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El bergantín

María de los Ángeles Mena

El bergantín consta de dos palos, nada más que eso, y es el barco más
veloz que he visto jamás, eso que no he visto pocos. Resulta ser, sin
duda, el más ágil. Siempre soñé con hacerme con una de esas
embarcaciones que aparecían en los libros de piratas (incluso cuando
nunca los hubiera visto, y no supiera siquiera el nombre que llevaban), e
irme al mar, vivir esas aventuras que narran las historias de ficción, y tal
vez, que la Real Corona Española me brindaría un título de corsario. Sabía
que era un sueño absurdo, pero estaba seguro de que lo lograría.
Demasiado seguro. Tenía quince años por ese entonces, cuando recién
empezaban los muchachos a desear a las mujeres, pero yo tenía la mente
en otra parte. Corría el año 1755 de Nuestro Señor, y yo era poco más
que un niño de las colonias hispanas en América. Vivíamos en las costas
de San Antonio, entre las playas rocosas y la arena oscura.

Recuerdo el día de septiembre, el veintiuno de ese mes, como si fuera


ayer. En la caleta de pescadores, un hombre viejo y tan arrugado que su
rostro parecía un océano de pliegues unidos por un tejido en común, de
nombre Marcelo Iriarte Sotomayor. Era delgado, pero fuerte. Ataba su
bote a la caleta, y se disponía a sacar las redes llenas de peces cuando
notó mi presencia.

—Don Samuel — me saludó. Yo incliné la cabeza. Marcelo era quién


me contaba las historias de piratas y corsarios cuando era niño, y me
llevaba a pescar. Lo consideraba algo así como el padre que nunca tuve.
Puede que yo haya crecido en una familia rica, haber sido el hijo póstumo
del conde de Villagrán, pero aun así me sentía más pescador que
aristócrata.

Lo ayudé a acabar de atar el nudo. No necesitaba esa ayuda, pero yo


quería hacerlo. Al cabo de unos segundos en silencio, él habló.

—Viene un barco.
—¿Qué?
—Allá, en el horizonte. ¿No lo ve, don Samuel?

Miré. En efecto, se veía una sombra aproximarse, no tan lentamente


como a un barco le correspondería. Se lo comenté a Marcelo, le dije que
venía muy rápido, y él contestó con una sonrisa enigmática.

—¿Qué ocurre? —pregunté. No sabía en ese entonces de la existencia


de esa embarcación ligera que se convertiría en mi pasión. U obsesión,
mejor dicho. Insistí, pero él no dijo nada.

Yo me senté en la playa, sobre la arena, a mirar el horizonte. El sol


ya estaba ocultándose a lo lejos, y el bergantín estaba cada vez más cerca
de la costa. Hundí mis manos en la arena, enterrando los dedos, mientras
Marcelo me miraba con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Qué le ocurre, don Samuel? ¿Por qué se queda ahí, como pasmado?
—Quiero ver a ese barco.
—Porquería de barco — replicó él, riendo. — No me gustan las velas
cuadradas.
—¿Cómo lo sabes? Digo, ¿cómo sabes que tiene las velas de ese modo?

Marcelo apretó los labios, escupió, y giró sobre sus talones.

—No son buena gente, don Samuel. Los bergantines pertenecen a los
piratas y ladrones. Mejor aléjate.

Sin embargo, aquello me dio aún más curiosidad. El anciano caminó


en la dirección opuesta, dejándome la playa para mí solo. Me recosté
sobre la arena, y esperé. El sol se puso, pero aún quedaba algo de luz
cuando el bergantín llegó hasta el muelle. Yo estaba dormitando, pero lo
sentí llegar en seguida. El ruido de las aguas moverse junto a la nave se
habían grabado en mis oídos desde niño, desde que veía acercase los
botes a la caleta de pescadores.

Poniéndome de pie, me acerqué. Un hombre, un gringo a todas luces,


de pelo rojo intenso, gritaba algo en su idioma. Otro tipo salió, uno
moreno, acarreando a los dos hombres de piel más oscura que había visto
jamás. Eran como el color del café solo, casi negros, a excepción de unos
dientes blancos que contrastaban con el resto de su cuerpo, que cubrían
con apenas unas pantaletas que me parecieron similares a lo que tenía
yo por taparrabos.

Contemplé anonadado la interacción entre aquellos hombres. Los dos


blancos (o mejor dicho, el pelirrojo y el moreno) hablaban sin parar. Esas
personas negras, sin embargo, mantenían el silencio. No supe calcularles
la edad, pero por el físico se veían jóvenes. De pronto, el pelirrojo se
dirigió hacia mí, señalándome con el dedo.

— You, kid. What do you think you are doing, uh?


— Lo siento. No hablo…inglés.

El tipo soltó una carcajada.

—¿Qué haces ahí? — Repitió, ahora en español, con marcado acento.


—Los veo. ¿Ese barco es un…un…?
—Es un brigantine — dijo con orgullo. Era aquel el nombre que le daban
los ingleses.
—¿Y esos hombres? —quise saber, señalando a los negros.
—Slaves. No sé nombre que darle los españoles.

Ahí fue donde el joven moreno intervino.

—Son para venderlos, muchacho— explicó en un perfecto castellano.


Tenía acento de las Canarias.
—¿Venderlos?
—Pareciera que eres un idiota. ¿Eres idiota, chico?

Negué con la cabeza. Ambos hombres soltaron sonoras carcajadas, y


me invitaron a subir. Ante la idea, quedé estupefacto, pero lo hice.
Encaminé mis pasos hacia lo que parecía un velero ligero, pero
extremadamente amplio. El pelirrojo se sentó, mientras yo contemplaba
embelesado. Él sacó de su bolsillo una petaca, y me la ofreció.
—Do you drink, kid? ¿Bebes?

Negué con la cabeza, y él simplemente me entregó la petaca.


Armándome de valor, tomé un trago. Sentí en mi garganta una especie
de ardor cálido, lo que califiqué como ligeramente agradable.

Tiempos aquellos. Tiempos en los que era joven, y creía en la bondad


de la gente. Miré de reojo a los hombres de piel oscura, y ellos me
esquivaron la mirada. Les pedí, según recuerdo (¿o habré suplicado?) a
los navegantes que me llevasen con ellos. Por un instante, se miraron
entre sí con aspecto de confusión. Pero al final, el gringo se puso de pie.

—Welcome, boy. — dijo, a modo de anuncio. En su sonrisa pude ver


los dientes más amarillos que había visto jamás, entrechocando dentro
de una mandíbula que parecía no darle abasto. El otro, el moreno, movió
la cabeza de forma afirmativa.

—Bienvenido.

Y yo sonreí. Imagínenlo. Pequeño iluso.

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