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Walter Biemel.
Literatura comprometida.
El escritor considera al lenguaje un instrumento, es su herramienta de trabajo;
se sirve de él para explicar y apresar unas determinadas circunstancias. Las
palabras del escritor es un signo. La esencia del signo es remitirnos a algo. La
función del signo es referirse a algo distinto de él mismo. Las palabras del
escritor deben posibilitar el acceso a las cosas, y en consecuencia, al igual que
el cristal, deben desaparecer ellas mismas para hacer visibles las cosas. La
palabra es cierto momento determinado de la acción y no se comprende fuera
de ella. A esta función designativa del lenguaje, por medio del cual nos
apoderamos de las cosas, se le añade una nueva: su carácter fáctico. Sartre
afirma que “hablar es actuar”. En la medida que el acto de hablar implica una
intención concreta, implica también resaltar unas cosas y relegar otras a
segundo plano. Cuando contemplamos un paisaje, relaciono de manera
caprichosa sus elementos entre sí. A través del acto de la contemplación
accedo a lo existente, de manera que se podría afirmar que lo existente espera
mi presencia para manifestarse. Husserl definió este fenómeno del llegar-a-
aparecer de lo existente en y para el sujeto como un acto de constitución. Lo
que aparece se constituye en conocimiento. En este sentido, Heidegger señala
que la verdad no consiste en la adecuación entre el concepto y la cosa, sino en
un des-velamiento: un sacar a la luz lo escondido, lo oculto. De esta manera,
Sartre sostiene que el lenguaje no es hacer-aparecer o visualizar únicamente,
sino que se trata de la actividad más esencial e inherente a la condición
humana: este se desarrolla a través del habla. El lenguaje es importante por la
posibilidad de visualización o patentización. En esta patentización, el hombre
no se conforma con dejar vagar su libertad, sino que cualquier descubrimiento
o revelación debe orientarse a transformar la sociedad humana. El escritor
comprometido sabe que la palabra es acción, sabe que revelar es cambiar y
que no es posible revelar sin proponerse el cambio, el sabe que su palabra no
es una pura descripción, sino un acto de revelación, de patentización,
gobernado por el proyecto previo de la forma social a la que aspiramos.
La Mirada:
Los estudios sobre la mirada constituyen uno de los pilares de su obra
filosófica El ser y la nada. Sus estudios sobre la mirada nos transportan a la
dimensión del “estar-con”, es decir, del encuentro del hombre con el hombre,
de la convivencia con los otros. La existencia del hombre se desarrolla siempre
en convivencia, lo cual supone preguntarnos sobre hasta qué punto esa con-
vivencia es un requisito imprescindible para el hacerse de la persona. En este
sentido, mi mirada organiza de manera concreta todo lo existente. El hombre
es el centro gravitacional que organiza todo a partir de sí mismo. Yo veo las
cosas con las sombras concretas (en formulación de Husserl) que proyectan, y
así son para mí. Las cosas parecen estar creadas sólo para mí, esperando que
yo las organice. Pero ahora se suma una nueva relación la del objeto-
semejante (otra persona). Este objeto es un objeto privilegiado. Porque no se
deja atrapar en el juego de distancia que yo he establecido entre las cosas,
sino que él mismo está creando distancias. Las cosas se organizan dentro de
unas determinadas coordenadas de distancias, pero el hombre es un ser-sin-
distancias, es él el creador de las distancias y de las relaciones entre las cosas.
Las cosas son incapaces de establecer relaciones, simplemente sufren la
ordenación impuesta por el hombre a partir de la distancia. Al principio el otro
era para mí un ser que veía lo mismo que yo, constituyéndose en una amenaza
para mi mundo puesto que se apropiaba de él. Pero apenas vivencio al otro
como sujeto, comprendo que él, aparte de apropiarse con su mirada de los
objetos de mi entorno también puede verme. “si el otro-objeto se define en
relación con el mundo como el objeto que ve lo que yo veo, mi relación
fundamental con el otro-sujeto debe poder reducirse a mi posibilidad
permanente de ser visto por el otro”. Esto significa que el otro, al mirarme, me
convierte a mí mismo en objeto. El otro deviene para mí en el otro cuando lo
experimento como el que me mira, es decir, el-que-me-convierte-en-objeto.
