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CULTURAL

CIENCIAS, ARTES Y LETRAS Año XXIII ● N° 1156 ● Montevideo, viernes 3 de febrero de 2012

Una noche inolvidable


Roberto Fontanarrosa

E
L QUE CONOCÍA todos los
piringundines era mi amigo,
el Narigón Costoya. Hom-
bre de la noche a pesar de
su juventud, era para mí una imagen
digna de admiración y envidia, cuan-
do se entreveraba con gente avezada
en el trajín algo turbio de boliches y
reductos tangueros. Por eso, aquella
vez en que me dijo: “Esta noche nos
vamos al Tabarí”, no puse ningún
tipo de objeción, dado que mi con-
fianza en el Narigón era completa.
Purretes todavía, a pesar del estí-
mulo varonil que nos prestaban el ci-
garrillo con boquilla y la botita cha-
rolada, el ambiente noctámbulo nos
atraía como la miel a las moscas.
Canta un coso que no te podés
perder me confió Costoya. No tenía-
mos mucho níquel en el bolsillo,
eran otros tiempos, pero sí podíamos
ufanarnos de un atrevimiento a toda
prueba. En especial de parte del Na-
rigón, poseedor de un ángel y una
soltura verdaderamente notables.
Años más tarde hablaría de él
aquel inmortal bardo que fuera don
Nicolás Casona.
La verdad fue que llegamos al Ta-

Ombú
barí, ahí por Suipacha al 400, pasa-
mos bajo la mirada entre severa y
cómplice de “Lopecito”, el portero,
y nos mandamos para adentro. “Lo- me enteré de que Lopecito había mozos (el Narigón le tiró unas ru- perfectamente que aquellas mucha-
pecito” no se dejaba engañar por muerto de una gripe mal curada, po- pias) conseguimos una mesa cerca chas estaban trabajando y sólo pre-
nuestros bigotes ni por nuestros brecito, en un sórdido hospital de del escenario. Ya se había dejado de tendían un mayor consumo de nues-
sombreros, él sabía que éramos me- Montevideo, la capital uruguaya. bailar y recuerdo que muy pronto tu- tra parte. Yo, bastante más tímido
nores, pero muy a menudo el Nari- Esa noche de sábado, el “Tabarí” vimos la compañía de dos niñas que que mi amigo, no vacilé, no obstante,
gón le pasaba algún dato para Paler- estaba de bote en bote y corría la be- trabajaban en el local. Eso colmaba en pedir un par de botellas de cham-
mo y así se había ganado la amistad bida entre la algarabía del gentío. todas mis aspiraciones de sentirme pagne, ante la admiración de nues-
de aquel hombre. Tiempo después Gracias a la gentileza de uno de los hombre mundano, a pesar de saber tras ocasionales acompañantes. No

E N E S T E N Ú M E R O

E. B. White 3 I Dashiell Hammett 5 I José Ma. Arguedas 6 I Osvaldo Soriano 9


Clarice Lispector 11 I Ambrose Bierce 8 I Octavio Paz 10 I L. F. Verissimo 12
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habría pasado más de una hora cuan- frente a los vidrios ción, ante la mirada al tal don Hipólito nuestro problema.
do subió al escenario, hasta ese mo- de la entrada. atenta de los pre- Al rato se dio vuelta y nos hizo una
mento desierto, una pequeña orques- Se hizo un si- sentes que apro- seña con la mano: que esperáramos.
ta y a renglón seguido un hombre lencio de muerte baban, entusias- Enseguida se abrió la puerta, se en-
aún joven, delgado y pálido como cuando el recién lle- tas, la decidida cendió la luz de adentro y vimos la
una porcelana. Hubo aplausos y vi- gado comenzó a acción de mi silueta de un hombrón grandote po-
vas al artista pero pronto se hizo un avanzar hacia amigo. Habremos niéndose una bufanda.
respetuoso silencio cuando el bando- el escenario sido unos cator- —Pasen —dijo. Al gordito dueño
neón rompió con sus primeras que- a paso firme. ce los que nos del bandoneón se le iluminó la cara.
jas. ¡Qué notable el mutismo de Llevaba una movilizamos Nos metimos todos dentro de
aquel público de habitual mordaz y daga impresionante hacia la estación aquel tinglado y durante casi una
bullanguero! ¡Qué dominio sobre la en la mano. De más de servicio. Ha- hora presenciamos, en un silencio
audiencia poseía aquel cantor de fino está decir que la gente se cía frío, recuer- respetuoso, cómo el viejo y el mu-
bigotito y voz cristalina que a cada abrió, presurosa, en el camino do, y el Nari- chacho emparchaban la herida del
momento amenazaba quebrarse! de aquel malevo. Cuando tre- gón tuvo que fuelle, con un cuidado, un amor y
El artista finalizó sus canciones y pó al tablado pude verlo me- explicarle a un una dedicación dignas del equipo
no pudo abandonar el proscenio, jor, un morocho grandote, ain- policía qué era eso más refinado de cirugía. Cuando hu-
ante los hurras y reclamos de la gen- diado, de rasgos nobles a pesar de de andar a altas horas bieron terminado le pasaron el ins-
te que pedía, a grito pelado, alargar su ferocidad, con el hombro dere- de la noche llevando un trumento al gordito, que temblaba
su actuación. Fue cuando yo, intriga- cho cubierto por un poncho y el to- bandoneón en brazos como como un padre ante el retorno de su
do por ese magnetismo increíble que que elegante de unos gemelos de oro quien lleva un pibe acciden- hijo accidentado.
irradiaba de esa garganta privilegia- en el puño que sobresalía bajo la man- tado. Debo confesar que, dentro del —¿Puedo tocarlo? —preguntó.
da, le toco el codo al Narigón y le ga que cubría el brazo sostenedor de la absurdo, la cosa tenía algo de trági- —Por supuesto —dijo don Hipó-
pregunto: —Che, ¿quién es? faca amenazante. Se enfrentó a Ma- ca, de litúrgica procesión pagana lito. Y allí mismo, en ese galpón de
—¿Cómo? ¿No lo conoce? —se galdi y, ante el horror de todos, gritó: tras la figura de un dios caído. El chapa, ante nuestro grupo amontona-
adelanta, entonces, una de las pibas. —¡No me gustan los cantores de agente del orden comprendió —era do por la falta de espacio y emocio-
—Es Agustín Magaldi —dice la voz finita!— y le tiró una puñalada. un porteño, después de todo—, y nado hasta las lágrimas, el músico se
otra. Yo, recuerdo, hice un gesto de Pero quiso Dios Todopoderoso que nos dejó seguir nuestro camino. mandó “Desde el alma” de Rosita
asentimiento sorprendido pero, en un segundo antes una mano femeni- Cuando llegamos a la estación de Melo. Puedo jurar que lloramos to-
verdad, no conocía mucho sobre ese na le propinara un empujón a Ma- servicio, la gomería estaba cerrada: dos y hubo abrazos y aplausos.
tal Magaldi. Había oído de sus con- galdi quitándolo del rumbo homicida eran como las tres de la mañana. Ha- Como si eso fuera poco, ni el
diciones, sí, pero sólo un par de ve- del puñal. El fierro prosiguió su vue- bía un pibe, sin embargo, sentado en pibe, ni el viejo de la gomería a
ces, como de paso. lo y se ensartó en el instrumento del una pequeña caseta vidriada, hacien- quien habíamos despertado de su
—El gran Agustín Magaldi —sen- primer bandoneonista. Recuerdo que do la tediosa guardia nocturna, to- sueño de laburante, nos quisieron
tenció el Narigón, que había vuelto a el fuelle, herido, exhaló un quejido mando mate. cobrar un peso. Pero no estaba ter-
sentarse, tras la euforia del agasajo. profundo, como un lamento. El ma- —Queremos ponerle un parche a minada esa noche memorable para
En el escenario, Magaldi estaba tón, defraudado, retiró el arma, miró este fuelle —le dijo el Narigón. El mí.
anunciando ante la ávida expectativa con desprecio a Magaldi que había pebete lo miró con ojos vivaces y Cuándo volvimos al Tabarí, entre
de la multitud, su última entrega. En caído sobre el piano y se retiró a contestó: la algazara de la gente que nos reci-
eso, una voz estentórea interrumpe paso vivo, dejándonos con la boca —Me parece difícil. La gomería bió como quien recibe a los soldados
su soliloquio: abierta. No voy a contar, por exten- está cerrada y don Hipólito está dur- volviendo del frente, la cosa se pro-
—¡Tenga mano, compañero! sos, los comentarios que entonces se miendo. longó hasta que empezó a amanecer.
Giramos todos nuestras miradas ha- sucedieron, el parloteo alarmado de En efecto, el pequeño galponcito Después nos fuimos un grupito, el
cia la puerta y vemos la silueta amena- las mujeres y el murmullo de asom- que hacía las veces de gomería, te- más aguantador, a desayunar esas
zadora de un bro entre los varones. Pero Magaldi nía sus puertas de chapa cerradas. medias lunas maravillosas al “Viejo
hombre re- era un hombre de decisiones rápidas, —¿Y ahora qué hacemos? —pre- Roma”, el cafetín de Parador y Re-
cortada pidió silencio golpeando sus palmas, gunté yo. conquista. Me parecía mentira estar
exclamó “Aquí no ha pasado nada” y —Esperen —nos dijo el pibe, co- en compañía de aquella gente de la
dijo que el espectáculo iba a conti- medido—. Si don Hipólito se des- noche, entre figuras legendarias, en-
nuar. Todos se animaron nuevamente pierta, tal vez les hace tre nombres que había sentido nom-
hasta el momento en que cayeron en el laburo. brar una y mil veces en boca de los
la cuenta de que el bandoneón agoni- Ante nuestra na- mayores. Fue allí cuando Na-
zaba sobre las rodillas de su descon- tural ansiedad, el talio Perinetti, el que
solado dueño por la puñalada recibi- muchacho se enca- fuera celebérrimo in-
da. No había poder humano que le minó hasta el gal- sider de la Acade-
arrancase un sonido. El Narigón, con pón y golpeó la mia, me pasó una
esa facilidad suya para apoderarse de puerta. Debo confe- mano sobre el
las situaciones, saltó sobre la tarima sar que nosotros es- hombro y me dijo:
y gritó: perábamos por toda —Pibe... de bue-
¡La fiesta recién comienza! ¡No respuesta el insulto na se salvó esta no-
vamos a permitir que una cosa así o el silencio más che Agustín —ha-
nos amargue la noche! frío, pero de inme- ciendo referencia al
Y acto seguido, ante la mirada diato desde adentro suceso de la puñala-
atribulada del gordito bandoneonista, se escuchó una voz da. Yo asentí con la
tomó el herido instrumento diciendo: áspera y somnolienta. cabeza.
—Vengan conmigo. Acá cerca —¿Qué pasa? —Ese malevo es muy
hay una gomería. En breves palabras el pibe peligroso —me dijo—.
Y ahí salimos todos en manifesta- que nos había atendido le contó Muy peligroso.

