, sin embargo, es muy cauto cuando habla de enfermedades men-
tales y estigmas y no las ve como algo exclusivamente basado en prácticas arbi-
trarias socialmente construidas. Todo lazo social impone restricciones basadas
en presunciones no explícitas (1961: 174) que desatan sanciones si no se respe-
tan, se ignoran o se omiten. Aunque no aventura una explicación, reconoce que
el uso de estigmas ha acompañado a la vida en sociedad desde hace siglos y se
muestra escéptico sobre la posibilidad de que alguna vez pueda erradicarse. Sin
embargo, deja sin resolver el asunto de si puede entenderse que exista algo a lo
que llamar enfermedad mental más allá de sus componentes sociales. Uno diría
que regularmente aparecen disrupciones efectivas de la comunicación entre se-
res humanos y que muchas de ellas parecen ser irreparables (esquizofrenia, sín-
drome de Down o de Alzheimer, algunos tipos de autismo, etc.). Incluso si
pudiésemos probar más allá de toda duda razonable que no son más que cons-
tructos sociales y que la familia nuclear o la sociedad en general merecen ser
criticadas por esos resultados, los individuos así estigmatizados necesitarían
aún de especial atención, es decir, de tratamiento psiquiátrico. Sus heridas, tal
vez infligidas por los demás, no se curan y les impiden desarrollarse.
Las ideas de Goffman experimentaron un cambio drástico en la antipsi-
quiatría de Laing y su insistencia en que toda enfermedad mental, incluso en ca-
sos de mayor disonancia comunicativa, por ejemplo la esquizofrenia, es un
constructo social (1998a). No hay que buscar sus causas en los pacientes, sino
en las instituciones que moldean sus reacciones, como la familia nuclear bur-
guesa y la sociedad (moderna) en general (1998c, 1998d). Ken Loach ilustró ví-
vidamente el asunto en su película Family Life.
Para Laing, la única forma apropiada de tratar a las personas con desórde-
nes mentales era reconocer su sanidad mental interior, e incluso dejarles aban-
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 116
donar las instituciones mentales, donde sus síntomas empeoraban (1998b). Sin
duda, una parte de la psiquiatría moderna ha proclamado de forma grandiosa su
capacidad de diagnosticar y curar la locura con técnicas muy agresivas (desde
la violencia física, pasando por el uso de drogas psicotrópicas y llegando hasta
la lobotomía). Muchos de esos procedimientos han sido debidamente criticados
y desacreditados, pero es difícil concluir de su uso que la psiquiatría es una for-
ma de brujería que habría que proscribir sin dilación. Tal vez valdría más pen-
sar que se necesitan mejores teorías y menos exorcismos. La defensa de conjun-
to de la antipsiquiatría puede crear más problemas de los que resuelve. Por
ejemplo, se convirtió en una coartada adicional para los recortes masivos de
ayuda federal a los ayuntamientos impuesta por Reagan. «En 1980 los dólares
federales subsidiaban un 22 por ciento de los presupuestos municipales. A fines
de la era Reagan, solo llegaban al 6 por ciento» (Dreier, 2004). Una caída tan
vertiginosa creó grandes problemas a escuelas, bibliotecas, servicios contrain-
cendios y otros servicios municipales. El cierre consiguiente de muchos hospi-
tales y clínicas públicas contribuyó al aumento de personas sin techo, pero no
disminuyó el número de personas necesitadas de asistencia psiquiátrica. Solo
les privó de ella.
Los intereses de Foucault van más allá de la crítica a la psiquiatría. Lo que
comenzó como una evaluación de la historia de la enfermedad mental, final-
mente se convirtió en una causa general contra la modernidad. Su crítica del tra-
tamiento de la locura devino un llamamiento a cambios sociales radicales. El
resto de la historia es bien conocido. Pueden trazarse narrativas de dominación
en todos los ámbitos sociales. Vigilar y castigar (1977) arguye que el sistema
penitenciario moderno tiene su raíz en prácticas previas de retribución social
por medio de tortura y ejecuciones. Es una forma más débil de hacer que los
desviados acepten el orden social, pero no acaba con la represión. De hecho,
para Foucault, esta nueva forma de castigo se ha convertido en la norma para
todas las formas sociales de control social. El Panóptico de Bentham como
ideal de estabilidad penitenciaria mediante vigilancia a distancia se ha extendi-
do a todas las actividades sociales y contribuye a la dominación de los poderes
existentes al hacerlos aceptables al tiempo que invisibles.
Uno puede encontrar una salida a esta situación al parecer desesperada,
cree Foucault. Una forma distinta de locura apareció en el siglo XIX, la locura
como lucidez. Esa nueva locura lúcida permitió a los humanos alcanzar el lími-
te de su extrañamiento respecto de sí mismos, al que habían llegado en las so-
ciedades occidentales. Por vez primera en la historia, la locura fuerza al mundo
a sentarse en el banquillo de los acusados, no en el de los fiscales. Ese nuevo
tipo de alienación permite a la humanidad hallar caminos, a menudo como a tra-
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 117
vés de un espejo oscuro, para abandonar las normas previas que exigían un
aumento creciente de la represión. Así que Foucault no se limita a proveer un
análisis de las causas de la locura, sino que abre un dispensario en el que hallar
remedios para librarse de ella.
La primera parte del argumento necesita de mayor ponderación porque
corre al bies de lo que intuimos. Uno diría que, a primera vista, existen ciertas
diferencias entre la violencia bárbara y gratuita de las ejecuciones y torturas
descritas en la obertura de Vigilar y castigar y los sistemas punitivos modernos.
Las sociedades europeas modernas, por ejemplo, se enorgullecen de haber saca-
do la pena de muerte de los códigos penales. Foucault no lo desconoce, pero
nota que las imágenes vívidas de castigos llamadas a provocar temor y temblor
entre los espectadores de la edad clásica —representaciones ejemplares las
llama Foucault, como en las procesiones de convictos desde la prisión de
Newgate hasta el patíbulo de Tyburn, en Londres (Linebaugh, 1977)— han sido
sustituidas por un nuevo orden punitivo basado en la modificación de las con-
ductas. «Más que sobre un arte representativo, esta intervención punitiva se basa
en una bien estudiada manipulación de los individuos» (Foucault, 1992: 128).
¿Por qué? El mecanismo disciplinar busca el castigo como parte de un sis-
tema de normas, habitualmente conocido como imperio de la ley. Individuos y
cuerpos, como los llama Foucault, se han estandarizado, es decir, han sido nor-
malizados. En las sociedades que así los tratan, los individuos pierden su razón
de ser, creándose así un continuo disciplinario que reposa, por un lado, sobre las
instituciones de confinamiento y, por otro, en mecanismos funcionales que ha-
cen del poder algo más ligero, sutil, aceptable y, por ende, más eficaz. La domi-
nación mediante técnicas científicas se ha convertido en un elemento básico del
control sexual y de la disciplina de los cuerpos que Foucault narra en la Historia
de la sexualidad. El poder llega a su cénit cuando, como sucede en la mayoría
de las conductas sociales, el ímpetu subversivo, ya sea como sexualidad o como
formas alternativas de vida, queda domado mediante la difusión de las llama-
das nuevas ciencias sociales (psicoanálisis, sexología, marketing, publicidad,
moda, etc.). Opiniones similares han sido circuladas por un amplio número de
pensadores franceses que se mueven en la órbita foucaultiana (Bourdieu, 1984;
Derrida, 1994, 2002; Deleuze y Guattari, 1977, 1987) y la Vulgata que han ge-
nerado.
Sin embargo, hay una duda que persiste en el lector. ¿Es posible que no
exista diferencia entre la dominación por la violencia o represión, como suce-
día en la época clásica, y la aceptación voluntaria, por pasiva que sea, de la do-
minación en las sociedades democráticas? Hay una ya antigua tradición del
pensamiento occidental, desde Hobbes y Locke hasta Mills y Weber, llegando
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a la visión del poder en Nye (2004), que distingue entre ambas cosas. Weber
explicaba en muchos lugares de su obra el conflicto entre Macht (poder desnu-
do o violento) y Herrschaft (dominación), o formas legítimas e ilegítimas de
dominación (1971: 16, 122-176, 541-550). La clave de la dominación está en el
consentimiento prestado por la mayor parte del cuerpo político. Luego de We-
ber, Tilly ha señalado cómo es precisamente la ruptura en la creencia de legiti-
midad lo que contribuye poderosamente a los conflictos sociales (1978), mien-
tras que su mantenimiento torna a la dominación en algo estable y sostenible
(2001). Otra tradición, que se remonta a Constant (1980) y Tocqueville (1866),
considera precisamente el imperio de la ley o la existencia de un orden norma-
tivo como la diferencia fundamental entre el Antiguo Régimen y la libertad de
los modernos. Foucault no se reconoce en ninguna de esas tradiciones. Legítima
o no, la dominación es dominación; el poder, poder. ¿Incluso cuando las prefe-
rencias del público se manifiestan en elecciones libres? Incluso entonces.
Esta visión desenvuelta desemboca en un callejón sin salida. Si seguimos
a Foucault en su explicación del poder, la diferencia entre democracia y auto-
ritarismo y/o regímenes totalitarios carece de sentido. Todas esas formas son
ejercicios de poder que se imponen por igual a los cuerpos, a sus súbditos. Pero
la lectura de Foucault evoca un anacoluto. En su obra existe una tensión irre-
suelta entre, por un lado, la inevitabilidad de las luchas por el poder que for-
man la esencia de todo discurso y de todas las prácticas sociales y, por otro, la
necesidad de fundamentar su asimetría. Si aceptamos la primera parte del dile-
ma, Foucault no puede evitar la reductio ad Hitlerum, es decir, que Hitler y su
régimen eran, en el fondo, lo mismo que la Inglaterra de Churchill o los Esta-
dos Unidos de Roosevelt. Borrando las diferencias entre poderes y regímenes
políticos acabamos por desembocar en la incoherencia de ver a Hitler tan le-
gítimo (o ilegítimo) como a cualquier otro líder político, que no hizo sino ejer-
cer su poder como todos ellos hacen. En resumen, Hitler codiciaba poder tanto
como cualquier otro dirigente o cualquier otro participante en cualquier otra
interacción social, aunque tuvo más éxito que otros muchos. De esta forma, la
posibilidad de elegir entre víctimas y verdugos desaparece. Todos son la misma
cosa.
En el campo de lo punitivo se llega igualmente a un horizonte cerrado. Si
no es posible distinguir entre tortura y prisión, pues ambas son formas de repre-
sión, hay que suspender el juicio sobre cualquier ejemplo de genocidio y otros
crímenes y abusos de poder. Con esa lógica, cómo pueden condenarse las tor-
turas en la cárcel de Abu Ghraib durante la presidencia de George W. Bush. ¿Se
diferencian acaso del procedimiento judicial ordinario o del juicio por jurado si
se considera también a estos últimos como ejemplos abultados de represión?
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 119
Hoy el círculo de estándares y reglas pesa tanto sobre los hombres; el control y la pre-
sión de las relaciones sociales ínsita en sus costumbres es tan pesada que solo abre una
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 121
alternativa […]: o someterse a las reglas de conducta esperadas o situarse fuera del
ámbito de la vida civilizada (1997: I, 283).
expectativas. Quién se aprovechaba de ello y hasta qué punto; cómo podían des-
bordarse esos límites; con qué estrategias y qué tácticas; todas esas cosas esta-
ban por responder. Ideas y teorías, sin embargo, necesitan del catalizador de la
práctica para ganar las mentes y los corazones de grupos significativos. Así que
el deconstruccionismo (deco) pasó a ocupar el centro del escenario.
En el pasado, el marxismo había criticado con ferocidad los sistemas polí-
ticos occidentales y, en especial, sus economías capitalistas. Durante casi un
siglo, el marxismo se erigió en la única alternativa sostenible a las ideologías
occidentales dominantes. Tenía una teoría de la historia, una economía políti-
ca y una maquinaria para la ejecución de lo que se suponía ser un orden social
equitativo al que llamaba socialismo. No es coincidencia que algunos de los
primeros esbozos para explicar la sujeción de otras categorías sociales aparte
de la clase obrera echasen mano de conceptos y métodos marxistas. Beauvoir
encontraba equivalencias entre la explotación del proletariado y la de las muje-
res (1949), y otras teorías feministas posteriores iban a explorar un llamado
modo doméstico de producción (Rowbotham, 1973; Rowbotham, Segal y
Wainwright, 1981; Hartsock, 1983). Antes de ellas, algunos escritores negros
americanos habían pasado por una etapa similar. Con diferentes grados de in-
tensidad y de compromiso, W. E. B. DuBois, Langston Hughes y Claude
McKay, entre otros, habían buscado en el marxismo y en el socialismo las he-
rramientas teóricas para explicar el apartheid al que los negros americanos se
veían sometidos en Estados Unidos. Pronto, empero, unos y otras iban a darse
cuenta de que raza, género y clase social no eran colegas fáciles. Pronto empe-
zó a sentirse que el marxismo impedía otra clase de crítica y daba fácilmente
en etnocentrismo y patriarcalismo. La clase obrera industrial era, sobre todo,
un conglomerado de hombres blancos y occidentales que no podía encontrar-
se fácilmente en otras partes del mundo. Los obreros a menudo compartían
pautas de conducta similares a las de los otros machos de la especie. Pronto,
muchos negros americanos se volvieron hacia un nacionalismo étnico radical
y las narrativas feministas iban a llamar a otras teorías en su ayuda (Mitchell,
1974, 1984).
Igualmente puede apreciarse un cambio en la actitud hacia los modelos
occidentales en los teóricos de la descolonización. Muchos marxistas colonia-
les anteriores habían seguido ciegamente la definición leninista del imperialis-
mo como el estadio senil del capitalismo y sus ideas sobre la autodetermina-
ción. La generación siguiente iba a virar en otra dirección. Césaire, Memmi,
Fanon, eran todos coloniales y pronto su radicalismo iba a sustituir las explica-
ciones económicas con otras de raíz cultural. El cambio es claramente aprecia-
ble en Franz Fanon. Su obra teórica más conocida (1968) rebosa de terminolo-
07-Capítulo 3 12/12/11 12:32 Página 124
gía marxista, pero al tiempo muestra un decidido intento por aportar una base
teórica diferente al proceso de descolonización (1988, 1991).
El mundo colonial, según Fanon, es un ente maniqueo. La colonización
empezó de consuno con la desposesión forzada de la tierra de los nativos, de sus
riquezas y, desde luego, de su herencia cultural, creando dos categorías huma-
nas opuestas, los colonos y los colonizados. Esos dos mundos iban a permane-
cer separados y a ser mutuamente exclusivos mientras existiera el colonialismo.
La asimetría entre los poderes exteriores y las naciones sometidas, empero, no
es un asunto de poder tan solo. Sin duda, los colonos cuentan con el ejército y
la policía para afrontar cualquier amenaza significativa hacia su orden. Pero,
más allá, el colonialismo es un mundo de culturas opuestas. La meta cultural de
los colonizadores es meridiana: privar a los nativos de su humanidad. A ojos de
los colonizadores, las sociedades colonizadas eran un mundo desprovisto de
valores y, por tanto, un mundo devaluado. Un mundo que había de ser destrui-
do y reemplazado por la civilización superior que los colonizadores traían con-
sigo.
La liberación nacional es el polo opuesto a esta estrategia. El orden colo-
nial, brutal y violento desde sus raíces, debe ser sustituido por una fuerza supe-
rior que no debe limitarse tan solo al orden político, sino abarcar el frente cul-
tural. Las colonias liberadas no pueden usar las ideas y las instituciones del anti-
guo poder colonial. La extirpación de sus estructuras culturales alienígenas
debe ser tan minuciosa y detallada como lo fue el ataque colonial a las formas
de vida locales. Incluso cuando presta atención ocasional a los intereses diver-
gentes de las diferentes fracciones del poder colonial, a las tensiones entre los
colonos y sus gobiernos metropolitanos y a la restringida solidaridad de los tra-
bajadores metropolitanos con los de las colonias, Fanon ignora habitualmente
que esas realidades hacían al compacto colonial bastante menos monolítico de
lo que él estaba dispuesto a conceder. Para él, los luchadores anticoloniales de-
bían evitar cualquier apaño o acomodo con los poderes colonizadores y sus cul-
turas, pues representaban una influencia letal para la identidad colonial. Fanon
miraba transido de sospecha a los sectores de los países recién descolonizados
que habían sufrido más directamente la influencia de la metrópoli, pues estaban
más dispuestos a aceptar compromisos políticos o culturales con el antiguo or-
den. Las burguesías nacionales, los intelectuales, incluso los trabajadores ur-
banos nativos, no podían ser objeto de confianza para los movimientos de libe-
ración nacional porque habían sentido de cerca la influencia corruptora de los
poderes extranjeros. En el fondo, Fanon —como Mao, como Pol Pot— solo
confía en los campesinos y sus equivalentes, las masas de parados urbanos,
igualmente inmunes a las trampas de la cultura colonial. Con Fanon, el peligro
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mayor para las nuevas sociedades poscoloniales brotaba menos de las raíces
económicas de la dominación colonial que de su ascendiente cultural.
De esta forma, Fanon se alejaba de las teorías neocoloniales más influyen-
tes en los setenta y ochenta. La escuela de la dependencia adoptaba una pers-
pectiva más ortodoxamente marxista, apuntando especialmente al papel del ter-
cer mundo en el orden económico internacional (Baran, 1957; Baran y Sweezy,
1966), los términos de intercambio entre centro y periferias (Amin, 1973, 1976;
Emmanuel, 1972; Frank, 1975, 1981; Wallerstein, 1974, 1980) o la estabilidad
de la dominación política en la economía mundial (Bettelheim, 1975; Santos,
1991). Sin embargo, la visión de Fanon del colonialismo como una fuerza ma-
yormente cultural que incluye y sobrepasa el campo de la economía estaba lla-
mada a cobrar un nuevo impulso.
Said importó las estructuras conceptuales de Fanon al mundo académico.
Para él (1996, 2000), el largo debate de los intelectuales occidentales sobre la
realidad económica y política del imperialismo «había prestado escasa atención
a lo que yo considero el papel privilegiado de la cultura en la moderna expe-
riencia imperial» (1994: 5). Para mejorar esa situación, Said aboga por la técni-
ca pomo de colmar los silencios del debate mediante lo que él denomina lectu-
ra contrapuntal. No es nada sorprendente que, armado con ella, Said crea que
puede penetrar mejor los debates de los estudiosos occidentales modernos sobre
el mundo no occidental (1994). Sus silencios revelan un imperialismo de la
mente que toma como punto de partida la idea de la superioridad occidental que
él había denunciado en su Orientalismo (1979).
Las ideas, las culturas y las historias no pueden ser seriamente entendidas o estudiadas
sin su forma o, más precisamente, sin sus configuraciones de poder […] La relación
entre Occidente y Oriente es una relación de poder, de dominación, de los grados varia-
bles de una hegemonía compleja (1979: 5).
Las miradas occidentales solo reflejan lo que quieren ver, es decir, los signos de
su superioridad sobre el resto de las culturas. Eso, para Said, no es tan solo o
ante todo la interacción de fuerzas económicas, sino un derivado atributo de la
mentalidad occidental.
Para Said, la superioridad de la Nueva sobre la Vieja Izquierda reside en su
capacidad de detectar los grilletes impuestos por esa cultura. Los investigado-
res economicistas, piensa uno, se veían obligados a llevar a cabo trabajosos es-
tudios basados en hechos para probar sus tesis, fueran estos aportados certera-
mente o no. Said y sus numerosos seguidores enfilan un atajo. Les basta con
probar que este o aquel escritor o esta o aquella escuela cultural es occidental u
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ington vuelto del revés. Las identidades no solo permanecen estancadas e igua-
les a sí mismas a lo largo del tiempo; son también inexplicables y están llama-
das a chocar inexorablemente unas con las otras. Ya se acepte el punto de vista
imperialista (Huntington 1996; 2004), ya el de los coloniales, según Said, el re-
sultado es bien parecido. Ambos comparten un completo desprecio por la comu-
nicación intercultural y una autoafirmación chulesca. Ambos están igualmente
seguros de poder distinguir sin la menor duda el trigo de la paja.
Los estudios poscoloniales (pocos) han empujado las tesis de Said un paso
más allá. Como lo dice uno de sus más conocidos defensores,
poscolonialismo se usa hoy de formas amplias y diversas que incluyen el estudio y aná-
lisis de la conquista territorial europea, las instituciones varias del colonialismo eu-
ropeo, las operaciones discursivas del imperio, los matices de la construcción del suje-
to en el discurso colonial y la resistencia de esos sujetos; además de, lo que es aún más
importante, las respuestas diferenciales a esas incursiones y su legado colonial contem-
poráneo tanto en las naciones y comunidades pre como posindependientes (Ashcroft,
Griffiths y Tiffin, 1988: 197).
Así pues, a diferencia de la escuela de la dependencia, los pocos creen que los
conflictos entre sociedades y naciones tienen raíces mayormente culturales. De
ahí que, a diferencia de los marxistas, piensen que los aspectos económicos
cuentan escasamente en la aparición de los conflictos y que no necesitan ser ob-
jeto primordial para la investigación y para la acción. De ahí que tiendan a igno-
rar los procesos que se desarrollan en la realidad del mundo poscolonial. Para
ellos, la China actual o la del XIX están igualmente presas en la hegemonía occi-
dental. Ya fuera impuesta por los tratados desiguales y la intervención imperia-
lista o por el consumismo de que sus habitantes hacen gala hoy, ambas situacio-
nes reflejan un mismo trasfondo de dominación. ¿Por qué no se molestan los
pocos en averiguar qué es lo que quieren los chinos y por qué? Curiosamente,
en el imaginario poco no hay sitio para ellos, que parecen tan incapaces de en-
tender su actual dominación como sus antepasados lo eran de la incapacidad de
gobernarse a sí mismos que les atribuían los pensadores occidentales. El impe-
rialismo cultural es tan poderoso que acaba por expresarse hasta en la propia
visión poco, pues el poscolonialismo, como se ve, es la versión imperialista
atada por el rabo.
La estructura permanente que subyace en todos los juegos de poder impe-
rialistas resulta muy similar a la descrita por Lacan en sus escritos psicoanalíti-
cos (1966). La construcción de la identidad, según Lacan, requiere desde sus
inicios la presencia del otro (en minúsculas). Ese otro es todo aquello que no es
el yo, todo lo que se encuentra más allá del propio cuerpo, incluyendo su ima-
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comunes. Así, la mente posmoderna se pasea cada vez más con los ojos bien
cerrados por un jardín de senderos que se bifurcan y acaba por dar en un manie-
rismo impotente que banaliza la matriz pomo en unos cuantos eslóganes repeti-
dos sin ton ni son.
Al cabo, la matriz pomo se ha endosado una formidable armadura de ilusio-
nes autofabricadas. Empezó con una definición de la realidad que hace desapa-
recer a la historia y a los intereses del paisaje en beneficio de una gramática de
la Mente que se torna incapaz de explicar el cambio. A partir de ahí construye
—o deconstruye— una metodología para seleccionar a su antojo sus hipótesis.
Dejando a un lado la reflexión sobre cómo ese punto de partida se torna rápida-
mente en un argumento circular, lo adopta sin mayor miramiento y se sirve de él
para definir la realidad mejor —así lo suponen sus seguidores— que el método
científico. La realidad se convierte así en un universo de luchas culturales pobla-
do por buenas y malas narrativas definidas según el gusto. De esta forma, lo que
gana en autopersuasión lo pierde en comprensión del mundo externo. A la pos-
tre, la matriz pomo paga un alto precio por su falta de autocontrol. Los hechos
de los que con tanta facilidad como inconsciencia se ha desembarazado retornan
como una realidad descompuesta que no puede explicar ni controlar. Veámoslo
a continuación en sus derivaciones en la investigación turística.
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4. Un investigador accidental
del turismo
Una precisa característica de los destinos turísticos, por ejemplo, parajes naturales fa-
mosos, ciudades, culturas, patrimonio, tradición, diferencias étnicas y raciales es que to-
das ellas no son susceptibles de intercambio. Los turistas las visitan, pero no pueden
comprarlas, ni llevárselas a casa, ni revenderlas (2002: 147).
De esta forma, MacCannell muestra lo que se propone investigar —el ocio y las
mercancías culturales o, mejor, el papel social de las mercancías modernas—
con una estrategia doble.
A MacCannell no le arredra hacer algunos pronunciamientos altisonantes
cuando le vienen bien, pero esas dos cosas parecen claramente exageradas. ¿Es
cierto que el trabajo haya tocado a su fin con la llegada de la modernidad? ¿Se
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acaba un libro, firma un contrato con su editor y el libro será vendido como
cualquier otra mercancía. En 1990, Minuro Isutani, un inversor japonés, com-
pró la Pebble Beach Company, propietaria de campos de golf en el condado de
Monterrey, en California. Los campos eran y todavía son (bajo nuevos dueños)
una atracción famosa para turistas adinerados. Incluso la franquicia Disney pue-
de algún día cambiar de manos.
Es cierto que los turistas no tratan habitualmente de vender o comprar
atracciones turísticas. Como MacCannell lo hace notar a menudo, se contentan
con «experimentar» (sea eso lo que fuere) la atracción. Quieren ver Angkor
Wat, o la nueva Tate Gallery en Londres, o escuchar a Bruce Springsteen en
concierto, o —si pertenecen a la crema— pueden incluso comprarse entradas
para ver Rigoletto en el Metropolitan de Nueva York. Muchos disfrutan de una
mercancía cultural como Some Like it Hot [Con faldas y a lo loco] viéndola
hasta tres veces en un fin de semana, pero eso no significa que la cinta (o, mejor,
el derecho a reproducirla y visionarla) carezca de propietario. The Mirish Com-
pany, que la produjo inicialmente, y sus sucesores legales tienen esos derechos.
La persona que compró el DVD con la película posee esa pieza de montaje y
puede verla sola o en compañía bajo las condiciones del contrato de compra-
venta que firmó al comprarla. Hasta un concierto en vivo que no ha sido graba-
do tiene o tenía dueños —los músicos para sus canciones y su valor, y sus orga-
nizadores para una parte de los beneficios—.
Sin duda, una mayoría de personas no se cuenta bajo esas categorías. Lo
que esperan de una atracción y por lo que habitualmente pagan son tan solo
algunos beneficios de un contrato de servicios (como quiera que estos sean defi-
nidos) por adhesión, y poco más, de la misma forma en que esperan que sus
habitaciones sean hechas por los camareros del hotel en que se hospedan. Así
con la mayoría de los destinos o atracciones turísticos. MacCannell recuerda
que millones de personas visitaron Roma en 1975. «Millones de dólares cam-
biaron de manos en hoteles, restaurantes, tiendas de recuerdos, visitas guiadas,
etc. Roma era la atracción, pero ¿acaso Roma cobraba por el derecho de admi-
sión? No» (1999a: 195). ¿De verdad? Si por Roma entendemos un área geográ-
fica en la que han sucedido determinados acontecimientos históricos, eso es
verdad porque Roma aquí no es nada. Solo un flatus vocis, las vibraciones de
aire que pasan a través de las cuerdas vocales al decir el nombre. Pero si Roma
es el área en que viven miles de romanos, la cosa varía. ¿Acaso no cargó a los
turistas impuestos de ocupación hotelera y otros la municipalidad romana?
¿Acaso no les cobró por aparcar sus coches o por visitar las muchas atracciones
que «Roma» posee? Otrosí puede decirse de los bienes y servicios que, como
reconoce MacCannell, supusieron millones de dólares en tráfico turístico.
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Incluso cuando, como sucede en algunos países europeos, los turistas pue-
den acceder libremente a playas, edificios públicos y museos, no por ello se ven
libres de soportar costes de transacción para «consumir» la experiencia. Los tu-
ristas tienen que pagar por su transporte, aparcamiento, los eventuales servicios
de un guía y demás. No hay invitaciones gratis a La última cena. A diferencia
de lo que sucedía con las estadísticas, MacCannell no se enorgullece de sus co-
nocimientos jurídicos, pero le hubiera sido fácil consultar a algún experto para
entender los detalles de la ley. ¿Por qué no se tomó el trabajo? No es asunto
baladí, pues en realidad este malentendido forma parte del meollo de su inves-
tigación. Si damos por sentado que el ocio sin contrapartidas se ha convertido
en el rasgo principal de la vida social bajo la modernidad, o que las atracciones
no tienen dueño, o que no se paga un precio por disfrutarlas, a MacCannell le
resulta mucho más fácil probar el resto de su argumento.
Otros muchos detalles de su análisis provocan igualmente la sorpresa por
injustificados. Según nos dice, MacCannell llegó a sus conclusiones por medio
de una mezcla de métodos etnográficos. Hizo observación distante o participa-
toria de conductas turísticas; coleccionó y seleccionó noticias y comentarios so-
bre atracciones turísticas, recogiendo las de diversos medios impresos; recons-
truyó un par de guías de París de comienzos del siglo XX (la Anglo-American
Practical Guide to Exhibition Paris: 1900 [Guía práctica anglo-americana a la
exposición de París 1900] y la entonces famosa Paris and Environs with Routes
from London to Paris: Handbook for Travelers [París y sus alrededores con
rutas de Londres a París. Un manual para viajeros], de la serie de guías Bae-
deker). Ninguna de esas técnicas es fácilmente reproducible de forma indepen-
diente. Su explicación: «Cada formato especial de información presupone un
conjunto de métodos y tiene su propia medida de confianza, validez y totalidad»
(MacCannell, 1999a: 135), lo que significa que MacCannell considera que tenía
licencia para decir lo que se le ocurriera. Por ejemplo, que las visitas turísticas
«se hacen habitualmente en pequeños grupos íntimos»; que el consenso sobre
la estructura del mundo moderno creada por el turismo y el ocio masivo es el
consenso más firme y amplio conocido en la historia (1999a: 136-139); que los
turistas a menudo se situaban en lugares de crímenes o milagros históricos no
reconocidos, aunque, bueno, tal vez no todos lo hacen porque eso es solo «una
especie de ideal para ciertos turistas de la clase media-alta» (1999a: 194); que
«los aztecas construyeron el imperio más poderoso no indo-greco-europeo»
(1992a: 54). Al parecer, MacCannell no ha oído nunca hablar de la Sublime
Puerta o del Imperio del Centro. Similares exageraciones pueden encontrarse en
buena parte de su obra. Pocas barreras se interponen entre MacCannell y un ar-
gumento que considera crítico para sus intereses específicos en algún momen-
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to. Pero incluso estos detalles palidecen cuando se llega al siguiente peldaño
metodológico —un adecuado tratamiento semiótico que supere estos pequeños
resbalones del procesador de textos—.
¿Qué significa la semiótica para MacCannell? Ante todo, una herramienta
que dibuja un mapa para escapar de los caminos desacreditados de las ciencias
sociales —antropología, sociología y, sobre todo, economía—. Este estribillo
que uno encuentra por doquier en su obra le saltó a la vista leyendo las Reglas
del método sociológico de Durkheim:
Al leer «explicar un hecho social por medio de otro hecho social», experimenté el hun-
dimiento de una anticuada forma de ver el mundo y percibí un nuevo cauce para el pen-
samiento y las ideas. Tras esta formulación, pensé, tan solo sería necesario un corto
período de tiempo para poder limpiar los últimos vestigios de la mistificación psicoló-
gica y las excrecencias políticas asociadas con ella en el individualismo burgués
(1990b: 73).
No es, pues, necesario que las ciencias sociales graviten en torno a una visión
deforme de la realidad. Cuando así sucede —y sucede a menudo— se debe a
sus limitaciones metodológicas y, a la postre, a sus lazos de clase. Están sobre-
determinadas por una perspectiva «burguesa» que hace aparecer a las socieda-
des tan solo como una colección de individuos y que especula que son ellos
quienes deben tener precedencia a la hora de entender la interacción social.
En consecuencia, MacCannell carga contra las malas hierbas que han colo-
nizado a las ciencias sociales. Carga contra la planificación urbana:
En breve, cualquier conexión causal que pueda haber entre X e Y carece de relevancia
para la estadística. Así, estadísticamente, tenemos vecinos que son como nosotros en
determinados aspectos socioeconómicos —color de la piel, nivel de renta, estadio vital,
tamaño de sus familias y demás— sin que reparemos en ellos para algo más que un
intercambio cortés de formalidades. Mientras nada altere el equilibrio de la vida en los
vecindarios posmodernos, quienes residen en ellos pueden pretender que las relaciones
estadísticas significativas que se tejen entre ellos son igualmente significativas en el
plano social (1999b: 121; 1992b).
(1990b). Pero, sobre todo, carga contra la economía. Cuando la guerra de Viet-
nam tocó a su fin,
yo también sabía que el Gobierno de Estados Unidos acabaría por vengarse de las uni-
versidades e iniciaría una represión académica que iba a durar por lo menos diez años
o hasta que la coalición formada por intelectuales, científicos sociales occidentales,
pueblos del tercer mundo y grupos domésticos marginales se rompiese […] Yo era in-
cluso capaz de imaginar de antemano la forma precisa que adoptaría esa represión, a
saber, como una redefinición del desarrollo en términos exclusivos de estudios de nego-
cios, de economía y otras materias técnicas, para arrumbar cualquier consideración cul-
tural o socialmente concienciadora seria y ver a estas como obstáculos a derribar
(1990b: 183-184).
Si seguimos a Goffman hasta la cesura entre expresión y formas sociales, entre causa y
efecto, en un espacio que requiere dejar atrás nuestros egos y descubrir al otro sin la
cadena del determinismo, la sociología se convierte en una rama de la semiótica (1990a:
34, 1992b).
Pero la liberación final de su vista tuvo que esperar hasta el fascinante descu-
brimiento de la obra de Barthes. La semiótica finalmente se revelaba como la
verdadera raíz del nuevo árbol de la ciencia.
La de MacCannell era una forma peculiar de semiótica que nos resulta ya
conocida: esa ciencia general de la comunicación propuesta por Lévi-Strauss
como el gran descubrimiento que iba a transformar las ciencias sociales. El giro
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que le aporta MacCannell iba a venir por la vía de Barthes. La semiótica tiene
que romper con su jaula teórica para colmar el abismo que de consuno ha ale-
jado a sus seguidores de la práctica. De esta forma, MacCannell pertenece y no
pertenece al molde convencional del estructuralismo francés. Solo aceptará la
semiótica si esta añade la revolución a su programa de investigación. Una vez
que contamos con la clave que permite descifrar toda clase de mitologías, ha
llegado la hora de ahorcar al último sociólogo con las tripas del último burócra-
ta o de quien quiera que sea que impide a la sociedad moderna salir de su esta-
do de postración presente. Con sus palabras,
la forma en que los hablantes de chino organizan sus frases difiere considera-
blemente de la de los franceses. Los signos, pese a ello, son herramientas de
comunicación necesaria gracias a la gramática que los aúna y les hace cobrar
sentido entre sus usuarios. La gramática de todas las gramáticas nos permite
manejar cualquier combinación de signos mientras que, al tiempo, permanece
alejada de los objetos combinados por ella. Se trata de una estructura mental en
la que la historia y la contingencia no se atreverían a pisar. Así se expresa la pri-
mera parte de la teoría de MacCannell, aunque uno tiene la impresión de que su
corazón está en otro sitio, al menos parcialmente.
¿Qué decir de la comunicación prelingüística? ¿Se basa en signos igual-
mente arbitrarios? MacCannell explora el asunto con un estudio de las expre-
siones faciales en la imaginería pornográfica. Antes de aprender a escribir, antes
incluso de dominar sus lenguajes, nuestros antepasados obviamente mantenían
relaciones sexuales. Una vez que se inventó el lenguaje, ellos tuvieron que to-
mar una decisión fundamental: hablar o no al tiempo que hacían el amor. La res-
puesta, como sabemos, fue un enfático no. Desde entonces, la comunicación
verbal entre compañeros sexuales es ya técnicamente carente de sentido, ya
totalmente dependiente de un texto que se nos escapa (MacCannell, 1989b).
Esto parece conectar con la idea de Freud de que nuestros antepasados forma-
ban pequeñas bandas de íntimos que compartían tanto lazos genéticos como
intercambio sexual, sin prestar demasiada atención al tabú del incesto. El inter-
cambio de individuos entre esos grupos debe haber empezado con el vagabun-
deo, el robo de niños y la violación, o como el peregrinar solitario de persona-
lidades mal contentas que trataban de hacerse aceptar en un grupo distinto.
Ninguna de esas formas favorecía el intercambio de palabras. El lenguaje debe
haber comenzado en un estadio posterior, cuando la exogamia se convirtió en
la norma de las alianzas maritales y del comercio, actividades que requieren
complejas negociaciones y, por ende, la presencia de comunicación articulada.
El tabú del incesto se convirtió así en obligatorio para regular los intercambios
sexuales intergrupales.
El sexo en el marco de los primeros matrimonios era similar al sexo con un extraño. El
sexo exogámico es un sacrificio que la gente ofrece a la comunidad del lenguaje y, al
parecer, la humanidad no se ha ajustado nunca a que las relaciones sexuales sean en-
marcadas por el lenguaje (1989b: 158).
«La diferencia elemental entre el plano pornográfico y la vida social de cada día estri-
ba en que la pornografía representa conductas que se hallan específicamente reprimidas
en la conducta pública habitual» (1989b: 158).
La pornografía ofrece así una clave para entender la libertad explosiva del
sexo en las sociedades primitivas y las restricciones que se han impuesto en la
vida de familia desde el Neolítico. Refleja así el trauma sexual que acompañó
a la invención del lenguaje y que expulsó allende los límites de lo aceptable
todas las actividades sexuales que no confirmaban las nuevas normas matri-
moniales.
La conclusión no se hace esperar. La vida social que conocemos «está por
completo organizada en torno a una falsificación impuesta de no-envolvimien-
to» (MacCannell, 1989b: 171). El lenguaje escindió las previas formas auténti-
cas y directas de expresión sexual de nuestras formas «tolerantes» que imponen
múltiples represiones, de los poderes intersubjetivos del habla y de la solidari-
dad basada en la sexualidad, ahora considerada como pornografía.
Todo ello es una respuesta técnicamente reaccionaria a la invención del lenguaje, una
reacción de proporciones masivas que ha conformado todas y cada una de las institu-
ciones sociales y del inconsciente por más de treinta mil años (1989b: 173).
Más o menos, el tiempo desde que la humanidad perdiera su anclaje, que, por
cierto, parece haber aparecido mucho antes de la modernidad, para sufrir todo
lo que pasó tras la desaparición de los cazadores y los recolectores primitivos.
MacCannell aúna así una ambiciosa estrategia de investigación, pero lo
hace a un alto coste. Como veremos, no puede escapar de, por un lado, la cons-
tricción de una ortodoxia estructuralista antihumanista que, al mantener la con-
tingencia a priori de los signos, desposee de sentido a la historia del significa-
do y, por otro, de su determinación de luchar contra la presunta inhumanidad de
la modernidad hasta agotarla. Esta contradicción inunda su visión del desarro-
llo económico y del consumo y, finalmente, le lleva hasta los límites extremos
de la distopia.
Estudiar el turismo, para él, es una forma privilegiada de habérselas con la vida
moderna en general. A su entender, las atracciones llevan al desarrollo turístico
por el ronzal. Una atracción, dice, es la relación entre un sitio y un espectador,
entre una mirada y quien mira, habitualmente un turista. Sitios y turistas conec-
tan entre sí por medio de marcadores o signos que tienen diversas funciones. Si
esto fuera todo, la posición de MacCannell no sería especialmente relevante y
muchos podrían estar de acuerdo con él. Sin embargo, en su obra hay mucho
más y no todo ello permite una digestión igualmente sencilla. Mirar requiere de
una perspectiva y toda perspectiva implica posición. Hallar la propia posición
ha sido —todavía lo es— una tarea complicada para los humanos, así como para
muchos otros miembros del reino animal. Una buena posición es a menudo cru-
cial para la supervivencia y las actividades complejas que la hacen posible. En
el pasado, saber hallar los cazaderos apropiados, cobijo seguro, rutas comercia-
les o militares dio a algunos grupos ventajas comparativas para con otros.
Así sucede aún hoy. Desde un puerto cercano, cuando una tromba aparece
en el horizonte, pasando por el bombardeo inteligente y llegando a los sitios para
construir hoteles (situación, situación, situación que decía el original Mr. Hil-
ton), necesitamos conocer las posiciones mejores. Inicialmente, nuestros ante-
pasados lo hacían de forma poco rigurosa, pero con el tiempo se han desarrolla-
do mejores técnicas. Los polinesios y los vikingos sabían cómo determinar la
latitud, es decir, la posición relativa respecto de un punto fijo, finalmente encon-
trado en el ecuador. Las observaciones del capitán Cook en sus viajes hicieron
posible medir la longitud (la diferencia espacial de un punto en un eje este-oeste
respecto de otro fijo) de forma mucho más correcta que hasta entonces
(Richardson, 2005). En 1884, una conferencia internacional sobre meridianos
acordó hacer de Greenwich, en Inglaterra, ese punto fijo universal y que el día
comenzase llegada la medianoche sobre el meridiano de Greenwich. Desde en-
tonces, cada lugar del planeta ha tenido un marcador determinado en grados,
minutos y segundos de arco respecto de su latitud y su longitud.
Orientarse puede parecer algo simple, pero no lo es necesariamente. Los
marcadores no son siempre fáciles de entender, especialmente cuando se visita
un lugar por primera vez. Pese a su utilidad, si uno es un turista chino que está
solo en Roma y no es demasiado conocedor del alfabeto latino, puede haber en
la ciudad muchos marcadores para el Panteón, pero él aún tendría difícil llegar
a él. No hace muchos años, solo las estaciones de metro del centro de Tokio es-
taban marcadas con caracteres occidentales, de suerte que navegar por el siste-
ma para quienes no conocían la escritura japonesa era una pesadilla. Hoy, con
los sistemas de posicionamiento global, o GPS por sus siglas inglesas, se ha
hecho mucho más fácil encontrar con precisión cualquier lugar de la tierra usan-
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cisco diferirá de un turista al siguiente, del mismo modo que difiere para los
locales. San Francisco se convierte así en un símbolo taquigráfico para la rela-
ción entre mi experiencia individual y la totalidad que trato de abarcar con
una mirada necesariamente limitada. Hay tantos San Franciscos como perso-
nas que hayan estado o planeen estar en el lugar. Por eso, los marcadores no
solo ayudan a los turistas a localizar sus atracciones, sino que también simbo-
lizan toda mi experiencia del lugar. De esta forma, San Francisco deviene un
símbolo del conocimiento que obtengo cuando paso algún tiempo allí o para
lo que anticipo cuando aún no lo he visitado. El marcador de la ciudad se con-
vierte en una sinécdoque que me permite organizar y expresar mis pasadas o
futuras estancias en el lugar y compararlas con las de otros, transeúntes o resi-
dentes, vivos o fallecidos.
A partir de ahí, MacCannell pierde crecientemente su relación con los mar-
cadores como señuelos espaciales para destacar su iteración simbólica con el
lugar. Según él, esta relación se presenta bajo muchas formas. Por ejemplo,
cuando alguien convierte a los pósteres de una atracción en parte de su vida per-
sonal, al utilizarlos como decoración interior, se está produciendo una identifi-
cación simbólica positiva con el lugar, incluso aunque su usuario no lo haya
visitado. A veces, los marcadores pueden ser utilizados para desacreditar a la
atracción (por ejemplo, cuando se dice que la Torre Eiffel no es más que un
montón de chatarra o que el Gran Canal de Venecia es un estanque apestoso) y
la identificación se torna negativa. Hay también momentos en los que quienes
participan en un acontecimiento se tornan en marcadores y atracciones ellos
mismos. Los espectadores en el Sambódromo de Río forman parte de la atrac-
ción tanto como las escuelas de samba. Cuando esto sucede, el lugar y el mar-
cador alcanzan el punto más alto de identificación simbólica.
A partir de ahí, MacCannell da rienda suelta a su imaginación. Hasta cier-
to punto, dice, el marcador no solo confirma la atracción, sino que la crea. Una
pequeña piedra no suele atraer la atención de quienes la encuentran en su cami-
no, pero si se exhibe en un museo con una etiqueta que la marca y la separa
como parte de la colección traída de la luna por la tripulación del Apolo 11, el
marcador la hace diferente de otras piedras comunes. En este caso, el marcador
se hace tan importante como el propio objeto. El turista ve algo tan poco inte-
resante como cualquier otro guijarro, pero se le advierte de que este en concre-
to viene directamente de la luna y que merece ser apreciado como tal. «Incluso
cuando hay algo que ver, un turista puede elegir excitarse con el marcador en
lugar de con la atracción» (1999a: 115). Y, con eso, MacCannell salta rápida-
mente a la conclusión de que los marcadores crean la atracción o el signo la mi-
rada. De esta forma, se libra de toda referencia concreta a la geografía o a su
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historia. Los marcadores, pues, son más que pistas; son símbolos. Un marcador
de San Francisco, a menudo expresado en la taquigrafía de un solo objeto (una
miniatura o un póster de la Golden Gate, por ejemplo), vale por el todo que solo
puedo evocar, sin apoderarme de él. Para MacCannell, esta faceta simbólica de
los marcadores conforma el verdadero acto del mirar turístico.
El análisis semiótico de MacCannell no tiene gran originalidad. Como sig-
nos, sigue él diciendo, los marcadores turísticos tienen su propia gramática o,
mejor, su gramática coincide con la gramática universal de la semiótica estruc-
turalista. Con eso, MacCannell repite lo ya dicho por Saussure, Jakobson,
Peirce, Lévi-Strauss, Foucault y presta especial atención al análisis barthesiano
de los mitos (1957). Para Barthes, un mito es un sistema de comunicación, ya
esté formado por una frase, un escrito, un icono, una danza folclórica, un cua-
dro; en realidad, cualquier creación humana. Los mitos tienen la misma estruc-
tura que el lenguaje, es decir, están hechos de significantes y significados. En
el lenguaje, los significantes son estructuras materiales (sonidos, escritura, ico-
nos y demás) a través de las cuales un sentido o significado se transmite del co-
municador a su audiencia. Significantes y significados están unidos por una
relación arbitraria que, una vez creada y estabilizada, se convierte en su signo
estable. Que un elemento flotante sea llamado ship, bateau, buque o con tàu no
tiene relación con su función o su naturaleza, con el objeto que esas palabras
nombran, pero un oyente familiarizado con la peculiar estructura de sentido del
lenguaje en cuestión puede descifrar fácilmente el mensaje que portan.
Pero en los mitos hay algo más. Ellos toman sus significantes del mundo del
lenguaje pero lo reelaboran en un nuevo material comunicacional que crea otro
símbolo. Según Barthes, al hacerlo así, los mitos interpretan hechos y aconteci-
mientos para sus audiencias utilizando una técnica ideológica. El mito desposee
a las narrativas de sus aristas políticas convirtiendo, según la fórmula barthesia-
na, a la historia en naturaleza, al presente en eternidad. En un mundo definido
por el capitalismo y la hegemonía política de la burguesía, los mitos ayudan a
ocultar que la libertad porta cadenas; que la desigualdad cerca a la igualdad; y
que la fraternidad bien entendida significa autointerés. Mitos como la mano invi-
sible, o la sabiduría de los mercados, o la libertad de elección de los consumido-
res desempeñan a la perfección el papel de explicar el orden presente de las cosas
como un resultado de una naturaleza humana que desconoce el cambio y cierran
la puerta a cualquier agencia activa para reemplazarlos con un nexo más confia-
ble. La sociedad burguesa (sea esto lo que fuere, porque Barthes no deja claro su
significado) necesita ocultar su esencia, pues de otra forma esta podría ser fácil-
mente resistida por aquellos a quienes les da las peores cartas. Símbolos y mitos
nos empujan a aceptar como invariante todo aquello que no puede ser justifica-
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lingüistas pueden así mantener hipótesis contradictorias y la idea de que las que
uno prefiere pueden estar bien asentadas. Olvidando las diferencias entre los
medios finitos de que nos provee el lenguaje (en el sentido de la gramática uni-
versal generativa de Chomsky, 1975) y la expresión de estados mentales y de
asertos sobre el mundo exterior que son potencialmente infinitos en número
(Chomsky, 2002), algunos lingüistas —y muchos deconstruccionistas en su es-
tela— pueden pretender hallar infinitos niveles de sentido en cada signo lin-
güístico y, en cierta medida, en cualquier otro símbolo. En el caso del turismo,
sin embargo, encontrar las pruebas es bastante más complicado. Sabemos más
o menos cómo se generan las atracciones y ese proceso no empieza con una gra-
mática de marcadores y símbolos, antes al contrario.
