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La valoración: El éxito apologético es definido por Cristo.

Una pregunta final a considerar es: ¿Cómo debemos evaluar el éxito relativo de nuestros
esfuerzos apologéticos? Al formular esta pregunta, podríamos preguntarnos si la eficacia
apologética se mide mejor en términos de los debates ganados, los argumentos expresados,
los conversos hechos o los aplausos recibidos. Tales criterios pueden indicar algo de nuestra
credibilidad filosófica o elegancia retórica pero nos dicen muy poco acerca de si hemos tenido
éxito o no en el único sentido que verdaderamente importa. Semejante a cualquier otra cosa
en la vida cristiana, el éxito apologético es evaluado por un estándar más alto que cualquier
cosa en esta tierra. Los números de adversarios confundidos o de incrédulos convertidos no
son realmente medida de cuán bien lo hemos hecho. Si lo fuera, el profeta Jonás sería una
abrumadora sensación (con toda la ciudad de Nínive respondiendo a su predicación), mientras
que el profeta Jeremías sería un deprimente fracaso (con su ministerio sin dar casi ningún fruto
visible). Pero desde la perspectiva de Dios, la obediencia fiel de Jeremías hizo a su ministerio
un éxito verdadero, mientras que la resistencia rebelde de Jonás le dio un fracaso
decepcionante. Al nombre de Jeremías podríamos agregar m fracasados y parias excéntricos.
Pero desde la perspectiva del cielo, fueron el epítome del éxito verdadero. Tal como
observamos en la sección previa, la expectativa del Nuevo Testamento es que el mensaje del
evangelio, proclamado correctamente, a menudo será rechazado y despreciado. Entonces, es
de esperar que la popularidad y la aclamación sean medidas falsas del éxito. Cuando el apóstol
Pablo fue puesto en aquella mazmorra romana al final de su vida, sus circunstancias se veían
en extremo lúgubres. Estaba abandonado y solo, acusado falsamente y esperando ser
ejecutado; sin fama, sin fortuna e incluso sin su abrigo (2 Timoteo 4.13). Como los profetas del
Antiguo Testamento, Pablo fue visto como un fracasado por la sociedad de su día. Después de
decenios de ministerio difícil y lleno de adversidad, su vida estaba a punto de terminar en
tragedia y oscuridad. Pero desde el punto de vista panorámico de Dios, Pablo era todo un
éxito. Aunque había enfrentado tentaciones y pruebas reiteradas, había permanecido fiel. Su
vida la había vivido para la honra de su Señor (2 Corintios 5.9; Filipenses 1.21). Con toda
diligencia había completado su ministerio (2 Timoteo 4.7); y aun en sus horas finales, había
proclamado el evangelio sin componendas (2 Timoteo 4.17). Pronto vería a Cristo y recibiría su
recompensa (2 Timoteo 4.8). Cuando estemos delante de Cristo para dar cuenta de nuestras
vidas (Romanos 14.9–12; 2 Corintios 5.10), los aplausos y el reconocimiento de este mundo
carecerán de sentido. En ese momento, el valor aparente de la madera, el heno y la hojarasca
rápidamente se desvanecerán (1 Corintios 3.11–15). Las únicas palabras por las que nos
preocuparemos serán: «Bien, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu señor» (Mateo 25.21,
23). Fidelidad, no fama temporal ni fertilidad visible es la medida del éxito para Dios y, al final,
la valoración de Dios es lo único que tiene importancia. Sabiendo esto, el apologista cristiano
se preocupa primordialmente por permanecer fiel al Maestro (a quien ama y sirve), fiel al
mensaje (el cual defiende y proclama) y fiel al ministerio (al cual ha sido llamado). Nuestro
éxito no está determinado por cómo nos responde el mundo en esta vida, si con animosidad,
ambivalencia o aplauso, sino por cómo nos evaluará Cristo en el futuro. De modo que decimos
con el apóstol Pablo: «Procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque
es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo» (2 Corintios 5.9b–
10a).

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