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LOS SIETE ZAPATOS SUCIOS.

Mia Couto
Apertura del año lectivo en el Instituto Superior de Ciencias y Tecnología de
Mozambique (ISCTEM) en marzo de 2005.

Comienzo por la confesión de un sentimiento contradictorio; es un placer y un honor


haber sido invitado a estar aquí con ustedes. Pero, al mismo tiempo, no sé cómo lidiar
con este título grandilocuente: “oración de sabiduría”. Escogí a propósito sobre el que
tengo algunas mal contadas incertidumbres. Todos los días nos enfrentamos con el
reto ilusionante de combatir la pobreza. Y todos nosotros, de modo generoso y
patriótico, queremos participar en esa batalla.

No obstante, existen varias formas de pobreza. Y hay, entre todas, una que se escapa
a toda estadística, a indicadores cuantitativos: es la pobreza de nuestra reflexión sobre
nosotros mismos. Hablo de la dificultad de pensarnos como sujetos históricos, como
punto de partida y como destino de un sueño.

Hablaré aquí en mi calidad de escritor, desde el terreno de nuestra interioridad, un


espacio que todos amamos, en el que nadie tiene carrera universitaria ni puede
proferir oraciones de “sabiduría”. El único secreto, la única sabiduría, es ser sinceros,
no tener miedo a compartir públicamente nuestras fragilidades. Y eso es lo que voy a
hacer, compartir con ustedes algunas de mis dudas y de mis agitaciones en soledad.

Comienzo por un hecho singular. En nuestras cadenas de radio, hay ahora un anuncio
en el que alguien pregunta a una vecina: dígame, señora, qué es lo que pasa en su
casa, su hijo es un líder, sus hijas tuvieron un buen casamiento, o su hijo fue
nombrado director, ¿cuál es el secreto? Y la señora responde: es que en casa
comemos arroz de la marca…. (no digo la marca porque no me pagaron este espacio
publicitario).

Sería bueno que eso fuese así, que nuestra vida cambiase sólo por consumir un
producto alimenticio. Ya voy a ir a ver a nuestro Rector Magnífico para distribuir el
arroz mágico que pueda abrir al ISCTEM las puertas del éxito. Pero sentirse feliz es,
infelizmente, mucho más costoso.

El día en que cumplí 11 años, el 5 de julio de 1966, el Presidente Kenneth Kaunda


acudió a los micrófonos de Radio de Lusaka para anunciar que uno de los grandes
pilares para la felicidad de su pueblo había sido construido. No hablaba de ninguna
marca de arroz. Él agradecía al pueblo de Zambia por su implicación en la creación de
la primera universidad del país. Unos meses antes, Kaunda había hecho un llamado
para que cada zambiano contribuyese a construir la Universidad. La respuesta fue
conmovedora: decenas de miles de personas respondieron a la llamada. Los
campesinos dieron mijo, los pescadores ofrecieron pescado, los funcionarios aportaron
dinero. Un país de gente analfabeta se unió para crear aquello que imaginaban iba a
ser una nueva página en su historia. El mensaje de los campesinos en la inauguración
de la Universidad decía: hemos contribuido porque tenemos la certeza de que,
haciendo esto, nuestros nietos dejarán de pasar hambre.
Cuarenta años más tarde, los nietos de los campesinos zambianos continúan
padeciendo de hambre. En realidad, los zambianos viven hoy peor de lo que vivían en
aquella época. En la década de los 60, Zambia tenía un Producto Interior Bruto
comparable a los de Singapur o de Malasia. Hoy, ni de cerca ni de lejos, se puede
comparar nuestro vecino con esos dos países de Asia.