Ciertamente, el turista necesita marcadores, sean mapas, guías, folletos, o
la ayuda de los llamados antiguamente cicerones. Todos ellos pueden simboli-
zar lo que nos parezca (la estatua neoyorquina de la Libertad puede significar
el país de la libertad o su contrario, hay gustos para todo; Wimbledon puede ser
visto o no como la más alta expresión del tenis), pero todos ellos son, ante todo,
marcadores para atracciones concretas y fines específicos. Los ciudadanos del
barrio de Golders Green, en Londres, pueden desplazarse fácilmente por una
vecindad que conocen, pero a menudo se pierden si tratan de encontrar el All
England Lawn Tennis and Croquet Club, en Wimbledon. Si tienen entradas para
ver un partido de tenis allí, lo que verdaderamente necesitan son marcadores es-
paciales, no reflexionar sobre si Wimbledon es un símbolo de ese juego. Si no
encuentran su camino hacia el Club habrán perdido su platita y su tiempo. Ne-
cesitan un referente posicional, no una discusión de los niveles de simbolismo
que Wimbledon como taquigrafía del tenis puede abrir.
MacCannell puede estar dispuesto a perder contacto con estos elementos
materiales para poder dar brillo a su caso, pero los marcadores nos persiguen con
terquedad. Su uso principal no es el simbólico («Estas son las torres Petronas.
Bienvenido a Malasia»), sino dirigir al turista a los lugares que se propone ver o
disfrutar («Esta de aquí —y no aquella— es la torre Jin Mao de Shanghai. Estás
en el sitio correcto, querida»). Los marcadores, especialmente cuando se trata de
monumentos o paisajes canónicos, pueden tener otras funciones, sin duda. Pue-
den confirmar la distinción del turista mostrando que su parte de capital finan-
ciero o cultural ha hecho posible el viaje («Esto es Taipei 101, uno de los edi-
ficios más altos del mundo. No muchos americanos han estado aquí. Bueno, en
esta panorámica yo soy ese pequeño punto de la derecha»). O pueden servir
como símbolos de mundos imaginados u otros objetos de deseo («Este es un pós-
ter de la Gran Muralla. Algún día iré allí»). Pero los marcadores no pueden crear
atracciones de la nada. Detrás de la excusable roca de la luna está el vuelo his-
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tórico del Apolo 11. Eso, y no el marcador, es lo que convierte a esa roca, per-
fectamente igual a otras, en algo diferente y atractivo. Si no hubiera sido porque
Wyatt Earp, sus hermanos y Doc Halliday se pelearon allí a tiros con los
McLaury y los Clanton el 26 de octubre de 1881, el marcador del 326 Allen
Street, en Tombstone, Arizona (el sitio en donde estaba el OK Corral), no atrae-
ría muchos visitantes. Es la más famosa balacera de la historia del Oeste (pun-
tualmente revivida a las dos de la tarde de cada día), y no el marcador, lo que
atrae allí a las multitudes. De no ser por ello, Tombstone sería tan poco intere-
sante como cualquiera otra de las antiguas ciudades mineras de la zona. Los mar-
cadores, pues, se limitan a soportar y anunciar la atracción. Nunca la generarán,
con lo que su suerte es la de ser siempre un segundo violín ontológico.
Su posición subordinada no impide que los marcadores puedan despertar
nuestra imaginación simbólica. Un póster del OK Corral o una visita al lugar
puede desencadenar toda una colección de señales y reflexiones diferentes. Los
vaqueros pueden adoptar muy distintos significados. «Por décadas, los ameri-
canos hemos pintado al hombre a caballo con tantos colores que lo hemos con-
vertido en todo un repertorio de personajes» (Erickson, 1999: 64). Para algunos,
los Earp y Doc Halliday representan el lado oscuro del cumplimiento de la ley,
no especialmente atractivo pero necesario en la doma del salvaje Oeste (An-
derson y Hill, 2004). O, por el contrario, los clanes McLaury y Clanton pueden
ser presentados como empresarios eficientes que tenían escaso respeto por la
letra pequeña de la ley, como tantos otros vaqueros (Wright, 2001). Más allá,
algunos los han presentado como representantes del individualismo propio del
Oeste (Aquila, 1996) o han visto su básica falta de respeto por la ley como un
ejemplo de la violencia desplegada por el hombre blanco contra los indígenas
(Limerick, 1987). En la complaciente plasticidad de la semiótica, todos esos
símbolos y otros muchos disfrutan de una intercambiabilidad de la que carecen
los hechos. Pero el simbolismo no podría fluir si los sitios que denotan los mar-
cadores y las acciones que ocurrieron en ellos no se hubiesen producido. Esos
hechos tienen precedencia sobre sus significados, que, por lo demás, pueden ser
raramente interpretados de una sola forma. Muchos católicos, protestantes, ju-
díos, musulmanes y otros creyentes y no creyentes disfrutan viajando al monas-
terio de El Escorial, erigido por Felipe II de Austria para conmemorar el triun-
fo militar español en San Quintín (1557). Algunos lo verán como un símbolo de
la intolerancia española, mientras que para otros representa una legítima mues-
tra de la defensa de la verdadera fe. Los marcadores para el pueblo de San Lo-
renzo de El Escorial y las opiniones que los turistas se forman acerca de la
atracción no son reductibles los unos a las otras, mucho menos pueden ser pro-
ducidos a voluntad.
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Con esto, Gouldner ponía en cuarentena la más sagrada de todas las creencias
teóricas: que los resultados de la investigación reflejan los objetos estudia-
dos sin interferencias de los valores o preconceptos propios del investigador.
Gouldner cautamente limitaba sus observaciones a algunos teóricos y escuelas
de pensamiento individualizadas (básicamente lo que él llamaba Funcionalismo
Americano), pero MacCannell no muestra la misma sindéresis.
nes subsiguientes y una regla básica del juego. La regla básica excluye los argu-
mentos circulares. Es básica porque sin ella no puede haber discusión racional
alguna.
El enunciado ampliamente aceptable no puede ser otro que el que hemos
venido discutiendo hasta ahora. Sí, cualquier enunciado que consideremos sa-
grado no es más que un constructo social. Es posible que un determinado indivi-
duo pueda explicar en su mente una o muchas cuestiones mejor que los construc-
tos aceptados socialmente; pero su éxito no tendrá gran trascendencia si se lo
queda consigo y se lleva el secreto a la tumba. Sin comunicación y discusión, no
hay constructos sociales que valgan. Como creía Popper, incluso para las cien-
cias duras, la objetividad no es más que intersubjetividad, es decir, las creencias
de una determinada comunidad científica en un punto del tiempo. Para grupos
menos orientados a la verdad eso significa, más o menos, que el mundo cotidia-
no de la política, el gusto y, por supuesto, la moral se alinea con los constructos
(en tiempos menos ilustrados se las denominaba tendencias) de la opinión públi-
ca. En otras palabras, como sería extremadamente ineficaz replantear todas las
necesidades de la vida en cada mañana, confiamos en constructos que han teni-
do éxito en el pasado. De esta forma, la mayoría de nuestras opiniones o cons-
tructos se basan en la confianza de que el mundo de hoy tendrá por lo general los
mismos contornos que el de ayer, y que podemos seguir adelante con nuestras
ocupaciones dando por sentadas sus leyes básicas tal y como las expresan los
constructos que mayoritariamente consideramos exitosos.
Esta condición inicial no probaría su valor sin la concurrencia de dos con-
diciones adicionales. La primera establece que tenemos que aceptar la existen-
cia de diversos y a menudo contradictorios constructos sociales, aproximacio-
nes teóricas o como quiera que se les llame. Incluso en los mejores momentos,
incluso en las ciencias más rigurosas, por no hablar de las débiles o de las mate-
rias de la vida cotidiana, es muy difícil que un conjunto de constructos sociales
o teoría obtenga aceptación general. Incluso las más altas teorías o constructos
hipotéticos que, con Kuhn, podemos llamar paradigmas son esencialmente pro-
visionales —valen en tanto que pruebas en contrario no los tiren por tierra y
acarreen un cambio de paradigma—. La desafortunada realidad de que no exis-
ten constructos sociales que puedan ser tenidos por universalmente válidos es
difícil de aceptar, pues supone que incluso aquellas creencias que consideramos
más necesarias pueden no ser tenidas por tales por la mayoría. No es una sor-
presa que en el fondo de nuestras mentes se cimbree la tentación de sobrepasar
esa desagradable pluralidad escudando a nuestros constructos en argumentos de
autoridad, ya religiosos, ya profanos o con un solipsismo autosatisfecho. Por
muy heroicos que queramos ser en todos esos planos, no podemos aceptar que
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la puesta entre paréntesis de todo lo que nos parezca inconveniente pueda ser
una respuesta satisfactoria. Algunos constructos sociales tienen más aceptación
que otros con independencia de que nos gusten, posiblemente porque permiten
a una mayoría organizar sus vidas de forma más satisfactoria.
La segunda condición no es menos exigente. Para ser satisfactorios, los
constructos sociales deben superar la carga de la prueba. Ganan aceptación
demostrando que pueden explicar mejor un amplio conjunto de hechos de lo
que lo hacen otros. Sin duda, habrá quien trate de hacer valer contra esta regla
la excepción de que los hechos también son constructos sociales. Pero este es
un argumento circular prohibido por la regla básica del juego. Tanto en las cien-
cias duras y en las más anafóricas y débiles como en la sabiduría cotidiana he-
mos aprendido con el tiempo a juzgar el valor de verdad de las diferentes cla-
ses de prueba.
Bajo estas condiciones podemos ahora tornar al asunto más modesto de las
atracciones. MacCannell se equivoca al pensar que cualquier cosa puede con-
vertirse en una atracción, «incluso las florecillas o las hojas del camino cuando
se le muestran a un niño, incluso un limpiabotas o una cantera» (1999a: 192).
Todas esas humildes cosas pueden ser indudablemente de interés para un niño
o para grupos reducidos; es muy dudoso que puedan convertirse en atracciones
de éxito. Cuando Kramer, uno de los personajes de la serie televisiva Seinfeld
(una comedia de los noventa que gozó de gran éxito), trató de convertirse en un
marcador de sí mismo y vender excursiones a los lugares en los que había pasa-
do su vida, pronto iba a encontrar que la atracción no tenía demasiados compra-
dores. Los pocos turistas a los que consiguió interesar acabaron por quejarse de
que el asunto carecía de interés, de la mala calidad de la comida ofrecida, del
pésimo servicio, de la incompetencia del guía, de su ignorancia de la historia de
Kramer, a pesar de que el guía era el mismo Kramer.
La noción de que cualquier cosa puede convertirse en una atracción se ha
tornado letal para muchos destinos que han visto cómo su dinero y sus esfuer-
zos de mercadeo no han valido de nada. Sin duda, casi todos los destinos tienen
atracciones, pero el revés de la moneda es que muchos otros también las tienen.
No se puede asumir ingenuamente que puesto que todos los destinos tienen
atracciones, los turistas los ven a todos ellos como igualmente merecedores de
un viaje. El resplandor de París, Nueva York o Tokio no se improvisa. Incluso
en las edades clásicas eso ya se sabía. En nuestro tiempo ha habido muchos
intentos de determinar las Nuevas Siete Maravillas del mundo (por ejemplo, los
de la New Open World Corp., USA Today, CNN y hasta la Sociedad Americana
de Ingenieros Civiles), pero las Siete Maravillas no nacieron ayer. La existen-
cia de rangos clasificatorios es un hecho de la vida, no solo bajo la modernidad,
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el muy culto y veraz viajero […] conocido como Ibn Battuta […], que viajó por el
ancho mundo y visitó sus ciudades con sumo cuidado y atención y que estudió las dife-
rencias entre naciones y se familiarizó con las costumbres de árabes y extraños, dejó su
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bastón de peregrino en esta noble metrópoli [Granada (JA)]. Una graciosa orden le
impuso que dictara sus recuerdos de las ciudades que había visto en sus viajes, de los
acontecimientos de interés que guardaba en su memoria y de los gobernantes de esos
países, de sus gentes ilustradas y de los santos piadosos con quienes se había encontra-
do (Ibn Battuta, 1929: 41).
Ibn Battuta siguió esa orden del Califa al pie de la letra y así nos dejó recuerdo
de gran número de ciudades, monumentos, costumbres y tradiciones y apuntes
sobre muchos personajes, es decir, estableció una clasificación de atracciones y
una diferencia entre lo notable y lo insignificante tanto para él como para sus
lectores.
Algo similar a las prescripciones de Francis Bacon para quienes iban a par-
ticipar en un Grand Tour.
Lo que se debe ver y observar [en los viajes por el extranjero] son las cortes de los
príncipes, especialmente cuando dan audiencia a los embajadores; los tribunales de jus-
ticia cuando están en sesión; igualmente con los consistorios eclesiásticos; las iglesias
y monasterios con los monumentos que contienen; las murallas y fortificaciones de ciu-
dades y villas; también sus puertos y ensenadas; sus antigüedades, ruinas, bibliotecas y
universidades con sus cursos y actividades académicas allí donde se celebren; flotas y
barcos; casas y villas de boato y placer cerca de las grandes ciudades; armerías, arsena-
les, almacenes, lonjas, bolsas; ejercicios de destreza cabalística, de esgrima, de entrena-
miento militar y cosas semejantes; los teatros y las personas que los frecuentan; los
tesoros de joyas y ornamentos; gabinetes y exhibiciones de cosas raras; y, en conclu-
sión, todo lo que sea memorable en los lugares visitados; de todo lo cual sus tutores y
sirvientes deberían proporcionarles amplia información. Por lo que se refiere a proce-
siones triunfales, bailes de máscaras, fiestas, bodas, funerales, ejecuciones capitales y
otros espectáculos similares, los viajeros no necesitan dedicar especial atención, aunque
tampoco sea necesario olvidarlos (1951: 21-22).
dencia de la Cité Universitaire de París, donde pasé la mayor parte del verano
de 1960, o la calle parisina donde vivía mi novia de entonces, pero es dudoso
que eso pueda interesar a nadie más que a mis familiares o amigos cercanos. Si
es que les interesa.
mueve nuestra vida o admite tan solo un cierto grado de simulación que puede
ser investigado y explicado?
La existencia de un frente y una trastienda crea toda clase de conflictos en
nuestras relaciones con los demás. Tanto para Ego como para Alter es difícil sa-
ber dónde están esos límites; cuánto de la trastienda se deja en realidad ver; qué
clase de imagen queremos proyectar y para quién; o cómo contener el deseo aje-
no de entrar hasta el fondo de nuestra personalidad. El allanamiento se presen-
ta como una constante amenaza para el ego, al tiempo que empuja la insaciable
voluntad de saber del otro. Las regiones traseras incitan a la curiosidad y los se-
cretos que supuestamente celan aumentan la curiosidad de los observadores. De
esta manera, nos separan de los demás. Al otro extremo, cuando por alguna ra-
zón el muro de la trastienda se viene abajo o, al menos, se hace permeable, esa
apertura crea un excitante sentimiento de fusión que empuja a las partes a gra-
dos inexplorados de intimidad. Frente y trasera pueden también fundirse. ¿Po-
dría, pues, su división ser sanada por una completa reconciliación? Como vere-
mos, MacCannell tropieza y balbucea hasta que finalmente decide que podemos
escapar de ese sino.
A primera vista, la reconciliación parece ser posible. Por cierto, no todos
los turistas muestran el mismo interés, pero muchos tratarán de encontrar lo
que creen oculto, tratando de penetrar en la trasera de la vida local tal y como
realmente se vive esta por sus habitantes. Estos son los turistas que atraen a
MacCannell, pues tratan de alcanzar «una experiencia cuasi-auténtica» que les
permita recobrar la excitación primaria del descubrimiento. Pero, más de cerca,
esa reconciliación no es más que una ilusión pasajera.
nuevo con Otoko, su antigua amante. Otoko tenía dieciséis años cuando dio a
luz a su hija, una niña que murió después del parto. En aquellos tiempos, hace
veinticuatro años, Oki tenía treinta, quince más que Otoko, y estaba casado y
era padre de un hijo. La hija de Otoko quizá hubiera sobrevivido si Oki la hu-
biese llevado a un hospital mejor para el parto, pero decidió no hacerlo, aunque
tenía dinero suficiente.
Luego del incidente, Otoko trató de cometer suicidio y Oki se apresuró a
su lado, pero rechazó la sugerencia de la madre de Otoko, que le invitaba a que
se casase con ella. Cuando Otoko estuvo repuesta, Oki volvió con su mujer.
Otoko, actualmente una pintora de creciente éxito, vive en el recinto de un tem-
plo de Kioto compartiendo su apartamento del jardín con Keiko, una joven ar-
tista y, pronto lo sabremos, su amante. Al llegar a Kioto, Oki las invita a escu-
char con él el carillón de Año Nuevo. Cuando se dispone a tomar el tren de vuel-
ta a casa al día siguiente, todavía confía en que Otoko vaya a la estación para
decirle adiós, pero es Keiko quien se presenta en su lugar. De Keiko, aún en-
vuelta su belleza en el mismo kimono de la noche anterior y que Oki tanto había
ensalzado, efluye una pérfida fascinación. Pocos días después, Keiko se dejaría
caer por case de Oki, en Kamakura, llevando dos de sus pinturas como regalo.
Como Oki no estaba en casa, se limitó a dejarlas allí y se marchó a la estación
acompañada de Taichiro, el hijo de Oki. A Taichiro le llevó mucho tiempo vol-
ver a casa. La había acompañado en su visita a la ciudad, dijo.
De vuelta a Kioto, Keiko confía a Otoko que quiere tomar venganza en su
nombre. Tiene un plan: seducirá al padre. O al hijo. O a ambos. Quiere destrozar
esa familia. Es un plan muy enrevesado pues, según dice, no le importa tanto dañar
a Oki como castigar a Otoko por el amor que siente por él. Tras de tanto sufrimien-
to, tras tantas penas de años, Otoko aún parece incapaz de apartarse de él.
Poco después, Keiko visita inesperadamente a Oki y, siguiendo su plan, le
seduce. «Parece tener experiencia en hacer el amor», piensa él cuando ella le
prohíbe tocar su pecho izquierdo. Luego, en medio de su abrazo, oye a Keiko
llamar, como con un lamento: «Otoko, Otoko». Cuando su ardor se desembra-
vece, Keiko le empuja a un lado.
Cuando Keiko le cuenta esta historia, Otoko se estremece como hendida
por un rayo. ¿Acaso habrá Oki despertado en su amante los sentimientos que
ella tuvo un día por él, esos mismos que aún se guarecen en su pecho? Ahora es
Otoko quien siente celos; celos que también se sienten al otro lado de la trama.
Recordando su noche con Keiko, Oki repentinamente se ve asaltado por el
miedo —Taichiro no debe nunca acercarse a ella—.
Demasiado tarde. Taichiro acaba de tomar un vuelo a Kioto. Tiene un tra-
bajo que hacer allí, pero también es cierto que desde que la conoció en Kama-
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el lago. Taichiro está desaparecido, pero Keiko ha sido rescatada y está ahora
en la cama bajo los efectos de un sedante. Con Otoko a su lado, sus ojos se lle-
nan de lágrimas cuando despierta.
Unas pocas y torpes palabras malamente sustituirían el hechizo de la prosa
de Kawabata, pero permiten seguir la discusión de la forma inicial en que
MacCannell entiende la relación entre frente y trasera. Uno podría pensar que
la dificultad en saber quién de entre los personajes principales permite a su tra-
sera alinearse con su frente brota de los sutiles juegos de Kawabata con el lec-
tor, pero la cosa parece tener más enjundia.
Tomemos a Keiko, que parece ser el caso más fácil. Keiko impulsa su pér-
fido plan con seria determinación, pero no lo puede llevar a cabo sin una buena
dosis de engaño, de la que ni siquiera ella misma se libra. ¿Engaña a Oki cuan-
do le hace creer que ha sido él quien la ha seducido, cuando en realidad es su
previsible ego machista el que muerde el cebo hasta las heces? ¿Engaña a Tai-
chiro con una relación no menos turbia? ¿Miente cuando le dice que solo le que-
ría para vengarse del amor perdurable de Otoko por Oki o cuando le confiesa
que ha roto con ella para darse a él «por completo»? ¿Por qué demonios le deja
tocar ese pecho izquierdo que había sustraído a las caricias de su padre? Su
insistencia para dar un paseo en barco de motor por el lago Biwa a sabiendas de
que Taichiro nunca ha pilotado uno, ¿es una astucia o solo un capricho del des-
tino? También engaña a Otoko. «Nunca he querido ocultarte nada. Nunca voy
a guardar secretos contigo», le dijo al comienzo de su historia, pero es la misma
Keiko que le esconde su relación con Taichiro. Puede que hasta se engañe a sí
misma. Cuando la novela se cierra, ¿brillan las lágrimas en sus ojos con la belle-
za de su venganza recién cumplida o con la tristeza de haber perdido a Taichiro?
Nunca lo sabremos.
¿Qué decir de Otoko? El suyo es el papel de la parte afrentada, de la vícti-
ma que no cesa de serlo; pero ¿está ella libre de duplicidad? Mandar a Keiko a
despedir en su nombre a Oki al volver a Kamakura, ¿fue un puro azar o una
maniobra bien calculada; una señal para Oki de que su imperecedero amor por
él no se pararía siquiera ante permitirle que poseyese a su amante? ¿O estaba
con ello marcándole a Keiko la presa a batir? Como Kawabata traduce la vida
al arte tan bien, es muy posible que Otoko o Keiko se vieran en dificultades a
la hora de elucidar sus motivos reales. Los lectores tampoco pueden ir más allá.
Todo lo cual parece reforzar la posición inicial de MacCannell. Autenticidad y
mistificación, con la expresión china, se necesitan como los dientes y los labios.
Pero, en este punto, la hidra apunta una nueva cabeza. Si la autenticidad, esce-
nificada o genuina, no puede alcanzar la esperada transparencia estructural,
entonces se convierte en un oxímoron o, al menos, en un jeroglífico. No hay en
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ella ningún valor de verdad. La autenticidad no sería otra cosa que una intui-
ción, un sentimiento que no es solo difícil de interpretar; sería también un espe-
jismo ontológico. Tan pronto como empieza a realizar su proyecto de apoderar-
se de ella, de repente el hombre-moderno-en-general percibe que la verdad no
es más que una mezcolanza de experiencias dispares o, con una jerga más téc-
nica, que la autenticidad solo puede ser existencial y mutable. De esta forma, la
primera noción de autenticidad se torna en un remedo de la confianza. Solo po-
dremos alcanzarla bien confiando en nuestra propias e intransferibles experien-
cias o en las que nos narran otros con su palabra —un sello de garantía que se
presenta bajo demasiadas formas, a menudo hasta contradictorias, como para
satisfacer la mente inquisitiva de MacCannell—.
Esa puede ser la razón de que, tras haber tocado fondo, uno siente que
MacCannell necesita rebajar la exigencia de la prueba para que su noción de
autenticidad pueda pasarla. ¿No será posible que autenticidad y mistificación se
relacionen de otra manera, de una forma que no sea exclusivamente estructural;
será tal vez la suya una relación que fluye en el tiempo y, así, se refiera tan solo
a condiciones de conducta modernas que son diferentes de las que se daban en
el pasado y de las que pueden darse en el futuro?
Los primitivos que viven su vida totalmente expuestos a sus «otros significativos» no
experimentan ansiedad por la autenticidad de sus vidas […] Su opuesto —un sentido
debilitado de la realidad— aparece con la diferenciación de la sociedad entre frente y
trasera. Una vez establecida esta división ya no puede volverse al estado de naturaleza.
La propia autenticidad se mueve para revestirse de mistificación (1999a: 93).
centro, los turistas lo buscan en eso que MacCannell llama autenticidad. Como
la deja sin definir, eso nos hace pensar que ese concepto se refiere a algo así
como apurar hasta las heces a la atracción experimentada. A la rastra de Goff-
man, MacCannell apunta que autenticidad significa ser admitido en la trastien-
da de las atracciones, aunque a renglón seguido pone en duda que eso sea posi-
ble. La autenticidad suele aparecer siempre trufada de mistificación. Si tal es su
estructura, entonces su búsqueda se revela como una pasión inútil. Llegado a
este punto, sin embargo, MacCannell se permite vislumbrar una esperanza.
Bajo circunstancias especiales (como la vida de los primitivos, sea eso lo que
fuere), la autenticidad fue posible. ¿Podremos conjurar otra vez ese espacio
mágico?
Siguiendo su pensamiento lleno de meandros, he apuntado las muchas ba-
rreras empíricas que MacCannell trata de saltar, aunque sin demasiado éxito. En
algunas ocasiones empuja nuestra credibilidad hasta límites difíciles de aceptar;
en otras, claramente se inventa los hechos. ¿Quiénes son esos primitivos a los que
parece conocer tan estupendamente? ¿Dónde pueden hallarse noticias de ellos?
MacCannell se refiere a los mismos como si fueran cuates con los que se encon-
trase todos los días en un bar, tan familiarizado está con sus expectativas y con
su conducta, tan bien sabe que ellos están permanentemente expuestos unos a
otros. Pero, con expresión de Heidegger, dejemos a un lado estas minucias ónti-
cas para no desviar nuestra atención de los problemas estructurales que plantea.
Lamentablemente, en este aspecto la cuenta tampoco le sale. Pese a su no-
ble pedigrí estructuralista, la idea de que los marcadores crean las atracciones
es una creencia taumatúrgica. Precisamente esa es la causa de que no pueda
explicar por qué las atracciones fundamentales han sido construidas de forma
muy parecida en las culturas más desarrolladas y en todas las épocas históricas;
también lo es de su incapacidad para explicar por qué algunas atracciones tie-
nen éxito y otras no. Su noción de autenticidad adolece del mismo mal. No es
el primero, y seguramente tampoco será el último, que para animar la monoto-
nía de los quehaceres académicos eche mano del fantasma juguetón del Noble
Salvaje de Rousseau, llamado a redimirnos de las bajezas del presente y de
nuestra distancia de la Edad de Oro, ese genuino mito barthesiano en donde los
haya, tan prolífico desde que lo pusiera en circulación Tassoni en La Secchia
Rapita (Bury, 1920).
También hemos señalado cómo MacCannell podría pisar terreno más firme
de haber descartado ambas nociones (los marcadores como generadores de las
atracciones y la autenticidad inmaculada por la mistificación). Nada le obliga-
ba a darles culto. Podía haber confiado en una definición diferente del construc-
tivismo y de la autenticidad, considerándolos como resultados y no como con-
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diciones, pero no lo hizo. Con ello, pues, nos obliga a examinar las conclusio-
nes a las que necesariamente le lleva este doble carril y a entender por qué tiene
que elegir el destino que le imponen. A la postre, MacCannell se conformará
con mantener sus esperanzas contra toda esperanza. Y aquí es donde la idea de
la revolución, provisionalmente aparcada al comienzo de esta evaluación, hace
un impresionante bis a la escena. Volvamos, pues, al principio.
Cuando las metas son tan ambiciosas como las de MacCannell, uno no se
preocupa de establecer compromisos con otras de menor cuantía; uno arremete
contra ellas. Sus escritos sobre turismo y, en general, sobre cualquier otro tema
rebosan con toda clase de batallas de ideas, todas ellas muy razonables en esta
perspectiva. Su primer objetivo en El turista es la idea de pseudoacontecimien-
tos desarrollada por Boorstin. The Image (1961), un libro de Boorstin, comien-
za con una parábola. Tratando de mejorar su negocio, los propietarios de un
hotel contratan a un consultor de relaciones públicas para que venga en su ayu-
da. En el pasado, dice Boorstin, el consultor habría desarrollado ideas tales
como buscar un nuevo chef, mejorar la fontanería, pintar las habitaciones. No
en estos tiempo nuestros. Lo que el consultor propone ahora es la celebración
del trigésimo aniversario del hotel. Se forma un comité de notables locales, se
da amplia publicidad al hecho, y los medios locales radian o escriben sobre el
banquete que celebra el acontecimiento. Esa es la textura de los pseudoeventos:
mucho ruido y pocas nueces. Los pseudoeventos no son espontáneos; se produ-
cen para ser publicitados; medran con la ambigüedad —en realidad, nunca
sabremos si el trigésimo aniversario existe o no—; sus motivos quedan siempre
en la oscuridad; siempre se muestran satisfechos de haber alcanzado sus objeti-
vos. La imagen sustituye a la sustancia. «Las imágenes son perdurables. Las
imágenes anestesian. Un acontecimiento que se conoce a través de las fotogra-
fías se torna más real de lo que hubiera sido de no haber sido fotografiado»
(Sontag, 2001b: 22). La representación oscurece su realidad. Los pseudoeven-
tos carecen de significado. Boorstin enumera y clasifica diversas muestras en
muchos ámbitos de la vida social americana, uno de los cuales, por cierto, es el
del turismo. ¿Cómo han llegado a convertirse en parte tan principal de la mo-
dernidad?
En el período de entreguerras del siglo pasado, uno podía observar el evi-
dente malestar que se reflejaba en algunos círculos intelectuales. Así abría Or-
tega y Gasset su ensayo sobre el asunto:
Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública euro-
pea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío
social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia,
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y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave cri-
sis que a pueblos, naciones y culturas cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de
una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se
conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas (1996: 53).
De repente, las masas habían ocupado un lugar al sol en todas partes. Bueno, no
en todas. Las masas ocupan «los lugares mejores, creación relativamente refi-
nada de la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a
minorías» (1996: 55). Sería un error representárselas como las clases meneste-
rosas o como la clase obrera; eran algo más que eso, eran la gente común o, en
la jerga de mercadeo actual, los consumidores.
El resto del argumento es bien conocido. Las sociedades han estado siem-
pre divididas entre las élites dirigentes y el resto. Pero en esta nueva era, como
en otros tiempos convulsos del pasado, ese resto está tratando de minar el orden
de la naturaleza. Las masas, en fin, no traen nada estimulante en su agenda
—tan solo su rechazo de aquellos mundos antiguos, más confortables—. La po-
lítica, la vida cultural, la economía, funcionarán mejor una vez que las masas
sean amablemente invitadas a aceptar su verdadero lugar y los aristócratas del
intelecto vuelvan por sus fueros.
Las ideas de Ortega, inicialmente expresadas en una serie en el diario El
Sol (1926), iban a reverberar rápidamente en la cámara de ecos de la República
de Weimar. Solemos mirar a este tiempo de la historia alemana como un hiato
placentero y lleno de energía entre el fin de una guerra terrible y la llegada del
no menos horrible orden nazi, pero hay más cosas que no salen en esta imagen.
Weimar, como lo diría Josep Pla (2006) de su pariente lejana, la Segunda Re-
pública española, de 1931-1936, era una república sin republicanos. De hecho,
las élites intelectuales no sentían gran cariño por ella, en especial en la parte de
quienes habían abrigado grandes esperanzas sobre su futuro. Esto era aún más
cierto entre los Vernunftsrepublikaner (republicanos de razón), que habían con-
traído con ella un matrimonio de conveniencia, no de amor, y que sentían tam-
bién temblar el suelo bajo sus pies. Así que tanto a la izquierda como a la dere-
cha había demasiada gente en busca de un divorcio (Gay, 2001). Ya vistiendo la
camisa parda de las SA, ya saludando con el puño cerrado de socialistas y co-
munistas, las masas habían ocupado el proscenio.
A la izquierda, los autores a los que hoy agrupamos con la divisa de la Es-
cuela de Fráncfort querían buscar una explicación del fenómeno en Marx. El
suyo era, empero, un marxismo que trataba de mantener alejado al proletariado.
Uno nunca sabe si esos héroes malolientes de los que hablaba Flaubert en La
educación sentimental se han duchado y puesto muda limpia esa mañana. Si
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algo podría librarnos de un capitalismo acabado, eso tenía que ser una anti-
Ilustración ilustrada o esa dialéctica negativa que Adorno, Horkheimer, Ben-
jamin y Marcuse trataron en vano de defender de forma consistente. A veces se
inclinaban por una tibia comprensión hacia la Unión Soviética; en otras, por la
crítica a la Ilustración. Muchos intelectuales americanos firmaron más tarde por
su izquierdismo elitista y adoptaron las opiniones de los francfortianos. Basta
con pensar en Lionel Trilling (2000, 2008) y en buena parte de los escritores de
la Partisan Review.
En un sentido amplio, esta es la tradición con la que Boorstin se identifica
y a la que MacCannell desprecia. ¿Por qué? La razón principal es su elitismo o
lo que él llama «actitud intelectual», algo así como el individualismo burgués al
cuadrado. Para Boorstin, los pseudoacontecimientos basan su éxito en dar a las
mentes ingenuas la idea de que lo real o lo auténtico se manifiesta en su inme-
diatez. Uno se queda con lo que ve. Por el contrario, los intelectuales entienden
las cosas mejor y, en consecuencia, tienen derecho a dirigir. Como MacCannell
dice con una fórmula inusualmente torpe, para los elitistas, «la experiencia turís-
tica que proviene del espacio turístico se basa en la inautenticidad y es, por ende,
superficial por comparación con el estudio riguroso» (1999a: 102). En suma, los
intelectuales aspiran a conocer las estructuras sociales mejor que nadie, inclu-
yendo a los turistas, es decir, a los-hombres-modernos-en-general. Aquellos
creen en su capacidad para explicar directamente la interacción entre frente y tra-
sera, en tanto que el vulgo es incapaz de penetrar bajo la superficie. Lo que fas-
tidia a Boorstin y a los de su calaña es la superficialidad del turista que revela ser
ignorante, vulgar, chabacano. Frente a él, los intelectuales se pavonean o, en la
expresión de Husserl, avizoran desde su torre las apariencias y saben distinguir-
las de las esencias intuidas por medio de una mirada instruida.
Para MacCannell, la verdad está en otra parte. Los intelectuales aspiran a
conocer la realidad mejor, pero en realidad ellos, como los turistas, caen en el
engaño del frente y la trasera. Piensan que han obtenido un salvoconducto hacia
la verdad por el mero hecho de proclamarse intelectuales, pero no logran supe-
rar las estrecheces de la vida moderna y de la realidad mistificada.
Boorstin solo expresa una antigua actitud antiturística, un pronunciado desdén que bor-
dea el odio hacia los otros turistas, una actitud que enfrenta al hombre con el hombre
como en la ecuación «ellos son turistas; yo no» (1999a: 107).
La mirada del turista según Urry, en la forma exacta en que él la formula, se presenta
como un proyecto para la transformación del sistema global de las atracciones en un
enorme juego de espejos que sirve a las necesidades narcisistas de unos egos fofos […]
En la medida en que esa mirada deviene institucionalizada en los tinglados organizados
para los turistas, lo que se construirá en nombre del turismo no será otra cosa que la con-
gruencia de unos pequeños yos y una representación social vacua, un nuevo cinturón de
hierro de determinismo narcisista (2001a: 206).
cault, su mirada, por muy socialmente construida que resulte, se queda en la su-
perficie. Las superficies pueden parecer diferentes para distintos observadores,
pero así no se consigue penetrar en ellas. La hipótesis de Urry se queda en el
mismo grado de superficialidad que las guías de Lonely Planet.
Es muy dudoso que esa mirada pueda desmontar lo que MacCannell llama
determinismo, es decir, la supuesta imposibilidad de alcanzar la verdadera au-
tenticidad, es decir, de ascender al reino de la libertad. Los turistas de Urry se
mueven, sin lugar a dudas, en un espacio estructurado en términos de jerarquías
sociales celosamente guardadas por sus beneficiarios. Sin embargo, a pesar de
que son prisioneros de estas estrecheces, los turistas de Urry, como los cuerpos
de Foucault, se hacen la ilusión de que pueden decidir libremente. Su libertad,
así, es puramente subjetiva. Se necesita otra mirada, una segunda forma de ver.
Esta segunda mirada sabe que ver no es creer. Que ciertas cosas siguen estando celadas
para ella […] La segunda mirada devuelve al sujeto que mira la responsabilidad ética
de la construcción de su propia existencia. Rechaza abandonar esta construcción en las
corporaciones, el estado, y el aparato de representación turística […] Busca lo inespe-
rado, no lo extraordinario: objetos y acontecimientos que puedan abrir ventanas en la
estructura, la oportunidad de dar un vistazo a lo real (2001a: 136).
A Foucault le resulta indiferente quién inicie el juego de poder, quién lo accione, y por
cuánto tiempo: el Poder se convierte en el Gran Igualador. Al caracterizar como un «lo-
cal» a todos los sujetos de un saber sojuzgado, los disminuye irreflexivamente por ser
minoritarios, no solo en relación a sus opresores específicos, sino en general en relación
a un poder idealizado (MacCannell y MacCannell, 1993a: 231).
En última instancia, tanto Baudrillard como Mickey Mouse insisten de forma general
sobre la posible existencia no de códigos, lo que es efectivamente algo subversivo, sino
de un Código, un marco de referencia único que ya existe para todo (MacCannell y
MacCannell, 1993b: 141).
Ser denunciado como un gemelo de Mickey Mouse es, sin duda, un insulto mu-
cho peor para cualquier deconstruccionista que se respete que serlo por cómpli-
ce del Gobierno represor de Estados Unidos. Eso debe escocer aún más.
Uno puede apreciar aquí el viaje de MacCannell desde aquellos tiempos
remotos en que creía que la semiótica y el interaccionismo simbólico podían
enriquecerse mutuamente por medio de la polinización cruzada. En aquellos
tiempos (finales de los ochenta), MacCannell se las había tenido tiesas con Les-
ley Harman, que prefería mantenerlos tan apartados al uno de la otra como fuera
posible. La razón de que MacCannell se sintiese más optimista respecto al de-
construccionismo (citaba específicamente a Baudrillard), sin embargo, es exac-
tamente la inversa de la que iba a usar para atacarlo posteriormente.
Esa cita no se incluye para dejar a MacCannell por caprichoso; por el contrario,
se usa para mostrar que su evolución intelectual respecto del valor del decons-
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truccionismo gira siempre en torno al mismo pivote —la maldad intrínseca del
capitalismo, especialmente en su último estadio—. Pero antes de cerrar el argu-
mento hemos de seguirle en lo que parece ser la última vuelta provisional de la
tuerca.
El tortuoso viaje intelectual está a punto de concluir. Antes de ello, una vez
más, MacCannell necesita recordarnos la diferencia entre modernidad y otras for-
mas de estructuración social. Y lo hace con su ya conocida habilidad para la exa-
geración. «Algo específicamente único en el mundo moderno es su capacidad
para transformar una y otra vez las relaciones materiales en expresiones sim-
bólicas, al tiempo que continúa diferenciando o multiplicando las estructuracio-
nes» (MacCannell, 1999a: 145). Uno se pregunta si el homo sapiens y tal vez in-
cluso alguno de sus antepasados tuvieron a faltar las destrezas simbólicas que les
permitían distinguir lo crudo de lo cocido, y si nuestros queridos amigos primiti-
vos no multiplicaban las estructuraciones (posiblemente, MacCannell designa
con esta fórmula a la división social del trabajo, aunque eso no quede meridia-
namente claro en la cita). Pero pongamos entre paréntesis estos triviales excesos
del procesador de textos y no nos dejemos ofuscar por su pretendida falta de serie-
dad; si MacCannell los incluye ahí es tan solo para hacer más plausible el argu-
mento que les sigue, y es precisamente a este al que tenemos que atender.
La duda preternatural sobre si la búsqueda de la autenticidad es de alguna
manera plausible puede ahora embalarse hacia un final feliz. Impertérrito ante el
fantasma goffmaniano del frente y la trasera y su profundo desfase, MacCannell
se refugia ahora en el consuelo sospechoso que le ofrece la economía. «La línea
divisoria entre la estructura genuina y la espuria es el terreno de lo comercial»
(MacCannell, 1999a: 155). La industria casera académica que se ha nutrido de
las nociones de lo auténtico y lo genuino ha leído este oráculo como un rechazo
de la comercialización, la mercantilización y el consumismo en general. Aunque
esas nociones suelen dejarse en el limbo, es a los sentidos 3 y 4 que Merriam
Webster ofrece al término comercialización, a saber, «participar en, dirigir, prac-
ticar o hacer uso de bienes por motivos de provecho o beneficio se distinguen de
la que difieren de la participación, práctica, o uso de ellos para fines espirituales
o recreativos o para otra satisfacciones no pecuniarias», o «rebajar la calidad,
hacer más convencionales y faltas de originalidad, o emplear mercancía con pro-
pósitos inferiores con el fin de asegurarse un provecho mayor o más cierto»
(2002), a los que, al parecer, aquí se está refiriendo MacCannell.
Sin embargo, después de lo que sabemos, esta noción aguada no puede ser
la suya. Aunque a veces rebaja la mercancía, en general es un radical furibun-
do. Cuando dice que «en lo más profundo, el contacto final entre el turista y una
verdadera atracción, como la Casa Blanca o el Gran Cañón, puede ser verdade-
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se de una vez por todas del dinero. MacCannell, que es muy versado en socio-
logía francesa, de seguro que leyó lo que Marcel Mauss tenía que decir sobre
las donaciones. Mauss ciertamente no se sentiría muy satisfecho con la idea de
que existe una economía natural en la que el intercambio no necesita gobernar-
se por la simetría entre los bienes y servicios intercambiados y donde estos se
ofrecen sin contrapartida a sus miembros. Según Mauss, cuando los mercados
no existían, los genéricos primitivos de MacCannell los organizaban aparente-
mente por medio de trueque y donaciones. Sus comunidades, habitualmente re-
presentadas por sus caciques, intercambiaban bienes y otros valores económi-
cos, así como cortesías, diversiones, mujeres, niños, bailes y fiestas. Pero, dice
Mauss, esto no es más que superficie del trueque, y concluye:
Con una forma de expresión más moderna: no hay invitaciones gratis. Con
moneda o no, los múltiples intercambios que hacen posible la vida social se
basan en la convicción de que la gente intercambia cosas de igual valor que
se miden en dinero. Algunos bolcheviques pensaban, en plena Guerra Civil
rusa (1917-1922), que los benditos tiempos en que el dinero como medida de
valor iba a desaparecer habían llegado finalmente, pero pronto cayeron en la
cuenta de que tenían que volver al antiguo orden monetario, ahora conocido
como la Nueva Política Económica (NEP), si querían evitar el colapso de la
revolución.
La idea distópica de una sociedad en la que no solo el dinero, sino los inter-
cambios de valor simétricos llegarían a ser innecesarios no es nueva en la filo-
sofía social. Tomás Moro, por ejemplo, describe su posibilidad en la ciudad de
Amaurote, la capital de la isla Utopía.
Quienquiera que lo desee puede entrar en las casas pues no hay nada en ellas que sea
privado o de uno solo de ellos. Y cada diez años se cambia de casa según una lotería.
Sus habitantes se preocupan mucho del buen mantenimiento de sus jardines y huertas
donde cultivan viñas, toda clase de frutas, hierbas y flores, tan placenteras, tan bien pro-
porcionadas y bien cuidadas que nunca he visto nada tan provechoso, ni mejor cuidado
en parte alguna. Su presteza y diligencia no son solo resultado del placer, sino también
de una cierta competitividad templada por la colaboración entre calle y calle en lo que
se refiere a la poda, cuidado y mantenimientos de sus jardines; cada cual contribuye su
parte. Y en verdad no se encontrará fácilmente en la ciudad nada que sea más generoso
o más provechoso para sus ciudadanos o más placentero (More, 2001: 48).
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Que algo así solo puede suceder en una sociedad preterhumana era una
convención de la literatura utópica hasta el siglo XIX, pero eso iba a cambiar con
la ola romántica (Berlin, 1997). En 1808, Fichte pronunciaba en un Berlín ocu-
pado por los franceses sus Discursos a la nación alemana. En su proyecto pre-
vio a la fiebre nacionalista que pronto habría de inflamar a Alemania y a la
Europa del Este (Berlin, 1990), Fichte llamada a los ciudadanos de la futura
Alemania a esquivar cualquier trato comercial con las naciones extranjeras.
Ojalá entendamos de una vez que todas esas trapaceras teorías sobre el comercio inter-
nacional y la producción para un mercado mundial, por más que convengan a los ex-
tranjeros y formen parte del arsenal con el que siempre han cargado contra nosotros, no
tienen aplicación alguna para los alemanes; y que, junto a la unidad de los alemanes en-
tre sí, su autonomía interior y su independencia comercial constituyen la segunda arma
para su salvación, y con ella para la salvación de Europa (Fichte, 1922: 231-232).
Estas ideas no eran mucho más que una nueva versión del mercantilismo die-
ciochesco pero, aliadas con la idea de una identidad nacional, han asolado a
muchos movimientos sociales en el ancho mundo. El comercio, las mercancías
y el dinero forman así una red indefinida, pero no menos traidora, que puede
atrapar a la auténtica esencia de un pueblo, de una nación o, en la versión de
MacCannell, al hombre-moderno-en-general.
Comparados con esta amenaza ontológica, los ataques siguientes de
MacCannell a las grandes corporaciones como armas principales de la mistifi-
cación en las sociedades modernas suenan en falsete. A su entender, el cambio
más importante que había afectado al turismo entre 1976, el año de la primera
edición de El turista, y el epílogo que añadió en 1999 había sido la agresiva
invasión del campo por grupos corporativos dedicados al entretenimiento. En lo
que posteriormente se ha convertido en un cliché, MacCannell avisa de que las
corporaciones comodifican, empaquetan y venden a los destinos de forma que
el lazo entre el turista y la especificidad de los lugares visitados se pierde. Si
esta deriva tiene éxito, podemos legítimamente preguntarnos si «no acabará por
destruir las razones para viajar» (2001b: 380). La cuestión, empero, no parece
tanto deberse a las fechorías de las corporaciones, sino a que, por mucho que lo
intenten, nunca resolverán el enigma de que la economía de las atracciones de-
pende en última instancia de una relación no económica.
Por qué, pues, se siente uno con derecho a preguntar, las corporaciones y
su definición del turismo, en la metáfora maccanelliana de la modernidad, han
tenido tanto éxito que ni siquiera MacCannell lo pone en duda. Poco citada, su
respuesta nos lleva al meollo de la relación entre las mercancías culturales y el
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sujeto que las consume. «Las atracciones que gozan de éxito comercial son
aquellas moldeadas de acuerdo con la estructura del ego, las que establecen una
relación narcisista entre el ego y la atracción» (2002: 147). El universo corpo-
rativo de Disney, por ejemplo, ha desarrollado parques temáticos de éxito y
también comunidades residenciales como Celabration, en Florida, reflejando
las propiedades de nuestros egos.
Son propiedades bien definidas, organizadas, atractivas, limpias, bien hechas, autosatis-
fechas, y divertidas. Son todo lo que un ego maravillado de sí mismo puede pedir y el
lugar perfecto para egos en vacaciones. Solo reflejan al ego aquello que le permite que-
dar satisfecho consigo mismo. Son un campo abierto para el narcisismo ilimitado
(MacCannell, 2002: 149).
Los egos son el mejor campo abonado para que se perpetren todas las fecho-
rías corporativas. El de los egos y las corporaciones es un matrimonio concebi-
do por el cielo.
¿Qué es un ego? Deberíamos saberlo ya a estas alturas: nada más que un
constructo que es a la vez la base pétrea de todo proyecto identitario. Su pro-
puesta de identidad firme refleja los terrores que nos han asaltado desde la
niñez. Ni siquiera el miedo a la oscuridad o a perdernos en el centro de un bos-
que puede compararse con el terror ilimitado a perder nuestra identidad. Esa es
la razón por la que la gente se aferra a ella tan ansiosamente. Pero ese funda-
mento pétreo es bastante movedizo. En el pasado había un muro de fuego que
lo rodeaba y mantenía bajo las normas férreas del superego. Al oponerse a la
inestabilidad y a los excesos del ego, el superego aseguraba el mantenimiento
del orden sociosimbólico. Sin embargo, desde hace ciento cincuenta años, esa
estructura ha cambiado dramáticamente. El superego ha sido absorbido por el
ego; el orden moral se ha disuelto en la voluntad o en las necesidades del ego.
El consumo ha fagocitado a la moral en un mundo en el que las marcas han aho-
gado toda diferencia significativa.
Pero no debemos perder la fe. Aún podemos permitirnos la audacia de es-
perar. La construcción corporativa de nuestros egos se enfrenta con un cierto
número de barreras. Para empezar, nuestros egos tienen que habérselas todavía
con problemas complejos como la sostenibilidad, el futuro, su reproducción y
demás, que no son fácilmente reductibles a guiones prefabricados. Por otra par-
te, la insensata carrera de ratas del consumo ilimitado acaba por romper a menu-
do los presupuestos de los consumidores, creando el deseo de escapar de las
estructuras corporativas. Finalmente, el ego se está pasando de moda. El deseo
de conservar, de vivir simplemente, y otros similares van mermando de forma
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creciente al ego y sus exigencias. En conclusión, el ego es tan solo una de las
posibilidades de organizar a las personalidades individuales (otras son el
inconsciente, la neurosis, la psicosis, las perversiones y la ética del placer). No
es en manera alguna un modelo definitivo.
De nuevo, MacCannell no se resiste a exagerar tan pronto como encuentra
una ocasión. La revolución, finalmente, hace acto de presencia como una exi-
gencia de cambiar nuestras personalidades.
El tipo humano que se presenta como un ideal por las corporaciones del siglo XXI en
Occidente es duro, plano, adquisitivo, acrítico, hedonista, chauvinista, egoísta y mez-
quino. Es muy diferente del ideal asiático de un ejecutivo que también sabe contribuir
a la filosofía clásica, a la poesía o a la pintura (2002: 151).
