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El Dipló: Del fin del trabajo al trabajo sin

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Edición Nro 224 - Febrero de 2018

Antonio Seguí, sin título, 1963

EMPLEO Y CAMBIO TECNOLóGICO

Del fin del trabajo al trabajo sin fin


Por Claudio Scaletta*

La idea de que las máquinas reemplazarán al trabajo humano es un fantasma que se

remonta, al menos, a la primera revolución industrial, pero que no se comprueba en la práctica. El problema del
desempleo no es consecuencia de la tecnología sino de la política económica.

esde su mismísima aparición, “las máquinas” y sus posibilidades motivaron entre sus creadores humanos fascinación y
temor, sentimientos que en el imaginario social se expresaron en la construcción de todo tipo de utopías y distopías. Si

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el arte refleja estos sentimientos, podría decirse que las distopías llevan la delantera. En la ciencia ficción, por ejemplo,
abundan las descripciones de un planeta arrasado por la sobreexplotación de sus recursos o el apocalipsis atómico. En
ese mundo, la especie humana disputa su supremacía con distintas formas de inteligencia artificial (IA) que logran
adquirir la más humana de las condiciones, la conciencia de sí, sean supercomputadoras, robots u hologramas (1). En
un probable exceso de descortesía, estas máquinas se rebelan contra sus creadores, un posible avatar de la conciencia
de ser superiores que proveerá abundante material para los teólogos de los próximos siglos y, quizá, una nueva
preocupación por la residencia material del alma.

Pero más allá de la metafísica estas ficciones dejan entrever, explícita o implícitamente, una idea de organización
social. Generalmente se trata de sociedades duales en las que la separación entre privilegiados y excluidos es absoluta.
Las barreras infranqueables no son sólo de clase, sino físicas. Ciudades amuralladas e híper vigiladas, incluso flotantes
en el cielo, o bien colonias extraplanetarias hacia las que sólo emigran los imprescindibles. Estas distopías también
admiten la utopía, la tierra prometida. Aun en el post apocalipsis existe una porción de la población que puede disfrutar
de los beneficios del súper desarrollo tecnológico: las ciudades futuristas son impecables y armónicas, hábitats
incontaminados de energías renovables; el transporte es silencioso, autónomo, tridimensional para el espacio cercano y
“post relatividad” en el hiperespacio, con velocidades mayores a las de la luz. La alienación del trabajo no existe.
Nadie se ensucia las manos, no hay trabajadores de “cuello azul” porque la producción es tarea de las máquinas. La
actividad humana se concentra en la creación, la gestión y el aseguramiento de la provisión de insumos. Las amenazas
siempre son “los otros”, los bárbaros que habitan más allá de las murallas.

La ciencia ficción es humana, demasiado humana. También contemporánea de sí misma, atrapada en su tiempo. Sus
temas son precisamente los emergentes del súper desarrollo y la distribución de sus beneficios, que no son cuestiones
del futuro sino problemas actuales que tocan de cerca a otra ciencia, la economía política. Por eso, describir algunos
componentes tradicionales de la ciencia ficción no es un intento de invadir el campo de la crítica de arte. Por el
contrario, en estas imágenes ficcionales están incorporados todos los elementos que en las últimas décadas
reconstruyeron el fantasma del “fin del trabajo” y la verdadera naturaleza del “trabajo humano” (y su futuro). Veamos
ambos componentes por separado.

Mercancías que aprenden

La patente de la primera máquina para tejer medias, inventada en Gran Bretaña en 1589 por William Lee, fue
rechazada por la reina Isabel I con el argumento de que desemplearía a muchas tejedoras. El miedo a que las máquinas
reemplacen a los humanos nació con las mismas máquinas, aunque la expresión “el fin del trabajo” como síntesis de
ese temor atávico se popularizó en los 90 con el best seller de Jeremy Rifkin (2), obra que sintetiza la interpretación
económica tradicional de quienes atribuyen los problemas de desempleo al cambio técnico y, por extensión, a las
rigideces de los mercados laborales que se interponen a las necesidades de adaptación (reeducación) de la mano de
obra. La mirada ofertista de Rifkin es tan marcada que en su repaso histórico llega a considerar al mismísimo New
Deal como “en el mejor de los casos, un éxito parcial”, ya que a su juicio la Gran Depresión habría sido provocada por
“la debilidad estructural del sistema industrial”. En años más recientes se sumaron profusos trabajos académicos que
alertaron en la misma línea, muchos de ellos a partir de la idea de “desempleo tecnológico” introducida por J. M.
Keynes en 1930, es decir años antes de la publicación de su visión más acabada en la Teoría general del empleo, el
interés y el dinero. Entre estos estudios se destacan los que detallan el porcentaje de puestos de trabajo en riesgo de ser
reemplazados por máquinas inteligentes (para el caso estadounidense, por ejemplo, alrededor de la mitad: 47% (3)).