Algunas naciones africanas pueden justificar su permanencia en la miseria porque


sufrieron guerras. Pero Zambia nunca tuvo guerra. Algunos países pueden esgrimir
que no poseen recursos. Todavía, Zambia es una nación con importantes recursos
minerales. ¿De quién es la culpa de estas expectativas frustradas? ¿Quién falló? ¿Fue
la Universidad? ¿Fue La sociedad? ¿Fue el mundo entero el que falló? ¿Y por qué
razón Singapur y Malasia progresaron y Zambia involucionó? Hablé de Zambia como
ejemplo de un país africano. Desgraciadamente, no faltarían más ejemplos. Nuestro
continente está repleto de casos idénticos, de caminos errados, de esperanzas
frustradas. Se generalizó entre nosotros la creencia sobre la imposibilidad de cambiar
el destino de nuestro continente. Vale la pena preguntarnos: ¿Qué es lo que va a
pasar? ¿Qué es preciso cambiar dentro y fuera de África?

Estas preguntas son serias. No podemos eludir las respuestas ni levantar polvo para
ocultar nuestras responsabilidades. No podemos aceptar que estas sean sólo
responsabilidad de nuestros gobiernos.

Felizmente, estamos viviendo en Mozambique una situación especial, con diferencias


bien sensibles. Tenemos que reconocer y tener el orgullo de saber que nuestro camino
fue bien distinto. Acabamos de presenciar una de esas diferencias. Desde 1957,
apenas seis de entre 153 jefes de estado africanos renunciaron voluntariamente al
poder. Joaquim Chissano es el séptimo de esos presidentes. Parece un detalle más y
bien significativo de que el proceso mozambiqueño se guió por otra lógica bien
diferente.

Con todo, las conquistas de la libertad y la democracia que hoy gozamos sólo serán
definitivas cuando se conviertan en la cultura de cada uno de nosotros. Y ese es
todavía, un camino de generaciones. Entretanto, pesan sobre Mozambique amenazas
que son comunes al resto del continente. El hambre, la miseria, las enfermedades,
todo eso lo compartimos con el resto de África. Los números son aterradores: 90
millones de africanos morirán de SIDA en los próximos 20 años. En esa trágica cifra,
Mozambique contribuirá con cerca de 3 millones de muertos. La mayor parte de estos
condenados son jóvenes, y representan exactamente la esperanza con la que
podríamos erradicar el peso de la miseria. Quiere decir que África no sólo está
perdiendo su propio presente: está perdiendo los cimientos desde los que nacería su
mañana. Tener futuro cuesta mucho dinero. Pero es mucho más caro tener sólo
pasado. Antes de la independencia, para los campesinos zambianos no había futuro.

Hoy, el único tiempo que existe para ellos es el futuro de otros. ¿Los desafíos son
mayores que la esperanza? Pero no podemos sino ser optimistas, y hacer aquello que
los brasileños llaman levantarse, sacudirse el polvo y volver a intentarlo. El pesimismo
es un lujo reservado para los ricos. La pregunta crucial es esta: ¿Qué es lo que nos
separa del futuro que todos queremos?
Algunos creen que nos faltan más profesionales, más escuelas, más hospitales. Otros
piensan que necesitamos de inversores, más proyectos económicos. Todo eso es
necesario, todo eso es imprescindible. Pero para mí, hay otra cosa que es todavía más
importante. Y esa cosa tiene un nombre: una nueva actitud. Si no cambiamos de
actitud, no conquistaremos una condición mejor. Podemos tener más técnicos, más
hospitales, más escuelas, pero no seremos constructores de futuro. Hablo de una
nueva actitud, pero la palabra debe ser pronunciada en plural, ya que se compone de
un vasto conjunto de posturas, creencias, conceptos y preconceptos. Hace mucho que
vendo defendiendo que el mayor factor de atraso de Mozambique no radica en la
economía, sino en la incapacidad de que generemos un pensamiento productivo,
osado e innovador. Un pensamiento que no resulte de la repetición de lugares
comunes, de fórmulas y de recetas ya pensadas por otros.

A veces me pregunto: ¿de dónde viene la dificultad de pensarnos como sujetos de la


Historia? Viene sobre todo, de habernos delegado en otros el diseño de nuestra propia
identidad: Primero, fueron negados los africanos. O su territorio no existía, o su tiempo
estaba fuera de la Historia. Después, los africanos fueron estudiados como caso
clínico. Ahora, son ayudados a sobrevivir en un trozo de la Historia.