5. Teologías de la liberación
cífico, por ejemplo la niñez, a otro, por ejemplo la pubertad. En las diferentes
sociedades todos esos ritos tienen diferente importancia y diferentes grados de
elaboración. Gennep también clasifica los ritos según otras líneas binarias que
resultan por completo arbitrarias para la razón moderna (por ejemplo, dinámi-
co/animista, simpático/contagioso o positivo/negativo). El resto de su trabajo
ofrece numerosos ejemplos tomados de la etnografía de su tiempo para ritos de
transición espacial, gravidez y partos, de iniciación, funerarios y demás. No es
este último elenco el que ha atraído la atención de tantos antropólogos a su
obra.
Lo que interesó a Turner y sus seguidores fue la simplificación por Gennep
de múltiples rituales complejos y aparentemente desligados unos de otros.
Gennep hace manejable su diversidad a través de su unificación en categorías
que hacen más sencillo comprender la diversidad de las experiencias. Al prin-
cipio de su clasificación, Gennep mantiene que un catálogo completo de los
ritos de paso incluye teóricamente tres grandes tipos: ritos preliminales (o de
separación), ritos liminales (o de transición) y ritos posliminales (o de incorpo-
ración). Es una observación al paso y no elaborada en el resto de su obra.
Gennep prefiere mantenerse dentro de la trilogía de ritos de separación, transi-
ción e incorporación y solo en el último capítulo del libro menciona, igualmen-
te de pasada, «la existencia de períodos transicionales que a veces adquieren
una autonomía propia» (1961: 191). Es esta propiedad, sin embargo, la que los
hace tan atractivos para la escuela liberacionista.
Empecemos, pues, por donde su principal representante se encontró con
ella. El trabajo de campo de Turner comenzó con un período de estancia entre
los Ndembu, un grupo étnico que habitaba un área de África a caballo entre la
Zambia moderna y la actual República Democrática del Congo.
Desde el mismo principio de mi estancia entre los Ndembu fui invitado a presenciar fre-
cuentes reiteraciones de los ritos de pubertad de las adolescentes (Nkang’a) y traté de
describir lo que había visto de la forma más correcta posible. Pero una cosa es observar
a otras gentes cuando actúan con gestos estilizados y cantan los aires crípticos del ritual
y otra muy distinta alcanzar una comprensión adecuada de lo que esos movimientos y
palabras significan para ellos (Turner, 1969: 7).
Van Gennep mostró que todos los ritos de «transición» tienen tres fases: separación,
marginamiento (o en latín limen, es decir, un umbral bien delineado) y agregación […]
Durante el período «liminal» intermedio, las características del sujeto ritual (el «pasa-
jero») son ambiguas; pasa a través de una zona cultural que tiene pocos o ninguno de
los atributos de la etapa pasada o de la venidera (Turner, 1969: 94-95).
Los atributos de la liminalidad o de las personae liminales («la gente del umbral») son
necesariamente ambiguos, pues esta condición al igual que la de las personas que la tie-
nen elude a o se escapa por la red de clasificaciones que normalmente establecen las
posiciones y los estados del espacio cultural. Los entes liminales no están ni aquí ni allí;
están entre y de por medio de la posición asignada y establecida por la ley, la costum-
bre, las convenciones y el ceremonial (Turner, 1969: 95).
Son una tabla rasa, presta a acoger cualquier escritura o grabado. La liminali-
dad es potencial, movimiento, libertad. Y es este estado de desposesión el que,
a su vez, hace que los neófitos sientan una profunda camaradería mutua. Como
decía Schiller en su Oda a la alegría, la alegría (léase libertad o liminalidad) es
el poder mágico que funda todo lo que la costumbre ha dividido, el espacio en
el que todos los hombres se convierten en hermanos.
Así brilla el poder especial de la liminalidad. Es un momento en que la ri-
queza y la pobreza, la cotidianeidad y lo sagrado se hacen uno y los sujetos dis-
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frutan de un vínculo especial que ignora los límites del estatus o de los roles y
los funde en una unidad. La fusión de los muchos en uno acompaña a la limi-
nalidad sin excepciones. De esta forma, cada grupo o cada comunidad o cada
sociedad está hecho de unión y separación, de estados diversos y de la experien-
cia unificadora a la que Turner llama communitas. Es aquí, en la communitas,
donde brilla el lazo genérico que hace de todos nosotros seres humanos de for-
ma indistinta. Es el momento de la liberación respecto de la vida diaria y donde
la libertad nos recompensa con el sentimiento profundo al que llamamos amor.
Es también un momento de igualdad. Antes de ser instalado como tal, el supre-
mo líder Ndembu tiene que pasar por una serie de ritos de humillación. Viste
ropa de baja calidad; se aloja en una modesta choza lejos del pueblo; tiene que
aceptar las salidas descorteses de sus futuros súbditos, que le cantan las cuaren-
ta; tiene que hacer una serie de tareas humildes que no volverá a ejecutar una
vez instalado. Por supuesto, acabado el rito, se le entroniza con toda clase de
pompa. En otros ritos diferentes, los neófitos o novicios tienen que adoptar la
misma posición sumisa hasta que pasan el umbral donde ya no son la imagen
misma de la ausencia de rasgos positivos, sino sujetos de derechos. Este mo-
mento de la sumisión «implica que los de arriba no podrían estar ahí sin la exis-
tencia de los de abajo y que quien se halla arriba puede algún día estar abajo»
(1969: 97).
La communitas muestra nuestra común unidad y nos libra de la alienación y
de los estadios rígidos que separan a los humanos. Dignifica nuestra verdadera
esencia humana. Sigue una moraleja. La vida social no puede considerarse como
un proceso disyuntivo (o esto o aquello) o de separación; por el contrario, expre-
sa la dialéctica de lo sagrado y lo profano, de la homogeneidad y de la diferen-
ciación, de communitas y estatus, de igualdad y desigualdad, de la cooperación y
la competencia, diríamos con lenguaje más evolucionista. Todo paso de un esta-
tus rígido a otro necesita de una etapa de carencia de estatus en la que los opues-
tos se reconcilian. «Toda experiencia de vida del individuo contiene momentos
de estructura y de communitas, de estatus y de transiciones» (1969: 97). Para es-
capar de la trampa parmenídea de una estabilidad perdurable hay que entender
que el cambio representa la verdadera urdimbre de la vida. Eso es lo que los he-
gelianos, primero, y, luego, los marxistas solían llamar dialéctica. Hoy, otra co-
rriente intelectual emparentada con ellos habla de movilidades (Urry, 2000).
Turner se extiende mucho y hasta se pone lírico al hablar de las diferencias
entre esas fases de la vida social.
Los hippies se interesan más por las relaciones que por las obligaciones sociales y en-
tienden la sexualidad como un instrumento polimórfico de communitas inmediata más
que como la base de una duradera estructura social (1969: 112-113).
nitas lo hacía para subrayar que esta tenía por misión oscurecer algunos rasgos
menores del estatus para poder subrayar la humanidad común de todos los
miembros de una sociedad, al menos en algunos momentos de su historia. Hasta
los poderosos tenían que ser humillados para probar su comunidad con el resto,
como sucedía a los caciques Ndembu.
Ahora esta condición ha desaparecido. La verdadera communitas es una
llamada a la liberación de los débiles, los enfermos y los oprimidos. La commu-
nitas puede abarcar a todos los miembros de una sociedad, pero estos han hecho
una elección definitiva. Y aquí recurre a Martin Buber. La comunidad, más que
ningún otro instrumento de humanidad compartida que todos pueden experi-
mentar, pasa a ser un lugar de encuentro espiritual y desestructurado para quie-
nes han decidido dejar atrás los rigores de la estructura con sus categorías
opuestas de Nosotros Contra Ellos para disfrutar los placeres del encuentro en-
tre Yo y Tú.
tura sopla donde quiere, cuando lo cree conveniente. Pero ¿podemos anticipar
sus movimientos? Lamentablemente, solo lo sabremos post-facto.
Inicialmente, la communitas representa un momento inspiracional sin for-
mas definidas que permite a los participantes mirarse unos a otros sin filtros
estructurales, para apoderarse del Otro esencial, de la misma manera en que
Hans Castorp entendió en el Berghof, cuando su mirada cruzó por vez primera
la de Clavdia Chauchat (Mann, 1996), que su Usted (un marcador de distancia
social) se había desvanecido ante un Tú más cercano y real (proximidad simbó-
lica). Turner llama a esta experiencia communitas existencial o espontánea y,
como se ha dicho, con ella entramos en el primer estadio de los cambios socia-
les. Pero la brevedad es parte de la naturaleza de este flash que se impone a los
protagonistas como un rayo caído del cielo. Si se propone ir más allá de lo inter-
personal para convertirse en un agente de cambio necesita dotarse de formas
menos transitorias y más estables. Una communitas duradera requiere una di-
mensión temporal y normativa para envolver a los participantes en un movi-
miento duradero y convertirse en una antiestructura real. De ahí que la commu-
nitas pueda tener un segundo aspecto, una estructura normativa
donde bajo la influencia del tiempo, y la necesidad de movilizar y organizar los recur-
sos y de control social sobre los miembros del grupo para alcanzar sus fines, la comu-
nidad existencial pueda organizarse como un verdadero sistema (1969: 132).
los dientes, diría uno en una muestra de sabiduría pseudoconfuciana. Más aún,
se diría que aparece una nueva astucia de la razón —la liminalidad engendra
communitas para poder saltar a un nuevo estadio de estructuración—.
Turner insiste. La fusión del Yo y del Tú en un Nosotros esencial tiene que
ser liminal, es decir, marginal, pues la duración en el tiempo implica institu-
cionalización y repetición. De esta forma, toda antiestructura está llamada a
recoger algunos de los caracteres de las estructuras que se propone subvertir.
A diferencia de MacCannell, Turner carece de ilusiones sobre la posibilidad de
recuperar la forma original de sociabilidad propia de la Edad de Oro. Todo fu-
turo que emerge acaba por exigir normas. «La communitas espontánea no es
más que una fase, un momento; no puede ser una condición permanente»
(1969: 140). Al fulgor inicial le siguen normas y leyes que Turner no conside-
ra como una malvada apostasía, más bien como «muy apropiados medios cul-
turales que preservan la dignidad y la libertad, amén de la supervivencia fí-
sica, de cada hombre, mujer y niño» (1969: 140). La anarquía, ya futura, ya
propia de un pasado idealizado, no es para los turnerianos de pro un marcador
de la dignidad y la libertad humanas. Turner creía en los poderes civilizadores
del contrato social más que en las pretendidas virtudes redentoras del estado
de naturaleza.
Turner tuvo un viaje iniciático largo y lleno de meandros. Su impulso ini-
cial apuntaba a una gran ambición, la de revelar las leyes fundamentales del
cambio social y la historia. La dinámica social seguía los contornos de estabili-
dad y cambio presentes en algunos momentos y en muchas sociedades. To-
mando impulso en el estudio de Gennep sobre los ritos de paso, Turner conci-
bió el mecanismo de cambio social como un continuo que comienza en un
determinado nivel de estabilidad y seguido de otro lleno de incertidumbre o
libertad al que llamaba liminalidad para acabar en la fase final con nuevo equi-
librio de fuerzas. Cada una de esas fases, empero, tiene un peso distinto. El
duende dentro de la máquina es la liminalidad, pues es la única instancia en la
que el cambio puede manifestarse. Aporta su antiestructura a la rigidez de la
vida social anterior y alimenta el fuego interno que acaba con toda resistencia a
los cambios. Crea una profunda comunalidad entre sus partidarios, un torrente
de communitas espontánea de los iguales. Esa communitas generalmente inte-
gra a los carentes de poder, a los marginados y a toda la demás gente de otros
estratos sociales que deciden poner su suerte en sus manos. Pero la liminalidad
y la comunidad no pueden ser permanentes. La communitas existencial de her-
manos, hermanas y demás creyentes pronto genera una nueva estructura, luego
seguida de otra liminalidad de la que brota otra una nueva estructura, otra limi-
nalidad y otra vuelta de tuerca. Y así hasta el infinito.
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El disfraz de los débiles como fuerza agresiva y el subsiguiente disfraz de los fuertes
como humildad y pasividad son medios de limpiar a la sociedad de los «pecados»
engendrados por su estructura […] Se amuebla así la escena para que se desarrolle una
experiencia extática de communitas seguida de un sobrio retorno a una estructura que
ha sido así purgada y renovada (1969: 188).
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Los ritos de desviación no son más que un fuego fatuo, no ocasiones para cam-
bios reales (Caro Baroja, 1979a, 1979b).
Esta seria advertencia recuerda al lector que existe un abismo básico entre las
formas que el trabajo, el juego y el ocio adoptan en cada una de esas formas
sociales. Turner arrumba así su idea inicial del cambio como una infinita regre-
sión de la misma fórmula y adopta una visión del mismo como desarrollo, ya
lineal, ya en espiral.
Pese a las muchas diferencias entre los miembros de esta clase, las socie-
dades preindustriales concebían el trabajo como los trabajos de los dioses, es
decir, el trabajo es la forma en la que los humanos participan en un orden cós-
mico preordenado por instancias extrahumanas. Sean cuales fueren los detalles
que aportan todas y cada una de ellas, lo que cuenta es el ajuste entre el traba-
jo del hombre y el de Dios, con lo que la relación sagrado/profano se convierte
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Bromear es divertido, pero es también una sanción social. Hasta las bromas tienen que
respetar el «segmento áureo», lo que es una característica ética típica de «sociedades
cíclicas y repetitivas» que aún desconocen el equilibrio entre ideas innovadoras y cam-
bio tecnológico (1982: 32).
Eso está a una distancia sideral del flujo de las sociedades modernas donde el
aspecto liminal de los ritos los torna en opuestos liminoides regulativos. En el
orden industrial o capitalista la línea divisoria básica no corre entre el trabajo
divino y el humano, sino que marca al trabajo como algo distinto del juego y
del ocio.
¿Qué es el juego? Mientras que el trabajo delinea un campo de acción ins-
trumental que une medios y fines por medio de un enlace formalmente racional,
el juego apunta en la dirección opuesta, a un tipo ideal de acción separada de
esta clase de racionalidad. El juego es una actividad subjetiva cuyos componen-
tes no están sujetos a cálculo, es decir, a racionalidad formal. Mientras que esta
última apunta a la esfera del beneficio económico o una orientación hacia el
interés propio, el juego ignora esas dimensiones (Dumazedier, 1962; Dumaze-
dier y Rippert, 1966). De esta forma, la diferencia entre trabajo y juego es una
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idea por completo moderna. No hay nada semejante a una clase entregada al
ocio (Veblen, 2001) en las sociedades premodernas.
Esto parece ir en contra de la experiencia histórica (Aranguren, 1961;
Grazia, 1964), pero, en la estela de Dumazedier, Turner se aferra a la noción y
eso no es un capricho banal. El ocio significa libertad en los dos sentidos que
Isaiah Berlin daba al término. Es libertad de los ritmos de la factoría o la ofici-
na, y es libertad para generar nuevos mundos simbólicos y para jugar a todas
clases de entretenimiento. Esta estructura no existía antes de la llegada del capi-
talismo, pues solo en él puede florecer la solidaridad orgánica de Durkheim, es
decir, una compleja división del trabajo.
La sociedad moderna ofrece mucho más espacio para la discusión, la críti-
ca y hasta el radicalismo del que jamás pudieron imaginar las sociedades tradi-
cionales.
Las fases liminales en las sociedades tribales invierten, pero no subvierten el statu quo,
la forma estructural de la sociedad; el rechazo señala a los miembros de una comunidad
que el caos es la alternativa al cosmos, así que más les vale estar con el cosmos, es decir,
el orden tradicional de la cultura, aunque puedan ocasionalmente disfrutar del caos
(1982: 41).
Para una mayoría de la gente lo liminoide resulta ser más libre que lo liminal, una cues-
tión de elección libre, no una obligación. Lo liminoide se asemeja más a una mercancía
—de hecho, a menudo no es más que una mercancía que uno elige y paga— que lo limi-
nal, que inspira lealtad y que está ligado a la calidad de miembro, o del deseo de serlo,
en un grupo altamente corporativo (1982: 55; cursivas de Turner).
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Hemos entrado así en un territorio que no puede estar más lejos del de
MacCannell.
Turner era bien consciente de que al escribir estas reflexiones estaba ini-
ciando un nuevo camino, pero la muerte le salió al encuentro antes de que pu-
diera adentrarse mucho en él. No se ocupó del turismo y los viajes en general,
pero trató de ofrecer hipótesis que permitan comprender su relación con los tra-
bajos de la modernidad. Cuando se trata de esta última, Turner parece haber
promovido las conclusiones correctas, aunque no podamos estar seguros de que
lo hiciera por las razones correctas. Incluso al final de su obra, Turner parece no
poder escapar del ensalmo de que trabajo y ocio obedecen a pulsiones contra-
dictorias y que solo el segundo es verdaderamente humano. De esta manera,
Turner mantuvo el mismo abismo entre la vida ordinaria y la extraordinaria que
ha sido la plaga de la sociología occidental por largo tiempo y cuyo rastro puede
encontrarse en la obra de Max Weber.
La condición weberiana
desintegración pareció ser la causa del colapso del sistema monetario y administrativo
y de la superestructura política del imperio, que ya no se podían adaptar a la infraestruc-
tura de la economía natural (1973: 235).
luz. Cuanto más estrictas sus vidas, cuanto más cercanas a la ética de su fe, tan-
tas más oportunidades de salvación se ofrecían a los calvinistas. El éxito en la
propia vocación reconcilia a la predestinación con la necesidad puritana de una
moral intramundana.
Eso es lo que proporciona su fuerza al verdadero creyente —su disposición
a colaborar en la economía de la salvación de forma ordenada y sistemática—.
No son tanto las acciones las que cuentan, sino la forma en que se ejecutan. El
orden, la regularidad, el sistema, tienen que tomar el lugar de la bondad. Así, la
suprema norma de una aparentemente imposible moral calvinista viene a dar en
el respeto a la ley y a los contratos y en una conducta ajustada a ellos. Su acep-
tación generalizada favorecería de forma inconsútil los tipos de conducta orien-
tados metódicamente al beneficio, que son la piedra de toque del capitalismo
para Weber. ¿Por qué esta conversión de la angustia en moral representó un
punto tan importante en la historia? Porque se trataba de aumentar la producti-
vidad de la acción aunque no se la designase con ese nombre, en el doble sen-
tido de aversión al exceso y de devoción por el trabajo metódico. Los excesos
de los nuevos ricos están tan lejos de eso como del amor caballeresco por las
dádivas o por el honor. Para Weber, la ética puritana se impuso por su metódi-
ca aplicación al trabajo, por su sentido de la proporción entre fines y medios,
por su afición al ahorro.
Para el justo, el rechazo de todo cuanto sea improductivo debe alcanzar a
todas las relaciones sociales. No existe una jerarquía objetiva entre los distintos
trabajos pues tienen todos ellos la misma dignidad. Lo que cuenta es realizarlos
con eficacia, dejando de lado el esfuerzo excesivo y la falta de asiduidad. De
esta manera, la distinción entre trabajos puros e impuros que impedía la activi-
dad provechosa en las sociedades tradicionales queda desprovista de sentido. El
ocio y el esparcimiento también tienen su lugar en la economía divina, pero
deben ser rechazados si no contribuyen a la conducta ordenada. Las relaciones
sexuales, por ejemplo, solo pueden aceptarse cuando tienen por finalidad la re-
producción; todo lo demás genera perdición. Las acciones, pues, no cuentan; lo
que cuenta es su forma. De esta manera, la convicción interior de la salvación
propia se desliza sin esfuerzo hacia la mentalidad capitalista.
La fuerza del puritanismo se derivó de esta fijación con el orden y el siste-
ma. Los peregrinos ayudaron a destruir el orden tradicional que no respetaba la
relación entre medios y fines. El puritano solo creía en los resultados, así que
no tenía razones para respetar las soluciones de sus antepasados cuando estas
interferían con la lógica racional. Tómese, por ejemplo, la historia de la usura.
Durante siglos había habido gran resistencia a aceptar que el dinero pudiera
parir dinero y la mayoría de las religiones lo consideraban como una transgre-
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una patología mental. Norbert Elias veía cada avance de la civilización moder-
na como una pérdida en la economía libidinal del yo. Otros, como Huizinga y
Turner, hablaban de una fuerza centrífuga, ya sea el juego, ya la liminalidad,
que compensa a los modernos de los pesados sacrificios que tienen que ofrecer
en el altar de la racionalidad. En ambas versiones, la radical o la moderada, la
dicotomía Logos/Eros parece incapaz de explicar por qué el proceso se mani-
festó en una determinada coyuntura histórica y solo en ella.
La insistencia de Weber en el espíritu metódico del capitalismo moderno
no resuelve el enigma de la acumulación. En la realidad, el capitalismo moder-
no ha conseguido escapar de la trampa maltusiana (Clark, 2007) y establecer
una Gran Divergencia con las formas de economía que le han precedido. Así
hizo posible un crecimiento económico que no tiene igual en otros tipos de so-
ciedad y, pese a los teóricos del intercambio desigual, ha ampliado el bienestar
económico mucho más allá del lugar de su cuna. Cuando Weber le da a la acu-
mulación el puesto de segundo violín respecto de la racionalización ascética de
la vida profesional, o cuando mantiene que el poder del calvinismo provenía de
su modelo racional de conducta, no de su capacidad de reproducir en futuros
ciclos de crecimiento la producción de bienes y servicios, Weber añade su voto
al de quienes se proponen mantener intacto el misterio del capitalismo, con lo
que cae en sus mismos errores. A la postre, el desarrollo económico no es más
que el fruto del trabajo y el ahorro, es decir, es una racionalización formal del
futuro. Ese es el fertilizante que, según Weber, propició el florecimiento del ca-
pitalismo.
Es una inferencia sospechosa, y más aún si se la extiende a todo el pasado.
La vida monástica en las tradiciones cristiana y budista defendía el ascetismo y
el consumo frugal. Sin embargo, con el tiempo, los monasterios entraron en un
ciclo infernal. Los monjes producían más de lo que consumían y sus riquezas
aumentaban así; el voto de pobreza dejaba de practicarse; el exceso se conver-
tía en norma. Los conventos florecían económicamente, pero esa pleamar no
hacía subir a todos los barcos. La acumulación no se extendía más allá de sus
muros, que se tornaban oasis de opulencia en un desierto de pobreza. Tras ello
aparecían nuevos reformadores con sus propuestas de volver al pasado ascetis-
mo; fundaban nuevas órdenes monásticas; y el ciclo volvía a empezar. El asce-
tismo era incapaz de generar la acumulación de capital a escala de toda la so-
ciedad.
El puritanismo aparentaba ofrecer una vía de escape a este séptimo círculo
con su nueva forma de entender la riqueza. Lejos de ser el peor de los pecados,
hacerse rico era algo glorioso, como diría Deng Xiao Ping siglos más tarde. Ha-
ciéndose ricos, los puritanos cumplían con los planes divinos, así que deberían
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Pues aunque un aumento del ahorro individual parece incapaz de tener una influencia
significativa en su propia renta, la influencia del nivel de su consumo sobre la renta de
los demás hace imposible que todos los individuos puedan a la vez ahorrar sumas sig-
nificativas. Cada nuevo intento de reducir el consumo afectará de tal manera a las ren-
tas que acabará por derrotarse a sí mismo necesariamente (1936: 84).
Mandeville estaba aún preso de una vieja tradición que había visto al lujo
como la otra cara del fraude, así que no establecía rígidas distinciones entre am-
bos. Sin embargo, fue uno de los primeros pensadores en romper con la idea de
que el lujo debería ser sospechoso (Berry, 1994). El lujo no solo no favorecía la
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Clásica, el foco natural del sexo reproductivo era el matrimonio y estaba some-
tido a muchas normas favorecedoras de los embarazos. Más allá de estos lími-
tes bien demarcados el sexo no tenía justificación. No era otra cosa que pecado
y los justos deben abstenerse de pecar. Sin embargo, desde el Renacimiento,
erotismo y pasión sexual encontraron espacios fuera del matrimonio y a menu-
do estuvieron en abierta contradicción con él. Matrimonio y amor poblaban
mundos distintos que solían estar en contradicción mutua. Con anterioridad la
gente se casaba urgida por el deseo sexual y por el cálculo económico. Los bue-
nos esposos debían proscribir el amor y gozar de su amistad. Incluir amor era
dar curso a un interruptor del matrimonio que, de alguna manera, profanaba sus
fines. Por esa misma época, cortesanas y prostitutas empezaron a gozar de acep-
tación social, tanto en las cortes como en la sociedad en general. Muchos hom-
bres vivían con sus amantes en vez de con sus esposas e incurrían en fuertes
gastos para atraer y conservar su fervor. Esto derivaba en un aumento del patri-
monio de los proveedores de esos servicios, que así se convirtieron en una clase
de empresarios capitalistas.
¿Por qué este aumento del gasto suntuario no hizo buena la profecía del
duque de Saint-Simon de que el gusto por la munificencia en todas las cosas iba
a llevar a una «ruina general»? (1857: 143). La respuesta de Sombart es senci-
lla. Las muestras de lujo aristocrático proveían empleo para un número crecien-
te de artesanos y artistas. Se creó así una naciente burguesía que, a su vez, em-
pezó a disfrutar los placeres del consumo. El impulso inicial provino, pues, de
grupos sociales que despreciaban el valor de la moneda y no sabían qué era eso
del ahorro. Es el lujo lo que explica la aparición de la acumulación capitalista.
Sombart creía haber encontrado la solución al enigma de la acumulación
capitalista, aunque inmediatamente después perdió la pista. Permitía así al capi-
talismo cancelar sus deudas con la tecnología, la productividad, la competencia,
las ventajas comparativas, la propiedad y el trabajo asalariado. Sombart consi-
dera al capitalismo como otro producto de la mente —el cerebro reptiliano en
su caso—. Sin embargo, como el ahorro, el lujo existió en muchas otras cultu-
ras anteriores al Renacimiento europeo, pero, al igual que el ahorro, el lujo no
engendró capitalismo hasta que se dio ese largo proceso al que Marx llamaba
acumulación primitiva y que envolvió en un tortuoso y desgarrador itinerario a
millones de personas, no solo a un relativamente reducido número de cortesa-
nos con sus amantes.
En 1906, Sombart se había preguntado por qué no había socialismo en
Estados Unidos. En ese tiempo era un simpatizante del socialismo y le resulta-
ba difícil entender por qué, frente a las expectativas de Marx, el socialismo
prácticamente era inexistente en la más avanzada de las sociedades capitalistas.
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Si hay un lugar en alguna parte de Estados Unidos donde la búsqueda incansable del
beneficio, el disfrute completo del impulso comercial y la pasión por los negocios sean
más respetados hay que buscarlo en el obrero que quiere ganar tanto como sus fuerzas
se lo permitan y estar libre de trabas tanto como sea posible (1976: 20),
del trabajo en los períodos no vacacionales. ¿Es esta una observación válida?
Para seguir la cuestión conviene recurrir a los estudios sobre presupuestos de
tiempo. En la segunda parte del trabajo, la OCDE ofrece datos comparables
para dieciocho de sus miembros.
Un día medio en esos países OCDE puede distribuirse en cinco categorías:
ocio, cuidado personal, trabajo pagado, trabajo no pagado y un resto no especi-
ficado. Entre ellas, los «cuidados personales» (que incluyen el sueño, el tiempo
dedicado a las comidas o a beber, y los servicios médicos y personales) se lle-
van la parte del león, con un 45,3 por ciento del día de los ciudadanos de esos
países OCDE. El «ocio» incluye el tiempo dedicado a los hobbies, juegos, tele-
visión, uso de ordenadores, jardinería recreativa, deportes, visitas a amigos o fa-
miliares, participación en eventos y demás, y llega al 21,6 por ciento de media.
El «trabajo pagado» cuenta los trabajos a tiempo completo y parcial, los tiem-
pos muertos en el lugar de trabajo, el tiempo de desplazamiento, el empleado
en buscar empleo, el tiempo en la escuela, el tiempo de desplazamiento a la
escuela y el empleado en tiempo pagado en el hogar. Esta categoría sube al 16,5
por ciento del día. El trabajo «no pagado» (tareas domésticas, como cocinar,
limpiar, cuidar de los niños y otros miembros de la familia o ajenos a ella, tra-
bajo voluntario, compras y demás) llega al 15,3 por ciento. El restante 1,4 por
ciento se emplea en tareas «no especificadas».
La media del día OCDE se distribuye, más o menos, en diez horas y cin-
cuenta minutos para el cuidado personal; cinco horas y diez minutos para el
ocio; cuatro horas para el trabajo pagado; y tres horas y cuarenta minutos para
el no pagado, con un resto de veinte minutos sin especificar. Recordemos que
esta distribución considera el uso del tiempo por toda la población mayor de
quince años, incluyendo a quienes no tienen ninguna clase de trabajo pagado,
por ejemplo muchas amas de casa y jubilados. Sin duda, también la distribución
real del tiempo varía considerablemente entre los diferentes grupos sociales.
Las horas de trabajo subirían para la población ocupada, masculina o femenina.
Habitualmente, la mayoría del trabajo no pagado lo hacen las mujeres casadas.
La diferencia entre un día de trabajo y otro de vacaciones no haría cambiar
drásticamente estos datos para el total de la población, aunque los empleados
notarían cambios en sus actividades diarias. El resto distribuiría su tiempo más
o menos de la misma manera. De esta suerte, en los países OCDE la supuesta
estructura del tiempo propuesta por los turnerianos no se tiene en pie. El traba-
jo no domina las vidas de la mayoría aun en tiempo de mucho empleo y su dura-
ción ha disminuido en los últimos 35 años en muchos Estados miembros de la
OCDE. A falta de datos sobre otros países se hace difícil componer un argumen-
to serio en uno u otro sentido, aunque uno podría seguir su intuición de que el
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trabajo representa una carga mayor en los países emergentes. Pero eso no inva-
lida el argumento escéptico. La hipótesis turneriana se basa en la separación
entre trabajo y ocio, pero no parece cobrar fuerza precisamente en los países en
los que el tiempo libre y el juego ocupan gran parte del día. En cualquier caso,
la muy manida oposición entre trabajo y ocio como un componente estructural
de la modernidad se difumina ante la conducta real de las poblaciones exami-
nadas.
La necesidad de sostener la división turneriana entre la parte ordinaria o
alienada de la vida humana y esos recesos extraordinarios donde la libertad
puede aparecer inesperadamente no tiene una agonía rápida. Cohen ha alabado
la importancia de la visión de MacCannell sobre el turismo, pero pronto cuali-
fica su posición con un giro turneriano.
cero, los turistas adoptan un nuevo papel que se desarrolla en «un claramente
no-ordinario tiempo-espacio exterior». Esta etapa viene sucedida por el «inevi-
table» retorno desde esa posición «temporal» a la realidad «constante» del lugar
de partida. El final llega con la vuelta a casa y la necesidad de ponerse al cabo
de las novedades que puedan haber ocurrido desde el comienzo del rizo. En esta
metáfora aeronáutica, los turistas experimentan una serie de cambios desde el
momento en que se incorporan al espacio-tiempo no ordinario en donde se en-
cuentra la médula de su vacación. De esta forma, para Jafari, el turismo cobra
una cierta dimensión sagrada, pues sacralidad y religión coinciden en venir de-
finidas por su extraordinariedad (1987: passim).
Tras el despegue y alcanzada la altura de crucero, el turista entra en una
fase emancipatoria. No solo se distancia de su lugar de residencia habitual, sino
también, y esto es mucho más importante, de su entorno sociocultural. El novi-
cio es reconocido como tal por los demás una vez que entra en ese espacio ex-
traordinario. Una vez allí, el turista flota en la nueva cultura en la que puede
definir y redefinir sus reglas, sus roles y sus expectativas. El nuevo espacio
turístico es un espacio antiestructural. A medida que progresa en él, el turista se
siente capaz de definir su nueva identidad que le abre la entrada a la cultura
turística. En este nuevo medio, no solo puede desembarazarse de su propia cul-
tura, sino también prestar poca atención a las normas de conducta de su desti-
no. La nueva cultura se torna en una especie de Mundo Bizarro (como los te-
beos de Supermán llamaban a la inversión de la identidad de su protagonista)
en el que el turista no está propiamente ni aquí ni allí, sino en medio y al bies,
como solía decir Turner. Así se siente como suspendido en el aire o en la cres-
ta de una gran ola. Este espacio de fantasía al que Jafari llama etapa de anima-
ción de la experiencia turística es
la tinta con la que está escrito el guión del turismo y trazado su magnetismo. Mientras
se encuentra en este trance turístico, el turista entra en el cielo «prometido» por la Biblia
pese a hallarse aún en la tierra, y aunque a menudo se sienta verdaderamente fuera del
mundo (1987: 153).
Esto plantea para las sociedades que los generan la necesidad de una cooperación sis-
témica, de un intercambio financiero más allá de los gastos de los turistas, y para los
operadores turísticos la necesidad de realizar mayores inversiones en los destinos
(1987: 158).
El turista puede ahora actuar de acuerdo con cualquier papel que haya elegido, desde
los juegos infantiles y las bromas a los que se entregan las gentes de mediana edad que
participan en un congreso que se desarrolla en un hotel, hasta la llamativa camisa
hawaiana que se endosa un muy conservador presidente de banco o la participación en
diversas formas de esparcimiento turístico (por ejemplo, la abuela y el nieto que se su-
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ben en las mismas montañas rusas en Orlando), hasta los «muertos de hambre» que se
hacen pasar por personajes ricos o «adinerados»; o los encuentros sexuales de hombres
felizmente casados con mujeres que se los proponen o las turistas que buscan su «expe-
riencia negra». Todos ellos saben que se están desviando de los límites de su culturan
de origen: «¿imaginas que nos vieran en Don Benito?» o «me tendrían por un paria si
hiciese esto en Donostia» (1987: 153).
te literatura sobre los excesos que la gente acomete en sus vacaciones. Algunos
turistas gastan más de lo que pueden; siguen horarios erráticos; comen y beben
más de la cuenta; y tienden a enredarse con facilidad en relaciones sexuales oca-
sionales. Pero se hace difícil generalizar que esos excesos representan una sub-
versión en sus conductas. En muchos casos, no son más que la expresión de
subculturas juveniles que se dan tanto en vacaciones como en la llamada vida
ordinaria. Algunos fans de equipos de fútbol beben brutalmente, se entregan a
conductas mal vistas, chocan con la policía, se atacan entre sí, exhiben símbo-
los chauvinistas o profieren gritos nacionalistas en los partidos internacionales;
pero actúan de la misma manera en que lo hacen en casa cuando se enfrentan
dos equipos locales. No necesitan viajar para buscar bronca. Algunos jóvenes
pueden escandalizar a algunas personas en sus destinos (ya sea en Ibiza, en
Creta, en Goa o en Fort Lauderdale) con exhibiciones públicas de desnudez o
de relaciones sexuales, ebriedad, uso de drogas, malas maneras; pero ninguna
de esas cosas es desconocida en algunas áreas de sus propias comunidades re-
sidenciales en tiempo «ordinario». A menudo con los mismos protagonistas.
¿Suponen esas conductas desviaciones de los códigos sociales básicos?
Turner veía las cosas mejor. Todo eso no son más que ritos de rechazo. Como
el Carnaval de Río, como las Saturnalia romanas, como el festival hindú de Holi
y otros muchos similares en diferentes culturas, todos ellos proveen ocasiones
para algunos cambios temporales de algunas conductas permitiendo actividades
hedonísticas de sexo, comida y bebida, faltas de respeto a las autoridades, cán-
ticos y posturas obscenas y poco más. Normas básicas consideradas mucho más
importantes como el respeto por la vida, la propiedad, los contratos y el tráfico
ordenado se mantienen sin que se consientan transgresiones. Uno puede discu-
tir sobre su significado hasta el día del juicio, pero no es sencillo mantener que
esas ocasiones representan una ruptura y, mucho menos, una suspensión de la
vida ordinaria.
Por el contrario, actividades semejantes no suelen aparecer en los destinos
frecuentados por familias. Allí, padres e hijos siguen rutinas similares a las que
mantienen en casa durante los fines de semana. Sin duda, hay más tiempo para
el ocio que en los tiempos de trabajo, pero esos turistas respetan las leyes y las
costumbres de sus destinos, domésticos o internacionales, como lo hacen en
casa. Sería difícil mantener que comer de más o tener más tiempo para hacer el
amor o vestir una llamativa camisa hawaiana crean anomia; aumentan la ambi-
valencia para con la sociedad de origen; o, menos aún, abren las puertas a una
vida de delincuencia. No son más que expansiones que hacen que los ciudada-
nos de esas sociedades las consideren como razones para estar contentos con su
vida «ordinaria». No son sino una parte de esta última. Y, además, esos excesos
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Algunos visionarios de ojos llenos de estrellas piensan que los excesos en co-
mer, beber, comprar y hacer el amor, especialmente estos últimos, tienen el po-
tencial de liberar a los individuos de sus cadenas y/o hacer estallar el orden
social. Lo que nos lleva al Acto Segundo de la Liberación. Lejos del tono fun-
cionalista y pesimista que subyace al rizo de Jafari, el turismo (así lo piensan
estos videntes) puede convertirse en un instrumento activo para la emancipa-
ción social y, sobre todo, para la personal. Esta perspectiva la ha defendido
Ryan con una dosis especial de desenfado y, al parecer, con considerable éxito.
Por esa razón vamos a dedicarle mayor atención que a las de otros cientos de
«teólogos» de la liberación.
Para Ryan, el turismo no solo ofrece oportunidades para reversiones mar-
ginales, sino que tiene potencial para cambiar las vidas. Más aún, puede inclu-
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gimnasios, spas y duchas han invadido el espacio físico de las oficinas, y en las nuevas
industrias imaginativas dedicadas al software sus jóvenes trabajadores pueden crear
espacios donde dedicarse al skateboarding (2002: 6).
estancia turística. Basta con mentar a Shirley y a otros ejemplos que él apunta.
Pero Ryan pronto cae en la trampa metonímica que se ha tendido él solo. Unos
pocos ejemplos valen para la totalidad. Que un antiguo mando intermedio de
Marks and Spencer se decida a ejercer de profesor de windsurf en Grecia des-
pués de unas vacaciones significa que así podrían o deberían obrar el resto de
los turistas aunque no sean antiguos mandos intermedios de esa firma comer-
cial.
Pongamos por testigos a Proust y su madeleine.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el
drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi ma-
dre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una
taza de té. Primero dije que no, pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo.
Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas,
que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abru-
mado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por
venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de mag-
dalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi
paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi inte-
rior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me
convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su bre-
vedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia
preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.
Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le
excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué sig-
nificaba?
rrero maasai, y cayó con el síndrome de Valentine. Tras un viaje a Suiza para
arreglar sus asuntos, Hofmann volvió a Kenia, se casó con su guerrero y tuvo
una hija con él. Las cosas, sin embargo, no se ajustaron a su falsilla imaginaria
y, años más tarde, rompió con el guerrero y se volvió a su país de origen llevan-
do consigo a su hija. Hofmann ha escrito varios libros de éxito describiendo su
experiencia, pero no parece que las muchas ventas hayan generado un efecto de
imitación entre otras mujeres occidentales y blancas. No se ha reportado ningu-
na carrera hacia Kenia en busca de guerreros, así que parece que muchas vie-
ron sus famosos libros como una advertencia. En cualquier caso, lo que impor-
ta señalar es que ella ve ambos cambios (matrimonio con Lketinga y ruptura
con él) como igualmente liberadores, es decir, como el abandono de un exceso
de equipaje con el que no estaba dispuesta a seguir cargando. Si eso es todo lo
que liberación significa, su turismo exótico inicial parece haber contado bien
poco en ella, no más de un cincuenta por ciento. Por razones que solo ella cono-
ce (a pesar de lo mucho que habla de sí misma en sus libros), Hofmann se sen-
tía tan infeliz con su vida en la rica Suiza como después de decidir casarse con
su noble guerrero y marcharse al Maasai Mara.
Cohen ha descrito algo similar en un artículo sobre las experiencias de tu-
ristas sexuales que finalmente se casaron con sus amantes tailandesas (2003).
Muchos veían su nuevo estado no solo como una liberación, sino como un rega-
lo del cielo. El hombre, generalmente mayor o mucho mayor que su compañe-
ra oriental, pensaba haber encontrado un hontanar para sus necesidades sexua-
les y/o afectivas, no fácilmente satisfechas al parecer en su lugar de origen. Por
su parte, ella podía dejar la prostitución, mejorar su situación financiera y subir
en la escala social. Tal vez, en algunos casos, podía también encontrar una solu-
ción para sus necesidades sexuales y/o afectivas. Pero los obstáculos para lle-
gar al estado de gracia son numerosos y no solo por las estafas económicas que
han sufrido numerosos Don Juanes. La heterogamia extrema de estas uniones
se refuerza con las enormes diferencias culturales entre los esposos, que suelen
hacerse notar después de la boda. Por un lado, la sociedad tailandesa sospecha
que todas las tailandesas casadas con farangs (extranjeros) son antiguas prosti-
tutas, aun cuando este no sea siempre el caso, lo que crea muchas situaciones
embarazosas y muchos malos entendidos para ellas y para sus cónyuges. Por
otro, los hombres occidentales no suelen apreciar que se espere de ellos que se
conviertan en el pilar económico fundamental de una familia extensa; que sus
mujeres estén tan ligadas a sus familias; que tomen decisiones importantes so-
bre la base de prácticas adivinatorias despreciadas en Occidente; o que los arre-
glos financieros entre los esposos puedan ser fácilmente utilizados contra los
maridos debido a las exigencias de la ley del país. Habitualmente,
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Ryan, por su parte, parece estar tan embriagado por la idea de que la libe-
ración viene definida por cualquier cambio en los estilos de vida que perma-
nece ciego ante el hecho de que estos sean reversibles y que a menudo la libe-
ración no es más que el acto de librarse de una liberación previa. Sea como
fuere, no resulta fácil ver la mano del turismo en esos dramas de la vida per-
sonal. En realidad, puede haber tantas liberaciones como seres humanos, pues
solo cada uno de ellos puede decir qué es lo que le hace sentirse libre. Y la li-
beración personal puede ser redefinida muchas veces a lo largo de una vida.
¿Puede ser el turismo el factor principal de todas y cada una de ellas? Tan solo
si alienta los mismos sueños que Hofmann y los maridos de las chicas de barra
tailandesas alentaban cuando luchaban por encontrar su propia medida de libe-
ración.
¿Qué decir de la segunda especie de liberación personal? Siguiendo la que
cree ser la vulgata turneriana, Ryan se refiere a la liberación de una segunda
manera —como una ruptura con la vida ordinaria, tal y como la define el traba-
jo—. Sin embargo, ninguno de los personajes de la vida real a los que se refie-
re como ejemplos pasa el examen. Convertirse en profesor de windsurf o iniciar
un negocio turístico propio o una compañía de alquiler de motos, coches o bar-
cos no les libra de trabajar. Su nuevo trabajo puede ser experimentado como
más placentero, menos exigente, más divertido, más provechoso o todo eso a la
vez y algunas cosas más, pero la mayoría de los humanos no se pueden librar
de él. Cuando la liberación se define como ausencia de trabajo y de esfuerzo, se
torna una proposición imposible en términos sociales.
Ryan viaja hacia una tercera y última clase de liberación. Siguiendo su de-
finición de lo liminoide, la liberación ocurre también cuando el turismo y sus
símbolos (véase arriba) dejan de ser eufuncionales y se convierten en crítica so-
cial y en denuncia de la injusticia de las estructuras básicas de la economía y de
la política. Ryan nos había enseñado hasta ahora cómo excitar a la multitud con
promesas de liberación personal por el precio de un paquete turístico, pero la
eufuncionalidad de esta última fórmula no deja de sorprender. No es el prime-
ro en recomendar que los turistas miren críticamente a sus experiencias y a la
industria que se las proporcionan; buena parte de la sabiduría convencional en
este campo rebosa con advertencias similares.
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Pocos, sin embargo, han sido tan osados como para recomendar a los turis-
tas y a sus símbolos el oficio de profeta. Afortunadamente. Imagínese que algu-
nos de ellos siguieran su consejo y buscaran liberarse denunciando públicamen-
te las injusticias del Partido Comunista de China en un viaje por el Tíbet, o las
inmoralidades de las estructuras económicas existentes en Cuba con motivo de
un viaje en busca de sexo en La Habana, o las atrocidades contra la oposición
política que defiende el Líder Supremo de la teocracia militar iraní a su paso por
Qum. Pronto antes que tarde, esos ejercicios liberatorios acabarían en un viaje
algo menos excitante por las prisiones locales. Tal vez, Ryan se esté refiriendo
a ejercer la crítica social y política en las sociedades democráticas y tal vez sea
eso a lo que se refería al hablar de llevar el turismo hasta el final. En ese caso,
empero, no es menester insistir en la grandilocuencia de la «liberación» para lo
que no es más que una ocurrencia ordinaria, legítima y cotidiana en esas estruc-
turas económicas y políticas. Esa era precisamente la diferencia fundamental
para Turner entre lo liminoide de la modernidad y la liminalidad de las socie-
dades preindustriales
Ryan parece leer mucho; al menos sus escritos están apoyados en largas lis-
tas de referencias. Pero uno duda de que entienda lo que lee. Para explicar el
significado de liminoide se autocita, como se ha dicho, en un texto sobre turis-
mo sexual que escribió junto con Hall (2001). En la primera edición los autores
proclamaban a Foucault y a Marx como las fuentes de su inspiración, aunque al
tiempo no incluían una sola referencia a libros del primero y se equivocaban en
las dos citas del segundo, rejuveneciendo al Manifiesto comunista en cuatro
años, pues lo fechaban en 1844, y convirtiendo a Engels en coautor de los Ma-
nuscritos de 1844. Como se ha dicho, si Ryan hubiera leído a sus clásicos, ha-
bría caído en la cuenta de que lo que él incluye en ese horroroso adjetivo de
liminoide que Turner puso en circulación tiene justamente el significado opues-
to al que él le da. Para Turner, lo liminoide es otra forma de iluminar la íntima
relación entre la libertad institucionalizada de las sociedades modernas y la vida
cotidiana de las democracias. No es eso lo que Ryan tiene en las mientes.
ble cuando se trata de definir las reglas del juego. ¿Quién se atrevería a poner
en cuestión las runas de aquellos valientes que se atreven a mirar cara a cara a
las esencias?
Todo esto nos devuelve a Wang y su idea del turismo, de la modernidad y
de los sutiles lazos con que enredan el uno y la otra. Wang no tiene demasiado
tiempo que perder en distingos estadísticos entre viajes de ocio o de negocio o
deferenciales, o las diferencias entre turismo internacional y doméstico. Tam-
poco le preocupan mucho sus flujos y los cambios de tendencia, que no son más
que preciosismos matemáticos. «En términos generales, la definición oficial,
industrial o económica del turismo tiende a ser técnica o estadística» (2000: 5).
Por su parte, Wang prefiere captar la verdadera esencia de ese fenómeno
mirándolo desde la epoché. Para él, el turismo es una especie de actividad e ins-
tituciones rituales cuasi-religiosas
nidad en la segunda mitad del siglo XX) represente una ruptura con su anteceso-
ra inmediata. Los críticos posmodernos han denunciado algunas fallas funda-
mentales en la estructuración de la modernidad y la necesidad de buscar nuevos
hitos en un desarrollo marcado por la ambivalencia y, de creer a Baudrillard, por
el triunfo de los simulacros. Wang, por su parte, mantiene una posición menos
conformista. En realidad, los críticos posmodernos deberían reconocer que des-
de sus inicios la modernidad se adornó con la misma ambivalencia contra la que
ellos nos previenen ahora. Ambas, modernidad y posmodernidad, se asientan
sobre un mismo orden racional creador de ambivalencia y contradicciones. Para
Wang, ambas forman una estructura perdurable que es básicamente cultural, es
decir, ajena a la forma en la que la gente produce y reproduce sus vidas. El abis-
mo entre la dinámica cultural de la modernidad y sus componentes económicos
se reproduce una vez más con la misma fuerza que tenía para el Weber posterior
a 1904. Con ello, Wang se pone al cuello su misma piedra.
La noción de ambivalencia proviene de la psicología, pero ha sido adopta-
da con predilección por algunos sociólogos. De hecho, no dista tanto de la de
contradicción, es decir, que los fenómenos complejos tienen rasgos y conse-
cuencias que no siempre componen un todo lógicamente consistente. Distintos
observadores pueden apreciarlas de forma diferente en tiempos cambiantes, de
igual manera que la catedral de Reims pintada por Monet a distintas horas del
día. La modernidad, para Wang, es profundamente ambivalente, como lo será el
turismo, que, a la postre, no es sino su criatura.
