You are on page 1of 17

Georges Gusdorf

Suplemento Anthropos, N° 29.


1991

[9] La autobiografía es un género literario firmemente establecido, cuya historia se


presenta jalonada de una serie de obras maestras, desde las Confesiones de san Agustín
hasta Si le grain ne meurt de Gide, pasando por las Confesiones de Rousseau, Poesía y
verdad, las Memorias de ultratumba o la Apología de Newman. Muchos grandes hombres, e
incluso muchos hombres no tan grandes, jedes de Estado o jedes militares, ministros,
exploradores, hombres de negocios, han consagrado el ocio de su vejez a la redacción de
recuerdos que encuentran constantemente un público de lectores atentos. La
autobiografía existe de todas todas (sic); está protegida por la regla que protege a las
glorias consagradas, de modo que ponerla en cuestión puede parecer ridículo. Diógenes
demostró el movimiento andando, en su disputa con el filósofo eleata que pretendía, por
la autoridad de la razón, impedir a Aquiles que atrapase la tortuga. De manera similar,
felizmente, la autobiografía no ha esperado que los filósofos le otorguen el derecho a la
existencia. Pero tal vez no es demasiado tarde para preguntarnos por el sentido de tal
empresa y pos sus condiciones y posibilidades, a fin de entresacar las presuposiciones
implícitas.
En primer lugar, conviene resaltar el hecho de que el género autobiográfico está
limitado en el tiempo y en el espacio: ni ha existido siempre ni existe en todas partes. Si
las Confesiones de San Agustín ofrecen el punto de referencia inicial de un primer éxito
fenomenal, vemos en seguida que se trata de un fenómeno tardío en la cultura
occidental, y que tiene lugar en el momento en que la aportación cristiana se injerta en
las tradiciones clásicas. Por otra parte, no parece que la autobiografía se haya
manifestado jamás fuera de nuestra atmósfera cultural; se diría que manifiesta una
preocupación particular del hombre occidental, preocupación que ha llevado consigo en
su [10] conquista paulatina del mundo y que ha comunicado a los hombres de otras
civilizaciones; pero, al mismo tiempo, estos hombres se habrían visto sometidos, por una
especie de colonización intelectual, a una mentalidad que no era la suya. Cuando Gandhi
cuenta su propia historia, emplea los medios de Occidente para defender el Oriente. Y
los emotivos testimonios recogidos por Westermann en su Autobiografías de africanos
manifiestan la conmoción de las civilizaciones tradicionales en su contacto con las
europeas. El mundo antiguo está en trance de morir dentro incluso de esas conciencias
que se interrogan acerca de su destino, convertido, de grado o por la fuerza, al nuevo
estilo de vida que el hombre blanco ha traído desde más allá de los mares.
La preocupación, que nos parece tan natural, de volverse hacia el pasado, de
reunir su vida para contarla, no es una exigencia universal. Se da solamente tras muchos
siglos y en una pequeña parte del mundo. El hombre que se complace así en dibujar su
propia imagen se cree digno de un interés privilegiado. Cada uno de nosotros tiene
tendencia a considerarse como el centro de un espacio vital: yo supongo que mi
existencia importa al mundo y que mi muerte dejará el mundo incompleto. Al contar mi
vida, yo me manifiesto más allá de la muerte, a fin de que se conserve ese capital
precioso que no debe desaparecer. El autor de una autobiografía da a su imagen un tipo
de relieve en relación con su entorno, una existencia independiente; se contempla en su

ser
comoy letestigos
place ser contemplado,
de lo se constituye
que su presencia en testigo de sí mismo; y toma a los demás
tiene de irreemplazable.
Esta toma de conciencia de la srcinalidad de cada vida personal es el producto
tardío de cierta civilización. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el
individuo no ve su existencia fuera de los demás, y todavía menos contra los demás,
sino con los otros, en una existencia solidaria cuyos ritmos se imponen globalmente a la
comunidad. Nadie es propietario de su vida ni de su muerte; las exigencias se solapan de
tal manera que cada una de ellas tiene su centro en todas partes y su circunferencia en
ninguna. Lo que cuenta no es nunca el ser aislado; mejor aún, el aislamiento es imposible
en un régimen de cohesión total. La vida social se despliega a manera de una gran
representación teatral en la que las peripecias, fijadas srcinalmente por los dioses, se
repiten periódicamente. Cada persona aparece así como el titular de un papel, ya
representado por los ancestros y que los descendientes volverán a representar; hay un
número limitado de papeles, y se expresan con un número limitado de nombres. Los
recién nacidos reciben el nombre de los difuntos, de los cuales toman su rol, y la
comunidad se mantiene idéntica a sí misma, a pesar de la renovación constante de los
individuos que la componen.
Está claro que la autobiografía no puede darse en un medio cultural en el que la
conciencia de sí, hablando con propiedad, no existe. Pero esta falta de conciencia de la
personalidad, característica de las sociedades primitivas tal como nos las describen los
etnólogos, se mantiene en civilizaciones más avanzadas, que se inscriben en marcos
míticos regidos por el principio de la repetición. Las teorías del eterno retorno, admitidas
como dogma, bajo formas variadas, por la mayor parte de las grandes culturas antiguas,
centran su atención en lo que permanece, y no en lo que pasa. «Lo que es –nos señala la
sabiduría del Eclesiastés- es lo que ha sido, y no hay nada nuevo bajo el sol.» De la misma
manera, las creencias en la transmigración de las almas, diseminadas a través del mundo
indoeuropeo, solo dan un valor negativo a las peripecias de la existencia temporal. La
sabiduría del Indo considera la personalidad como una ilusión funesta y busca la
salvación en la despersonalización.
La autobiografía solo resulta posible a condición de ciertas presuposiciones
metafísicas. Resulta necesario, en primer lugar, que la humanidad haya salido, al precio
de una revolución cultural, del cuadro mítico de las sabidurías tradicionales, para entrar
en el reino peligroso de la historia. El hombre que se toma el trabajo de contar su vida
sabe que el presente difiere del pasado y que no se repetirá en el futuro; se ha hecho
sensible a las diferencias más que a las similitudes; en su renovación constante, en la
incertidumbre de los acontecimientos y de los hombres, cree que resulta útil y valioso
fijar su propia imagen, ya que, de otra manera, desaparecerá como todo lo demás de este
mundo. La historia quiere ser la memoria de una humanidad que marcha hacia destinos
imprevisibles; lucha contra la descomposición de las formas y de los seres. Cada hombre
es importante para el mundo, cada vida y cada muerte; el testimonio que cada uno da de