Estamos todos comenzando un combate para domesticar nuestros antiguos


fantasmas. No podemos entrar en la modernidad con el actual fardo de prejuicios. En
la puerta de la modernidad, precisamos descalzarnos. Yo conté siete zapatos sucios
que necesitamos dejar a la entrada de la puerta hacia los nuevos tiempos. Habrá
muchos. Pero yo tenía que elegir, y siete es un número mágico.

Primer zapato: la idea de que los culpables siempre


son los otros, y que nosotros somos siempre víctimas.
Ya conocemos este discurso. La culpa fue de la guerra, del colonialismo, del
imperialismo, del apartheid. En fin, de todo y de todos. Menos nuestra. Es verdad que
los otros tuvieron su buena dosis de culpa en nuestro sufrimiento. Pero parte de la
responsabilidad siempre moró dentro de nuestra casa.

Estamos siendo víctimas de um largo proceso de desresponsabilización. Este lavado


de manos viene siendo estimulado por alguna de las élites africanas que quieren
permanecer en la impunidad. Los culpables se han encontrado de antemano: son los
otros, los de otra etnia, los de otra raza, los de otra geografía.
Un tiempo atrás, fui “sacudido” por un libro titulado “Capitalist Nigger: The Road to
Success”, del nigeriano Chika A. Onyeani. Reproduje en un periódico un texto de ese
economista, que es una llamada vehemente para que los africanos renueven su
mirada sobre sí mismos.

Permítanme que lea aquí un extracto de esa carta: Queridos hermanos: estoy
completamente cansado de personas que sólo piensan en una cosa: quejarse y
lamentarse, en un ritual que nos fabricamos mentalmente como víctimas. Lloramos y
nos lamentamos, nos lamentamos y lloramos. Nos quejamos hasta la náusea de lo
que otros nos hicieron y nos continúan haciendo. Y pensamos que el mundo nos debe
algo. Lamento decirles que esto no es más que una ilusión. Nadie nos debe nada.
Nadie está dispuesto a renunciar a aquello que tiene, con la excusa de que nosotros
también queremos lo mismo. Si queremos algo tenemos que saberlo conquistar. NO
podemos continuar mendigando, hermanos y hermanas.

40 años después de la independencia continuamos culpabilizando al colonialismo de


todo lo que pasa en África estos días. Nuestros dirigentes no son lo suficientemente
honestos como para aceptar su responsabilidad en la pobreza de nuestros pueblos.
Acusamos a los europeos de robar y rapiñar los recursos naturales de África. Pero, les
pregunto a ustedes: díganme, ¿quiénes han invitado a los europeos a que procedan
así? ¿No somos nosotros? (fin de la cita).

Queremos que otros nos miren con dignidad y sin paternalismo. Pero al mismo tiempo
continuamos mirándonos con una benevolencia complaciente: somos expertos en la
creación de un discurso libre de culpa. Y decimos:

Si alguien roba o es sobornado, es porque es pobre (olvidándose de que hay miles de


pobres que no roban).

Si un funcionario o un policía son corruptos es porque tienen un salario insuficiente


(olvidando que nadie en este mundo tiene un salario suficiente)

Si un político abusó del poder es porque en África estas prácticas son


antropológicamente legítimas).

La desresponsabilización es uno de los estigmas más graves que pesan sobre


nosotros los africanos, de norte a sur. Están los que dicen que se trata de una
herencia de la esclavitud, de ese tiempo en el que no se era dueño de sí mismo. El
patrón, muchas veces lejano e invisible, era el responsable de nuestro destino. O de la
ausencia de destino.

Hoy, ni siquiera simbólicamente, matamos a nuestro antiguo patrón. Una de las formas
de tratamiento que más rápidamente emergió de unos diez años para acá fue la
palabra patrón. Fue como si nunca se hubiera muerto realmente, como si esperase
una nueva oportunidad histórica para volver a hacer parte de nuestra realidad. ¿Se
puede culpar a alguien de ese resurgimiento? No. Pero estamos creando una
sociedad que produce desigualdades y que reproduce relaciones de poder que
creíamos ya enterradas.