Ambivalencia y contradicción, aunque eso no guste a Wang ni a los feno-
menólogos, pueden ser formuladas en lenguaje económico. Nuestras necesida-
des tienen muchas facetas, pero los bienes y servicios que pueden satisfacerlas
no solo son escasos, sino que también, cuando se consiguen, tienen escasa capa-
cidad para mantener nuestra satisfacción. El deseo supera con mucho a la ofer-
ta y la escasez relativa tendrá siempre en jaque al deseo, porque los recursos son
limitados y/o finitos. Los economistas tienen su forma de proponer equilibrios
entre deseo y escasez. Esa es la función del análisis coste/beneficio. Pareto dise-
ñó las llamadas curvas o mapas de indiferencia para entender las combinacio-
nes de bienes que un consumidor puede preferir dentro de sus medios limitados.
Pero nada de esto conmueve a Wang. La suya es una noción de ambivalencia
muy borrosa y a menudo causa de serios errores.
La más visible manifestación de la ambivalencia en el turismo, avisa, se
deriva de la interacción entre el turista como consumidor y la industria turísti-
ca. Pero a Wang esto no le interesa demasiado. Para comprender esa manifesta-
ción de ambivalencia es menester que vayamos más allá de una perspectiva
economicista. En realidad, ese conflicto de expectativas entre consumidores e
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industria tiene su origen más allá, en la contradicción básica entre la gente y sus
deseos, entre Logos y Eros. Solo cuando lo hayamos entendido estaremos en
vías de elucidar la contradicción entre la búsqueda de autenticidad por parte de
los turistas y los productos ofrecidos por la industria.
A primera vista, dice, el turismo se presenta como una totalidad armonio-
sa. Las economías que funcionan bien generan una alta productividad que, a su
vez, permite la aparición de renta disponible que, finalmente, reverbera en la
expansión de los viajes. El turismo se convierte así en un indicador de la rique-
za y el bienestar social —incluso de la felicidad colectiva—. Sin embargo, en
un nivel fenomenológico más profundo, uno puede también encontrar en él la
expresión de los aspectos oscuros de la modernidad. El turismo puede también
llevar al desencanto con la degradación del medio ambiente, con la monotonía
de la vida y su homogeneización. Wang sigue en un impetuoso crescendo. Des-
de su formulación condicional inicial («El turismo puede generar P o T») salta
a enunciados de hecho. El turismo es una crítica no verbal de P y T. Más aún,
con el cambio que las vidas de los turistas experimentan en vacaciones, al esca-
par, al buscar lo extraordinario, al darse a los excesos, al disfrutar con la ano-
mia, el turismo es un intento para cambiar las condiciones de existencia de la
gente. Tal vez no sea una revolución, pero choca con el orden existente de las
cosas, trata de romper normas y de escapar hacia un espacio cualitativamente
distinto. Produce el cambio, pero, lamentablemente —Wang es menos optimis-
ta que Ryan—, los cambios que induce son solo fugaces, no permanentes.
Tal vez, pero parece que Wang se deja llevar por la plasticidad de sus pala-
bras. El turismo puede sin duda llevar a P o T, pero también a G o Q, y a otras
muchas combinaciones de rasgos y propiedades diferentes. Lo que cuenta,
pues, no son los sentimientos que los investigadores anticipan que la gente po-
dría o debería perseguir; por el contrario, lo importante es si la gente realmen-
te los experimenta y actúa consistentemente en relación con ellos. ¿Ven real-
mente los turistas sus vacaciones como una oportunidad para el cambio de las
normas sociales preexistentes? ¿Acaso tienen la menor idea de que lo que hacen
no es otra cosa sino criticar de forma no verbal su existencia ordinaria, es decir,
imponer profundos cambios sociales, o lo que suele llamarse una revolución?
Al discutir la posición de Jafari, se sugirió que la hipótesis de que el turismo es
un fenómeno liminal autosostenible no se puede mantener. Wang sería más con-
vincente si aportase alguna prueba de sus conjeturas, pero no lo hace. De forma
intuitiva, empero, uno ve que tras sus vacaciones la gente en general no mues-
tra ninguna resistencia activa a volver al orden social que abandonó hace pocos
días, ni habitualmente expresa deseos abiertos de cambiarlo. Si acaso, la nego-
ciación colectiva de las condiciones de trabajo, parte importante de esas condi-
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ciones existenciales de las que habla Wang, suele requerir más vacaciones pa-
gadas, no cambios fundamentales al sistema que las proporciona. Para usar la
torpe expresión de Ryan, las vacaciones mayormente tienden a ser eufuncio-
nales.
Wang añade una segunda capa de fenomenología a la relación macro entre
turismo y modernidad —que intensifica la racionalidad del Logos a expensas de
otras fuentes de la conducta que no están directamente definidas por el cálculo
de intereses o la adecuación racional entre medios y fines, a las que subsume
bajo la etiqueta de Eros—. Wang avisa de que la ambivalencia entre realidad y
deseo (Freud solía llamarles principio de realidad y principio de placer y creía,
como Wang, que eran un componente estructural de los arreglos internos que for-
man parte del ser humano) también aparece en las sociedades tradicionales,
como lo hace la separación entre trabajo y ocio, pero inmediatamente introduce
una cláusula ad hoc: que en la modernidad esa separación es más profunda y evi-
dente; que el abismo entre ellas crece decisivamente.
Sea como fuere, para Wang, la oposición turneriana entre la vida ordinaria y la
extraordinaria, la primera bajo control del Logos, la segunda en busca de la gra-
tificación erótica, es el rasgo clave de la modernidad y los turistas definitiva-
mente experimentan esas derivas contrapuestas.
¿Pueden cohabitar ambas bajo el mismo techo? Después de lo que Wang ha
dicho, uno esperaría una respuesta negativa. ¿No era por ventura el turismo una
crítica no verbal de la sociedad tal y como la conocemos? Milagrosamente, aho-
ra la vida extraordinaria del turista, su Id consumista permanentemente descon-
tento, no desencadena la represión del Logos.
Los impulsos y deseos eróticos de una persona pueden hallar gratificación o ser perse-
guidos en la actividad turística […] La gratificación del Eros por y a través del turismo,
pues, relaja las tensiones causadas por la autoimposición de barreras y controles con los
que Logos controla a Eros. De esta forma, el turismo ayuda a reforzar el orden de la so-
ciedad de origen que Logos desea […] El turismo, por así decir, es una especie de Eros-
modernidad que se coordina orgánicamente con la Logos-modernidad (2000: 41).
Y cita a Urry para reforzar la idea de que las desviaciones temporales de los
turistas refuerzan la normalidad de casa. Pese a todo, se diría que Jafari no esta-
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ba tan lejos de esta conclusión. Siguiendo a Wang, uno tendría que aceptar por
fas o por nefas que el turismo tiene un lado funcional. Pero esta es una moder-
nidad realmente misteriosa. Es la ambivalencia al cuadrado. Por un lado, se pre-
dica un conflicto insoluble entre Logos y Eros. Por el otro, al irse de casa, los
turistas pueden hallar una vía de superar la contradicción estructural. La moder-
nidad se compone en principio de partes mutuamente exclusivas, pero a la pos-
tre, con el toque de la varita mágica de Wang, una y otra no están en una con-
tradicción insuperable.
Cuando analiza el turismo desde el punto de vista micro, es decir, a partir
de su despliegue institucional o comercial, Wang se hace entender mejor, aun-
que al precio de hacerse más incoherente. La industria turística es la encarna-
ción de la Logos-racionalidad con su fundamento en la obtención de beneficios,
en tanto que el turista se orienta hacia Eros, que le impulsa a preferir viajes ro-
mánticos, auténticos y exóticos. La industria, sin embargo, le ofrece experien-
cias estandarizadas, manufacturadas y mercantilizadas.
En el terreno social general, como se acaba de decir, no puede haber para
Wang verdadera ambivalencia entre los turistas y su sociedad. A la postre,
aquellos solo pueden satisfacer los impulsos de su Id reproduciendo el orden
social que conocen. Pero cuando hablamos del consumo la industria anda siem-
pre al acecho para frustrar sus pasiones eróticas. Cómo llega a un desenlace
esta ambivalencia o contradicción es un misterio. En la perspectiva más ele-
mental podría pensarse que la contradicción desaparecería si la industria cum-
pliera lo que promete. Por ejemplo, cuando los servicios anunciados en los fo-
lletos de viajes fueran iguales a los realmente ofrecidos en destino. En otra algo
más ambiciosa podría proponerse que la industria deje de ofrecer mercancías,
lo que necesitaría de razonamientos algo más elaborados. Finalmente, podría
defenderse que los consumidores acabaran con la industria y con el andamiaje
social que la sostiene. Como se ha hecho notar en el capítulo 4, MacCannell,
haciendo honor a su corazón de león, se muestra partidario de la última solu-
ción. Mucho más precavido, Wang prefiere colocarse entre las dos primeras
líneas de acción.
Para entender por qué es ese el caso es menester tomar un desvío y exami-
nar el tratamiento de Wang a cosas como la autenticidad y la mercantilización.
Tras un primer cabezazo ritual ante MacCannell, Wang se achanta e informa al
lector de que la discusión de la autenticidad tiene que ser llevada más allá de
sus límites establecidos. ¿Por qué? Porque con tanta cita y tanto uso indebido,
la autenticidad de MacCannell se ha convertido en un concepto en exceso poli-
sémico. Mansamente, Wang empuja al lector desde la épica del yo-contra-el-
mundo hacia la meta, más mundana y limitada, de la publicidad fidedigna.
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lianos, sería prácticamente imposible saber si este Chablis o este San Giovese
que estoy bebiendo, o el bolso de Louis Vuitton que acabo de comprar, son real-
mente auténticos. En este caso, auténtico significa que los vinos se han hecho
con uvas vendimiadas en Borgoña o en Toscana, o que se deben a la maestría
única de la casa Vuitton. Una vez más, la razón para evaluar su autenticidad se
remite a razones económicas. Todos esos bienes tienen precios altos porque son
relativamente raros o escasos. Si son falsos, y por tanto más abundantes, todos
los bienes similares, auténticos o no, perderán valor y se venderán por menos
precio. Los consumidores que valoran el dinero que pagan serán reacios a com-
prarlos por más de lo que valen los falsos. Por eso es necesario que lleven sus
marcadores de legitimidad.
¿Qué decir del deseo, tan caro a las revistas de estilos de vida americanas,
de buscar los croissants parisinos legítimos, el verdadero pho?’ de Hanoi o el más
auténtico sushi japonés? Muchas de esas cosas se encuentran en muchos otros
lugares del mundo y no tienen un original con el que puedan ser comparadas,
pero son también relativamente escasas. Luego consumir estas últimas será
más caro o tendrá un mayor coste de oportunidad. No tanto en relación con las
versiones del lugar en que uno vive, sino en relación con los costes transaccio-
nales que los turistas están dispuestos a pagar por consumirlas. Así pues, son
relativamente más caras. La llamada autenticidad objetiva no es un sueño impo-
sible o algo limitado a unos pocos ejemplares muy escasos. Por medio de los
complicados lazos entre dinero, turismo y el prestigio social que ambos otorgan
a algunos consumidores, visitar o consumir productos objetivamente auténticos
está rodeado de un aura de superioridad respecto de otras experiencias más fáci-
les de llevar a cabo. Nadie volverá a probar los kipferl o ruggelach transforma-
dos que August Zang fue, al parecer, el primero en cocer en su Boulangerie
Viennoise de París, en el 92 de la Rue Richelieu, hacia 1839, y que ganaron
prestigio local bajo el nombre de croissants. Hoy en día, mejores croissants, es
decir, posiblemente más cercanos al original y por tanto más auténticos, pueden
encontrarse en algunas patisseries de Roppongi Hills, en Tokio, que en la mayo-
ría de los comptoirs parisinos. Sin embargo, la gente se mantiene fiel a la ver-
sión francesa porque les recuerda los originales (austríacos) de París, en donde
se hicieron populares por primera vez. Su experiencia auténticamente objeti-
va les dirá que no hay mejor sitio que Francia cuando se trata de comer crois-
sants. El pho?’ ya no puede ser probado en el antiguo restaurante de la esquina
de Nguyen Du y la calle Hue, en Hanoi; se ha convertido en un banco. Muchos
locales, sin embargo, juraban que aquel era el lugar en donde comer el auténti-
co pho?’ y la gente local y los turistas pagaban por ir allá. El sushi puede comer-
se bajo muchas formas deliciosas, pero los turistas quieren probarlo en Uogashi
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un estado existencial potencial del Ser que se activa con la conducta turística. En con-
secuencia, las experiencias turísticas auténticas permiten alcanzar ese estado existencial
activado del Ser dentro del proceso liminal del turismo. La autenticidad existencial tie-
ne poco que ver con la autenticidad de los objetos visitados (2000: 49).
Lo que cuenta es lo que el ego experimenta como auténtico una vez que se apar-
ta de los significados impuestos por las instituciones dominantes y crea su pro-
pio espacio manteniendo el equilibrio entre responsabilidad y libertad, trabajo
y ocio, roles públicos y egos auténticos. Siempre cauto, Wang advierte contra
la ensoñación de enfatizar en exceso la importancia de esta nueva variedad.
Solo se la puede hacer buena en lugares y en tiempos liminales; la autenticidad
existencial no puede aspirar a desembarazarse definitivamente del Logos, del
orden social, de la rutina y de las normas. La autenticidad existencial del turis-
ta enfila a la postre hacia su casa; como McArthur en Filipinas, se propone vol-
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ver a la rigidez de la vida cotidiana. Wang cree que esta noción provee a los
turistas y a los investigadores de un término medio entre las otras dos especies.
Esta autenticidad permitiría comprender al turismo como un compuesto de libe-
ración, por un lado, y de funcionalidad, por otro. Uno se teme, empero, que,
como el asno de Buridan, sus turistas puedan ver las ventajas de ambas teolo-
gías de la liberación, pero acaben por morir en su indecisión sobre las ventajas
de cada una de ellas sin poder experimentar sus beneficios.
Más que un puerto de refugio, lo que Wang ha creado es un puzle. Por un
lado, la modernidad impone ambivalencia a quienes viven dentro de ella por-
que han de someterse a las estrecheces impuestas por el Logos, la racionalidad,
la productividad y el trabajo. Por el otro, se protegen del Logos con la ayuda de
Eros, ocio, diversiones, turismo. Sin embargo, todas estas últimas cosas amena-
zan y a la vez no amenazan al orden del Logos. Son tan solo un espacio liminal
de libertad llamado a esfumarse tan pronto como el Logos indique que el tiem-
po de juego se ha acabado. Ha terminado el partido y la gente puede volver a
su antiguo estado de sumisión, tal vez algo más contenta que al comienzo. De
esta forma, las pulsiones eróticas del placer que se mueven en dirección opues-
ta al Logos no son sino otra astucia del Logos. La liberación acaba por generar
sometimiento. Con menos prosopopeya, no era otra cosa lo que la escuela fun-
cionalista solía decir.
El tiempo libre se convierte así en un cimiento de la vida de trabajo. La
gente descansa o se va de vacaciones para seguir trabajando más y mejor, todo
lo cual no parece aportar demasiado en defensa de la liberación. MacCannell
despotricaba contra la hipótesis de la libertad liminal en Urry porque la libertad
o bien es un estado perdurable, y por tanto reconfortante, o bien una ilusión. Por
tanto, la tercera vía de Urry y de Wang no es sino un camino errado. Como aspi-
ración a la libertad, la autenticidad solo llegará a su culmen cuando los huma-
nos se liberen de sus cadenas objetivas —el dominio de las corporaciones, de la
economía capitalista, del comercio y, al fin, de la propia división del trabajo—.
La libertad y la humanidad plena que promete no pueden gozarse en pequeñas
dosis, dos semanas al año o cada seis meses. Uno no tiene que aceptar el argu-
mento de MacCannell en su totalidad para saber que su conclusión tiene bastan-
te de cierta. ¿Qué clase de libertad sería esa que puede ser otorgada y retirada
sin previo aviso? ¿Aviso de quién? Wang apunta que, a la postre, la liberación
no es más que un sueño. Entonces, ¿a santo de qué tanta rapsodia sobre la auten-
ticidad existencial cuando se sabe que no puede contarse con Eros como una
fuerza genuinamente liberadora?
En realidad, la autenticidad existencial se presenta como una argucia para
quitar hierro a la posición radical de MacCannell en lo que toca a la mercanti-
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más eficiente para el crecimiento de las economías, así que el trabajo asalaria-
do se convirtió gradualmente en la forma más extendida en amplias regiones del
mundo. Uno podría concebir otras formas de usar la fuerza de trabajo y de que
las sociedades se reprodujeran, pero hasta la fecha los intentos de aplicarlas han
sido baldíos. La planificación central y la colectivización, al menos en sus ver-
siones socialistas, no han funcionado. No pudieron organizar a una fuerza de
trabajo móvil, ni aumentar significativamente el nivel de vida de los trabajado-
res, ni evitar la rutina y el estancamiento. Todo esto puede explicar el éxito del
trabajo asalariado, es decir, de su conversión en mercancía.
Marx esperaba que el desarrollo del trabajo asalariado mantendría en un
mínimo la llamada norma de consumo, es decir, la cesta de bienes y servicios
que compraban con su salario y necesaria para reproducir a los obreros y a sus
familias. Sin embargo, nuevamente a través de intentos y errores (que incluye-
ron mucha fuerza y violencia), el Logos del capitalismo moderno ha ampliado
considerablemente esa norma de consumo. Redujo la jornada de trabajo; au-
mentó los salarios y la renta disponible, es decir, la parte del salario que puede
ser gastada en bienes no esenciales; creó una serie de ventajas socializadas,
desde jubilaciones pagadas, pasando por el seguro de enfermedad y llegando a
las vacaciones también pagadas. Hizo posible una mayor gratificación erótica,
en el sentido que Wang da al término. Esas son las razones por las que millones
de personas pueden hoy disfrutar del turismo y de los viajes. El Eros moderno
sería impensable sin la conversión en mercancía del trabajo y, en general, de
casi todos los bienes y servicios —algo usualmente olvidado por nuestros po-
mos pero no por Marx—.
MacCannell, como se ha dicho, no querría nada de eso. Mejor volver a un
estado de felicidad como cazadores y recolectores. Marshall Sahlins le había
enseñado que solo las economías de la Edad de Piedra proveían de verdadero
ocio a sus miembros. Wang y otros críticos no han sabido crecer hasta ahí. No
reniegan de los beneficios del turismo moderno; solo denuncian la castración de
las promesas incumplidas del capitalismo, sus déficits no solo en la libertad,
sino sobre todo en lo que se refiere a la igualdad y el amor fraterno entre huma-
nos, su falta de interés por el Otro. A eso es a lo que Wang llama el lado oscu-
ro o reprimido del erotismo moderno y la razón por la que la búsqueda de la
autenticidad existencial demanda que se frene al Logos o, con jerga más mun-
dana, a la mercantilización. Pero ¿cómo frenar al Logos sin a la vez detener la
satisfacción de Eros que la mercantilización ha posibilitado?
Si Wang y otros críticos del turismo de masas no exigen su total desapari-
ción, ¿qué es lo que proponen en su lugar? Ante todo, una nueva forma de en-
tender las relaciones entre huéspedes y anfitriones, es decir, la renegociación
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del exotismo y del Otro. Desde sus comienzos, la expansión capitalista occiden-
tal no solo vio a los lugares distantes o exóticos como productores de las mer-
cancías que deseaba, como las especias o la seda. Impuso y justificó intercam-
bios forzosos con las poblaciones del resto so capa del modelo civilizatorio uni-
versal —y superior— que mercaderes y misioneros llevaban consigo. La idea
romántica del exotismo amplió ese significado. Ahora los valores y los estilos
de vida de las culturas distintas y distantes se consideraron como iguales o su-
periores a los occidentales. Esta nueva estructuración «orientalista» (Said,
1979), empero, no exigía el abandono de los fines del colonialismo. En cierta
medida, los servía de forma más eficaz, pues la devoción por el exotismo no
implicaba que se pidiesen cambios a las sociedades tradicionales; mejor que se
quedasen como estaban. Era un abrazo de las culturas diferentes que las asfixia-
ba hasta dejarlas sin respiración. Para Wang, el capitalismo occidental es culpa-
ble si imponía su modelo y, al tiempo, culpable por no imponerlo.
Ambas concepciones del exotismo, según Wang, no son mutuamente ex-
clusivas; a menudo van de la mano, incluso en la actualidad. Cuando los turis-
tas muestran su desazón con algunos aspectos frustrantes de la modernidad oc-
cidental, a menudo idealizan a los destinos exóticos como lugares prístinos en
los que uno puede encontrarse con nobles salvajes, es decir, personal de los te-
beos que no deberían malograr nunca las expectativas que se proyectan sobre
ellos. Pero, como sucede a menudo, cuando los nativos no reaccionan de la for-
ma esperada, los turistas claman contra sus previamente ensalzados amigos
exóticos por su barbarie y por su atraso. Una vez más la codicia le pierde a
Wang, que convierte en una gran montaña cualquier grano de arena, lo que
necesitaría de mejores pruebas (como esa afirmación de que algunos turistas
idealizan a sus exóticos objetos de deseo para revolverse contra ellos cuando no
cumplen con el papel que les han asignado). Lo miremos como lo miremos, el
turismo moderno comparte una visión deformada del exotismo que, al cabo,
refleja su incapacidad para entenderlo. La mirada turística no puede librarse de
ese pecado original. Siempre está viciada porque los turistas estructuran sus
destinos en términos de clasificaciones culturales binarias (desarrollado vs.
emergente; civilizado vs. primitivo; blanco vs. negro, y así sucesivamente) pro-
vistas por su propia cultura turística. «Una imagen turística es, pues, una ima-
gen utópica construida social y culturalmente» (2000: 164). En otras palabras,
es un estereotipo. Said no podría haberlo dicho mejor. Los turistas modernos,
occidentales en su mayoría, no se enteran de nada. Siempre reducen sus obje-
tos de interés a conductas banales o fabricadas.
Sin embargo, no todos los estereotipos, incluyendo los de los turistas occi-
dentales, han sido creados iguales. El Diccionario Merriam Webster los define
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de dos maneras. Una: «Algo repetido o reproducido sin variaciones; algo que se
amolda a una pauta fija o general y carece de marcas o cualidades que distin-
gan a los individuos». Otra: «Una pauta mental estandarizada adoptada por el
común de los miembros de un grupo y que representa una opinión supersim-
plificada, una actitud afectiva o un juicio acrítico (de una persona, de una raza,
un asunto o un acontecimiento)» (Merriam Webster, 2002). En la primera acep-
ción, todos los conceptos genéricos, tales como macho, hembra, perro, árbol,
virtud, dios, democracia, economía, erotismo, pan y millones de otros, no son
más que estereotipos. Sin ellos, empero, la comunicación sería fácilmente em-
brollona e innecesariamente verbosa. Imagínese diciendo «el vigésimo séptimo
día del cuarto mes del calendario gregoriano en el año 2008 de la era común, el
colectivo de filamentos que sobresalen de la piel de los humanos y otros mamí-
feros en la parte superior de la cabeza se me izaron como las barbas de esos
mamíferos del Viejo Continente, insectívoros y nocturnos ellos, que forman el
género Erinaceus cuando oí que se acercaba un animal del género canis fami-
liaris, de una especie desarrollada en Inglaterra y originalmente usada para
morder a los toros aunque hoy se ha convertido en un animal de compañía, el
cual animal, compacto, musculoso y de pelo corto, se aproximaba hacia mí rápi-
damente y ladrando», cuando usted podría decir sencillamente «ayer se me pu-
sieron los pelos de punta al ver que un bulldog venía hacia mí corriendo y la-
drando». Estereotipos como los de la última frase son muy eficaces para lanzar
mensajes con gran economía de medios. Si insiste usted en hablar como en la
primera, el personal podría tomarle a usted por otro de esos pedantes que pro-
fesan en Harvard, y usted no quiere eso.
El segundo significado conlleva la noción de algo simplificado, engañoso
o errado, y eso es lo que parece querer usar Wang en su definición sin mayores
miramientos. Pero es difícil que se pueda aplicar a todas las imágenes turísticas.
¿Puede realmente suceder que un turista occidental esté usando una imagen utó-
pica cuando dice que le gusta ir a Madagascar porque, como dice Wikipedia,
«su largo aislamiento de los continentes cercanos ha generado una mezcla única
de flora y fauna que no puede encontrarse en otras partes del mundo»? (Wiki-
pedia, 2010a). Esta imagen puede haber sido tan social y culturalmente cons-
truida como la que más, pero ¿es utópica, estereotipada?
Wang no se detiene ni por un momento a pensar en la diferencia y en cómo
ayudar al lector a comprender cuál es cuál. Necesita de ese gambito para poder
hacer pasar sus conclusiones por verdaderas. Una vez que se ha decretado que
todas las imágenes turísticas son constructos utópicos puede proponerse fácil-
mente que todas las imágenes de los destinos son por igual arteras, mercantili-
zadas y propias de mentes infantiles, especialmente las usadas en la promoción
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Si las cifras que aparecen en el capítulo 2 tienen algún valor, estas conclu-
siones son de una grandilocuencia injustificada. El turismo moderno, incluso
cuando sin razones para ello se entiende tan solo como turismo internacional,
no implica las más de las veces una relación entre países desarrollados y socie-
dades tradicionales. No es un asunto norte/sur más que marginalmente. Como
se ha dicho, el turismo es mayormente doméstico, es decir, sucede en el propio
país. La mayoría del turismo internacional ocurre entre países ricos o desarro-
llados. Adicionalmente, la más reciente expansión del turismo en estos tiempos
de globalización ha convertido a destinos tradicionalmente receptores de turis-
mo, como China, en mercados emisores de turismo internacional. Eso de que el
turismo «es un encuentro entre los agentes de la sociedad modernizada y los de
las sociedades tradicionales» (2000: 22) no es más que otra muestra de la fértil
imaginación de Wang. Por su parte, el turismo sexual es un terreno de arenas
movedizas (capítulo 6), pero convertir al amor venal en trata de blancas y en
prostitución infantil causada exclusivamente por los turistas no es más que una
falacia. En Asia y en otros continentes la prostitución apareció mucho antes de
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que llegara el turismo. Si acaso, el turismo puede haberla hecho más visible, tal
vez algo más extendida; pero la prostitución no ha comenzado con él.
Wang, sin embargo, acelera a medida que se aproxima a la Tierra Prome-
tida. Aunque no parece que vaya a ser tarea fácil, indica, la mercantilización
puede abortarse reduciendo la ambivalencia que genera el turismo tanto para
consumidores como para proveedores. Lo que, después de todo el peso que
Wang había otorgado a la ambivalencia en su errada descripción de la mercan-
tilización, no deja de resultar una inferencia incómoda. Tras anunciar la ambi-
valencia de la modernidad, su distorsión de las necesidades de los consumido-
res, de magnificar el caos al que ha llevado a las sociedades del tercer mundo,
la determinación profética abandona súbitamente a Wang. Quien esperase que
fuera a proponer la prohibición del turismo o que se impusieran serias barreras
a su proliferación para así beneficiar a clientes y proveedores estaría errado.
Lo que se pone en cuestión aquí no es el desarrollo del turismo, sino cómo debe hacer-
se y cómo pueden prevenirse sus problemáticas consecuencias […] Si el turismo es un
resultado de la reacción cultural de la gente a sus condiciones de existencia y a la glo-
balización, entonces un «turismo alternativo» resultará de la respuesta crítica de la gen-
te (tanto turistas como proveedores) a los aspectos negativos y al impacto del turismo
de masas (2000: 222).
La música es bella, pero el escéptico tiene derecho a pensar que, sin las nece-
sarias cualificaciones, el sueño intervencionista de Wang es un ejemplo de los
mismos perros con los mismos collares. ¿Puede alguien esperar seriamente que
ese vaya a ser el papel que estén dispuestos a representar tantos gobiernos clep-
tómanos del tercer mundo que no son responsables ante su propio pueblo, bien
porque no aceptan los procedimientos democráticos, bien porque se burlan de
ellos aunque aparezcan en sus constituciones?
Un escalón más abajo, ¿qué le hace pensar a Wang que las comunidades y
los gobiernos locales no estarán sujetos a la galerna de intereses que enfrentan
a poderosos y desposeídos, a quienes se benefician del turismo y a quienes no,
a los empresarios locales y a su fuerza de trabajo? Obtener ganancias que satis-
fagan a todos necesitaría de análisis más satisfactorio y de soluciones mejor
pensadas que estas ñoñerías biempensantes acerca del turismo responsable y el
fin de la mercantilización.
El turismo contemporáneo puede hacer creer que se dirige hacia una era «posauténti-
ca», pero la autenticidad sigue oculta bajo la superficie de las atracciones posmodernas,
aunque lo haga de forma inversa y, a ojos de algunos, perversa (2007: 81).
ristas recreativos son personajes del mundo de Boorstin —se contentan fácil-
mente con pseudoeventos—. Para ellos, el turismo no es más que una válvula
de escape del cansancio y los problemas. Se encuentran muy a gusto en su capa-
razón funcional. El siguiente tipo lo proporcionan los turistas en busca de diver-
sión, unos sujetos que no gozan de las simpatías de Cohen. Ellos no buscan dar
significado a sus vidas, sino que carecen de un centro y se entregan a placeres
insignificantes. En un análisis exigente, estos dos tipos de turistas solo pueden
distinguirse con dificultad. Su única diferencia estriba en la perspectiva desde
la que los percibimos. Si suponemos que no están alienados sino bien adheridos
a los valores occidentales, podemos pensar que son turistas recreativos. Si los
vemos como alienados, entonces su forma de viajar refleja la anomia que per-
mea las sociedades modernas y los tendremos por buscadores de diversión. Uno
podría objetar que ambos rasgos (alienación y anomia) son cosas diferentes y
que mientras que la primera se predica de sociedades enteras, la segunda tiene
que ver fundamentalmente con los individuos. Ciertamente, su distancia mutua
no es insuperable. Para Marx, la distribución desigual de la propiedad y del po-
der crea un marco social alienado que moldea el desajuste de los individuos
tanto en la clase dominante como en las dominadas. En Durkheim los indivi-
duos sufren de anomia porque, por diversas razones, no pueden habérselas con
la rigidez que sus sociedades les imponen.
Hay otras formas, más profundas, de experiencia turística. Así la tercera, a
la que Cohen denomina modo experimental. Los individuos alienados se perca-
tan de «la falta de significado y de la fatuidad de su vida diaria» (2004a: 73) y
tratan de recomponerse, ya por medio de la transformación de sus sociedades
gracias a cambios profundos y/o a la revolución, ya por encontrar su propio sig-
nificado en las vidas ajenas, lo que resulta en una alternativa menos radical. Los
turistas experienciales se mueven en aguas turbias, vacilando entre volver a
casa, como hacen los buenos turistas, o quedarse en sus destinos y convertirse
en nómadas de la opulencia. Algo más allá encontramos la cuarta forma de ex-
periencia turística: el modo experimental. Estos turistas han perdido ya todo
sentido de pertenencia a un centro societario y quieren librarse definitivamente
de él. Finalmente, encontramos a los turistas existenciales. Para ellos, hay un
nuevo centro al que entregarse. Han roto las amarras que les ligaban a su socie-
dad de origen y han elegido pasar a formar parte de otra distinta. El exilado se
convierte parcialmente en miembro de una sociedad diferente en la que ha en-
contrado su nuevo centro. Pero eso no le libra de pertenecer a su sociedad de
origen, aunque su mente y su corazón la hayan dejado atrás. Puede que se vean
obligados a volver a esta última, pero se mantienen permanentemente en con-
tacto con su nueva sociedad de elección y viajan a ella con frecuencia.
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Esta clasificación abierta tiene una clara superioridad sobre las fijaciones
binarias entre turistas que participan en la vida extraordinaria que pone a su al-
cance un alto en su trabajo y el resto de la gente que se limita a vivir su vida
cotidiana. El turista de MacCannell, su hombre-moderno-en-general, se propo-
ne abarcar demasiado, en tanto que, cada cual en su lugar, Jafari, Ryan y Wang
no pueden romper con unas categorías que subsumen a demasiados tipos dife-
rentes de conducta. Al hacerlo así adoptan una perspectiva reduccionista que
experimenta serias dificultades a la hora de entender las vicisitudes del mundo
que conocemos.
Esta tipología de experiencias no debe confundirse con otra igualmente
propuesta por Cohen en un intento de entender la sociología del turismo inter-
nacional. Aquí lo que cuenta es el binomio novedad/familiaridad y sus estadios
intermedios. El primero es el turismo de masas organizado. Es el tipo menos
dado a la aventura, representado por los consumidores de paquetes turísticos
que los mantienen en el interior de una burbuja una vez que llegan al destino
que han elegido. El tipo siguiente es el del turista de masas individual. Esta apa-
rente contradicción no indica otra cosa que, aunque tenga control sobre su iti-
nerario, el turista que ajusta su paquete a sus deseos individuales sigue aún
preso de la burbuja que le envuelve. La familiaridad domina, pero abre espacios
para apreciar la novedad. El explorador, por su parte, organiza su propio viaje
dando más espacio a la novedad y tratando de apartarse del camino más holla-
do. Pero este tercer tipo de turistas no llega a sumergirse aún completamente en
sus destinos. Finalmente, el vagabundo o trotamundos no solo busca evitar las
sendas más trilladas, sino que trata de vivir de la misma manera que sus anfi-
triones. Aquí la novedad lo inunda todo —planes de viaje, selección de lugares
de estancia, itinerarios, modos de transporte, duración de las estancias—.
Los trotamundos y los exploradores, que son las dos formas no institucio-
nalizadas de turismo moderno, son los únicos que se proponen adentrarse en
mundos desconocidos. A menudo se solapan, pero existen matices y contrastes
que establecen diferencias entre ambos, aunque solo sean de grado. Los explo-
radores se relacionan con las gentes a las que visitan; algunos incluso tratan de
hablar la lengua local; pero al tiempo evitan sumergirse por completo en las cul-
turas ajenas. Buscan lugares de residencia confortables y medios de transporte
seguros. De esta forma recuerdan al observador a los viajeros de antaño, hallan-
do así su linaje en el Grand Tour.
Los trotamundos tienen algo de más modernos. Son retoños de la opulen-
cia que tratan de romper con ella. Habitualmente son gente que cuenta con espa-
cios libres entre el final de la educación superior y el comienzo de la vida de
trabajo. «Estos turistas prolongan esa moratoria moviéndose por el mundo a la
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miento, por cierto, que Cohen fue de los primeros en introducir), las infraestruc-
turas occidentales se reproducen como hongos incluso en los países más pobres.
Sin embargo, como el turista también espera algún sabor local o signos de lo extraño en
ese entorno, aparecen decorados locales en las habitaciones de sus hoteles, comida local
en sus restaurantes, productos locales en sus tiendas. Pero a menudo esos toques loca-
les están estandarizados: los elementos decorativos se introducen haciéndolos lo más
parecidos posible a la imagen estandarizada del arte de ese destino concreto, las comi-
das locales evitan chirriar en los paladares de los turistas y la selección de artesanía
local está influida por la demanda de los turistas (2004a: 41).
Todo eso distancia al producto final de la cultura local y posibilita que los turis-
tas se muevan en un mundo semejante al de casa, rodeado por pero no integra-
do en la sociedad local. De ahí que, a pesar de los buenos deseos de la litera-
tura promocional, la comunicación cruzada entre la cultura de los turistas y la
local no fluya. Lejos de acabar con los mitos del exotismo, el turismo institu-
cionalizado los perpetúa.
La progresión entre estos cuatro tipos de turismo internacional se presenta
a menudo como un vector inverso del proceso de desarrollo turístico. Explo-
radores y trotamundos buscan lugares desconocidos o poco frecuentados y con
ello los ponen en el punto de mira de la industria. Una vez que esta repara en
ellos y los ofrece a la conveniencia de un número creciente de turistas, los flu-
jos de turismo institucionalizado, masivo o individual, están preparados para
incluir a las nuevas atracciones en su radio de acción, con lo que el número de
atracciones artificiales o escenificadas crecerá exponencialmente. Con todo,
este proceso tiene un lado positivo; al limitar el interés hacia las atracciones más
trilladas evitará que los turistas interfieran en la vida real y en la cultura de las
comunidades que los acogen. En cualquier caso, por razones de las que luego
se hablará, Cohen no dedica mucho tiempo al turismo institucionalizado y uno
sospecha que ninguna de sus variedades (sea masivo o individual) le interesa
demasiado.
A Cohen le intrigan mucho más los nómadas de la opulencia. Aquí entran
en escena los mochileros. En el tiempo en que Cohen escribía este trabajo, su
deambular por el mundo se estaba convirtiendo de un fenómeno menor en una
de las tendencias principales del turismo contemporáneo, una tendencia parcial-
mente representada por lo que entonces solía llamarse la contracultura, es decir,
los desafíos a las normas más aceptadas en las sociedades occidentales. La con-
tracultura venía con muchas envueltas, desde la desatención a lo que tradicio-
nalmente se habían considerado buenas maneras hasta el ataque a otras reglas
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más básicas como la vida de familia, la propiedad privada y aun «el sistema»
en general y su tolerancia represiva en particular.
Por su parte, esto hizo que lo que había comenzado como una reacción contraria a las
formas rutinizadas de viajar, acabase también por ser institucionalizado en un grado por
completo distinto del turismo masivo ordinario, pero en paralelo con él (2004a: 49).
cia»— y les ven como una fuente de «polución cultural», llegando incluso a
someterlos al ostracismo. No es cierto que el turismo, en cualquiera de sus for-
mas, represente un acicate para la comunicación intercultural inconsútil.
Cohen muestra una cautela semejante para evitar hacer juicios prematuros
en el asunto crucial de la autenticidad y la mercantilización. Muchos ven la au-
tenticidad como un concepto unívoco, pero esta idea marra la diana de lejos.
Aunque se distancia de lo que Wang iba a llamar luego autenticidad objetiva,
Cohen se aparta también tanto de una definición de autenticidad purista, de es-
pecialista de museo, como de la tendencia común a muchos antropólogos a bus-
carla exclusivamente en comunidades premodernas. Ambas cosas imponen
unos criterios de demarcación que distan mucho de los que espera el turista.
«Los turistas parecen buscar la autenticidad con diversos grados de intensidad
que dependen del propio grado de alienación respecto de la modernidad»
(2004a: 106). Cuanto menos conscientes son de ella, tanto más fácilmente acep-
tarán los turistas la autenticidad de los productos que se les ofrecen. Así pues,
la autenticidad tendrá más grados de intensidad de lo que suele reconocerse.
Algo similar sucede con la idea de mercantilización. Su rechazo indiscri-
minado, como en el estudio de Greenwood (1977) sobre el Alarde de Fuente-
rrabía (u Hondarribia en la nueva topología), huele a generalización abusiva.
Sin duda, los operadores turísticos extranjeros frecuentemente mercantilizan los
bienes y servicios dirigidos a los turistas, abriendo así un flanco a las acusacio-
nes de explotación de las comunidades que proponen como destinos. Pero la
producción orientada al lucro no es de suyo anatema para la autenticidad. Los
gamelan locales que actúan para audiencias extranjeras en Bali o en Java pue-
den parecer a un observador externo como adaptaciones ilegítimas del signi-
ficado cultural de su arte, pero a menudo los músicos no ven contradicciones
entre sus actuaciones y la continuidad cultural de su música. En resumen, «la
mercantilización no destruye necesariamente el significado de los productos
culturales, ni para los locales ni para los turistas, aunque eso puede suceder en
algunas circunstancias» (2004a: 13).
Cohen no suele dar soluciones fáciles y su inflexible respeto por los he-
chos contribuye en no escasa medida a la calidad y a la honestidad de su traba-
jo. Ocasionalmente, empero, hace alguna excepción que se adapta a la sabidu-
ría convencional y deja un regusto incómodo. Es difícil aceptar, como él lo
hace, que sea la burbuja turística la culpable de que los turistas permanezcan
aislados de las culturas locales cuando ellos, y no los locales, tienen reservado
el acceso a determinados bienes y servicios, como ocurría en las tiendas en
dólares de la antigua Unión Soviética o en la Cuba de hoy. Esa burbuja en par-
ticular parece ser más apropiado cargarla en la cuenta de los gobiernos de esos
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Epifanías
del sitio y me ofreció un menú con tres opciones básicas: una botella de whisky
(80 dólares); una botella de whisky y una acompañante (100 dólares); una bote-
lla de whisky y dos acompañantes (120 dólares). Mama-san explicó también en
su escaso inglés que el precio solo incluía la compañía de una o varias de las
chicas seleccionadas en una de las salitas reservadas para cantar. Cualquier tipo
de actividad sexual estaba prohibida, pero si así lo deseaba, yo podía llevar con-
migo a una o dos de mis acompañantes a una de las habitaciones del hotel, por
60 dólares por dos horas u 80 dólares por toda la noche.
De vuelta a mi Universidad, pocas semanas después, comenté la anécdota
con un colega. Él había estado en Pekín ese verano y había tenido una expe-
riencia parecida. Hotel parecido, karaoke parecido, parecido bar, parecidas
muchachas con vestidos parecidos, y parecidas explicaciones de una mama-san
parecida. Solo los precios eran diferentes. En la capital de China, las chicas co-
braban 30 dólares por hora de compañía, 200 dólares por dos horas en la habi-
tación y 250 dólares por toda la noche.
Ninguno de eso dos acontecimientos merece el nombre de epifanía. Si
acaso, eran tan solo una ocasión para meditar por qué una de las más antiguas
profesiones del mundo seguía viva en las capitales de dos autotitulados Estados
socialistas o para reflexionar sobre las diferencias en la paridad de poder adqui-
sitivo en ambas. Pero no eran una epifanía. La epifanía estaba en otro sitio. Mi
colega y yo habíamos discutido recientemente sobre un libro, por entonces re-
cién publicado, que se ocupaba del turismo sexual y donde podía leerse que su
institucionalización en el sudeste asiático podía atribuirse a la intervención
americana en Vietnam. No solo eso, sino que, decían sus autores, la prostitución
se había convertido en parte esencial del desarrollo turístico en esos países y en
un componente integral del desarrollo económico nacional e internacional
(Ryan y Hall, 2001: 136). Esta sí que era una verdadera epifanía. Por lo que am-
bos sabíamos, ni Hanoi ni Pekín habían albergado bases americanas. Adicio-
nalmente, la mayoría de los turistas en esas ciudades no son occidentales, sino
asiáticos. Cómo podían ser los soldados americanos o los turistas occidentales
las fuentes principales de una conspicua industria sexual en esas dos ciudades
y en muchas otras de ambos países. Por lo demás, ha habido un número consi-
derable de bases militares americanas en Japón y este país había conocido un
fuerte movimiento imperialista en el pasado. ¿Cómo explicar que esos dos fac-
tores, aparentemente tan poderosos en el nacimiento del turismo sexual en otros
países de Asia, no hubieran convertido a Tokio, Osaka o Kioto en otras tantas
mecas del turismo sexual? ¿Cómo podría una mente cuerda dudar de que el tu-
rismo sexual hubiese sido un sector estratégico del desarrollo económico del
país, como habría sido el caso de ser cierta la hipótesis Ryan-Hall?
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¿De verdad?
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momento—, el mismo argumento debería servir en toda Asia para hacer buena
la hipótesis de Ryan-Hall. Sin embargo, es un hecho puro y duro que no había
un número significativo de fuerzas americanas en China o en Vietnam del Norte
luego que llegaron los años cincuenta. Incluso cuando se produjo la invasión
clandestina en Laos y Camboya, el número de tropas estadounidenses en ambos
países era muy limitado. No estaban en Malasia ni en Indonesia. Vietnam del
Sur y las Filipinas podrían ser los únicos candidatos para este papel. Incluso así,
no sería posible extender la hipótesis a toda la región, haciendo extremadamen-
te difícil probar la íntima relación entre el imperialismo americano y el turismo
sexual.
Puede que sea esta la razón por la que Ryan y Hall meten al imperialismo
japonés en la foto. Si no podemos probar la relación de uno de los imperialis-
mos con el turismo sexual, hablemos del imperialismo en general. Sin duda,
desde la guerra chino-japonesa de 1895, Japón trató de establecer su propio im-
perio en Asia del Este. El ataque a Pearl Harbor en 1941 mostró que, además,
se proponía controlar todo el océano Pacífico. Tras él, Japón consiguió hacerse
con casi toda la extensión de los imperios británico, francés y holandés en el
sudeste asiático y los incluyó en la esfera de Co-Prosperidad de la Gran Asia
(Buruma, 2003). Fugaz como lo fue, Japón logró imponer su hegemonía en casi
todas las regiones (Tailandia, por cierto, fue una excepción) del este y del sud-
este asiáticos en las que hoy se fijan los investigadores del turismo sexual.
Para Ryan y Hall, la expansión imperialista japonesa convirtió la prostitu-
ción en un mecanismo de dominación formal (?) y una forma de satisfacer las
necesidades sexuales de las tropas de ocupación (2001: 140). La última parte de
ese aserto es una mera tautología. La primera, por el contrario, aporta algunos
hechos como pruebas, pero cuando uno los examina no parecen probar gran
cosa. Hablar de los balnearios y spas que siguieron a la ocupación japonesa de
Formosa (Taiwan) los estira hasta hacerlos invisibles. En mejor relación con la
cosa están las llamadas comfort women (mujeres para el reposo del guerrero) de
Corea y de otros países, obligadas a prostituirse (en definitiva, a ser violadas
pues no solían sacar beneficios en el cambio) para los soldados del Imperio del
Sol Naciente. Sin embargo, cualquier parecido con la prostitución consensual
de los tiempos actuales se desvanece en cuanto se la examina. Incluso si esa po-
lítica japonesa pudiese construirse como una consecuencia de la expansión im-
perial, su relación con el turismo sexual actual en el sudeste asiático es, por de-
cirlo suavemente, de lo más frágil. Japón fue derrotado en 1945 y el turismo
sexual hacia esa parte del mundo tardó cerca de cuarenta años en desarrollarse
con fuerza. ¿Qué clase de causalidad presente puede argüirse para unir ambos
fenómenos? Con los mismos mimbres, uno podría tejer el cesto de que el turis-
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mo sexual empezó con las invasiones mongolas que se extendieron por las mis-
mas zonas geográficas en los siglos XII y XIII.
Uno piensa que más vale buscar las raíces del aumento del turismo sexual
en esa parte del mundo en la economía del presente, dejando de lado términos
tan vagos y, al tiempo, tan cargados de valoraciones como los de militarismo,
colonialismo o imperialismo, especialmente cuando, como sucede con los he-
chos recién apuntados, los hechos no cuadran. Sin embargo, eso no debe ser
óbice para entender por qué la demanda de turismo sexual pudo ser tan rápida-
mente colmada por la oferta. Para entenderlo convendría saber algo más sobre
el papel de la prostitución en las regiones examinadas.
Al turista accidental que se pasea por Patpong, Nana Plaza o Soi Cowboy
en Bangkok, o por Pattaya o por Phuket, le resulta fácil confirmar el estereotipo
de que la prostitución en Tailandia ha seguido los pasos del turismo occidental.
Esas son las áreas que atraen a la mayor parte de los turistas sexuales. Pero la
prostitución también trabaja para la clientela local. Anotado de pasada y rápida-
mente olvidado para complacer a los neorrománticos, está el hecho de que la
mayoría de los consumidores de amor venal en Asia se origina en la sociedad
local. Ese parece ser el caso de Tailandia (Jeffrey, 2000: xi-xii, 135). En 1994, el
Ministerio de Salud Pública presentó estadísticas en las que se decía que un 75
por ciento de hombres tailandeses usaba regularmente servicios de prostitución,
y que un 44 por ciento de los adolescentes varones había pagado por su primera
experiencia sexual (Wilson y Henley, 1999). Si esas cifras son correctas, apun-
talarían la idea de que solo una pequeña parte de las prostitutas tailandesas tra-
baja en el circuito internacional, en tanto que la mayoría lo hace para la gente
local. Este segmento es indudablemente mucho más difícil de ver para quienes
no hablan la lengua, son incapaces de entender el funcionamiento interno de la
sociedad Tai y no navegan por el país con la destreza de un local, porque ambos
lados de la industria habitualmente se ignoran entre sí (Askew, 2002).
No hay mucha mejor información para otros países de la región, aunque lo
poco que se sabe apoya lo que venimos diciendo. Un estudio de Vietnam con-
cluía que el perceptible aumento de la prostitución en el país está mayormente
en relación con la rápida expansión de una clase de nuevos empresarios y con
la corrupción burocrática (Nguyen, 1997). Algo similar aparentemente sucede
en China (Goodman, Pomfret y Ting, 2002). En un artículo sobre la ciudad a la
que la autora llama Lakeside, Walsh (2001) notaba que la clientela del barrio
rojo (por el color de los faroles que solían anunciar las casas de lenocinio, no el
de los centros del Partido Comunista) estaba mayoritariamente compuesta por
los chinos Han, el grupo étnico al que pertenece cerca del 90 por ciento de la
población del país. En otro trabajo (Pan, 2002) se describen pautas de conduc-
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bargo, uno tiene todo el derecho a preguntarse por qué esas poderosas creen-
cias, tan importantes a la hora de conformar las conductas en muchas áreas de
la vida social, no deberían contar cuando se habla de estructuras familiares,
identidades sexuales y la existencia de la prostitución. Como de costumbre, le-
jos de contribuir a las llamadas mejores prácticas, los prejuicios pomo oscure-
cen sus objetos de investigación en vez de aclararlos.