sí mismoLa enriquece
curiosidadelque
patrimonio común
una persona de lahacia
siente cultura.
sí misma, el asombro ante el misterio
de su propio destino, están ligado a la revolución copernicana de la entrada en la
historia; la humanidad, que subordinaba su devenir a los grandes ciclos cósmicos, se
descubre dueña de una aventura independiente; y muy pronto esa humanidad se hará
cargo también del dominio de las ciencias, organizándolas, por medio de la técnica, en
función de sus propias necesidades. A partir de ese momento, el hombre se sabe
responsable: convocador de hombres, de tierras, de poder, creador de reinos o de
imperios, inventor de un código o de una sabiduría, tiene conciencia de añadir algo a la
naturaleza, de inscribir en ella la marca de su presencia. Aparece entonces el personaje
histórico, y la biografía representa, junto a los monumentos, las inscripciones, las
estatuas, una de las manifestaciones de su deseo de permanencia en la memoria de los
hombres. Las vidas ejemplares de los hombres ilustres, de los héroes y los príncipes, les
conceden una especie de inmortalidad literaria y pedagógica para la edificación de los
siglos futuros.
Pero la biografía que así se constituye como género literario provee una
presentación exterior de los grandes personajes, revisados y corregidos por las
necesidades de la propaganda y por el sentido común de la época. Muy a menudo, el
historiador se encuentra separado de su mo-[11]delo por el tiempo transcurrido; y
siempre se encuentra separado por una gran distancia social. Tiene conciencia de ejercer
una función pública y oficial, análoga (sic) a la del artista que esculpe o pinta una
imagen de una persona poderosa en ese momento, y que queda fijada en una pose
ventajosa según las normas de las convenciones imperantes. La aparición de la
autobiografía supone una nueva revolución espiritual: el artista y el modelo coinciden, el
historiador se toma a sí mismo como objeto. Es decir, que se considera como un gran
personaje, digno de la memoria de los hombres, mientras que, de hecho, no es más que
un intelectual más o menos oscuro. Hace su aparición aquí un nuevo espacio socia, el
cual invierte los rangos y reclasifica los valores. Montaigne es un hombre prominente,
perteneciente a una familia de comerciantes; Rousseau, ciudadado (sic) de Ginebra, es
una especie de aventurero literario; sin embargo, ambos consideran su destino, a pesar de
su mediocridad en el teatro del mundo, como digno de ser dado como ejemplo. El interés
se ha desplazado de la historia pública a la historia privada: al lado de los grandes
hombres que llevan a cabo la historia oficial de la humanidad, hay hombres oscuros que
llevan a cabo sus guerras en el seno de su vida espiritual, librando batallas silenciosas,
cuyas vías y medios, triunfos y ecos, merecen ser legados a la memoria universal.
Esta conversión se da tardíamente, en la medida en que corresponde a una
evolución difícil o, mejor dicho, a una involución de la conciencia. Uno se maravilla de
lo que lo rodea más rápidamente que de uno mismo. Uno admira lo que ve, uno no se ve
a sí mismo. Si el espacio de fuera, el teatro del mundo, es un espacio claro, en el que los

comportamientos, los móviles


primera vista, el espacio y losesmotivos
interior de cada
tenebroso uno se desentrañan
por esencia. El sujeto quebastante
se tomabien
a sía
mismo como objeto invierte el movimiento natural de la atención; al hacer esto, parece
estar violando ciertas prohibiciones secretas de la naturaleza humana. La sociología, la
psicología profunda, el psicoanálisis, han revelado la significación compleja y angustiosa
que reviste el encuentro del hombre con su imagen. La imagen es otro yo-mismo, un
doble de mi ser, pero más frágil y vulnerable, revestido de un carácter sagrado que lo
hace a la vez fascinante y terrible. Narciso, al contemplar su rostro en el seno del
manantial, queda fascinado por esta aparición, hasta el punto de morir al doblarse sobre
sí mismo. En la mayor parte de los folklores y las mitologías la aparición del doble es un
signo fatal.
Las prohibiciones míticas subrayan el carácter inquietante del descubrimiento de
uno mismo. La naturaleza no había previsto el encuentro del hombre con su reflejo, sino
que parecía oponerse a toda complacencia antes ese reflejo. La invención del espejo
parece haber conmovido la experiencia humana, sobre todo a partir del momento en que
las mediocres láminas de metal usadas desde la Antigüedad fueron reemplazadas, a fines
de la Edad Media, por los vidrios producidos por la técnica veneciana. La imagen en el
espejo forma parte, a partir de ese momento, de la escena de la vida, y los psicoanalistas
han puesto en evidencia el papel capital de esta imagen en la conciencia progresiva que
el niño va tomando de su propia personalidad. 1 Desde los seis meses de edad, el niño se
interesa particularmente por ese reflejo suyo, que solo produce indiferencia en el animal.
En esa imagen descubre el niño poco a poco un aspecto esencial de su identidad: separa
lo exterior de su interior, se ve como otro entre los otros; se sitúa en el espacio social en
el que se va a sentir capaz de reagrupar su propia realidad.
El hombre primitivo se asusta de su reflejo en el espejo, al igual que se espanta de
la imagen fotográfica o cinematográfica. El niño civilizado tiene todo el tiempo
necesario para familiarizarse con el revestimiento de apariencias que él ha asumido bajo
la presión persuasiva del espejo. Sin embargo, incluso el adulto, hombre o mujer, si
reflexiona por un momento, encuentra en el fondo esta confrontación consigo mismo, la
conmoción y la fascinación de Narciso. La primera imagen sonora del magnetófono, la
imagen animada del cine, despiertan una angustia similar en nuestras profundidades. El

1
Cfr. En particular las investigaciones de Jacques Lacan, «Le Stade du Miroir comme formateur de la
fonction du Je», Revue Française de Psychanalyse, 4 (1949). [N. del T.: hay traducción castellana en Escritos,
1, México, Siglo XXI, 1971, pp. 11-18.]
autor de la autobiografía domina esta inquietud sometiéndose a ella; más allá de todas
las imágenes, busca tenazmente la vocación de su ser propio. Sirva como ejemplo
Rembrandt, fascinado por su espejo veneciano, multiplicando sin fin sus autorretratos, -
como más tarde lo hará Van Gogh-, testimonios de sí mismo y signos de la nuevo
inquietud apasionada del hombre moderno, empeñado en dilucidar el misterio de su
propia personalidad.