Segundo zapato: la idea de que el éxito no nace del


trabajo.
Hoy mismo desperté con la noticia de que un presidente africano va a mandar
exorcizar su palacio de 300 habitaciones, porque escucha “ruidos extraños” durante la
noche El palacio es tan desproporcionado para la riqueza del país, que tardó 20 años
en ser terminado. El insomnio del presidente puede haber nacido, no de malos
espíritus, sino de una verdadera mala conciencia.

Este episodio ilustra apenas cómo explicamos de forma mayoritaria los fenómenos
positivos y negativos. Lo que explica la desgracia vive al lado de lo que justifica la
buena ventura. ¿Un equipo deportivo gana, una obra de arte es premiada, una
empresa tiene beneficios, un profesional fue ascendido? ¿A qué se debe todo eso? La
primera respuesta, amigos míos, todos la conocemos. El éxito se debe a la buena
suerte. Y la palabra “buena suerte” quiere decir dos cosas: la protección de nuestros
antepasados fallecidos, y la protección de nuestros padrinos vivos.

Nunca, o casi nunca, se ve el éxito como resultado del esfuerzo, del trabajo como
inversión a largo plazo. Las causas de lo que nos sucede, bueno o malo, se atribuyen
a las fuerzas invisibles que dirigen nuestro destino. Para algunos, esta visión causal se
tiene por tan “intrínsecamente africana” que perderíamos “identidad” si renunciásemos
a ella. Los debates sobre las “auténticas” identidades son siempre resbaladizos. Vale
la pena debatir, sí, si no podemos reforzar una visión más productiva y que oriente a
una actitud más activa e intervencionista sobre el curso de la Historia.

Desgraciadamente, nos vemos más como consumidores que como productores. La


idea de que África puede producir arte, ciencia y pensamiento es extraña incluso para
muchos africanos. Hasta ahora, el continente produjo recursos naturales y fuerza
laboral. Produjo futbolistas, bailarines, escultores. Todo eso es aceptado, porque todo
eso reside en el dominio de aquello que se entiende como natural. Pero pocos
aceptarán que los africanos puedan ser productores de ideas, de ética y de
modernidad. No es preciso que otros nos desacrediten. Bastamos nosotros mismos.
El refrán dice: “el cabrito come donde está amarrado”. Todos conocemos el lamentable
uso de este aforismo, y como fundamenta la acción de la gente que saca partido de
las situaciones y los lugares. Ya es triste que nos equiparemos a un cabrito. Pero
también es sintomático que en estos proverbios de conveniencia, nunca nos
identifiquemos con animales productores, como por ejemplo la hormiga. Imaginemos
que el refrán cambia y pasa a ser así: “El cabrito produce donde está amarrado”.

Apuesto a que en este caso, nadie más querría ser cabrito.

Tercer zapato: el prejuicio de que quien critica es un


enemigo.
Muchos creían que con el fin del monopartidismo, terminaría la intolerancia con los
que pensaban diferente. Pero la intolerancia no es sólo fruto de regímenes. Es fruto de
culturas, es resultado de la Historia. Heredamos de la sociedad rural una noción de
lealtad demasiado parroquial. El desaliento del espíritu crítico es todavía más grave
cuando hablamos de la juventud. El universo rural se funda en la autoridad de la edad.
Alguien que es joven, aquel que no se casó ni tuvo hijos, ese no tiene derechos, no
tiene voz ni visibilidad.

La misma marginación pesa sobre la mujer.

Toda esa herencia no ayuda a que se cree una cultura de discusión abierta. Gran parte
del debate de ideas se sustituye así por la agresión personal. Basta demonizar a quien
piensa diferente. Y existe una variedad de demonios a disposición: un color político, un
color de alma, un color de piel, un origen social o religioso diferente.

Hay en este campo un componente histórico reciente que debemos considerar:


Mozambique nació de la lucha de guerrilla. Esta herencia nos dio un sentido épico de
la historia y un profundo orgullo en el modo en el que fue conquistada la
independencia. Pero la lucha armada de liberación nacional también cedió, por inercia,
a la idea de que el pueblo era una especia de ejército, y podía ser comandado por la
disciplina militar. En los años posteriores a la independencia, todos éramos militantes,
todos teníamos una sola causa, nuestra alma entera se ponía firme ante la presencia
de los jefes. Y había tantos jefes. Esa herencia no ayudó a que naciese una capacidad
de insoburdinación positiva.