Desde 1982, Tailandia ha seguido los pasos de los llamados tigres asiáticos, un
grupo de países (Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Taiwán) que ha expe-
rimentado un rápido desarrollo económico. A pesar de la crisis financiera de
1997-1998, el PIB Tai en 2002 era 3,5 veces mayor que en 1982. En 2008, la
renta per cápita estimada (en términos de PPP o poder relativo de compra) era
de 8400 dólares, un salto que la había cuadruplicado desde 2002, y mayor que
la de los países a los que se llama de «renta media baja» en la jerga del Banco
Mundial. La contribución de la agricultura al PIB en 2009 (estimación) era 12
por ciento, la de la industria 42 por ciento, y la de los servicios 45 por ciento.
Tailandia ha experimentado así un rápido proceso de crecimiento durante los
últimos veinte años (CIA, 2010), acompañado por un igualmente rápido ascen-
so de las clases medias.
Cambios como estos, habitualmente conocidos como modernización, tie-
nen amplias consecuencias sociales. Algunos son extremadamente beneficio-
sos, otros no tanto. A menudo, la modernización crea fuertes tensiones y des-
equilibra las estructuras sociales tradicionales (Desai, 2002: 36-54). Tailandia
no ha sido una excepción a esta regla. El declive de la población rural ha gene-
rado un veloz crecimiento urbano a medida que millones de campesinos trata-
ron de encontrar trabajo en corporaciones industriales o en los servicios. Mu-
chos de estos migrantes interiores eran mujeres jóvenes; muchas venían del
Isan, una de las áreas más pobres, en el nordeste del país. La mayoría tenía muy
pocas habilidades que se pagasen bien en el mercado. Entre un trabajo pesado
y mal pagado, amén de carente de regulaciones, en la industria y una corta pero
bien pagada carrera en la prostitución, algunas buscaron ese empleo de forma
más o menos voluntaria (otras fueron forzadas a prostituirse o vendidas a bur-
deles por sus familias).
Esta fuerza de trabajo sexual equilibraba el aumento de la demanda. La
razón económica básica del turismo sexual en Tailandia es lo que se llama arbi-
traje, es decir, la diferencia de precio por los mismos servicios entre las prosti-
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 270
tutas tais y las de los países desarrollados. En Estados Unidos, un cliente tiene
que estar dispuesto a pagar entre 300-700 dólares por una hora de GFE (Girl
Friend Experience, como así se anuncia) con una compañera sin credenciales
(Eros Guide, 2010). Si la mujer es una estrella del porno, el precio sube a 1500-
1800 dólares (Body Miracle, 2010). Por esta última suma, uno puede encontrar
un paquete turístico de una semana en Bangkok y tener aún una pequeña suma
para gastarla con una prostituta local que cobre 30-50 dólares por un encuentro
sexual. No es de sorprender que la demanda extranjera para el amor venal sea
mayor allí que en Chicago, Calgary o Calatayud.
Cuántas mujeres tais han seguido ese camino tiene algo de misterio. Una
vez más, los investigadores se ven superados por la escasez de datos. Los núme-
ros del Gobierno hablaban de unas setenta mil prostitutas en 1992 (Thai Mi-
nistry of Public Health, citado en Boonchalaski y Guest, 1998: 139). Más allá
de este umbral mínimo, las cifras crecen, de acuerdo con la imaginación o con
la agenda política de los estudiosos, hasta dos millones (Hornblower, 1993), un
millón (Richter, 1989), una horquilla de cuatrocientas mil a setecientas mil
(Truong, 1990) y otra de doscientas mil a doscientas cincuenta mil (Booncha-
laski y Guest, 1998).
A falta de datos fiables, uno puede tratar de hacer cálculos razonables.
Según eso, la ratio entre el número de prostitutas y la población en general
(unos 67 millones de tais en 2010) sería de 1:33 (Hornblower), 1:67 (Richter),
1:95 (Truong), 1:268 (Boonchalaski y Guest) y 1:837 (Thai Ministry of Public
Health). Holanda, uno de los países con algunas estadísticas de prostitución,
contaba veinticinco mil prostitutas, en una población de dieciséis millones, en
2000 (datos de la Fundación Graaf, citados en Orhant, 2002), con una ratio de
1:660, es decir, a medio camino entre la estimación de Boonchalaski y Guest y
la del Ministerio Tai de Salud Pública.
En 2010 había unos 10,4 millones de mujeres tais en el grupo de edad de
15 a 34 años (US Census Bureau, 2010), la cohorte que potencialmente provee
el mayor número de prostitutas. La ratio entre prostitutas y el resto de este
grupo de mujeres sería 1:5 (Hornblower), 1:10 (Richter), 1:14 (Truong), 1:49
(Boonchalaski y Guest) y 1:125 (Thai Ministry of Public Health). En ese mismo
año, en Holanda había dos millones de mujeres en el mismo grupo etario (US
Census Bureau, 2010), con una ratio de 1:40 entre las prostitutas (suponiendo
que su número desde el año 2000 hubiera permanecido constante) y el resto, es
decir, cercana a los datos de Boonchalaski y Guest. Así pues, el número de pros-
titutas en un momento determinado debería estar entre esa estimación y los da-
tos del Ministerio de Salud Pública. Sin duda, el número de mujeres que han
ejercido la prostitución en algún momento de sus vidas tiene que ser mayor,
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 271
pero lo que cuenta para los cálculos que seguirán es el número que opera en un
momento determinado. Esas cifras se refieren a la totalidad de las prostitutas.
Para las que trabajan en el sector del turismo sexual, los números tienen que ser
considerablemente menores porque los turistas sexuales representan solo una
pequeña parte de la industria. Estimar esa parte es aún más complicado, pero
una vez más pueden hacerse conjeturas informadas. El primer elemento para
ello lo provee el número de llegadas internacionales.
En 2007, el país recibió 14,5 millones de turistas extranjeros, de los cua-
les el 65 por ciento eran hombres. En total, 4,5 millones más de hombres que
de mujeres. Parece razonable pensar que la mayoría de los turistas heterose-
xuales en busca de sexo en venta debería encontrarse en este grupo de hom-
bres. Si todos ellos fueran turistas sexuales (lo que requiere un esfuerzo de
imaginación) y si estuviesen distribuidos por igual a lo largo del año, el núme-
ro diario de hombres extranjeros en busca de sexo sería de doce mil. Como la
media de estancia en el país es de diez días, el máximo de demanda diaria lle-
garía a 120 000. Si estimamos que, de ese total, alrededor de la cuarta parte
estaría en busca de aventuras sexuales, harían falta entre 25 000-30 000 prosti-
tutas para equilibrar la demanda. El turismo sexual ocuparía así entre el 15 y
el 20 por ciento de las prostitutas estimadas, en las dos cifras que parecen más
confiables.
Algunos académicos se muestran inasequibles a reflexionar sobre la reali-
dad y dan la impresión de que no se han parado ni dos minutos a pensar en lo
que están diciendo. ¿Puede haber de trescientas mil a quinientas mil prostitutas
en Camboya? Esas son las cifras de las que hablaba Paul Leung (2003). Todo
es posible, pero no todo es probable, y este número parece una enorme exage-
ración. En 2000 (tomando aquí ese año como base para seguir el cálculo de
Leung) la población total de Camboya era de 12,4 millones —6,4 millones de
mujeres y seis millones de hombres (US Census Bureau, 2010)—. El número
de mujeres entre quince y veintinueve años, de nuevo la cohorte con mayores
probabilidades de dedicarse a la prostitución, era de 1,7 millones. Si las figuras
de Leung fuesen correctas, ya 1:6 o 1:3 de las mujeres camboyanas de esa edad
trabajarían en la industria del sexo. De ser así, su número sería proporcional-
mente mayor que el de las estimaciones más aventuradas para el caso de Tailan-
dia. Si hubiera dos millones de prostitutas en Tailandia, solo una de cada cua-
tro mujeres figuraría en esa cuenta. Camboya habría sobrepasado a Tailandia en
este dudoso ranking.
Imaginemos que fuera verdad. Cómo podrían todas esas mujeres ganarse la
vida, por miserable que fuera. Si restamos de los seis millones de hombres cam-
boyanos el grupo menor de quince años (2,7 millones) y mayor de setenta
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 272
cosas pueden ser aún peores. Nina Rao, una feminista fundamentalista, denun-
ciaba la existencia de 17 000-19 000 deukis en Nepal (equivalentes a las jogini
o prostitutas sagradas del sistema Devadashi que se cuentan en Maharastra o en
Karnataka) que se entregan a hombres ricos; o las 3138 mujeres (ni una más ni
una menos) del distrito de Nuwakot, en Nepal, enviadas a trabajar en la indus-
tria sexual de la India; o la de las familias nepalíes que venden a sus hijas por
10 000-20 000 rupias (220-440 dólares); o las veinte mil mujeres nepalíes que
trabajan como prostitutas en Nueva Delhi (Rao, 2002). Todo ello sin citar ni una
sola fuente. La repetición de cifras infladas cuando se trata de la prostitución
parece haberse convertido en una pauta bien asentada. Cuando la Copa Mundial
de Fútbol se jugó en Sudáfrica, una serie de agencias de noticias informaron de
que cuarenta mil prostitutas habían entrado en el país para satisfacer el aumen-
to de demanda sexual creado por la llegada de los hinchas de equipos foraste-
ros. Nadie se sorprenderá ya de que sea la misma cifra que se manejó en 2006,
cuando el torneo se jugó en Alemania. ¿Serán las mismas?
A pesar de su escaso rigor, esas hipótesis representan una función semióti-
ca importante. Se avanzan para mantener que el turismo sexual occidental gene-
ra buenas rentas para los países en donde se ha desarrollado, al tiempo que crea
problemas que no existirían de no haberlo hecho. Uno puede legítimamente
dudar que ninguna de ellas pase la prueba del algodón.
Cuadro 6.2. Impacto del turismo sexual sobre las exportaciones de Tailandia (2008)
NÚMERO DE IMPACTO EXPORTACIONES IMPACTO
PROSTITUTASa ECONÓMICOb TAILANDIA 2008c ECONÓMICOd
(miles) (millardos de dólares) (millardos de dólares) (%)
organizarse contra su explotación y por una clara voluntad de luchar contra los
abusos. Aunque Jeffrey se detiene antes de pedir abiertamente la legalización de
la prostitución, esa parece ser la consecuencia que se desprende de su argumen-
to. Uno puede estar de acuerdo con alguna de esas conclusiones, aunque quede
por ver cómo se enlazan con las premisas de las que Jeffrey parte. Repitiendo
vigorosamente todos los mantras pomo y poco, la autora no hace más que ahon-
dar el agujero en el que ella sola se ha metido.
Ante todo, su mecanismo explicatorio no cuadra bien con los hechos. Pese
a toda la faramalla sobre la hegemonía occidental, conviene no olvidar que el
antiguo Siam se mantuvo independiente hasta la invasión japonesa en 1941
(Baker y Phongpaichit, 2005). Es decir, que los gobernantes tailandeses tuvie-
ron mucha más amplitud de la que tuvieron nunca los de Laos, Camboya, Viet-
nam o India bajo la administración colonial. Entre otros factores, la rivalidad
entre potencias imperiales significó una mucho menor influencia de estas en los
asuntos de Tailandia. Al final de la Segunda Guerra Mundial, el país recuperó
su independencia y su sistema legal ha estado controlado siempre desde enton-
ces por el Estado nacional. Por lo tanto, la influencia o hegemonía occidentales
sobre la regulación de la familia, de la sexualidad y de la prostitución serían, en
el mejor de los casos, de segunda mano. De hecho, los diferentes gobiernos que
han existido desde entonces han sido muy capaces de legislar sobre estas y otras
muchas cuestiones sin necesidad de apoyos exteriores. Por supuesto, algunas
influencias extranjeras se han podido filtrar en el debate por medio del papel de
los medios globales, pero incluso cuando así sucedió, no se pudo imponer más
que con el consentimiento de importantes grupos nacionales.
La lógica interna del argumento es igualmente frágil. Como tantos pocos,
Jeffrey quiere dejar clara su posición a favor de los pobres y los Otros oprimi-
dos y eso la lleva a conclusiones sorprendentes. Por ejemplo, para ella, el énfa-
sis de la legislación aprobada en 1996 sobre el control de los burdeles y de la
prostitución infantil favorece a los ricos sobre los pobres, porque son estos últi-
mos los que más suelen recurrir a la última. Aparte de no mostrar prueba algu-
na de ello, se hace difícil seguir a la autora cuando dice que en este asunto espe-
cífico «la nueva ley opera como un mecanismo disciplinario para forzar el
nuevo modelo de hombre favorecido por las clases medias sobre los hombres
pobres» (2002: 135). Si el Gobierno deja sin regular la prostitución infantil,
algo falla; si legisla, es aún peor.
Consideraciones igualmente bondadosas acompañan otras críticas a la le-
gislación de 1996. La ley castiga a los padres que venden voluntariamente a sus
hijos para trabajar en burdeles con sanciones mayores (hasta veinte años de cár-
cel) que las impuestas a proxenetas y propietarios de burdeles. Adicionalmente,
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 280
les priva de la custodia de sus hijos cuando estos son liberados de su «trabajo».
Para Jeffrey, rendida a la palabrería foucaultiana, esa regulación debe impug-
narse porque aumenta los poderes disciplinarios del Estado sobre padres e hijos.
Tal vez la sociedad tailandesa, incluyendo a los muchos pobres que no venden
a sus hijos, saldría más beneficiada si los que lo hacen no tuviesen castigo e in-
cluso pudiesen recuperar la custodia de sus hijos, al menos hasta que se les pre-
sente una nueva oportunidad de negocio. Sin duda, muchas reglas legales caen
con mayor rigor sobre unos grupos que sobre otros, pero este problema moral
no puede servir de excusa para pedir que se les dé un tratamiento de favor.
Muchos de los culpables de fraude durante los escándalos financieros de Wall
Street en 2001-2002 eran muy ricos. ¿Deberían ser absueltos porque los ricos
tienen mayores posibilidades de incurrir en fraudes financieros que los demás
grupos sociales?
El argumento de Jeffrey transpira aborrecimiento hacia cualquier interven-
ción del Estado, que, por definición, habrá de crear mayor opresión. Es una que-
rencia gratificante, pero no va acompañada de una explicación sobre cómo una
sociedad moderna podría existir sin Estado. Legalizar la prostitución en Tailan-
dia o en cualquier otro sitio sería, posiblemente, la mejor forma de afrontar el
problema, pero parece difícil concebir un plan semejante sin recurrir a un míni-
mo de esa regulación estatal, por otro nombre normalización, que los pomos
aborrecen. En este asunto de la legalización de la prostitución el Estado debe-
ría tener la responsabilidad de determinar la mayoría de edad sexual; de prote-
ger a las mujeres (y a los hombres y a los transexuales) para que no se las pueda
forzar a prostituirse; de imponer controles sanitarios; de perseguir el tráfico de
menores; de castigar los intentos de proxenetas y dueños de burdeles de contro-
lar el negocio; de luchar contra la corrupción policial; y, no por último menos
importante, de hacer que las prostitutas paguen impuestos por su trabajo. Así
sucedió en Holanda cuando se legalizó la prostitución en 1998 y se autorizó a
que los burdeles funcionasen desde 2000. El sistema parece estar funcionando
bien. Sin duda, habrá quien argumente que eso no es sino otra forma de disci-
plinar los cuerpos de las prostitutas y de imponerles una serie de valores ajenos.
Tal vez habría que escuchar lo que ellas —y ellos— tienen que decir.
Más complicado aún es saber en qué se relaciona todo esto con el supues-
to orden representacional occidental que, según Jeffrey y muchos de los auto-
res citados anteriormente, subordina el sur al norte. Si se piensa que la prosti-
tución debería ser legal, uno debería llevar el asunto hasta sus conclusiones
lógicas. Legalizar la prostitución no significa otra cosa que hacer que los servi-
cios sexuales puedan ser vendidos libremente, es decir, según la jerga pomo, ser
mercantilizados a partir de ese momento. Pero ¿cómo puede defenderse esta
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 281
conclusión al tiempo que se mantiene que «la política en los países exteriores
al Occidente hegemónico gira en torno a la necesidad de habérselas, es decir, de
resistir y responder al poder discursivo de Occidente» (2002: 146)? ¿Cómo salir
del laberinto en donde el oeste, generalmente identificado con el capitalismo y
la globalización y ácidamente denunciado en consecuencia, pueda ser resistido
ampliando la lógica del mercado?
Este conflicto irresuelto entre la desaprobación ritual de la hegemonía cul-
tural occidental y la incapacidad de proponer otras soluciones que las ya inven-
tadas por el mercado está en la base de la cerrazón pomo para entender los me-
canismos del turismo sexual y de otras muchas cosas. Cargar todas ellas en la
cuenta del nuevo orden representacional occidental, sea eso lo que fuere, libera
a los autores que hemos estudiado en este capítulo de la espinosa tarea de ana-
lizar el papel de los sistemas de familia tradicionales o de las ideologías religio-
sas autóctonas que les abren y guían en su camino. Afortunadamente para estas
últimas, las generosas generalidades de los autores poco refuerzan su poder al
tiempo que muestran la incapacidad de sus autores para ofrecer alternativas
convincentes, aunque traten de librarse de la carga de la prueba con un pompo-
so moralismo.
10-Capítulo 6 12/12/11 12:54 Página 282
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 283
El Camino de la Filosofía
Hay muchos factores para explicar el desequilibrio. Uno es, por cierto, el alto
nivel de precios en el país por comparación con la mayoría del resto del mundo.
Otro, la casi completa ausencia de actividades promocionales por parte de la Agen-
cia Japonesa de Turismo (JNTO) hasta 2003. JNTO solo asumió un papel activo
en la promoción internacional del país después de esa fecha, tras el lanzamiento
de la campaña Visit Japan, el 1 de abril de 2003 (JTA, 2010d). Antes de eso, posi-
blemente en sintonía con la política gubernamental, Japón rehusaba hacer promo-
ción activa. Durante muchos años las políticas de promoción de las exportaciones
japonesas habían levantado ampollas entre muchos competidores suyos, a medida
que su balanza de pagos reflejaba un superávit considerable. Japón ahorraba más
de lo que consumía en importaciones. En el punto álgido de su boom de los ochen-
ta y después, el Gobierno nacional trataba de limitar las críticas animando a los
japoneses a viajar al exterior y limitando el turismo de fuera. En aquel tiempo
marcó un objetivo de diez millones de turistas emisores, para reducir en alguna
medida el superávit acumulado por las exportaciones. La meta de los diez millo-
nes se alcanzó rápidamente, superándose ampliamente durante los noventa. En los
años recientes ha fluctuado entre quince y diecisiete millones.
Desde 2003 los números del turismo receptivo han aumentado, pero no de
forma espectacular. La meta marcada era la de llegar a treinta millones de turis-
tas internacionales en el futuro, con un umbral más inmediato de quince millo-
nes en 2013 (JTA, 2010d). Dada la incertidumbre en el escenario internacional,
parece dudoso que tan ambicioso objetivo vaya a ser alcanzado, y lo mismo
puede decirse de las expectativas de que el turismo emisor japonés llegue a los
anunciados veinte millones. Por el momento, empero, los gastos del turismo in-
ternacional japonés están en rojo, o, con una jerga más profesional, el país expe-
rimenta fugas en su balanza de pagos turística.
De esta manera, Japón se ha convertido en uno de los casos más extremos
de desequilibrio entre turismo receptivo y emisor entre las economías desarro-
lladas. En el pasado reciente, la proporción entre japoneses que viajaban al ex-
terior y el turismo receptivo era casi de diez a cuatro. Si se considera la ratio
entre japoneses al exterior y viajeros a Japón por motivos que no fueran nego-
cios, esa proporción se amplía a 10:2,5. Como se ha dicho, el hiato se está
cerrando como consecuencia del nuevo interés japonés de promocionar su turis-
mo internacional (Craft, 2003), pero parece que por muchos años aún Japón
continuará estando a la cola de muchos otros destinos desarrollados a la hora de
atraer un número significativo de turistas extranjeros. Como se vio en el cuadro
7.1, aún son la mitad de los turistas japoneses al exterior.
Por su parte, los turistas japoneses se han convertido en uno de los princi-
pales motores del crecimiento del sector (Lew, 2000) en Asia y en el Pacífico.
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 286
También son los que tienen mayor índice de gasto medio entre todos los turis-
tas internacionales (JTA, 2007, 2008). Las estimaciones de gasto por el turismo
emisor japonés varían según la fuente y el modo en que se calculan las cifras.
Según UNWTO (2005), en 2002, con 16,6 millones de partidas al extranjero,
los turistas japoneses gastaron 26,7 millardos de dólares, con un total de 1618
por persona. La cifra estimada para 2008 llegaba a 1743 (UNWTO, 2010b), con
un total de casi treinta millardos de dólares en gastos internacionales y dieciséis
millones de viajeros al exterior. WTTC (2004a) calculaba que los gastos por
persona en 2004 habían sido de 3025 dólares por persona (con un total de 54,4
millardos de dólares y diecisiete millones de turistas).
Como destino receptivo, la competitividad turística de Japón sigue siendo
baja. Es el número veinticinco entre los 133 países que se encuentran en la cla-
sificación del World Economic Forum (WEF), y el veintitrés de 31 países de
la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (cua-
dro 7.2). WEF clasifica la competitividad de los destinos siguiendo ocho lla-
mados pilares y tres categorías principales. Las últimas se refieren al marco re-
gulatorio, clima de negocios y recursos naturales y culturales. Japón aparece
en lugares bajos en lo que se refiere a seguridad, precios y afinidad con el turis-
mo, aunque se mantiene alto en recursos culturales.
Volvamos ahora al Camino de la Filosofía. Con los datos apuntados, no es
sorprendente que el turista occidental que se pasea por él tenga dificultades en
encontrar otros de su misma condición entre los turistas domésticos. Esta con-
dición nos lleva a plantear el asunto de la identidad. Una de las ideas básicas de
la visión pomo (capítulo 3) en la investigación turística mantiene que el contac-
to entre extranjeros y locales pone en peligro la identidad de las comunidades
anfitrionas. Con esta vara de medir, un bajo número de turistas internacionales
no debería plantear amenaza alguna a Japón y la japonesidad, sea eso lo que
fuere; debería resistir perfectamente el asalto de la influencia exterior o, al me-
nos, debería tener un alto grado de resistencia. ¿Tiene Japón una sola identidad;
se atuvieron a unas mismas reglas de conducta los japoneses del pasado y lo
hacen también los de hoy?
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 287
Suiza 1 1
Austria 2 2
Alemania 3 3
Francia 4 4
Canadá 5 5
España 6 6
Suecia 7 7
Estados Unidos 8 8
Australia 9 9
Reino Unido 10 11
Holanda 11 13
Dinamarca 12 14
Finlandia 13 15
Islandia 15 16
Portugal 16 17
Irlanda 17 18
Noruega 18 19
Nueva Zelanda 19 20
Bélgica 20 22
Luxemburgo 21 23
Grecia 22 24
Japón 23 25
República Checa 24 26
Italia 25 28
Corea del Sur 26 31
Hungría 27 38
Eslovaquia 27 46
Chile 28 47
México 29 51
Turquía 30 56
Polonia 31 58
Fuente: Autor sobre WEF (2009).
Identidades múltiples
¿Qué Japón?
Uno sale del Camino de la Filosofía, se dirige hacia el oeste hasta encontrar
Higashioji-Dori, una larga avenida norte-sur en la orilla oriental de río Kamo;
luego tuerce hacia el sur en el parque de Maruyama y llega al corazón de Gion,
sintiéndose cerca de una importante parte de la historia de Japón. Gion había
sido ya un lugar de elección para la construcción de templos antes de la funda-
ción de Heian Kyo, la Capital de la Paz y la Tranquilidad, el germen del Kioto
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 290
si usamos la novela de Murasaki como una fuente histórica […] la gente de La historia
de Genji representa tan solo un escasísimo porcentaje de los habitantes del Japón en el
siglo X. Con pocas excepciones todos ellos pertenecen a la aristocracia, cuyo núme-
ro no pasaba de unos pocos miles en una población de varios millones (Morris, 2004:
178-179).
Piénsalo tres veces antes de decir nada a nadie. No hagas nunca nada a la ligera […]
Desde tus vestidos y tus tocados hasta tus carruajes, cuida solo de esas cosas en la medi-
da en que lo demande la necesidad y no persigas en vano la belleza y el porte (citado
en Sansom, 1999: 182).
11-Capítulo 7 12/12/11 13:03 Página 291
De esta forma, a lo largo de los años, lo que ahora llamamos identidad na-
cional japonesa encontró al menos dos expresiones concurrentes, síncronas y
contrapuestas que, a su vez, se dividían en numerosas subcorrientes. Las tradi-
ciones y los rituales preferidos por cada una de esas dos vías alternativas (y
otras muchas más pequeñas que no necesitan ser descritas ahora) definían una
alternativa real que no se aviene con las ideas básicas de la corriente fundamen-
talista en la definición de la identidad.
El declive general de la fertilidad es atribuible en parte a la edad media en que las mu-
jeres tienen su primer hijo; en 1970 esa media estaba en 25,6 años, en 2002 había subi-
do a 28,3 y en 2003 a 28,6 (Statistics Bureau, 2004).
No solo esperan más las mujeres para ser madres; muchas de ellas prefieren no
casarse y no tener hijos. En el año 2000, las mujeres solteras menores de veinti-
nueve años representaban un 45 por ciento de esa cohorte; un 10 por ciento de las
mujeres entre 35 y 39 años habían decidido no casarse; otro tanto sucedía con un
cuarto de las mayores de cuarenta —un cambio notable en una sociedad en donde,
en 1950, solo 1,4 por ciento de las mujeres no se habían casado nunca (Efron,
2001; Orenstein, 2001)—. Los divorcios, aún muy limitados (2,25 por cada mil
personas en 2003), han crecido de forma estable desde los noventa. En otras so-
ciedades, por ejemplo en Estados Unidos, tendencias similares han supuesto un
crecimiento enorme de madres solteras; no así en Japón, donde solo cuentan con
1 por ciento de los nacimientos. Parece que allí, aunque su número ha crecido
exponencialmente, las mujeres solteras saben cómo evitar los embarazos.
Las mujeres jóvenes no casadas suelen vivir con sus padres (entre 80-90
por ciento). No solo ellas. Muchos hombres jóvenes también lo hacen. De ahí
que hayan sido llamados unos y otras «la generación canguro» o «residentes en
el nido» o, más abruptamente, «parásitos» (Yamada, 1999). La última expre-
sión, curiosamente, se emplea para referirse casi solo a las solteras con un re-
gusto de reproche (cuadro 7.3).
Las solteras parásito han sido objeto de numerosas críticas, especialmente
por sus supuestas actitudes materialistas. Muchas de ellas tienen salarios anua-
les bajos, pero no tienen que preocuparse de pagar la renta, la comida o el agua
y la luz. Sus familias proveen. Por lo tanto, la práctica totalidad de sus ingresos
son renta disponible y, por supuesto, disponen de ella a lo grande.
Miki Takasu, de veintiséis años, es una mujer guapa que conduce un BMW y lleva bol-
sos de Chanel que cuestan 2800 dólares —cuando no usa otros de Gucci, Prada o Vuit-
ton—. Pasa sus vacaciones en Suiza, Tailandia, Los Ángeles, Nueva York y Hawaii
(Tolbert, 2000).
Todo eso con un salario anual de veintiocho mil dólares como cajera de un
banco.
Lo más probable es que Miki viva en el mismo reino de la fantasía que las
«reinas del subsidio» de Ronald Reagan que se habían comprado Cadillacs con
los cheques remitidos por la Seguridad Social. En cualquier caso, lo que toda
esta charlatanería de los medios de comunicación indica a todas luces es que la
identidad de las mujeres japonesas está cambiando rápidamente —y la familia
11-Capítulo 7
12/12/11
13:03
20-24 9,9 6,1 62,1 5,0 3,0 59,3 4,9 3,2 65,1
25-29 8,8 3,3 37,5 4,5 1,8 39,9 4,3 1,5 35,1
30-34 8,1 1,4 17,4 4,1 0,9 21,7 4,0 0,5 13,1
TOTAL 26,8 10,9 40,5 13,6 5,7 41,6 13,2 5,2 39,4
Fuente: Masahiro Yamada (1999) y Management and Coordination Agency, citados en Takahashi y Voss (2000).
DE PASEO POR EL CAMINO DE LA FILOSOFÍA
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Para los pomos, resulta tan evidente lo que la ideología dominante o hegemóni-
ca es y quién la impone que consideran superfluo elaborar más el concepto. Las
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novelas policíacas pomo, por tanto, suelen ser más bien aburridas. Uno sabe
desde la primera página que el asesino es James, el mayordomo: un macho
blanco, anglosajón, protestante, leal servidor de los hegemones que, por comi-
sión u omisión, muestra su empeño de envenenar al Otro con los tabúes y los
prejuicios de la «cultura occidental» que datan de los filósofos griegos y con el
patriarcado al que rinde pleitesía, como lo decía Garner (1995: x).
No todo está perdido. Hay un lado bueno de las identidades que consiste en
la afirmación de las oprimidas frente a la hegemonía imperial. Las personas o
los grupos que comprenden el verdadero significado de su identidad definirán
mejor cuál es su posición injustamente subordinada en cualquier entorno social
y podrán sentirse así más seguros de su legitimidad. De esta forma, las políti-
cas identitarias (las buenas) ayudarán al Otro —las mujeres, las comunidades
que buscan su afirmación cultural o su autodeterminación nacional y cualquier
otra minoría explotada o sometida a abusos (ya sean culturales o étnicos)— a
luchar por sus derechos y a resistir las exacciones que le tratan de imponer los
diversos actores hegemónicos. Estos últimos suelen ser hombres en el caso de
las sociedades patriarcales, gentes de orientación heterosexual, grupos étnicos
dominantes o poderes centrales o metrópolis. Es claro que el concepto pomo de
identidad deriva de las ideas de Foucault sobre el interminable enfrentamiento
de los poderes en cualquier ámbito social. La consecuencia última sería conver-
tir en sospechoso cualquier ejercicio del poder.
Una vez más hay que decir que esta visión no se tiene en pie. Si todas las
relaciones sociales reflejan luchas de poder, es decir, intentos de imponer una
dominación ilegítima, se hace imposible saber dónde está la legitimidad en
cualquier situación. A la postre, todo poder es tan ilegítimo (o tan legítimo)
como cualquier otro. Así que para evitar la circularidad del razonamiento, los
pomos tienen que encontrar un atajo. Prefieren decidir por sí y ante sí quién
tiene el derecho de resistir y quién es el opresor. El salto, empero, es más com-
plicado de cuanto están dispuestos a reconocer porque requiere una reificación
de las categorías. La identidad individual es relativamente fácil de atribuir.
Las huellas dactilares y las pruebas de ADN ayudan a saber que P no mató a
S, y hay otros procedimientos fiables para establecer que esta persona concre-
ta es en realidad P y no S. La identidad grupal, lamentablemente, no existe. El
color de la piel no impidió a Papá Doc victimar a muchos otros haitianos
negros. No todas las mujeres aceptan la definición feminista del género, ni
todos los escoceses o todos los catalanes apoyan la independencia de Escocia
o de Cataluña. Uno puede tratar de escapar de esta encerrona diciendo que los
dictadores o las mujeres no feministas o los escoceses y catalanes integracio-
nistas no pertenecen en realidad a ninguna de esas categorías sociales (negros,
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aceptan voluntariamente una serie de constructos ajenos a los que no ven como
imposiciones forzosas, sino como definiciones razonables y/o aceptables de una
situación dada. El escalón superior de esta categoría lo ocupan los constructos
científicos, a los que cualquier observador independiente puede llegar si sigue de-
terminados procedimientos bien establecidos. Sin duda, siempre habrá un nú-
mero de personas que rechacen, por ejemplo, la hipótesis evolucionista y de-
fiendan el creacionismo, pero ese número ha decrecido significativamente desde
el siglo XIX. Algo semejante puede decirse de otras nociones científicas. Adi-
cionalmente, a veces algunos individuos que ven más allá de sus narices pueden
tener razón en sus puntos de vista, aunque inicialmente fueran rechazados y hasta
perseguidos, y acaban por convertirse en el modelo de futuros constructos. Tal es
la tensión perenne que afecta a todas las sociedades humanas y que los pomos
ocultan tras las interminables guerras entre dominación y resistencias.
Por debajo de los conceptos científicos hay otro número de creencias e ins-
tituciones que la mayoría cree aceptables como centros de organización de la
vida colectiva. En lo alto de la pirámide aparecen las normas fundamentales de
lo que llamamos el contrato social. La Declaración de independencia de Estados
Unidos lo resume en el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la feli-
cidad. La mayoría de las constituciones democráticas lo detallan en lo que se
suele llamar su parte dogmática. Más abajo aparecen las leyes que regulan los
muy diversos aspectos del tráfico social. Muchas sociedades también reconocen
la fuerza de costumbres y tradiciones como parte del contrato social y esperan
que los ciudadanos actúen de acuerdo con ellas y con otras reglas morales y
otras convenciones sociales. Cuanto más se aparta uno de las normas funda-
mentales, tanto mayor es el espacio que las sociedades dan a sus miembros para
organizar sus vidas; de ahí, pues, su diversidad. La diversidad no es solo un ele-
mento de la vida internacional que a veces aparece descrita como una diversi-
dad de identidades impermeables unas a otras. La diversidad es también un
elemento básico en el interior de las naciones. Las sociedades democráticas per-
miten una amplia panoplia en lo tocante a ideas religiosas, ideologías políticas,
gustos, orientación sexual, decisiones de consumo y otras muchas dimensiones.
Cuanto mayores son las opciones que les permiten, tanto más legítimas suelen
aparecer esas sociedades a los ojos de sus ciudadanos. Sin duda, en todas las
sociedades, algunos individuos y algunos grupos, a veces muy importantes, no
sienten como suyas las reglas mayoritarias. Si eso les lleva a acciones violentas
en contra del régimen de libertades imperante, todas las sociedades cuentan con
un amplio número de eventuales sanciones que pueden ir desde la pena de
muerte y la cadena perpetua hasta el ostracismo social o la estigmatización.
Todo esto lo sabe cualquier estudiante de ciencia política.
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¿Por qué hay una mayoría de ciudadanos que cumple la ley? Las sanciones
que acabamos de mencionar cuentan, pero no son la única razón. La mayoría de
los ciudadanos sienten que obedeciendo las leyes se obedecen a sí mismos. En
los regímenes democráticos la red de normas refleja la voluntad popular expre-
sada en elecciones libres de representantes de la ciudadanía. Sin duda, no todo
el mundo se siente satisfecho con todas las reglas, pero la mayoría piensa que
ese es el menor de sus problemas a la hora de organizar pacíficamente la vida
colectiva. Frente a la matriz pomo, ese respeto por el imperio de la ley y las for-
mas que esta adopta en cada circunstancia concreta no refleja ni poder desnudo
ni falsa conciencia; no es el producto de la manipulación. Si lo fuera, eso signi-
ficaría que los oprimidos a quienes dicen defender son incapaces de usar el
poder de su propia razón.
Lo que lleva derechamente al asunto de la hegemonía. Los constructos so-
ciales no son tan solo una legitimación superestructural de intereses económi-
cos que cualquier buen sabueso podría rastrear en sus orígenes de clase. Solo
Bourdieu (1984) y algunos de sus seguidores más ingenuos pueden pensar que
cualquier manifestación cultural, por ejemplo ese estofado que en los libros de
cocina franceses se llama blanquette de veau (un guiso de carne de ternera),
surge de y refleja los gustos no ya de una clase social, sino específicamente de
alguna de sus subsecciones —el proletariado industrial en este caso—. Por el
contrario, la blanquette, lo mismo que multitud de otros constructos más fun-
damentales, puede gustar a amplios sectores sociales con independencia de sus
orígenes de clase. La capacidad de algunos individuos, ideas o instituciones en
responder con acierto a esos intereses colectivos es exactamente la definición
de hegemonía.
Pese a que muchos de los caballeros que aprobaron la Declaración de inde-
pendencia americana de 1776 practicaban la esclavitud y no consideraban nece-
sario incluir a las mujeres en la gobernación del país, sus ideas generales sobre
el reparto de poderes llevaban dentro de sí la necesidad de ampliar hacia esos
grupos la franquicia política. Por su parte, no fue mediante su deslegitimación
como los negros o las mujeres pudieron finalmente imponer su igualdad ante la
ley con los blancos o los hombres. Muchos de los constructos originados en la
Ilustración europea (libertad, democracia, imperio de la ley, propiedad privada,
la nación-estado, entre otros) tenían precisamente esa capacidad de generar apro-
bación entre gentes de clases, géneros, origen étnico y creencias religiosas dis-
tintos. Cuando las sufragistas comenzaron su campaña a favor del voto femeni-
no; cuando los negros americanos lucharon contra la versión local del apartheid;
cuando el movimiento de los Camisas Rojas exigía democracia en Tailandia en
2010; cuando muchos otros movimientos expresaron exigencias similares por el
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ro y se reparten el mundo en razón a sus intereses. Las naciones que hayan lle-
gado tarde al proceso se verán excluidas de esta estructuración y habrán de
recurrir a las amenazas, e incluso a la violencia abierta, para forzar un nuevo re-
parto de los beneficios a favor de sus clases capitalistas. De esta forma el impe-
rialismo, el estado final del capitalismo, se tornará crecientemente belicoso.
De ahí se seguía una importante consecuencia. Si el imperialismo es la for-
ma más rapaz y agresiva del capitalismo, todo hace pronosticar que su fin esta-
rá próximo y que las naciones atrasadas o menos desarrolladas no tendrán que
esperar mucho para prepararse a la transición al socialismo. Si el capitalismo
forma una sola cadena, esta podrá romperse donde se encuentre su eslabón más
débil. Por eso, Lenin creía en la posibilidad teórica y práctica de hacer revolu-
ciones contra Das Kapital, como diría Gramsci (1970). Con ello el comunista
italiano se apartaba del ruso (1949, 1970). Para él, el Risorgimento, ese larguí-
simo proceso histórico (1815-1861) que finalmente produjo la nación italiana,
tenía algo de revolución fallida. No pudo der una verdadera revolución socia-
lista porque el proletariado industrial era prácticamente inexistente en el país y
ni siquiera los elementos más radicales del Partito d’Azione (Partido de la Ac-
ción), como los seguidores de Mazzini y Garibaldi, podían dar con la clave para
resolver el puzle histórico de fuerzas dispares (pequeños estados-ciudades, bur-
guesías locales y campesinado) de la Italia prenacional. Iba a ser la cauta diplo-
macia de Cavour la llamada a unir a todas esas fuerzas en torno a los intereses
de las clases capitalistas del norte de Italia. Fueron ellas las únicas capaces de
crear un marco en el que, por varias décadas venideras, la mayor parte de las
demás fuerzas sociales iba a encontrar un lugar aceptable. De esta forma, no era
imposible que actores diferentes no proletarios pudiesen dirigir procesos histó-
ricos que excedían a su propia clase social. Puede, pues, concluirse que para
Gramsci la teoría del imperialismo leninista era un análisis simplista de la evo-
lución del capitalismo y que este último podría renovarse, como realmente
sucedió. Después de la Segunda Guerra Mundial, la bandera de la hegemonía
política y cultural iba a pasar a manos de Estados Unidos. Por muy ajado que
aparezca hoy ese liderazgo, el período histórico que se inauguró en 1945 sigue
aún abierto.
Benedict Anderson (1999) escribió un libro interesante sobre el nacimien-
to de las naciones contemporáneas y los nacionalismos. Según él, ambas cosas
fueron inicialmente un precipitado de diversos cambios en las mentalidades y
las tecnologías de las entonces colonias británicas y españolas en lo que hoy son
las Américas. La nación moderna encontró su modelo en la unión de las Trece
Colonias norteamericanas que se rebelaron contra la corona británica, y solo fue
posible después de que se adoptara una nueva forma de entender el tiempo en
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¿Por qué fueron precisamente las comunidades criollas las que desarrollaron tan pron-
to la idea de nacionalidad, mucho antes que el resto de Europa [cursiva de Anderson]?
¿Por qué hubieron de ser esas provincias coloniales que solían incluir una gran masa de
pueblos oprimidos y que no hablaban español las que conscientemente redefinieron a
esos pueblos como conciudadanos? ¿Y a España, con la que estaban ligadas por tantos
lazos, como un enemigo extranjero? (1999: 50).
De forma más general, ¿qué hizo que, entonces y ahora, gentes de todas clases
y de orígenes étnicos claramente distintos estuvieran dispuestas a hacer sacrifi-
cios y hasta a morir por esa entelequia a la que llamaban «la nación»?
Anderson inició un interesante viaje hacia el corazón de un asunto que aún
carece de cartografía adecuada, pero no resolvió su problema. Su trabajo empie-
za con una discusión de la alienación que experimentaban los criollos tanto de
América del Norte como del Sur. Los criollos eran gente de origen metropoli-
tano (ya fuera Gran Bretaña, ya España) pero nacidos en las colonias. Aunque
compartían una misma identidad, sus aspiraciones de igualdad con sus colegas
metropolitanos se veían frustradas de muchas formas. En suma, mientras que
los rangos superiores del sistema administrativo y económico estaban reserva-
dos para los británicos de las islas y los españoles peninsulares (es decir, naci-
dos en la península), los criollos tenían que conformarse con papeles subordi-
nados en sus propios países y no gozaban de los mismos derechos que los loca-
les cuando se mudaban a la metrópoli. Además, los criollos se veían privados
de movilidad horizontal. Los nacidos en Chile no podían buscar empleo en lo
que entonces se conocía como Nueva España (el México de hoy).
Los criollos, especialmente en Sudamérica, se enfrentaban con otro proble-
ma. Podían sentirse crecientemente alienados del centro, pero en sus países eran
tan solo una minoría de la población. No existe un censo en la América españo-
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bién errónea. Las familias no son comunidades imaginarias; sus miembros com-
parten genes, se conocen y tienen una experiencia de primera mano de sus lazos
comunes, aunque a veces diverjan o se enfrenten. Las comunidades imaginarias
o naciones no solo están ancladas con lazos emocionales o de sangre. Su fuerza
colectiva se basa en una nueva forma de conciliar los diferentes intereses de una
amplia sociedad por medio del imperio de la ley —un sistema característico de lo
que conocemos como modernidad y que muchos entienden como superior a cual-
quier otro de los conocidos hasta la fecha—.
No otra cosa supone la hegemonía sino esa capacidad de crear coaliciones
estables de intereses en torno a metas políticas y nacionales que son comparti-
das por amplios sectores sociales; no es, pues, algo basado exclusivamente en
emociones y, menos aún, en el uso exclusivo de la fuerza. Es un híbrido de las
cualidades que Pareto (1935) atribuía a sus leones (la fuerza) y a sus zorros (la
astucia), algo que, lamentablemente, se pierde en la traducción pomo y en su
subtexto marxista. La hegemonía se adecua muy bien a la mayor parte de las
tareas humanas en la medida en que unifica (los cursis hablan de sinergias) a
muchas gentes para perseguir fines colectivos. Es la fase cooperativa de la evo-
lución.
Reconocer el papel que la hegemonía ha desempañado y desempeña aún en
la mayoría de las sociedades no supone desconocer la existencia de diversidad,
de contradicciones y de eventuales explosiones de violencia a lo largo de la his-
toria y para el futuro previsible. Ningún grupo social, ninguna institución, nin-
guna agencia, tiene garantizada su infalibilidad ni su futuro y ninguno de ellos
puede conciliar todos los intereses sociales todo el tiempo; así pues, su hegemo-
nía se ve continuamente sometida a presiones tácticas y estratégicas. Incluso
aquellas instituciones que priman exageradamente su unidad, como los institu-
tos religiosos o los partidos comunistas, suelen tener en su seno al menos dos
tendencias en relación con cualquier curso de acción futura: a favor o en contra
de aquello que sea la manzana de la discordia en cada momento de su historia.
Muy a menudo hay otras subcorrientes que se apartan de las propuestas de esas
dos fuerzas. De esta forma, cada una de ellas avanza sus propios constructos
sociales y decide cómo obrar mediante prueba y error. A menudo, los conflic-
tos internos se tornan tan imposibles de conciliar que pronto dan lugar a la apa-
rición de divisiones, peleas y hasta enfrentamientos violentos, aunque sea muy
difícil prever el momento exacto en que esas cosas llegarán a producirse. Es-
tamos frente a las pulsiones divisorias que componen el camino contradictorio
de la evolución social.
Lamentablemente, el constructivismo limitado de los pomos se queda corto
en ambos aspectos. Esos cuentos de hadas políticamente correctos fracasan en
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De Babel...
L´enfer ce sont les autres [El infierno son los demás], opinaba Jean-Paul Sartre
en Huis-Clos (una obra de teatro escrita en 1943-1944 que en castellano se
llama A puerta cerrada), y ese apotegma infernal se puso pronto de moda. Al-
gunos años más tarde, Sartre explicaría que lo que quería decir era algo diferen-
te de lo que se le solía atribuir. No se refería tanto a que las relaciones sociales
hubieran de ser una continua maldición, o que tengamos que ver en nuestras re-
laciones con los demás un anticipo del infierno. Más bien,
cuando pensamos en nosotros mismos, cuando tratamos de saber quiénes somos, final-
mente acabamos por echar mano de lo que otros piensan sobre nosotros, nos juzgamos
con un material ajeno usado —y luego transmitido a nosotros— por los demás. Todo
cuanto pueda decir acerca de mí mismo necesita del conocimiento ajeno. En otras pala-
bras, si nuestras relaciones se agrían, yo me daré cuenta de que sigo dependiendo de
esos juicios ajenos, desembocando así derechamente en un infierno. Mucha gente se
encuentra en una situación similar porque depende en demasía de los juicios ajenos.
Pero eso no implica que no podamos tejer relaciones con ellos; solo que los demás tie-
nen una importancia capital para cada uno de nosotros (2004).
hablan con una sola lengua hecha de una colección cerrada de codificadores,
mensajes y audiencias a menudo engaña con su simplicidad. Ante todo, se olvi-
da de la perenne contradicción entre Milengua y Tulengua (más sobre esto en
seguida); además, uno no debería olvidar que los codificadores de mensajes ha-
bitualmente usan figuras de retórica o narrativas que tienen metas diferentes,
usan sintaxis divergentes, tratan de producir efectos contrapuestos y hablan a
sus audiencias de acuerdo con ello.
«Dejemos de hablar de mí; hablemos en cambio de lo que usted piensa de
mí» puede ser una broma, pero por indulgente o graciosa que pueda parecer la
proposición a su autor, ambos aspectos no necesariamente coinciden. Miguel de
Unamuno, tomando pie en una idea de Oliver Wendell Holmes, sugería que en
cada uno de nosotros habitan tres personas diferentes, la dialéctica de los tres
Juanes y los tres Tomases (1998). Uno es el Juan o el Tomás real, que resulta
desconocido hasta para sí mismo; otro es el Juan o el Tomás ideal, es decir, la
persona que cada uno de nosotros cree que es y trata de proyectar hacia el resto
del mundo exterior; finalmente, tenemos al Juan ideal de Tomás y al Tomás
ideal de Juan, es decir, el yo del Otro que cada uno de ellos construye y que no
necesariamente coincide o se solapa con los dos primeros. Uno podría embelle-
cer el acertijo hablando de otro par en el tercer estado: el Juan ideal de Tomás
y el Tomás ideal de Juan que cada uno de ellos deja conocer al otro en su len-
guaje público, y viceversa. En cualquier caso, para no complicar innecesaria-
mente la cosa, dejando a un lado al primer Juan y al primer Tomás, que, por
definición, son incognoscibles incluso para sí mismos, los otros dos estados ha-
bitualmente despliegan una permanente disonancia. Cuando Juan habla de sí
mismo podemos decir que usa Milengua; cuando Tomás se refiere a Juan, en-
tonces sabemos que lo hace con Tulengua. La mayoría de las veces ambas cosas
no coinciden. Una aplicación turística de este modelo puede encontrarse en un
trabajo de Karch y Dann que trata del complicado proceso de negociación de
identidades entre turistas femeninos y ligones de playa en Barbados (1981).
La distancia cognoscitiva es muy incómoda. Idealmente, todos preferiríamos
que la persona que tratamos de proyectar fuera aceptada sin mayor problema por
todos nuestros contactos. Pero, para concentrarnos en el turismo, atracciones y
destinos tal y como son presentados por sus promotores raramente coinciden con
la percepción de sus audiencias. Ninguno de los dos lados tiene un completo con-
trol sobre sus imágenes, que cambian sin cesar en la percepción ajena, es decir,
se hallan en continuo flujo o, de otra forma, son el reñidero en que se enfrentan
fuerzas opuestas, algo que se suele olvidar a menudo (capítulo 7).