El contexto de publicación de perspectivas como la de Rifkin estaba dado por los primeros avances de la revolución de
la informática y las telecomunicaciones, lo que por entonces comenzaba a llamarse “la tercera revolución industrial”.

La primera revolución industrial fue la de la máquina de vapor que desde mediados del siglo XVIII reemplazó a la
energía humana y animal en el trabajo y el transporte, funciones motrices que en la Edad Media habían comenzado a
proveerse muy parcialmente con las fuerzas hidráulicas y eólicas. Sus manufacturas insignes fueron los textiles; su
fuente de energía principal, el carbón. La minería y la metalurgia registraron un poderoso impulso. El medio de
transporte terrestre típico de esta etapa fue el ferrocarril. En el mar, los vapores reemplazaron a las velas, eliminando la
incertidumbre de los tiempos de navegación, a la vez que aumentó la certidumbre de los tiempos de provisión de las
materias primas y la dinámica de los mercados globales para las manufacturas emergentes.

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La segunda revolución industrial comenzó a partir de mediados del siglo XIX y se extendió hasta prácticamente la
Segunda Guerra Mundial. Aunque el carbón no desapareció, sus fuentes de energía fueron el petróleo y la electricidad,
que extendió el día y potenció la fuerza motriz. El desarrollo de las máquinas continuó expandiéndose a todos los
sectores de la economía. Fue el tiempo del telégrafo y el teléfono alámbrico. Se multiplicaron los automóviles y las
rutas. Las distancias continuaron contrayéndose. Apareció la cadena de montaje, el taylorismo y el fordismo.

La tercera revolución industrial corresponde a los desarrollos de la microelectrónica, las telecomunicaciones, las
computadoras, las máquinas y herramientas controladas digitalmente y la organización de la producción bajo el sistema
“just in time”, procesos que culminan con la irrupción de Internet, la interconexión, los mercados globales que “nunca
duermen” y la búsqueda de energías más limpias y renovables. A este proceso se sumó la “revolución de la genética”:
la explosión de la biotecnología a través de los organismos genéticamente modificados. Aunque el petróleo continúa
siendo la principal fuente de energía, uno de los puntos de llegada energéticos podría ser el hidrógeno como fuente
móvil y segura de provisión de electricidad motriz. Algunos autores hablan ya de una “cuarta revolución industrial”,
que bien podría ser un estadio superior de la tercera, con base en la inteligencia artificial y las llamadas “redes
neuronales”, capas superpuestas de software que trabajan inspiradas en el funcionamiento de las reacciones de las
neuronas cerebrales: los primeros sistemas capaces de “aprender” (4).

Ya no se trataría entonces sólo de la “producción de mercancías por medio de mercancías”, como inmortalizara el
economista italiano Piero Sraffa mejorando a Ricardo y Marx. Tampoco estamos solamente ante máquinas que
potencian la mente humana, como en los comienzos de la tercera revolución industrial, sino de algo mucho más
revolucionario: máquinas que aprenden. Siguiendo la línea sraffiana, se trataría de la “producción de mercancías por
medio de mercancías que aprenden”, mercancías que son capaces de comenzar a decodificar el mundo por sí mismas.
Aunque parece futurismo, se tata de tecnología que usamos ya en el presente sin darnos cuenta, por ejemplo cuando
buscamos imágenes en Internet a partir de palabras clave o recurrimos a un traductor online. El potencial del cruce de
biotecnología, robótica e IA es inimaginable, igual que para la generación de nuestros abuelos habría sido Internet o las
pantallas táctiles. En el horizonte ya no sólo se vislumbran androides mecánicos o híbridos mecánico-biológicos, sino
que es posible imaginar una integración parcial de cuerpo humano, robótica e IA: Terminator a la vuelta de la esquina.

La primera conclusión es entonces cronológica: los procesos de revolución tecnológica entraron en una etapa de
aceleración evolutiva impredecible. La agricultura dominó la historia humana durante unos nueve mil años, desde su
aparición neolítica en el Creciente Fértil; las revoluciones industriales propiamente dichas llevan menos de tres siglos,
desde mediados del XVIII. Se trata de un proceso realmente “nuevo” en la historia acompañado en todo su curso por el
temor a que las máquinas reemplacen el trabajo humano, un temor que nació con el surgimiento mismo de las
relaciones capitalistas de producción. Primero como reacción social, por ejemplo entre los artesanos textiles ingleses
seguidores del “Rey Ludd” o entre los nuevos jornaleros rurales seguidores del “Capitán Swing”, los famosos
“destructores de máquinas”, de telares los primeros y de trilladoras los segundos. Esta vieja reacción degeneró en
tiempos más recientes en distintas formas de tecnofobia, como es el caso de los movimientos “neoluditas” que
atribuyen a los objetos creados por la técnica lo que es consecuencia de los cambios en las relaciones de producción,
como sucede con algunas corrientes ecologistas partidarias del “decrecimiento” económico.