Les hago ahora una confidencia. Al inicio de la década de los 80, formé parte de un
grupo de escritores y músicos a quienes nos dieron la responsabilidad de realizar un
nuevo Himno Nacional y un nuevo Himno para el Partido FRELIMO. La forma en la
que recibimos esa tarea era indicativa de esa disciplina: recibimos la misión, fuimos
requeridos para nuestros servicios, y al mando del presidente Samora Machel fuimos
encerrados en una residencia en Matola, habiéndonos dicho: sólo saldrán de aquí
cuando tengan hechos los himnos. Esta relación entre el poder y los artistas sólo es
concebible así en un determinado momento histórico. Lo que es cierto es que nosotros
aceptamos con dignidad esa responsabilidad, esa tarea surgía como una honra y un
deber patriótico. Y realmente allí nos comportamos más o menos bien. Era un
momento de grandes dificultades…. y las tentaciones eran muchas. En esa residencia
de Matola había comida, empleados, piscina…. En un momento en el que todo eso
faltaba en la ciudad. En los primeros días, confieso que estábamos fascinados con
tanta organización, y nos quedábamos vagueando y sólo corríamos para el piano
cuando escuchábamos las sirenas cuando llegaban los jefes. Este sentimiento de
desobediencia adolescente era nuestra forma de ejercer una pequeña venganza
contra esa disciplina de regimiento.

En la letra de uno de los himnos estaba reflejada esa tendencia militarizada, esa
aproximación metafórica a la que hice referencia: Somos soldados del pueblo
marchando adelante Todo esto tiene que verse en su contexto, sin resentimiento. Al
final, fue así como nació “Patria amada”, ese himno que cantamos como un solo
pueblo, unido por un sueño común.

Cuarto zapato: la idea de que cambiar las palabras


cambia la realidad
Una vez, en Nueva York un compatriota nuestro daba una conferencia sobre la
situación de nuestra economía y, en un determinado momento, habló del mercado
negro. Fue el fin del mundo. Emergieron voces indignadas de protesta, y mi pobre
amigo tuvo que terminar, sin entender bien lo que pasaba. Al día siguiente recibimos
una especie de diccionario de términos políticamente incorrectos. Estaban excluidos
de la lengua términos como ciego, sordo, gordo, delgado, etc.…

Fuimos a remolque de estas preocupaciones de orden cosmética. Estamos


reproduciendo un discurso que privilegia lo superficial y que sugiere que, cambiando el
envoltorio, la tarta pasa a ser comestible. Hoy asistimos, por ejemplo, a dudas sobre si
debemos decir “negro” o “de color”. Como si el problema estuviese en las palabras, en
sí mismas. Lo curioso es que, mientras nos entretenemos en esa elección,
mantenemos otras denominaciones peyorativas como mulato o ”monhé”.

Hay toda una generación que está aprendiendo una lengua ― la lengua de los
Workshops. Es una lengua simple, una especie de criollo a medio camino entre el
inglés y el portugués. En realidad, no es una lengua, sino un vocabulario de pacotilla.
Basta saber mezclar unas cuantas palabras de moda para que hablemos como otros,
y esto, para no decir nada. Les recomiendo unos cuantos términos. Como, por
ejemplo:

Desarrollo sostenible.; Awareness o accountability.; Buena gobernación.; Sociedades,


sean inteligentes o no.; Comunidades locales.

Estos “ingredientes” deben ser utilizados en un formato, preferentemente de power


point. Otro secreto para quedar bien en los Workshops es hacer uso de unas cuantas
siglas. Porque no hay workshopista de categoría que no domine esos códigos. Cito
aquí una frase posible de un posible discurso. Los ODMS del PNUD se equiparan al
NEPAD de la UA y al PARPA del GOM. A buen entendedor, media sigla basta.