Finalmente, mucha de la información intercambiada, a menudo bajo la for-
ma de cotilleos, se refiere a hechos (incluyendo sentimientos y opiniones) que
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nos permiten navegar los rápidos del entorno natural y social. De esta manera,
la comunicación y el lenguaje adquieren rasgos claramente evolutivos y están
ligados a la supervivencia. Sin embargo, como se ha hecho notar, no toda comu-
nicación incluye hechos. Parte de los mensajes que recibimos al cabo del día
incluyen un elemento de persuasión. Nos informan de las pretendidas ventajas
de consumir este o aquel bien o servicio, o los presentan de tal forma que nos
sintamos impulsados a consumirlos en el futuro. Así es el lenguaje de la publi-
cidad, que, por más que haya estado conspicuamente presente en otros períodos
históricos, ha adquirido una importancia especial en nuestras sociedades de
mercado, es decir, en las modernas sociedades de masas. Tal vez debido a su
ubicuidad, tal vez a causa de su intensidad, resulta fácil confundirlo con el len-
guaje sin más, especialmente en áreas como el turismo donde establecer la ima-
gen de un producto o de un destino a menudo es cuestión de vida o muerte para
sus promotores. Pero eso sería un serio error. Para manejar el vasto canal infor-
mativo sobre la conducta y las actividades de los turistas conviene mantener
separada la comunicación basada en hechos y la suasoria. No es sencillo, pero
hay mucho que ganar cuando se entiende esa diferencia.
La disonancia se apodera con mayor facilidad de los narradores que tienen
que construir y sostener las imágenes y marcas positivas de un producto. En el
sistema turístico tales son las fábricas de vacaciones (operadores mayoristas,
agentes de viajes, líneas aéreas, cadenas hoteleras) y las gestorías de destinos
(GD o DMO —Destination Management Organization en inglés—), cuya fun-
ción principal consiste en crear narrativas sobre la calidad de sus productos, la
singularidad de los destinos que promueven y demás. Esas narrativas tienen que
incluir éxitos continuos y merecidos y pruebas de la clarividencia de sus consu-
midores. Cuando ese mensaje se transmite con éxito, se genera una relación de
confianza que hará que el consumidor compre el producto o el servicio ofreci-
do una y otra vez.
La creación de imágenes y marcas se ha usado sobre todo para vender
productos y servicios. En el mundo del turismo, aerolíneas, cadenas hoteleras,
operadores turísticos y agentes de viajes se han usado con buenos frutos las téc-
nicas de creación de marcas (Morgan y Pritchard, 2000). Pero, con la vista
puesta en ese éxito, otros actores comenzaron a usarlas. Últimamente, un cre-
ciente número de destinos han tratado también de establecer sus propias mar-
cas. ¿Hace verdaderamente buenas esas promesas la Milengua de sus promoto-
res? Parece dudoso. Para empezar, los destinos no pueden librarse fácilmente de
que se les identifique con las naciones-estado en donde se encuentran (Ansholt,
2002, 2005, 2006; Lee, Lee y Lee, 2005). Cuando se les pregunta en dónde pa-
saron sus últimas vacaciones, muchos contestarán que en China, o en Tailandia,
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Graham Dann ha dedicado mucha atención al estudio del lenguaje del turismo
y su obra ha inspirado buena parte de la discusión posterior. Otros autores
(Bitchfeld, 2007; Pike, 2004b, 2007, 2008; Tasci y Gartner, 2005) se han ocu-
pado igualmente del asunto, pero aún nadie ha mostrado la profundidad y la
extensión de Dann. Su libro fundamental (1996a) reúne una impresionante co-
lección de materiales y, lo que es aún más crucial, avanza una serie de hipóte-
sis para resumir la gramática del lenguaje del turismo. El suyo es un intento in-
novador por analizar el turismo que aún sigue sin tener igual.
En muchos otros trabajos (1996a, 1996b, 1996c, 1999, 2002, 2005a,
2005b), Dann ha aplicado su metodología sociolingüística a objetos tan varia-
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dos como los folletos, los pósteres, los anuncios turísticos, las guías, los repor-
tajes de viajes y hasta los avisos usados en las zonas turísticas. Posteriormente
ha ampliado su radio de acción a las formas y protocolos en que se transmiten
informaciones sobre diversos aspectos del turismo por internet. Su obra es un
punto de referencia básico para el estudio del turismo, aun cuando el lector
piense que, por diferentes razones, esta no acaba de alcanzar sus objetivos. Para
decirlo en breve, la clave de arco de sus hipótesis es que la comunicación o el
lenguaje del turismo trata a sus destinatarios como niños que necesitan ser so-
metidos a control social. Esa tesis central la ilustra, como se ha dicho, con gran
cantidad de materiales y una impresionante colección de ejemplos, pero, pese a
la riqueza de las aportaciones, el resultado final acaba por caer en el reduc-
cionismo y rutinizar sus conclusiones.
Al principio del capítulo 4 de El lenguaje del turismo, Dann anuncia al lec-
tor que su idea de que «el lenguaje del turismo es un lenguaje de control social»
es tan importante que «puede considerarse como el fulcro de mi contribución»
(1996a: 68). Sin embargo, no hace a esa noción algo más explícito. Control,
control social, poder… son palabras que demandan un tratamiento más detalla-
do porque son muy polisémicas. El poder se define en los diccionarios como la
capacidad de producir un efecto físico determinado, como cuando decimos que
un terremoto fue tan poderoso que destruyó todas las casas en un radio de diez
kilómetros desde su epicentro; pero también como la capacidad de dirigir o in-
fluir en la conducta de otros o en un particular curso de acción, como en «el
líder impuso su voluntad a la asamblea» o «el partido X ha ganado una serie de
elecciones durante los últimos años». Cuando hablamos de poder como control
social, generalmente nos referimos a este último uso. Pero no todas las formas
de control social son necesariamente iguales. Cuando decimos «el Führer deci-
dió enviar a todos los judíos a campos de exterminio», normalmente entende-
mos que este tipo de poder no es exactamente igual al que aparece en la expre-
sión «los padres decidieron enviar a sus hijos a un campamento de verano».
Ambas cosas son ejemplos de poder o control social, pero mientras que una ma-
yoría de observadores puede concluir que la decisión de los padres es legítima
al decidir la forma en que sus hijos menores deben emplear sus vacaciones de
verano, disponer de la vida de los otros sin su consentimiento es algo ilegítimo,
aun cuando, en el primer sentido de «poder», el Führer indudablemente tenía el
poder de proceder a la Solución Final.
La noción de legitimidad y la necesidad de hilar fino para entenderla, como
se dijo en el capítulo 3, no tienen sitio en la matriz pomo. Por definición, esta
ve en todas las situaciones sociales un reflejo de estructuras de poder que cir-
culan en ambos sentidos. Esa idea ha medrado en muchos autores a lo largo de
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nos preocupa […] que la visión [de la violación] en Foucault sea prematuramente utó-
pica: su idea de la redefinición de la identidad sexual y de otras identidades sigue mos-
trándose sumisa a las antiguas relaciones de poder y de violencia incluso, o especial-
mente, en esta época posmoderna; y que si aparecen excepciones al influjo de la tiranía
sobre la base de su categorización es porque esa escapatoria les ha sido concedida tan
solo para que sigan sirviendo al poder al enmascarar su eficacia (1993a: 205).
Como lo hacen con muchos otros de sus sospechosos habituales, los MacCannell
acusan a Foucault de proveer excusas para el poder. Sin embargo, no es menos
cierto que dan en la diana cuando señalan que «el poder no es neutral, difuso,
algo que está al alcance de cualquiera, sino algo ferozmente protegido por quie-
nes lo ostentan y por sus agentes; y finalmente que las amenazas y el propio uso
de la fuerza y de la violencia forman parte esencial del ejercicio del poder»
(1993a: 205). Los MacCannell pueden no haberse dado cuenta de adónde les lle-
varía su pensamiento (la necesidad de elucidar qué es lo legítimo en cada caso),
pero su conclusión es intachable. Hay diferencias —diferencias que deben ser
puestas de relieve y mantenidas hasta el fin— entre los usos legítimos e ilegíti-
mos del poder. Poder y legitimidad no pueden vivir el uno sin la otra.
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individuos una oportunidad para ejercer su libertad individual, pero esto hay
que tomarlo con el proverbial grano de sal. Algunos autores señalan cómo los
turistas acaban atrapados por sus propias decisiones; que tienen que aceptar las
exigencias que imponen los operadores turísticos en cuanto al tiempo de viaje,
lugares a visitar, servicios prestados durante el viaje y demás. Turner y Ash
(1975), por ejemplo, veían el control como una consecuencia de la componen-
te corrosiva del turismo o, al otro extremo, de la exigencia de los turistas por
encontrar un orden que les asegure su seguridad mientras viajan. Estos autores
dieron un paso más al argüir que esta necesidad de orden fue el éxito de luga-
res como la España de Franco, el Portugal de Oliveira Salazar o las Filipinas de
Marcos.
Pero, apunta Dann, no es tanto el poder político lo que cuenta en la impo-
sición del control social sobre el sistema turístico cuanto el poder económico
desnudo de la industria que organiza el consumo turístico (2003). Hoteles y
cadenas de restaurantes, centros comerciales orientados al turista, espacios de
diversión, parques temáticos y, sobre todo, las fábricas de vacaciones que pro-
ducen paquetes turísticos buscan la maximización de sus beneficios e imponen
un marco a la conducta turística que siempre defrauda las expectativas de los
anfitriones y de los huéspedes.
Es a partir de esa relación asimétrica de poder como todos ellos moldean las volunta-
des de las sociedades receptoras y de los turistas […] No solo popularizan modelos que
facilitan ese control, sino que manipulan las actitudes para que se amolden a esos mode-
los [a través de] la publicidad […] redefiniendo de paso las situaciones, imponiendo
parámetros y alterando la conducta de los consumidores hacia la dirección deseada por
ellos. Como los clientes están desorganizados y carecen de intereses colectivos, acaban
por caer bajo el control de un discurso que formula las preguntas, provee las respuestas
y les habla por medio de órdenes (1996a: 76)
se, vestir, evitar las risotadas o hablar a gritos; «en suma, cómo ser decentes,
respetables y representantes modelo de sus propios países» (Dann, 1996a: 84).
Baedeker fue el creador del ranking de estrellas para las atracciones turísticas,
aleccionando así a los turistas sobre lo que valía la pena ver y lo que no mere-
cía un desvío. Se dice que hasta los residentes de los lugares a visitar se com-
portaban de acuerdo con lo que Baedeker hacía esperar, incluyendo hasta a Old
Faithful, el géiser del parque nacional de Yellowstone, en Wyoming, del que se
decía que sus erupciones seguían la pauta que había marcado Baedeker. A la
vera de Boorstin, Dann se deja llevar de un excesivo entusiasmo por Baedeker.
El Feldmarschall Göring, según ellos, estaba tan encariñado con la guía que en
1942 ordenó a la Luftwaffe destruir todos los monumentos británicos que ha-
bían sido señalados en ella con un asterisco. Más aún, «en los días anteriores a
la Segunda Guerra Mundial, no menor personaje que el Kaiser se sentía obliga-
do a actuar para los turistas» (Dann, 1996a: 84), dejándose ver cada día en el
concierto que la banda imperial tocaba a las doce del mediodía frente a palacio,
«porque Baedeker dice que eso es lo que hago siempre a esa hora» (Boorstin,
1961: 104). Un poder de Baedeker sin duda impresionante, pues de ser cierta la
historia habría forzado al Kaiser a seguir esa rutina incluso cuando, como en los
días anteriores a la guerra, ya no era Kaiser. Guillermo II abdicó su corona en
noviembre de 1918, muchas lunas antes del estallido de septiembre de 1939.
No solo las guías se afanan por exhibir su capacidad de control. Los repor-
tajes turísticos también están llenos de consejos, y qué puede haber de más pro-
penso al control que los buenos consejos. Otro tanto puede decirse de las fotos
que acompañan a la publicidad y a los artículos de las revistas de viajes. La for-
ma en que presentan a los turistas corroboran las mismas imágenes que uno
puede encontrar en los catálogos de las fábricas de vacaciones o en la publici-
dad de las gestorías de destinos (GD). Dann lo ejemplifica con una imagen de
la agencia turística de India (O’Barr, 1994) que muestra a una pareja de blan-
cos sentados en el lomo de un elefante guiado por un mahut que viste sus mejo-
res galas y pretende que esa es la mejor manera de visitar Jaipur —otra instan-
cia mítica à la Barthes de la ideología del colonialismo fotográfico, «donde los
sahibs y las memsahibs son tratados como maharajás y los locales presentados
como sus servidores» (1996a: 87)—.
El control social se extiende a otros muchos componentes del turismo
(Dann, 2003). Véase el recién mencionado sistema de estrellas para evaluar
atracciones y hoteles, que no se limita a informar de sus características, sino que
los categoriza de forma que excluye a los de categoría superior de las opciones
de los menos pudientes. No solo en términos monetarios. Los que están en la
cima aparecen también como algo vedado para quienes carecen del capital cul-
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tural que les permita seguir los códigos de conducta apropiados. Al ofrecer
mejores habitaciones que las que sus eventuales consumidores tienen en sus
casas, esa clasificación confina a los de menores posibles a sus propios dormi-
torios. O, con otro truco, esos hoteles se presentan como lugares seguros que
aíslan a sus clientes de un exterior al que describen como peligroso o falto de
interés. De esta forma convierten a los consumidores en una clientela cautiva
que no se atreve a abandonar el recinto y se gasta el dinero en los bares de la
piscina o en su night club, aumentando sin cesar la cuenta de consumiciones.
Esta es la estrategia adoptada con éxito desde sus inicios por el Club Med.
A resultas, no solo mejoran los beneficios de la compañía, sino que sus clientes
se convierten en consumidores sumisos y, por ende, más dispuestos a aceptar
sin rechistar las normas del club. Algunas de ellas pueden ser verdaderamente
infernales. Un reportaje citado por Dann hablaba de un centro de vacaciones en
la Dominicana en donde a los huéspedes se les hacía portar una pulsera identi-
ficatoria sin la cual no podían obtener servicios y hasta les era imposible entrar
en sus habitaciones. ¡Hasta una antigua Miss Bristol tuvo que ponerse la pulse-
ra, estropeando así un magnífico bronceado total! Otro reportero comparaba su
estancia en otro centro del Caribe con una temporada en manos de las SS.
Usando su control social, las fábricas de vacaciones meten a los turistas en
una cápsula, a pesar de que su publicidad haga aparecer las vacaciones como
una manifestación de su libertad. Las atracciones que uno no puede dejar de ver,
las opiniones de los guías, los itinerarios impuestos, el control del tiempo, las
regulaciones de hoteles y destinos, todas esas reglas y otras muchas más, su-
puestamente beneficiosas, imponen su control y empujan al rebaño turístico
hacia los únicos pastizales en los que se le permite pastar. El colmo del control
se muestra sobre todo en los paquetes vacacionales. Pero tan pronto como los
organizadores se apoderan de la voluntad de los individuos, hasta los viajes pre-
tendidamente más libres y abiertos se convierten en instrumentos de control. Ni
siquiera los viajes de aventura, los safaris, los descensos de ríos con rápidos y
otros deportes extremos se escapan de él.
¿Puede haber algo menos constreñido que un viaje a pie? Pues, si uno lo
compra, el folleto de sus operadores le dirá que en determinados lugares son ne-
cesarias unas buenas botas y que algunos senderos son más complicados que
otros. Algunas antiguas rutas de peregrinos se han hecho muy populares. En
1987, por ejemplo, el Camino de Santiago se convirtió en la primera Ruta Cul-
tural Europea, así designada por el Consejo de Europa. En el pasado, los pere-
grinos podían deambular por doquiera les guiase su fantasía; hoy en día las ru-
tas genuinas están marcadas por signos reguladores (las conchas de los peregri-
nos de antaño). Si los caminantes quieren pasar la noche en uno de los hostales
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Así, ya sea que hablemos del control social ejercido en los hoteles o en otros productos
de viajes, ya nos las tengamos que haber con los controles menos sabidos que se impo-
nen durante la experiencia turística o los mandatos formulados como avisos en los cen-
tros de vacaciones o en los destinos, ya nos refiramos al turismo del pasado o del pre-
sente, no se puede ignorar el mensaje de orden y control que aparece por todas partes y
en todo momento (1996a: 100).
De esta suerte, los turistas tratan de volver a los buenos viejos tiempos y de reconciliar-
se con la naturaleza por medio del mito de la Edad de Oro, con su rica, abundante y lu-
juriosa natura (el mito del Cuerno de la Abundancia). Añoran su niñez (mito de la
Fuente de la Juventud). Buscaban a sus madres en las profundidades de las ciudades
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(mito de Heliópolis), en las montañas (mito del Olimpo) y en los océanos (mito de Po-
seidón). Las vacaciones, dice Dufour, no pueden librarse nunca del mito, de la misma
forma que los propios mitos suponen una regresión de la humanidad, una forma de
infantilismo, un retorno a los pechos de la Madre (1996a: 105).
cia triste, a Zeus se le olvidaron las externalidades. En vez de ofrecer más sa-
crificios, los humanos se pusieron a buscar a su otra mitad y, cuando la en-
contraban, se abrazaban a ella y desesperaban por convertirse en uno con ella.
Lamentablemente, eso no era posible porque, demediados, sus órganos de gene-
ración no podían completarse y los humanos comenzaron a morir de inanición
y falta de cuidados de sí mismos.
Pero Zeus, como los freudianos pop, era también un entusiasta de las diver-
siones de masas y un maestro en lo tocante a finales felices. Así que hizo un
cambio de diseño en las previamente mencionadas partes inmencionables y las
colocó en el frente. De esta forma, cada humano tenía solo una de ellas, ahora
completa, La interminable búsqueda de su otra mitad podía así encontrar tregua
en el abrazo de los amantes. Hombres y mujeres seccionados de un antiguo an-
drógino se tornaron heterosexuales, mientras que los hombres separados de
otros hombres y las mujeres cortadas de otras mujeres fungían como homose-
xuales. De esta forma sentimos siempre al ausente Otro (ya sea hombre o mu-
jer) en nosotros porque siempre ha estado ahí, de la misma forma en que al
marino le duele la pierna que perdió un una tormenta. Todo lo cóncavo recuer-
da así a la vagina/útero y todo lo convexo al pene. Zeus y los freudianos pop
desterraron para siempre los finales infelices. Lamentablemente, no consiguen
resolver el problema de que todo lo convexo lo es solo por un lado, en tanto que
refluye o se rehúnde por el otro, lo mismo que le pasa a todo lo cóncavo. Al fi-
nal, todo lo cóncavo es convexo y todo lo convexo es cóncavo, según conven-
ga, con una serie de inversiones posibles que han sido explotadas hasta las
heces por el psicoanálisis y por el mercadeo. Es la ventaja de aquello que no
tiene una estructura reconocible: que puede ser usado tanto para un roto como
para un descosido. Whatever Works (Lo que salga), como en la película epóni-
ma de Woody Allen.
A partir de las tres R, Dann lleva al lector a un jardín de otros tríos igual-
mente complementarios y pedagógicamente aliterados (en inglés): las tres H
(Happiness, Hedonism, Heliocentrism), las tres F (Fun, Fantasy and Fairy
tales) o las tres S (Sea, Sex, Socialization). A la postre, todos ellos se resumen
en el primero. El turista es un niño que busca su gratificación y teme verse pri-
vado de ella. Hay muchas maneras de expresarlo. Uno puede hablar en clave
freudiana (principio de realidad vs. principio de placer), o decirlo como Jung
(introversión vs. extroversión), o como Lacan (ley del padre vs. ley de la ma-
dre), o como los durkheimianos de izquierda (libertad vs. organización). Los
economistas y los sociólogos faltos de imaginación preferimos hablar del con-
flicto entre las expectativas y la escasez. Mientras que Freud, Jung, Lacan y los
durkheimianos de izquierda siempre tienen a mano una solución literaria, pues
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 329
por sus antepasados. Las declaraciones de derechos, una vez interpretadas por
los jueces, deciden qué límites pueden imponerse al ejercicio de esas libertades.
De tal suerte, la mayoría de las constituciones modernas consagran la libertad
económica regulada por el mercado, lo que significa que los humanos tienen
libertad para trabajar y para vender su fuerza de trabajo, aunque a veces no lo
puedan hacer. La esclavitud y los abusos quedan prohibidos. Sin esas y otras
manifestaciones de control, la vida social sería más azarosa e imprevisible, sin
necesidad de citar a Hobbes y su idea del estado de naturaleza. Seguramente por
ello, las reglas que hacen posible el ejercicio de los derechos individuales en las
sociedades democráticas suelen gozar de mucho apoyo. Algunos ciudadanos, o
muchos, pueden mostrar su disgusto con este o aquel aspecto de la vida en las
sociedades libres, pero también pueden asociarse para defender sus puntos de
vista y eventualmente cambiarlas. A la postre, la legitimidad de los gobiernos
democráticos es alta porque permite a la mayoría hacer exactamente lo que
quiere. Los mercados pueden no ser aceptados con la misma alacridad que la
democracia representativa; pero para muchos parece claro que cuanto más li-
bres resulten, tanto más eficientes serán. Pese a todos sus fallos y debilidades,
pese al sempiterno ruido a favor de regulaciones crecientes, la mayoría piensa
que funcionan mejor que las economías controladas o las planificadas.
Esto explica buena parte de la legitimidad del control social. El imperio de
la ley y los mercados, sin embargo, tienen sus límites. Dentro de su marco, el
tráfico social encuentra muchas más formas de expresión en costumbres, usos
comerciales, creatividad, nuevas formas de trabajo y ocio. Sin embargo, no to-
dos los individuos cuentan con las habilidades, el capital, la perseverancia o el
valor para convertirse en hitos en cada una de esas vías de actividad. La opinión
individual tiende a formarse a través de los medios. No solo expresamos nues-
tros puntos de vista, sino que deseamos ver nuestras opiniones transformarse en
corrientes de opinión y nos identificamos con sus creadores. Confiamos en los
medios o en los blogueros que expresan nuestros pensamientos y nuestros sen-
timientos de forma más coherente de lo que nosotros somos capaces de hacer-
lo. Gustos y decisiones de consumo se moldean por las modas y las novedades
canalizadas por los medios a través de la información, de las páginas de opinión
y de la publicidad. Más aún, son muchos quienes buscan ayuda para decidir qué
productos merecen confianza y cuáles no. A menudo la encuentran entre parien-
tes y amigos, en el boca a oído, en las revistas para los consumidores, o en la
literatura de los diferentes proveedores. Todos ellos ejercen formas legitimadas
de control social.
Muchas veces, los poderosos que cuentan con el dinero necesario para
ofrecer sus productos eficazmente, es decir, las corporaciones y las grandes so-
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 332
trol en manos de los operadores, aceptando graciosamente las reglas del juego.
En última instancia, la lógica del argumento de Dann sobre el control social pres-
ta poca atención a la capacidad de los turistas para decidir lo que les resulta mejor
y más conveniente en cada circunstancia. Dann parece creer que son víctimas
indefensas en manos de las grandes corporaciones que deciden en su nombre. La
historia de las organizaciones turísticas, empero, ofrece una narrativa diferente.
A pesar de su poder, muchas han desaparecido o han sido compradas por otros
operadores que se muestran más eficientes. Pese a todo el dinero que se gastaron
en publicidad, no pudieron evitar que se los llevase la parca porque no consiguie-
ron el favor de los consumidores.
A menudo se diría que los académicos que critican el turismo de masas han
ido a demasiadas conferencias científicas, probablemente la forma más organi-
zada de turismo, aunque eso no suela reconocerse. Las conferencias son cono-
cidas por sus rígidos horarios, los malos alojamientos, la comida deficiente, sus
banquetes finales de gala y sus menús de sopas y ensaladas inverosímiles o sus
pollos de goma, los números folclóricos auténticos a cargo de grupos de terce-
ra división, con el colofón de una excursión llamada a mejorar el capital cultu-
ral de los excursionistas y con destino a una atracción local de alto copete que
suele encontrarse hasta en los itinerarios más baratos. No todos los productos
turísticos de masas están tan controlados ni son todos los turistas tan cándidos
y conformistas como los académicos en conferencias. Uno puede así entender
el sentimiento de anomia que los intelectuales proyectan sobre las clases subal-
ternas. Tal vez un buen viaje, bien organizado, a algún destino atractivo com-
prado en internet a un operador creativo y a precios que hasta los académicos
pudiesen pagar, les hiciese rebajar esa proyección.
Para mejor expresar su desilusión con la falta de oposición o de rebelión
colectiva contra el control social de todo género, los durkheimianos de izquierda
finalmente se refugian en un antiguo mito. La gente acepta ser manipulada y con-
trolada porque ignora sus verdaderos intereses, o sus deseos genuinos, o sus deri-
vas más íntimas: eso que los marxistas solían llamar la falsa conciencia. Los tu-
ristas dejan que otros les manipulen porque son como niños. Pero si por un
momento uno acepta esa definición de la situación, las opciones que se abren no
son muy alentadoras. Por un lado, los turistas deberían buscar nuevos líderes,
más objetivos y menos manipuladores. Pero, después de lo que Dann ha dicho
sobre la ubicuidad del control social, lo más probable es que no hagan otra cosa
que cambiar una forma de control por otra. Por otro, hay que recurrir a San An-
selmo y su argumento ontológico. Podemos pensar en una autoridad benévola y
perfecta (¿algún académico, por ventura?) que renuncie a abusar de los rústicos
en sus viajes. Kant no se lo tomaría en serio.
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con base en una detallada investigación histórica, ahora sabemos que sus conclusiones
adolecen del localismo extremado al que se entregó Margaret Mead en su Coming of
Age in Samoa y se basan en una documentación por completo inaceptable como cientí-
fica. La suya es en algunos aspectos fundamentales […] una obra de antropología fic-
ción (2001: 111).
claros fallos en su uso, ACS combina perspectivas tanto cuantitativas como cua-
litativas y no presenta serios problemas de aplicación. ACS se combina con una
metodología en la que el primero establece las pautas cuantitativas, mientras que
la segunda se centra en los significados cualitativos (2005a).
Una de las áreas donde la técnica ACS puede ser empleada, como lo hizo
Dann, es en el estudio de las imágenes de destinos. Su obra pionera se basaba en
«once folletos de vacaciones de verano representativos, dirigidos a una audien-
cia de público británico en general, y que incluían 5172 fotos desplegadas en
1470 páginas de material visual y escrito» (1996c: 63). El trabajo progresa en
dos etapas. Empieza con un análisis cuantitativo de las fotos de los folletos exa-
minados y las clasifica en dos categorías básicas: fotos con personas o sin ellas.
Donde aparece gente, las fotos se vuelven a categorizar en tres clases: fotos solo
con turistas; fotos con solo gente local; fotos que mezclan turistas y locales. El
análisis mostraba que la categoría icónica principal en los folletos analizados era
la de «solo turistas» (60,1 por ciento), seguida de «sin gente» (24,3 por ciento),
«locales y turistas» (8,9 por ciento) y «solo locales» (6,7 por ciento). Las fotos
principalmente dedicadas a hoteles y playas representaban un 70 por ciento de la
categoría «sin gente», seguidas de escenas locales (11,5 por ciento). Los turistas
aparecían sobre todo en escenas de playa y actividades deportivas y en hoteles,
mientras que las otras categorías solapaban escenas locales, paisajes y otras.
Aramberri y Dao (2005) siguieron el modelo de Dann para estudiar un tipo
diferente de comunicación turística. Su archivo consistía en todos los iconos
contenidos en la guía promocional de Vietnam colgada en las páginas web de la
Agencia Turística de Vietnam (VNAT) en 2004. A diferencia de los folletos bri-
tánicos, estas páginas estaban dedicadas a audiencias internacionales y residen-
tes y tenían versiones en inglés, francés y vietnamita. Sin duda, las páginas en
vietnamita podían también ir dirigidas al número considerable de hablantes de
la lengua que o no mantenían esa nacionalidad o, de tenerla, residían permanen-
temente fuera del país (viet kieu). Adicionalmente, VNAT no establecía diferen-
cias entre audiencias extranjeras y domésticas. Los archivos icónicos de 2003-
2004 eran exactamente los mismos en las tres lenguas, con la excepción de unas
pocas imágenes distintas en las páginas escritas en inglés o francés (menos de
diez en cada caso), es decir, proyectaban una imagen turística del país casi por
completo idéntica para todas las audiencias. Esta era una diferencia con los fo-
lletos del mercado británico, principalmente dirigidos a los turistas de esa na-
cionalidad. De ahí una expectativa de que la estrategia de construcción de ima-
gen en la web de Vietnam fuese diferente de la británica.
Hay que añadir otro elemento. La obra de Dann giraba en torno a la distin-
ción turistas/locales. Mientras que él estudiaba una serie de catálogos de opera-
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 336
dores turísticos, el narrador vietnamita era una agencia del sector público no
directamente envuelta en gestión de ventas. Aun cuando los iconos de la última
tenían un carácter innegablemente promocional, las páginas web no incluían
direcciones de compañías de viaje ni invitaban a hacer compras. Es decir, se ba-
saban más en factores pull que push. La segunda expectativa, pues, era que esas
páginas no solo reflejarían un orden de prioridades distinto, sino que además
proyectarían imágenes diferentes de las usadas por las compañías comerciales.
La hipótesis básica era que el personal local recibiría mayor atención en sus ico-
nos y, por tanto, aparecería en ellos más profusamente que en los folletos britá-
nicos.
El archivo vietnamita contenía un total de mil ocho fotografías y otros ico-
nos. Los resultados confirmaban la primera hipótesis. La imagen construida por
VNAT era diferente de la estrategia de los folletos británicos. En las páginas
web de Vietnam la categoría «sin gente» eclipsaba de lejos a las demás, con 72
por ciento de las fotos. Los «locales» eran la siguiente, con el 19 por ciento;
«locales y turistas» (5 por ciento) estaban en una distante tercera categoría, se-
guidos de cerca por un magro 4 por ciento para los «turistas». La comparación
con los datos de Dann parecía reveladora. Sin embargo, dentro de la categoría
«gente», los resultados eran exactamente los opuestos a los de los folletos bri-
tánicos. En la web de VNAT, los «locales» ocupaban el primer lugar, los «loca-
les y turistas» estaban en el medio y los «turistas» estaban en el escaño inferior.
Adicionalmente, en contraste con el trabajo de Dann, no había sirvientes dentro
de la categoría «locales».
Ello puede deberse a que lo mismo sucedía con los hoteles, que son el lugar
donde es más probable que aparezcan las personas que desempeñan esos pape-
les. En las páginas de VNAT solo había una foto de un hotel y enseñaba solo su
fachada, con lo que había de ser incluida en la categoría de «sin gente», como
otra perspectiva urbana más. Es difícil concluir que la ausencia de gentes loca-
les representadas como sirvientes refleja un claro cambio de estrategia sin saber
qué habría sucedido si las páginas estudiadas hubiesen decidido incluir detalles
de la vida hotelera. Es evidente que si el folleto de un operador turístico carece-
ría de sentido sin incluir hoteles, las acciones promocionales de creación de ima-
gen pueden muy bien pasarse sin ellos. Sin embargo, cualquier cliente de hote-
les y centros vacacionales vietnamitas puede atestiguar que la práctica totalidad
de los sirvientes son locales. Concluir que, de haber sido incluidos hoteles en
esas páginas, un considerable número de «locales» hubiesen aparecido como
sirvientes no parece ser un vuelo incontrolado de la imaginación.
Por lo demás, los «locales» de las páginas VNAT siguen de cerca la cate-
gorización de Dann. Uno encuentra entre ellos un alto porcentaje de artistas y
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 337
vendedores (en conjunto llegan al 27 por ciento de todas las fotos de esta cate-
goría), pero su número aumentaría de forma significativa si se incluyen en ellas
a los artesanos y a los participantes en festivales locales. Hay buenas razones
para defender su inclusión. Aunque no sean artistas profesionales, quienes des-
filan en festivales participan activamente en una representación que mantiene
cierta distancia entre actores y espectadores. El caso de los artesanos no es muy
diferente. Los artesanos, aunque constituyen aún un importante sector de la eco-
nomía de Vietnam, experimentan una presión a la baja debido al crecimiento de
los trabajadores industriales y a la emigración hacia las ciudades experimenta-
dos en Vietnam desde la introducción de la política de doi moi (New Deal) en
1986 (Hiebert, 1995; McLeod y Nguyen, 2001). La población de Vietnam es
aún mayoritariamente campesina. En 2001, de sus 78,7 millones de habitantes,
el 75,2 por ciento vivía en y del campo. Sin embargo, el número de campesinos
no ha hecho sino disminuir desde 1990 (–7,4 por ciento) y esa tendencia se ha
acentuado a medida que crecía el proceso de urbanización (+2,4 por ciento en
1990 y +3,6 por ciento en 2001), mientras la población rural solo crecía en esas
fechas entre 1,8 y 0,6 por ciento (GSO, 2002: 27; Khanh et al., 2001). Los datos
censales parecen incluso ignorar toda la fuerza de la urbanización. Algunas
fuentes consideran que solo Ho Chi Minh City habría recibido setecientos mil
inmigrantes entre 1996 y 1999.
Aunque sean aún numerosos, los artesanos ven decrecer su número. Ellos
y sus tecnologías pertenecen a una edad preindustrial que es crecientemente
ajena para la mayoría de los habitantes de las ciudades. En esa medida, uno pue-
de aproximarles a los artistas. En el archivo vietnamita, sus fotos habitualmen-
te unen vestidos tradicionales y aperos obsolescentes. Encarnan así una realidad
que es crecientemente exótica para los urbanitas, precisamente el grupo de po-
blación más proclive a participar en el turismo doméstico.
Muchos de los «locales» en las páginas VNAT pertenecen a minorías étni-
cas. La Lista de Grupos Étnicos de Vietnam, publicada en 1979, reconocía
como tales a 54 grupos. El dominante es el de los Kihn o Viet, que incluye al 87
por ciento de la población. La diversidad del resto de grupos —muchos de los
cuales habitan las zonas montañosas más pobres de Vietnam; algunos viven aún
de la caza y la recolección— crea muchos problemas para las políticas de inte-
gración del Gobierno nacional. En las páginas VNAT las minorías generalmen-
te aparecen en fotos individuales vistiendo sus mejores galas, con un fondo
indefinido o de escenas «espontáneas» de su vida de trabajo diaria, donde inde-
fectiblemente usan un instrumental preindustrial. Pero no son los aperos los que
crean la atmósfera apropiada, sino el ojo del observador. De hecho, muchos
miembros de las minorías usan tecnologías obsoletas, pero son las fotos las que
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 338
subrayan la distancia entre, por una parte, los vietnamitas que trabajan en un
entorno urbano, se visten a la occidental en su vida cotidiana, hablan la lengua
nacional y, por tanto, son previsiblemente los turistas domésticos a los que se
dirige VNAT y, por otro, una minoría inasequible al cambio. Eso les hace ser
exóticos y, por ende, sus iconos son entretenidos y excitan la curiosidad aunque
no sean artistas profesionales. El exotismo no solo se halla en destinos lejanos
que muchos vietnamitas no pueden permitirse aún —está solo a un tiro de pie-
dra—. Charlas ocasionales con habitantes de Hanoi en fin de semana en SaPa,
una ciudad de montaña en una cordillera cercana en la que viven numerosos
grupos étnicos, reforzaba esta conclusión.
En suma, los resultados del trabajo eran muy similares a las hipótesis ini-
ciales sobre el orden de prioridades de los operadores turísticos y de una gesto-
ría de destino (GD) como VNAT cuando construyen las atracciones y activida-
des que quieren promover. Los primeros retratan a turistas en los lugares y hábi-
tats que invitan a consumir a los demás. La segunda dibuja un producto más
genérico por medio de fotos de naturaleza, playas y paisajes marinos, vistas de
lugares urbanos y rurales y su historia. Sin embargo, cuando se trata del asunto
clave del papel de los locales en el imaginario turístico, tanto las compañías co-
merciales como VNAT coinciden en presentarlos de forma similar y en usarlos
como marcadores exóticos que establecen un hiato definitivo entre los turistas
y los tureados (un neologismo que se refiere a las poblaciones locales y fue em-
pleado inicialmente por Berghe, 1994).
¿Qué decir de la construcción de imágenes por agencias que no están direc-
tamente envueltas en actividades promocionales? Aramberri y Liang (2009) han
estudiado la forma en que varias revistas de viaje chinas presentan la provincia
de Yunnan a los lectores chinos. El turismo de masas moderno solo reciente-
mente ha encontrado su lugar en China. Su inicio puede buscarse después de la
adopción de la política de «puertas abiertas» en 1979 y tras la cual ha crecido
en flecha (Sofield y Li, 1998). El turismo receptivo, tanto de los turistas chinos
que viven fuera de los límites de la República Popular como de los extranjeros,
ha reemplazado a los minúsculos grupos de viajeros anteriores que visitaban el
país movidos por razones políticas e ideológicas (Zhang, 2000) y a las pobla-
ciones urbanas forzadas al «turismo» rural por la Revolución Cultural (1966-
1976). El turismo doméstico y el emisor han crecido a gran velocidad, al tiem-
po que el crecimiento económico ha generado rápidos y profundos cambios
sociales. Ante todo, un tsunami de emigrantes del campo ha inundado las ciu-
dades. Junto con la urbanización, han crecido también las clases medias. Un
estudio local (CASS, 2003) las estimaba en un 19 por ciento de la población
—unos doscientos cincuenta millones de personas—. El estudio también pre-
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 339
veía que en 2020 las clases medias representarían un 40 por ciento de la pobla-
ción, entre quinientos y seiscientos millones. Un número creciente de chinos
tiene suficiente renta disponible para poder tomar viajes de vacaciones, y otros
muchos se benefician de los viajes de incentivos que les ofrecen sus compa-
ñías o el sector público. Los gastos por turismo de los hogares han subido al 14
por ciento de la renta disponible en las áreas urbanas (Gu y Liu, 2004).
No debería, pues, sorprender que muchos consumidores chinos busquen in-
formación independiente que les aconseje sobre dónde y cómo gastarse esa
parte de su renta; aquí es donde las revistas de viajes desempeñan un papel im-
portante al ofrecer tanto información sobre gran número de destinos, domésti-
cos e internacionales, como materiales educativos para los consumidores.
Aramberri y Liang (2009) seleccionaron para su estudio iconos y artículos refe-
rentes a Yunnan que habían aparecido en los números de tres revistas de viajes
entre 2003 y 2005. Las tres publicaciones usadas para crear ese universo
(National Geographic Traveler, o NGT; Traveler, y National Parks, o NP) fue-
ron seleccionadas en razón a su percibida posición de liderazgo en los merca-
dos de alto poder adquisitivo, que son los más proclives a viajar. La dimensión
temporal del trabajo (2003-2005) respondía a la necesidad de contar con un ar-
chivo icónico amplio pero manejable.
Yunnan era el destino presentado preferentemente por los medios estudia-
dos. Hay buenas razones para ello. Esa provincia, con un área de 390.000 kiló-
metros cuadrados y 43,3 millones de habitantes, puede compararse en ambas
dimensiones con algunos de los países más grandes de Europa. Tiene un amplio
número de atracciones bien conocidas, como el Bosque de Piedra, cerca de
Kunming, su capital; Lijiang, Dali, Jiuxiang, Guangdu, Zhongdian/Shangrila y
otras muchas. En la provincia residen también veinticinco grupos étnicos, de los
56 que China reconoce oficialmente, y trece millones de su población (cerca del
30 por ciento) pertenecen a ellos.
El número total de iconos dedicados a Yunnan en la serie analizada era de
547, y el número de artículos escritos 49. Juntando las tres revistas, la catego-
ría principal era «sin gente», seguida de «locales». Fijémonos ahora en la es-
tructura interna de las dos categorías que protagonizan el mayor número de ico-
nos. La categoría «sin gente» se dividió en tres grupos: «naturaleza» (incluyen-
do fotos de animales), «patrimonio» y «paisajes urbanos modernos». Las dos
últimas referidas a estructuras construidas, bien históricas, bien actuales. NP y
Traveler no mostraban demasiado interés por la vida ciudadana moderna, en
tanto que NGT le dedicaba mucha más atención. Por el contrario, NP se intere-
saba más por la naturaleza que por el patrimonio, mientras que Traveler adop-
taba el rumbo opuesto. La categoría «locales» a su vez se subdividió según las
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Descartar el problema aduciendo que confunde a las churras con las merinas
sería una solución demasiado fácil. Mantener que los folletos turísticos y las
revistas de viajes obedecen a diferentes estrategias promocionales resultaría
facilón. Pero eso es precisamente lo que sucede con la hipótesis de Dann, que,
como se ha puesto de relieve, ha sido ampliamente aceptada y se ha convertido
en paradigmática. Una vez deconstruidas sus categorías icónicas o literarias,
para Dann, cualquier lenguaje turístico no es sino otro instrumento para contro-
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lar a su audiencia. La conclusión no especifica por qué habría de ser así; se limi-
ta a repetir la noción contraintuitiva de que existe un solo lenguaje turístico.
Adicionalmente, insinúa que mensajes y promoción son la misma cosa, para
concluir que el lenguaje turístico siempre resultará de doble filo, es decir, enga-
ñoso.
Entre las diversas perspectivas desde las que estudiar la comunicación (las
cinco W de Laswell), Dann se limita a discutir el Qué, es decir, el mensaje y
nada más. Pero si uno se esfuerza en colocarse en otras perspectivas del proce-
so de comunicación, el lenguaje del turismo refleja más matices y no opera
sometido a una sola lógica. Cuando uno lo hace así, viaja desde el «lenguaje»
del turismo hasta «los lenguajes» del turismo. De hecho, la proposición de que
todo el habla turística es promocional no viene confirmada por la experiencia.
Las guías de viaje, las revistas de turismo, las secciones de viajes de los perió-
dicos, los reportajes televisivos, los blogs de viajeros por internet, la Web 2.0 o
Web social, el boca a oído y otras fuentes de información turística no son direc-
tamente promocionales. La forma en que los operadores turísticos británicos
utilizaban las categorías icónicas, con un uso diferente al de la agencia turísti-
ca de Vietnam y al de las revistas de viaje chinas, refuerza esta dimensión de
sentido común.
Incluso cuando nos referimos a lo que suele considerarse literatura promo-
cional en sentido estricto, la realidad es que en su seno existen claras diferen-
cias estratégicas. Los folletos de viajes empaquetados y los materiales de las
GD son dos de las formas más comunes de comunicación promocional. Llamé-
moslas Promoción 1 y Promoción 2. Los materiales de los operadores turísticos
serían formas de la primera. Impresos o virtuales, sus catálogos buscan vender
productos específicos mediante el uso de Propuestas Irresistibles de Venta
(PIV) y sus técnicas publicitarias. «Esto es lo que puede usted comprar con su
dinero» resume el mensaje que suelen dirigir a sus clientes potenciales. En con-
secuencia, sus materiales de promoción mostrarán, sobre todo, lo que Dann des-
cubrió, es decir, iconos de turistas en escenarios hoteleros. También incluyen
siempre algo a lo que Dann no se refiere: la lista de precios. Diferentes tipos de
vacaciones, aun en el mismo destino, tienen precios distintos, pero en condicio-
nes de mercado no habrá viaje si no existe un previo intercambio de dinero entre
el consumidor y el proveedor.
Por su parte, las GD apuntan una estrategia diferente en lo que se refiere al
ensamblaje de textos e iconos. Como organizaciones públicas que suelen ser,
las GD no buscan sobre todo vender algo. Lo que hacen es promover su desti-
no en general, no centros de vacaciones, hoteles o cualquier otra clase de servi-
cios de hostelería. El estudio de las páginas web de VNAT revelaba una estra-
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nos en un lugar preferencial del conjunto evocado por los consumidores sin
necesidad de referirlos a productos concretos. Lo que les interesa destacar son
las posibilidades generales y, a ser posible, generosas de sus destinos.
Las fuentes educacionales ocupan otro nivel narrativo. Su interés se centra
en que sus lectores se familiaricen con el entorno natural y social de diferentes
destinos como Vietnam o Yunnan, en el caso de las revistas chinas de viajes. Eso
explica la diferencia en la estructura icónica de sus materiales por comparación
con los de los operadores turísticos y los de las GD. Los eventuales turistas chi-
nos necesitan información correcta en sus nacientes «carreras turísticas» (Pearce
y Lee, 2004) y las revistas de viajes como las arriba analizadas les ayudan a cons-
truir sus opiniones y sus expectativas. De esta forma, se hace necesario insistir
nuevamente en que no existe nada que se parezca a un único lenguaje del turis-
mo; lo que existe es una pluralidad de ellos. Si se quiere, podría decirse que el
lenguaje del turismo se estructura de formas diferentes. Ambas formulaciones no
distarían mucho una de la otra y, posiblemente, Dann se encontrase a gusto en la
segunda. El problema, empero, no desaparece con ella. No por reconocer las dife-
rencias internas en las formas en que se habla del turismo se esfuma el asunto de
si los matices del habla turística merecen confianza y, de ser así, cuánta. Informa-
ción y promoción se mezclan en proporciones distintas según el tipo de mensa-
jes transmitidos, pero también según las audiencias que se trata de alcanzar.
¿Cómo construyen Yunnan las revistas chinas? En el análisis cualitativo de
los 49 artículos que presentan ese destino, Yunnan aparece sobre todo como un
destino ajeno al paso del tiempo, étnicamente diverso y marcado por las tradi-
ciones. Sin embargo, el reportaje de NGT sobre Kunming, la capital de la pro-
vincia, añade una perspectiva diferente. Yunnan puede ser también un lugar en
el que la influencia de la globalización en su capital (que es también la ciudad
más grande) puede complementar el tradicionalismo de la región. El sentimien-
to de que el tiempo pasa en balde en Yunnan brota de la categoría «sin gente»
y viene reforzado por el texto de numerosos artículos que la presentan en sus
dimensiones intemporales: montañas, valles, ríos y otras atracciones de la natu-
raleza no cambian, al menos no cambian rápidamente, y su presencia dominan-
te entre los iconos contrasta con la experiencia diaria de sus lectores urbanos,
acostumbrados a los rápidos cambios que han transformado sus ciudades.
Beijing, Shanghái, Guangzhou y otras muchas ciudades chinas han visto cómo
desaparecían vecindarios antiguos para abrir paso a nuevos rascacielos y edifi-
cios de apartamentos. Algo similar puede decirse del patrimonio cultural. Por
contraste, el lento pasar del tiempo cíclico y las resistencias al cambio de la vida
campesina ofrecen una alternativa a las exigencias de la vida de la ciudad. Yun-
nan se convierte así en la antítesis (¿antídoto?) de la China urbana.
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Tienden a tener fuerte poder adquisitivo y a ser educadas y urbanas. Esos ras-
gos van usualmente acompañados de un mayor conocimiento de la globaliza-
ción económica y cultural y de un mejor acceso a fuentes de información inde-
pendientes. Esos grupos están también al principio de sus carreras como turis-
tas. La educación que les proveen las revistas seleccionadas les ayudan a defi-
nir sus expectativas, a hacerse con conocimientos prácticos sobre esos destinos
y a prepararlos para los choques medioambientales y culturales que encontra-
rán en sus viajes.
En el caso de Yunnan, la relación fundamental es la de intemporalidad/mo-
dernidad, que desempeña un doble papel. Por un lado, expone al habitante de las
ciudades a un mundo cuyos valores difieren ampliamente de los que se persi-
guen en casa. La gente viste de forma diferente, mucha trabaja en el sector agra-
rio, sus herramientas no están hechas por máquinas, tienen diferentes rituales y
festivales llenos de color, pueden estar menos orientados hacia el dinero que los
urbanitas y sus costumbres difieren significativamente de las ciudadanas. Pero
también esas gentes están expuestas a los vaivenes de la realidad. Debajo de los
vestidos tradicionales de muchos y muchas guías se dejan ver los bajos de pan-
talones vaqueros, que aparecerán en todo su esplendor una vez que se acabe la
jornada de trabajo y los locales puedan dejar de actuar como «locales» y reve-
len cómo les gusta vestir. Eso suele causar problemas éticos a algunas almas
bellas, especialmente entre los antropólogos (Brunner y Kirschenblatt-Gimbel,
1994), pero no parece creárselos a los guías/artistas. Muchos de ellos disfrutan
de mayores sueldos y de un trabajo más fácil que el de los verdaderos campe-
sinos. ¿Representan así y, en esa medida, engañan sobre su verdadero yo y so-
bre su vida en la comunidad? Tal vez, pero ¿acaso no fue así como empezaron
tantas y tantas formas artísticas y tantos artistas que llegaron al éxito?