imagen,Siresulta
es cierto que la autobiografía
necesario, sin embargo,es reconocer
el espejo enque
el que la persona
el género refleja
aparece su propia
antes de los
descubrimientos técnicos de los artesanos alemanes e italianos. La atracción física y
material del reflejo en el espejo se une y fortalece, en el alba de la edad moderna, a la
ascesis cristiana del examen de conciencia. Las Confesiones de san Agustín corresponde a
esta orientación nueva de la espiritualidad: la Antigüedad clásica mantenía, en sus
grandes filosofías (la epicúrea, por ejemplo, o la estoica), una concepción disciplinaria
del ser personal, el cual debía buscar la salvación en la adhesión a una ley universal y
trascendente sin complacencia alguna por los misterios, por otra parte insospechados, de
la vida interior. El cristianismo hizo prevalecer una antropología nueva; cada destino,
por humilde que sea supone una suerte de apuesta sobrenatural. Tal destino se desarrolla
como un diálogo con Dios, en el que, y hasta el final, cada gesto, cada pensamiento o
cada acto pueden ponerlo todo en entredicho. Cada uno es responsable de su propia
existencia, y las intenciones cuentan tanto como los actos. De ahí el interés nuevo por
los resortes secretos de la vida personal; la regla de la confesión de los pecados viene a
dar al examen de conciencia un carácter a la vez sistemático y obligatorio. El gran libro
de san Agustín procede de esta exigencia dogmática: un alma genial presenta ante Dios
su balance de cuentas con toda humildad, pero también con toda retórica.
[12] Durante los siglos cristianos de la Edad Media occidental, el penitente, a
imagen de san Agustín, no puede sino manifestarse culpable ante su Creador. El espejo
teológico del alma cristiana es un espejo deformante, que explota sin complacencia los
menores defectos de la persona moral. La regla de humildad más elemental obliga al fiel
a descubrir por todas partes las huellas del pecado, a sospechas bajo la apariencia más o
menos aduladora del personaje la corrupción amenazante de la carne, la horrible
delicuescencia del Squelette de Ligier Richier: todo hombre se descubre en potencia como
un invitado a las Danzas de la Muerte . En esta época, como en la del hombre primitivo, el
hombre no puede contemplar sin angustia su propia imagen. Hará falta el estallido de la
Romania medieval, la desintegración de sus dogmas bajo la fuerza conjunta del
Renacimiento y la Reforma, para que el hombre tome interés en verse tal como es,
alejado de toda premisa trascendental. El espejo de Venecia ofrece a Rembrandt, hombre
inquieto, una imagen de sí mismo desprovista de perversión o adulación. El hombre
renacentista se lanza al océano a la busca de nuevos continentes y de hombres naturales.
Montaigne descubre en sí un mundo nuevo, un hombre natural, desnudo e ingenuo, y
nos entrega en los Ensayos sus confesiones impenitentes.
Los Ensayos serán uno de los evangelios de la espiritualidad moderna. Desligado
de toda obediencia doctrinal, en un mundo en vías de creciente secularización, el hombre
de la autobiografía se impone como tarea el sacar a la luz las partes más recónditas de su
ser. La nueva época practica la virtud de la individualidad, particularmente apreciada por
los grandes hombres del Renacimiento, defensores de la libre empresa tanto en el arte
como en la moral, en las finanzas, la técnica o la filosofía. Las Memorias de Cellini,

artista
le está ypermitido.
aventurero,Más
son allá
testigo
de de
lasesta nueva libertad
disciplinas de un clásica,
de la época individuola que creeromántica
época que todo
reinventará, en su exaltación del genio, el gusto por la autobiografía. La virtud de la
individualidad se completa con la virtud de la sinceridad, que Rousseau retoma de
Montaigne: el heroísmo de comprenderlo todo y de decirlo todo, reforzado por las
enseñanzas del psicoanálisis, reviste a los ojos de nuestros contemporáneos un valor
creciente. Las complejidades, las contradicciones y las aberraciones no suscitan la duda o
la repugnancia, sino una suerte de asombro. Y Gide retoma, en un sentido totalmente
profano, la exclamación del salmista: «Yo te alabo, ¡oh, Dios mío!, por haberme hecho
una criatura tan maravillosa».
El recurso a la historia y a la antropología permite situar la autobiografía en su
momento cultural.2 Queda por examinar la empresa autobiográfica en sí misma, para
iluminar sus intenciones y medir sus posibilidades de éxito. 3 El autor de una
autobiografía se impone como tarea el contar su propia historia; se trata, para él, de
reunir los elementos dispersos de su vida personal y de agruparlos en un esquema de
conjunto. El historiador de sí mismo querría dibujar su propio retrato, pero, al igual que
el pintor solo fija un momento de su apariencia al exterior, el autor de una autobiografía
trata de lograr una expresión coherente y total de todo su destino. El catálogo de Bredius
da cuenta de 62 autorretratos, tenidos todos por auténticos, que Rembrandt pintó a lo
largo de toda su vida. Esta tentativa repetida muestra que el pintor nunca quedó
satisfecho: no reconocía ninguna imagen como su imagen definitiva. El retrato total de
Rembrandt se encuentra en el punto de fuga de todos sus rostros diferentes, de los cuales
sería, de alguna manera, el denominador común. El cuadro representa el presente,
mientras que la autobiografía pretende re-trazar una duración, un desarrollo en el
tiempo, no yuxtaponiendo imágenes instantáneas, sino componiendo una especie de
filma siguiendo un guion preconcebido. El autor de un diario íntimo, anotando día a día
sus impresiones y sus estados de ánimo, fija el cuadro de su realidad cotidiana sin
preocupación alguna por la continuidad. La autobiografía, al contrario, exige que el
hombre se sitúe a cierta distancia de sí mismo, a fin de reconstituirse en su unidad y en
su identidad a través del tiempo.

2
Para más detalle, véase la obra, desgraciadamente inacabada, de Georg Misch, Geschiche der
Autobiographie, t. I, Teubner, 1907.
3
Véase también André Maurois, Aspects de la biographie, Grasset, 1928.
A primera vista, no hay en eso nada de chocante. Si admitimos que cada hombre
tiene una historia y que es posible contar esa historia, es inevitable que el narrador se
acabe tomando a sí mismo como objeto desde el momento en que concibe que su destino
tiene interés suficiente para él mismo y para los demás. Por otra parte, el testimonio que
cada uno da de sí mismo es privilegiado: el biógrafo, cuando se ocupa de un personaje
distante o desaparecido, no tiene completa seguridad en cuanto a las intenciones de su