Pertenezco a un tiempo en el que lo que éramos se medía por lo que hacíamos. Hoy
nos miden por el espectáculo que hacemos de nosotros mismos, por el modo en el
que nos exponemos en el escaparate. El currículum vitae, la tarjeta de visitas llena de
refinamientos y títulos, una bibliografía de publicaciones que casi nadie leyó. Todo esto
parece sugerir una cosa: la apariencia pasó a valer más que la capacidad de hacer
cosas.

Muchas de las instituciones que debían producir ideas están hoy produciendo papeles,
ocupando estanterías con informes destinados a convertirse en archivos muertos. En
lugar de soluciones, se encuentran problemas. En lugar de actuaciones, se sugieren
nuevos estudios.

Quinto zapato: la vergüenza de ser pobre y el culto a


las apariencias.
La prisa por demostrar que no se es pobre es en sí misma, una demostración de
pobreza. Nuestra pobreza no puede ser motivo de ocultación. Quien debe sentir
vergüenza no es el pobre sino el que crea pobreza.
Vivimos hoy una atolondrada preocupación por exhibir falsas señales de riqueza. Se
creó la idea de que el estatuto de ciudadano nace de las señales que diferencian de
los más pobres.

Recuerdo que una vez intenté comprar un vehículo en Maputo. Cuando el vendedor
reparó en el coche que había elegido, casi le dio un ataque. “Pero ese, señor Mia,
usted necesita un vehículo compatible”. El término es curioso: “compatible”.
Estamos viviendo como en una representación teatral: un vehículo ya no es un objeto
funcional. Es un pasaporte a un estatus social, una fuente de vanidades. El coche se
convirtió en un motivo de idolatría, en una especie de santuario, en una verdadera
obsesión promocional.

Esta enfermedad, esta religión que podríamos llamar vehiculolatría, contagió desde al
dirigente hasta al niño de la calle. Un pequeño que no sabe leer es capaz de conocer
la marca y los detalles de todos los modelos de vehículos. Es triste que el horizonte de
ambiciones sea tan vacío o se reduzca al brillo de una marca de automóvil.
Es urgente que en nuestras escuelas exalten la humildad y la simplicidad como
valores positivos.
La arrogancia y el exhibicionismo no son, como se pretende, emanaciones de alguna
esencia de la cultura africana del poder. Son emanaciones de quien confunde el
embalaje con el contenido.

Sexto zapato: la pasividad imperante frente a la


injusticia.
Estamos dispuestos a denunciar injusticias cuando se cometen contra nuestra
persona, nuestro grupo, nuestra etnia, nuestra religión. Estamos menos dispuestos
cuando la injusticia se practica contra otros. Persisten en Mozambique zonas
silenciosas de injusticia, áreas donde el crimen permanece invisible. Me refiero en
particular a:

-Violencia doméstica (el 40 por ciento de los crímenes tienen su origen en la agresión
doméstica contra mujeres, ese es un crimen invisible).

-Violencia contra las viudas.

-La forma humillante como son tratados muchos trabajadores.

-Los malos tratos inflingidos a los niños.

Aún estamos escandalizados por el anuncio reciente que privilegiaba a los candidatos
de raza blanca. Se tomaron medidas inmediatas y eso fue absolutamente correcto.
Con todo, existen invitaciones a la discriminación que son tanto o más graves y que
aceptamos como naturales e incuestionables. Tomemos ese anuncio del periódico e
imaginemos que ha sido escrito de forma correcta y no racista. ¿Será que todo estaba
bien? No sé si están al tanto de cuál es la tirada del diario Noticias. Son trece mil
ejemplares. Aún si aceptásemos que cada periódico es leído por 5 personas, tenemos
que el número de lectores es menor que la población que cualquier barrio de Maputo.
Y es dentro de este universo donde circulan los convites y accesos a oportunidades.
Hablé de la tirada, pero dejé a un lado el problema de la circulación. ¿Por qué
geografía restringida circulan los mensajes de nuestros periódicos? ¿Cuánto de
Mozambique se ha quedado fuera?