Sólo me percato de la realidad del otro, es decir que es alguien semejante a
mí, cuando él me mira. “el otro es fundamentalmente aquel que me mira”.
Mientras miraba las cosas, era yo quien me proyectaba hacia ellas y no hacia
mí mismo. La mirada del otro me proporciona la vivencia de mí mismo: “la
mirada es sobre todo un intermediario que me remite de mí mismo a mí
mismo”. Según Sartre el hombre topa con su mismisidad en esta experiencia,
en ella encuentra su yo. La experiencia del ser-mirado se capta de manera más
inmediata en el fenómeno del avergonzarse. Este fenómeno es un acto de
reconocimiento. La vergüenza me hace reconocerme como soy. Lo terrible de
la situación de ser-visto es que el sujeto percibe su yo a través del otro en esa
situación. Ser-visto implica ponerme en manos del que me ve. Para Sartre,
esto supone una descomposición, una hemorragia en mi mundo. Cuando me
avergüenzo, reconozco el juicio del otro sobre mí. Por lo tanto, ser-visto se
confunde con ser-juzgado. Mi relación con los otros se reduce a un constante
ser-juzgado, a exponerse al juicio del otro. Mi reacción natural ante este
fenómeno es juzgar a mi vez al otro. Sartre concibe e interpreta las relaciones
humanas como un juicio.
Hay dos factores que determinan la existencia humana:
1. Trascendencia: es la capacidad del hombre de proyectarse hacia el
futuro, de elegir y concretar posibilidades. Gracias a esta capacidad, el
hombre no congela su existencia, no la fija en un estado determinado,
sino que quebranta, supera siempre su propia existencia, concretando y
configurando a cada paso su proyecto. La trascendencia es inaplicable al
objeto: éste jamás supera su condición.
2. Facticidad: se refiere al momento de estar-fijado, de la realización ya
establecida. Facticidad es la nación a la que pertenezco, las aptitudes
que poseo, y también todo cuanto he realizado hasta este instante.
El proceso de ser-mirado supone una pérdida de trascendencia. En la medida
que el otro me mira en una faceta (ejemplo de oyente indiscreto), congela y
fija esta posibilidad descartando otras muchas. Esa congelación o fijación es
facticidad. Al igual que los seres “en-sí”, condenados a pura facticidad, el
hombre se convierte en “cuasi-en-sí”. Al emerger el otro, yo me convierto en
una “cuasi-cosa” entre las restantes cosas. “Yo siento la mirada del otro en el
momento de mi acto, como una solidificación y enajenación de mis propias
posibilidades”. Mi trascendencia es trascendida por el otro, y, en consecuencia,
puesta en manos del otro. “El otro, en cuanto mirada, no es otra cosa que mi
trascendencia trascendida”. Mis posibilidades de existir y de recuperar lo
existente se transforman al sufrir la mirada ajena, y yo las vivencio como
posibilidades que el otro pueda anular. En la medida en que el otro me mira,
me convierto en objeto para él, pero como es libre, yo no puedo presuponer su
juicio. “Soy esclavo en la medida en que, en lo más hondo de mi ser, dependo
de una libertad que no es la mía y que incluso es requisito para mi existencia”.
Para Sartre el conocimiento de sí mismo implica necesariamente al otro. Para
conocerme tengo que convertirme en objeto, pero para esto es imprescindible
el otro. Para convertirme en objeto necesito un rodeo que pasa por el otro,
reflejarme en una mirada que me devuelva la mía, ya que para el otro soy
simplemente un objeto.