Humano, demasiado humano

Si se mira la evolución del trabajo, específicamente del empleo de mano de obra, a lo largo de todo el proceso de las
revoluciones industriales pueden obtenerse otras dos grandes conclusiones. La primera, la más optimista, es que el
trabajo nunca disminuyó sino que aumentó: las pérdidas experimentadas en las ramas de la producción que caían en
relevancia fueron reabsorbidas y multiplicadas por las ramas emergentes. Por ejemplo, en 1900 el 40% de la mano de
obra estadounidense se empleaba en el sector agrícola, contra el 2% actual. En la actualidad el mismo proceso se repite
entre los trabajadores industriales reemplazados por los de servicios. De hecho, muchas actividades de la actualidad
eran inimaginables en el pasado, lo que sugiere que es imposible saber cuáles serán las ramas que reemplazarán a las
que se pierden en el presente. La segunda conclusión es que los períodos de transición siempre supusieron procesos de
readaptación de la mano de obra, un panorama que podría agravarse en tiempos de aceleración de los cambios técnicos.
Estos problemas conducen a la segunda cuestión planteada en la introducción: la “verdadera naturaleza del trabajo
humano” en una sociedad tecnológica.

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Esta “verdadera naturaleza” fue abordada por el economista David Autor al describir al trabajo humano como
“inteligencia y fuerza, dominio técnico y juicio intuitivo, transpiración e inspiración” (5). Automatizar un grupo de
tareas humanas no implica abandonar otras. Y más aun: la automatización eleva el valor económico de las tareas
restantes. Aunque las máquinas realicen cada vez más tareas de las que hoy ocupan a los humanos, siempre habrá más
tareas exclusivamente humanas.

Junto a la experiencia histórica desde mediados del siglo XVIII, esta sencilla explicación refuta la idea de que las
máquinas volverán innecesario el trabajo humano. Pero no responde la pregunta más preocupante: la cuestión de la
cantidad. En otras palabras, ¿por qué, a pesar del importante aumento de la productividad del trabajo, siguen existiendo
tantos empleos? La respuesta de Autor es un principio económico inherente al contexto capitalista, el principio de
“nunca es suficiente”. La tecnología siempre tuvo como efecto general potenciar la productividad del trabajo y, en
consecuencia, la riqueza material: el salario medio estadounidense, por ejemplo, puede adquirir hoy tres veces más
productos de los que obtenía a mediados del siglo pasado. Sin embargo, sostiene Autor citando aThorstein Veblen, “la
abundancia material no elimina la escasez percibida”, al tiempo que las nuevas invenciones crean nuevas necesidades.
¿Quién necesitaba hace 20 años una tablet?

Por supuesto, esto no significa que no hay de qué preocuparse y que siempre habrá empleo. Lo que se observa como
dato estructural en las sociedades más desarrolladas, aunque no solamente, es una polarización: por un lado, una mayor
demanda de trabajos altamente remunerados, como científicos, docentes especializados, directores de empresas o
profesionales liberales; y, por otro lado, una demanda, también creciente, de empleos de baja calidad, como el personal
de maestranza, el trabajo doméstico o los sectores de servicios comerciales. Entre ambos polos se registra una caída de
los trabajos de ingresos medios, en general trabajos en blanco que se precarizan.

Al permitir “hacer más con menos”, la automatización de parte de la producción abre las puertas a una mayor creación
de riqueza y, por lo tanto, al aumento global del producto. Sin embargo, este crecimiento necesita ser acompañado por
una mayor demanda para esa mayor producción. Nada nuevo bajo el sol: si se quiere crecer y crear trabajo deben
crecer todos los componentes de la demanda efectiva: el consumo, la inversión y las exportaciones netas. Dicho de otra
manera, los efectos expansivos de las innovaciones tecnológicas sobre la economía dependen del régimen de política
macroeconómica, es decir de la política fiscal, crediticia, cambiaria y de distribución del ingreso. Las innovaciones no
actúan de manera “automática” sobre el nivel de actividad y de empleo, sino que dependen de las políticas económicas
(6). Los problemas de empleo no se deben al “exceso de tecnología”, si tal cosa existiera, sino a un problema de
demanda. El desempleo en los países desarrollados se relaciona más con la crisis del Estado benefactor que con los
cambios tecnológicos.

1. Véase por ejemplo Blade Runner 2049 (2017).

2. Jeremy Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era,
Paidós Ibérica, Madrid, 2010 (1995).

3. Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne, The future of employment: how susceptible are jobs to computerisation?
,Universidad de Oxford, Oxford, 2013.

4. Tom Standage, “The return of the machinery question”, The Economist Special Report: Artificial Intelligence,
Londres, 25-6-16.

5. David Autor, “Automatización y empleo: De qué deberíamos preocuparnos (y de qué no)”, Boletín Informativo
Techint, N°354, Buenos Aires, enero-junio de 2017.

6. Alejandro Fiorito y Tomás López Mateo, “La innovación tecnológica y la demanda efectiva a largo plazo en Estados
Unidos”, Revista del Departamento de Ciencias Sociales de la UNLu, Vol. 4, N° 3, 2017.

* Economista.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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