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—¿Quién era? —pregunté—. naron, tuvo lugar una recepción de unos amigos llevaron un no suele manifestarse en formas evi-
¿Usted lo conoce? festejos en la Embajada Argentina. bandoneón a una gome- dentes!
—Cómo no voy a conocerlo, mu- No eran muchos los invitados, ría para emparcharlo? —Y le digo más —me dice
chacho —dijo Natalio— ¡ese hombre pero había un ambiente de jol- Mi asombro entonces Piazzolla sin darme respiro—. El
era ni más ni menos que Juan Moreira! gorio ante la distinción que se no tuvo límites. Me viejo, el viejo a quien desperté para
me había concedido, a mi juicio, quedé mirando a Astor que les arreglara el bandoneón, don
**** inmerecidamente. De pronto se con la boca abierta, sin Hipólito, era ni más ni menos que
De más está decir que el recuerdo de me acerca un hombre no muy atinar a soltar su don Hipólito Yrigoyen. El mismo
aquella noche ha quedado impreso en alto, semicalvo, con barba entre- diestra que aún que con el tiempo se convirtió en
mi memoria con caracteres indelebles, cana. estrechaba. caudillo del movimiento radical.
máxime cuando con los años me volví a —Usted no se acuerda de mí —Yo era el Aquello fue demasiado para mí.
encontrar con uno de sus protagonistas. —me dice. pibe de la gome- Estreché a Piazzolla en un abrazo y
Una noche, presenciando un espectácu- —Para serle sincero... —me ría —me dijo. ambos lloramos como niños.
lo tanguero en el “Café de Miguel”, re- disculpo. ¡ D e s p ué s La semana pasada, nomás, leo en
conocí a aquel gordito cuyo bandoneón —Yo soy Astor Piazzolla —me dicen que el un reportaje que la valiente mujercita
había recibido el puntazo destinado al dice. Es de imaginarse mi emoción destino que apartó el cuerpo de Agustín Ma-
pecho canoro de Agustín Magaldi. El ante la presencia de tamaña figura de galdi del curso mortal de la hoja del
muchacho estaba un poco más rollizo nuestra música y su cordialidad en el puñal agresor, supo también dejarnos,
aún, mantenía su expresión adormilada, saludo. años más tarde, piezas que se enrai-
pero su nombre ya era un crédito ruti- —Por supuesto que lo conozco — zaron en lo más granado de nuestra
lante en las marquesinas de los bailon- recuerdo que le dije—. Pero no verba: esa mujer no era otra que doña
gos porteños: Aníbal Troilo. creo que hayamos tenido oportu- Juana de Ibarbourou. ●
Pero sin duda los detalles de esta nidad de vernos personalmente.
anécdota memorable estaban destina- —Se equivoca —me dijo el ROBERTO FONTANARROSA (1944-
dos a no agotarse tan fácilmente. El gran maestro, que se hallaba ca- 2007). Argentino. Libros: Bestseller,
año pasado, en ocasión de mi viaje a sualmente en la capital sueca brin- No sé si he sido claro, El mundo ha
Estocolmo, con motivo de ir a retirar dando una serie de recitales—. ¿Se vivido equivocado, La mesa de los
el premio Nobel con que me galardo- acuerda de una noche en que usted y galanes, Una lección de vida.

La mano
Patricia Highsmith bloqueado por los comerciantes que ba una pequeña pensión que ella co-
la asediaban. La hija estaba firmando braba ahora. Ocultaba su muñón en un
cheques con la mano derecha. Lejos manguito.

U
N JOVEN le pidió a un pa- de haberse desangrado, estaba lanza- Debido a que el joven llegó a estar
dre la mano de su hija y la da a toda marcha. tan asqueado de ella que no podía ni
recibió en una caja; era su El joven anunció en los periódi- mirarla, le trasladaron a una sala más
mano izquierda. cos que ella había abandonado el desagradable, privado de libros y de
PADRE: Me pediste su mano y ya domicilio conyugal. Pero tenía que compañía, y se volvió loco de verdad.
la tienes. Pero, en mi opinión, querías probar que lo hubiera compartido Cuando se volvió loco, todo
otras cosas y las tomaste. antes. Aún no era “un matrimonio”, aquello que le había sucedido, el
JOVEN: ¿Qué quiere usted decir ni en el juzgado ni por la iglesia. haber pedido y recibido la mano de
con eso? Sin embargo, no había duda de que su amada, se le hizo inteligible.
PADRE: ¿Tú qué crees que quiero él tenía su mano y había firmado un Comprendió la horrible equivoca-
decir? No me negarás que soy más recibo cuando le entregaron el pa- ción, crimen incluso, que había co-
honrado que tú, porque tú tomaste algo quete. metido al pedir algo tan bárbaro
de mi familia sin pedirlo, mientras que —Su mano, ¿para qué? —preguntó como la mano de una chica.
cuando me pediste la mano de mi hija, el joven a la Policía, desesperado y sin Habló con sus captores, diciéndo-
yo te la di. un céntimo—. Su mano está enterrada les que ahora comprendía su error.
En realidad, el joven no había en mi jardín. —¿Qué error? ¿Pedir la mano de
hecho nada deshonroso. Simple- —¿Es que, encima, es un criminal? una chica? Lo mismo hice yo cuando
mente, el padre era suspicaz y mal ¿No solamente desordenado en su ma- me casé.
pensado. El padre consiguió legal- nera de vivir, sino, además, un psicópa- El joven, sintiendo entonces que
mente hacer responsable al joven ta? ¿No le habrá usted cortado la mano estaba loco sin remedio, puesto que
del mantenimiento de su hija y le a su mujer? tendrá que ser en una institución del no podía establecer contacto con
exprimió económicamente. El jo- —¡No! ¡Y ni siquiera es mi mujer! Estado. nada, se negó a comer durante mu-
ven no pudo negar que tenía la —¡Tiene su mano, pero no es su Así que encerraron al joven y, una chos días y, al fin, se tumbó en la
mano de la hija... aunque, desespe- mujer! —se burlaron los hombres de la vez al mes, la chica cuya mano había cama de cara a la pared y murió. ●
rado, la había enterrado ya, después ley—. ¿Qué podemos hacer con él? No recibido venía a mirarle a través de la
de besarla. Pero la mano iba para es razonable, puede que incluso esté alambrada, como una esposa sumisa. PATRICIA HIGHSMITH (1921-
dos semanas. loco. Y, como la mayoría de las esposas, no 1995). Estadounidense. Novelista y
El joven quería ver a la hija, e —Encerradle en un manicomio. tenía nada que decirle. Pero sonreía cuentista. Libros: Extraños en un
hizo un esfuerzo, pero se encontró Además, está arruinado, por tanto dulcemente. El trabajo de él comporta- tren, El grito de la lechuza, Once.

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La supremacía de Uruguay
E. B. White incidentes bastante divertidos. Una señora de West Phi-
ladelphia resultó estar hablando con su carnicero por
teléfono. “Gracias”, acababa de decir, “por aceptar la