En esta medida, la educación tal y como la entienden las revistas de viajes
ayuda a dulcificar las aristas que pueden surgir a ambos lados de esa relación
entre locales y visitantes. Los turistas saben, al menos hasta un cierto punto, qué
hacer, cómo evitar los roces y cómo comportarse cuando llegan a un lugar des-
conocido. Por otro lado, ayudan a los futuros turistas a entenderse a sí mismos
y en sus diferencias con los visitados, al tiempo que eventualmente refuerzan su
seguridad en los valores que les provee su propia cultura urbana. De esta forma,
proporcionar información independiente para los turistas acomodados y ayudar-
les a navegar los rápidos de la interacción social se convierten en las dos dimen-
siones más apreciadas por el consumidor de esas revistas y son la razón de que
tengan un mayor grado de credibilidad. A diferencia de la literatura promocio-
nal, ya sea directamente comercial o encaminada a la creación de marcas, las
fuentes educacionales florecen al hacer accesibles a sus lectores tantos destinos
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como sea posible de la forma más independiente posible; a diferencia del boca
a oído, sea de amigos y parientes o de la red social, ofrecen paquetes de infor-
mación estandarizados y estables que resultan útiles para un gran número de
consumidores. De esta forma, ni sus fines ni sus prácticas pueden reducirse fá-
cilmente a gestiones de venta ni a una noción abstracta del control social. La
noción de que existe un solo lenguaje vertical del turismo necesita ser enrique-
cida. Pocas veces ha sido la promoción tan poderosa o los consumidores tan
crédulos. Incluso Dann ha comenzado recientemente a aceptar que el lenguaje
del turismo se ha hecho más dialógico y que la web posibilita incluso el que
devenga trilógico (2005b).
Pese a ello, Dann no consigue romper con la idea de un solo lenguaje turís-
tico que es gemelo de la promoción. Como lo resume en un texto posterior, su
objetivo principal en 1996, año de la primera edición de su libro, era elucidar la
relación entre turistas y locales para destacar la estructura promocional del
«Otrear» y el discurso controlador a través del cual operaba. «La imposición de
su imaginario por un superior primer mundo sobre un tercer mundo subordina-
do constituye una manipulación asimétrica y selectiva del último por el prime-
ro» (2005a: 32). Su análisis semiótico ignora que los materiales promocionales
como folletos de operadores turísticos y paquetes de construcción de imagen
son solo una de las formas de representar la realidad o de un «Otrear» que res-
ponde a necesidades específicas de sus audiencias y emplea técnicas suasorias
bien conocidas. Además, su idea de que folletos y paquetes de construcción de
imagen imponen una manipulación asimétrica y selectiva del tercer mundo por
el primero adolece de escasa precisión.
Comencemos por la primera cuestión, la de los folletos y anuncios comercia-
les. Su primer fin no es otro que hacer conocidas las condiciones (tipo de aloja-
mientos, transporte, períodos de estancias y precios) bajo las cuales el anuncian-
te venderá ciertos bienes o servicios (en nuestro caso, paquetes vacacionales) a un
consumidor o a un grupo de consumidores. Son, sin duda, una forma de comuni-
cación cuyo fin abiertamente expuesto no es otro que persuadir al eventual clien-
te de que compre ese producto específico y no otro. No hablan tan solo a la razón
del cliente, sino que le empujan a comprar. La gran diferencia entre la retórica de
los antiguos y la publicidad de los modernos consiste en que esta última ha apren-
dido a manejar un gran número de técnicas sofisticadas de persuasión y en que la
publicidad va orientada a cerrar un trato. Si los operadores turísticos se olvidaran
de ello, como quisiera Dann, pronto tendrían que cerrar sus negocios.
Si quieren ser eficaces, los anunciantes deben conocer sus audiencias y
acomodar sus mensajes a las expectativas de estas. Un folleto vacacional, pues,
tiene que referirse a las necesidades de los turistas, sean reales o supuestas. Que
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los folletos comerciales se ilustren sobre todo con lugares y actividades propios
de la conducta turística (como hoteles y playas) solo muestra que sus autores
saben lo que están haciendo. Que los locales se presenten sobre todo como sir-
vientes, vendedores y artistas solo ilustra el hecho de que, en sus cortas estan-
cias en el destino, los turistas no tienen intereses más profundos por el mismo
y que, al pasar unas buenas vacaciones, será con locales de esta condición con
los únicos con los que tendrán trato.
El diario citado por Selänniemi (2001), que parece coincidir con otras in-
vestigaciones al respecto, permite contemplar la razón de que muchos turistas
tengan poco interés por el destino al que viajan o por los locales que allí resi-
den. Uno podría desear que reaccionasen de otra manera o puede desaprobar su
falta de curiosidad en el «Otreo», pero antes de mostrar enfado debería reparar
en que algo similar sucede en casa. Habitualmente, no solemos interesarnos por
mucha de la gente con la que nos relacionamos (agentes bancarios, vendedores,
policías, artistas, paseantes, cajeras del supermercado y demás). Uno podría
mantener que las vacaciones y las oportunidades que aparentemente proveen
para realizar intercambios culturales cruzados deberían ser aprovechadas mejor;
que los turistas deberían interesarse en mantener relaciones con los locales que
no se redujesen a intercambios utilitarios con sirvientes, artistas y vendedores;
que las vacaciones deberían adquirir mayor significado y demás. Pronto, sin
embargo, uno se encontraría marchando por el camino resbaladizo de la razón
prescriptiva, es decir, del control social. ¿Por qué tenemos que exigir que los
turistas, especialmente cuando se encuentran en zonas culturales muy distantes
de las propias, se comporten como si fueran antropólogos académicos?
Aunque también formen parte de la publicidad, los paquetes promociona-
les de organismos públicos como VNAT tienen sus propias reglas. Su objetivo
principal no es la venta, sino colocar con éxito al propio destino en el grupo
que el turista evoque a la hora de tomar una decisión. Cualquier representante
de una GD que colabore en campañas promocionales con aerolíneas o compa-
ñías de viajes se dará cuenta inmediatamente de que tiene intereses divergen-
tes con estas. Los representantes de GD solo quieren posicionar su destino con
independencia de quién lo venda; sus colegas solo quieren anunciarlo para
vender sus propios pasajes y paquetes. Unos y otros se dirigen a audiencias
distintas, aunque no excluyentes, lo que impone tipos de retórica diferentes.
Las GD insistirán en las múltiples posibilidades genéricas que ofrecen sus des-
tinos. Así, mientras que aerolíneas y operadores insisten en los factores push,
las GD se contentan con los pull. Los primeros hablan al Tú; a las GD les en-
canta hablar de sí mismas. En la jerga del mercadeo, uno puede decir que están
labrándose una marca.
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Dann añade otra crítica al lenguaje del turismo. Los folletos comerciales,
dice, crean un mundo ideal. Sanitizan a la naturaleza, olvidando decir que no
solo incluye playas y panoramas románticos, sino también mosquitos, escorpio-
nes y melanomas. Los folletos rebosan de estereotipos. Por ejemplo, Río de Ja-
neiro se representa por medio de cariocas entregados a la samba, mientras que
la polución, la violencia y las favelas se ignoran. Pero convendría que Dann re-
flexionase en que la retórica de la publicidad no es la misma que la de las cien-
cias sociales o la del periodismo de investigación. Las ciencias sociales tratan
de afirmar conclusiones que pueden ser alcanzadas por cualquier observador no
apasionado; los periodistas reportan acontecimientos. Los buenos medios de
comunicación tratan de mantener una clara línea de separación entre noticias y
opinión. Por medio de sus diferentes lenguajes, pues, académicos y periodistas
crean gramáticas para referirse a la realidad que resultan ser aceptadas como
objetivas por los usuarios de sus servicios.
Pero eso no vale para la publicidad, cuyo éxito suele medirse por aumen-
tos de ventas. Incluso la actividad de creación de imagen tal y como se la pro-
ponen las GD ofrece una visión muy selectiva de la realidad. Otro tanto sucede
con los reportajes comerciales o de entretenimiento pagados por muchos anun-
ciantes en el terreno de los viajes y en muchos otros. La mayoría de los públi-
cos a los que apunta la publicidad son perfectamente capaces de distinguir entre
publicidad que trata de llevarlos a actuar de una sola forma por las buenas o por
las malas, y suelen reaccionar a ella desconectando su atención o cambiando de
canal de forma casi automática cuando se ven asaltados por anuncios en vez de
ser informados. Cuando quieren obtener información acerca de un destino, la
mayoría la buscará en guías de viaje bien reputadas, no en la literatura promo-
cional. Pese a los esfuerzos de las GD, sus materiales suelen tener una credibi-
lidad bastante limitada.
Algo semejante puede decirse de la expectativa de que los estereotipos
puedan ser definitivamente expulsados de la comunicación, ya sea publicitaria,
ya sea académica. De hecho, muchas de las nociones que damos por sentadas
no son más que estereotipos. Hay buenas razones para su existencia y su uso.
Referirse a robles, sauces, chopos y pinos como «árboles» reduce su especifi-
cidad por mor de la economía expresiva. Uno podría aducir que los estereoti-
pos son algo distinto: que carecen de precisión, representan la realidad de for-
ma distorsionada o desprecian a los objetos que representan. Pero los estereo-
tipos son de muy distintas clases. Uno puede comprender que académicos en
ciencias sociales tendrían más oportunidades de empleo si folletos y materia-
les de promoción se convirtieran en tratados de economía, sociología o antro-
pología, pero no es tan fácil comprender por qué los operadores turísticos y las
12-Capítulo 8 12/12/11 13:09 Página 349
Tan pronto como el turismo de masas moderno (TMM) comenzó a mostrar una
fuerza económica considerable se inició una corriente adversa y de sentido con-
trario. Aunque no limitada al mundo académico, fue en él donde experimentó
un impulso considerable. Inicialmente provino del área de los estudios cultura-
les (MacCannell, 1976; Smith, 1977), pero pronto rebosó hacia otras discipli-
nas, incluyendo a la economía (Brown, 2000; Kadt, 1979; Young, 1973) y a la
sociología (Krippendorf, 1987). Como ya se ha hecho notar (capítulo 1), la cri-
sis de las tijeras en investigación turística solo tiene una relación superficial
con las disciplinas. Más bien es un abismo entre paradigmas. Sea la que fuere
la disciplina cultivada en cada caso particular, la diferencia fundamental se
halla en la aceptación final o no de la modernidad y la economía de mercado,
recientemente bautizada por sus críticos como neoliberalismo, como el marco
en el que explicar la historia próxima y para planear el futuro inmediato. Así
pues, no debe sorprender que muchos economistas se manifiesten tan opuestos
a él (Sharpley, 2010) como sus críticos culturales o aún más. Esa falla geológi-
ca atraviesa todas las disciplinas que se ocupan del turismo y aunque, por el
momento, aparezca a menudo oculta tras la política MAD (capítulo 1), sus crí-
ticos parecen llevar las de ganar, sin que apenas se oiga un murmullo o una
queja en contrario o, cuando aparecen (Butcher, 2002, 2007), no sean rápida-
mente acallados (Butcher, 2006; Wearing, McDonald y Ponting, 2005; Wearing
y Ponting, 2006).
Muchos estudiosos del turismo permanecen enamorados del rechazo del
turismo de masas, aunque no todo el mundo en el exterior de la academia com-
parta tamaña afición. La industria, el público y hasta los medios suelen mani-
festar una disposición más templada y equilibrada hacia él. Hay quienes desde
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El turismo de masas […] puede ser poco sensible con el medio ambiente, pero tiene
efectos redistributivos claramente beneficiosos. A medida que los prósperos habitantes
del norte de Europa se abalanzaron sobre las hasta entonces empobrecidas áreas del
Mediterráneo, se crearon empleos para albañiles, cocineros, camareros, limpiadoras de
habitaciones, taxistas, prostitutas, porteadores, equipos de mantenimiento de aviones y
otros. Por primera vez, hombres y mujeres jóvenes sin otra cualificación en Grecia, Yu-
goslavia, Italia y España pudieron encontrar trabajo estacional poco pagado en casa en
vez de tener que irse fuera a buscarlo. En vez de emigrar a las economías expansivas del
norte, ahora servían a esas mismas economías en su propio país […] El turismo
internacional puede no haber ampliado sus horizontes mentales […] Pero el éxito del tu-
rismo a gran escala de los sesenta y posterior se debió en buena medida a hacer que tu-
ristas neófitos ingleses, alemanes, holandeses, franceses y demás se sintiesen tan cómo-
dos como fuera posible, rodeados de sus compatriotas y separados de lo exótico, lo no
cotidiano y lo inesperado. Pero el mero hecho de viajar a un destino lejano de forma
regular (anual) y los nuevos medios de transporte utilizados para llegar a él —coches
privados, vuelos chárter— ofrecieron a millones de hombres y mujeres (y especialmen-
te a sus hijos) que hasta entonces habían vivido en la cápsula aislada del propio país una
habitación con vistas a un mundo mucho más grande (Judt, 2006: locs.7641-7697).
biernos locales. Más aún, las expectativas y la conducta de los turistas acomo-
dados y de los masivos en general entran a menudo en colisión con las expec-
tativas y la conducta de los locales. Codiciado como lo es por sus beneficios
económicos, el turismo internacional tiene costes definidos en términos de po-
der para los gobiernos nacionales y, pretendidamente, genera la decadencia de
los estilos de vida y de las tradiciones locales.
¿Puede encontrarse una tercera vía? Esa era la razón principal de la con-
ferencia de Delhi. El turismo internacional de los jóvenes en su forma de turis-
mo económico o mochileo podría ofrecer un atajo para llegar al mejor de los
mundos posibles. Por un lado, los jóvenes de países ricos, incluso aun viajan-
do con un presupuesto limitado, tienen un considerable poder de compra, por
contraste con las comunidades locales que eligen. Sus gastos locales son un
poderoso multiplicador. Por el otro, con sus bajos presupuestos, no requieren
los caprichos usuales de los turistas de masas, se alojan en pequeños hoteles y
hostales locales y se comportan de acuerdo con sus costumbres. Los países me-
nos desarrollados y sus frágiles comunidades podían preñarse de turismo in-
ternacional, pero solo un poco. Pese a algunas notas de prevención (Aramberri,
1991, 2000), la estrategia mochilera parecía ser realista, incluso para India.
¿Sucedió así?
Hay una amplia literatura sobre los mochileros y sus estilos de viaje (Els-
rud, 2001; Hampton, 1998; Loker-Murphy y Pearce, 1995; Murphy, 2001;
Scheyvens, 2002; Sørensen, 2003). Habitualmente, sus autores enumeran una
serie de características de este tipo de turismo: bajos presupuestos, larga dura-
ción de los viajes, uso del transporte local y hostelería de bajo coste (Hannam
y Ateljevic, 2008); un deseo de participar en experiencias de viaje educaciona-
les, culturales y aventureras (Loker-Murphy y Pearce, 1995; Maoz y Bekerman,
2010; Pearce y Foster, 2007). Los mochileros no se asustan de viajar a lugares
remotos y, a menudo, disfrutan participando en intercambios sociales que son
liminales, están más allá de la vida cotidiana o son inciertos, si no abiertamen-
te arriesgados (Elsrud, 2001; Adams, 2001). Otros rasgos incluyen la existencia
de redes específicas de comunicaciones, la búsqueda de restaurantes o bares
propios o la existencia de guetos mochileros, más el desarrollo de intensas rela-
ciones interpersonales entre mochileros que solo unos días antes no se cono-
cían (Uriely, Yonay y Simchai, 2002).
Por lo que se refiere a sus experiencias y actitudes subjetivas, se dice que
los mochileros, en contraste con otros tipos de turistas, están más dispuestos a
adaptarse a la cultura y a las costumbres locales y a adoptar roles diferenciales
respecto de los turistas mayoritarios —Murphy (2001: 61-64) ofrece una discu-
sión detallada de fines y medios percibidos por los mochileros—. Loker-
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Murphy y Pearce ven a ese tipo de turismo como «una vuelta a los valores ante-
riormente asociados al Grand Tour y los valores educativos del turismo» (1995:
827). Muchos jóvenes posponen por un año su entrada a la universidad o al
mercado de trabajo para acometer este rito de paso (Caprioglio O’Reilly, 2006;
Brown, 2009). En cualquier caso, para la mayoría, la imagen más reciente de
este segmento de turismo de largas estancias y presupuestos bajos es claramen-
te favorable (Ooi y Laing, 2010), por contraste con el tono más crítico usado
por Cohen (1982) o Riley (1988) al referirse a él.
La discusión se ha centrado menos en otras áreas del turismo mochilero,
especialmente en el papel económico que tiene en los destinos elegidos y en su
contribución a las estrategias locales de desarrollo. Hampton (1998), en su es-
tudio de Lombok, Indonesia, subrayaba que, para la población local, la deman-
da de los mochileros constituye una oportunidad de embarcarse en una serie de
negocios, pues el minimalismo de los mochileros exige menos capital para de-
sarrollarlos que otros negocios turísticos. Así concluía que, aunque sea menes-
ter estudiarlo más a fondo,
Wilson (1997), en su por otra parte notable trabajo sobre Goa, hacía sonar una
nota igualmente favorable.
La aportación de Scheyvens era aún más optimista: para ella, el mochileo
era demostrablemente beneficioso para las comunidades de acogida. Dadas sus
largas estancias, los mochileros acababan por gastar más y mejor que los otros
turistas, pues viajan a áreas remotas; aportan a comunidades que de otra forma
no participarían en los beneficios del turismo; consumen productos y servicios
locales; las inversiones para satisfacer sus necesidades no han de ser intensivas
en capital, con lo que los costes de entrada están al alcance de muchos empre-
sarios locales; se minimizan las importaciones. Suele, además, haber otros be-
neficios intangibles que acompañan a estos económicos. Scheyvens subraya el
aumento de la pequeña propiedad que contribuye a envolver a los locales más
profundamente en sus comunidades, la revitalización de las culturas locales y
más respeto por el medio ambiente. Concluyendo,
hay signos positivos, pues, que muestran que trabajando para los mochileros, los pue-
blos del tercer mundo pueden obtener beneficios reales del turismo y controlar sus
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 358
empresas […] Los gobiernos nacionales y locales y las ONG pueden desempeñar un
papel importante en facilitar un proceso que permita a las comunidades locales maximi-
zar las oportunidades que les presenta el turismo internacional de mochila (2002: 106).
sa que describe un país o una región y aconseja sobre una serie de aspectos de
interés para eventuales turistas. El mayor peso de las guías recae sobre atraccio-
nes, transporte, hostelería y comida, habitualmente flanqueados por una intro-
ducción con información práctica sobre cómo llegar al destino, qué hay que
hacer y qué no, más algunas secciones con información elemental sobre su his-
toria, religión, costumbres, etc. Esta última parte no puede sustituir a una infor-
mación correcta y amplia sobre el destino, pero probablemente puede ser lo que
muchos turistas potenciales lleguen nunca a saber sobre él y es, por tanto, un
elemento clave de la imagen de los destinos y de la cultura de masas (Reichel,
Fuchs y Uriely, 2009).
Las guías de viaje son herramientas de conocimiento importantes. Habi-
tualmente, no ocupan los lugares más altos en el rango de las fuentes turísticas,
pues muchos turistas señalan a las opiniones de amigos y parientes o a internet
como fundamentales en la toma de decisiones. Pero a menudo las guías se usan
junto con otras fuentes y adquieren así un mayor peso. Algunos estudiosos han
recordado que muchos de los turistas que rehúyen los caminos habituales se re-
fieren a las guías Lonely Planet como «la Biblia» (Spreitzhofer, 1998), es decir,
un compendio de información fáctica y un código de comportamiento, a menu-
do moral. Frecuentemente, el uso de una guía de viaje aparece en el cierre de
un trato de viajes y, cuando no es así, ayuda a posicionar a un destino concreto
en el set evocado por los turistas. En el caso de India, por ejemplo, un 19 por
ciento de la audiencia cuestionada por Chaudhary (2000) decía que las guías
eran parte de su paquete informativo básico.
Aramberri (2004a) se planteó la cuestión de los diferenciales de imagen en
dos guías dirigidas a diferentes segmentos de mercado potencial para India.
Eran National Geographic (Nicholson, 2001) y Lonely Planet (Singh, 2001),
las dos publicadas en el mismo año 2001. Con mucho, la más popular de las dos
en 2004 era Lonely Planet, que estaba entre los diez mil primeros libros vendi-
dos por Amazon.com en la época. National Geographic iba destinada a un mer-
cado más acomodado, en tanto que Lonely Planet se dirigía a turistas de presu-
puesto bajo y a mochileros.
Además de la información escrita, National Geographic descansaba sobre
una amplia iconografía visual para acompañar al texto. Incluía 286 fotos (más
cuatro en la portada) en cuatrocientas páginas de texto. Lonely Planet llevaba
163 fotos (más la cubierta) en mil ochenta páginas de texto, es decir, la guía
dirigida al mercado más acomodado mostraba un mayor número de fotos por
página de texto. Pero hay algo más interesante, a saber, la forma en que las foto-
grafías se usaban para enviar el mensaje. El número total de fotos en cada publi-
cación se dividía en cuatro categorías agrupadas en dos continuos. El primero
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ristas y otras industrias más dispuestos para sustituir a los mochileros en busca
de pastos más frescos. Parafraseando el título del libro de Urry (La mirada del
turista), aquí podríamos hablar de La pirada del turista.
¿Habrá, pues, que expulsar del Edén a los mochileros? Solo el funciona-
miento de los mercados tendrá la solución. Un negocio tan complejo como el
turismo debe estar siempre dispuesto a acomodar demandas de todo tipo y
clientes de todo nivel de renta. El argumento aquí desarrollado solo implica que
del sector mochilero no puede esperarse un papel clave en el desarrollo del tu-
rismo en India o en cualquier otra parte. La contribución económica de los mo-
chileros a las comunidades locales es generalmente baja; no produce gran
aumento de puestos de trabajo; y no crea buenas oportunidades para fuertes in-
versiones. Algo similar puede decirse en el aspecto cultural. Por importante
que pueda ser y haber sido bajo ciertas circunstancias, el mochileo dista
mucho de ser la alternativa al TMM que anuncian sus practicantes y muchos
poncios académicos.
Lamentablemente, algo semejante puede decirse de otras alternativas como
el turismo voluntario o volunturismo y el turismo pro-pobres (Ashley, Roe y
Goodwin, 2001; Deloitte and Touche, 1999; Wearing, 2008). Ambos coinciden
más o menos en los mismos fines: contribuir por medio del turismo al alivio de
la pobreza en áreas deprimidas. Hay algunas diferencias entre ambas prácticas,
pues el turismo voluntario (Sin, 2009) favorece la participación de los turistas
en el desarrollo de proyectos que favorecen a las comunidades locales, mientras
que el turismo pro-pobres defiende una participación menos comprometida en
la vida de las comunidades. Los abogados de ambas modalidades celebran su
valor económico para las comunidades locales, su liviana huella ambiental y su
oposición a las llamadas prácticas neoimperialistas (Gard McGeehe y Almeida
Santos, 2005). De esta forma es sorprendente cómo el tan celebrado ecoturismo
ha sido degradado con la velocidad de la luz a un ecocolonialismo o ecoimpe-
rialismo (Butcher, 2007; Cater y Lowmann, 1994). Muchos son ahora quienes
lo ven como un fraude o un truco de mercado, aunque no todo el mundo com-
parta esa opinión (Fennell y Dowling, 2003). ¿Podría ser esta una moraleja
anunciada para el volunturismo o el turismo pro-pobres?
En cualquier caso, lo indudable es que sus defensores lo proponen como
una alternativa definitiva al TMM (Clarke, 2009; Gard McGehee, 2002). ¿De
verdad? Uno simpatiza con sus buenos deseos. Tómese, por ejemplo la defini-
ción del PPT Partnership (Asociación para el Turismo Pro-Pobres):
El turismo pro-pobres es un turismo que redunda en crecientes beneficios netos para los
pobres. No es un producto específico ni un nicho, sino una visión del desarrollo y la
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gestión del turismo. Profundiza los lazos entre la industria turística y los pobres de
forma que aumente la contribución del turismo a la reducción de la pobreza y los pobres
sean capaces de participar más efectivamente en el desarrollo del producto. Favorece
los enlaces con muchos diferentes tipos de «pobres»: los directivos, las comunidades
vecinas, los terratenientes, los productores de alimentos, combustibles y otros provee-
dores, los operadores de negocios de microturismo, los artesanos, otros usuarios de la
infraestructura turística (caminos) y recursos (agua), etc. (2010).
los deseos y las metas de los pobres rurales deben ser primados y las capacidades, opi-
niones y valores de los profesionales deben ser limitados y solo tenidos en cuenta para
ayudar a que puedan ponerse en práctica los deseos y las metas de los pobres (2003:
91-92).
nidad local, la etnia Nggela del pueblo de Rera. Desde el principio del nuevo
negocio, bajo el liderazgo de uno de sus hombres fuertes (el padre Pule), la co-
munidad, invocando derechos tradicionales o kustom, trató de imponer a los
empresarios del centro un comité consultivo de gestión para supervisar las ope-
raciones y controlar la contratación de trabajadores. El padre Pule parece haber
decidido claramente empoderarse a sí mismo y a su familia, pues «varios de sus
nueve hijos e hijas, así como sus esposas y maridos, fueron empleados por el
centro. El hijo mayor de Pule era el nativo mejor pagado» (2003: 231). Con el
tiempo, una nueva empresa sucedió a la explotación inicial, decidió pedir la di-
misión del comité conjunto y despidió a algunos trabajadores locales. El resul-
tado a lo largo de los años siguientes, tras una serie de nuevos cambios en la
gerencia, fue una creciente oleada de conflictos que, en diciembre de 1987, lle-
varon a la invasión del centro vacacional por el padre Pule y sus guerreros (la
expresión es de Sofield). Los invasores procedieron a expulsar de la isla a los
directivos y secuestraron a cuarenta turistas y a un equipo de construcción du-
rante varios días. En breve, siguiendo la narrativa de Sofield, la comunidad lo-
cal trató por todos los medios, incluyendo el terrorismo de baja intensidad, de
imponer su voluntad de una forma que cualquier inversor razonable hubiera tra-
tado de resistir. Durante ese largo proceso, varios gobiernos sucesivos de las
Salomón no consiguieron imponer el imperio de la ley y, en julio de 1992, el
centro de Anuha dejó de existir porque no se encontraron nuevos inversores dis-
puestos a reflotarlo.
Llegado a este punto, el análisis del conflicto que propone Sofield toma un
rumbo sorprendente. Tras un largo excurso sobre la teoría del intercambio so-
cial y numerosos gráficos para describir los mutuos grados de expectativas, di-
ferencias de poder, conflictos de actores, evaluación transaccional y otras mo-
nerías metodológicas, la conclusión es que
Es difícil leerla sin asumir que el colapso de la operación podría haberse evita-
do si se hubiese dado una total satisfacción a las demandas del padre Pule y sus
«guerreros».
Dejemos a un lado, por mor de la continuidad del argumento, el hecho de
que esa conclusión hubiera supuesto casar la sentencia judicial que rechazaba
las peticiones del padre Pule y reconocía el derecho de los arrendatarios y con-
centrémonos, una vez más, en las consecuencias de esta teoría del empodera-
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 375
Los nuevos enclaves de marginalidad que ocupan tienen poco en común con su
vida campesina tradicional en comunidades aisladas y homogéneas caracteriza-
das por un fuerte sentimiento de solidaridad. ¿Es ese el resultado del rápido de-
sarrollo turístico que comenzó en los setenta en torno al entonces pintoresco
pueblo de pescadores de Cancún, en el Estado de Quintana Roo, y que ha atraí-
do hasta dos millones de turistas anuales en los noventa? Sí y no, dicen los auto-
res. Empecemos por el no. La marginalización de los mayas del Yucatán co-
menzó mucho antes de que el primer turista pusiese los pies en la zona, y sus
hermosas playas reconocen pero no explican cómo se desarrolló el proceso. En
unas sumarias alusiones a la guerra de las Castas (1847-1855) y sus secuelas
hasta 1901, los autores se limitan a apuntar que los mayas se enfrentaron con el
ejército mexicano, como si este último fuera un fantasma, actuase en el vacío y
no hubiera estado legitimado por la a la sazón muy popular ideología de la cons-
trucción nacional o por los criollos y los mestizos no mayas que ocuparon las
áreas costeras y traían consigo nuevas formas de producción. Por debajo del
conflicto político se extendía otro social y económico que enfrentaba a esos dos
grupos con los mayas. Los mayas perdieron la guerra, entre otras cosas, porque
su técnica de corta y quema para abrir campos al cultivo exigía una agricultura
extensiva que era ineficiente y se ajustaba mal con la economía más compleja
que traían los forasteros (Dumond, 1997; Reed, 2001). El comienzo de la mar-
ginalización de los mayas, pues, se adelantó en muchas lunas al desarrollo turís-
tico de la región.
Sin duda, este último ha dejado su huella. La demanda de nuevos centros
de vacaciones y de servicios turísticos atrajo a muchos buscadores de empleo
que a menudo desplazaron a la antigua fuerza de trabajo, en parte porque las po-
líticas de empleo discriminaban contra los indios y, en parte, porque muchos de
los recién llegados tenían mejor entrenamiento y eran más diestros que los ma-
yas en los servicios requeridos por la nueva economía turística. Los mayas tu-
vieron así que enfrentarse con la dura suerte que aguarda a quienes, por la razón
que sea, se quedan atrás en tiempos de rápidos cambios o, con jerga evolucio-
nista, se resisten a adaptarse al nuevo entorno. Hay que reconocer crédito moral
por ello a los autores, pero la superioridad moral pocas veces cambia las situa-
ciones. Así, estos antropólogos parecen estar dispuestos a negar la persistencia
de la economía de servicios y prefieren envolverse en un manto de nostalgia,
aunque su narrativa muestra a menudo que no son esas las intenciones de los
mayas. Estos o, más propiamente, muchos de ellos tiene una forma distinta de
calcular costes y beneficios. Puede no resultarles fácil el pasar de la propiedad
comunal del ejido al trabajo asalariado y muchos parecen resentirse. Pero, por
otro lado, no parece haber en ellos nostalgia de la antigua agricultura de subsis-
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 377
tencia de la milpa (cultivo comunitario tradicional del maíz). Entre quienes par-
ticiparon en la encuesta de los autores, un 78 por ciento mantenía que las cosas
no serían mejores sin el turismo.
Pese a ello, los investigadores insisten en deplorar que las estructuras tradi-
cionales de las comunidades mayas se estén viniendo abajo y que el consumis-
mo haya permeado la vida social. Ni por un segundo se paran a pensar que los
mayas no parecen ver un problema en ello. Pi-Sunyer, Brooke Thomas y Dal-
tabuit se limitan a quejarse. La vestimenta occidental ha reemplazado los có-
digos indumentarios tradicionales; la medicina moderna y los fármacos comer-
ciales han minado la autoridad de los curanderos mayas; los medios impresos y,
sobre todo, la televisión son las nuevas fuentes de noticias y de entretenimiento;
los mayas consumen Coca-Cola, Nestlé y otras marcas de alimentos bien co-
nocidas en vez de seguir la dieta tradicional, que, según ellos, era más sana. Ni
se les ocurre pensar que los vaqueros y las camisetas de algodón sean más bara-
tos y más funcionales que los antiguos huipiles; que la medicina moderna tenga
unos resultados muy superiores en combatir las enfermedades a las prácticas tra-
dicionales (por cierto, ¿adónde van los autores cuando tienen una emergencia
sanitaria, al curandero local o a la mejor clínica posible?); que las tortillas y los
tacos listos para servir ahorran muchas horas de duro trabajo a las mujeres; que
los alimentos de marca normalmente tienen un control de calidad superior al de
los no marcados; o que los culebrones mexicanos puedan ser más entretenidos
para muchos mayas que los relatos orales de antaño. En su sentido epitafio por
la cultura maya hay sitio para todo menos para los mayas del Yucatán del pre-
sente. La cultura maya puede hablar con una sola voz nostálgica si uno pertene-
ce a la misma tribu antropológica de Pi-Sunyer, Brooke Thomas y Daltabuit,
pero los mayas de verdad parecen comprender bien que su suerte sería mucho
peor si apostasen por los viejos tiempos que conmueven a esos autores.
Los mayas del Yucatán parecen estar adaptándose a la modernidad de la
misma manera y con los mismos problemas que muchos otros millones de per-
sonas en el ancho mundo. Eso puede no gustar, pero se hace difícil entender
cómo podría contribuir a su marginalización. De hecho, los mayas parecen tener
un claro sentido de la realidad. Saben que los viejos tiempos no van a volver,
que tienen que adaptarse a las nuevas circunstancias y que es menester sacar el
máximo partido a su escaso capital humano y tecnológico. Esa parece ser una
mejor manera de superar la marginalización que negar los cambios —y las
oportunidades— que acompañan a los nuevos tiempos. Los autores pueden afir-
mar, sin perder la compostura, que en México «el modelo de desarrollo de la
segunda posguerra mundial ha mejorado escasamente el nivel de vida de la po-
blación» (2001: 128), pese a que las estadísticas del Banco Mundial y los indi-
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 378
vendieron sus tierras por muy poco pensando que hacían un gran negocio. Los
daños a la sociedad tradicional no se detuvieron en el terreno económico. «La
familia campesina se rompió por causa de la división del trabajo introducida en
unos pocos años por el desarrollo turístico» (1990: 199). Mijas se convirtió en
una sociedad dual. Por un lado, estaba la población autóctona española de bra-
ceros y campesinos; por otro, las urbanizaciones con sus villas y bungalows
habitados por extranjeros que habitualmente tenían un nivel de vida superior al
de los locales. El proceso, decía Jurdao, se desarrolló con la complicidad del
Gobierno español durante el régimen franquista y bajo los gobiernos democrá-
ticos que le siguieron. Desde Madrid, la Administración española trataba a las
ciudades turísticas de la costa mediterránea como a otras tantas colonias, per-
mitiendo que la colonización avanzase sin cuidarse de defender a las comuni-
dades locales, de evitar la desaparición de los pueblos españoles o de limitar la
venta de tierras a los extranjeros a precios de saldo.
Entre los académicos anglosajones, Nash ha insistido en que las quejas de
Jurdao constituyen un verdadero proceso al turismo y a su dinámica imperialis-
ta (1996). En un análisis final, empero, el primer motor del argumento de Jur-
dao no es una evaluación de los intereses nacionales en unos tiempos de cre-
ciente integración internacional, sino una elegía por el fin de la sociedad rural
y el antiguo orden comunitario. El autor no se interesa por comprender las cau-
sas del fenómeno ni por darle una explicación adecuada. Según él, los actores
españoles, especialmente los braceros y los campesinos pobres, se equivocaron
en su elección de cambiar sus comunidades tradicionales por las engañosas ven-
tajas de las nuevas ciudades.
El porqué no le interesa, aunque podría haber hallado sus razones leyendo
lo que él mismo escribía. Muchos de los campesinos de la vieja Mijas eran inca-
paces de proveer a las necesidades de sus familias. El hambre, la muerte a eda-
des jóvenes y la pobreza eran su pan de cada día. Al dejar sus tierras en mana-
da hacían ver que para ellos el antiguo orden era el peor de los males posibles.
Incluso con sus escasas cualificaciones, la construcción y la industria turística
les ofrecían mejores oportunidades que trabajar interminables días de miseria
en el campo. Para la mayoría fue una opción voluntaria. Nada forzó a los mije-
ños a vender sus tierras o, en el caso de quienes no las tenían, a abandonar el
pueblo, excepto el deseo de una vida mejor en sitios donde hubiera buenas es-
cuelas y buenos cuidados sanitarios. El ensalzado orden tradicional comunita-
rio les parecía menos conveniente que el nuevo, así que se pusieron a votar con
los pies. Eso es algo que Jurdao, Sofield o Pi-Sunyer y otros muchos coleccio-
nistas de estudios de casos prefieren no mentar. Por debajo de su vocabulario
comunitarista se hace sentir un viejo populismo que se resiste a morir. Todos
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 380
Tobin, 1972; Schumacher, 1973; Singer, 1979) que iniciaron un intenso debate
aún no concluido. En suma, la noción de sostenibilidad se ha puesto de moda y
hoy se habla de desarrollo sostenible, edificios sostenibles, comida sostenible y
hasta de modas sostenibles, aunque muchas veces no quede nada claro qué
quiere decirse con el adjetivo. La noción básica de sostenibilidad es la del men-
cionado Informe Brundtland, que la definía como la satisfacción de «las nece-
sidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las genera-
ciones futuras para colmar las propias» (WCED, 1987: 6). Nacida como otras
tantas definiciones precautorias de la necesidad de evitar un mal previsible, la
sostenibilidad se ha adosado a lo largo de los años a otro problema: el calenta-
miento global o, con la expresión más en boga hoy, el cambio climático. El de-
sarrollo económico no solo consume demasiados recursos limitados, sino que
ha desencadenado algunas tendencias que amenazan el entorno natural y, even-
tualmente, la propia vida humana en el planeta. Ese es el espectro que acaba de
reemplazar entre nuestros contemporáneos a otro que había sido jubilado hace
tiempo, el del comunismo que conjuraran hace casi doscientos años Marx y
Engels. Como todo fantasma que se precie, este sobrecoge hasta a observado-
res de nervios templados porque nadie sabe lo que trae bajo la sábana. ¿Podría
ser acaso la inminente extinción de la vida humana?
Si se trata de este asunto, las noticias no pueden ser buenas. La vida huma-
na no es sostenible. Un día el sol desaparecerá. Mientras tanto, a medida que
se convierta en una enana blanca, irá engullendo a la tierra. Un día, lo que
quede, si es algo, de Nínive, Jerusalén, Alejandría, Roma, Chang’an, Kioto,
Estambul, Nueva York y San Francisco, y hasta de Pontoise y de Vitigudino,
desaparecerá sin que quede nadie para narrar la memoria del tiempo perdido.
Algunos optimistas esperan que, antes de eso, algún Armagedón se llevará a
todos los humanos, pasados, presentes y futuros, a otro mundo, sea este lo que
fuere. Algunos escatólogos han tratado de ser más precisos y han puesto fechas
diferentes al éxtasis (rapture en inglés) que separará a los buenos de los malos,
algunas de las cuales han pasado, lamentablemente, sin consecuencias dignas
de mención. No sabedores de la posterior intolerancia de los poscolonialistas,
algunos teólogos budistas hablaban de que Buda pensaba que el futuro pa-
raíso estaba en el oeste, aunque no se ponían de acuerdo sobre si el oeste era
el barrio oeste de Manhattan, California o alguna isla del Caribe. En cualquier
caso, las malas noticias no desaparecen. El planeta está condenado y los huma-
nos habrán de vivir para siempre en otro sitio, si es que pueden encontrarlo.
Pero todo tiene su lado bueno. El sol que ha hecho posible la vida humana ha
estado ahí durante muchos millones de años y se espera que siga alumbrando
al menos por otros tantos, así que queda mucho hasta que llegue una lucha
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 382
ser el consenso de los científicos sobre aspectos diferentes del cambio climáti-
co, sus tendencias y su posible evolución. El grado de confianza en los datos
contenidos en los AR varía según las diferentes áreas analizadas y la agencia
anuncia su opinión sobre el grado de aceptación de esa fiabilidad.
El escenario guía del IPCC considera que las temperaturas promedio han
estado en aumento desde la mitad del siglo XIX. Una situación que deriva de la
concentración creciente de GHG en la atmósfera. El nivel de CO2 ha pasado de
doscientas partes por millón (ppm) en la fecha inicial a trescientas ochenta ppm
hoy. El nivel actual de GHG es superior al de los 650 000 años anteriores y la
mayoría de los modelos muestran que un aumento que doble el nivel de los
GHG en la etapa preindustrial acarreará una subida de las temperaturas globa-
les entre cuatro y siete grados Farenheit, en tanto que algunos modelos predi-
cen que podría ser superior a eso. Un amplio consenso acepta que el cambio es
antropogénico, es decir, debido a la acción humana. A partir de estos datos ini-
ciales, el IPCC detalla sus efectos esperables, generalmente calamitosos, en nu-
merosas áreas de actividad hasta el final del siglo XXI. La discusión de los datos
del IPCC desborda los límites de este libro.
A finales de 2009 se publicó en internet una colección de correos electró-
nicos y documentos de la Unidad de Investigación sobre el Cambio Climático
de la Universidad de East Anglia (Gran Bretaña). Esa Unidad de Investigación
había tenido un importante protagonismo en los AR del IPCC y algunos de los
mensajes intercambiados por sus miembros podían ser interpretados como otros
tantos intentos de acallar o silenciar las opiniones de otros científicos que se
mostraban más escépticos sobre el cambio climático. El Comité de Ciencia y
Tecnología de la Cámara de los Comunes británica y un panel científico creado
por la Universidad de East Anglia investigaron el asunto y no encontraron indi-
cios de mala fe en los trabajos de su Unidad de Investigación, pero criticaron
algunos de sus procedimientos de trabajo (Wikipedia, 2010c). El incidente, bau-
tizado como Climategate por algunos medios, no se trae a colación para lanzar
dudas poco serias sobre la existencia del cambio climático, sino para mostrar
que a menudo la discusión de asuntos altamente conflictivos se tiñe con las pa-
siones despertadas por la prepotencia, y no menos con el enorme caudal de di-
nero y prestigio que les circunda. Ninguno de esos ingredientes se echa a faltar
en este asunto.
Lo verdaderamente preocupante aquí y en mucha de la discusión sobre
cambio climático (incluyendo sus ramificaciones turísticas) es el fervor religio-
so que profesan, sobre todo, los defensores de la posición mayoritaria. El am-
bientalismo tiene para ellos un significado similar al de una identidad tribal que
no tolera dudas sobre sus creencias, incluso sobre las menos significativas.
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 385
Como decía Paul Rubin, de la Universidad Emory, en una discusión sobre el in-
cidente anterior, para los defensores del cambio climático, «los escépticos no
son solo gente que desconfía de las pruebas aportadas, sino malvados pecado-
res. Probablemente, yo no escribiría este artículo si no fuera profesor vitalicio»
(2010).
Muchos piensan que las ideas viven en un mundo especial y autónomo,
pero las ideas tienen consecuencias (Weaver, 1984) y aquí pueden encontrarse
algunas. La matriz posmoderna (capítulos 1 y 3) ha tratado de desprestigiar de
muchas formas la noción de que ciencia y política deben ser mantenidas por se-
parado tanto como sea posible. En el seno de la profesión académica actual
(especialmente en las ciencias sociales) se ha convertido en una cuestión cru-
cial la creencia de que la ciencia no solo tiene que discutir los pros y contras de
los diferentes argumentos, sino que debe hacerlo de forma que mejore las opor-
tunidades de los pobres, de los oprimidos; en suma, del Otro (quienquiera que
este sea en la definición preliminar). Como se ha hecho notar, la crítica pomo a
los juicios de valor finalmente se resume en la creencia de que solo aquellos que
coinciden con la opinión mayoritaria tienen derecho a la vida. Incluso técnicas
inicialmente «objetivas» de control de calidad del trabajo científico, como las
revisiones de colegas basadas en informes ciegos por partida doble, han acaba-
do por facilitar esa tarea. Como la mayoría de los revisores comparte unas mis-
mas actitudes prepotentes, las posibilidades de que puedan expresarse opinio-
nes divergentes tienden a disminuir y aumenta la presión para que se escriba lo
que conviene decir. No se entiende que las ideas mayoritarias no puedan gozar
de un estatus especial de sabiduría, especialmente en asuntos complejos. Sin
embargo, por poner un ejemplo llamativo, en 2007, el consenso del Fondo Mo-
netario Internacional coincidía en que las turbulencias financieras experimenta-
das por la economía global habrían de pasar sin mayores consecuencias. Ya sa-
bemos lo que sucedió un año después. Por no hablar del más mundano pero no
menos inquietante colapso anunciado de los ordenadores en el año 2000. El
consenso sobre su probabilidad parecía bastante alto.
Los datos del IPCC y sus consensos no están libres de semejantes peligros.
No solo pueden contener errores (como la predicción de que los glaciares del
Himalaya se habrían fundido en 2035); el problema es su marco institucional.
¿Por qué? El IPCC comparte la legitimidad de Naciones Unidas, pues es una
creación de su Programa Ambiental (UNEP) y de la Unión Meteorológica Mun-
dial (WMO), dos agencias de Naciones Unidas. ¿Podría alguien pedir más? Si
uno estima que los comités burocráticos no son los mejores jueces a la hora de
decidir sobre el valor de una serie de datos, vaya si podría. Lo mejor de Nacio-
nes Unidas es su ejecutoria, por otra parte no siempre brillante, en lo tocante a
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 386
cambio climático. Enfriarlo todo debería ser el primer mandamiento del razo-
namiento científico. Para evitar que el espectro del calentismo siga matándonos
a sustos, deberíamos explorar una a una todas sus dimensiones, ambientales y
económicas, en vez de aterrorizarnos. Como este libro no reivindica autoridad
alguna sobre lo primero, será mejor recordar alguna de las ideas de Lomborg y
el Centro del Consenso de Copenhague, así como de otros científicos dispuestos
a mirar debajo de la sábana fantasmal. No se trata de negar que exista el cambio
climático; solo de plantear dudas, como es nuestro querer y nuestro derecho, so-
bre los agoreros y sobre sus predicciones apocalípticas.
Su lenguaje hace imposible cualquier clase de diálogo sensato sobre políticas y opcio-
nes globales […] Por supuesto, si las terribles descripciones del calentamiento global
fueran correctas, deberíamos concluir que darles primacía sería también lo correcto,
pero […] el calentamiento global no es nada de eso. Es solo uno —solo uno— de los
muchos problemas con los que tendremos que habérnoslas a lo largo del siglo XXI
(Lomborg, 2007: locs. 1581-1608).
«Con el calentamiento global, el ascenso del nivel del mar hará que mucha gente sufra
inundaciones —si las cosas no cambian—. La crecida de unos treinta centímetros en
el nivel del mar hará que cerca de cien millones de personas vean sus hábitats inunda-
dos todos los años. Esos son los números que habitualmente se esgrimen, pero por su-
puesto se olvida por completo que las sociedades se prepararán para ello. Si han sobre-
vivido en los pasados ciento cincuenta años a pesar de su relativa pobreza, es proba-
ble que sigan haciéndolo y con mayor eficacia a medida que se tornen más ricas»
(2007: locs. 888-919).
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Para bien, o mejor para mal, el factor humano cuenta poco para la literatura
calentista.
La cuestión no es si debemos esperar un aumento de las temperaturas glo-
bales durante este siglo —posiblemente así será—. Lo que importa, empero, es
prepararse para sus efectos previsibles y cómo combinar su limitación con los
demás problemas que los humanos tendrán que enfrentar en ese tiempo.
Lo que tenemos que entender es que aunque el aumento de CO2 cause calentamiento
global, con simplemente cortarlo no habremos avanzado mucho en la solución de los
problemas globales. Desde la supervivencia de los osos polares hasta la pobreza pode-
mos hacer las cosas mejor con otras políticas. Eso no significa que debamos permane-
cer inactivos ante el calentamiento global, sino simplemente caer en la cuenta de que
las reducciones rápidas y masivas del carbono serán costosas, duras de aguantar y polí-
ticamente divisivas, además de que acabarán por significar pocas diferencias tanto para
el clima como para la sociedad. Más aún, esa meta probablemente nos desviará de otras
con las que podemos hacer mejores cosas para el mundo y para el medio ambiente
(2007: locs. 1487-1517).
Nuestra estimación es que el coste total de mantener el BAU por los dos próximos si-
glos de eventual cambio climático presagia impactos y riesgos equivalentes a una re-
13-Capítulo 9 12/12/11 13:20 Página 389
ducción del consumo global per cápita de, al menos, un 5 por ciento ahora y en el futu-
ro (Stern, 2006: x).
Aun así, se dice en el mismo pasaje, esta estimación va por lo bajo debido a que
los impactos «externos al mercado» del cambio climático (sobre el ambiente y
sobre la salud humana) podrían subir esa ratio hasta un 11 por ciento. Más aún,
podría llegar al 14 por ciento si se añaden los bucles «positivos» que puedan de-
berse a la emisión de otros GHG distintos del dióxido de carbono. Esa bajada
del consumo, por lo demás, no se distribuiría de igual forma y su mayor peso
caería sobre las regiones más pobres del mundo. Si se toma todo esto en cuen-
ta, la pérdida media de capacidad global de consumo podría ser del 25 por cien-
to. Si las emisiones anuales se mantuviesen en los niveles actuales, el aumento
de 4-7º F podría alcanzarse a mitad del siglo XXI.
El clima es un bien público, es decir, algo que beneficia tanto a los que pa-
gan por su mantenimiento como a los que no. El cambio climático es una exter-
nalidad, es decir, un coste impuesto al mundo y a las futuras generaciones pero
no directamente afrontado por quienes lo generan. «En suma, tiene que consi-
derarse como un fracaso del mercado de inigualada envergadura» (2006: 25).
Adicionalmente, sus efectos no son solo locales. Una unidad marginal de daño
afecta a todos sin considerar de dónde proviene. De esta forma, el cambio cli-
mático plantea un problema global y su solución debería considerar algo que
podríamos llamar imperativos éticos globales. «El análisis de políticas no puede
evitar tener que habérselas directamente con los difíciles problemas que van a
aparecer» (2006: 28).
Stern se aparta voluntariamente del «estudio de consecuencias» o conse-
cuencialismo que usan a menudo los economistas convencionales.
