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León Trujillo

Publicado por lalineadefuego el octubre 23, 2013 ·

El derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo era el debate de fondo de un atisbo de


debate que fue abortado sobre el aborto.

De modo revelador del sistema ya establecido, pocas personas osaron asumir una
postura diferente a la presidencial o de la corriente conservadora ahora predominante, y
como en los claustros solo plantearon un matiz del matiz: que no se penalice el aborto
para casos de violación. Un mínimo.

Pero, como en los casos de fondo, en que está en juego la real independencia de la
mujer, se optó porque no tenga autonomía. No importaba que sea madre aunque no lo
quisiese; tampoco importaba que los hijos fruto de la violencia puedan no ser
bienvenidos, qué podía importar si las divinidades deberían resolver eso y no una
responsable política pública de enfrentar una desgracia humana de vejamen a la mujer y
de dignidad para sus hijos. Pensar en el futuro, en la vida de esa mujer violentada y de
sus hijos, no merecerían consideración, ni análisis del Estado. Esa vida no importaba.
Este Estado se vuelve así garante del peor de los machismos, ese que se apropia del
cuerpo de la mujer con violencia y el que considera que la condición de la mujer es ser
madre a como de lugar, si posible toda su vida.

Así, ya ni siquiera se consideraba a las 125.000 mujeres que cada año viven un aborto
en condiciones deplorables. El “sistema” no lo permitía. En Montecristi se incorporó en
la Constitución la posición de Provida y del Opus Dei promovida por el presidente y
quedó que se defendía la vida desde el nacimiento. A priori ¿quien estaría contra la
vida?, imposible, los que amamos la vida estamos en su favor, pero detrás de las
palabras están los significados, y esta posición la daban precisamente estas corrientes
político-religiosas conservadoras, que quieren mujeres en el encierro del pasado.

Además, los hechos revelaron bien el actual sistema político. Un cambio positivo es que
ejecutivo y legislativo concierten, logren acuerdos. Pero otra cosa es que el legislativo
se haya borrado de ser un espacio de debate, cuando debería ser uno de sus principales
aportes para que la sociedad construya sus decisiones con fundamento, para que la base
de la democracia, la expresión de pluralismo, se alimente frente al quehacer del
gobierno. Se confunde esta responsabilidad con la de ser la instancia para convencer,
con la propaganda, sobre una decisión ya completamente tomada, como en el caso
Yasuni, haciendo de ello un simple tramite. Se empobrece la relación poder político-
sociedad, otra vez se aminora a la sociedad, se la convierte en una cabeza a la que hay
que llenar de propaganda. Impedir el debate, aún de los casos álgidos, es eso. La política
no tiene espacio, le reemplazó la gestión para convencer, gobernar y decidir.

En cambio, la menor disidencia sirve para que el ejecutivo vuelva a amenazar y


condenar al que no acepta su postura, que en principio sería ideología y plan. Pero César
Rodríguez cuando debió retirarse de AP por “traición” al proyecto, hizo la pregunta
pertinente: ¿Cuál proyecto?
Lo acontecido ahora revela claramente el sistema. El escenario se repite, el presidente
afirma que hay proyecto y que en AP se ha definido alguna posición, pero los
implicados en el momento concreto no saben cual es el proyecto y en este caso, de
suplemento, lo “acordado” no sería tal. El acuerdo que la norma no sería “regresiva”
sobre el aborto no implicaría que se aplicaba en caso de violación. Pero este mínimo
espacio para discusión quedó en nada; al no seguir la posición presidencial no había
espacio para el pluralismo, ni menos para la disidencia, con lo cual la sociedad perdía,
cuando al fin parecía que habría debate, este atisbo de pluralismo, fue anulado. Ser
legislador o miembro de AP, tiene así un claro camino y límite. Antes fue sutil la
coerción ahora es manifiesta, expresada como política pública, y ya dispone de normas
diversas para excluir o silenciar, ante todo para que el miembro de AP pierda sus
posturas y deje de ser. Amenazar para silenciar.

Lo sorprendente es que sus mejores miembros tenían antes pensamiento propio. Ahora
algunos quisieron mostrar sus principios y aprendieron que eso era traición, deslealtad;
la democracia se la definía arriba. ¿Vale a ese punto perderlos por lo que algunos
llaman el estilo presidencial? Pero que en los hechos implica una concepción de
sociedad y un sistema de poder, sobre lo cual ahora no hay mucho que perderse. Al
inicio eso ya fue claro pero rehusaron definir limites. Ahora, el dilema es de fondo: ser o
no ser.

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