La mirada implica “ser-mirado” por los demás, es decir, que el otro parece
como el sujeto que me mira, tomándome como objeto. Para recuperar mi
trascendencia, es necesario darme cuenta que poseo un abanico de
posibilidades y proyectándome sobre una posibilidad libremente elegida. En
ese momento puedo transformar es realidad. Ya no es el otro sino yo, quien
asume la responsabilidad de mi existencia. Más aún: yo asumo la
responsabilidad de la existencia del otro. “En cuanto tomo conciencia (de) mí
mismo como de una de mis libres posibilidades y en cuanto me proyecto sobre
mí mismo para realizar esta ipsidad, me convierto en responsable de la
existencia del otro: soy el que posibilito, por la afirmación de mi libre
espontaneidad la existencia del otro…”.
El elemento decisivo de todo esto no es la conciencia misma, sino el proyecto:
“En el proyecto de mi posibilidad me percibo como ipsidad; no cargo la
responsabilidad de mi existencia sobre el otro, sino al revés: la existencia del
otro me es adjudicada. Depende de mí no ser el otro. Yo supero su
trascendencia al realizar la mía propia. Si yo antes era objeto para el otro, y él
el sujeto que me miraba, ahora me he convertido en sujeto y el otro en objeto.
El es ahora para mí aquel que no quiero ser.”
Libertad y elección:
El concepto de elección va indisolublemente ligado al de libertad.
La acción humana se diferencia de actividad en que la segunda está motivada
por lo que la ha precedido. La acción viene determinada por lo que aún no es,
o sea, por el propósito a alcanzar, por la meta. Este no-ser-todavía o proyecto
es el momento decisivo de la acción. Del hecho de que yo pueda ser gobernado
por algo no-existente, se desprende que lo más hondo de mi ser está
gobernado por una nadificación. El ser-para-sí (el hombre) sólo puede surgir
de una nadificación del ser-en-sí (que es el ser por antonomasia). La
conciencia (otro termino del ser-para-sí) sólo puede devenir conciencia
mediante un desgajamiento del ser-en-sí; él cual esta colmado de sí mismo, de
manera que no existe en él posibilidad alguna de nadificación. Hablar de
libertad en el ámbito del ser-en-sí es un absurdo, puesto que éste es la
plenitud pura. Sólo lo existente con posibilidad de nadificación y dominado por
la negatividad puede tender a algo que aún no es, ya que es capaz de
relacionarse con lo no-existente por medio de la acción. “La realidad-humana
es libre porque no es suficiente, porque es constantemente arrancada a sí
misma y porque lo que ella ha sido está separado por la nada de lo que es y de
lo que será”. La grandeza de la existencia humana consiste precisamente en
esa necesidad o carencia de ser, que posibilita la libertad. El hombre esta
separado de la plenitud del ser por una carencia y al mismo tiempo también
alejado de sí mismo, separado de su pasado y de su futuro por la nada: ya no
es lo que era y aún-no-es lo que será.
Lo que determina la acción es el futuro y, para acercarse a él, el hombre tiene
que despegarse del pasado y del presente. Ese acercamiento hacia el futuro es
el proyecto, la meta del hombre, algo que aún no es real. El Dasein se
actualiza siempre desde el futuro. Al igual que el futuro, esta actualización sólo
existe merced a una nadificación del hombre que le obliga ineludiblemente a
hacerse autónomo, a concebir su existencia como una tarea constante y no
concluida. “La libertad es precisamente la nada que ha sido en el corazón del
hombre y que obliga a la realidad humana a hacerse, en lugar de a ser”.
De no existir esta nadificación, el hombre no tendría libertad. Su existencia
sólo es posible como un continuo proyectarse sobre sus posibilidades y eso es
la elección. Elegirse y existir es para el hombre lo mismo. Existir, para el
hombre significa estar condenado a la libertad, y además a tener que elegirse.
La elección es desprenderse de sí mismo mientras se nadifica el propio pasado.
En esta negación o nadificación el Dasein actualiza o temporaliza su proyecto.
Los motivos de mis actos, la finalidad que les atribuyo, está determinada de
antemano por la elección de mí mismo. Mi reflexión y la forma de sopesar los
diferentes factores está en germen en el proyecto primordial de mí mismo.
El mero hecho de no elegir-se es también una elección, la elección de negarse
a elegir, de demorar o dejar indeterminada la opción.