Q UINCE AÑOS después de establecida la paz


en Versalles, Uruguay entró en posesión de
un fino secreto militar. Era un invento tan
simple en sus efectos, tan barato en su cons-
trucción, que no cabía la menor duda que permitiría a
Uruguay sojuzgar a todas las demás naciones de la Tie-
devolución de ese filete en mal estado ayer. Y gracias”,
agregó mientras el avión sobrevolaba, “por inolvida-
bles noches que nunca podré reemplazar”. Operadores
de linotipo en sus talleres cortaron en medio de las ora-
ciones, como el que se hallaba armando una historia
sobre un almirante en San Pedro: “Estoy tremendamen-
rra. Naturalmente los dos o tres hombres de estado que te agradecido a todas las damas de San Pedro por la
sabían de él tuvieron visiones de grandeza; y aunque no maravillosa hospitalidad que demostraron con los hom-
había nada en la historia que indicara que un país gran- bres de la flota durante nuestras recientes maniobras, y
de fuera algo más feliz que uno pequeño, estaban muy gracias por inolvidables noches que nunca podré reem-
ansiosos por llevarlo a cabo. plazar y gracias por inolvidables noches que nun...”.
El inventor del dispositivo era un recepcionista de A toda apariencia la conquista de la Tierra por Uru-
un hotel de Montevideo llamado Martín Casablanca. guay era completa. Aún restaba, por supuesto, la ocu-
Había tenido la idea en cuestión durante la campaña pación formal por sus fuerzas armadas. Que sus tropas,
de mayorazgo de 1933 en la ciudad de Nueva York, en completa posesión de sus facultades, podían estable-
donde se encontraba atendiendo una convención rea- de Uruguay y grabado la estrofa que había oído en cer su supremacía entre idiotas no se dudó ni un instan-
lizada en un hotel. Times Square. “Gracias”, gritaba el tenor, “por inol- te. Presumían que al no haber nada sino locura por
Un atardecer de noviembre, poco antes de la elec- vidables noches que nunca podré reemplazar...”. Ca- combatir, la ocupación sería confortablemente estimu-
ción, vagando por el distrito de Broadway llegó a to- sablanca se encargó de aumentarlo ciento cincuenta lante y disfrutable. Suponían que sus locos enemigos
parse con un evento público. Una plataforma había sido veces y manipuló la grabación de tal manera que re- harían algunas cosas bastante divertidas y pintorescas
erigida en la marquesina de uno de los teatros, y en un pitiera la frase eternamente. Su teoría era que un es- con sus acorazados y tanques, y luego se rendirían. Lo
intervalo entre discursos un joven frío, envuelto en un cuadrón de aviones sin pilotar, esparciendo estos so- que fallaron en anticipar fue que sus enemigos, estando
abrigo, cantaba frente a un micrófono. “Gracias”, can- nidos interminables sobre territorios extranjeros re- idos, no tenían intención de hacer la guerra en absoluto.
taba sentimentalmente, “por todas las bellas delicias duciría inmediatamente a la población a la locura. La ocupación resultó ser singularmente incruenta y
que he encontrado en tu abrazo...”. La inflexión de las Luego Uruguay, sin prisa, podía enviar su armada, poco vistosa. Por ejemplo, un destacamento de sus tro-
palabras de amor era la de una voz que murmura, pero dominar a los idiotizados y anexionar las tierras. Era pas aterrizó en Nueva York y se estableció en el edifi-
el volumen del sonido amplificado era enorme; se una perspectiva más que atractiva. cio RKO, que se hallaba bastante vacío entonces, y no
transmitía por cuadras, en lo profundo de las filas del El mundo estaba siendo arrastrado en esos momen- fueron más notorios en el pueblo que los Caballeros de
electorado. tos a una fase nacionalista. Los increíbles cánceres de Pythias. Uno de sus acorazados avanzó hacia Inglaterra
El uruguayo hizo una pausa. No le eran desconoci- la Guerra Mundial habían sido olvidados, los arma- y el oficial a cargo se enfureció tanto cuando ningún
das las delicias de un abrazo amoroso, pero en su expe- mentos eran reconstruídos, el odio y el miedo se asen- barco hostil salió a enfrentarlo que envió un radio-men-
riencia habían sido de una intensidad menor, más ínti- taban en cada ciudadela. La Convención de Ginebra saje (que por supuesto nadie en Inglaterra escuchó):
ma, concentrada. Este sonido relajado, público, tuvo un había sido prolongada, pero sólo a fuerza de mudar el “¡Salgan, ratas cobardes!”
curioso efecto en él. “Y gracias por las inolvidables no- centro del desarme a una ciudad amurallada en una isla Fue la misma historia en todos lados. La supremacía
ches que nunca podré reemplazar...”. El público se ba- neutral y separar a los delegados en los barcos destruc- de Uruguay nunca fue desafiada por sus tontos súbdi-
lanceaba junto a él. tores preparados de sus respectivos países. El Congreso tos, y no fue casi advertida. Territorialmente su con-
En el resplandeciente rincón de la apiñada prensa de de los Estados Unidos se había apropiado de otro cien- quista fue magnífica; políticamente fue un fiasco. Los
cuerpos, el retumbar dominante del cantante melódico to de millones de dólares para su programa naval; Ale- pueblos del mundo prestaron muy poca atención a los
lo chocó repentinamente y se tornó por unos segundos, mania había expulsado a los judíos y remoldeado el uruguayos y los uruguayos, por su parte, se hastiaron
como luego se diera cuenta, en un hombre loco. Las ca- acero de sus cascos en forma más firme; el mundo vol- con muchos de sus dominados, en especial con los li-
ras, las máscaras, el aire frío, las luces de los anuncios vía a vivir el prólogo de 1914. tuanos, a quienes no podían soportar. En todos lados
publicitarios, el ascendente vapor de la colosal taza de Uruguay aguardó hasta que creyó que el momen- seres locos vivían felizmente como niños, en sus cabe-
café A & P sobre la Calle 47, todo se agregaba a su en- to era justo, luego atacó. Sobre los plácidos hemisfe- zas el viejo refrán: “Y gracias por inolvidables no-
cantamiento y su desequilibrio. rios, a la noche, se apresuraron veloces y fulgurantes ches...”. Billones vivían satisfechos en un paraíso de
De todos modos, al partir y alejarse de Times Squa- aeroplanos, y así cayó sobre todo el planeta, excepto tontos. La Tierra era generosa y había paz y plenitud.
re y de los viscosos sonidos de ese gran abrazo de Uruguay, un sonido cuyo igual no había sido oído ja- Uruguay contemplaba sus vastos dominios y veía
amor, éste era el pensamiento que habitaba su cabeza: más en tierra o mar. cómo el suceso entero perdía autenticidad.
“Si me sacó de mis cabales oír un canturreo suave ape- El efecto fue tal cual había sido predicho por Casa- No fue hasta años después, cuando los descendien-
nas amplificado, ¿qué no me podría hacer, escuchar un blanca. En cuarenta y ocho horas los pueblos estaban tes de algunos de los primeros americanos idiotizados
sonido mucho más alto y amplificado?’’ perdidamente locos, destrozados por un ruido inerradi- crecieron y recuperaron sus sentidos, que hubo un re-
El Sr. Casablanca se detuvo. “¡Buen Cristo!”, se su- cable, oídos deshechos, mentes errantes. Ninguna de- torno generalizado de la cordura en el mundo; las fuer-
surró a sí mismo; y su propio susurro lo aterrorizó, fensa había sido posible, ya que al minuto en que al- zas aéreas y terrestres restablecieron su poderío bélico,
como si también hubiera sido amplificado. guien se ponía al alcance del sonido, perdía su cordura y se dio inicio a la vengativa lucha que con el tiempo
Abandonando su convención, partió hacia Uruguay y, al estar ido, demostraba ser inútil militarmente. involucró a todas las razas de la Tierra, arrasó Uruguay
a la tarde siguiente. Diez meses después había perfec- Luego de haber pasado los aviones, la vida continuó y destruyó la humanidad sin dejar rastros. ●
cionado y entregado a su gobierno una máquina de en gran parte como antes, excepto por el hecho de que
guerra única en la historia: un avión radio-controlado era más segura al haber desaparecido la cordura. Nadie E. B. WHITE (1899-1995). Estadounidense. Libros:
llevando un fonógrafo eléctrico con una bocina aerodi- podía oír nada, salvo el ruido en su propia cabeza. ¿Es necesario el sexo? (con James Thurber), La tela-
námica retractable. En el momento preciso en que la población había raña de Charlotte, Stuart Little. Este texto fue publica-
Casablanca había encontrado al tenor más potente sido alcanzada por el ruido, se habían sucedido algunos do en The New Yorker el 25/11/1933.

3 febrero 2012
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Viga y vida
Dashiell Hammett

U
N HOMBRE llamado Fliteraft había salido
un día de su oficina de bienes raíces en Ta-
coma para ir a almorzar, y nunca había re-
gresado. Faltó a una cita para jugar al golf
después de las cuatro de aquella tarde, aunque él mis-
mo había tomado la iniciativa de concertarla sólo me-
dia hora antes de salir a almorzar. Su esposa y sus hijos
nunca volvieron a verlo. Aparentemente, su esposa y él
estaban en excelentes relaciones. Tenían dos hijos va-
rones, uno de cinco años y el otro de tres. Era dueño
de una casa en un suburbio de Tacoma, de un Packard
nuevo y de los demás accesorios que integran una
próspera vida americana.
Fliteraft había heredado setenta mil dólares de su
padre, y esto, unido a sus éxitos en el negocio de bie-
nes raíces, lo hacían poseedor de unos doscientos mil
dólares en la época de su desaparición. Sus asuntos es-
taban en regla, aunque presentaban demasiados cabos
sueltos para suponer que los había puesto en orden con
el propósito de desaparecer luego. Un negocio que le
hubiera aportado una ganancia atrayente, por ejemplo,
debía acabarse al día siguiente del de su desaparición.
Nada permitía sugerir que llevara consigo más de cin-
cuenta o sesenta dólares en el momento de su partida.
Su conducta en el curso de los meses precedentes po-
día ser descripta tan minuciosamente que no justifica- Peter Lorre y Humphrey Bogart en El halcón maltés (John Huston, 1941).
ba la menor sospecha de vicios secretos o de la exis-
tencia de otra mujer en su vida, aunque ambos supues-
tos eran escasamente verosímiles. Se fue así, como un Ahora verá lo que sucedió aquel día. Al ir a almor- do en desacuerdo, y no en armonía, con la vida. Dijo
puño cuando uno abre la mano. zar, Fliteraft pasó delante de un edificio al que estaban que antes de haberse alejado veinte pasos de la viga,
Eso fue en 1922. En 1927 Sam Spade se encontraba demoliendo; sólo quedaba el esqueleto. Una viga o comprendió que nunca volvería a conocer la paz hasta
en Seattle empleado en una de las grandes agencias de algo así cayó desde ocho o diez pisos de altura, gol- no haber ajustado su conducta a ese nuevo vislumbre
detectives. Mrs. Fliteraft nos visitó y nos dijo que alguien peando la acera a su lado. La viga le pasó rozando, pero de la esencia de la vida. Cuando terminó su almuerzo,
había visto en Spokane a un hombre que se parecía mu- no lo tocó, aunque arrancó un trozo de baldosa que fue ya había encontrado la manera de conseguirlo. Su vida
cho a su marido. Spade se fue hasta allí. Era Fliteraft en a herirlo en la mejilla. Sólo le levantó un pedacito de por el azar de una viga caída: él cambiaría su vida por
carne y hueso. Había estado viviendo en Spokane duran- piel, pero aún conservaba la cicatriz. Mientras lo conta- el azar de una mera huida. Amaba a su familia, dijo, tal
te un par de años, con el nombre de Charles Pierce. ba, se la frotaba con un dedo..., bueno, con mucho afec- como suponía era lo corriente, pero sabía que la dejaba
Tenía un negocio de automóviles que le rendía unos to. Como es natural, se quedó rígido de miedo, según con suficientes recursos y que su amor por ella no per-
veinte o veinticinco mil dólares al año, una esposa, un dijo, pero en realidad más sobresaltado que asustado. tenecía al género de los que haría penosa su ausencia.
hijo, era dueño de una casa en un suburbio de Spokane Sintió como si alguien hubiera alzado la tapa que cubre Se fue a Seattle aquella misma tarde, y desde allí,
y solía jugar al golf después de las cuatro de la tarde la vida, permitiéndole ver su mecanismo. en barco, hasta San Francisco. Durante un par de años
durante la temporada. A Spade no se le había dicho Fliteraft había sido un buen ciudadano, un buen anduvo vagando por muchos lugares, y luego fue hacia
muy definidamente lo que debía hacer cuando encon- esposo y un buen padre, no por coacción exterior, el Noroeste, se estableció en Spokane y se casó. Su se-
trara a Fliteraft. Conversando en la habitación que sino simplemente porque era un hombre que se sen- gunda mujer no se parecía a la primera en lo físico,
Spade ocupaba en el hotel Davenport, Fliteraft no tenía tía más cómodo cuando marchaba de acuerdo con su pero tenían más puntos de semejanza que de diferen-
el menor sentimiento de culpa. Había abandonado a su ambiente. Lo habían educado de esa manera. La cia. Ya sabe, esa clase de mujeres que juegan bien al
primera familia dejándola con suficientes recursos, y gente que conocía era como él. La vida que conocía golf y al bridge y que se enloquecen por una nueva re-
lo que había hecho le parecía perfectamente razonable. era un asunto limpio, ordenado, cuerdo, responsable. ceta de ensalada. No sentía remordimiento por lo que
Lo único que le preocupaba era saber si podría expli- Ahora, una viga desprendida le demostraba que la había hecho. Le parecía bastante razonable. No creo
car a Spade con bastante claridad todo lo razonable de vida no era fundamentalmente ninguna de esas co- que haya comprendido siquiera que había vuelto a
su conducta. Hasta entonces no había relatado su histo- sas. Él, el buen ciudadano, el buen esposo, el buen atarse al mismo mecanismo del que había saltado en
ria a nadie, y, por consiguiente, no había intentado ha- padre, podía ser borrado del mundo entre su oficina Tacoma. Pero esta es la parte del asunto que siempre
cer explícita su racionalidad. Lo intentó entonces. y el restaurante, merced a la intervención de una me gustó más. Se adaptó al hecho de que las vigas
Spade lo comprendió perfectamente, pero Mrs. Flite- viga desprendida. Comprendió entonces que los caían, y cuando dejaron de caer, se adaptó al hecho de
raft no. Pensaba que la historia era tonta. Tal vez lo fue- hombres morían por azar y vivían solo mientras la que ya no cayeran. ●
ra. De todos modos, el asunto terminó bien. Ella no que- ciega casualidad los respetaba.
ría ningún escándalo y después de la mala pasada que él No fue, esencialmente, la injusticia de todo esto lo DASHIELL HAMMETT (1894-1961). Estadounidense.
le había jugado (así juzgaba ella el asunto), ya no desea- que lo perturbó: la aceptó no bien se repuso de la pri- Fundador de la novela policial “negra”. Libros: Co-
ba seguir viviendo con su marido. Así, pues, se divorcia- mera conmoción. Lo que lo inquietó fue descubrir que secha roja, El halcón maltés, La llave de cristal. El
ron en secreto, y todo el mundo quedó contento. al ordenar sus asuntos tan prolijamente había marcha- texto de esta página forma parte de El halcón maltés.