héroe;
novela sepoliciaca.
limita a descifrar los signos,
Al contrario, nadie ymejor
su obra
quetiene
yo siempre, en cierto
mismo puede sentido,
saber en lo algo
que de
he
creído o lo que he querido; únicamente yo poseo el privilegio de encontrarme, en lo que
me concierne, del otro lado del espejo, sin que pueda interponérseme la muralla de la
vida privada. Los otros, por muy bien intencionados que sean, se equivocan siempre;
describen el personaje exterior, la apariencia que ellos ven, y no la persona, la cual se les
escapa. Nadie mejor que el propio interesado puede hacer justicia a sí mismo, y es
precisamente para aclarar los malentendidos, para restablecer una verdad incompleta o
deformada, por lo que el autor de la autobiografía se impone la tare de presentar él
mismo su historia.
Un gran número de autobiografías, sin duda la mayor parte, se basan en estos
presupuestos elementales: el hombre de Estado, el político, el jefe militar, cuando les
llega el ocio del retiro o del exilio, escriben para celebrar su obra, siempre más o menos
incomprendida, para hacerse un tipo de propaganda póstuma en la posteridad, que corre
el riesgo de olvidarlos o de no apreciarlos en su justa medida. Memorias y recuerdos
compiten en celebrar la clarividencia y la habilidad de hombres ilustres que jamás se han
equivocado, a pesar de las apariencias. El cardenal de Retz, jefe de facción sin suerte,
gana infaliblemente a posteriori todas las batallas que ha perdido; Napoleón, en [13]
Santa Elena, por la persona interpuesta de Las Cases, se toma su revancha de las
injusticias de los acontecimientos, enemigos de su genialidad. Nadie se sirve mejor que
uno mismo.
Esta autobiografía, consagrada exclusivamente a la defensa e ilustración de un
hombre, de una carrera, de una política o de una estrategia, es una autobiografía sin
problemas: se limita casi exclusivamente al sector público de la existencia. Aporta un
testimonio interesante e interesado, e incumbe al historiador, más que a ningún otro, el
estudiar y criticar este tipo de autobiografía. Lo que importa aquí son los hechos
oficiales, y las intenciones se juzgan de acuerdo con las realizaciones. No resulta
necesario creer al narrador, sino considerar su versión de los hechos como una
contribución a su propia biografía. El reverso de la historia, las motivaciones íntimas,
completan la secuencia objetiva de los hechos. Pero en el caso de los hombres públicos lo
que predomina es ese aspecto exterior: ellos cuentan su vida según la óptica de su
tiempo, de modo que las dificultades de método no difieren de las de la historiografía al
uso. El historiador sabe bien que las memorias son siempre, hasta cierto punto, una
revancha sobre la historia. Leyendo los recuerdos de Retz, no se comprende del todo por
qué fracasó tan grandiosamente en su carrera política; un biógrafo objetivo no se dejará
impresionar por ese vencido que se da aires de vencedor, y reconstruirá los hechos
ayudándose de una psicología elemental y de comprobaciones indispensables.
La cuestión cambia radicalmente cuando el lado privado de la existencia tiene
mayor importancia. Newman, cuando escribe su Apología pro vita sua, tiene como
objetivo justificar, a los ojos de la opinión contemporánea, su conversión del

anglicanismo
cronológicos, al catolicismo.
tienen Pero los acontecimientos
poca importancia. sociales yen
El debate se desarrolla, teológicos, los en
lo esencial, datos
el
espacio interior: como en las Confesiones de san Agustín, lo que aquí se nos cuenta es la
historia de un alma. La crítica externa y objetiva puede señalar aquí o allá algún que otro
error de detalle o alguna trampa, pero no puede poner en tela de juicio lo esencial.
Rousseau, Goethe, Stuart Mill, no se contentan con presentar al lector un tipo de
«curriculum vitae» que re-traza las etapas de una carrera oficial cuya importancia no
pasa de mediocre. En este caso, nos concierne otra verdad. La rememoración se tiene a sí
misma como objetivo, y la evocación del pasado responde a una inquietud cargada de
mayor o menor angustia, ansiosa de encontrar el tiempo perdido para recuperarlo y
fijarlo para siempre. El título de la obra autobiográfica de Jean Paul, Wahrheit aus meinem
Leben («La verdad de mi vida»), expresa bien el hecho de que la verdad pertinente en
este caso tiene lugar en la interioridad de la vida personal. Por otra parte, son muy
numerosos los recuerdos de infancia y de adolescencia, entre los cuales se hallan obras
maestras como los Recuerdos de infancia y juventud, de Renan, o Si la semilla no muere , de
Gide. Pero el niño no es todavía un personaje histórico; la importancia de su pequeña
existencia resulta estrictamente privada. El escritor que evoca sus primeros años explora
un dominio encantado que solo a él le pertenece.
Por otra parte, la autobiografía propiamente dicha se impone como programa
reconstruir la unidad de una vida a lo largo del tiempo. Esta unidad vivida de
comportamiento y de actitudes no procede del exterior: es cierto que los hechos nos
influyen, a veces nos determinan y siempre nos delimitan; pero los temas esenciales, los
esquemas estructurales que se imponen al material de los hechos exteriores son los
elementos constituyentes de la personalidad. La psicología totalizante actual nos ha
enseñado que, lejos de encontrarse sometido a situaciones acabadas, el hombre es el
agente activo esencial en las situaciones en las que se encuentra metido. Lo que
estructura y da forma definitiva a lo vivido es su intervención, de modo que el paisaje es
verdaderamente, según las palabras de Amiel, «un estado de ánimo».
La intención consustancial a la autobiografía, y su privilegio antropológico en
tanto género literario, se muestran así con claridad: es uno de los medios del
conocimiento de uno mismo, gracias a la reconstitución y al desciframiento de una vida
en su conjunto. Un examen de conciencia limitado al momento presente no me dará
más que un trozo fragmentario de mi ser personal. Al contar mi historia, tomo el
camino más largo, pero ese camino que constituye la ruta de mi vida me lleva con más
seguridad a mí mismo. La recapitulación de las etapas de la existencia, de los paisajes y
de los encuentros, me obliga a situar lo que yo soy en la perspectiva de lo que he sido.
Mi unidad personal, la esencia misteriosa de mi ser, es la ley de conjunción y de
inteligibilidad de todas mis conductas pasadas, de todos los rostros y de todos los lugares
en los que he reconocido signos y testigos de mi destino. En otras palabras, la
autobiografía es una segunda lectura de la experiencia, y más verdadera que la primera,

