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TEORÍA DE LA INTELIGENCIA CREADORA

José Antonio Marina

La dificultad de mantenerse en lo dado, que es una misteriosa constante de la


humanidad, ha de tener alguna explicación. Por muy atrás que retrocedamos
en la historia, y por muy lejos que viajemos, descubrimos que el hombre se
ha empeñado siempre en ver las cosas de manera distinta de cómo las veía.
Para los mayas, las raíces de los árboles eran serpientes que mordían las entra-
ñas de la tierra. Pensaban que las montañas eran enormes vasijas, contó fray
Bernardino de Sahagún, «como si fueran casas llenas de agua», en las que vi-
vían las serpientes durante la estación seca, hasta que el trueno las despertaba
y entonces comenzaban a subir hacendosamente el agua hasta las nubes, que
son unas enormes ollas. En el «Canto que entonaban cada ocho años cuando
comían tamales», recogido también por Sahagún, aparece la palabra navalachco,
que significa «la plaza mágica del juego de pelota», donde tenía lugar el singular
combate entre el sol y el mundo inferior. ¿A qué viene esta incansable prolonga-
ción, interpretación y glosa, esta interminable alquimia mental? ¿De qué manera
troquelaba sus experiencias? Es fácil decir que se trataba sólo de símbolos conven-
cionales, pero es difícil explicar por qué necesitaban simbolizar. ¿Por qué aquellos
mayas de perfil de ave y los demás seres humanos no nos limitamos a ver?

En primer lugar, porque esa mirada pura, que se limitaría a reflejar lo que hay,
no existe. Ni siquiera la observación científica, que aspira a la máxima objeti-
vidad, es contemplación científica, que aspira a la máxima objetividad, es con-
templación inocente. En 1959, Heisenberg escribió: «No deberíamos olvidar que
lo que observamos no es la naturaleza misma, sino la naturaleza determinada
por la índole de nuestras preguntas.» No es posible una observación sin teoría,
porque la cantidad de información es demasiado grande, demasiado confusa,

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demasiado incompleta. Además, liberado de la tiranía del estímulo, el hombre
bebe los vientos por la posibilidad.

Sentimos la imperiosa necesidad de conocer las cosas, y también las posibi-


lidades de las cosas y nuestras posibilidades. Ante la mirada inteligente, las
realidades físicas se muestran inagotables e inseguras. La sola percepción no
nos sosiega. Necesitamos comprender. Hemos de conseguir que lo ajeno se
convierta en propio. En esto consiste el conocimiento: conocer es comprender,
es decir aprehender lo nuevo con lo ya conocido.

«Comprender» y «explicar» parecen conceptos opuestos, como indican sus


prefijos. «Con» unifica; «ex» despliega. Sin embargo, significan un solo pro-
ceso, descrito desde dos puntos de vista. Comprendo algo cuando acierto a
introducirlo en un conjunto de información más amplio. Explico algo cuando
expongo el conjunto de información en que debe incluirse para ser compren-
dido. Comprendo una acción cuando conozco sus motivos, y explico una ac-
ción cuando los describo.

En su tenaz esfuerzo por poseer mentalmente la realidad, los hombres han


explicado los fenómenos incomprensibles del mundo perceptivo sirviéndose
de los fenómenos comprensibles del mundo perceptivo. La mitología, por
ejemplo, es un intento de comprender realidades misteriosas a partir de reali-
dades cotidianas. Para los griegos, la Vía Láctea nació porque del pecho de la
diosa Juno se escaparon unas gotas de leche, cuando su bebé dejó de mamar.
Las estrellas eran las salpicaduras de esa leche divina en el manto celeste: una
anécdota doméstica.

Así, lo extraño se hacía familiar, lo descomunal se reducía a tamaño casero,


pero el apaciguamiento era precario, porque tan brillantes explicaciones deja-
ban demasiadas preguntas sin contestar. Al hombre le sucede lo mismo que al
niño, que cada vez es más exigente a la hora de aceptar una respuesta. Repite
una y otra vez las mismas preguntas —¿qué es esto?, ¿por qué es como es?,
¿qué hace?, ¿por qué hace lo que hace?—, pero no siempre le valen las mismas
respuestas. Según Branderburg y Boyd, los niños, entre los cuatro y los ocho
años, formulan un promedio de treinta y tres preguntas por hora, con lo que
la inteligencia familiar queda debidamente estimulada y torturada. Lo que
resulta más interesante es que una misma pregunta no significa lo mismo en
los diversos momentos de su vida. Hay una etapa en la que la pregunta ¿qué es
esto? Queda contestada con el nombre de la cosa. Más adelante, habrá que dar
más explicaciones, porque el niño espera más, necesita más, y cuando el niño
sea un científico, volverá a hacer las mismas preguntas y sólo habrá cambiado
el hueco que ha de ser llenado por la respuesta, que se habrá hecho un hueco
cada vez más grande.

En llamar la atención sobre el preguntar y su eficacia, el fantástico don


Nepomuceno de Cárdenas fue un adelantado. Ésta es una de las razones de mi
interés por él. Escribió un Tratado general de las preguntas, en cuyo proemio
sostiene con gran énfasis que la más alta actividad de la inteligencia es pre-
guntar: «Cuando mi maestro, el ilustre Immanuel Kant, escribió en el prólogo
de su primera Crítica que los experimentos son preguntas que el científico
dirige a la Naturaleza, aun acertando en lo principal, redujo la importancia del
asunto, pero no es el juicio la actividad fundamental del entendimiento, sino la

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interrogación. Ésta es la fundamental forma a priori de la humana inteligencia,
que nos permite ordenar el caos de las sensaciones, porque la Naturaleza, que
es recóndita y esquiva pero atenta, se muestra respondiendo no sólo a nuestros
experimentos sino además a todas nuestras preguntas, en las que tienen su
origen las categorías. Por ello tengo por cierto que enseñar a preguntar es el
más perfecto empeño educativo, y que si fuera posible enseñar este arte a una
estatua, le habríamos conferido al punto la más completa sabiduría.

Anagrama, Barcelona, 1993.

Cuaderno de bitácora de Rayuela, Julio Cortázar.

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