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La agonía d
José María Arguedas —Bueno. ¡El Wamani (2) está ha- de la gente que venía a la casa del bai-
blando! —dijo él—. Tú no puedes oír. larín.

E
STABA TENDIDO en el sue- Me habla directo al pecho. Agárrame Llegaron las dos muchachas. Una
lo, sobre una cama de pelle- el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. de ellas había tropezado en el campo y
jos. Un cuero de vaca colgaba ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado le salía sangre de un dedo del pie.
de uno de los maderos del te- mucho el centro del cielo. Despejaron el corredor. Fueron a ver
cho. Por la única ventana que tenía la —Ha pasado. Está entrando aquí. después al padre.
habitación, cerca del mojinete, entraba ¡Ahí está! Ya tenía el pañuelo rojo en la mano
la luz grande del sol; daba contra el Sobre el fuego del sol, en el piso de izquierda. Su rostro enmarcado por el
cuero y su sombra caía a un lado de la la habitación, caminaban unas moscas pañuelo blanco, casi salido del cuerpo,
cama del bailarín. La otra sombra, la negras. resaltaba, porque todo el traje de color
del resto de la habitación, era unifor- —Tardará aún la chiririnka (3) que y luces y la gran montera lo rodeaban,
me. No podía afirmarse que fuera os- viene un poco antes que la muerte. se diluían para alumbrarlo; su rostro
curidad; era posible distinguir las Cuando llegue aquí no vamos a oírla cetrino, no pálido, cetrino duro, casi
ollas, los sacos de papas, los copos de aunque zumbe con toda su fuerza, por- no tenía expresión. Sólo sus ojos apa-
lana; los cuyes, cuando salían algo es- que voy a estar bailando. recían hundidos como en un mundo,
pantados de sus huecos y exploraban Se puso el pantalón de terciopelo, entre los colores del traje y la rigidez
en el silencio. La habitación era ancha apoyándose en la escalera y en los de los músculos.
para ser vivienda de un indio. hombros de su mujer. Se calzó las za- —¿Ves al Wamani en la cabeza de
Tenía una troje. Un altillo que ocu- patillas. Se puso el tapabala y la mon- tu padre? —preguntó la mujer a la ma-
paba no todo el espacio de la pieza, tera. El tapabala estaba adornado con yor de sus hijas.
sino un ángulo. Una escalera de palo hilos de oro. Sobre las inmensas faldas Las tres lo contemplaron, quietas.
de lambras servía para subir a la troje. de la montera, entre cintas labradas, —¿Lo ves?
La luz del sol la alumbraba fuerte. Po- brillaban espejos en forma de estrella. —No —dijo la mayor.
día verse cómo varias hormigas negras Hacia atrás, sobre la espalda del baila- —No tienes fuerza aún para verlo.
subían sobre la corteza del lambras rín, caía desde el sombrero una rama Está tranquilo, oyendo todos los cie-
que aún exhalaba perfume. de cintas de varios colores. los; sentado sobre la cabeza de tu pa-
—El corazón está listo. El mundo La mujer se inclinó ante el dansak’. dre. La muerte le hace oír todo. Lo
avisa. Estoy oyendo la cascada de Le abrazó los pies. Estaba ya vestido que tú has padecido; lo que has baila-
Saño. ¡Estoy listo! —Dijo el dansak’ con todas sus insignias. Un pañuelo do; lo que más vas a sufrir.
“Rasu Ñiti” (1). blanco le cubría parte de la frente. La —¿Oye el galope del caballo del
Se levantó y pudo llegar hasta la seda azul de su chaqueta, los espejos, patrón?
petaca de cuero en que guardaba su la tela roja del pantalón, ardían bajo el —Si oye —contestó el bailarín, a
traje de dansak’ y sus tijeras de acero. angosto rayo de sol que fulguraba en pesar de que la muchacha había pro-
Se puso el guante en la mano derecha la sombra del tugurio que era la casa nunciado las palabras en voz bajísi-
y empezó a tocar las tijeras. del indio Pedro Huancayre, el gran ma—. ¡Si oye! También lo que las pa-
Los pájaros que se espulgaban tran- dansak’ “Rasu Ñiti”, cuya presencia se tas de ese caballo han matado. La por- dependen de quien está asentado en su
quilos sobre el árbol de molle, en el esperaba, casi se temía y era luz de las quería que ha salpicado sobre ti. Oye cabeza y su corazón, mientras él baila
pequeño corral de la casa, se sobresal- fiestas de centenares de pueblos. también el crecimiento de nuestro dios o levanta y lanza barretas con los
taron. —¿Estás viendo al Wamani sobre que va a tragar los ojos de ese caballo. dientes, se atraviesan las carnes con
La mujer del bailarín y sus dos hi- mi cabeza? —preguntó el bailarín a su Del patrón no. ¡Sin el caballo él es leznas o camina en el aire por una
jas que desgranaban maíz en el corre- mujer. sólo excremento de borrego! cuerda tendida desde la cima de un ár-
dor, dudaron. Ella levantó la cabeza. Empezó a tocar las tijeras de acero. bol a la torre del pueblo.
—Madre ¿has oído? —preguntó la —Está —dijo—. Está tranquilo. Bajo la sombra de la habitación, la Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado
mayor. —¿De qué color es? fina voz del acero era profunda. de negro y rojo, cubierto de espejos,
—¡Es tu padre! —dijo la mujer. —Gris. La mancha blanca de su es- —El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! danzar sobre una soga movediza en el
Porque las tijeras sonaron más vi- palda está ardiendo. —dijo. cielo, tocando sus tijeras. El canto del
vamente, en golpes menudos. —Así es. Voy a despedirme. ¡Anda —¿Oyes, hija? Las tijeras no son acero se oía más fuerte que la voz del
Corrieron las tres mujeres a la puer- tú a bajar los tipis de maíz del corre- manejadas por los dedos de tu padre. violín y del arpa que tocaban a mi lado,
ta de la habitación. dor! ¡Anda! El Wamani las hace chocar. Tu padre junto a mí. Fue en la madrugada. El pa-
“Rasu Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. La mujer obedeció. En el corredor, sólo está obedeciendo. dre “Untu” aparecía negro bajo la luz
Se estaba poniendo la chaqueta ornada amarrados de los maderos del techo, Son hojas de acero sueltas. Las en- incierta y tierna; su figura se mecía con-
de espejos. colgaban racimos de maíz de colores. garza el dansak’ por los ojos, en sus tra la sombra de la gran montaña. La
—¡Esposo! ¿Te despides? —pre- Ni la nieve, ni la tierra blanca de los dedos y las hace chocar. Cada bailarín voz de sus tijeras nos rendía, iba del
guntó la mujer, respetuosamente, des- caminos, ni la arena del río, ni el vuelo puede producir en sus manos con ese cielo al mundo, a los ojos y al latido de
de el umbral. Las dos hijas lo contem- feliz de las parvadas de palomas en las instrumento una música leve, como de los millares de indios y mestizos que lo
plaban temblorosas. cosechas, ni el corazón de un becerro agua pequeña, hasta fuego: depende veíamos avanzar desde el inmenso eu-
—El corazón avisa, mujer. Llamen que juega, tenían la apariencia, la lo- del ritmo, de la orquesta y del “espíri- calipto a la torre. Su viaje duró acaso un
al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué zanía, la gloria de esos racimos. La tu” que protege al dansak’. siglo. Llegó a la ventana de la torre
vayan ellas! mujer los fue bajando, rápida pero ce- Bailan solos o en competencia. Las cuando el sol encendía la cal y el sillar
Corrieron las dos muchachas. remonialmente. proezas que realizan y el hervor de su blanco con que estaban hechos los ar-
La mujer se acercó al marido. Se oía ya, no tan lejos, el tumulto sangre durante las figuras de la danza cos. Danzó un instante junto a las cam-