puesto es toma de
el dinamismo de conciencia:
la situación,enimpidiéndome
la inmediatez de
verlo elvivido,
todo. me
La envuelve
memoriageneralmente
me concede
perspectiva y me permite tomar en consideración las complejidades de una situación, en
el tiempo y en el espacio. Al igual que una vista aérea le revela a veces a un arqueólogo
la dirección de una ruta o de una fortificación, o el plano de una ciudad invisible desde el
suelo, la recomposición en esencia de mi destino muestras las grandes líneas que me han
inspirado sin que tuviera una conciencia clara de ellas, mis elecciones decisivas.
La autobiografía no consiste en una simple recuperación del pasado tal como fue,
pues la evocación del pasado solo permite la evocación de un mundo ido para siempre.
La recapitulación de lo vivido pretende valer por lo vivido en sí, y, sin embargo, no
revela más que una figura imaginada, lejana ya y sin duda incompleta, desnaturalizada
además por el hecho de que el hombre que recuerda su pasado hace tiempo que ha dejado
de ser el que era en el pasado. El paso de la experiencia inmedia-[14]-ta a la conciencia en
el recuerdo, la cual lleva a cabo una especie de recapitulación de esa experiencia, basta
para modificar el significado de esta última. Aparece una nueva modalidad del ser, si es
verdad, tal como decía Hegel, que «la conciencia de sí es el hontanar de la verdad». El
pasado rememorado ha perdido su consistencia de carne y hueso, pero ha ganado una
nueva pertinencia, más íntima, para la vida personal, la cual puede, de esta manera, y
tras haber estado por mucho tiempo dispersa y haber sido buscada en el tiempo, ser
descubierta y reunida más allá del tiempo.
Tal es, sin duda alguna, la intención más íntima de toda empresa de recuerdos,
memorias o confesiones. El hombre que cuenta su vida se busca a sí mismo a través de su
historia; no se entrega a una ocupación subjetiva y desinteresada, sino a una obra de
justificación personal. La autobiografía responde a la inquietud más o menos angustiada
del hombre que envejece y que se pregunta si su vida no ha sido vivida en vano,
malgastada al azar de los encuentros, y si su saldo final es un fracaso. Para asegurarse,
emprende su propia apología, como dice expresamente Newman. El cardenal de Retz
resulta tal vez ridículo con su pretensión de perspicacia política y de infalibilidad,
cuando ha perdido todas las partidas que ha jugado. Pero toda vida, incluso a pesar de los
éxitos más brillantes, se sabe tal vez íntimamente perdida. La autobiografía es, entonces,
la última oportunidad de volver a ganar lo que se ha perdido; y hay que reconocer que
esta partida, tanto Retz como más tarde Chateaubriand, la han sabido jugar con
maestría, de modo que aparecen como vencedores a los ojos de las generaciones futuras,
de manera más notable que si las oscuras intrigas en las que se complacían hubiesen
acabado en ventajas para su facción. Retz escritor y memorialista de sí mismo, ha
compensado el fracaso de Retz conspirador. La tarea de la autobiografía consiste, en
primer lugar, en una tarea de salvación personal. La confesión, el esfuerzo de
rememoración, es, al mismo tiempo, búsqueda de un tesoro escondido, de una última
palabra liberadora, que redime en última instancia un destino que dudaba de su propio
valor. Se trata, para aquel que se embarca en la aventura, de concluir un tratado de paz, y

de alcanzar que
envejecido una convierte
nueva alianza, con en
su vida unonarración,
mismo y con
creeelofrecer
mundo.testimonio
El hombredemaduro
que noo ya
ha
vivido en balde; no elige la revuelta, sino la reconciliación, y la lleva a cabo en el acto
mismo de reunir los elementos dispersos de un destino que le parece que ha valido la
pena vivir. La obra literaria en la que él se ofrece como ejemplo es el medio de
perfeccionar ese destino, de llevarlo a buen fin.
Existe, entonces, una disparidad considerable entre la intención confesada de la
autobiografía –re-trazar simplemente la historia de una vida- y sus intenciones
profundas, orientadas hacia una suerte de apologética o teodicea del ser personal. Esta
disparidad permite comprender las perplejidades y las antinomias de este género
literario.
El hombre que emprende la escritura de sus memorias se figura, con total buena
fe, que está haciendo tarea de historiador, y que las dificultades, si encuentra algunas,
podrán ser vencidas gracias a las virtudes de la crítica objetiva y de la imparcialidad. El
retrato será exacto, y la relación de los acontecimientos será traída a la luz tal como
verdaderamente aconteció. Será necesario luchar, sin duda alguna, contra las flaquezas
de la memoria y contras las tentaciones de la mentira, pero una higiene moral
suficientemente severa, así como una buena fe fundamental, permitirán restablecer la
realidad de los hechos, tal como Rousseau afirma, en célebres páginas, al comienzo de las
Confesiones. La mayor parte de los autores que cuentan su vida no se plantean otras
cuestiones: el problema psicológico de la memoria, el problema moral de la
imparcialidad con respecto a uno mismo, no son obstáculos infranqueables. La
autobiografía se presenta como el espejo de una vida, su doble clarificado, el diagrama de
un destino.
Pero conocemos la revolución reciente de la metodología histórica. El ídolo de la
historia objetiva y crítica, adorado por los positivistas del siglos XIX, se ha
desmoronado, la esperanza de una «resurrección integral del pasado», alimentada por
Michelet, se ha mostrado carente de sentido; el pasado es el pasado, y no puede habitar
de nuevo en el presente sino a costa de una pérdida total de su naturaleza. La evocación
histórica supone una relación muy compleja entre pasado y presente, una reactualización
que nos impide descubrir el pasado «en sí», tal como fue: el pasado sin nosotros. El
historiador de uno mismo se enfrenta con las mismas dificultades: revisitando su propio
pasado, postula la unidad e identidad de su ser, cree poder identificar el que fue con el
que ha llegado a ser. Como el niño, el joven, el hombre maduro de otros tiempos, han
desaparecido, y no pueden defenderse, solo el hombre actual tiene la palabra, lo que le
permite negar el desdoblamiento y postular exactamente lo que está en cuestión.
Está claro que la narración de una vida no puede ser simplemente la imagen
doble de esa vida. La existencia vivida se desarrolla día a día en el presente, siguiendo las
exigencias del momento, a las cuales la persona se enfrenta de la mejor manera que
puede con todos los recursos a su disposición. Combate dudoso, en el que las intenciones

conscientes,
resignacioneslasy iniciativas,
la pasividad.se Cada
mezclan confusamente
destino se forja encon los impulsos inconscientes,
la incertidumbre las
de los hombres,
de las circunstancias y de sí mismo. Esta tensión constante, esta carga de lo desconocido,
que corresponde a la flecha misma del tiempo vivido, no puede subsistir en la narración
de los recuerdos, llevada a cabo a posteriori por alguien que conoce el fin de la historia.
Tolstoi ha mostrado, en Guerra y paz, la gran diferencia que existe entre la batalla real,
vivida minuto a minuto por los combatientes angustiados, casi inconscientes de lo que
está pasando, incluso si se encuentran en la seguridad de un estado mayor, y la narración
de esta misma batalla, dotada de orden racional y lógico por el historiador, [15] que
conoce todas las peripecias del combate y su resultado. La misma diferencia existe entre
una vida y su biografía: «No sé, escribía Valéry, si alguien ha intentado escribir una
biografía tratando de saber el instante siguiente, en todo momento, lo poco que el héroe
de la obra sabía en el momento correspondiente de su vida. En suma, devolverle el azar a
cada instante, en lugar de forjar una continuidad que puede resumirse, y una causalidad
que puede ser convertida en fórmula».4
El pecado srcinal de la autobiografía es entonces, en primer lugar, el de la
coherencia lógica y la racionalización. La narración es consciencia, y como la
consciencia del narrador dirige la narración, le parece indudable que esa consciencia ha
dirigido su vida. En otras palabras, la reflexión inherente a la toma de conciencia es
transferida, por una especie de ilusión óptica inevitable, al domino del acontecimiento.
El novelista François Mauriac, al comienzo de una evocación de su infancia, se rebela
contra la idea de «que un autor retoca sus recuerdos con la intención deliberada de
engañarnos. En verdad, obedece a una necesidad: es necesario que inmovilize (sic), que
fije esa vida pasada que estuvo dotada de movimiento […] Contra su voluntad recorta en
su pasado en movimiento esas figuras tan arbitrarias como las constelaciones con que
hemos poblado la noche».5 En fin, nos hallamos aquí antes una especie de crítica
bergsoniana de la autobiografía: Bergson reprocha a las teorías clásicas de la voluntad y
del libre albedrío el que reconstruyan a posteriori una conducta pasada, y el que
supongan que en los momentos decisivos se da una elección lúcida entre diversas
posibilidades, mientras que la libertad concreta se mueve por su propio ímpetu y que,
normalmente, no hay elección alguna. De manera similar, la autobiografía se ver