Es verdad que esta discriminación no es comparable al del anuncio racista, porque no


es el resultado de una acción explícita y consciente. Pero los efectos de esta
discriminación y la exclusión de estas prácticas sociales deben pensarse y no pueden
caer en el saco de la normalidad. Ese barrio de 60.000 personas es hoy una nación
dentro de una nación, una nación que llega primero, que cambia entre sí favores, que
vive en portugués y duerme en la almohada no escrita.

Otro ejemplo. Estamos administrando antirretrovirales a cerca de 30 mil enfermos de


SIDA. Ese número podrá llegar, en los próximos años, a los 50 mil. Eso significa que
cerca de un millón cuatrocientos cincuenta mil enfermos quedan excluidos del
tratamiento. Se trata de una decisión con implicaciones éticas terribles. ¿Cómo y quién
decide quien se queda fuera? ¿Es aceptable que la vida de millón y medio de
ciudadanos esté en manos de un pequeño grupo técnico?
Séptimo zapato: la idea de que para ser modernos
tenemos que imitar a otros.
Todos los días recibimos extrañas visitas en nuestra casa. Entran por una caja mágica
llamada televisión. Crean una relación de familiaridad virtual. Poco después pasamos
a ser nosotros quienes creen estar viviendo fuera, bailando en los brazos de Janet
Jackson. Lo que los videos y toda la sub-industria televisiva nos vienen a decir no es
sólo “compren”. Hay otra invitación que es esta: “sean como nosotros”. Esta llamada a
la imitación cae como oro sobre azul: la vergüenza de ser quienes somos es un
trampolín para ponernos esa otra máscara. El resultado es que nuestra producción
cultural se está convirtiendo en la reproducción maquillada de la cultura de otros. El
futuro de nuestra música podrá ser una especie de hip- hop tropical, el destino de
nuestra cocina podrá ser un Mac Donald´s.

Hablamos de la erosión del suelo, de la deforestación, pero la erosión de nuestras


culturas es todavía más preocupante. El paso a un segundo plano de las lenguas
mozambiqueñas (incluyendo el portugués) y la idea de que sólo tenemos identidad en
aquello que es folclórico, son formas de soplarnos al oído el siguiente mensaje; sólo
seremos modernos si nos hacemos americanos.

Nuestro cuerpo social tiene una historia similar a la de un individuo. Nos marcan
rituales de transición: el nacimiento, el casamiento, el fin de la adolescencia, el final de
la vida.

Yo miro a nuestra sociedad urbana y me pregunto: ¿será que queremos realmente ser
tan diferentes? Porque veo que esos rituales se reproducen como una fotocopia fiel de
aquello que siempre conocí en la sociedad colonial.

Estamos bailando un vals vestidos de largo, en un baile de finalistas que es calcado de


mis tiempos. Estamos copiando las ceremonias de final de curso a partir de modelos
europeos de la Inglaterra medieval. Nos casamos con velos y guirnaldas y dejamos
como de antes de Julius Nyerere todo aquello que pudiera sugerir una ceremonia más
enraizada en la tierra y en la tradición mozambiqueña.

Hablé de la carga de la que nos debemos desembarazar para entrar de cuerpo entero
en la modernidad. Pero la modernidad es una puerta hecha únicamente por los otros.
Nosotros somos también carpinteros de esa construcción, y sólo nos interesa entrar en
una modernidad de la que seamos también constructores.

Mi mensaje es muy simple: más que una generación técnicamente capaz,


necesitamos una generación capaz de cuestionar la técnica. Una juventud capaz de
repensar el país y el mundo. Más que gente preparada para dar respuestas,
necesitamos la capacidad de hacer preguntas. Mozambique no precisa sólo caminar.
Necesita descubrir su propio camino en un tiempo enervado y en un tiempo sin rumbo.
La brújula de otros no sirve, el mapa de otros no ayuda. Necesitamos inventar
nuestros propios puntos cardinales. Nos interesa un pasado que no esté cargado de
prejuicios, nos interesa un futuro que no nos venga diseñado como una receta
financiera.
La Universidad debe ser un centro de debate, una fábrica de ciudadanía activa, una
forja de inquietudes solidarias y de rebeldía constructiva. No podemos preparar
jóvenes profesionales de éxito en un océano de miseria. La Universidad no puede
aceptar ser reproductor de la injusticia y la desigualdad. Estamos lidiando con jóvenes
y con aquello que debe ser un pensamiento joven, fértil y productivo. Ese pensamiento
no se encarga, no nace sólo. Nace del debate, de la investigación innovadora, de la
información abierta y atenta a lo mejor que está surgiendo en África y en el mundo.