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el Rasu Ñiti
“Rasu Ñiti” vivía en un caserío de iba alzando. Quedó clavado en el sitio;
no más de veinte familias. Los pueblos pero con el rostro aún más rígido y los
grandes estaban a pocas leguas. Tras ojos más hundidos, pudo dar una vuel-
de los músicos venía un pequeño gru- ta sobre su pierna viva. Entonces sus
po de gente. ojos dejaron de ser indiferentes; por-
—¿Ves, “Lurucha” al Wamani? — que antes miraba como en abstracto,
preguntó el dansak’ desde la habita- sin precisar a nadie. Ahora se fijaron
ción. en su hija mayor, casi con júbilo.
—Sí, lo veo. Es cierto. “Es tu —El dios está creciendo. ¡Matará al
hora”. caballo! —dijo.
—¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves? Le faltaba ya saliva. Su lengua se
El muchacho se paró en el umbral y movía como revolcándose en polvo.
contempló la cabeza del dansak’. —¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El
—Aletea no más. No lo veo bien, Wamani me dice que eres de maíz
padre. blanco. De mi pecho sale tu tonada.
—¿Aletea? De mi cabeza.
—Sí, maestro. Y cayó al suelo. Sentado. No dejó
—Está bien. “Atok’ sayku” joven. de tocar las tijeras. La otra pierna se le
—Ya siento el cuchillo en el cora- había paralizado.
zón. ¡Toca! —le dijo al arpista. Con la mano izquierda sacudía el
“Lurucha” tocó el “jaykuy” (entra- pañuelo rojo, como un pendón de chi-
da) y cambió enseguida al “sisi nina” chería en los meses de viento.
(fuego hormiga), otro paso de la dan- “Lurucha”, que no parecía mirar al
za. bailarín, empezó el “yawar mayu” (río
“Rasu Ñiti” bailó, tambaleándose de sangre), paso final que en todas las
un poco. El pequeño público entró en danzas de indios existe.
la habitación. Los músicos y el discí- El pequeño público permaneció
pulo se cuadraron contra el rayo de quieto. No se oían ruidos en el corral
sol. “Rasu Ñiti” ocupó el suelo donde ni en los campos más lejanos. ¿Las ga-
la franja del sol era más baja. Le que- llinas y los cuyes sabían lo que pasa-
maban las piernas. Bailó sin hervor, ba, lo que significaba esa despedida?
casi tranquilo, el “jaykuy”; en el “sisi La hija mayor del bailarín salió al
nina” sus pies se avivaron. corredor, despacio. Trajo en sus brazos
Danzarín de tijeras. —¡El Wamani está aleteando gran- uno de los grandes racimos de mazor-
de; está aleteando! —dijo “Atok’ cas de maíz de colores. Lo depositó en
sayku”, mirando la cabeza del bailarín. el suelo. Un cuy se atrevió también a
panas. Bajó luego. Desde dentro de la que conoce el sentido de abismos, ár- Danzaba ya con brío. La sombra del salir de su hueco. Era macho, de pelo
torre se oía el canto de sus tijeras; el boles, hormigas y el secreto de lo noc- cuarto empezó a henchirse como de una encrespado; con sus ojos rojísimos re-
bailarín iría buscando a tientas las gra- turno; alguno de esos pájaros “maldi- cargazón de viento; el dansak’ renacía. visó un instante a los hombres y saltó
das en el lóbrego túnel. Ya no volverá a tos” o “extraños”, el hakakllo, el chu- Pero su cara, enmarcada por el pañuelo a otro hueco. Silbó antes de entrar.
cantar el mundo en esa forma, todo sek’, o el San Jorge, negro insecto de blanco, estaba más rígida, dura; sin em- “Rasu Ñiti” vio a la pequeña bestia.
constreñido, fulgurando en dos hojas de alas rojas que devora tarántulas. bargo, con la mano izquierda agitaba el ¿Por qué tomó más impulso para se-
acero. Las palomas y otros pájaros que “Rasu Ñiti” era hijo de un Wamani pañuelo rojo, como si fuera un trozo de guir el ritmo lento, como el arrastrarse
dormían en el gran eucalipto, recuerdo grande, de una montaña con nieve carne que luchara. Su montera se mecía de un gran río turbio, del “yawar
que cantaron mientras el padre “Untu” eterna. Él, a esa hora, le había enviado con todos sus espejos; en nada se perci- mayu” éste que tocaban “Lurucha” y
se balanceaba en el aire. Cantaron pe- ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya bía mejor el ritmo de la danza. “Luru- don Pascual? “Lurucha” aquietó el en-
queñito, jubilosamente, pero junto a la espalda blanca estaba vibrando. cha” había pegado el rostro al arco del diablado ritmo de este paso de la dan-
voz del acero y a la figura del dansak’ Llegó “Lurucha”, el arpista del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa za. Era el “yawar mayu”, pero lento,
sus gorjeos eran como una filigrana dansak’, tocando, le seguía don Pas- música? No era sólo de las cuerdas y de hondísimo; sí, con la figura de esos
apenas perceptible, como cuando el cual, el violinista. Pero el “Lurucha” la madera. ríos inmensos, cargados con las prime-
hombre reina y el bello universo sola- comandaba siempre el dúo. Con su —¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por ras lluvias; ríos, de las proximidades
mente parece lo orna, le da el juego uña de acero hacía estallar las cuerdas llegar! —dijo con voz fuerte el baila- de la selva que marchan también len-
vivo a su señor. de alambre y las de tripa, o las hacía rín, pero la última sílaba salió como tos, bajo el sol pesado en que resaltan
El genio de un dansak’ depende de gemir sangre en los pasos tristes que traposa, como de la boca de un loro. todos los polvos y lodos, los animales
quien vive en él: ¿el “espíritu” de una tienen también las danzas. Se le paralizó una pierna. muertos y árboles que arrastran, inde-
montaña (Wamani); de un precipicio Tras de los músicos marchaba un —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! — teniblemente. Y estos ríos van entre
cuyo silencio es transparente; de una joven: “Atok’ sayku”(4), el discípulo exclamó la mujer del dansak’ porque montañas bajas, oscuras de árboles.
cueva de la que salen toros de oro y de “Rasu Ñiti”. También se había ves- sintió que su hija menor temblaba. No como los ríos de la sierra que se
“condenados” en andas de fuego? O la tido. Pero no tocaba las tijeras; cami- El arpista cambió la danza al tono lanzan a saltos, entre la gran luz; nin-
cascada de un río que se precipita de naba con la cabeza gacha. ¿Un dan- del “Waqtay” (la lucha). “Rasu Ñiti” gún bosque los mancha y las rocas de
todo lo alto de una cordillera; o quizás sak’ que llora? Sí, pero lloraba para hizo sonar más alto las tijeras. Las ele-
sólo un pájaro, o un insecto volador adentro. Todos lo notaban. vó en dirección del rayo de sol que se (Pasa a página 8)

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(Viene de página 7) jas. Los otros indios estaban mudos; pero lo seguía. Es que “Lurucha” esta- espejos, su montera, todo en su sitio. Y

permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a ba hecho de maíz blanco, según el nadie volaba como ese joven dansak’;
los abismos les dan silencio. suceder luego? No les habían ordenado mensaje del Wamani. El ojo del baila- dansak’ nacido.
“Rasu Ñiti” seguía con la cabeza y que salieran afuera. rín moribundo, el arpa y las manos del —¡Está bien! —dijo “Lurucha”—.
las tijeras este ritmo denso. Pero el —¡El Wamani está ya sobre el cora- músico funcionaban juntos; esa música ¡Está bien! Wamani contento. Ahí está
brazo con que batía el pañuelo empezó zón! —exclamó “Atok’ sayku”, miran- hizo detenerse a las hormigas negras en tu cabeza, el blanco de su espalda
a doblarse; murió. Cayó sin control, do. que ahora marchaban de perfil al sol, como el sol del medio día en el neva-
hasta tocar la tierra. “Rasu Ñiti” dejó caer las tijeras. en la ventana. El mundo a veces guar- do, brillando.
Entonces “Rasu Ñiti” se echó de es- Pero siguió moviendo la cabeza y los da un silencio cuyo sentido sólo al- —¡No lo veo! —dijo la esposa del
paldas. ojos. guien percibe. Esta vez era por el arpa bailarín.
—¡El Wamani aletea sobre su fren- El arpista cambió de ritmo, tocó el del maestro que había acompañado al —Enterraremos mañana al oscure-
te! —dijo “Atok’ sayku”. “illapa vivon” (el borde del rayo). gran dansak’ toda la vida, en cien pue- cer al padre “Rasu Ñiti”.
—Ya nadie más que él lo mira — Todo en las cuerdas de alambre, a rit- blos, bajo miles de piedras y de toldos. —No muerto. ¡Ajajayllas! —excla-
dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo mo de cascada. El violín no lo pudo se- “Rasu Ñiti” cerró los ojos. Grande mó la hija menor—. No muerto. ¡Él
veo. guir. Don Pascual adoptó la misma ac- se veía su cuerpo. La montera le alum- mismo! ¡Bailando!
“Lurucha” avivó el ritmo del “ya- titud rígida del pequeño público, con el braba con sus espejos. “Lurucha” miró profundamente a la
war mayu”. Parecía que tocaban cam- arco y el violín colgándole de las ma- “Atok’ sayku” salió junto al cadá- muchacha. Se le acercó casi tamba-
panas graves. El arpista no se esmera- nos. ver. Se elevó ahí mismo, danzando; leándose, como si hubiera tomado una
ba en recorrer con su uña de metal las “Rasu Ñiti” movió los ojos; la cór- tocó las tijeras que brillaban. Sus pies gran cantidad de cañazo.
cuerdas de alambre; tocaba las más ex- nea, la parte blanca, parecía ser la más volaban. Todos estaban mirando. “Lu- —¡Cóndor necesita paloma! ¡Palo-
tensas y gruesas, las cuerdas de tripa. viva, la más lúcida. No causaba espan- rucha” tocó el “lucero kanchi” (alum- ma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no
Pudo oírse entonces el canto del violín to. La hija menor seguía atacada por el brar de la estrella), del Wallpa wak’ay muere! —le dijo.
más claramente. ansia de cantar, como solía hacerlo (canto del gallo) con que empezaban —Por dansak’ el ojo de nadie llora.
A la hija menor le atacó el ansia de junto al río grande, entre el olor de flo- las competencias de los dansak’, a la Wamani es Wamani. ●
cantar algo. Estaba agitada, pero como res de retama que crecen a ambas ori- media noche.
los demás, en actitud solemne. Quiso llas. Pero ahora el ansia que sentía por —¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! (1) Dansak: bailarín.
cantar porque vio que los dedos de su cantar, aunque igual en violencia, era ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el Rasu Ñiti: que aplasta nieve.
padre que aún tocaban las tijeras iban de otro sentido. ¡Pero igual en violen- nuevo dansak’. (2) Dios montaña que se presenta
agotándose, que iban también a helar- cia! Nadie se movió. en figura de cóndor.
se. Y el rayo del sol se había retirado Duró largo, mucho tiempo, el “illa- Era él, el padre “Rasu Ñiti”, renaci- (3) Mosca azul.
casi hasta el techo. El padre tocaba las pa vivon”. “Lurucha” cambiaba la me- do, con tendones de bestia tierna y el (4) Que cansa al zorro.
tijeras revolcándolas un poco en la lodía a cada instante, pero no el ritmo. fuego del Wamani, su corriente de si-
sombra fuerte que había en el suelo. Y ahora sí miraba al maestro. La dan- glos aleteando. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS (1911-
“Atok’ sayku” se separó un peque- zante llama que brotaba de las cuerdas “Lurucha” inventó los ritmos más 1969). Peruano. Libros: Amor mun-
ñísimo espacio, de los músicos. La es- de alambre de su arpa, seguía como intrincados, los más solemnes y vivos. do, Los ríos profundos, Todas las
posa del bailarín se adelantó un medio sombras el movimiento cada vez más “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sangres, El zorro de arriba y el zorro
paso de la fila que formaba con sus hi- extraviado de los ojos del dansak’; sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus de abajo.