4
Paul Valéry, Tel Quel, II; cf., en el mismo sentido, su afirmación «Quien se confiesa miente y huye de la
verdadera verdad, la cual no existe, o es informe, y, en general confusa».
5
Mauriac, Commencements d’une vie , Grasset, 1932, «Introduction», p. XI.
condenada a sustituir sin cesar lo hecho por lo que se está haciendo. El presente vivido,
con su carga de inseguridad, se ve arrastrado por el movimiento necesario que une, al
hilo de la narración, el pasado con el futuro.
La dificultad es insuperable: ningún artificio de presentación, aunque se vea
ayudado por la genialidad, puede impedir al narrador saber siempre la continuación de la
historia que cuenta, es decir, partir, de alguna manera, del problema resuelto. La ilusión

comienza, por otra parte, en elocurrió,


momento le da sentido al
acontecimiento, el cual, mientras tal vezentenía
que muchos,
la narración
o tal vez ninguno. Esta
postulación del sentido determina los hechos que se eligen, los detalles que se resaltan o
se descartan, de acuerdo con la exigencia de la inteligibilidad preconcebida. Los olvidos,
las lagunas y las deformaciones de la memoria se srcinan ahí: no son la consecuencia de
una necesidad puramente material resultado del azar; por el contrario, provienen de una
opción del escritor, que recuerda y quiere hacer prevalecer determinada versión revidad
y corregida de su pasado, de su realidad personal. Eso es lo que Renan había
experimentado: «Goethe, observa, elige como título de sus memorias Poesía y verdad,
mostrando así que uno no podría escribir su propia biografía de la misma manera que
escribe la de los demás. Lo que uno dice de sí es siempre poesía […] Uno escribe sobre
tales cosas para transmitir a los otros la teoría del universo que uno lleva dentro de sí».6
Es necesario seguir su ejemplo y renunciar al prejuicio de la objetividad, a un tipo
de cientificismo que juzgaría la obra según la precisión del detalle. Hay un tipo de
pintores de escenas históricas cuya ambición, cuando representan una escena militar, se
limita a representar minuciosamente los detalles de los uniformes y de las armas, o las
grandes líneas de la topografía. El resultado de su empresa es tan falso como resulta
posible, mientras que La rendición de Breda, de Velázquez, o el Dos de mayo, de Goya,
aunque estén plagados de inexactitudes, son obras maestras. Una autobiografía no
podría ser, pura y simplemente, un proceso verbal de la existencia, un libro de cuentas y
un diario de campaña: tal día, a tal hora, fue a tal lugar… Tal tipo de cuentas, aunque
fuese minuciosamente exacto, no sería más que una caricatura de la vida real; la
precisión rigurosa se correspondería con el engaño más sutil.
Uno de los más bellos poemas autobiográficos de Lamartine, “La vigne et la
maison”, evoca la casa natal del poeta, en Milly, cuya fachada está adornada por una
guirnalda de madreselva. Un historiador ha descubierto que no había tal madreselva en
la casa de Milly durante la infancia del poeta; solo mucho más tarde, para reconciliar el
poema y la verdad, la esposa de Lamartine hizo plantar una enredadera. La anécdota
resulta simbólica: en el caso de la autobiografía, la verdad de los hechos se subordina a la
verdad del hombre, pues es sobre todo el hombre lo que está en cuestión. La narración
nos aporta el testimonio de un hombre sobre sí mismo, el debate de una existencia que
dialoga con ella misma, a la búsqueda de su fidelidad más íntima.

6
Renan, Souvenirs d’enfance et de jeuneusse, Calmann Lévy, «Prefáce», p. II.
La autobiografía es un momento de la vida que se narra; se esfuerza en entresacar
el sentido de esa vida, pero ella es solamente un sentido en esa vida, pero, ella es
solamente un sentido en esa vida. Una parte del todo pretende reflejar el conjunto, pero
ella añade algo a ese conjunto del cual constituye un momento. Ciertos cuadros de
interior, holandeses o flamencos, muestran en una pared un pequeño espejo en el que el
cuadro se repite una segunda vez; la imagen en el espejo no se limita a doblar la escena,

sino que añadenouna


autobiografía es ladimensión nueva, una perspectiva
simple recapitulación enlafuga.
del pasado; es tarea,Dey el
manera
drama,similar, la
de un ser
que, en un cierto momento de su historia, se esfuerza en parecerse a su parecido. La
reflexión sobre la existencia pasada constituye una nueva apuesta.
La significación de la autobiografía hay que buscarla, por lo tanto, más allá de la
verdad y la falsedad, tal como las concibe, con ingenuidad, el sentido común. La
autobiografía es, sin duda alguna, un documento sobre una vida, y el historiador tiene
perfecto derecho a comprobar ese testimonio, de verificar su exactitud. Pero se trata
también de una obra de arte, y el aficionado a la literatura, por su parte, es sensible a la
armonía del estilo, a la [16] belleza de las imágenes. Poco importa, por esa razón, que las
Memorias de ultratumba estén plagadas de errores, de omisiones y de mentiras; poco
importa que Chateaubriand haya inventado la mayor parte de su Viaje a América: la
evocación de los paisajes que no ha visto, la descripción de los estados de ánimo del
viajero, no resultan menos admirables. Ficción o impostura, el valor artístico es real:
más allá de los trucos de itinerario o de cronología, se da testimonio de una verdad: la
verdad del hombre, imágenes de sí y del mundo, sueños del hombre de genio que se
realiza en lo irreal, para fascinación propia y de sus lectores.
La función propiamente literaria, artística, tiene, por consiguiente, más
importancia que la función histórica u objetiva, a pesar de las pretensiones de la crítica
positivista de antaño y de hoy. Pero la función literaria en cuanto tal, si de verdad
queremos comprender la esencia de la autobiografía, resulta todavía secundaria en
relación a la significación antropológica. Toda obra de arte es proyección del dominio
interior sobre el espacio exterior, donde, al encarnarse, toma conciencia de sí. De ahí la
necesidad de un segundo tipo de crítica, que, en lugar de verificar la correción (sic)
material de la narración o de mostrar su valor artístico, se esfuerce en entresacar la
significación íntima y personal, considerándola como el símbolo, de alguna manera, o la
parábola, de un conciencia en busca de su verdad personal, propia.
El hombre que, al evocar su vida, parte al descubrimiento de sí mismo, no se
entrega a una contemplación pasiva de su ser personal. La verdad no es un tesoro
escondido, al que bastaría con desenterrar reproduciéndolo tal cual es. La confesión del
pasado se lleva a cabo como una tarea en el presente: en ella se opera una verdadera
autocreación. Bajo el pretexto de presentarme tal como fui, ejerzo una especie de derecho
a repetir mi existencia. «Hacer, y al hacer, hacerse»: la bella fórmula de Lequier podría
ser la divisa de la autobiografía, la cual no puede recordar el pasado en el pasado y para
el pasado, imagen inaccesible, pues los muertos no se pueden resucitar; la autobiografía
evoca el pasado para el presente y en el presente, reactualiza lo que del pasado conserva
sentido y valor hoy en día; afirma una tradición personal, la cual funda una fidelidad a
un tiempo antigua y nueva, pues el pasado asumido en el presente es también un signo y
una profecía del futuro. Las perspectivas temporales parecen, de esta manera, agregarse e
interpretarse en una comunión en el autoconocimiento que reagrupa al ser personal más