La perspectiva estándar de los economistas del bienestar no tiene sitio, por ejemplo,
para las dimensiones éticas referentes a los procesos por los que se producen las conse-
cuencias […] Decidir qué valores han de aplicarse es difícil en las sociedades democrá-
ticas y no siempre es consistente con las posturas éticas basadas en derechos y liberta-
des. Esa postura alternativa tiene a su favor el ser clara y simple […] Sencillos experi-
mentos mentales pueden medir el tratamiento de las diferencias salariales en la función
de bienestar social. Por ejemplo, supongamos que el ejecutivo tiene que considerar los
posibles resultados de dos políticas diferentes. En el segundo de ellos, una persona po-
bre recibe una renta X dólares más que en el primero, y una persona rica Y dólares
menos; ¿cuánto mayor que X tiene que ser Y para que el Gobierno decida que el segun-
do resultado es peor que el primero? (2006: 30).
En suma, un modelo de simulación demuestra que los costes dependen del diseño y de
la aplicación de las políticas, del grado de flexibilidad de las políticas globales y de si,
o no, los gobiernos lanzan los mensajes adecuados a los mercados y obtienen la mejor
composición de sus inversiones […] Para poner el coste en perspectiva, los efectos esti-
mados de políticas, incluso ambiciosas, de cambio climático se estiman limitados —en
torno al 1 por ciento o menos del producto nacional y mundial, promediado sobre los
próximos 50-100 años— siempre que los instrumentos de esas políticas se apliquen con
eficiencia y flexibilidad en todo el mundo […] Los números para estabilizar las emisio-
nes son potencialmente elevados en términos absolutos —tal vez cientos de millardos
de dólares al año (un 1 por ciento del PIB mundial estaría en torno a los 350-400 millar-
dos de dólares anuales)—, pero son pequeños en relación con el nivel y el crecimiento
de ese producto (2006: 248-249).
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No sorprende oír a un antiguo economista jefe del Banco Mundial que los
costes básicamente varían en relación con las políticas —la matriz pomo,
como se ha visto, tiene un peso abrumador y no respeta las fronteras discipli-
nares—. La cuestión, empero, tiene que ver con lo que los vendedores de co-
ches conocen como el shock de la factura final, tanto que Stern no se atreve
a cuantificarlo. Pero se puede echar la cuenta con facilidad. Al cambio oficial
(menor que la paridad de poder de compra), el PIB mundial de 2009 se esti-
maba en 58 billones de dólares (CIA, 2010). Una media de 3 por ciento de
crecimiento anual en los próximos cincuenta años lo pondría en 254 billones
de dólares; si hablamos de todo el próximo siglo, llegaría a 1154 billones de
dólares, es decir, unas veinte veces más que en la actualidad. La propuesta de
Stern de un 1 por ciento para la mitigación de los efectos del cambio climáti-
co llevaría la factura a 2,5 billones de dólares en 2059 y a once billones de
dólares en 2109.
¿Caben alternativas para gastos tan enormes? Según Stern, no. La opción
BAU aumentaría las amenazas futuras con toda probabilidad. ¿No podría la
adaptación conseguir los mismos resultados que la mitigación? Adaptación en
este caso significa financiar tan solo aquellas medidas que limiten el crecimien-
to del calentamiento global pero no lo disminuyan.
La adaptación reduce tan solo los costes del cambio climático producido (y ofrece opor-
tunidades beneficiosas que hay que aceptar), pero no hace nada directo para evitar ese
cambio y es, por tanto, parte de su coste. La mitigación previene el cambio climático y
los costes por daños que le siguen (2006: 305).
Epílogo
El turismo de masas moderno y el futuro
EPÍLOGO 399
razón por la que a la gente le gusta viajar, para poder contarlo luego—. Pero, en
fin, no nos detengamos en exceso con la distinción porque MacCannell había
ajustado ya cuentas con ella hace muchas lunas (capítulo 4). La distinción no es
sino otra malformación del hombre-moderno-en-general, que podría ser borra-
da si nos proponemos a emprender la única clase de turismo que valdría la pena:
un viaje al pasado remoto o, mejor aún, a una Edad de Oro de desdiferenciación
donde todos seríamos iguales que el resto y, por tanto, inmunes a la tentación
de alcanzar ventajas comparativas. Sin embargo, si nos paramos a pensar, esta
conclusión que aparenta ser excelente para MacCannell no se puede alcanzar
sin aceptar un mínimo de contradicción. Parece que el autor no ha reparado en
algunas de las letras del escrito que aparece en su muralla: que si alguna vez su
pasión por la desdiferenciación acabase por imponerse tendría que ser incluso a
costa de ampliar la pérdida de diferencia cultural supuestamente atribuible a la
globalización y a internet. El turismo carecería de sentido en ese mundo pasa-
do tanto como se supone que dejará de tenerlo en un futuro no lejano, según su
pronóstico.
Así le pese a MacCannell, el TMM parece tener algo más de cuerda. Las
diferentes culturas pueden ahora ser mejor conocidas para un creciente número
de personas que las ven en acción gracias a internet. Mientras que haya renta
disponible y vacaciones pagadas, pocos se resistirán a la tentación de experi-
mentar por sí mismos si resultan ser tan atractivas como lo parecen en la pan-
talla del ordenador y, dadas las nocivas tendencias de nuestros egos modernos,
de querer seguir mostrando aún nuestra superioridad sobre los vecinos. Ningún
malestar en la cultura parece que vaya a ser capaz de acabar con el turismo de
masas. Ni siquiera entre sus críticos, que siempre verán en él una razón de más
para seguir con sus críticas en conferencias a celebrar en lugares lejanos. Como
la muerte de Mark Twain, la del TMM parece haber sido anunciada prematura-
mente.
A veces, amigos y familiares me piden consejo sobre si deben invertir en
compañías de turismo, pensando ingenuamente que un interés académico por
este asunto podría darme el porte de gurú financiero. Para su frustración, no ten-
go ninguna información especial que ofrecer y habré de limitarme a generalida-
des como la que se acaba de apuntar sobre la salud del TMM. ¿Será buena cosa
comprar acciones en Starwood Hotels o en American Express? Tal vez. ¿En
aerolíneas establecidas? Definitivamente, no. Uno tendría que haber estado más
atento cuando Tony Ryan y sus colegas fundaron Ryanair o cuando Tony Fer-
nández puso en marcha Air Asia. Hoy puede ser ya tarde para invertir en algu-
na de esas dos compañías, pero no por las razones culturales que avanza la tropa
antropológica. Cielos, no. De haber continuado el clima financiero anterior a
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2007, justo antes de que estallase la crisis económica de 2008-2009, haber in-
vertido en compañías especializadas en el turismo de masas podría haber sido
una opción, pero hoy hay demasiadas nubes en el horizonte. «Es la economía,
estúpido», como decía el eslogan de Bill Clinton en 1992.
Volvamos la mirada a aquellos tiempos precrisis. El TMM, internacional y
doméstico, estaba rebosante. Había muchas razones para explicar esa sensa-
ción. Las economías desarrolladas tenían un número creciente de vacaciones
pagadas, una gran clase media envejecida pero con buena salud, cohortes de
edad avanzada con buenos retiros, renta disponible creciente, pasajes aéreos y
de ferrocarril a bajo coste, y muchos coches movidos por combustibles relati-
vamente baratos. Todo eso era un conjunto de factores que favorecía la expan-
sión del turismo. Lejos de limitarse a las sociedades ricas, tendencias similares
aparecían en los países menos desarrollados, especialmente en Asia del Este. La
rápida urbanización, una clase media en expansión, mejores niveles de vida,
vacaciones pagadas, mayor renta disponible, un profundo deseo de conocer a
los vecinos y aun algunos destinos lejanos: todo eso se hacía sentir con fuerza
en el triángulo que tiene su ápex en Corea y dos lados que llegan, respectiva-
mente, a la India y a Australia. Hoy, la mitad de la humanidad vive en esa zona.
La expectativa de un futuro de crecimiento imparable del TMM reflejaba esa
disposición mercurial.
Todo eso se vino abajo en un breve período. Entre el verano de 2008 y la
primavera de 2010, primero Estados Unidos y luego Europa empujaron a la
economía mundial hacia una zona de turbulencias. La historia de esa crisis no
puede ser escrita porque aún no ha terminado, así que uno tiene que contentar-
se con leer los posos del té, y ese es un deporte bien fútil, o decir que «es de es-
perar que la crisis pese considerablemente sobre el turismo» y hacer seguir ese
respetable aserto con algunas observaciones no menos solemnes.
Dentro de diez años puede que el TMM no sea muy diferente de lo que co-
nocimos en los tiempos precrisis en sus tendencias básicas. Ese es, al menos, el
pronóstico del Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC). Tras un penoso
2009, en el que experimentó una caída de 4,8 por ciento, el turismo mundial
debería recuperarse con un cierto crecimiento en 2010-2011 y renovado vigor a
medida que la crisis se quedase atrás. «En conjunto, la economía del turismo y
los viajes podrá crecer un 4,25 por ciento anual en términos reales entre 2010 y
2020, manteniendo trescientos millones de puestos de trabajo en 2020 —es
decir, un 9,2 por ciento de todos los empleos y un 9,6 por ciento del PIB glo-
bal—» (WTTC, 2010: 7). La industria debería continuar siendo una de las prin-
cipales actividades económicas del futuro. El pronóstico, sin embargo, solo era
parcialmente convincente, pues daba por sentado que la esperada vuelta al cre-
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EPÍLOGO 401
res, lo mismo que el volumen del turismo en el PIB, mientras que las exporta-
ciones por turismo subirán a 1,9 millardos de dólares. Toda la región sentirá el
impacto de ambos colosos (WTTC, 2010), aunque todas estas predicciones
estarán un tanto al albur de lo que suceda en la economía global.
En cualquier caso, si el futuro inmediato del TMM resulta ser menos opti-
mista de lo que se esperaba hace tan solo unos pocos años, eso no hace de nin-
guna manera buenas las expectativas de tantos académicos posmodernos. La
disminución de expectativas para el turismo no tiene nada que ver con senti-
mientos de desaliento al descubrir que uno puede comer un mismo Big Mac en
Australia o en Austria, como lo imaginaba MacCannell. Los previsibles millo-
nes de turistas chinos del futuro no se quejarán porque sepan lo mismo que en
Shanghái. El palacio de Schönbrunn y el Belvedere, o el Outback y la ópera de
Sydney, por el contrario, no pueden ser clonados en Pudong. La disminución de
las expectativas turísticas tampoco puede ser atribuida a su mercantilización. Si
quienes la critican acabasen alguna vez por definirla en términos menos simples
de los que avanzan (el turismo no debería ser comprado o vendido como las na-
ranjas y las manzanas), la crisis económica acabará por empujar a la gente a
quejarse de que el TMM no está suficientemente mercantilizado, porque no
puede encontrar ofertas dentro de los límites de su poder adquisitivo, y a pedir
más, no menos mercantilización.
Las expectativas decrecientes tampoco tienen mucho que ver con el su-
puesto cansancio de o repudio por la hegemonía cultural de Occidente. Estoy
escribiendo este epílogo en Nha Trang, Vietnam. Es un centro de vacaciones ur-
bano, porque la playa de Nha Trang no ha sido fabricada como las de otros luga-
res. Hoteles y restaurantes han crecido con una expansión en forma de cinta a
lo largo de un eje del paseo marítimo conocido como avenida de Tran Phu. To-
dos ellos se benefician de la infraestructura urbana y de los servicios de una ciu-
dad fundada mucho antes de la llegada del turismo. Nha Trang ha crecido, sin
duda, desde la primera vez que la visité, en 2003, y su popularidad como atrac-
ción playera no estaba aún establecida. La ciudad se ha alargado considerable-
mente hacia el sur, donde uno puede encontrar a muchos inmigrantes recién lle-
gados del campo para trabajar en la industria turística. Por cierto, esta última se
nutre fundamentalmente de la clientela doméstica. En 2003, la abrumadora ma-
yoría del público que frecuentaba Nha Trang era vietnamita. Hoy es lo mismo.
Nha Trang no se nutre solo del turismo de sol y playa. Sorprendentemente
para el observador participante, la playa se vacía tan pronto como el sol empie-
za a calentar con fuerza por la mañana temprano (hacia las siete) y así perma-
nece hasta cuando se debilita en la tarde. Los pocos adoradores del sol que que-
dan en la playa son, sobre todo, extranjeros, fundamentalmente occidentales.
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EPÍLOGO 403
Una razón para esa súbita y como concertada huida del sol tiene motivos labo-
rales: los locales tienen que irse a trabajar. Pero esta condición no se aplica a los
turistas vietnamitas que, pese a ello, se resguardan de sus rayos. Demos su libra
de carne al culturalismo. Muchas mujeres vietnamitas no quieren broncearse.
Una piel oscura se ve entre ellas como una marca propia de los campesinos po-
bres y, como tal, poco atractiva para los hombres. Eso, y no solo la modestia,
explica los trajes de baño retro (en torno a los de 1900) que las mujeres vietna-
mitas se endosan para ir a la playa y que cubren casi por completo sus cuerpos.
Así se entiende también por qué, en Nha Trang como en todo el resto del país,
las mujeres guían sus motocicletas envueltas en complicados sombreros (hoy
sustituidos por el casco obligatorio), máscaras (también usadas para combatir el
aire polucionado) y guantes que suben por todo el brazo y que en otros lugares
no se habían vuelto a ver desde que Rita Hayworth protagonizó Gilda, en 1946.
El complemento a la limitada atracción del sol y la playa en Nha Trang es
la vida de familia. Como muchas playas españolas de los setenta, esta es una
playa para familias: un espacio donde los niños pueden jugar a su gusto y con
seguridad bajo la mirada de madres y parientes; donde uno se encuentra con
gente de su propia categoría social; donde uno puede cotillear con los vecinos
o trabar nuevas amistades. La playa acomoda a muchas familias extensas com-
puestas de dos o tres generaciones y el espacio social refleja esa interacción.
Unos pocos metros al otro lado de la avenida Tran Phu, de vuelta de la playa a
mi hotel, uno entra en un mundo diferente y que intriga al curioso. No tanto por
su composición social. Los clientes vietnamitas siguen siendo aquí la mayoría
de la población itinerante. El hotel tiene una alta tasa de ocupación a pesar de
que sus precios son altos, especialmente cuando se tiene en cuenta la diferencia
de poder adquisitivo. Sin embargo, está casi al completo. ¿Quiénes son estos tu-
ristas? La respuesta es obvia: son miembros de las clases medias, que están cre-
ciendo tan rápidamente en el país y están unos cuantos escalones sociales por
encima de la gente de la playa.
También hay diferencias de conducta entre los huéspedes del hotel y la
gente de la playa. Muchos de los primeros viajan en familia, como lo hacen los
de la playa, pero las suyas son familias nucleares. Las madres jóvenes, solo en
algunos casos con la ayuda de parientes, se ocupan de las ruidosas criaturas que
corretean sin descanso a lo largo y a lo ancho del comedor, haciendo todas las
travesuras propias de su edad. Tras el bufé del desayuno, en donde la mayo-
ría elige pho?’ y otros manjares vietnamitas en vez de cosas como huevos con
jamón o un desayuno continental, la piscina reclama su atención. La piscina
ofrece un espacio aún más seguro que la playa para los niños y estos se pasan
allí las horas muertas. Por su parte, la mamá (y otras chicas solas) se endosa
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ahora un dos piezas similar en forma y tamaño a los de las escasas mujeres occi-
dentales que frecuentan la piscina. La defensa por razones de modestia de los
trajes de baño anticuados que se ven en la playa no parece ser la causa de esta
transformación.
Esta imagen —escasa y limitada como lo es— de algunos de los estilos de
comida y de baño de un aún pequeño, pero acomodado, estrato de vacacionis-
tas vietnamitas no es más que una anécdota. Sin embargo, si esa conducta pu-
diese verse como una tendencia nos ayudaría a arrojar luz sobre un par de
aspectos curiosos. Una mayor exposición corporal a terceros en el recinto limi-
tado de la piscina parece poder ser más fácilmente aceptable que otros hábitos
más enraizados y ajenos al género, como los de la comida. Mientras que estos
últimos pueden ser más fácilmente negociados dentro de los límites de una ima-
ginaria identidad vietnamita (nuestra comida es mejor, o más sana, o más deli-
ciosa, o más lo-que-sea que la occidental), los primeros incluyen un despliegue
de distinción intergrupal (nosotros, los huéspedes de este hotel, tanto vietnami-
tas como occidentales, somos diferentes, posiblemente mejores, que los comu-
neros de la playa; y, por cierto, las áreas de sombra y las amplias sombrillas en
torno a la piscina también impiden que nos bronceemos). Si esta interpretación
tiene algo de peso, esa aceptación de una parte de la hegemonía cultural occi-
dental sería algo querido, no impuesto. Adicionalmente, la diferencia cultural
entre esos dos grupos de vietnamitas (los acomodados y los que no) se referiría
a una supuesta superioridad basada en capital financiero, el de verdad, y no en
ningún otro capital cultural (podemos ponernos biquinis occidentales porque
nos gastamos aquí en una sola noche lo mismo que se gastan los occidentales;
a la multitud de la playa le llevaría un mes de trabajo poder pagárselo).
Salto atrás de la moviola a junio de 2006, a un curso que estaba yo impar-
tiendo a la sazón en Sa Pa. Sa Pa es una pequeña ciudad situada en la cadena de
montañas de Hoang Lien Son, en la provincia de Lao Cai, alrededor de trescien-
tos cincuenta kilómetros al noroeste de Hanoi. En su área viven numerosos gru-
pos étnicos que se han convertido en una de las más importantes atracciones
para los numerosos turistas, vietnamitas en su mayoría, que viajan hasta allá
durante el verano. De acuerdo con el programa del curso, estudiantes y profe-
sor nos fuimos de excursión por la zona para visitar varias comunidades y un
par de ecohoteles recién construidos.
Nuestra guía era una chica Hmong que hablaba muy buen inglés. Le pre-
gunté dónde lo había aprendido. Una ONG, dijo. Estaba sentada junto a mí en
el autobús durante un largo trayecto de la excursión y nos dedicamos a hablar
de lo habitual en estos casos: condiciones de vida en su pueblo, la posibilidad
de emigrar a Hanoi o a Saigón, las barreras para encontrar trabajo siendo de una
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EPÍLOGO 405
minoría étnica. Durante la charla, las trazas de la ONG no solo se dejaban sen-
tir en su inglés, sino también en su forma de expresarse. No, no pensaba mar-
charse de su pueblo. Ella y los otros jóvenes tenían mucho que hacer para pre-
servar su identidad y sus tradiciones. La fuerza de la cultura Kinh (la mayoría
étnica de Vietnam) y de la globalización occidental las ponían en peligro.
Hacía poco que yo había leído un excelente libro de Erik Cohen (2000)
sobre las artes y los oficios de los Hmong y le pregunté por los complicados ara-
bescos que forman sus bordados.
—Debe ser muy difícil y llevar mucho tiempo hacer tus vestidos. ¿Los bordas tú
misma?
—No, en mi pueblo solo unas pocas mujeres mayores saben hacerlo.
—Así que les compras tu ropa a ellas.
—No. Si miras con cuidado el vestido que llevo, verás que no está bordado. El dibujo
es tradicional, pero es un estampado. Hacen los tejidos en un sitio cerca de Guangzhou
y el traje lo confecciona también una fábrica china. Compramos estas cosas en Hekou,
una ciudad china fronteriza con Lao Cai en Vietnam. Tienen mucha más selección de
vestidos tradicionales y son mucho más baratos.
Pocos días más tarde, una vez que el curso hubo acabado y nos marchába-
mos de Sa Pa, ya no sería para mí un misterio por qué una mayoría de estudian-
tes había decidido tomarse un día libre en Lao Cai antes de volver a Hanoi. Iban
al Hekou chino a comprar recuerdos y chucherías. «No olvidéis alguna cosa au-
ténticamente Hmong», me despedí.
A partir de este ejemplo «de campo» podemos abrir el objetivo para captu-
rar todo lo que se ha dicho en este libro, un volumen que ha tratado de indagar
sobre el TMM desde una perspectiva alejada de la principal corriente académi-
ca. Para el autor, el TMM no es más que uno de los múltiples beneficios que
han acompañado el desarrollo de las modernas sociedades de mercado.
Sociedad de mercado no significa exclusivamente capitalismo. No todas
las versiones del capitalismo tienen el mismo perfil. La que aquí se prefiere se
corresponde con la de la economía política clásica, que es también la mejor so-
ciología. Los individuos persiguen sus propios intereses y, al hacerlo, quieran
que no, contribuyen al bienestar general. Es la antigua fórmula de Mandeville:
vicios privados, virtudes públicas. Así es el capitalismo liberal en la acepción
europea del término. Aunque toma en cuenta la necesidad de una cierta inter-
vención pública, mantiene que la acción gubernamental debe ser tan limitada
como sea posible (una cláusula indudablemente abierta a interpretaciones muy
variadas). El liberalismo americano y la socialdemocracia europea tienen una
visión mucho más expansiva. A veces, como se ha visto en la discusión actual
14-Epílogo 12/12/11 13:23 Página 406
EPÍLOGO 407
Sin duda, los relativistas pocas veces ven razones para detenerse en los pe-
queños detalles. Uno podría recordarles, empero, que el Gobierno de la India es
elegido democráticamente cada pocos años y que los burócratas civiles del país,
superiores e inferiores, derivan su legitimidad de ese proceso democrático, en
marcado contraste con la forma en que los apparatchiki son nombrados y con-
trolados en Vietnam. Esas pequeñas diferencias se suelen aprender en los cur-
sos introductorios de ciencia política. Pero tal vez Burns no tuvo tiempo de re-
parar en ello, alocado como parecía estarlo con su nuevo descubrimiento: que
«la democracia es un constructo social con más de una interpretación» (2001b:
296). Sin duda, Hitler, Stalin, Ngo Dinh Diem, los hermanos Castro, Franco,
Khamenei, una interminable fila de tiranos y dictadores de la historia moderna
y, lo que es aún más pavoroso, sus eventuales herederos estarán bendiciendo lo
del constructo social. Quienes hemos vivido bajo uno de esos regímenes pode-
mos señalar con facilidad algunas diferencias decisivas entre ellos y el gobier-
no democrático. El problema con este extendido y barato constructivismo pomo
es, lamentablemente, que va más allá de estos estrambóticos ejemplos. Cuando
las palabras se definen al estilo de Humpty-Dumpty y la urgencia de dar cuen-
ta de la realidad pierde toda importancia, de una forma u otra, dejamos que sea
el poder quien acabe por construir la realidad —y nuestras vidas— de la mane-
ra que quiera.
Eso no es solo un juego mental para académicos ociosos. Las economías
eficientes —y la vida decente— requieren sociedades libres y democráticas.
Como hemos subrayado en este libro, el juego limpio de los intereses individua-
les, especialmente cuando no se ve por completo eclipsado por los llamados va-
lores culturales del posmodernismo, dará más fruto en todos los aspectos de la
vida: en las teorías, en la práctica y, por supuesto, a la hora de explicar por qué
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Hoy es ya una idea ampliamente aceptada que el turismo puede contribuir con-
siderablemente al crecimiento económico. España es, tal vez, el mejor ejemplo.
Desde 1960, el país se ha desembarazado de su atraso secular y ocupa una posi-
ción relativamente alta entre las grandes economías del mundo. No hay duda de
que el turismo ha tenido un papel sustancial en ese proceso.
A mediados de los cincuenta, tras más de dos siglos de aislamiento y deca-
dencia, los grupos hegemónicos del país se propusieron participar en la ola de
crecimiento económico que se extendía por Europa. Hasta entonces, todos los
intentos previos de modernizar la economía y convertir al país en una sociedad
de consumo masivo habían fracasado (Velarde, 2001). Tras el ocaso de su impe-
rio y una tremenda Guerra Civil, España se encontraba con una economía hun-
dida, serios problemas de convivencia política y, sobre todo, una estructura so-
cial premoderna con los rasgos propios de lo que se ha llamado capitalismo
oligárquico (Baumol, Litan y Schramm, 2007).
La dictadura del general Franco no ocultaba su determinación de sostener
esa estructura. El período inicial del régimen, hasta 1959, giró en torno al man-
tenimiento del control económico y político de las élites tradicionales y asegu-
ró su dominio sobre el desmedrado mercado interno, reprimiendo todo movi-
miento favorable a una economía abierta y, por supuesto, a la democracia. Con
su prosa burocrática, la misión del BIRD (1963; hoy su nombre es Banco Mun-
dial) que visitó España en 1961 a petición del Gobierno decía que la economía
española se enfrentaba con serios problemas estructurales.
En el pasado, circunstancias similares hacían tañer las campanas por el fin
de las soluciones autoritarias. A finales de los cincuenta, el Plan de Estabiliza-
ción buscó una nueva ruta para salir de la práctica bancarrota en que se encon-
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Perdido en la academia
Mientras todo eso sucedía en el mundo real, los académicos españoles presta-
ban poca atención al desarrollo del turismo y sus consecuencias. La investiga-
ción del fenómeno se dejaba en manos de algunos excéntricos y solía limitarse
a la econometría y a buenas prácticas en la gestión de los negocios de hostele-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 411
ría y turismo. Con escasas excepciones, los académicos españoles parecían in-
capaces de entender lo que estaba pasando y de reflexionar sobre la dinámica
social y cultural que los flujos turísticos inducían. El turismo era visto como una
actividad frívola y era denostado, junto con otras prácticas supuestamente ma-
nipuladoras como la moda, los deportes o la publicidad (Bourdieu, 1984), por
los deconstruccionistas franceses que a la sazón empezaban a ser recibidos en
España. Los resultados eran evidentes: casi nadie se tomaba en serio al turismo.
Es una actitud perdurable, pues aún recientemente una colección de trabajos so-
bre la historia económica de las regiones españolas en el XIX y el XX (Germán
et al., 2001) no tiene prácticamente nada que decir sobre su importancia para
Cataluña o el País Valenciano. Incluso en el caso de Baleares, en donde es im-
posible olvidarse de él, hay una notable resistencia a darle el papel que se mere-
ce (Manera, 2001).
En cualquier caso, los pocos investigadores dispuestos a seguir la modesta
pista del turismo eran, sobre todo, economistas. Y, además, las investigaciones
publicadas en las páginas de la Revista de Estudios Turísticos (RET), casi la
única revista teórica especializada en estos temas, solían provenir de allende la
academia. Su primer número apareció en 1963. Desde entonces hasta 2006
(CDTE, 2007), la RET publicó 166 números y 809 artículos (el autor de este
libro fue su director en 1983-1984). La mayoría de los autores publicados eran
españoles y, cuando aparecían extranjeros, no solían ser los autores anglófonos,
que se estaban convirtiendo en las fuentes básicas para el estudio del turismo
(Jafari, V. Smith, MacCannell, Cohen). La RET apostaba por evitar asuntos que
creasen controversia y aún hoy prefiere la supuesta seriedad de la economía
matemática a los caprichos de la ciencia política, de la sociología o de la antro-
pología. Todo ello sea dicho sin desdoro de las contribuciones de economistas
como Ángel Alcaide, Manuel Figuerola, Águeda Esteban o Ezequiel Uriel.
Desde sus puntos de vista, todos ellos mantuvieron un duro combate para mos-
trar que la contribución del turismo a la economía española no era una frusle-
ría. Pero, en cualquier caso, la RET renunció a ocupar, especialmente después
de la dictadura, cuando hubiese podido hacerlo, el puesto importante que le co-
rrespondía. Los investigadores españoles pagaron así un alto precio, pues sus
trabajos permanecieron prácticamente desconocidos fuera del país.
No fue esta la única ni la más importante barrera para la difusión de sus
escritos. Desde los setenta, los estudios turísticos más conocidos se han origi-
nado y publicado mayormente en el mundo anglófono y, lamentablemente, a la
sazón no muchos profesionales españoles del turismo se sentían a gusto en in-
glés. De esta forma, el bajo perfil académico del turismo, el desinterés por casi
todo lo que no fuera econometría y un limitado dominio del inglés contribuye-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 412
(Cavlek, 2005). Todo eso iba a permitir a los hoteleros españoles hacerse con
una clientela anteriormente inexistente. De esta forma, señalaba Gaviria, era po-
sible combinar todos esos factores bajo la lógica del mercado y aprovechar la
nueva división internacional del trabajo.
Había, empero, un escollo. Mucha de la planta hotelera española de la épo-
ca estaba compuesta por propiedades familiares o de tamaño medio y sus pro-
pietarios no podían financiar otras mayores porque carecían del capital necesa-
rio, y los bancos españoles se mostraban muy reacios a embarcarse en un nego-
cio que desconocían. Aquí entraban los turoperadores internacionales, que sí
disponían del capital necesario. Muchos de ellos prestaron los fondos para fi-
nanciar la construcción de nuevos centros de vacaciones. A cambio, firmaban
acuerdos preferentes con los hoteleros para que estos les reservasen sus habita-
ciones por un plazo de entre cuatro y diez años. Si el negocio iba bien, los tur-
operadores recuperaban su inversión en un plazo relativamente corto. Si el pa-
trocinador era incapaz de encontrar ocupantes, el hotelero se comprometía a no
reclamarle una compensación. Como eso no solía suceder a menudo y como,
para curarse en salud, los hoteleros recurrían a asegurarse haciendo reservas
excesivas (overbooking) con otros proveedores, aparecía el típico círculo vir-
tuoso en el que todos salían ganando.
Con quinientas o más habitaciones, las nuevas propiedades tenían dimen-
siones notablemente mayores que sus antecesoras. Los cuartos no eran muy
confortables en general, para evitar que los veraneantes se quedasen dentro,
pero a cambio los hoteles tenían amplias zonas comunes de esparcimiento para
mantener a los clientes en sus jardines, piscinas, pistas de tenis, campos de golf,
bares y restaurantes, discotecas, salones de belleza y otros extras. La clientela
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 414
cautiva de esos centros de ocio contaba así con mayores oportunidades para
gastar su dinero en beneficio del hotel que la acogía.
¿Por qué los turoperadores no se hicieron directamente con el negocio? De
lo que ellos sabían era de manejar los flujos de turistas que se originaban en sus
países, no de gestionar hoteles. Por otra parte, las regulaciones legales de la
época les impedían hacerlo, por lo que necesitaban de intermediarios locales
que, por otra parte, solían estar bien relacionados y eran una excelente fuente
de información sobre la situación económica y política del país. Por su parte,
los turoperadores se aseguraban, a través de testaferros locales, otra parte del
negocio: las excursiones locales. Montar en burro o en camello, participar en
capeas, catas de vino, visitas a lugares cercanos o a diversiones nocturnas aña-
dían ingresos importantes a sus operaciones. Gaviria estimaba que los paseos en
burro reportaban beneficios cuatro veces superiores a los gastos del organiza-
dor. Las excursiones las vendían (mediante comisión) los guías de los grupos de
veraneantes el mismo día en que los turistas llegaban a sus hoteles y tenían aún
todo su dinero y podían meterse en gastos.
La sostenibilidad de toda esa operación era imposible sin contar con otro
pilar: los trabajadores españoles. El milagro turístico español se apoyaba en la
conversión de los antiguos braceros en empleados hoteleros. La fuerza de tra-
bajo era abundante y estaba escasamente cualificada, es decir, tenía que tolerar
salarios bajos y una fuerte inestabilidad en el empleo, dada la concentración de
turistas en los meses de junio a septiembre. Una vez acabada la temporada, esos
trabajadores volvían a sus lugares de origen para dedicarse a otras tareas loca-
les, mal retribuidas, durante el invierno o cobrar el paro. En este lado de la ofer-
ta, el círculo dejaba de ser virtuoso y devenía viciado. Estacionalidad y trabajo
temporal aseguraban salarios bajos y unas condiciones de trabajo rigurosas que
no estimulaban a los trabajadores a obtener mejores cualificaciones.
Gaviria no se limitaba a poner de relieve las condiciones estructurales de la
industria turística y su contribución a la acumulación primitiva de capital que
conocía España en esos años, sino que se interesaba también por entender las
razones para la creciente demanda de vacaciones. Una vez más, el papel clave
era el de los turoperadores extranjeros. Su control de la demanda exterior les
permitía imponer precios bajos a los hoteleros españoles, sacar buenos benefi-
cios de la oferta complementaria de excursiones y actividades y no pagar im-
puestos en España porque el grueso de sus negocios se desarrollaba en sus paí-
ses de origen. Pero ¿cómo mantenían ese control?
El trabajo de Gaviria se mostraba innovador una vez más, al apuntar a la
necesidad de analizar el papel clave que desempeñaban los folletos de los tur-
operadores. Los catálogos de vacaciones representaban una parte importante de
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jas era extranjera, dueña de un 56 por ciento de la tierra. Aparece allí otro tema
que Jurdao iba a tratar más pormenorizadamente en otro libro (Jurado y Sánchez,
1990). No solo la población extranjera crecía en número; también lo hacía en
edad. Más del 47 por ciento tenía más de sesenta años. Si la marea no cambiaba,
España se convertiría pronto en otra nueva Florida, un gran pabellón geriátrico.
A finales de los setenta, José Luis Febas publicó en la RET un largo trabajo
sobre la semiótica de la comunicación turística (1978). Febas también provenía
extramuros de la academia. Obtuvo su doctorado en París, en la Catho (Instituto
Católico), con una tesis sobre semiótica teológica. Posteriormente comenzó a
interesarse por la aplicación de la semiótica al mundo del turismo. Junto a la pu-
blicación recién apuntada, Febas elaboró, junto con Aurelio Orensanz, una serie
de trabajos a ciclostil sobre el papel de los pósteres y los folletos turísticos (sin
fecha, 1980, 1982). Tras esta explosión de creatividad, desapareció del mapa.
Su obra resulta hoy poco conocida para las nuevas generaciones de estudiosos
españoles del turismo.
Sin embargo, la contribución de Febas resultaba original en el medio cul-
tural español de la época. Fue de los primeros en importar lo que a la sazón se
llamaba el estructuralismo francés, especialmente en la formulación de Lévi-
Strauss. Significativamente, aunque cita en sus trabajos a los nombres mejor
conocidos de esta corriente (de Saussure a Jakobson o Barthes), uno buscará
en vano a Foucault. Tal vez por causa de esta omisión a sus escritos le falta la
crítica abierta del turismo como lugar de la inautenticidad y del consumismo
que ha desempeñado tan gran papel en la obra de autores anglófonos como
MacCannell (capítulo 4). En un breve resumen, podríamos decir que Febas re-
presenta un posmodernismo sin deconstruccionismo.
Utilizando el modelo de comunicación semiótica derivado de Lévi-Strauss
(capítulo 3), Febas desarrolló un análisis del turismo como una especie comu-
nicativa susceptible de interpretación semiótica, tanto en su mercadeo como en
su promoción y publicidad, y lo aplicó al estudio de los folletos editados por la
Agencia Española de Turismo entre 1963 y 1978.
Para interpretar este conjunto de informaciones aparentemente falto de or-
den y de significado total, Febas proponía un modelo de relación de cuatro lla-
mados triángulos isotópicos que relacionan el Id o producto con el Ego o emi-
sor de la información, con el espacio del Tú o de interpelación al consumidor y
con los servicios específicos que el destino ofrece (figura 1).
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geografía
El
soporte
gegráfico
clima paisaje
cultura alojamientos comunicaciones natural
D
B C
Los
servicios
La específicos El
aportación consumo
autóctona turístico
Cada uno de esos cuatro triángulos isotópicos tiene una función especial,
pero lo que importa es su combinación en el repertorio que el género folleto pro-
pone. No todos los temas que aparecen en él tienen igual peso y su rango cuan-
titativo nos pone sobre la pista de la importancia que tienen para los autores del
folleto. En el caso de los folletos españoles analizados por Febas, más del 50
por ciento destacan el triángulo B, es decir, lo que Febas llama comunicación
autóctona o autopromoción. «En la comunicación turística, el “él” referencial
sobre el que versa el mensaje coincide con el “yo” del emisor. No se trata tanto
de exponer las excelencias de un producto destinado al consumo, como sucede
con la propaganda publicitaria, cuanto de que el productor se manifieste por sí
mismo» (1978: 34). Otro tanto sucede con los elementos icónicos de los folle-
tos. En suma, en los folletos oficiales españoles de aquel tiempo la comunica-
ción turística prefería los aspectos referenciales del objeto comunicado, o, dicho
en un lenguaje más llano que el del posmodernismo usado por Febas, al comu-
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 420
nicador le interesa sobre todo alabar sus propias virtudes, sin importarle dema-
siado lo que piense de ellas o interese al receptor.
La conclusión se desprende fácilmente de esas premisas. Un análisis mitoló-
gico à la Barthes llevaba a Febas a apuntar que los folletos estudiados formaban
efectivamente un conjunto, es decir, eran homogéneos, se referían a la totalidad
del país, tenían un estilo «propio» y definían un espacio que se diferenciaba de
otros destinos. Pero lo más importante venía después. Ese conjunto aparente-
mente desordenado a primera vista transmitía un único mensaje muy complejo.
Ante todo, la estrategia comunicacional era voluntariamente fragmentaria. Por
ejemplo, la información sobre la geografía física del destino no encajaba con la
referida a los aspectos sociales, humanos o culturales, y las descripciones de mo-
numentos no se referían a la vida real de la gente que vivía en torno a ellos. En
contraste con los folletos de las fábricas de vacaciones, las dimensiones prácticas
del viaje propuesto quedaban en la oscuridad.
El segundo elemento de los folletos españoles era su autorreferencia. El
Ego se celebraba a sí mismo y se detenía en mostrar sus atractivos sin pregun-
tarse cómo reaccionaría ante ellos el receptor.
Finalmente, los folletos españoles daban preferencia a los aspectos artísti-
cos sobre todos los demás. La imagen del país que se proyectaba era la de un
museo donde lo más importante eran sus piezas de arte, un arte que remitía a
los rasgos de una identidad española que no se vería afectada por el tiempo. Era
el simbolismo de una España eterna, representada por Castilla, en la que los ele-
mentos chauvinistas iban estrechamente unidos a la celebración de la austeri-
dad, del pasado y de las tradiciones.
Esta es la imagen por la que optan los folletos españoles, con todo el cortejo de blasones,
venerables monumentos […], apologías del románico y del gótico, relegamiento de los
aspectos que manifiestan la real industrialización y urbanización del país, etc., en contras-
te con la política aperturista y europeizante a la que está vinculado el milagro turístico
español desde los sesenta y a la imagen frívola, exótica y folclorizante que los operado-
res turísticos logran imponer, durante la misma época, en todo el mundo (1978: 120).
Y así coincide Febas con Barthes: los folletos turísticos se nutren de un len-
guaje despolitizado que busca convertir a la historia en naturaleza. En el caso
español, eso se reflejaba en su tono académico y altanero, en su falta de aten-
ción a la contemporaneidad y en sus opiniones culturales, tan simples. Hasta las
propias bellas artes que se celebraban parecían haber estado siempre ahí, como
si carecieran de autor, y los monumentos, especialmente los religiosos, ahoga-
ban en importancia a la gente corriente. Resultado: si los folletos españoles que-
rían mantener su función motivadora, necesitaban urgentemente reconstruir su
lenguaje (Febas y Orensanz, 1980: 124). Otrosí se decía de los carteles turísti-
cos (Febas y Orensanz, sin fecha).
Los trabajos de Febas y sus colaboradores eran muy originales en la España
de los ochenta y abrían una línea de investigación que, lamentablemente, pron-
to quedó truncada tras la desaparición de su autor del mundo del turismo. Sin
duda, Febas seguía demasiado de cerca la gramática semiótica que había apren-
dido en Francia, pero la suya era una de las primeras contribuciones a la eva-
luación de la imagen nacional autoproducida por los gobiernos de la dictadura.
Años más tarde, Dann popularizaría en el mundo anglófono un análisis si-
milar de los folletos y del lenguaje turístico en general y citaría específicamen-
te a Febas. Pero las ideas de este son, a mi entender (capítulo 8), más matiza-
das que las de Dann. Comparte con él, y en general con la corriente deconstruc-
cionista, la noción de que el turismo es una empresa mitológica que prima al
sometimiento sobre el diálogo y crea sintagmas que comunican información
sesgada, pero Febas no cree que ese tipo de comunicación se imponga siempre.
Las audiencias saben reaccionar ante la promoción turística y se resisten de mu-
chas formas al control que la publicidad trata de imponer. Febas sabía bien que
por mucho que los folletos españoles de los sesenta y los setenta exaltasen a la
España eterna que la dictadura trataba de restaurar, el modelo turístico español
defendido por los turoperadores necesitaba de imágenes diferentes. Los folletos
oficiales podían hartarse de presentar iglesias y monumentos; pero, en la vida
real, más del 80 por ciento de los turistas internacionales buscaba algo comple-
tamente diferente: ocio, sol y playa, vida nocturna, y todo ello a precios conve-
nientes. De este modo, Febas no solo entendía bien que existen diferencias entre
los folletos burocráticos y los industriales, sino también las razones por las que
el lenguaje de estos últimos tenía mucho más éxito que las ilusiones que trata-
ban de poner en circulación los primeros. La posición de Febas refleja una suti-
leza que se echa a faltar en muchos otros autores.
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 422
En conclusión
cidos por la Administración para proyectar su España soñada, pero su total de-
pendencia de Lévi-Strauss y de Barthes es notoria. Las reflexiones de Jurdao se
ubicaban dentro de un nacionalismo conservador de la más pura cepa que aún
no se había enterado de que la pertenencia a la comunidad europea hacía muy
porosas las lindes de la soberanía nacional y equiparaba como consumidores,
como residentes y hasta como votantes en las elecciones locales a los extranje-
ros que habían elegido radicarse en nuestro país. En esos aspectos teóricos nin-
guna de estas contribuciones era en exceso original.
Curiosamente, la mejor conocida fuera de España es la de Jurdao, que fue
rápidamente acogida y ensalzada por Dennison Nash. Nash es uno de esos an-
tropólogos progresistas anglosajones que creen que solo hay una clase de anti-
imperialismo, así que piensa que todo turista internacional, especialmente si es
occidental, es un émulo de Sandokán. Poco se le pasa por las mientes que con-
viene distinguir y que, aunque todos ellos denunciaran el imperialismo, la cosa
no significaba lo mismo para Hitler, para los militares japoneses de los años
treinta, para Stalin o para el movimiento de los no alineados. Así se le escapa
que la denuncia del imperialismo de Jurdao y su llanto por los campesinos de
la Mijas que él idealiza respiraban añoranza por el Antiguo Régimen y por la
revolución neolítica. Jurdao es, de ser algo, un enemigo jurado de la moderni-
dad, no un luchador anticapitalista. En definitiva, lo que aborrece en la desapa-
rición del antiguo orden de cosas es que sea protagonizado por los extranjeros.
Los apartamentos en la costa y las urbanizaciones playeras los compraban tam-
bién muchos españoles; así que el uso neocapitalista del espacio del que ha-
blaba Gaviria no es lo que le sublevaba. No. Solo el hecho de que uno de sus
componentes (el único que Jurdao estaba dispuesto a ver) fueran personas que
hablaban otras lenguas, tenían otras costumbres y eran, cuando escribía la pri-
mera edición de su libro, más ricas que las nacionales.
El juicio de Gaviria reflejaba un vocabulario emparentado con el de Jurdao,
pero eran muy otras sus intenciones y muy diferente el análisis de las transfor-
maciones que, según él, el turismo internacional inducía en España. Lo que Ga-
viria reclamaba no era la vuelta al Antiguo Régimen, ni siquiera la desaparición
de la producción neocolonial del espacio de calidad. A la postre, comprendía
bien que esa era una deriva imposible de contrarrestar. Los turoperadores «tie-
nen conexiones muy altas con la banca internacional, los productores de avio-
nes, compañías especializadas en seguros y transportes y, lógicamente, con los
gobiernos respectivos. Esto es lo que hace que lo que empezó siendo vacacio-
nes para los europeos se haya convertido en un objetivo político-social de los
gobiernos europeos: facilitar vacaciones baratas para las clases populares a
costa de los trabajadores de los países del Mediterráneo» (1975: 74). Pero si
15-Notas 12/12/11 13:27 Página 424
esas políticas eran convenientes para los intereses de los gobiernos tanto con-
servadores como socialdemócratas y para los de los sindicatos extranjeros, no
lo eran para los de España.
La situación podía cambiar si los españoles llegaran a obtener mayor par-
ticipación en el negocio turístico. La conversión de España en un destino de pri-
mera fila para el turismo de masas ofrecía la oportunidad de organizar esa con-
traofensiva porque los atractivos que habían encumbrado al país no podían ser
relegados fácilmente. Por más que los turoperadores pudiesen amenazar con lle-
varse a los turistas hacia otras zonas del Mediterráneo, en realidad no les era po-
sible hacerlo. Lo que tenía que cambiar era que el país fuera un paraíso fiscal
para los inversores y se decidiese, por fin, a formular una política turística digna
de un país moderno. Gaviria podía sonar muy radical en su vocabulario, pero
en realidad solo clamaba porque se reservase un trozo más grande del pastel
para la industria nacional.
Veinte años más tarde (1996), Gaviria volvió a ocuparse de su antiguo
tema. Esta vez su análisis era más general y más sobrio. Entre 1975 y 1995, de-
cía ahora, España se había convertido en la séptima potencia económica mun-
dial y era indudable que el turismo había contribuido a ello sobremanera. Pese
a sus defectos, el modelo turístico español había funcionado.
Es una conclusión que no deja de sorprender, porque en ese tiempo no se
había producido ninguno de los cambios estructurales en la industria que Ga-
viria había reclamado anteriormente. Los turoperadores europeos seguían sien-
do un factor dominante en la industria nacional y el sueño de prescindir de ellos
había resultado eso, solo un sueño. Su último fulgor vino de la mano de Javier
Gómez Navarro, ministro socialista de Comercio y Turismo en el tiempo en que
Gaviria escribía su nuevo libro (1996), y que siguió agitando la quimera de un
turoperador español responsable para con los intereses nacionales, aunque lo
hiciera sin despertar otra cosa que la rechifla de sus compañeros de Gabinete.
Al tiempo, las urbanizaciones anteriormente denostadas habían seguido cre-
ciendo vertiginosamente. ¿Qué había cambiado, pues?
La explicación de Gaviria tiene mucho que ver con su nacionalismo de an-
taño. España había aprendido a adaptarse a las demandas de millones de turis-
tas, extranjeros y domésticos, como ningún otro país mediterráneo. El turismo
de sol y playa no le resultaba ya tan sospechoso en 1996 como en 1975.
El turismo chárter de sol y playa en España responde a lo que los Estados de Bienestar
Europeos han ofrecido a sus clases trabajadoras y medias. Las playas españolas son la
materialización sobre el espacio del ocio del goce merecido de los obreros del Estado del
Bienestar Europeo. Parece grandilocuente, pero es una verdad sencilla […] Se ha hecho
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tan bien en materia turística en los últimos 35 años y se sigue haciendo tan bien, que se
diría que el turismo marcha por sí mismo, viene solo, atraído por la calidad de vida, de
paisaje y de clima en España, por la amabilidad de nuestras gentes y la seguridad del
ambiente y, sobre todo, por la relación calidad-precio de las playas (1996: 336-337).
Más aún. En vez de haberse dormido en sus laureles, España había sabido de-
sarrollar otros productos distintos del sol y la playa, como sus ciudades o el turis-
mo cultural, que se habían convertido en nuevos atractivos para los jóvenes eu-
ropeos. Hasta ahí Gaviria. Un lector atento podría decir que ya había oído todas
esas cosas en el pasado. Si quisiera ponerse fastidioso, recordaría que eran pre-
cisamente las mismas que defendían los desarrollistas tan denostados antaño.
Uno se pregunta si en vez de a ese nacionalismo que ve en el éxito del turis-
mo español otro triunfo de un vaporoso carácter nacional o de su innegable ca-
pacidad de aprendizaje, que, como el valor de los soldados, ha de dársele por
supuesto, no sería más justo atribuir el éxito de España como destino turístico
a haber dejado que los mercados siguieran su curso sin imponerles esas trabas
a su expansión que, según creía Gaviria, hubieran favorecido los sedicentes
intereses nacionales. La gran diferencia entre 1975 y 1996 consistía en que en
la última fecha los españoles podían participar del turismo y del ocio de masas
tanto como el resto de los europeos. El previo anticolonialismo que convertía a
los turoperadores, a los turistas extranjeros y a sus gobiernos en los responsa-
bles del subdesarrollo español había devenido obsoleto. Es una pena que Gavi-
ria se dejase en el tintero la explicación de su cambio de actitud y nos quedára-
mos sin saber si se trataba tan solo de otra muestra de que la edad nos hace más
comprensivos o, tal vez, de que finalmente había logrado entender los benefi-
cios que se derivan de la integración en los mercados internacionales, es decir,
de la globalización. Si los españoles de 1996 podían disfrutar de sus merecidas
vacaciones dentro y fuera del país era porque finalmente gozaban de una renta
disponible bastante mayor, y esa circunstancia tenía sus causas, entre otras, en
la expansión capitalista de la industria turística, que fue algo más que un neo-
colonialismo del espacio de calidad.
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