Carrera inconclusa
Ambrose Bierce se los imponía el ánimo. Súbitamente —en plena
carretera, a menos de doce yardas de distancia, y
mientras todos lo estaban observando— el hombre

J
AMES BURNE Worson era zapatero, habi- pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció an-
tante de Leamington, Warwickshire, Inglate- tes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.
rra. Era propietario de un pequeño local, en Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa
uno de esos pasajes que nacen de la carretera de la irresolución y la incertidumbre, los tres hom-
a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo esti- bres regresaron a Leamington, narraron su increíble
maban hombre honesto, aunque algo dado (como historia, y fueron, al fin, puestos a buen recaudo.
tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la be- Pero gozaban de buena reputación, siempre se los
bida. Cuando se emborrachaba, solía comprometer- había juzgado sinceros, estaban sobrios en el mo-
se en apuestas insensatas. En una de tales ocasio- mento del hecho, y nada conspiró jamás para des-
nes, harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas mentir el relato juramentado de su extraordinaria
como corredor y atleta, lo que tuvo como resultado aventura; éste, no obstante, provocó divisiones de
una competición contra natura. Apostaron un sobe- la opinión pública en todo el Reino Unido. Si te-
rano de oro, y se comprometió a hacer todo el ca- nían algo que ocultar eligieron, por cierto, uno de
mino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de Durante varias millas, Worson anduvo muy los medios más asombrosos que haya escogido ja-
una distancia que supera las cuarenta millas. Esto bien, a paso regular, sin fatiga aparente, porque po- más un ser humano en su sano juicio. ●
fue el 3 de setiembre de 1873. Partió de inmediato; seía, en verdad, gran poder de resistencia, y no es-
el hombre con quien había hecho la apuesta —no taba tan intoxicado como para que tal poder lo trai- AMBROSE BIERCE (1842-1914). Norteamerica-
se recuerda su nombre—, acompañado por Barham cionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo se- no. Libros: Lo que pasó en el puente de Owl
Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotó- guían a escasa distancia, y, ocasionalmente, se bur- Creek, ¿Puede ocurrir esto?, El diccionario del
grafo, lo siguió en su carro o carreta ligera. laban amistosamente de él o lo estimulaban, según diablo.

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Palizas
Osvaldo Soriano Entonces, como nos pasa a esa edad y
también en otras más ridículas, creí
que yo era el mejor y que con sólo ex-

L
A PRIMERA gran paliza de tender mi puño mágico los otros se
mi vida me la dio mi padre en caerían como los limones de los árbo-
la ciudad de Río Cuarto cuan- les. Mi padre detestaba el boxeo y do-
do tendría nueve o diez años. minaba las matemáticas, la física y
No sé con qué cacharro estaba jugan- muchas otras cosas inservibles en este
do sin atender las advertencias y cuan- país. En aquel valle de bardas salvajes
do mi viejo vino a hablarme me retobé me hablaba de algoritmos y memorias
y le tiré algo contundente a la zona artificiales cuando las computadoras
donde duele más. Después de unos eran una ilusión de veinte toneladas y
cuantos saltos y flexiones que me hi- yo creía que podía ser campeón neu-
cieron despanzurrar de risa, mi padre quino de peso mediano. Hasta que me
me enderezó de una patada y me calzó agarró Orellana que venía de Zapala y

Paco Laurenzo
tantos bofetones que me olvidé de me dio una paliza metódica y sarcásti-
contarlos. ca, pegando y cantando al mismo
Enseguida se arrepintió. Mi viejo tiempo, y ahí se terminó mi carrera
era calentón pero rara vez pegaba. Si con los guantes. Machucado, con la
no le entendían por las buenas, sacaba cara toda cortada, volví arrastrándome
la lapicera y se ponía a explicar con un a casa y me convencí de que mi futuro
dibujo. Una sola vez lo vi pelear en la rada a la sombra. Seguro que mi padre to y le cobraron la multa porque el Ge- estaba en algún alto lugar del fútbol
capital de San Luis y tuvo sus razones. no quería terminar rapado y caminan- neral había mandado pegar por todas nacional.
Había poca presión de agua y Obras do entre dos vigilantes por las calles partes unos afiches de frondosa redac- No sospechaba que años después,
Sanitarias multaba a los que lavaban del pueblo, como les pasó al gerente ción: Así como la gota de agua horada en un piquete de huelga de los embala-
los coches con agua de la canilla. Mi de Agua y Energía que se olvidó de ce- la piedra, una canilla mal cerrada ho- dores de manzanas del Alto Valle, ve-
padre salía de inspección en la bicicle- rrar un pozo en la vereda y al almace- rada la riqueza de la Nación. ría cargar a los cosacos de la Liberta-
ta y me llevaba sentado en el caño nero que tenía una balanza retocada. Tiempo después, frente a un pelea- dora mientras los cabecitas cantaban a
para enseñarme dónde se terminaba Entonces, se armó de todo su coraje y dor de nombre Orellana, que estaba todo pulmón la Marcha Peronista. Era
exactamente la ciudad. Ésa era mi ob- como el tipo se le reía en la cara, me- dándome una paliza contra las cuerdas mi primer trabajo entre dos tempora-
sesión en aquellos tiempos. Saber dón- dio sobrador y jodón, sacó el talonario de un ring de Neuquén, traté de recor- das de colegio. No recuerdo bien si la
de, en qué punto exactamente, una de multas y ahí nomás le labró un acta dar cómo diablos hizo mi padre para huelga era por plata o por la vuelta de
cosa dejaba de ser lo que era y se de infracción, o algo parecido. sacar una derecha tan buena y tan sor- Perón. Había gente que miraba al cielo
transformaba en otra. El grandote se encocoró. Anunció prendente contra el regador justicialis- ansiosa por descubrir el avión negro
Lo cierto es que íbamos buscando su calidad de integrante de no sé qué ta. El tal Orellana me castigaba el hí- que traería de regreso al General, es-
los límites del pueblo por una calle de rama del justicialismo y abrió más gado para ablandarme los brazos y yo peraban que se asomara a la ventanilla
tierra, zigzagueando entre la polvareda fuerte la manguera para que viéramos lo agarraba como podía mientras roga- y saludara con brazos abiertos y la
con una de aquellas bicicletas peronis- cómo nos hacía brillar el auto en el ho- ba que tocaran la campana. Era un tor- sonrisa. Yo ya no cantaba lo mismo
tas de ruedas anchas y cuadro pesado cico y se pasaba por los quintos forros neo intercolegial en el que me había que ellos pero la paliza fue la misma
en las que se desplazaban los funcio- las opiniones de un funcionario de tra- anotado para no parecer menos hom- para todos, con caballos pechadores y
narios de la repartición y los vigilantes je gris y broches de ciclista. Mi viejo bre que los del curso de tornería. Pero cachiporras de goma. Tirábamos boli-
de patrulla. A lo lejos divisamos a un le alcanzó la boleta para que la firmara un día nos avisaron que teníamos que tas para que resbalaran los caballos
grandote que tomaba mate y mangue- mientras le discurseaba un edicto pero- presentarnos en el gimnasio y a mi ma- pero no sé por qué los que caíamos
reaba alegremente un Chevrolet 42 de nista de los que él detestaba, pero que dre casi le da un infarto del susto. El éramos nosotros. Aprendíamos a ser
techo azul. Yo adoraba los coches, era eran ley sagrada. viejo se quitó los anteojos, me dio un argentinos, a correr y escondernos, a
hincha de Oscar Gálvez y soñaba con La gresca empezó cuando el gran- reto y enseguida me facilitó la plata escapar, a perder.
ser grande para manejar uno y con- dote arrugó el papel, lo tiró a la alcan- para el colectivo porque prefería que En los discos y por la radio sonaba
quistar a todas las chicas de la provin- tarilla y sacó un sonoro “que se te yo mismo arreglara los líos en los que Billy Cafaro, un prodigio fugaz. Du-
cia. El de esa tarde tenía los cromados mueran los hijos, la puta que te parió”. me metía. rante los recreos nos peleábamos a tor-
relucientes y gomas con bandas blan- En ese tiempo yo no sabía muy bien Al principio éramos todos malos y tas mientras Aramburu y Rojas fusila-
cas que necesitaban muchas horas de qué era morirse, pero a mi viejo se le bastante miedosos. De verlo a Gatica ban en los basurales de León Suárez.
manguera para quedar impecables. El subió la sangre a la cabeza y le tiró un en las fotos del diario yo sabía que ha- El cajón de Evita se iba de viaje y los
tipo estaría preparándolo para salir de derechazo que me lo convirtió para bía que poner un guante firme para cosacos pegaban, los caballos pega-
joda en esos tiempos de Alberto Casti- siempre en Colt el Justiciero. Después proteger la cara y tirar el otro hacia ban, todos pegaban. Lástima que mi
llo. Mi padre calzó la bicicleta contra también él recibió lo suyo y cuando adelante para mantener alejado al ri- padre no estuviera allí con sus talona-
el cordón de la vereda y fue a decirle, llegaron los vigilantes fuimos todos a val. Con eso me bastó para ganarle a rios de multas y sus libros de electró-
sonriente y engominado, que estaba parar a la comisaría. A mí me llevaron un eslovaco de nariz grande y nombre nica para sacar el sorprendente dere-
derrochando el agua destinada a la po- a casa de inmediato porque como todo complicado que venía agrandado del chazo de Colt el Justiciero. ●
blación. En los jodidos tiempos del el mundo sabía los únicos privilegia- Normal Cipolletti. También a un italia-
General y Evita Capitana había dema- dos éramos los niños. A mi viejo lo no raquítico de la Escuela de General OSVALDO SORIANO (1943-1997).
siado Estado. Poner en peligro la salud soltaron más tarde, con algunos more- Roca al que saqué en dos vueltas des- Argentino. Libros: Triste solitario y fi-
de la gente podía acarrearle a cual- tones, bastante despeinado y un poco pués que me pegó uno de los sopapos nal, No habrá más penas ni olvido,
quiera un sumario y una larga tempo- rengo. Al grandote le aplicaron el edic- más sonoros que he oído en mi vida. Una sombra ya pronto serás.