La importancia de la elección radica en que no viene determinada por ninguna
situación concreta, puesto que entonces ya no sería elección, sino por los
objetivos o las metas que uno se fija. Yo me elijo a través de lo que considero
deseable para mí.
Mi ser en cuanto conciencia depende de la elección original de sí mismo. “y
como nuestro ser es precisamente nuestra elección original, la conciencia [de]
elección es idéntica a la que tenemos [de] nosotros mismos. Es imprescindible
ser consciente para elegir y también elegir paras ser consciente. Elección y
conciencia son una sola y única cosa”. Somos como nos hemos elegido, y dicha
elección supone siempre una relación concreta con la existencia. Esa relación
es el hombre, y éste la realiza viviendo. “Nosotros elegimos el mundo -en su
significado- eligiéndonos”. Aquí “mundo” alude siempre al contexto significativo
de las cosas establecido por mí. “El valor de las cosas, su papel instrumental,
su proximidad o alejamiento reales no tiene otra función que esbozar mi
imagen, es decir, mi elección. Todo lo que es mío, es decir, el mundo del que
soy siempre consciente (mi ropa, mi casa, los libros, donde vivo, las
diversiones que me permito), todo me informa sobre mi elección, sobre mi
existencia. La elección no viene determinada ni está sujeta a lo dado, lo dado
se concibe siempre a partir del fin que yo me propongo y conforme al me
entiendo como existente. “Así la intención, con su emergencia unitaria, fija el
fin, se elige y juzga lo dado a partir del fin”. Al fijarse su meta, el hombre
adquiere un compromiso. Libertad significa proyectarse sobre un fin, elegir uno
su propia existencia en dicho proyecto y comprometerse con él. La libertad
consiste en: lo dado, las circunstancias, no condicionan nuestra elección. La
libertad misma no es algo dado, sino en constante formación, algo que surge o
nace de la ejecución.
La elección original de mi ser me abre todo un abanico de posibilidades. Mi
libertad, por tanto, se manifiesta en que puedo cuestionar o reafirmar siempre
mi proyecto fundamental. “Mi libertad socava mi libertad”. Incluso el proyecto
fundamental no es definitivo, ya dado e inmodificable.
Libertad y responsabilidad
La limitación no anula la libertad; ésta necesita la oposición de lo dado para
concretarse como libertad. El hombre se hace a sí mismo proyectándose sobre
sí mismo. El hombre no crea lo dado, aunque le confiere sentido por medio de
su proyecto, ya que lo introyecta en su mundo. El hombre es responsable del
mundo en el que vive y de su propia existencia.
“La responsabilidad del para-sí es agobiante, puesto que gracias a él hay un
mundo; y puesto que él es también aquel que se hace a sí mismo, cualquiera
que sea la situación en la que se encuentre, el para-sí debe asumir por entero
esta situación con su coeficiente de adversidad, aunque sea insostenible; debe
asumirlo con la conciencia orgullosa de ser su autor… Es, por lo tanto,
disparatado quejarse, ya que nada extraño decide lo que sentimos, lo que
vivimos o lo que somos”.
Cada hombre crea necesariamente su mundo. Las cosas se me hacen
accesibles desde el momento en que las instalo en un contexto significativo,
que depende, por supuesto, del proyecto original de mí mismo.
El hombre se hace a sí mismo. El hombre no “es” desde el momento que viene
al mundo. Recibe la existencia como una tarea que debe cumplir. El hombre
origina la situación por medio de su actitud frente a lo dado, actitud que puede
concretarse en el rechazo, la lucha o la aceptación. Mi posicionamiento frente a
las cosas o los acontecimientos depende de mi libre proyecto. Hay
acontecimientos que yo no he querido, pero sino no me he sustraído de ella,
entonces la he elegido. Por todas partes hallamos la facticidad, pero ésta no
nos libra de la responsabilidad, porque vivir como hombre significa integrar lo
fáctico dentro de un proyecto. Pese a que el hombre no es causa de su propia
existencia, ni de la de otros, ni tampoco de las cosas, está obligado a decidir el
sentido de su propio ser y de lo que existe fuera de él.