allá y por de
confesión encima de su
valores, de duración temporal. La confesión
un autorreconocimiento, es decir,adquiere
de una el carácter
opción de una
a nivel de
esencias. No una revelación de una realidad dada de antemano, sino el postulado de una
razón práctica.
El carácter creador y edificante así reconocido a la autobiografía saca a la luz un
sentido nuevo y más profundo de la verdad como expresión del ser íntimo. Y esta
verdad, descuidada demasiado a menudo, constituye, sin embargo, una de las referencias
necesarias para la comprensión del dominio humano. Comprendemos todo, tanto fuera
de nosotros como en nosotros mismos, en relación a lo que somos, y según la medida de
nuestras dimensiones espirituales. Esto es lo que quiere decir Dilthey, uno de los
fundadores de la historiografía contemporánea, cuando afirma que la historia universal
es una extrapolación de la autobiografía. El espacio objetivo de la historia es siempre la
proyección del espacio mental del historiador. El poeta Novalis ya lo había presentido,
mucho antes que Dilthey: «El historiador –afirma-construye seres históricos. Los datos
de la historia son la masa que el historiador modela dándoles vida. La historia también
obedece, por lo tanto, los principios generales de la creación y la organización, y fuera de
estos principios no se da una verdadera construcción histórica, sino solo los vestigios
escasos de creaciones fortuitas en las que se ha ejercido un genio involuntario»
(Blutenstaub, p. 93). Y Nietzsche, por su parte, afirmaba la necesidad de sentir «como la
historia propia toda la historia de la humanidad» (El gay saber, § 337).
Resulta necesario admitir, por consiguiente, una especie de inversión de
perspectiva, y renunciar a considerar la autobiografía a la manera de una biografía
objetiva, regida únicamente por las exigencias del género histórico. Toda autobiografía
es una obra de arte, y, al mismo tiempo, una obra de edificación; no nos presenta al
personaje visto desde fuera, en su comportamiento visible, sino la persona en su
intimidad, no tal como fue, o tal como es, sino como cree y quiere ser y haber sido. Se
trata de una especie de recomposición realzada del destino personal; el autor, quien es al
mismo tiempo el héroe de la historia, quiere elucidar su pasado a fin de discernir la
estructura de su ser en el tiempo. Y esta estructura secreta es para él el presupuesto
implícito de todo conocimiento posible, en el orden que sea. Y de ahí el lugar central de
la autobiografía, y en particular en el dominio literario.
La experiencia es la materia prima de toda creación, la cual elabora los elementos
tomados de la realidad vivida. Uno solo puede imaginar a partir de lo que uno es, de lo
que no ha experimentado, en la realidad o en la aspiración. La autobiografía presenta ese
contenido privilegiado con un mínimo de alteraciones; más exactamente, cree, de
ordinario, restituirlo tal como fue, pero, para narrarse, el hombre añade algo a sí mismo.
De modo que la creación de un mundo literario comienza en la confesión del autor: la
narración que hace de su vida ya es una primera obra de arte, el primer desciframiento
de una afirmación que, a un nivel más alto de disección y recomposición, florecerá en
novelas, en tragedias o en poemas. El novelista François Mauriac asume una intuición

familiar
sea una avida
muchos escritores
interior cuando
novelada». 7 escribe: «creo que no hay una gran novela que no
Toda novela es una autobiografía por persona
interpuesta, verdad que Nietzsche había entendido más allá incluso de los límites de la
literatura propiamente dicha: «Poco a poco se me ha hecho claro lo que es toda gran
filosofía: la confesión de su creador, de alguna manera los recuerdos involuntarios e
inconscientes […]».8
[17] Habría entonces, dos versiones, o dos casos, de autobiografía: por una parte,
la confesión propiamente dicha, y, por otra, toda la obra del artista, que se ocupa del
mismo material pero con toda libertad y trabajando de incógnito. Tras la muerte de
Sofía, Novalis escribió durante un tiempo un diario íntimo en el que anotó, día a día,
escuetamente, sus estados de ánimo; por la misma época escribió los Himnos a la noche,
una de las obras maestras de la poesía romántica. Ni el poema ni su prometida son
nombrados en los Himnos; sin embargo, no hay duda de que tienen el mismo contenido
autobiográfico que el Diario, pues representan una crónica de la experiencia de la
muerte. Igualmente, Goethe se tomó el trabajo de escribir sus memorias; pero su obra
entera, desde Werther al Segundo Fausto y a la Elegía de Marienbad se despliega como una
gigantesca confesión. «No hay, en las Afinidades, le confía a Eckermann, un solo rasgo
que no haya sido vivido, aunque ninguno esté tal como fue vivido.»
Resulta inútil multiplicar los ejemplos: la crítica ha decidido clasificar las obras
de los escritores según el orden cronológico, y de buscar en cada una de ellas la expresión
de una situación real, reconociendo, de esta manera, el carácter autobiográfico de toda
creación literaria. Para comprender En busca del tiempo perdido es necesario ver en ella la
autobiografía de Proust; Henri el Verde es la autobiografía de Gottfried Keller, como
Jean-Christophe es la de Romain Rolland. La clave autobiográfica permite establecer la
correspondencia entre la vida y la obra, solo que esa correspondencia no es tan simple
como la que se da, por ejemplo, entre un texto y su traducción. Nuestras reflexiones
anteriores encuentran aquí toda su importancia.
Se puede distinguir, en la creación literaria, una especie de verdad en sí de la
vida, anterior a la obra y que vendría a reflejarse en ella, directamente en la