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Mi vida con la ola


Octavio Paz

C
UANDO DEJÉ aquel mar,
una ola se adelantó entre to-
das. Era esbelta y ligera. A pe-
sar de los gritos de las otras,
que la detenían por el vestido flotante,
se colgó de mi brazo y se fue conmigo
saltando. No quise decirle nada, porque
me daba pena avergonzarla ante sus
compañeras. Además, las miradas colé-
ricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué
que no podía ser, que la vida en la ciu-
dad no era lo que ella pensaba en su in-
genuidad de ola que nunca ha salido del
mar. Me miró seria: “No, su decisión
estaba tomada. No podía volver.” Inten-
té dulzura, dureza, ironía. Ella lloró, gri-
tó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle
perdón.
Al día siguiente empezaron mis pe-
nas. ¿Cómo subir al tren sin que nos
vieran el conductor, los pasajeros, la po-
licía? Es cierto que los reglamentos no
dicen nada respecto al transporte de olas
en los ferrocarriles, pero esa misma re-
serva era un indicio de la severidad con
que se juzgaría nuestro acto. Tras de

Maca
mucho cavilar me presenté en la esta-
ción una hora antes de la salida, ocupé
mi asiento y, cuando nadie me veía, va-
cié el depósito de agua para los pasaje-
ros; luego, cuidadosamente, vertí en él a —¿Conque usted echó veneno al Y me miró con la misma mirada se- polvo y los detritus fueron tocados por
mi amiga. agua? ria con que todos me veían. sus manos ligeras. Todo se puso a son-
El primer incidente surgió cuando los El policía en turno llamó al Capitán: Esa misma tarde tomé el tren y luego reír y por todas partes brillaban dientes
niños de un matrimonio vecino declara- —¿Conque usted es el envenenador? de unas horas de viaje incómodo llegué blancos. El sol entraba con gusto en las
ron su ruidosa sed. Les salí al paso y les El Capitán llamó a tres agentes. Los a México. Tomé un taxi y me dirigí a viejas habitaciones y se quedaba en casa
prometí refrescos y limonadas. Estaban agentes me llevaron a un vagón solita- casa. Al llegar a la puerta de mi departa- por horas, cuando ya hacía tiempo que
a punto de aceptar cuando se acercó otra rio, entre las miradas y los cuchicheos mento oí risas y cantos. Sentí un dolor había abandonado las otras casas, el ba-
sedienta. Quise invitarla también, pero de los pasajeros. En la primera estación en el pecho, como el golpe de la ola de rrio, la ciudad, el país. Y varias noches,
la mirada de su acompañante me detuvo. me bajaron y a empujones me arrastra- la sorpresa cuando la sorpresa nos gol- ya tarde, las escandalizadas estrellas lo
La señora tomó un vasito de papel, se ron a la cárcel. Durante días no se me pea en pleno pecho: mi amiga estaba vieron salir de mi casa, a escondidas.
acercó al depósito y abrió la llave. Ape- habló, excepto durante los largos inte- allí, cantando y riendo como siempre. El amor era un juego, una creación
nas estaba a medio llenar el vaso cuando rrogatorios. Cuando contaba mi caso —¿Cómo regresaste? perpetua. Todo era playa, arena, lecho
me interpuse de un salto entre ella y mi nadie me creía, ni siquiera el carcelero, —Muy fácil: en el tren. Alguien, des- de sábanas siempre frescas. Si la abra-
amiga. La señora me miró con asombro. que movía la cabeza, diciendo: “El pués de cerciorarse de que sólo era agua zaba, ella se erguía, increíblemente es-
Mientras pedía disculpas, uno de los ni- asunto es grave, verdaderamente grave. salada, me arrojó en la locomotora. Fue belta, como el tallo líquido de un chopo;
ños volvió a abrir el depósito. Lo cerré ¿No había querido envenenar a unos ni- un viaje agitado: de pronto era un pena- y de pronto esa delgadez florecía en un
con violencia. ños?”. Una tarde me llevaron ante el cho blanco de vapor, de pronto caía en chorro de plumas blancas, en un pena-
La señora se llevó el vaso a los la- Procurador. lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé cho de risas que caían sobre mi cabeza
bios: —Su asunto es difícil —repitió—. mucho. Perdí muchas gotas. y mi espalda y me cubrían de blancuras.
—Ay, el agua está salada. Voy a consignarlo al Juez Penal. Su presencia cambió mi vida. La O se extendía frente a mí, infinita como
El niño le hizo eco. Varios pasajeros Así pasó un año. Al fin me juzgaron. casa de pasillos obscuros y muebles el horizonte, hasta que yo también me
se levantaron. El marido llamó al Con- Como no hubo víctimas, mi condena empolvados se llenó de aire, de sol, de hacía horizonte y silencio. Plena y si-
ductor: fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día rumores y reflejos verdes y azules, pue- nuosa, me envolvía como una música o
—Este individuo echó sal al agua. de la libertad. blo numeroso y feliz de reverberaciones unos labios inmensos. Su presencia era
El Conductor llamó al Inspector: El Jefe de la Prisión me llamó: y ecos. ¡Cuántas olas es una ola o como un ir y venir de caricias, de rumores, de
—¿Conque usted echó substancias —Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. puede hacer playa o roca o rompeolas besos. Entraba en sus aguas, me ahoga-
en el agua? Gracias a que no hubo desgracias. Pero un muro, un pecho, una frente que coro- ba a medias y en un cerrar de ojos me
El Inspector llamó al policía en tur- que no se vuelva a repetir, por que la na de espumas! Hasta los rincones encontraba arriba, en lo alto del vértigo,
no: próxima le costara caro… abandonados, los abyectos rincones del misteriosamente suspendido, para caer