La cuestión es esta: se habla mucho de los jóvenes. Se habla poco con los jóvenes. O
mejor, se habla con ellos cuando se convierten en un problema. La juventud vive esa
condición ambigua, bailando entre esa visión romántica (es la selva de la nación) y
una condición maligna, una edad de riesgos y preocupaciones (SIDA, droga,
desempleo).

No fui sólo a Zambia a ver en la educación aquello que un náufrago ve en un barco


salvavidas. Nosotros también depositamos nuestros sueños en esa cuenta. En una
sesión pública que tuvo lugar en Maputo el año pasado, un anciano nacionalista dijo,
con sinceridad y coraje, lo que ya muchos sabíamos. Él confesó que él mismo, y
muchos de los que en los años 60 huían hacia el FRELIMO, no lo hicieron motivados
por la causa independentista. Ellos se arriesgaron y traspasaron la frontera del miedo,
para tener la posibilidad de estudiar. La fascinación por la educación como pasaporte
para una vida mejor estaba presente en un universo en el que casi nadie podía
estudiar. Esa dificultad era común a toda África. Hasta 1940, el número de africanos
que iban a escuelas secundarias no llegaban a los 11.000. Hoy la situación mejoró, y
ese número se multiplicó miles y miles de veces. El continente invirtió en la creación
de nuevas capacidades. Y esta inversión produjo, sin duda, resultados importantes.
Pocos tienen claro que los cuadros técnicos no resuelven por sí mismos la miseria de
una nación. Si un país no tiene una estrategia orientada a la producción de soluciones
profundas, toda esa inversión no producirá la deseada diferencia. Si las capacidades
de una nación se orientasen al enriquecimiento rápido de una pequeña élite, de poco
valdrá tener más cuadros técnicos.

La escuela es un medio para conseguir lo que no tenemos. La vida, después, nos


enseña a tener lo que no queremos. Entre la escuela y la vida nos queda ser sinceros
y confesar a los más jóvenes que nosotros tampoco sabemos y que, nosotros y el
país, también estamos a la búsqueda de respuestas.

Con el nuevo gobierno resurgió la lucha por la autoestima. Eso está bien y es
oportuno. Tenemos que gustarnos más a nosotros mismos, tenemos que creer en
nuestras capacidades. Pero esa llamada al amor propio no puede fundarse en una
vanidad vacía, en una especia de narcisismo insignificante y sin fundamento. Algunos
creen que vamos a rescatar ese orgullo en una vuelta al pasado. Es verdad que se
precisa sentir que tenemos raíces y que esas raíces nos honran. Pero la autoestima
no puede construirse sólo con materiales del pasado.

En realidad, sólo existe un modo de valorarnos: es por el trabajo, por la obra que
seamos capaces de hacer. Es preciso que sepamos aceptar esta condición sin
complejos y sin vergüenza: somos pobres. O mejor, fuimos empobrecidos por la
Historia. Pero, nosotros hicimos parte de esa Historia, fuimos empobrecidos también
por nosotros mismos. La razón de nuestros fracasos actuales y futuros vive también
dentro de nosotros.

Pero la fuerza para superarnos en esa condición histórica también reside dentro de
nosotros. Sabremos como ya sabíamos antes de conseguir certezas que somos
productores de nuestro destino.

Tendremos mucho más orgullo de ser quienes somos: mozambiqueños constructores


de un tiempo y de un lugar donde nacemos todos los días. Es por eso por lo que vale
la pena aceptar descalzarse no sólo los siete zapatos, sino todos los zapatos que
atrasan nuestra marcha colectiva. Porque la verdad es una: más vale andar descalzo
que tropezar con los zapatos de los otros.

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