7
Mauriac, Journal, II, Grasset, 1937, p. 138. Cfr. Maurois, Tourguenief, p. 196: «La creación artística no es
una creación ex nihilo. Es una reordenación de elementos de la realidad. Se podría mostrar fácilmente que
las narraciones más extrañas, las que nos parece más lejanas de la observación real, como Los viajes de
Gulliver, los Cuentos de Edgar Poe, la Divina Comedia de Dante o Ubu rey de Jarry, están compuestos de
recuerdos […]».
8
Nietzsche, Más allá del bien y del mal, § 6.
autobiografía, y más o menos indirectamente en la novela o el poema. Las dos series no
son independientes: «Los grandes acontecimientos de mi vida son mis obras», decía
Balzac. La autobiografía es también una obra, es decir, un acontecimiento de la vida, en
la cual influye por una especie de movimiento de retorno. El psicoanálisis y la psicología
profunda nos han convertido en familiar la idea, ya implícita en la práctica de la
confesión, de que, al tomar conciencia de lo que fue, uno cambia lo que es. Como

observaba
el mismo Saint-Beuve,
tras el examen en de
el caso del escritor
conciencia. «escribir es dar
La autobiografía no aes,
luz».
porUn hombre no la
consiguiente, es
imagen acabada, la determinación permanente, de una vida personal: el ser humano se
hace de continuo; memorias y recuerdos aspiran a una esencia más allá de la existencia
y, al ponerla de manifiesto, contribuyen a su creación. Al dialogar consigo mismo, el
escritor no busca decir la última palabra, la cual cerraría su vida; se esfuerza solamente
por acercarse un poco más al sentido, siempre secreto e inalcanzable, de su propio
destino.
En este sentido, toda obra es autobiográfica en la medida en que, al inscribirse en
la vida, modifica la vida futura. O, todavía mejor, el carácter propio de la vocación
literaria es que la obra, incluso antes de llevarse a cabo, pueda obrar sobre la existencia.
La autobiografía es vivida, representada, antes de ser escrita; impone una especie de
marca retrospectiva al acontecimiento. Leyendo la correspondencia de Mérimée, observa
un crítico, se tiene la impresión de que su manera de vivir los episodios que describe está
influida ya por la narración que hará a sus amigos. De manera similar, Thibaudet
justifica a Chateaubriand contra los que lo acusan de haber falsificado sus Memorias:
«su manera de ordenar a posteriori su vida es consustancial con su arte. Es una
información, no una deformación. No podemos separar sus mentiras de su estilo».
Debemos «ver su persona y su vida en función de su obra, y también como su
consecuencia, como la fuente y el producto a la vez de su estilo». 9
El estilo debe entenderse aquí no solamente como una regla de escritura sino
como una línea de vida. La verdad de la vida no es distinta, específicamente, de la
verdad de la obra: el gran artista, el gran escritor, vive, de alguna manera, para su
autobiografía. Sería fácil mostrar esto en el caso de Goethe o de Baudelaire, de Gauguin,
de Beethoven, de Byron, de Shelley y de tantos otros grandes artistas. Hay un estilo de
vida romántico, como hay uno clásico, barroco, existencial o decadente. La vida, la obra,
la autobiografía, se nos aparecen así como tres aspectos de una misma afirmación,
unidos por una constante imbricación. La misma fidelidad justifica las aventuras de la
acción y las de la escritura, de suerte que será posible descubrir entre ellas una
correspondencia simbólica, y sacar a la luz los centros de gravitación, los puntos de
inflexión de un destino. Los teóricos de la Formgeschichte han encontrado en eso el punto
de partida de un método de interpretación literaria y artística, deseosos, ante todo, de
deslindar los temas esenciales en función de los cuales el hombre y la obra se hacen
9
A. Thibaudet, Réflexions sur la critique , NRF; 1939, pp. 27 y 29.
inteligibles. El orden totalmente exterior de la cronología se muestra entonces ilusorio.
La historia literaria deja lugar a lo que Bertram llama, en el caso de Nietzsche, una
«mitología» personal, organizada en función de los leitmotiv de la experiencia integral:
el caballero, la Muerte y el Diablo, Sócrates, Portofino, Eleusis; ideas centrales cuya
estela encuentra Bertram tanto en la obra de Nietzsche como en su vida.
El privilegio de la autobiografía consiste, por lo tanto, a fin de cuentas, en que

nos muestradenounlascreador
el esfuerzo etapaspara
de undotar
desarrollo, cuyosuinventario
de sentido es tareaCada
propia leyenda. del historiador, sino
uno es el primer
testigo de sí mismo; sin embargo, su testimonio no goza de autoridad definitiva. No
solamente porque el crítico objetivo mostrará siempre inexactitudes, sino, sobre todo,
porque el debate de una vida consigo misma en busca de su verdad absoluta nunca tiene
fin. Cada uno es para sí mismo la apuesta existencial en una partida que, en realidad, no
puede ser perdida ni ganada. La creación artística es una lucha con el ángel, en la que
tanto el creador como su enemigo están seguros de vencer. El creador lucha contra su
sombra, con la única seguridad de que jamás la podrá apresar.

[18] NOTAS

1. Cfr. En particular las investigaciones de Jacques Lacan, «Le Stade du Miroir comme
formateur de la fonction du Je», Revue Française de Psychanalyse, 4 (1949). [N. del T.: hay
traducción castellana en Escritos, 1, México, Siglo XXI, 1971, pp. 11-18.]
2. Para más detalle, véase la obra, desgraciadamente inacabada, de Georg Misch, Geschiche der
Autobiographie, t. I, Teubner, 1907.
3. Véase también André Maurois, Aspects de la biographie, Grasset, 1928.
4. Paul Valéry, Tel Quel, II; cf., en el mismo sentido, su afirmación «Quien se confiesa miente y
huye de la verdadera verdad, la cual no existe, o es informe, y, en general confusa».
5. Mauriac, Commencements d’une vie, Grasset, 1932, «Introduction», p. XI.
6. Renan, Souvenirs d’enfance et de jeuneusse, Calmann Lévy, «Prefáce», p. II.
7. Mauriac, Journal, II, Grasset, 1937, p. 138. Cfr. Maurois, Tourguenief, p. 196: «La creación
artística no es una creación ex nihilo. Es una reordenación de elementos de la realidad. Se podría
mostrar fácilmente que las narraciones más extrañas, las que nos parece más lejanas de la
observación real, como Los viajes de Gulliver, los Cuentos de Edgar Poe, la Divina Comedia de
Dante o Ubu rey de Jarry, están compuestos de recuerdos […]».
8. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, § 6.
9. A. Thibaudet, Réflexions sur la critique, NRF; 1939, pp. 27 y 29.
-------------------------------------------------------------------------------------------------------------
*Artículo traducido por Ángel G. Loureiro. Publicado srcinalmente en Formen der
Selbstdarstellung. Analekten zu zeiner Geschichte des literarischen Selbsportraits Fetsgabe fur Fritz
Neubert. (Berlín, Duncker y Humblot, 1948, 105-123).

You might also like