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después como una piedra, y sentirme rascar la puerta de la casa o deliraba en y me golpeaba hasta derribarme. Sentí roía los muros, desmoronaba las pare-
suavemente depositado en lo seco, voz alta por las azoteas. Los días nubla- que me ahogaba. Y cuando estaba a des. Pasaba las noches en vela, hacién-
como una pluma. Nada es comparable a dos la irritaban; rompía muebles, decía punto de morir, morado ya, me depositó dome reproches. Tenía pesadillas, deli-
dormir mecido en esas aguas, si no es malas palabras, me cubría de insultos y suavemente en la orilla y empezó a be- raba con el sol, con playas ardientes.
despertar golpeado por mil alegres láti- de una espuma gris y verdosa. Escupía, sarme, diciendo no sé qué cosas. Me Soñaba con el polo y en convertirse en
gos ligeros, por mil arremetidas que se lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la sentí muy débil, molido y humillado. Y un gran trozo de hielo, navegando bajo
retiran, riendo. luna, a las estrellas, al influjo de la luz al mismo tiempo la voluptuosidad me cielos negros en noches largas como
Pero jamás llegué al centro de su ser. de otros mundos, cambiaba de humor y hizo cerrar los ojos. Porque su voz era meses. Me injuriaba. Maldecía y reía;
Nunca toqué el nudo del ay y de la de semblante de una manera que a mí dulce y me hablaba de la muerte deli- llenaba la casa de carcajadas y fantas-
muerte. Quizá en las olas no existe ese me parecía fantástica, pero que era fatal ciosa de los ahogados. Cuando volví en mas. Llamaba a los monstruos de las
sitio secreto que hace vulnerable y mor- como la marea. mí, empecé a temerla y a odiarla. profundidades, ciegos, rápidos y obtu-
tal a la mujer, ese pequeño botón eléctri- Empezó a quejarse de soledad. Llené Tenía descuidados mis asuntos. Em- sos. Cargada de electricidad, carboniza-
co donde todo se enlaza, se crispa y se la casa de caracolas y conchas, de pe- pecé a frecuentar los amigos y reanudé ba lo que tocaba; de ácidos, corrompía
yergue, para luego desfallecer. Su sensi- queños barcos veleros, que en sus días viejas y queridas relaciones. Encontré a lo que rozaba. Sus dulces brazos se vol-
bilidad, como la de las mujeres, se pro- de furia hacia naufragar (junto con los una amiga de juventud. Haciéndole ju- vieron cuerdas ásperas que me estran-
pagaba en ondas, sólo que no eran ondas otros, cargados de imágenes, que todas rar que me guardaría el secreto, le conté gulaban. Y su cuerpo, verdoso y elásti-
concéntricas, sino excéntricas, que se las noches salían de mi frente y se hun- mi vida con la ola. Nada conmueve tan- co, era un látigo implacable, que gol-
extendían cada vez más lejos, hasta to- dían en sus feroces o graciosos torbelli- to a las mujeres como la posibilidad de peaba, golpeaba, golpeaba. Huí. Los ho-
car otros astros. Amarla era prolongarse nos). ¡Cuantos pequeños tesoros se per- salvar a un hombre. Mi redentora em- rribles peces reían con risa feroz.
en contactos remotos, vibrar con estre- dieron en ese tiempo! Pero no le basta- pleó todas sus artes, pero ¿qué podía Allá en las montañas, entre los altos
llas lejanas que no sospechamos. Pero su ban mis barcos ni el canto silencioso de una mujer, dueña de un número limita- pinos y los despeñaderos, respiré el aire
centro… no, no tenía centro, sino un va- las caracolas. Tuve que instalar en la do de almas y cuerpos, frente a mi ami- frió y fino como un pensamiento de li-
cío parecido al de los torbellinos, que casa una colonia de peces. Confieso que ga, siempre cambiante —y siempre bertad. Al cabo de un mes regresé. Esta-
me chupaba y me asfixiaba. no sin celos los veía nadar en mi amiga, idéntica a sí misma en su metamorfosis ba decidido. Había hecho tanto frío que
Tendidos el uno al lado de otro, cam- acariciar sus pechos, dormir entre sus incesantes? encontré sobre el mármol de la chime-
biábamos confidencias, cuchicheos, ri- piernas, adornar su cabellera con leves Vino el invierno. El cielo se volvió nea, junto al fuego extinto, una estatua
sas. Hecha un ovillo, caía sobre mi pe- relámpagos de colores. gris. La niebla cayó sobre la ciudad. de hielo. No me conmovió su aborreci-
cho y allí se desplegaba como una vege- Entre todos aquellos peces había Llovía una llovizna helada. Mi amiga da belleza. La eché en un gran saco de
tación de rumores. Cantaba a mi oído, unos particularmente repulsivos y fero- gritaba todas las noches. Durante el día lona y salí a la calle, con la dormida a
caracola. Se hacía humilde y transpa- ces, unos pequeños tigres de acuario, de se aislaba, quieta y siniestra, mascullan- cuestas. En un restaurante de las afueras
rente, echada a mis pies como un ani- grandes ojos fijos y bocas hendidas y do una sola sílaba, como una vieja que la vendí a un cantinero amigo, que in-
malito, agua mansa. Era tan límpida que carniceras. No sé por qué aberración mi rezonga en un rincón. Se puso fría; dor- mediatamente empezó a picarla en pe-
podía leer todos sus pensamientos. Cier- amiga se complacía en jugar con ellos, mir con ella era tiritar toda la noche y queños trozos, que depositó cuidadosa-
tas noches su piel se cubría de fosfores- mostrándoles sin rubor una preferencia sentir cómo se helaban paulatinamente mente en las cubetas donde se enfrían
cencias y abrazarla era abrazar un peda- cuyo significado prefiero ignorar. Pasa- la sangre, los huesos, los pensamientos. las botellas. ●
zo de noche tatuada de fuego. Pero se ba largas horas encerrada con aquellas Se volvió honda, impenetrable, revuel-
hacía también negra y amarga. A horas horribles criaturas. Un día no pude más; ta. Yo salía con frecuencia y mis ausen- OCTAVIO PAZ (1914-1998). Mexicano.
inesperadas mugía, suspiraba, se retor- eché abajo la puerta y me arrojé sobre cias eran cada vez más prolongadas. Poeta, ensayista. Libros: Libertad bajo
cía. Sus gemidos despertaban a los veci- ellos. Ágiles y fantasmales, se me esca- Ella, en su rincón, aullaba largamente. palabra, Pasado en claro, Vuelta, Pa-
nos. Al oírla el viento del mar se ponía a paban entre las manos mientras ella reía Con dientes acerados y lengua corrosiva sión crítica, La llama doble.

Nada más que un insecto


Clarice Lispector lado de adentro de una superficie tan mecanismo semiaéreo. Pero, ¿dón-
lisa ya es la otra propia superficie. de estarían en ella las glándulas de
Parecía un dibujo raso que hubiese su destino, y las adrenalinas de su

M
E COSTÓ un poco com- salido del papel y, verde, anduviera. seco y verde interior? Pues era un
prender lo que estaba Pero andaba, sonámbula, determina- ser hueco, un injerto de astillas,
viendo, de tan inespera- da. Sonámbula: una hoja mínima de simple atracción electiva de líneas
do y sutil que era: estaba árbol que hubiese ganado la inde- verdes. ¿Cómo yo? Yo. ¿Nosotros?
viendo un insecto posado, verde cla- pendencia solitaria de los que siguen Nosotros. En esta delgada esperan-
ro, de piernas altas. Era una esperan- el apagado trazo de un destino. Y an- za de piernas altas, que caminaría
za, que siempre me dijeron que es de daba con una determinación de sobre un seno sin siquiera desper-
buen augurio. Después, la esperanza quien copiara un trazo que era invi- tar el resto del cuerpo, en esta es-
comenzó a andar muy levemente so- sible para mí. Sin temor, ella anda- peranza que no puede ser hueca, en
bre el colchón. Era verde transparen- ba. Su mecanismo interior no era esta esperanza la energía atómica
te, con piernas que mantenían su tembloroso, pero tenía el estremeci- sin tragedia se encamina en silen-
cuerpo en plano elevado y por así miento regular del más frágil reloj. cio. ¿Nosotros? Nosotros. ●
decir suelto, un plano tan frágil ¿Cómo sería el amor entre dos espe-
como las propias piernas que esta- ranzas? Verde y verde, y después el CLARICE LISPECTOR (1920-
Renzo Vayra

ban hechas apenas del color del ca- mismo verde que, de repente, por vi- 1977). Ucraniano-brasileña. Nove-
parazón. Dentro del hilo delgado de bración de verdes, se vuelve verde. las: La hora de la estrella, La pa-
las piernas no había nada dentro: el Amor predestinado por su propio sión según G.H.

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Suspiros
Luis Fernando Verissimo —Sí.
—Hasta ahora solo la dijo dos.
—Exacto.

U
N HOMBRE buscó una vidente. Ella leyó —Continúe.
su mano, en silencio. Después extendió las —Ustedes entran en un cuarto. Hay una cama enor-
cartas delante de él y las examinó largamen- me bañada por la luz de la luna. La mujer desaparece
te. Por fin, miró la bola de cristal. Y conclu- sin hacer ruido.
yó: —¿Adónde fue?
—Usted va a morir en un lugar con agua. —Estoy tratando de ver... Está oscuro.
—¿Una bañera? —Pero, ¿y la luna?
—No. Un lugar más grande. —Desapareció. Debe ser una nube. ¡Ah,
—Una piscina... volvió!
—Veo una ciudad. Agua por todas partes. En —¿La luna?
vez de calles tiene agua... —Y la mujer. Es blanca. Está desnuda
—¡Venecia! —¿Sí?
—Eso es. —Ella lo llama desde la cama. Usted la posee. Se
—¿Voy a morir en Venecia? oscureció otra vez.
—Sí. —Otra nube.
—¿Cómo? —Ahora veo... un jardín. Sí, un jardín. Veo jazmi-
—Hmmmmmmm... Veo barcos... Gón- nes. Están en un jardín. Comienza a amanecer. Veo
dolas... ¡Espere! Una mujer. un pavo real y una fuente.
—¿Quién es? —¿Y la mujer?
—Usted no la conoce. Ella aparecerá —Ella está hablando. Dice una palabra. Alda-
en su vida en Venecia. Góndolas, sí, gón- bar...
dolas. Algo reflejado en las aguas oscuras —Aldabar. La tercera vez...
del Gran Canal. Es la luna. Una luna llena. —Es la señal. Usted va a morir.
El gondolero canta una música antigua. Es —¿Cómo?
extraño... La mujer. Tiene una máscara co- —No sé... es confuso...
lorada. Viste una capa negra y una más- —Insista.
cara colorada cubre su rostro. —Cuidado con jorobados y li-
—¿Ella no se saca la máscara? cores verdes.
—Calma. Se la saca.
—¿Y entonces? ****
—Ella es linda. Sus ojos son violetas.
Dice una palabra... No consigo descifrarla... El hombre, claro, jamás se
—Intente. acercó a Venecia después de
—Es... Aldabar. Eso es. Aldabar. esto. Continúa vivo. Pero de
—Aldabar... vez en cuando suspira y
—Ella dirá esa palabra tres veces antes de des- dice:
puntar el día. Hay un aroma de jazmines en el aire. —Lo que me debo estar
Ustedes entran en un castillo. Veo mármol. Cristales. perdiendo... ●
Un bulto...
—¿Quién es? LUIS FERNANDO VERIS-
—No puedo ver. Suben una escalinata. SIMO (1936) Brasileño.
—¿Hacia el cuarto? Novelista, guionista de cine
—Sí. y TV, humorista. Libros: El
—Espere un poquito. La palabra... analista de Bagé, A Mãe de
Ombú

—Aldabar... Freud, As mentiras que os


—Aldabar. ¿Ella la dirá tres veces? homens contam.

EN EL PRÓXIMO NÚMERO Louis Sullivan ● Mario Delgado Aparaín ● Goethe y Schiller ● Carlos Real de Azúa ●
EDITOR JEFE: SECRETARIA: DISEÑO: del Grupo Metro Este es un suplemento del diario EL PAIS,
Plaza Cagancha 1168,
László Erdélyi Susana Yaquinta
Montevideo, Teléfonos 29020115,
DEPARTAMENTO DE DISEÑO:

CULTURAL
29023061, int. 281 al 285.
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CORRESPONSALES:
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Álvaro Buela Ioram Melcer (Jerusalén) Depósito legal N° 247.501
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María Sánchez Ingrid Tempel (París) FUNDADORES: Arq. Eduardo Scheck - Homero Alsina Thevenet Suscripción semestral, vía aérea - 35 dólares

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